jueves, 30 de mayo de 2019

Misterio de una obra por descubrir

25/Mayo/2019
El Cultural
Adolfo Castañon

El 19 de julio de 1902, al oír “La raza de bronce”, el extenso poema compuesto y recitado por Amado Nervo en honor a Benito Juárez en la Cámara de Diputados, el general Porfirio Díaz reconoció que tiene musiquita:

Señor, deja que diga la gloria de tu raza,

la gloria de los hombres de bronce, cuya

[maza

melló de tantos yelmos y escudos

[la osadía:

¡oh caballeros tigres!, ¡oh caballeros

[leones!,

¡oh caballeros águilas!, os traigo

[mis canciones;

¡oh enorme raza muerta!, te traigo

[mi elegía.

No sería la primera vez de Nervo en un escenario o en un teatro. En 1903 recitó su poema “Los niños mártires de Chapultepec” en honor de los Niños Héroes en el monumento de Chapultepec. Era una figura pública. Había salido del cuarto de estudio para estar presente en distintos foros llevando la voz de la poesía que dominaba y lo dominaba.

Las numerosas referencias a Amado Nervo en la Reseña histórica del teatro en México de Enrique Olavarría y Ferrari hacen ver que el poeta y narrador frecuentó los foros teatrales durante muchos años, leyendo poemas suyos, improvisando, estrenando piezas propias, saludando el paso de actores y hasta de toreros y brindando recitales junto con otros talentos.

El otro lado de Nervo era misterioso y secreto. A los ojos de Rubén Darío era “celeste anacoreta”. Ese lado secreto tenía que ver con su atormentada vida amorosa y en última instancia trágica. Pero con Nervo la poesía no se encontraba arrinconada en la alcoba, ni en las bibliotecas o mesas de café. Era dicha y recitada en salones y parques, amenizaba las fiestas. A fines del siglo XIX, el teatro era una plataforma desde la cual la sociedad y el poder se ponían en escena a sí mismos a través del estandarte de la poesía. En las crónicas citadas por Olavarría se alude con adjetivos afectuosos a este escritor que, desde la co-dirección de la Revista Moderna con Jesús E. Valenzuela en 1903, fue conquistando los espacios de la cultura y el arte. Al igual que su admirado Manuel Gutiérrez Nájera —como él, poeta y periodista enamorado del teatro de las artes—, Nervo supo fraguar una alianza sutil pero firme entre el verso, la prosa, el periodismo, la escena, la edición, la fiesta y el convivio. Poco a poco, sin darse cuenta, se fue transformando en su propia estatua y cuando despertó ya era una leyenda.

PERIODISMO Y POESÍA
Su intensa actividad periodística corría paralela a su acción editorial y a sus intervenciones como poeta. Era un virtuoso del verso y de la métrica: endecasílabos, estribillos, sonetos, décimas, versos aconsonantados, de arte mayor y de arte menor, letanías, quintillas, canciones, versos para zarzuelas, composiciones improvisadas en corridas de toros según advirtieron Juan Ramón Jiménez, Federico de Onís y Tomás Navarro Tomás. Como Lope de Vega, era un virtuoso sensible a su público, a sus públicos: lo mismo habla En voz baja (1909) que sabe reunir a su alrededor la atención de la tribu a la que se dirige en actos luctuosos o con sonoros versos como los de “La raza de bronce”. Nervo era un personaje doble: el mundano y el secreto, el paseante y el político, el chispeante conversador y el melancólico imitador de Cristo, el cosmopolita y el aprendiz de fraile atormentado por la vida espiritual. Amado Nervo: uno de los nombres tensos con los que se llamaba la cultura de finales de siglo XIX en México.

Si la estrella del nayarita subió en la estima de Justo Sierra y de la alta sociedad porfirista (Joaquín de Casasús contaba sílabas y billetes: era Secretario de Hacienda y traductor de autores latinos), esto no sólo se debe a su poesía cristalina. Era un forzado, un obrero de la pluma y un artesano impecable. Sus crónicas, cuentos, ensayos no sólo contribuyeron a sembrar los vientos de la inspiración modernista por todo el orbe, también lograron renovar esos géneros a través de una narrativa nunca desdeñosa de la magia de lo sobrenatural y lo fantástico, y nunca olvidadiza tampoco de lo que podría llamarse cierto color local o aun costumbrista: arraigado Nervo en su solar tradicional y legendario, memorioso de su patria chica. No se ha estudiado hasta ahora en forma organizada el sistema de vasos comunicantes que fluye entre los dos cuerpos de la obra: la prosa y el verso; tampoco se ha detenido la atención lo suficiente en la inteligencia capaz de armonizar lo mundano y callejero, lo social y lo secreto, la tormenta mística que rayaba en el silencio y acaso en el nihilismo.

“En 1895, su novela corta El Bachilller despierta el interés y su fama inicia con la polémica por la forma en que el autor teatraliza la vocación poética definida por las sombras de la educación religiosa”.
DEL PRINCIPIO AL PURGATORIO
Nació en Tepic el 27 de agosto de 1870. En el horóscopo chino le tocó el signo de la libertad: Caballo blanco de metal; en el horóscopo europeo: el signo de Virgo, emblema de los meditativos como Jorge Luis Borges. Huérfano a los trece años, fue enviado por su madre a Jacona, pequeña ciudad cercana a Zamora donde había un colegio conocido y prestigioso y donde hubo ferrocarril antes que en otras ciudades. Ahí inicia sus estudios formales y empieza a frecuentar a los clásicos españoles y franceses —el Romancero, los autores del Siglo de Oro, Cervantes, Corneille—, latinos —Horacio, Virgilio—  y la lengua y las obras de Shakespeare. La familia se traslada a Zamora, otra ciudad ilustrada; de 1886 a 1888, en el seminario, se consagra al estudio de las Ciencias y de la Filosofía; en 1889 sale para estudiar Leyes, pero vuelve al seminario en 1891 donde, atraído por la religión, la liturgia y los misterios de la teología, compone sus primeros poemas, canciones y textos en prosa. Quedará marcado por esos años de aprendizaje. De esa prehistoria le vienen a Nervo sus orientaciones hacia la religión y la mística, tanto como el impulso que lo lleva a cristalizar sus meditaciones en el cauce de Horacio y sus odas filosóficas.

A fines de 1891, apremiado por la situación económica de su madre y de la familia sale a Mazatlán. En esa ciudad desarrolla una intensa actividad periodística que aún desafía a los investigadores. En 1895, su novela corta El Bachilller despierta el interés y su fama inicia con la polémica por la forma en que el autor teatraliza la vocación poética definida por las sombras de la educación religiosa. El artista como sacerdote expoliado. Ese mismo año, al morir Manuel Gutiérrez Nájera, recita un poema que pone su nombre en boca de muchos. De ahí en adelante, el poeta y el periodista, el cronista y el artista,  el editor y el conversador chispeante ganarán creciente admiración. A cien años de su muerte, hoy leemos a Amado Nervo, por así decir, en frío. No logramos escucharlo como ese actor de sus emociones y las de su público que lo hizo célebre en virtud de su gracia y conversación.

