domingo, 16 de junio de 2019

José Agustín el eterno subversivo

15/Junio/2019
El Cultural
Carlos Velázquez

Veo en Facebook una foto que subió Jesús Ramírez Bermúdez de su padre, el escritor José Agustín (Acapulco, 1944), y me es imposible no relacionarlo con la figura de Johnny Cash en el video de la canción “Hurt”.
En la imagen aparece el maestro Agustín disfrutando de una Bohemia. La duplicación no es gratuita. En el video aparecen Cash con la salud bastante mermada y June Carter velando por su esposo. Lo primero que piensa uno es en Margarita, la esposa del escritor, quien lo custodia amorosamente desde que en 2009 sufriera una caída que lo alejó para siempre de la escritura.
Los últimos años de Johnny Cash se parecen mucho a lo que vive José Agustín en la actualidad, en cuanto a su estado de salud. Pasar de ser un actor a un simple espectador del mundo. Dedicarse por entero a la contemplación.
En el tintero, como suele decirse, quedó la inacabada novela La locura de Dios. Una trama que toma como modelo la historia de Job. No deja de resultar cabalístico que un simpatizante del diablo no haya podido concluir su obra sobre Dios. Pero más allá de este tipo de interpretaciones, la circunstancia por la que atraviesa el maestro no es otra que la misma balada que tocarán para cualquiera de nosotros en algún momento: la fragilidad de la existencia es una de las pocas certezas comprobables.
A diez años del accidente, su legado permanece como uno de los corpus más sólidos. Cronista, columnista, guionista, dramaturgo, novelista, cuentista e historiador, su obra introdujo una nueva manera de abordar la literatura en nuestro país y el continente. Fue uno de los primeros autores, al menos uno de los más visibles, en intentar darle carpetazo a la literatura del boom latinoamericano. Una apuesta bastante osada, tomando en cuenta el caudillismo que el boom representaba. Con todo el aparato editorial barcelonés como respaldo.
Como en el continente las corrientes marginales eran nulas, inexistentes o sucedían en un underground inaccesible, José Agustín no dudó en tender un puente con una tradición foránea. En este caso la gringa. A través de la literatura beat, de Salinger y Nabokov. Pero sobre todo del rock. En particular de Elvis Presley, Bob Dylan y los Rolling Stones. De una canción de Black Flag o una de los Beatles. La diferencia de Agustín con sus antecesores fue que en su obra había una impronta distinta, un ingrediente que no provenía de los clásicos ni de extemporáneo alguno, que no estaba en los libros, salió de la música: era la actitud.
EN UNA ÉPOCA en que la literatura se parecía demasiado entre sí (como ocurre en el presente), José Agustín se plantó en el panorama literario con actitud. Que no es otra cosa que una personalidad propia. Y el derecho a hacer de esa personalidad un rasgo de identidad intransferible. Y con este gesto se consolidó como un escritor incómodo para una tradición que no entendía lo que estaba ocurriendo en el mundo en cuanto a cambios sociales.
Y con su arrojo, Agustín fue más allá. Abrió la puerta para que varias generaciones de escritores marginales vinieran detrás de él a sumarse a su proyecto, al margen de la visión literaria que promovía el boom: el exotismo como una manera de ocultar la descomposición social y el resquebrajamiento de las instituciones. Fue el primero en llevar al gran público el uso de sustancias en la literatura. Algo que era impensable para la generación anterior. A partir de los ochenta las drogas y la sordidez penetraron con fuerza en la literatura mexicana porque la literatura ha estado siempre obligada a reflejar lo que ocurre en las calles. José Agustín dio el banderazo de salida.
En la actualidad nadie cuestiona la narco-novela, hemos dado por sentada la violencia, pero a finales de los sesenta en México, cuando irrumpió De perfil, la inclusión de drogas en una obra literaria la etiquetaba como no-literatura. Pero era la única forma de oponerse al boom. Un animal que se resiste a morir. Que tuvo su última encarnación en Roberto Bolaño. Casi nadie señala que Bolaño le robó a los libros de José Agustín el espíritu para crear su propia obra.
Qué otra cosa es Los detectives salvajes sino una versión fresa de Se está haciendo tarde. Ambas tramas están originadas en el viaje: el motor de On the Road de Jack Kerouac. La diferencia es que la novela de José Agustín posee una originalidad salida de la mente de su autor mientras que Los detectives salvajes es una copia mal hecha, por qué, porque Bolaño le extirpa a Agustín hasta a sus antagonistas. Es en los libros de Agustín donde se cuenta el odio de Parménides García Saldaña hacia Paz. Bolaño se basó en José Agustín y en Kerouac, pero nunca lo mencionó. En México Bolaño no tenía nada contra qué rebelarse.
La subversión alimenta toda la obra de José Agustín. Y es uno de los principios que ha regido su vida todos estos años. Es junto a Guillermo Fadanelli el último escritor maldito mexicano.

EL ESCRITOR FRENTE AL ESTADO

Durante años, el escritor tijuanense Heriberto Yépez, desde su columna en el suplemento Laberinto, se dedicó a atacar a la literatura mexicana y sus actores. De beneficiario del sistema que criticaba pasó a convertirse en un terrorista que declaraba que las letras nacionales hacía tiempo habían muerto. Según su opinión los programas de becas, los premios, los apoyos a la creación, las editoriales independientes y transnacionales, estaban empapados de corrupción. Una descomposición que se desprendía del PRI. Para Yépez, las prácticas del partido político que han regido el país durante más de setenta años eran las mismas con las que se dirigía (o se dirige) la clase literaria.
Su postura consiguió crear dos bandos. Unos fueron aquellos que lo secundaron. Y otros que simplemente lo tildaron de loco. Y aunque algunos de sus argumentos eran válidos (el escándalo por los millones que ha recibido Letras Libres por publicidad gubernamental es una prueba de que no estaba por completo chiflado) y otros francos disparates, puso sobre la mesa una cuestión crucial: ¿puede el escritor sobrevivir fuera del Estado?
Semana a semana, desde su espacio en Milenio (del que sería despedido) y después desde su blog y su cuenta de Twitter, se dedicó incansablemente a despotricar en contra de todo el aparato literario mexicano. Casi nadie salió ileso.
La inmolación del tijuanense ganó adeptos. Pero mientras el militante ganaba fuerza el escritor comenzó a morir. Además otra cosa sucedía por debajo del agua. La prosa de Yépez, que nunca fue una de sus distinciones, comenzó a desdibujarse. A tal grado que existen diferencias de sintaxis abrumadoras entre sus textos. Lo cual introduce la teoría de una segunda pluma. Sí, un segundo asesino, como en el caso Colosio, al que le dedicó una novela: Aburto. Uno como lector no puede sino pensar que hay un segundo autor. Que muchos de los últimos textos están firmados por otra persona. De aquel Yépez taquigráfico (que a veces sabe usar los puntos y las comas y a veces no) al que le escribe cartas sentimentales a Domínguez Michael media un abismo.
Pero justo cuando Yépez está en su momento más alto como kamikaze de la resistencia le da un giro radical a su discurso. Vuelve al redil. Pide la beca del Sistema Nacional de Creadores y corta todo contacto con internet. Que un autor reciba apoyo institucional no le exime de criticar al gobierno. De acuerdo. Pero esa no era la tesis de Yépez. Su reingreso al mundo de los muertos le demostró a sí mismo lo que tanto ansiaba demostrar: que el escritor puede vivir fuera del Estado. No, no se puede. Yépez no lo consiguió.
PERO EXISTEN AUTORES que sí lograron lo que Yépez tanto soñaba. Y uno de ellos fue (es) José Agustín, que a los veintiséis años fue detenido con una lata con mariguana y llevado a la cárcel de Lecumberri. El episodio está consignado en El rock de la cárcel, uno de los antecedentes más importantes de lo que después sería la no-ficción en México. En aquella época bastaba abrir cualquier camión de tomates para toparte con pacas y pacas de mota. Lo que ocurrió con el encierro de Agustín hoy resulta impensable: muestra cómo el Estado vuelca todo su poder sobre un escritor.
Han pasado más de treinta años desde aquel episodio. Fue liberado en 1971. Y en estos días en que la legalización de la mariguana es inminente, incluso en nuestro país, es hora que el Estado no ofrece una disculpa por el atropello que le infligió a uno de nuestros mejores escritores. Quien tampoco la va a pedir, por supuesto. Pero en un país donde todos los días la ley pasa por encima de sus ciudadanos me parece que al menos debería haber una deferencia, una reparación simbólica, aunque no sirva de nada, por el trago amargo que le hicieron pasar.
Desde el incidente con la ley José Agustín tuvo la certeza incontestable de que el Estado era su enemigo. Que lo mejor era mantenerse alejado de las instituciones. Y consiguió lo que parece imposible en el presente: consagrar una carrera literaria lejos del influjo del poder. Y por supuesto sin renunciar a la crítica. Ejercida ésta en su obra. En Cerca del fuego, en Dos horas de sol, etcétera. Pero sin caer nunca en la militancia al estilo Yépez. Y sin hacer concesiones ni cometer errores. A José Agustín no lo veremos en fotos con personajes políticos de la época. No aparece en esa famosa postal en la que comparten cámara Poniatowska, Monsiváis, García Márquez y compañía con Carlos Salinas de Gortari. José Agustín se mantuvo al margen. Mientras dejaba el proselitismo de lado se dedicó a crear una obra sólida. Que reflejaba el verdadero México, ese que no aparece en las fotos de los famosos.
Ninguno de los libros de Agustín contiene la leyenda de que ha sido escrito con el apoyo del Estado. Lo que seguro lo hace sentir orgulloso. Mantuvo la congruencia pese a percatarse de la tajada que se llevaba tal o cual autor, el puesto de éste o del otro. Con su ingreso en Lecumberri sufrió la expulsión del Estado. No iba a aparecer en un programa de Televisa junto a Paz. Y aceptó su destino. Se quedó con su aura de marginado, que no de marginal, y sacó adelante a su familia sin practicar el deporte nacional por excelencia: la transa. No te vas a sentar a la mesa con tu verdugo. No vas a pedirle un favor a tu victimario. En su lugar José Agustín se dedicó a su hedonismo. Para ser honesto hay que vivir fuera de la ley, dijo  Bob Dylan. Para escribir su obra José Agustín tuvo que darle la espalda al Estado que lo enjauló por considerarlo peligroso debido a su manera de pensar. A diferencia del militante actual que actúa desde la trinchera del wifi, él se fue en 1961 a Cuba a alfabetizar. Eso a los ojos del Estado lo convertía en subversivo.
José Agustín es la prueba viviente de que se puede existir sin depender del Estado. Algo que las nuevas generaciones de escritores no hemos logrado.