Después de su apogeo, Nervo cayó en un purgatorio, como se puede desprender de las palabras de José Luis Martínez:

Seguirá nuestro Amado Nervo en las bibliotecas rosas por sus incapacidades insuperables; por su deplorable inclinación a la chabacanería, por su gusto dudoso, por su carencia de profundidad y de misterio, por su falta de poder para desvelarnos radicalmente […] y sobre todo, porque no tiene una dimensión más allá de su eficacia comunicativa.

Nervo decía estar más orgulloso de su prosa que de su poesía. Pocos se han detenido en esto. Por ejemplo en “Las ideas de Tello Téllez”, escritas al final de su vida, se pueden leer páginas donde aparece un “maestro apócrifo” que luego veremos en Antonio Machado.

Sin embargo, el aliento que mueve sus composiciones ha sido capaz de atravesar las décadas y todavía un adolescente en 1962 —el suscrito— recitaba de memoria los versos de “La raza de bronce” que le hicieron notar a Porfirio Díaz que tenían musiquita. De hecho, esta facilidad armónica le costaría a Nervo el desdén de los escritores que vendrían después de él, más atentos a otros valores de la palabra poética.

EL MODERNISMO Y DARÍO
De Tepic a Jacona, Zamora, Mazatlán, México, Madrid, París, Uruguay. Los lugares por donde anduvo y residió Amado Nervo deslindan también un espacio cultural y una órbita de la letra escrita y hablada en español.

En París se hizo muy amigo de Rubén Darío, con quien compartió no sólo el domicilio sino también las tareas en la redacción de periódicos y revistas. Iban juntos a cafés, restaurantes y teatros, frecuentaban a los mismos amigos, como se desprende de la correspondencia de Nervo con su amigo Luis Quintanilla. La amistad entre Nervo y Darío se tradujo no sólo en colaboraciones puntuales sino en el tejido de una red. Nervo hacía publicar en México las colaboraciones de Darío y los autores promovidos por él. Juntos armaron una máquina de guerra llamada modernismo. Su fraternidad tenía también un lado humano. Nervo se había hecho amigo de Darío y de su pareja sentimental a la que había conocido en Madrid, Francisca Sánchez, la hija del jardinero de Alfonso XIII. Entre los tres se estableció una complicidad, convivían en el mismo espacio y esa alianza fue más allá de la muerte. Nervo visitaba a Francisca luego de la muerte del nicaragüense. Al morir Darío, Nervo escribió:

… Ha muerto Rubén Darío:

¡el de las piedras preciosas!

¡Cuántos años intensos junto

[al Sena vivimos,

engarzando en el oro de

[un común ideal

los versos juveniles que, a veces,

[brotar vimos

como brotan dos rosas a un tiempo

[en un rosal!

Hoy, ya tu vida, inquieta cual

[torrente bravío

en el Piélago arcano desembocó;

[ya posas

las plantas errabundas en

[el islote frío

que pintó Böcklin… ¡ya sabes

[todas las cosas!

Ha muerto Rubén Darío:

¡el de las piedras preciosas!

No es extraño que la estafeta del modernismo haya pasado naturalmente a manos de Amado Nervo. Muchas cosas tenían en común, además de las lecturas y del espíritu de su poética de la sinceridad y la naturalidad. Ambos eran capaces de imantar a las muchedumbres. La llegada tumultuosa de Darío a Veracruz en 1910 rima, en cierto modo, con el llanto de las multitudes a lo largo del continente durante el último viaje en barco de Amado Nervo en 1919, que las hacía salir a las calles para saludarlo. Darío llegando a Veracruz en 1910, Nervo llorado por multitudes en 1919. Cuando Ramón López Velarde se enteró de la desaparición del poeta, escribió:

Un periodista me dijo… murió Amado Nervo… Quedé impasible. En ello reconocí la eternidad del muerto, porque vivir o morir es secundario para él, en presencia de la perpetuidad de su obra. Para mí, él es el poeta máximo nuestro… El Nervo encantador que me sé de memoria, pleno, sobresaltado, místico, abundante de gracia, fiel a sí mismo, de urbanas y ágiles maneras, amartelado con cada creatura… Una sola cosa sabemos: que el mundo es mágico… Vamos de la vigilia al sueño como del deleite de un rubí al encantamiento de una perla…

MISTICISMO Y BOHEMIA
“¿Era Amado Nervo un místico?”, se preguntaba Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo (1954). Había materia documental para esa cuestión delicada, a la vez íntima y pública. Nervo tuvo la tentación de entrar por la puerta estrecha del sacerdocio al que renunció. Muchos entendían que era una especie de sacerdote expoliado, un defroqué. Títulos como Místicas (1898), Los jardines interiores (1905), En voz baja (1909), Serenidad (1914), Renunciación (1914), Elevación (1917), El estanque de los lotos (1919) y El arquero divino (1922, póstumo) denunciaban o sugerían esa vacilación. Por eso mismo, Nervo puede hablar de Hamlet en su poema “La raza de bronce” como de un “doliente hermano”.

Es cierto que Nervo leyó a Tomás de Kempis, quien urgía a sus lectores a la Imitación de Cristo: no a leer los Evangelios sino a ser Cristo. Es cierto también que por un momento, como queda claro en su poema, intentó esa terrible aventura. También es cierto que su frágil condición humana lo llevó a buscar el mundo, el amor y la felicidad profanas, y que el duelo por la amada perdida (La amada inmóvil) lo devolvería a ese camino de la desnudez y la búsqueda interior.

Falta estudiar con cuidado la evolución religiosa de este poeta de cuya sinceridad no se puede dudar. Y precisamente la sinceridad es, como apunta Carlos Monsiváis, una brújula de su actitud ética. Tal vez percibiendo esto sus lectores lo siguieron en sus libros, en vida y póstumamente. La historia editorial de Amado Nervo no puede desprenderse de esta recapitulación. No sólo eso. Habría que añadir a esa historia editorial oficial la caudalosa de las ediciones piratas. Nervo es en ese sentido un clásico. Pero sigue siendo un misterio. Un fantasma que recorre la historia de la poesía mexicana con su cauda anacrónica pero decididamente carismática, con su vidriosa fama, tan peligrosa para él como para sus lectores.

Los críticos y lectores de Amado Nervo, como la puertorriqueña Concha Meléndez, el hispanista norteamericano Alfred Coester, hasta Luis Leal y Manuel Durán, coinciden en dar cuenta de ese proceso por el cual Nervo deja atrás el cortejo afectivo del carnaval bohemio para adentrarse en las austeridades de una poesía a la par edificante y pedagógica. Este proceso pudo ser seguido abiertamente por el público que lo leía. Nervo se hizo un estandarte de la poesía entre las multitudes, pero al mismo tiempo fue perdiendo lectores entre los poetas más exigentes y comprometidos con los procesos de la vanguardia.