GIMME DANGER, LITTLE STRANGER

En 2012 gané el concurso de testimonio Carlos Montemayor y viajé a la Ciudad de México para la premiación en el mismísimo Palacio de Bellas Artes. Pero el verdadero premio fue saludar al maestro José Agustín. Yo ignoraba que se encontraba en el recinto. El INBAhabía decidido premiarlo en reconocimiento a su obra. Trayectoria que pese a ser galardonada con el Premio Nacional de Ciencias y Artes todavía no ha sido lo suficientemente reconocida por las razones de eterna subversión que la permean.
Los ganadores pasamos al escenario de uno en uno y al final se anunció al maestro Agustín que subió  a recibir la deferencia. Al parecer la ceremonia había durado demasiado poco y se decidió que los ganadores teníamos que dar unas breves palabras, por lo que volvimos a ascender las escaleras. Cuando me tocó mi turno la única persona con la que me sentía en deuda era con el autor de De perfil. Mis palabras más o menos textuales fueron: Dedico este premio al maestro José Agustín porque gracias a sus libros estoy aquí. Y luego fui a darle un abrazo. La ceremonia terminó pero no me quedé al brindis. Salí a la noche chilanga a ver quién me cambiaba el cheque para comprar cocaína.
Encontrarme con el maestro me produjo una regresión. A partir de esa noche y hasta el momento en que escribo este texto no existe un solo día que no haya pensado en José Agustín. Cada vez que publico un libro, en la ronda de entrevistas (o uno de mis lectores se acerca de vez en cuando) me preguntan cómo es que comencé a escribir. Y he dado respuestas de todo tipo. Desde glamurosas hasta francamente pendejas. Honestamente no lo sé. Pero esa noche en Bellas Artes me hizo recordar el fuego primigenio que sentí cuando leí por primera vez a José Agustín. Y cada vez crece más en mí la sensación de que aquel día que cayó en mis manos la máquina de escribir que un amigo me regaló, comencé a escribir cuentos no porque quisiera ser escritor sino con el único objetivo de dialogar con La tumba y con De perfil.

Mi paso por la lectura era incipiente. Había leído volúmenes considerados obras maestras que no conseguían producir efecto alguno en mí. Pero cuando cayó en mis manos el primer libro de José Agustín sentí que estaba delinquiendo. Me resultaba un acto peligroso adentrarme en aquellas páginas. Y eso me sedujo como me imagino seduce un arma larga a un aprendiz de sicario. Y fue por eso mismo que no me involucré en el crimen organizado. Yo ya había encontrado mi arma.
Sus libros me inyectaron ese mismo sentimiento que comparten las clases oprimidas por el Estado. Si el sicario admira al capo porque es el único que puede burlar la ley, yo apreciaba a José Agustín por razones parecidas. Porque era muy fácil aspirar a ser un miembro más de la República de las Letras. Lo difícil era ser uno mismo. Abrazar la música y las drogas a partir de la literatura.
No recuerdo quién puso el primer libro de Agustín en mis manos. Pudo ser cualquiera. Estaba destinado. Todos los que formamos parte de la generación de los años setenta lo tenemos en nuestro horizonte literario. Algunos más que otros. Y los escritores que más me interesan, de mi generación o de otra cercana, han estado influenciados directa o indirectamente por José Agustín.
MÁS DE VEINTE AÑOS después de mi primer acercamiento sentí la necesidad de retomar el diálogo. Una idea que nunca ha abandonado mi cabeza es qué ocurre después de la frase con que José Agustín cierra una de sus novelas más emblemáticas: “Yo creo que mejor nos regresamos. Se está haciendo tarde”. Encuentro en esta frase un reto. Y la necesidad de retomarla para darle continuidad a una tradición que la literatura mexicana no considera por completo suya. Al tender puentes con otras tradiciones José Agustín no resultó un autor tan canónico como Fuentes, por ejemplo.
Desde hace unos años estoy metido en una bronca con una novela sobre el desierto y recién me doy cuenta de que ese texto no es otra cosa que mi intento por saber qué ocurre después de Se está haciendo tarde (final en laguna). Esa historia que tengo en una edición de Joaquín Mortiz que cuando me la robé de la Librería de Cristal me pareció la cosa más extraña del universo. Una trama que estaba lo más alejada de mí como habitante del desierto. Pero apenas abrí sus páginas fue como un viaje de LSD. Yo estaba acostumbrado a que la literatura se apoyara sólo en referentes bibliográficos. Pero que este libro tuviera un epígrafe de una banda de rock fue lisérgico.
Hace unos días circuló en redes la noticia de que José Agustín sufrió otra caída y que por el momento no podía caminar. Creo que el enigma de qué ocurre después de Se está haciendo tarde permanecerá indescifrado. A lo mejor la respuesta estaba en La locura de Dios. O no.
En mi librero descansa un tríptico de fotografías firmado por el maestro. Dice: “Para mi cuate Carlos con el cariño de su cuate José Agustín Ramírez”. Las fotos son de Sergio Toledano. Y en una de ellas aparece pintando güevos. Y es así como lo voy a recordar siempre. Pintándole güevos a todo, al poder del Estado y al lenguaje.
CUENTOS COMPLETOS (1968-2002)
El nombre de José Agustín no es de los primeros que sale a relucir cuando se hace el inventario de los cuentistas mexicanos. Los éxitos de sus novelas sitúan a sus relatos en un segundo plano. Sin embargo es un cuentista de primer orden. Uno de los mejores de nuestro panorama. Y como cuentista choncho, en 2002 decidió reunir todas sus historias cortas en un solo volumen.
El grueso de su obra cuentística, casi cuatrocientas páginas, se concentra en tres libros. El más importante es Inventando que sueño (1968), texto experimental donde el autor juega con la forma de modo apantallante. Se reveló como un renovador. No por nada fue alumno de Juan José Arreola, el maestro jalisciense del género. En este volumen se incluye “Cuál es la onda”. La historia de una pareja de chavos que transitan de motel en motel de la Ciudad de México.
Literatura de la Onda fue el epítome con el que Margo Glanz etiquetó a un grupo de escritores del que José Agustín era un protagonista. Siempre rechazó la categoría, y como una burla (está implícita en el título) escribió este relato por cómo era percibido por la crítica. Y aunque este cuento es considerado por muchos su cumbre como cuentista, tiene otra joya.
Compactado en dos páginas y media, “Me encanta el infierno” es una pieza maestra de la narrativa breve. Cuenta el intento de seducción del Pellejo, un personaje srnoso, hacia el licenciado en una diminuta prisión. Una caricaturización del sistema político mexicano.
CERCA DEL FUEGO (1986)
Tengo una imagen fija en la memoria que recuerdo cada tanto. Era una tarde de 1996 y yo estaba trepado en un camión. La ruta se detuvo en el semáforo de Cuauhtémoc y Calle 13 en Torreón. Levanté la vista del libro que estaba leyendo y sufrí una revelación. Lo que le ocurría al personaje bien podría sucederle en aquella misma esquina. El libro era Cerca del fuego. En la edición de Joaquín Mortíz, con la ilustración de Augusto Ramírez en la portada, una especie de venus con un aro de fuego.
Todavía faltaba un año para que Radiohead sacara el OK Computer. Todavía faltaban ocho años para que publicara mi primer libro. Y desde entonces no he vuelto a experimentar la misma sensación con otro libro o autor, sin importar qué tanto me haya influenciado. Cerca del fuego fue importante para mí porque me ayudó a conocer ese México que había empezado a mutar desde el año crucial de 1994.
La trama de la novela trata precisamente de eso. De cómo este país sufre una amnesia sexenal y de cómo cada seis años comete los mismos errores que lo tienen sumido en la precariedad. Un efecto que no se ha revertido, que sigue ocurriendo en el presente, no importa el partido que nos gobierne.
DE PERFIL (1966)
Si bien con La tumba José Agustín y hizo su ingreso por la puerta grande a la literatura mexicana, con De perfil consiguió la pronta consagración. Hoy en día es bastante sencillo que un joven escritor sea publicado y leído. Pero en 1966 José Agustín fue visto como un intruso que no había sido invitado a la fiesta. Para estar en ese lugar era necesario un talento de otro planeta y José Agustín lo tenía.
De perfil es la novela iniciática mexicana por excelencia. En La tumba el autor había usado algunos pasajes de su vida como materia literaria, pero con su segunda novela se entregó a la ficción sin reservas. De perfil es una catedral narrativa perfecta. Nadie puede escribir una obra de esas dimensiones a los veinte años a menos que sea un genio. Y José Agustín lo era.
Para muchos De perfil se convirtió en nuestro libro de texto. Era en la literatura de Agustín donde el lenguaje se estaba transformando. Aprendía uno más en sus páginas que en la escuela. Y cuál era la enseñanza: una nueva manera de esgrimir la lengua. Algo que no conseguía Carlos Fuentes. El canon literario no conectaba más con los lectores jóvenes. Tuvo que venir un rockero a marcar el ritmo de los acontecimientos.
SE ESTÁ HACIENDO TARDE (1973)
Para algunos la última gran novela mexicana del siglo XXSe está haciendo tarde es un salto al vacío. Una introspección a la tan herida psique nacional. Un texto que las nuevas generaciones de escritores no hemos conseguido superar. Cuya trascendencia nos sigue rebasando.
Ese mismo salto lo hemos dado todos sus lectores durante varias décadas. Años que hemos festejado con júbilo el placer y la compañía de su obra. Y lo seguiremos haciendo por mucho tiempo. Gracias, maestro, ha sido un gran viaje.