“Crea el mito del poeta que sabe templar no sólo las cuerdas íntimas sino la lira heroica.   La raza de bronce condensa un abanico de las posibilidades éticas y estéticas del mundo indígena y mestizo mexicano”.
VIGENCIA Y CELEBRIDAD
Un año después de su muerte, en 1920, la colección Cvltvra publica Los cien mejores poemas de Amado Nervo, escogidos y prologados por Enrique González Martínez —poeta que, con Alfonso Reyes, podría decirse su heredero—. Luego, en la Biblioteca Nueva en Madrid, con ilustraciones de Marco, se publican entre 1920 y 1928 los 29 volúmenes de las Obras completas al cuidado de Reyes. En 1943, el sello Espasa Calpe de Argentina edita sus Poesías completas, y en 1944 la Editorial Nueva España de México. En 1945, el sello argentino Calomino lanza treinta tomos de las Obras completas previamente editadas por Reyes. Casi tres décadas después, la editorial Aguilar publica en Madrid, en papel Biblia, dos volúmenes empastados con edición, estudios y notas de Francisco González Guerrero para los escritos en prosa: volumen I (1,454 pp.) y una parte del II (1,889 pp.). En ese tomo, las Poesías completas, abarcan más de 600 páginas; su edición estuvo a cargo de Alfonso Méndez Plancarte. No hay queja de su actualidad editorial. Si en el pasado fue objeto de numerosas ediciones, incluidas las piratas, actualmente la UNAM cuenta con la página “Amado Nervo: lectura de una obra en el tiempo” (http://www.amadonervo.net), dirigida por Gustavo Jiménez Aguirre.

Escribió cuentos, novelas cortas, historias varias, cuadros costumbris-tas, crónicas urbanas, literarias y teatrales, piezas de “teatro mínimo”, conferencias, discursos, libros, crónicas de viaje, cartas, textos autobiográficos, apuntes, ideas, aforismos. La vertiente poética no es menos caudalosa: las más de 600 páginas del tomo II impresas a doble columna abarcan Mañana del poeta (1886-1891), Místicas, Poemas (1894-1900), Cantos escolares, El éxodo y las flores del camino, Los jardines interiores, En voz baja, Serenidad, La amada inmóvil, Elevación, El estanque de los lotos, El arquero divino, La última luna (abril-mayo de 1919).

El pacto que sella la vocación poética de Amado Nervo es a la vez artístico y civil, poético y político, literario y religioso. Al redactar cada una de sus estampas líricas, al fraguar sus poemas y dejarse hablar por los espíritus de la letra que lo convocan y apremian, al reiterar en cada signo su apuesta espiritual y ética, interroga al mito y paralelamente crea el mito del poeta que sabe templar no sólo las cuerdas íntimas sino la lira heroica. En particular, “La raza de bronce” cifra y condensa un abanico de las posibilidades éticas y estéticas del mundo indígena y mestizo mexicano.

Al morir en Uruguay, Nervo es declarado “Príncipe de los poetas continentales” y “el más grande lírico de América”. El buque en que viaja rumbo a México el cadáver embalsamado del poeta es escoltado por naves de Argentina y de Cuba; llega cubierto por los pabellones de otros países  —como Venezuela y Brasil— que se han unido a Uruguay en el duelo. Un vistoso sarcófago diseñado y esculpido por el artista uruguayo José Zorrilla de San Martín arropa los despojos del poeta, que yace en la Rotonda de las Personas Ilustres.

Lo veneran las multitudes que lo han leído y lo siguen en procesión a lo largo de ese viaje póstumo que trae sus restos desde Banda Oriental hasta México, en un barco de guerra escoltado por una comisión de intelectuales, un  trayecto que dura casi medio año. Desembarca el 11 de noviembre en Veracruz. Ese día se declara luto nacional. El 14 de noviembre es inhumado en la Rotonda del Panteón de Dolores. El cortejo convoca a cerca de 200 mil personas.

EN LA CIUDAD LITERARIA
El nombre de Amado Nervo llegó a ser ejemplo del escritor despierto en las orillas del poema y en las de la prosa. También sinónimo del poeta a la vez oficial y popular. Tal vez no es extraño que Ramón López Velarde lo haya considerado como un ascendiente decisivo de su proyecto poético, ni que Octavio Paz lo lea a la luz de esa “religión del amor” que practicó López Velarde y desde luego él mismo, autor de La llama doble. Tampoco es casual que Reyes lo cite copiosa y naturalmente a lo largo de su obra, ni que le haya dedicado al menos su Tránsito de Amado Nervo, ni que la primera edición de sus Obras completas las editara el mismo Alfonso Reyes para la Biblioteca Nueva con elegantes ilustraciones en las portadas, estilo art déco, ni que la segunda edición, para el sello de Aguilar, se deba a los buenos oficios de Alfonso Méndez Plancarte. Amado Nervo ronda las calles de la ciudad literaria mexicana e hispanoamericana como una sombra fiel a su propia hora.

Fue un poeta religioso. Buscó el fantasma o la presencia de lo sagrado no sólo en el ámbito litúrgico sino aun y sobre todo en el amor o en los amores imposibles. Octavio Paz, Alí Chumacero, José Luis Martínez, Juan José Arreola —me consta— se sabían de memoria poemas y versos de Nervo. Tampoco es casual que Carlos Monsiváis le haya dedicado su libro Yo te bendigo, vida. Amado Nervo: Crónica de vida y obra: su memoria pagaba así una deuda con el autor de tantos poemas citados y re-citados por él mismo.

Quizás sólo los estudiosos están conscientes de que la obra de Amado Nervo permanece aún por descubrir. Un ejercicio que puede distraer de la lectura gastada de la poesía cívica o de las efusiones sentimentales es el de espigar en los versos y la prosa de Amado Nervo las composiciones que le dedicó desde su juventud hasta su edad madura a Siddhartha Gautama, Buda, de las cuales hay ejemplos en la antología de Jorge Cuesta y en el Ómnibus de poesía mexicana de Gabriel Zaid, otro lector suyo. Nervo fue un hombre de su tiempo, es decir, es uno de nuestros soterrados contemporáneos. Pero su escritura poética se sobrepone a la silueta del hombre de letras que, a pesar de la admiración oficial, aún no ha merecido una biografía digna de ese nombre, ni una nueva, rigurosa y actualizada versión de sus Obras completas.

Debo reconocer que me admira el entusiasmo —cívico o religioso, sentimental o pánico— que estremece algunos poemas suyos y esa peculiar, inconfundible musicalidad de su escritura poética que el lector encuentra en antologías, libros de texto y, desde luego, en los versos de otros poetas que a veces lo re-escriben sin atreverse a citarlo.

“No es extraño que Ramón López Velarde lo haya considerado ascendiente decisivo de su proyecto poético, ni que Octavio Paz lo lea a la luz de esa ‘religión del amor’ que [él mismo] practicó”.
OTRAS LECTURAS
Octavio Paz afirma en su ensayo sobre Amado Nervo de 1950: “Después decide desnudarse. En realidad se trata de un cambio de ropajes. El traje simbolista, que le iba bien, es sustituido por el gabán del pensador religioso. La poesía perdió con el cambio sin que ganara la religión o la moral”. Y Eduardo Lizalde recuerda, en su ensayo sobre Manuel Gutiérrez Nájera:

del Nervo brillante, lírico, enamorado, romántico-modernista de la primera etapa, todo el mundo habló bien; en cuanto entró al misticismo y a los sermones del género catequista, todos odiaron discretamente la poesía de Nervo, incluidos sus discípulos y admiradores.0

A su vez, Salvador Elizondo precisa: “Según muchos, Amado Nervo (1870-1919) es el más grande poeta modernista mexicano, pero su condición más exacta es la de ser el más modernista de los poetas mexicanos de su época”.11 Es, en cualquier caso, un poeta que suscitó en vida y todavía sigue despertando fervores y distancias. Entusiasmos y reticencias, precisamente por esa lealtad a su camino interior, a su vocación artística, poética o religiosa.

Es cierto, como recuerda Carlos Monsiváis, que Amado Nervo fue quizá uno de los últimos avatares del poeta inspirados por “una fe religiosa, la mística del verbo”.12 Ese fervor se daba tanto en el ámbito privado como en el espacio público. Según lo señala Monsiváis: “De entre los modernistas, Nervo es el más abiertamente religioso a la antigua usanza, y anhela la transfiguración, el acto mediante el cual el escritor deviene sucesión de formas diáfanas”.13 Monsiváis pone como ejemplo un poema de este proceso:

TODO YO
Todo yo soy un acto de fe.

Todo yo soy un fuego de amor.

En mi frente espaciosa lee,

mira bien en mis ojos de azor:

¡hallarás las dos letras de FE,

y las cuatro, radiantes, de AMOR!

Si vacilas, si deja un porqué

en tu boca su acerbo amargor,

¡ven a mí, yo comienzo, yo sé!

Mi vida es mi argumento mejor.

Todo yo soy un acto de FE.

Todo yo soy un fuego de AMOR.

Febrero 9, 191514 


Notas
1 Amado Nervo, Obras completas, tomo II, “Prosas-Poesías”, edición, estudios y no-
tas de Francisco González Guerrero (prosa), introducción y noticia biográfica de Alfonso Méndez Plancarte (poesías), Aguilar, Madrid, 1952, p. 1216.
2 Enrique de Olavarría y Ferrari, Reseña Histórica del Teatro en México, 1538-1911, prólogo de Salvador Novo, Editorial Porrúa, México, 1961.
3 José Luis Martínez, Literatura mexicana siglo XX, 1910-1949, Antigua Librería Robredo, México, 1949, p. 153.
4 En Obras completasop. cit., pp. 993-994.
5 Amado Nervo, Un epistolario inédito. XLIII Cartas a don Luis Quintanilla, prólogo y notas de Ermilo Abreu Gómez, México, Imprenta Universitaria, 1951.
6 Ramón López Velarde, “La magia de Nervo”, en Obras, edición de José Luis Martínez, Fondo de Cultura Económica, México, 1971, pp. 502-503.
7 Véase Concha Meléndez, Amado Nervo, Instituto de las Españas en los Estados Unidos, Nueva York, 1926, y Manuel Durán, Genio y figura de Amado NervoEUDEBA, Buenos Aires, segunda edición, 1969, 223 pp.
8 Amado Nervo, Obras completasop. cit.
9 Carlos Monsiváis, Yo te bendigo, vida. Amado Nervo: crónica de vida y obra, Gobierno del Estado de Nayarit, Hoja Casa editorial, México, 2002, 120 pp.
10 Eduardo Lizalde, Tablero de divagaciones, tomo IFCE, México, 1999, pp. 19-20.
11 Salvador Elizondo, Museo poético, segunda edición, Aldus, México, 2002, p. 27.
12 Carlos Monsiváis, op. cit., p. 41.
13 Ibid., p. 44.