jueves, 30 de mayo de 2019

Misterio de una obra por descubrir

25/Mayo/2019
El Cultural
Adolfo Castañon

El 19 de julio de 1902, al oír “La raza de bronce”, el extenso poema compuesto y recitado por Amado Nervo en honor a Benito Juárez en la Cámara de Diputados, el general Porfirio Díaz reconoció que tiene musiquita:

Señor, deja que diga la gloria de tu raza,

la gloria de los hombres de bronce, cuya

[maza

melló de tantos yelmos y escudos

[la osadía:

¡oh caballeros tigres!, ¡oh caballeros

[leones!,

¡oh caballeros águilas!, os traigo

[mis canciones;

¡oh enorme raza muerta!, te traigo

[mi elegía.

No sería la primera vez de Nervo en un escenario o en un teatro. En 1903 recitó su poema “Los niños mártires de Chapultepec” en honor de los Niños Héroes en el monumento de Chapultepec. Era una figura pública. Había salido del cuarto de estudio para estar presente en distintos foros llevando la voz de la poesía que dominaba y lo dominaba.

Las numerosas referencias a Amado Nervo en la Reseña histórica del teatro en México de Enrique Olavarría y Ferrari hacen ver que el poeta y narrador frecuentó los foros teatrales durante muchos años, leyendo poemas suyos, improvisando, estrenando piezas propias, saludando el paso de actores y hasta de toreros y brindando recitales junto con otros talentos.

El otro lado de Nervo era misterioso y secreto. A los ojos de Rubén Darío era “celeste anacoreta”. Ese lado secreto tenía que ver con su atormentada vida amorosa y en última instancia trágica. Pero con Nervo la poesía no se encontraba arrinconada en la alcoba, ni en las bibliotecas o mesas de café. Era dicha y recitada en salones y parques, amenizaba las fiestas. A fines del siglo XIX, el teatro era una plataforma desde la cual la sociedad y el poder se ponían en escena a sí mismos a través del estandarte de la poesía. En las crónicas citadas por Olavarría se alude con adjetivos afectuosos a este escritor que, desde la co-dirección de la Revista Moderna con Jesús E. Valenzuela en 1903, fue conquistando los espacios de la cultura y el arte. Al igual que su admirado Manuel Gutiérrez Nájera —como él, poeta y periodista enamorado del teatro de las artes—, Nervo supo fraguar una alianza sutil pero firme entre el verso, la prosa, el periodismo, la escena, la edición, la fiesta y el convivio. Poco a poco, sin darse cuenta, se fue transformando en su propia estatua y cuando despertó ya era una leyenda.

PERIODISMO Y POESÍA
Su intensa actividad periodística corría paralela a su acción editorial y a sus intervenciones como poeta. Era un virtuoso del verso y de la métrica: endecasílabos, estribillos, sonetos, décimas, versos aconsonantados, de arte mayor y de arte menor, letanías, quintillas, canciones, versos para zarzuelas, composiciones improvisadas en corridas de toros según advirtieron Juan Ramón Jiménez, Federico de Onís y Tomás Navarro Tomás. Como Lope de Vega, era un virtuoso sensible a su público, a sus públicos: lo mismo habla En voz baja (1909) que sabe reunir a su alrededor la atención de la tribu a la que se dirige en actos luctuosos o con sonoros versos como los de “La raza de bronce”. Nervo era un personaje doble: el mundano y el secreto, el paseante y el político, el chispeante conversador y el melancólico imitador de Cristo, el cosmopolita y el aprendiz de fraile atormentado por la vida espiritual. Amado Nervo: uno de los nombres tensos con los que se llamaba la cultura de finales de siglo XIX en México.

Si la estrella del nayarita subió en la estima de Justo Sierra y de la alta sociedad porfirista (Joaquín de Casasús contaba sílabas y billetes: era Secretario de Hacienda y traductor de autores latinos), esto no sólo se debe a su poesía cristalina. Era un forzado, un obrero de la pluma y un artesano impecable. Sus crónicas, cuentos, ensayos no sólo contribuyeron a sembrar los vientos de la inspiración modernista por todo el orbe, también lograron renovar esos géneros a través de una narrativa nunca desdeñosa de la magia de lo sobrenatural y lo fantástico, y nunca olvidadiza tampoco de lo que podría llamarse cierto color local o aun costumbrista: arraigado Nervo en su solar tradicional y legendario, memorioso de su patria chica. No se ha estudiado hasta ahora en forma organizada el sistema de vasos comunicantes que fluye entre los dos cuerpos de la obra: la prosa y el verso; tampoco se ha detenido la atención lo suficiente en la inteligencia capaz de armonizar lo mundano y callejero, lo social y lo secreto, la tormenta mística que rayaba en el silencio y acaso en el nihilismo.

“En 1895, su novela corta El Bachilller despierta el interés y su fama inicia con la polémica por la forma en que el autor teatraliza la vocación poética definida por las sombras de la educación religiosa”.
DEL PRINCIPIO AL PURGATORIO
Nació en Tepic el 27 de agosto de 1870. En el horóscopo chino le tocó el signo de la libertad: Caballo blanco de metal; en el horóscopo europeo: el signo de Virgo, emblema de los meditativos como Jorge Luis Borges. Huérfano a los trece años, fue enviado por su madre a Jacona, pequeña ciudad cercana a Zamora donde había un colegio conocido y prestigioso y donde hubo ferrocarril antes que en otras ciudades. Ahí inicia sus estudios formales y empieza a frecuentar a los clásicos españoles y franceses —el Romancero, los autores del Siglo de Oro, Cervantes, Corneille—, latinos —Horacio, Virgilio—  y la lengua y las obras de Shakespeare. La familia se traslada a Zamora, otra ciudad ilustrada; de 1886 a 1888, en el seminario, se consagra al estudio de las Ciencias y de la Filosofía; en 1889 sale para estudiar Leyes, pero vuelve al seminario en 1891 donde, atraído por la religión, la liturgia y los misterios de la teología, compone sus primeros poemas, canciones y textos en prosa. Quedará marcado por esos años de aprendizaje. De esa prehistoria le vienen a Nervo sus orientaciones hacia la religión y la mística, tanto como el impulso que lo lleva a cristalizar sus meditaciones en el cauce de Horacio y sus odas filosóficas.

A fines de 1891, apremiado por la situación económica de su madre y de la familia sale a Mazatlán. En esa ciudad desarrolla una intensa actividad periodística que aún desafía a los investigadores. En 1895, su novela corta El Bachilller despierta el interés y su fama inicia con la polémica por la forma en que el autor teatraliza la vocación poética definida por las sombras de la educación religiosa. El artista como sacerdote expoliado. Ese mismo año, al morir Manuel Gutiérrez Nájera, recita un poema que pone su nombre en boca de muchos. De ahí en adelante, el poeta y el periodista, el cronista y el artista,  el editor y el conversador chispeante ganarán creciente admiración. A cien años de su muerte, hoy leemos a Amado Nervo, por así decir, en frío. No logramos escucharlo como ese actor de sus emociones y las de su público que lo hizo célebre en virtud de su gracia y conversación.

Después de su apogeo, Nervo cayó en un purgatorio, como se puede desprender de las palabras de José Luis Martínez:

Seguirá nuestro Amado Nervo en las bibliotecas rosas por sus incapacidades insuperables; por su deplorable inclinación a la chabacanería, por su gusto dudoso, por su carencia de profundidad y de misterio, por su falta de poder para desvelarnos radicalmente […] y sobre todo, porque no tiene una dimensión más allá de su eficacia comunicativa.

Nervo decía estar más orgulloso de su prosa que de su poesía. Pocos se han detenido en esto. Por ejemplo en “Las ideas de Tello Téllez”, escritas al final de su vida, se pueden leer páginas donde aparece un “maestro apócrifo” que luego veremos en Antonio Machado.

Sin embargo, el aliento que mueve sus composiciones ha sido capaz de atravesar las décadas y todavía un adolescente en 1962 —el suscrito— recitaba de memoria los versos de “La raza de bronce” que le hicieron notar a Porfirio Díaz que tenían musiquita. De hecho, esta facilidad armónica le costaría a Nervo el desdén de los escritores que vendrían después de él, más atentos a otros valores de la palabra poética.

EL MODERNISMO Y DARÍO
De Tepic a Jacona, Zamora, Mazatlán, México, Madrid, París, Uruguay. Los lugares por donde anduvo y residió Amado Nervo deslindan también un espacio cultural y una órbita de la letra escrita y hablada en español.

En París se hizo muy amigo de Rubén Darío, con quien compartió no sólo el domicilio sino también las tareas en la redacción de periódicos y revistas. Iban juntos a cafés, restaurantes y teatros, frecuentaban a los mismos amigos, como se desprende de la correspondencia de Nervo con su amigo Luis Quintanilla. La amistad entre Nervo y Darío se tradujo no sólo en colaboraciones puntuales sino en el tejido de una red. Nervo hacía publicar en México las colaboraciones de Darío y los autores promovidos por él. Juntos armaron una máquina de guerra llamada modernismo. Su fraternidad tenía también un lado humano. Nervo se había hecho amigo de Darío y de su pareja sentimental a la que había conocido en Madrid, Francisca Sánchez, la hija del jardinero de Alfonso XIII. Entre los tres se estableció una complicidad, convivían en el mismo espacio y esa alianza fue más allá de la muerte. Nervo visitaba a Francisca luego de la muerte del nicaragüense. Al morir Darío, Nervo escribió:

… Ha muerto Rubén Darío:

¡el de las piedras preciosas!

¡Cuántos años intensos junto

[al Sena vivimos,

engarzando en el oro de

[un común ideal

los versos juveniles que, a veces,

[brotar vimos

como brotan dos rosas a un tiempo

[en un rosal!

Hoy, ya tu vida, inquieta cual

[torrente bravío

en el Piélago arcano desembocó;

[ya posas

las plantas errabundas en

[el islote frío

que pintó Böcklin… ¡ya sabes

[todas las cosas!

Ha muerto Rubén Darío:

¡el de las piedras preciosas!

No es extraño que la estafeta del modernismo haya pasado naturalmente a manos de Amado Nervo. Muchas cosas tenían en común, además de las lecturas y del espíritu de su poética de la sinceridad y la naturalidad. Ambos eran capaces de imantar a las muchedumbres. La llegada tumultuosa de Darío a Veracruz en 1910 rima, en cierto modo, con el llanto de las multitudes a lo largo del continente durante el último viaje en barco de Amado Nervo en 1919, que las hacía salir a las calles para saludarlo. Darío llegando a Veracruz en 1910, Nervo llorado por multitudes en 1919. Cuando Ramón López Velarde se enteró de la desaparición del poeta, escribió:

Un periodista me dijo… murió Amado Nervo… Quedé impasible. En ello reconocí la eternidad del muerto, porque vivir o morir es secundario para él, en presencia de la perpetuidad de su obra. Para mí, él es el poeta máximo nuestro… El Nervo encantador que me sé de memoria, pleno, sobresaltado, místico, abundante de gracia, fiel a sí mismo, de urbanas y ágiles maneras, amartelado con cada creatura… Una sola cosa sabemos: que el mundo es mágico… Vamos de la vigilia al sueño como del deleite de un rubí al encantamiento de una perla…

MISTICISMO Y BOHEMIA
“¿Era Amado Nervo un místico?”, se preguntaba Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo (1954). Había materia documental para esa cuestión delicada, a la vez íntima y pública. Nervo tuvo la tentación de entrar por la puerta estrecha del sacerdocio al que renunció. Muchos entendían que era una especie de sacerdote expoliado, un defroqué. Títulos como Místicas (1898), Los jardines interiores (1905), En voz baja (1909), Serenidad (1914), Renunciación (1914), Elevación (1917), El estanque de los lotos (1919) y El arquero divino (1922, póstumo) denunciaban o sugerían esa vacilación. Por eso mismo, Nervo puede hablar de Hamlet en su poema “La raza de bronce” como de un “doliente hermano”.

Es cierto que Nervo leyó a Tomás de Kempis, quien urgía a sus lectores a la Imitación de Cristo: no a leer los Evangelios sino a ser Cristo. Es cierto también que por un momento, como queda claro en su poema, intentó esa terrible aventura. También es cierto que su frágil condición humana lo llevó a buscar el mundo, el amor y la felicidad profanas, y que el duelo por la amada perdida (La amada inmóvil) lo devolvería a ese camino de la desnudez y la búsqueda interior.

Falta estudiar con cuidado la evolución religiosa de este poeta de cuya sinceridad no se puede dudar. Y precisamente la sinceridad es, como apunta Carlos Monsiváis, una brújula de su actitud ética. Tal vez percibiendo esto sus lectores lo siguieron en sus libros, en vida y póstumamente. La historia editorial de Amado Nervo no puede desprenderse de esta recapitulación. No sólo eso. Habría que añadir a esa historia editorial oficial la caudalosa de las ediciones piratas. Nervo es en ese sentido un clásico. Pero sigue siendo un misterio. Un fantasma que recorre la historia de la poesía mexicana con su cauda anacrónica pero decididamente carismática, con su vidriosa fama, tan peligrosa para él como para sus lectores.

Los críticos y lectores de Amado Nervo, como la puertorriqueña Concha Meléndez, el hispanista norteamericano Alfred Coester, hasta Luis Leal y Manuel Durán, coinciden en dar cuenta de ese proceso por el cual Nervo deja atrás el cortejo afectivo del carnaval bohemio para adentrarse en las austeridades de una poesía a la par edificante y pedagógica. Este proceso pudo ser seguido abiertamente por el público que lo leía. Nervo se hizo un estandarte de la poesía entre las multitudes, pero al mismo tiempo fue perdiendo lectores entre los poetas más exigentes y comprometidos con los procesos de la vanguardia.