14 Ibid., pp. 41-44.

viernes, 26 de abril de 2019

Arreola y Rulfo, novelistas

Otoño/2018
Luvina
Juan José Doñán

A principios de 1954, un jovencísimo Emmanuel Carballo, quien por entonces aún no cumplía los veinticinco años y acababa de mudarse de su natal Guadalajara a la capital del país, publicó en la Revista de la Universidad de México un inteligente ensayo sobre dos paisanos suyos que habían hecho su debut en la narrativa del país con obras de una extraordinaria madurez, máxime cuando se trataba de escritores primerizos: Juan José Arreola y Juan Rulfo. El primero de ellos se había dado a conocer con los libros de cuentos Varia invención (1949) y Confabulario (1952), mientras que en el caso de Rulfo acababa de aparecer, apenas seis meses atrás, El Llano en llamas (1953). Bajo el título de «Arreola y Rulfo cuentistas», el ensayo en cuestión hacía énfasis en la originalidad y la temprana aportación a las letras mexicanas de ambos autores, a los cuales se presentaba, no obstante su juventud y las remarcadas diferencias de estilo, como indudables renovadores del cuento en nuestro país y aun en el orbe hispanoamericano:
Raros son los escritores, sea cual fuere el género que practiquen, que al publicar su primer libro ofrecen una obra madura, una voz propia. Y más raros aún son aquellos que con el primer título inauguran o consolidan una válida aportación al campo de las letras.
Este lúcido y casi profético dictamen vino a establecer también una perdurable visión comparativa entre las obras de ambos autores, visión que durante muchos años los presentaría como los representantes por excelencia de las dos vertientes más arraigadas de la narrativa mexicana y cuyo origen estaba en el siglo xix: por un lado, la corriente telúrica, de la que Rulfo se convirtió en el representante por excelencia, y por el otro, la vertiente fantástica, cuyo exponente más destacado, a partir de la segunda mitad del siglo xx, era Arreola. Aunque con ribetes arbitrarios, como suele suceder con cualquier clasificación, la primera de ellas privilegiaba al «México profundo» (Guillermo Bonfil Batalla dixit), es decir, al espacio vital del país y a quienes habitan en él de forma más conflictiva que armoniosa, y como contrapartida, la segunda corriente tiene preferencia por ficciones de carácter cosmopolita, con frecuencia atemporales, que no están relacionadas con un territorio específico y tienen otro tipo de preocupaciones, como sería la aclimatación de ciertas vanguardias literarias.
      Por cierto, el ensayo de marras vino a poner también los puntos sobre las íes en lo relativo a la validez y legitimidad de ambas vertientes narrativas, siempre y cuando, claro está, sus practicantes cumplieran con el requisito indispensable de la calidad literaria, advirtiendo que era una tontería pretender que alguna de esas corrientes fuera la encarnación de «la autenticidad» y establecer dogmática y aldeanamente que la otra no pasaba de ser una mera impostación retórica o una «imitación extralógica», para decirlo con la feliz expresión de Samuel Ramos.
      Pero esta visión comparativa —que no necesariamente antitética y menos aún excluyente— entre ambos cuentistas jaliscienses ya no tuvo un equivalente, ni por parte de Carballo ni de otros estudiosos de Juan Rulfo y Juan José Arreola, cuando tiempo después ambos escritores —con una celebridad en crecimiento— acometieron, aparentemente con algunos años de diferencia, aunque en realidad lo hicieron a la par, la que terminaría siendo su única experiencia novelística. En este caso iba a ser Rulfo el primero en presentar sus exploraciones en la narrativa de gran aliento con Pedro Páramo, publicada en 1955, ocho años antes de que Arreola hiciera lo propio con La feria (1963); obras que, de nueva cuenta, presentan a sus respectivos autores como novelistas de excepción, tan parcos como innovadores, y tan auténticos y fieles a sí mismos como lo habían sido en su faceta inicial de cuentistas.
La yunta del sur de Jalisco
      Sin que ni Arreola ni Rulfo se lo hubieran propuesto, cada uno de ellos fue sumando una cauda creciente —y a ratos beligerante— de admiradores que, a quererlo o no, terminaron creando una suerte de rivalidad literaria entre ambos narradores, una rivalidad que era alimentada por el entusiasmo hacia la obra de uno, a costa de buscar restarle méritos a la del otro. Así, por ejemplo, no pocos de los fans de Arreola, al tiempo que exaltaban su elegante y bien afinada prosa, su amplia cultura y las audaces invenciones de su imaginación, consideraban que Rulfo era punto menos que una prolongación casi extemporánea de la corriente nacionalista posterior a la Revolución mexicana, que en pleno proceso «modernizador» del país insistía en un universo ruralista anclado en el pasado. Por su parte, muchos entusiastas del autor de El Llano en llamas le reprochaban a la obra de Arreola su desinterés por «la realidad original» y lo que consideraban una actitud evasiva hacia el país y su momento histórico.
      Pero el tiempo acabó demostrando que esa rivalidad no sólo era más inventada que real, sino que los presuntos «contendientes», aparte de extraordinarios escritores, encarnaban la maduración plena de las dos corrientes dominantes de la narrativa mexicana ya referidas, y en las cuales resultaba tan valiosa y enriquecedora la obra hecha por los grandes escritores de temática nacionalista como la realizada por los más imaginativos seguidores del vanguardismo internacional, tal y como llegó a plantearlo en repetidas ocasiones Luis Leal, a quien con justicia se reconoce como el primer gran estudioso del cuento y los cuentistas de nuestro país:
En la literatura mexicana, los narradores que representan el periodo postmoderno pueden ser clasificados en dos grupos, los que continúan la tradición realista nacional y los vanguardistas. Aquéllos reflejan, tanto en los temas como en el tratamiento de los elementos narrativos que dan forma a sus obras, la realidad mexicana; son ellos los representantes de la tradición narrativa iniciada por José Joaquín Fernández de Lizardi y continuada por Guillermo Prieto y Ángel de Campo, entre otros. Los vanguardistas, en cambio, siguen los pasos de los modernistas (Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, etcétera), tanto en el estilo como en la temática.
A comienzos de la segunda mitad del siglo xx y durante las décadas siguientes, Arreola y Rulfo representaron mejor que nadie a ambos grupos literarios, lo que acabó granjeándoles lo mismo aplausos que reproches. Curiosamente, mientras los arreolistas le reprochaban al autor de El Llano en llamas que no escribiera con el refinamiento y el cosmopolitismo de su paisano, los defensores más radicales de la corriente telúrica tildaban de pastiches o de meros divertimentos estilísticos la mayor parte de la obra de Arreola. Así fue como los seguidores de uno y otro acabaron creando una pretendida pugna entre esa mancuerna de escritores del sur de Jalisco, en el entendido de que ambos eran originarios de dicha comarca jalisciense: Rulfo de Sayula y la zona del Llano Grande, y Arreola de Ciudad Guzmán, cuyo nombre primigenio fue Zapotlán el Grande y que el autor de Confabulario se empeñó en que fuese recuperado para su terruño.
      En la última etapa de su vida, a principios de la década de los noventa, cuando llevaba ya muchos años retirado de la escritura y sólo hacía televisión, recibía reconocimientos, premios, homenajes..., se presentaba como conferenciante de los temas más diversos y hacía entrevistas a destajo, Juan José Arreola se refirió precisamente a esa «mancuerna dispar» que había hecho —o le llevaron a hacer— con Rulfo en los testimonios sobre su vida que recogió y redactó Fernando del Paso:
Nosotros [Arreola y Rulfo] dimos mucha lata a ciertos escritores jóvenes, y a mí me molesta que fuimos una especie de caballitos de batalla, una yunta, que no hay página de la literatura [mexicana] en que no se are con esa yunta que formamos en cierto modo Rulfo y yo.
Pero lo más extraordinario del caso es que, como en la famosa canción de «El barzón», esa yunta siguió andando, incluso cuando los narradores ayuntados enmudecieron literariamente, casi desde el momento en que cada uno de ellos publicó su primera y única novela, para dedicar el resto de su vida (treinta y un años en el caso de Rulfo y treinta y ocho años en el de Arrreola) a otros menesteres, entre ellos a administrar su éxito literario. Pero, a pesar de su retiro de la escritura, ambos quedaron para las generaciones sucesivas como autores paradigmáticos, con una fama que crecía y sigue creciendo, especialmente en el caso de Rulfo, cuya obra, no obstante su brevedad, no ha parado de ser traducida a múltiples idiomas hasta el punto de que, como es bien sabido, Pedro Páramo es, después de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, la obra escrita en español que ha sido llevada al mayor número de otras lenguas.
Novelas contra el mundo 
      En su libro de reflexiones sobre la naturaleza de la novela (L’art du roman), Milan Kundera llega a la conclusión de que dicho género literario es una forma del saber humano que sólo puede ser explicado y expresado en por lo menos todas las grandes novelas que en el mundo han sido, con lo cual el escritor checo termina haciendo una paráfrasis de algo que ya había sido apuntado sobre el mismo asunto por el también novelista centroeuropeo Hermann Broch: «descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela»  
      A partir de lo anterior, y dado que tanto Pedro Páramo como La feria se encuentran entre las grandes novelas mexicanas, habría que decir que, con dichas obras, Rulfo y Arreola han ayudado, a partir de la ficción novelística (a partir de esa «verdad de las mentiras», que dice Vargas Llosa), a «saber» qué es México y qué son los mexicanos. Y en este sentido, su contribución no ha sido menos importante que la realizada por tantos antropólogos, etnólogos, filósofos, historiadores, ensayistas, lingüistas, psicólogos sociales y demás pensadores y estudiosos que se han ocupado del fenómeno de «lo mexicano» desde la academia y desde las llamadas ciencias sociales.
      Y es que en ambas novelas se recrea, de manera por demás convincente (más allá de la siempre aplaudible verosimilitud literaria), la forma de ser de dos colectividades del México profundo (Bonfil Batalla again) ante los múltiples dilemas y desafíos que les plantea la vida y también la inminencia de la muerte. Aunque de manera diferenciada, pero igualmente persuasiva, en una obra y en otra aparece un grupo de hombres y mujeres inmersos lo mismo en los apremios cotidianos que en las fiestas populares, en la religiosidad que casi siempre está en pugna con los famosos enemigos del alma (carne, demonio y mundo), presentándose a sí mismos en las efectivas formas coloquiales con que se relacionan entre sí (con frecuencia, para amargarse la vida), y movidos por las ilusiones y los desencantos habituales, así como por la búsqueda de la dicha o al menos el ansiado sosiego que casi siempre acaba siendo alterado por el enjambre de las pasiones humanas.