“Crea el mito del poeta que sabe templar no sólo las cuerdas íntimas sino la lira heroica.   La raza de bronce condensa un abanico de las posibilidades éticas y estéticas del mundo indígena y mestizo mexicano”.
VIGENCIA Y CELEBRIDAD
Un año después de su muerte, en 1920, la colección Cvltvra publica Los cien mejores poemas de Amado Nervo, escogidos y prologados por Enrique González Martínez —poeta que, con Alfonso Reyes, podría decirse su heredero—. Luego, en la Biblioteca Nueva en Madrid, con ilustraciones de Marco, se publican entre 1920 y 1928 los 29 volúmenes de las Obras completas al cuidado de Reyes. En 1943, el sello Espasa Calpe de Argentina edita sus Poesías completas, y en 1944 la Editorial Nueva España de México. En 1945, el sello argentino Calomino lanza treinta tomos de las Obras completas previamente editadas por Reyes. Casi tres décadas después, la editorial Aguilar publica en Madrid, en papel Biblia, dos volúmenes empastados con edición, estudios y notas de Francisco González Guerrero para los escritos en prosa: volumen I (1,454 pp.) y una parte del II (1,889 pp.). En ese tomo, las Poesías completas, abarcan más de 600 páginas; su edición estuvo a cargo de Alfonso Méndez Plancarte. No hay queja de su actualidad editorial. Si en el pasado fue objeto de numerosas ediciones, incluidas las piratas, actualmente la UNAM cuenta con la página “Amado Nervo: lectura de una obra en el tiempo” (http://www.amadonervo.net), dirigida por Gustavo Jiménez Aguirre.

Escribió cuentos, novelas cortas, historias varias, cuadros costumbris-tas, crónicas urbanas, literarias y teatrales, piezas de “teatro mínimo”, conferencias, discursos, libros, crónicas de viaje, cartas, textos autobiográficos, apuntes, ideas, aforismos. La vertiente poética no es menos caudalosa: las más de 600 páginas del tomo II impresas a doble columna abarcan Mañana del poeta (1886-1891), Místicas, Poemas (1894-1900), Cantos escolares, El éxodo y las flores del camino, Los jardines interiores, En voz baja, Serenidad, La amada inmóvil, Elevación, El estanque de los lotos, El arquero divino, La última luna (abril-mayo de 1919).

El pacto que sella la vocación poética de Amado Nervo es a la vez artístico y civil, poético y político, literario y religioso. Al redactar cada una de sus estampas líricas, al fraguar sus poemas y dejarse hablar por los espíritus de la letra que lo convocan y apremian, al reiterar en cada signo su apuesta espiritual y ética, interroga al mito y paralelamente crea el mito del poeta que sabe templar no sólo las cuerdas íntimas sino la lira heroica. En particular, “La raza de bronce” cifra y condensa un abanico de las posibilidades éticas y estéticas del mundo indígena y mestizo mexicano.

Al morir en Uruguay, Nervo es declarado “Príncipe de los poetas continentales” y “el más grande lírico de América”. El buque en que viaja rumbo a México el cadáver embalsamado del poeta es escoltado por naves de Argentina y de Cuba; llega cubierto por los pabellones de otros países  —como Venezuela y Brasil— que se han unido a Uruguay en el duelo. Un vistoso sarcófago diseñado y esculpido por el artista uruguayo José Zorrilla de San Martín arropa los despojos del poeta, que yace en la Rotonda de las Personas Ilustres.

Lo veneran las multitudes que lo han leído y lo siguen en procesión a lo largo de ese viaje póstumo que trae sus restos desde Banda Oriental hasta México, en un barco de guerra escoltado por una comisión de intelectuales, un  trayecto que dura casi medio año. Desembarca el 11 de noviembre en Veracruz. Ese día se declara luto nacional. El 14 de noviembre es inhumado en la Rotonda del Panteón de Dolores. El cortejo convoca a cerca de 200 mil personas.

EN LA CIUDAD LITERARIA
El nombre de Amado Nervo llegó a ser ejemplo del escritor despierto en las orillas del poema y en las de la prosa. También sinónimo del poeta a la vez oficial y popular. Tal vez no es extraño que Ramón López Velarde lo haya considerado como un ascendiente decisivo de su proyecto poético, ni que Octavio Paz lo lea a la luz de esa “religión del amor” que practicó López Velarde y desde luego él mismo, autor de La llama doble. Tampoco es casual que Reyes lo cite copiosa y naturalmente a lo largo de su obra, ni que le haya dedicado al menos su Tránsito de Amado Nervo, ni que la primera edición de sus Obras completas las editara el mismo Alfonso Reyes para la Biblioteca Nueva con elegantes ilustraciones en las portadas, estilo art déco, ni que la segunda edición, para el sello de Aguilar, se deba a los buenos oficios de Alfonso Méndez Plancarte. Amado Nervo ronda las calles de la ciudad literaria mexicana e hispanoamericana como una sombra fiel a su propia hora.

Fue un poeta religioso. Buscó el fantasma o la presencia de lo sagrado no sólo en el ámbito litúrgico sino aun y sobre todo en el amor o en los amores imposibles. Octavio Paz, Alí Chumacero, José Luis Martínez, Juan José Arreola —me consta— se sabían de memoria poemas y versos de Nervo. Tampoco es casual que Carlos Monsiváis le haya dedicado su libro Yo te bendigo, vida. Amado Nervo: Crónica de vida y obra: su memoria pagaba así una deuda con el autor de tantos poemas citados y re-citados por él mismo.

Quizás sólo los estudiosos están conscientes de que la obra de Amado Nervo permanece aún por descubrir. Un ejercicio que puede distraer de la lectura gastada de la poesía cívica o de las efusiones sentimentales es el de espigar en los versos y la prosa de Amado Nervo las composiciones que le dedicó desde su juventud hasta su edad madura a Siddhartha Gautama, Buda, de las cuales hay ejemplos en la antología de Jorge Cuesta y en el Ómnibus de poesía mexicana de Gabriel Zaid, otro lector suyo. Nervo fue un hombre de su tiempo, es decir, es uno de nuestros soterrados contemporáneos. Pero su escritura poética se sobrepone a la silueta del hombre de letras que, a pesar de la admiración oficial, aún no ha merecido una biografía digna de ese nombre, ni una nueva, rigurosa y actualizada versión de sus Obras completas.

Debo reconocer que me admira el entusiasmo —cívico o religioso, sentimental o pánico— que estremece algunos poemas suyos y esa peculiar, inconfundible musicalidad de su escritura poética que el lector encuentra en antologías, libros de texto y, desde luego, en los versos de otros poetas que a veces lo re-escriben sin atreverse a citarlo.

“No es extraño que Ramón López Velarde lo haya considerado ascendiente decisivo de su proyecto poético, ni que Octavio Paz lo lea a la luz de esa ‘religión del amor’ que [él mismo] practicó”.
OTRAS LECTURAS
Octavio Paz afirma en su ensayo sobre Amado Nervo de 1950: “Después decide desnudarse. En realidad se trata de un cambio de ropajes. El traje simbolista, que le iba bien, es sustituido por el gabán del pensador religioso. La poesía perdió con el cambio sin que ganara la religión o la moral”. Y Eduardo Lizalde recuerda, en su ensayo sobre Manuel Gutiérrez Nájera:

del Nervo brillante, lírico, enamorado, romántico-modernista de la primera etapa, todo el mundo habló bien; en cuanto entró al misticismo y a los sermones del género catequista, todos odiaron discretamente la poesía de Nervo, incluidos sus discípulos y admiradores.0

A su vez, Salvador Elizondo precisa: “Según muchos, Amado Nervo (1870-1919) es el más grande poeta modernista mexicano, pero su condición más exacta es la de ser el más modernista de los poetas mexicanos de su época”.11 Es, en cualquier caso, un poeta que suscitó en vida y todavía sigue despertando fervores y distancias. Entusiasmos y reticencias, precisamente por esa lealtad a su camino interior, a su vocación artística, poética o religiosa.

Es cierto, como recuerda Carlos Monsiváis, que Amado Nervo fue quizá uno de los últimos avatares del poeta inspirados por “una fe religiosa, la mística del verbo”.12 Ese fervor se daba tanto en el ámbito privado como en el espacio público. Según lo señala Monsiváis: “De entre los modernistas, Nervo es el más abiertamente religioso a la antigua usanza, y anhela la transfiguración, el acto mediante el cual el escritor deviene sucesión de formas diáfanas”.13 Monsiváis pone como ejemplo un poema de este proceso:

TODO YO
Todo yo soy un acto de fe.