      En este sentido (ontológico, idiosincrásico, sapiencial...), ni Pedro Páramo ni La feria se quedan a la zaga de El perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos, o de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. E incluso más allá de nuestras fronteras nacionales y culturales, ambas obras, no obstante su bien asumido localismo, han podido trascender su circunstancialidad y contribuir también, a su manera y desde un imaginario sur de Jalisco, a recuperar ese «olvido del ser» que, al decir de Edmund Husserl y varios pensadores existencialistas, ha aquejado a la civilización occidental moderna. Y ello como consecuencia de una limitada idea del «progreso», basada en un desarrollo y en una aplicación empobrecedores y deshumanizantes de las ciencias, especialmente de aquellas que, según el mencionado filósofo alemán, habrían llevado al ser humano «hacia los túneles de las disciplinas especializadas» y hacia catástrofes que pudieron haber sido evitadas, como la Primera Guerra Mundial. Según el ulterior diagnóstico de Kundera, el remedio de esa crisis civilizatoria y de ese «olvido del ser» se encuentra en el incluyente y reconciliador ámbito de las humanidades y específicamente en las novelas escritas contra esa empobrecida visión del mundo.
Dos novelas imposibles 
      Desde la publicación de la novela de Arreola, las semejanzas y diferencias entre Pedro Páramo y La feria son dignas de un estudio sustancioso que infortunadamente, cuando han transcurridos ya cincuenta y cinco años, no se ha hecho hasta ahora, fuera de algunos prometedores escarceos como los de Sara Poot Herrera, Jorge Aguilar Mora y Felipe Vázquez. Aun cuando cada uno de estos tres académicos repara en la estructura fragmentaria o poliédrica de ambas novelas, sus acercamientos comparativos no van demasiado lejos, y en el caso particular de Aguilar Mora sólo pareciera haber reparado en la relación entre ambas obras para tildar de malograda la novela de Arreola, para colmo sin ofrecer ningún argumento, y sugiriendo además que la forma fragmentaria de La feria podría haber tenido como modelo a Pedro Páramo y que, de ser así, eso «sería en todo caso lo único memorable de esa novela fallida». 
      Por su parte, Poot Herrera, aun cuando no ahonda en las afinidades y diferencias que relacionan a una novela y otra, sí aporta un dato por demás relevante: el hecho constatable de que Arreola ya trabajaba en su novela entre 1953 y 1954, es decir, precisamente por los mismos años en que Rulfo venía haciendo lo propio, enfrascado en lo que terminaría siendo Pedro Páramo, y cuando casualmente los dos eran becarios del Centro Mexicano de Escritores (cme) y por lo tanto ambos —aparte de la amistad que existía entre ellos— no sólo sabían en qué y cómo venía trabajando el otro, sino que estaban también al tanto de los avances que se presentaban y leían periódicamente en las sesiones del cem, dirigido en ese entonces por su fundadora, la famosa Margaret Shedd —a quien Wikipedia reporta con ¡118 años de vida!
      Así que pretender que Arreola recurrió, a la hora de hacer la versión final de La feria, al modelo de estructura discontinua y fragmentaria de la novela de Rulfo o, por el contrario, que Arreola habría intervenido en la forma definitiva de Pedro Páramo, son meras conjeturas o, en todo caso, «un enigma no resuelto». Por otra parte, el hecho de que Arreola haya publicado su novela ocho años después que la de Rulfo tampoco demuestra nada en este sentido, y ello porque en el proceso de hechura de ambas obras, sobre todo en la fase inicial, los dos autores hablan indistintamente en sus respectivos reportes de «capítulos» y de «fragmentos»; Rulfo lo hace en un reporte al cme, fechado el 1 de noviembre de 1953. Y Arreola por su parte, en una entrevista publicada poco después de la aparición de La feria, declaró lo siguiente a propósito de la elaboración de su novela:
Originalmente yo había pensado en un relato puro y extendido, esto es, continuo. Pero los fragmentos que llegué a escribir me desilusionaron: no tenían el ritmo, el tempo que oscuramente trataba de abrirse paso en mí. Al retomar el tema me di cuenta de que algunos pasajes eran buenos pero demasiado breves. [Luego] Me aficioné [...] a los fragmentos: no sé si inclinado por mi pereza natural o porque la percepción fragmentaria de la realidad es la que mejor se acomoda a la índole profusa y diversa de La feria.  
A diferencia de Rulfo, que ya no soltó su novela hasta verla terminada y publicada (el colofón de la primera edición de Pedro Páramo sconsigna «el 19 de marzo de 1955»), Arreola, según lo declara él mismo, se desentendió durante un buen tiempo de la suya, para retomarla después (¿transcurridos cuántos meses o años?), cuando pudo ver como un acierto aquello que en un principio le había parecido una equivocación, cayendo en la cuenta de que «los fragmentos» que llevaba escritos y lo habían desilusionado inicialmente en realidad «eran buenos», no obstante su brevedad.
      En conclusión —una conclusión provisional, por supuesto—, la eficaz forma fragmentaria de ambas novelas parece haber estado en germen casi desde el principio de su gestación, cuando sus autores se aventuraban por caminos nada convencionales dentro de la novelística mexicana y aun de la novelística universal.
      Pero la estructura fragmentaria, poliédrica, discontinua, disruptiva... de ambas novelas —que, por ello mismo, requieren de un lector activo o copartícipe— está muy lejos de ser el único punto de contacto entre ellas, pues no son pocas las afinidades y también las diferencias significativas que existen entre una obra y otra. Aun cuando las dos abordan el mundo rural o pueblerino (en este caso se podría decir que el «cosmopolita» Juan José Arreola jugó en la cancha del «telúrico» Juan Rulfo), no lo hacen desde una visión realista y menos aún desde el costumbrismo puro y crudo, una modalidad narrativa que para los años cincuenta y sesenta aún prevalecía en la novela mexicana, no obstante que, desde la década de los cuarenta, tanto Agustín Yáñez como José Revueltas habían comenzado a aclimatar con fortuna algunos hallazgos de las vanguardias narrativas de Europa y Estados Unidos.
Poesía desde la prosa 
      Tanto en la obra de Rulfo como en la de Arreola se jubila al narrador omnisciente, se abandona la secuencia lineal de la historia y se da igualmente la espalda a otras convenciones de la narrativa al uso, a fin de tomar otros caminos y ensayar otras modalidades expresivas, optando por que sean los propios personajes quienes cuenten su vida o, para ser más precisos, un fragmento de ella. Y con todos esos retazos vitales, con esa diversidad de voces narrativas —muchas de ellas ubicadas en tiempos igualmente distintos—, ir dándole forma a la trama de ambas novelas, para lo cual se hace indispensable la colaboración de un lector activo o copartícipe, que en su imaginación va armando los estimulantes rompecabezas de Pedro Páramo y La feria.
      Encarnada en el fragmentarismo de ambas obras aparece una concepción igualmente discontinua del tiempo, la cual se acentúa por la pluralidad de voces narrativas, que llega a ser coral en el caso de La feria, pero no en el de Pedro Páramo, donde desde un principio se van imponiendo los solistas, pues aun cuando en la obra de Rulfo también hay una multiplicidad de voces y algunas de ellas son intencionalmente anónimas (no por nada la novela se iba a llamar en un principio Los murmullos), prevalece un narrador relevante y bien definido en la primera parte de la novela: Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo que llega a Comala en busca del padre que no conoce y cuando éste lleva ya varios años de haber muerto, lo mismo que casi todos los personajes del fantasmal pueblo.
      Se ha dicho con acierto que el verdadero protagonista de La feria es el pueblo de Zapotlán. Y es que aun cuando en la novela de Arreola aparece un multitud de personajes, algunos de ellos más o menos bien definidos (el niño que se presenta repetidamente en el confesionario; la poetisa Alejandrina, fuereña que llega a causar desasosiego entre los integrantes del Ateneo de Zapotlán; el indígena Juan Tepano, que pide la restitución de tierras de las que su comunidad había sido desposeída; la guapa y recatada Chayo, por quien suspira don Salva y a la que Odilón «le quita los seis centavos»; María la Matraca, que prospera con el negocio del lenocinio; don Fidencio, el hazañoso fabricante de velas de cera; la prostituta-doncella Concha de Fierro...), ninguno, sin embargo, alcanza la categoría de verdadero personaje, pues su «relevancia» —que no pasa del bajorrelieve— es más bien limitada o transitoria y casi siempre aparece atada a la coral colectividad zapotlense, la única que juega el rol protagónico en la novela.
      Muy diferente, en este sentido, es el caso de Pedro Páramo, que exhibe una galería de personajes bien acabados, varios de los cuales poseen remarcados rasgos propios hasta el extremo de que podría decirse que sobrepasan el altorrelieve y aún la escultura para convertirse en arquetipos humanos: el rencoroso cacique Pedro Páramo; su administrador y admirador y cómplice Fulgor Cedano; el pusilánime padre Rentería; el atrabiliario junior ranchero Miguel Páramo; el siempre aturdido Juan Preciado... Y a la par, la gama de tipos femeninos no es menos rica: la idealizada Susana Sanjuán; la víctima propiciatoria Dolores Preciado; su incondicional amiga Eduviges Dyada; la alcahueta Dorotea la Cuarraca; la madre sustituta y hermana idem Damiana Cisneros, etcétera.
      Otro punto de diferencia entre ambas novelas es su contrastada visión de la vida. Mientras en la obra de Rulfo hay un sentimiento trágico de lo que significa ser y estar en el mundo, con tintes sombríos y sin posibilidad alguna de redención, en la novela de Arreola predomina un sentido optimista, festivo y a ratos juguetón de la existencia, al grado de que hasta los acontecimientos más adversos o catastróficos (muertes, despojos, engaños, sismos...) son presentados con un toque de gracia y levedad, como algo que es parte de la gramática de la vida y, por ello mismo, no va más allá de «un apocalipsis de bolsillo».
      Pero aparte de todas las diferencias y de todos los puntos en común que puedan encontrarse entre Pedro Páramo y La feria, con las que sus respectivos autores coronaron su más bien parca obra literaria, está un hecho incuestionable: se trata de dos formas únicas e irrepetibles no sólo de hacer novela y de alcanzar una narrativa esencializada, sino de llegar a la poesía desde la prosa.