Todo yo soy un fuego de amor.

En mi frente espaciosa lee,

mira bien en mis ojos de azor:

¡hallarás las dos letras de FE,

y las cuatro, radiantes, de AMOR!

Si vacilas, si deja un porqué

en tu boca su acerbo amargor,

¡ven a mí, yo comienzo, yo sé!

Mi vida es mi argumento mejor.

Todo yo soy un acto de FE.

Todo yo soy un fuego de AMOR.

Febrero 9, 191514 


Notas
1 Amado Nervo, Obras completas, tomo II, “Prosas-Poesías”, edición, estudios y no-
tas de Francisco González Guerrero (prosa), introducción y noticia biográfica de Alfonso Méndez Plancarte (poesías), Aguilar, Madrid, 1952, p. 1216.
2 Enrique de Olavarría y Ferrari, Reseña Histórica del Teatro en México, 1538-1911, prólogo de Salvador Novo, Editorial Porrúa, México, 1961.
3 José Luis Martínez, Literatura mexicana siglo XX, 1910-1949, Antigua Librería Robredo, México, 1949, p. 153.
4 En Obras completasop. cit., pp. 993-994.
5 Amado Nervo, Un epistolario inédito. XLIII Cartas a don Luis Quintanilla, prólogo y notas de Ermilo Abreu Gómez, México, Imprenta Universitaria, 1951.
6 Ramón López Velarde, “La magia de Nervo”, en Obras, edición de José Luis Martínez, Fondo de Cultura Económica, México, 1971, pp. 502-503.
7 Véase Concha Meléndez, Amado Nervo, Instituto de las Españas en los Estados Unidos, Nueva York, 1926, y Manuel Durán, Genio y figura de Amado NervoEUDEBA, Buenos Aires, segunda edición, 1969, 223 pp.
8 Amado Nervo, Obras completasop. cit.
9 Carlos Monsiváis, Yo te bendigo, vida. Amado Nervo: crónica de vida y obra, Gobierno del Estado de Nayarit, Hoja Casa editorial, México, 2002, 120 pp.
10 Eduardo Lizalde, Tablero de divagaciones, tomo IFCE, México, 1999, pp. 19-20.
11 Salvador Elizondo, Museo poético, segunda edición, Aldus, México, 2002, p. 27.
12 Carlos Monsiváis, op. cit., p. 41.
13 Ibid., p. 44.


14 Ibid., pp. 41-44.

viernes, 26 de abril de 2019

Arreola y Rulfo, novelistas

Otoño/2018
Luvina
Juan José Doñán

A principios de 1954, un jovencísimo Emmanuel Carballo, quien por entonces aún no cumplía los veinticinco años y acababa de mudarse de su natal Guadalajara a la capital del país, publicó en la Revista de la Universidad de México un inteligente ensayo sobre dos paisanos suyos que habían hecho su debut en la narrativa del país con obras de una extraordinaria madurez, máxime cuando se trataba de escritores primerizos: Juan José Arreola y Juan Rulfo. El primero de ellos se había dado a conocer con los libros de cuentos Varia invención (1949) y Confabulario (1952), mientras que en el caso de Rulfo acababa de aparecer, apenas seis meses atrás, El Llano en llamas (1953). Bajo el título de «Arreola y Rulfo cuentistas», el ensayo en cuestión hacía énfasis en la originalidad y la temprana aportación a las letras mexicanas de ambos autores, a los cuales se presentaba, no obstante su juventud y las remarcadas diferencias de estilo, como indudables renovadores del cuento en nuestro país y aun en el orbe hispanoamericano:
Raros son los escritores, sea cual fuere el género que practiquen, que al publicar su primer libro ofrecen una obra madura, una voz propia. Y más raros aún son aquellos que con el primer título inauguran o consolidan una válida aportación al campo de las letras.
Este lúcido y casi profético dictamen vino a establecer también una perdurable visión comparativa entre las obras de ambos autores, visión que durante muchos años los presentaría como los representantes por excelencia de las dos vertientes más arraigadas de la narrativa mexicana y cuyo origen estaba en el siglo xix: por un lado, la corriente telúrica, de la que Rulfo se convirtió en el representante por excelencia, y por el otro, la vertiente fantástica, cuyo exponente más destacado, a partir de la segunda mitad del siglo xx, era Arreola. Aunque con ribetes arbitrarios, como suele suceder con cualquier clasificación, la primera de ellas privilegiaba al «México profundo» (Guillermo Bonfil Batalla dixit), es decir, al espacio vital del país y a quienes habitan en él de forma más conflictiva que armoniosa, y como contrapartida, la segunda corriente tiene preferencia por ficciones de carácter cosmopolita, con frecuencia atemporales, que no están relacionadas con un territorio específico y tienen otro tipo de preocupaciones, como sería la aclimatación de ciertas vanguardias literarias.
      Por cierto, el ensayo de marras vino a poner también los puntos sobre las íes en lo relativo a la validez y legitimidad de ambas vertientes narrativas, siempre y cuando, claro está, sus practicantes cumplieran con el requisito indispensable de la calidad literaria, advirtiendo que era una tontería pretender que alguna de esas corrientes fuera la encarnación de «la autenticidad» y establecer dogmática y aldeanamente que la otra no pasaba de ser una mera impostación retórica o una «imitación extralógica», para decirlo con la feliz expresión de Samuel Ramos.
      Pero esta visión comparativa —que no necesariamente antitética y menos aún excluyente— entre ambos cuentistas jaliscienses ya no tuvo un equivalente, ni por parte de Carballo ni de otros estudiosos de Juan Rulfo y Juan José Arreola, cuando tiempo después ambos escritores —con una celebridad en crecimiento— acometieron, aparentemente con algunos años de diferencia, aunque en realidad lo hicieron a la par, la que terminaría siendo su única experiencia novelística. En este caso iba a ser Rulfo el primero en presentar sus exploraciones en la narrativa de gran aliento con Pedro Páramo, publicada en 1955, ocho años antes de que Arreola hiciera lo propio con La feria (1963); obras que, de nueva cuenta, presentan a sus respectivos autores como novelistas de excepción, tan parcos como innovadores, y tan auténticos y fieles a sí mismos como lo habían sido en su faceta inicial de cuentistas.
La yunta del sur de Jalisco
      Sin que ni Arreola ni Rulfo se lo hubieran propuesto, cada uno de ellos fue sumando una cauda creciente —y a ratos beligerante— de admiradores que, a quererlo o no, terminaron creando una suerte de rivalidad literaria entre ambos narradores, una rivalidad que era alimentada por el entusiasmo hacia la obra de uno, a costa de buscar restarle méritos a la del otro. Así, por ejemplo, no pocos de los fans de Arreola, al tiempo que exaltaban su elegante y bien afinada prosa, su amplia cultura y las audaces invenciones de su imaginación, consideraban que Rulfo era punto menos que una prolongación casi extemporánea de la corriente nacionalista posterior a la Revolución mexicana, que en pleno proceso «modernizador» del país insistía en un universo ruralista anclado en el pasado. Por su parte, muchos entusiastas del autor de El Llano en llamas le reprochaban a la obra de Arreola su desinterés por «la realidad original» y lo que consideraban una actitud evasiva hacia el país y su momento histórico.
      Pero el tiempo acabó demostrando que esa rivalidad no sólo era más inventada que real, sino que los presuntos «contendientes», aparte de extraordinarios escritores, encarnaban la maduración plena de las dos corrientes dominantes de la narrativa mexicana ya referidas, y en las cuales resultaba tan valiosa y enriquecedora la obra hecha por los grandes escritores de temática nacionalista como la realizada por los más imaginativos seguidores del vanguardismo internacional, tal y como llegó a plantearlo en repetidas ocasiones Luis Leal, a quien con justicia se reconoce como el primer gran estudioso del cuento y los cuentistas de nuestro país:
En la literatura mexicana, los narradores que representan el periodo postmoderno pueden ser clasificados en dos grupos, los que continúan la tradición realista nacional y los vanguardistas. Aquéllos reflejan, tanto en los temas como en el tratamiento de los elementos narrativos que dan forma a sus obras, la realidad mexicana; son ellos los representantes de la tradición narrativa iniciada por José Joaquín Fernández de Lizardi y continuada por Guillermo Prieto y Ángel de Campo, entre otros. Los vanguardistas, en cambio, siguen los pasos de los modernistas (Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, etcétera), tanto en el estilo como en la temática.
A comienzos de la segunda mitad del siglo xx y durante las décadas siguientes, Arreola y Rulfo representaron mejor que nadie a ambos grupos literarios, lo que acabó granjeándoles lo mismo aplausos que reproches. Curiosamente, mientras los arreolistas le reprochaban al autor de El Llano en llamas que no escribiera con el refinamiento y el cosmopolitismo de su paisano, los defensores más radicales de la corriente telúrica tildaban de pastiches o de meros divertimentos estilísticos la mayor parte de la obra de Arreola. Así fue como los seguidores de uno y otro acabaron creando una pretendida pugna entre esa mancuerna de escritores del sur de Jalisco, en el entendido de que ambos eran originarios de dicha comarca jalisciense: Rulfo de Sayula y la zona del Llano Grande, y Arreola de Ciudad Guzmán, cuyo nombre primigenio fue Zapotlán el Grande y que el autor de Confabulario se empeñó en que fuese recuperado para su terruño.
      En la última etapa de su vida, a principios de la década de los noventa, cuando llevaba ya muchos años retirado de la escritura y sólo hacía televisión, recibía reconocimientos, premios, homenajes..., se presentaba como conferenciante de los temas más diversos y hacía entrevistas a destajo, Juan José Arreola se refirió precisamente a esa «mancuerna dispar» que había hecho —o le llevaron a hacer— con Rulfo en los testimonios sobre su vida que recogió y redactó Fernando del Paso:
Nosotros [Arreola y Rulfo] dimos mucha lata a ciertos escritores jóvenes, y a mí me molesta que fuimos una especie de caballitos de batalla, una yunta, que no hay página de la literatura [mexicana] en que no se are con esa yunta que formamos en cierto modo Rulfo y yo.
Pero lo más extraordinario del caso es que, como en la famosa canción de «El barzón», esa yunta siguió andando, incluso cuando los narradores ayuntados enmudecieron literariamente, casi desde el momento en que cada uno de ellos publicó su primera y única novela, para dedicar el resto de su vida (treinta y un años en el caso de Rulfo y treinta y ocho años en el de Arrreola) a otros menesteres, entre ellos a administrar su éxito literario. Pero, a pesar de su retiro de la escritura, ambos quedaron para las generaciones sucesivas como autores paradigmáticos, con una fama que crecía y sigue creciendo, especialmente en el caso de Rulfo, cuya obra, no obstante su brevedad, no ha parado de ser traducida a múltiples idiomas hasta el punto de que, como es bien sabido, Pedro Páramo es, después de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, la obra escrita en español que ha sido llevada al mayor número de otras lenguas.
Novelas contra el mundo 
      En su libro de reflexiones sobre la naturaleza de la novela (L’art du roman), Milan Kundera llega a la conclusión de que dicho género literario es una forma del saber humano que sólo puede ser explicado y expresado en por lo menos todas las grandes novelas que en el mundo han sido, con lo cual el escritor checo termina haciendo una paráfrasis de algo que ya había sido apuntado sobre el mismo asunto por el también novelista centroeuropeo Hermann Broch: «descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela»  
      A partir de lo anterior, y dado que tanto Pedro Páramo como La feria se encuentran entre las grandes novelas mexicanas, habría que decir que, con dichas obras, Rulfo y Arreola han ayudado, a partir de la ficción novelística (a partir de esa «verdad de las mentiras», que dice Vargas Llosa), a «saber» qué es México y qué son los mexicanos. Y en este sentido, su contribución no ha sido menos importante que la realizada por tantos antropólogos, etnólogos, filósofos, historiadores, ensayistas, lingüistas, psicólogos sociales y demás pensadores y estudiosos que se han ocupado del fenómeno de «lo mexicano» desde la academia y desde las llamadas ciencias sociales.
      Y es que en ambas novelas se recrea, de manera por demás convincente (más allá de la siempre aplaudible verosimilitud literaria), la forma de ser de dos colectividades del México profundo (Bonfil Batalla again) ante los múltiples dilemas y desafíos que les plantea la vida y también la inminencia de la muerte. Aunque de manera diferenciada, pero igualmente persuasiva, en una obra y en otra aparece un grupo de hombres y mujeres inmersos lo mismo en los apremios cotidianos que en las fiestas populares, en la religiosidad que casi siempre está en pugna con los famosos enemigos del alma (carne, demonio y mundo), presentándose a sí mismos en las efectivas formas coloquiales con que se relacionan entre sí (con frecuencia, para amargarse la vida), y movidos por las ilusiones y los desencantos habituales, así como por la búsqueda de la dicha o al menos el ansiado sosiego que casi siempre acaba siendo alterado por el enjambre de las pasiones humanas.
      En este sentido (ontológico, idiosincrásico, sapiencial...), ni Pedro Páramo ni La feria se quedan a la zaga de El perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos, o de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. E incluso más allá de nuestras fronteras nacionales y culturales, ambas obras, no obstante su bien asumido localismo, han podido trascender su circunstancialidad y contribuir también, a su manera y desde un imaginario sur de Jalisco, a recuperar ese «olvido del ser» que, al decir de Edmund Husserl y varios pensadores existencialistas, ha aquejado a la civilización occidental moderna. Y ello como consecuencia de una limitada idea del «progreso», basada en un desarrollo y en una aplicación empobrecedores y deshumanizantes de las ciencias, especialmente de aquellas que, según el mencionado filósofo alemán, habrían llevado al ser humano «hacia los túneles de las disciplinas especializadas» y hacia catástrofes que pudieron haber sido evitadas, como la Primera Guerra Mundial. Según el ulterior diagnóstico de Kundera, el remedio de esa crisis civilizatoria y de ese «olvido del ser» se encuentra en el incluyente y reconciliador ámbito de las humanidades y específicamente en las novelas escritas contra esa empobrecida visión del mundo.
Dos novelas imposibles 
      Desde la publicación de la novela de Arreola, las semejanzas y diferencias entre Pedro Páramo y La feria son dignas de un estudio sustancioso que infortunadamente, cuando han transcurridos ya cincuenta y cinco años, no se ha hecho hasta ahora, fuera de algunos prometedores escarceos como los de Sara Poot Herrera, Jorge Aguilar Mora y Felipe Vázquez. Aun cuando cada uno de estos tres académicos repara en la estructura fragmentaria o poliédrica de ambas novelas, sus acercamientos comparativos no van demasiado lejos, y en el caso particular de Aguilar Mora sólo pareciera haber reparado en la relación entre ambas obras para tildar de malograda la novela de Arreola, para colmo sin ofrecer ningún argumento, y sugiriendo además que la forma fragmentaria de La feria podría haber tenido como modelo a Pedro Páramo y que, de ser así, eso «sería en todo caso lo único memorable de esa novela fallida». 
      Por su parte, Poot Herrera, aun cuando no ahonda en las afinidades y diferencias que relacionan a una novela y otra, sí aporta un dato por demás relevante: el hecho constatable de que Arreola ya trabajaba en su novela entre 1953 y 1954, es decir, precisamente por los mismos años en que Rulfo venía haciendo lo propio, enfrascado en lo que terminaría siendo Pedro Páramo, y cuando casualmente los dos eran becarios del Centro Mexicano de Escritores (cme) y por lo tanto ambos —aparte de la amistad que existía entre ellos— no sólo sabían en qué y cómo venía trabajando el otro, sino que estaban también al tanto de los avances que se presentaban y leían periódicamente en las sesiones del cem, dirigido en ese entonces por su fundadora, la famosa Margaret Shedd —a quien Wikipedia reporta con ¡118 años de vida!
      Así que pretender que Arreola recurrió, a la hora de hacer la versión final de La feria, al modelo de estructura discontinua y fragmentaria de la novela de Rulfo o, por el contrario, que Arreola habría intervenido en la forma definitiva de Pedro Páramo, son meras conjeturas o, en todo caso, «un enigma no resuelto». Por otra parte, el hecho de que Arreola haya publicado su novela ocho años después que la de Rulfo tampoco demuestra nada en este sentido, y ello porque en el proceso de hechura de ambas obras, sobre todo en la fase inicial, los dos autores hablan indistintamente en sus respectivos reportes de «capítulos» y de «fragmentos»; Rulfo lo hace en un reporte al cme, fechado el 1 de noviembre de 1953. Y Arreola por su parte, en una entrevista publicada poco después de la aparición de La feria, declaró lo siguiente a propósito de la elaboración de su novela:
Originalmente yo había pensado en un relato puro y extendido, esto es, continuo. Pero los fragmentos que llegué a escribir me desilusionaron: no tenían el ritmo, el tempo que oscuramente trataba de abrirse paso en mí. Al retomar el tema me di cuenta de que algunos pasajes eran buenos pero demasiado breves. [Luego] Me aficioné [...] a los fragmentos: no sé si inclinado por mi pereza natural o porque la percepción fragmentaria de la realidad es la que mejor se acomoda a la índole profusa y diversa de La feria.  
A diferencia de Rulfo, que ya no soltó su novela hasta verla terminada y publicada (el colofón de la primera edición de Pedro Páramo sconsigna «el 19 de marzo de 1955»), Arreola, según lo declara él mismo, se desentendió durante un buen tiempo de la suya, para retomarla después (¿transcurridos cuántos meses o años?), cuando pudo ver como un acierto aquello que en un principio le había parecido una equivocación, cayendo en la cuenta de que «los fragmentos» que llevaba escritos y lo habían desilusionado inicialmente en realidad «eran buenos», no obstante su brevedad.
      En conclusión —una conclusión provisional, por supuesto—, la eficaz forma fragmentaria de ambas novelas parece haber estado en germen casi desde el principio de su gestación, cuando sus autores se aventuraban por caminos nada convencionales dentro de la novelística mexicana y aun de la novelística universal.
      Pero la estructura fragmentaria, poliédrica, discontinua, disruptiva... de ambas novelas —que, por ello mismo, requieren de un lector activo o copartícipe— está muy lejos de ser el único punto de contacto entre ellas, pues no son pocas las afinidades y también las diferencias significativas que existen entre una obra y otra. Aun cuando las dos abordan el mundo rural o pueblerino (en este caso se podría decir que el «cosmopolita» Juan José Arreola jugó en la cancha del «telúrico» Juan Rulfo), no lo hacen desde una visión realista y menos aún desde el costumbrismo puro y crudo, una modalidad narrativa que para los años cincuenta y sesenta aún prevalecía en la novela mexicana, no obstante que, desde la década de los cuarenta, tanto Agustín Yáñez como José Revueltas habían comenzado a aclimatar con fortuna algunos hallazgos de las vanguardias narrativas de Europa y Estados Unidos.
Poesía desde la prosa 
      Tanto en la obra de Rulfo como en la de Arreola se jubila al narrador omnisciente, se abandona la secuencia lineal de la historia y se da igualmente la espalda a otras convenciones de la narrativa al uso, a fin de tomar otros caminos y ensayar otras modalidades expresivas, optando por que sean los propios personajes quienes cuenten su vida o, para ser más precisos, un fragmento de ella. Y con todos esos retazos vitales, con esa diversidad de voces narrativas —muchas de ellas ubicadas en tiempos igualmente distintos—, ir dándole forma a la trama de ambas novelas, para lo cual se hace indispensable la colaboración de un lector activo o copartícipe, que en su imaginación va armando los estimulantes rompecabezas de Pedro Páramo y La feria.
      Encarnada en el fragmentarismo de ambas obras aparece una concepción igualmente discontinua del tiempo, la cual se acentúa por la pluralidad de voces narrativas, que llega a ser coral en el caso de La feria, pero no en el de Pedro Páramo, donde desde un principio se van imponiendo los solistas, pues aun cuando en la obra de Rulfo también hay una multiplicidad de voces y algunas de ellas son intencionalmente anónimas (no por nada la novela se iba a llamar en un principio Los murmullos), prevalece un narrador relevante y bien definido en la primera parte de la novela: Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo que llega a Comala en busca del padre que no conoce y cuando éste lleva ya varios años de haber muerto, lo mismo que casi todos los personajes del fantasmal pueblo.
      Se ha dicho con acierto que el verdadero protagonista de La feria es el pueblo de Zapotlán. Y es que aun cuando en la novela de Arreola aparece un multitud de personajes, algunos de ellos más o menos bien definidos (el niño que se presenta repetidamente en el confesionario; la poetisa Alejandrina, fuereña que llega a causar desasosiego entre los integrantes del Ateneo de Zapotlán; el indígena Juan Tepano, que pide la restitución de tierras de las que su comunidad había sido desposeída; la guapa y recatada Chayo, por quien suspira don Salva y a la que Odilón «le quita los seis centavos»; María la Matraca, que prospera con el negocio del lenocinio; don Fidencio, el hazañoso fabricante de velas de cera; la prostituta-doncella Concha de Fierro...), ninguno, sin embargo, alcanza la categoría de verdadero personaje, pues su «relevancia» —que no pasa del bajorrelieve— es más bien limitada o transitoria y casi siempre aparece atada a la coral colectividad zapotlense, la única que juega el rol protagónico en la novela.
      Muy diferente, en este sentido, es el caso de Pedro Páramo, que exhibe una galería de personajes bien acabados, varios de los cuales poseen remarcados rasgos propios hasta el extremo de que podría decirse que sobrepasan el altorrelieve y aún la escultura para convertirse en arquetipos humanos: el rencoroso cacique Pedro Páramo; su administrador y admirador y cómplice Fulgor Cedano; el pusilánime padre Rentería; el atrabiliario junior ranchero Miguel Páramo; el siempre aturdido Juan Preciado... Y a la par, la gama de tipos femeninos no es menos rica: la idealizada Susana Sanjuán; la víctima propiciatoria Dolores Preciado; su incondicional amiga Eduviges Dyada; la alcahueta Dorotea la Cuarraca; la madre sustituta y hermana idem Damiana Cisneros, etcétera.
      Otro punto de diferencia entre ambas novelas es su contrastada visión de la vida. Mientras en la obra de Rulfo hay un sentimiento trágico de lo que significa ser y estar en el mundo, con tintes sombríos y sin posibilidad alguna de redención, en la novela de Arreola predomina un sentido optimista, festivo y a ratos juguetón de la existencia, al grado de que hasta los acontecimientos más adversos o catastróficos (muertes, despojos, engaños, sismos...) son presentados con un toque de gracia y levedad, como algo que es parte de la gramática de la vida y, por ello mismo, no va más allá de «un apocalipsis de bolsillo».
      Pero aparte de todas las diferencias y de todos los puntos en común que puedan encontrarse entre Pedro Páramo y La feria, con las que sus respectivos autores coronaron su más bien parca obra literaria, está un hecho incuestionable: se trata de dos formas únicas e irrepetibles no sólo de hacer novela y de alcanzar una narrativa esencializada, sino de llegar a la poesía desde la prosa.