            jlm y José de la Colina, Conversaciones autobiográficas. Al fallecer el doctor Martínez, sus hijos e hijas imprimieron una tarjeta con el texto: «Juan Martínez Reynaga, H 24 de junio de 1888. ? 10 de diciembre de 1962. Vivió 74 años. Gracias papá por darnos un testimonio heroico de amor a Dios y a tu familia. Tus hijos y todos tus descendientes. Con amor y reconocimiento».
      Luis Leal, «Prólogo» a Cuentos no coleccionados, de Francisco Rojas González, Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1992, p. 7.
      Fernando del Paso, De memoria y olvido: vida de Juan José Arreola (1920-1947), Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1994, p. 162.
      Milan Kundera, El arte de la novela, Vuelta, México, 1988, p. 13.
      jlm y José de la Colina, Conversaciones autobiográficas. Al fallecer el doctor Martínez, sus hijos e hijas imprimieron una tarjeta con el texto: «Juan Martínez Reynaga, H 24 de junio de 1888. ? 10 de diciembre de 1962. Vivió 74 años. Gracias papá por darnos un testimonio heroico de amor a Dios y a tu familia. Tus hijos y todos tus descendientes. Con amor y reconocimiento».
      Jorge Aguilar Mora, «Carta sin despedida a un hijo que no tiene nombre (variaciones sobre el tema: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”)», Hispamérica. Revista de Literatura, núm. 103, Maryland, 2006, p. 13.
      Sara Poot Herrera, Un giro en espiral. El proyecto literario de Juan José Arreola, Universidad de Guadalajara y Lotería Nacional para la Asistencia Pública, Guadalajara, 1992, p. 145.
      Idem.
      Felipe Vázquez, Rulfo y Arreola. Desde los márgenes del texto, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2010, pp. 243-244.
    Emmanuel Carballo, 19 protagonistas de la literatura mexicana, Empresas Editoriales, México, 1965, p. 404.