            jlm y José de la Colina, Conversaciones autobiográficas. Al fallecer el doctor Martínez, sus hijos e hijas imprimieron una tarjeta con el texto: «Juan Martínez Reynaga, H 24 de junio de 1888. ? 10 de diciembre de 1962. Vivió 74 años. Gracias papá por darnos un testimonio heroico de amor a Dios y a tu familia. Tus hijos y todos tus descendientes. Con amor y reconocimiento».
      Luis Leal, «Prólogo» a Cuentos no coleccionados, de Francisco Rojas González, Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1992, p. 7.
      Fernando del Paso, De memoria y olvido: vida de Juan José Arreola (1920-1947), Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1994, p. 162.
      Milan Kundera, El arte de la novela, Vuelta, México, 1988, p. 13.
      jlm y José de la Colina, Conversaciones autobiográficas. Al fallecer el doctor Martínez, sus hijos e hijas imprimieron una tarjeta con el texto: «Juan Martínez Reynaga, H 24 de junio de 1888. ? 10 de diciembre de 1962. Vivió 74 años. Gracias papá por darnos un testimonio heroico de amor a Dios y a tu familia. Tus hijos y todos tus descendientes. Con amor y reconocimiento».
      Jorge Aguilar Mora, «Carta sin despedida a un hijo que no tiene nombre (variaciones sobre el tema: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”)», Hispamérica. Revista de Literatura, núm. 103, Maryland, 2006, p. 13.
      Sara Poot Herrera, Un giro en espiral. El proyecto literario de Juan José Arreola, Universidad de Guadalajara y Lotería Nacional para la Asistencia Pública, Guadalajara, 1992, p. 145.
      Idem.
      Felipe Vázquez, Rulfo y Arreola. Desde los márgenes del texto, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2010, pp. 243-244.
    Emmanuel Carballo, 19 protagonistas de la literatura mexicana, Empresas Editoriales, México, 1965, p. 404.