La mujer en la lectura de Juan José Arreola

Otoño/2018
Luvina
Gabriela Torres Cuerva


Pertenecemos a una triste especie de insectos, 
      dominada por el apogeo de las hembras vigorosas, 
      sanguinarias y terriblemente escasas.
      «Insectiada»

No hay nada tan propio de la actividad humana como la ficción. La existencia de mundos paralelos como salvación del tedioso acto de vivir. La cotidianidad nos invita, con sus oquedades y sus filos, a escapar para reinventar el mundo. La lectura, viéndola con este lente, es una acción de salvamento. Resulta factible, entonces, huir, cambiar de territorio de un momento a otro, soltar lo tangible y existir en otro espacio a sabiendas de que tendremos que regresar cuando lleguemos a la última página.
      Hablar de mujeres literarias en un momento elegiaco que busca la equidad —algo totalmente comprensible, dado el daño histórico a los derechos humanos— es tan riesgoso como inevitable. Más específicamente, referirme a las mujeres en la lectura de Juan José Arreola en una muestra mínima de su narrativa breve, es una tarea excitante y a la vez perturbadora.
      A la realidad la conocemos o al menos intentamos identificarnos en ella. Es lo que es hoy y mañana será otra. Lo sabemos: el mundo se ha puesto en movimiento, lo cual involucra tanto a hombres como a mujeres en contra de la violencia en cualquiera de sus formas. Es la reivindicación del ser humano. Si bien es ineludible señalar que la mujer ha sido violentada en mayor medida, algo que sistemáticamente venimos oyendo con más furor en la última década, las mujeres de ficción corresponden a ese paraíso e infierno alterno al que los lectores accedemos desde la propia convicción de la huida.
      El asunto radica, precisamente, en la libertad intrínseca de la literatura. Algo muy distinto sucede cuando estamos ante una investigación que denigra un error histórico sostenido y escribe en consecuencia. En ese sentido, es la concepción de una realidad enfrentándose a los hechos. Para abrirnos a la lectura, lo mejor es entrecerrar una puerta y abrir la otra. También es saludable hacer encuentros con lo que representa un texto y lo que hay allá afuera, por eso la rendija, el intersticio. La literatura abre campos de significados a la imaginación. Si el lector o la lectora no entran a la ficción libremente, será muy difícil conseguir el disfrute y el goce.
      Las mujeres en la lectura de Juan José Arreola tienen tantos rasgos que sería limitado y baladí intentar siquiera abarcar en su totalidad, ya que cada nueva lectura genera apreciaciones distintas. Por esta razón elijo sólo ciertas aristas de contemplación para llegar a ellas, dando un panorama siempre incompleto pero suficiente para sugerir la excelsa configuración de los personajes del genial fabulador, ensayista, poeta, narrador adiestrado al formato breve y brevísimo por disciplina propia, amante perpetuo de las palabras, creador irónico, despiadado, de inquietante imaginación.
           
      La mujer bóvida
      La literatura se dignifica al ser interpretada, colocada en el justo centro nervioso de la recreación. Ese instante glorioso en que levanta la voz defendiendo su derecho a no ser sacrificada en aras de una realidad convulsa. De la mujer estandarte, bandera, sinécdoque por alzar una voz en nombre de todas las voces, el lector se reviste de valor y de ganas de aventura al animarse a dar el brinco del sapo y la rana a Bestiario. El cortejo, la sensualidad, el deseo, animales que andan en puntillas por los dos extremos del erotismo y de la domesticidad compartida. La mujer vaca «se pone a rumiar interminablemente los bolos pastosos de la rutina doméstica».
La mujer insecto hembra
      En «Insectiada», la fémina entraña violencia sobre la violencia, en una especie de mirada maliciosa capaz de construir venganza para después dejarse demoler bajo los escombros en compañía de su amado: «apenas tiene fuerzas para decapitar al macho que la cabalga, obsesionado en su goce». La mujer es una paradoja: tan poderosa como vulnerable.
           
      La mujer hormiga
      Las hormigas del cuento magistral e inolvidable «El prodigioso miligramo» provocan el deleite y la espeluznante experiencia del reflejo. El patético juego del poder representado por ellas. Ellas, capaces de castigar. Ellas, devoradas por un sistema de posiciones disfuncional y perverso. Las hormigas son llevadas por la ambición a los comportamientos sociales más perversos.
      Un día al amanecer la carcelera halló quieta la celda, llena de un extraño resplandor. El prodigioso miligramo brillaba en el suelo, como un diamante inflamado de luz propia. Cerca de él yacía la hormiga heroica, patas arriba, consumida y trasparente.
      Un entorno descompuesto, de sociedad engañosa hasta en sus formas más simples, donde los minúsculos habitantes escarban por la justicia, pierden y recuperan la razón con celeridad, se agreden, se disculpan, regresan a la posición original como resortes y se equivocan de nuevo, se proclaman vencedores, conquistadores, mejores, peores. Ante esto se yergue la necesidad de una lectura más allá de prejuicios e imposiciones culturales. Una lectura que se imponga como un camino al placer, al goce descrito por Roland Barthes como algo asociado al vértigo, a la intempestiva invasión del desconcierto.
La mujer mercancía
      En el cuento «Anuncio», Arreola delinea a la mujer producto, cosa. La mujer es puesta tras un escaparate, narrada en un guion publicitario, descrita en sus beneficios y ventajas para la satisfacción del comprador hombre.
Y por lo que se refiere a los gastos y mantenimiento, la Plastisex© se paga ella sola. Consume tanta electricidad como un refrigerador, se puede enchufar en cualquier contacto doméstico, y equipada con sus más valiosos aditamentos pronto resulta mucho más económica que una esposa común y corriente. Es inerte o activa, locuaz o silenciosa a voluntad, y se puede guardar en el clóset.
    
      Las mujeres de látex con armazón de magnesio son la mejor inversión. La mujer que no existe se inventa y se pone a la venta. Podría decir que no hay lectura sin interpretación, prefiero resaltar lo estéril de una lectura cuando nada ocurre en la percepción de quien lee, si no logra conquistar el centro mismo de su sobresalto. Somos, pero siempre queremos ser, dar un paso al vacío y ser otros, los que reinventan el texto en una cartografía de imágenes y sensaciones. Leer y releer a Juan José Arreola es pisar la grava suelta de la realidad dormida, de la imposibilidad en un universo posible, de la carne sublimada y los deseos siempre un poco más allá, casi conquistados. En «Anuncio», la mujer que no se tiene se crea, se fabrica al gusto, se compra, se usa.
La mujer inalcanzable
      Ciertos nombres de mujeres en la literatura son un gran centro nervioso y pulsante para revivir un cuento en la memoria. Como ejemplo ineludible, Beatriz. La idealizada por Dante Alighieri en La Divina Comedia; la de Charles Baudelaire y la Beatriz Viterbo de Borges. Las tres, infinitas y desdeñadoras, reconstruidas en la cima de la exaltación y en la sima de las cavernas: tan indiferentes y crueles al desmedido amor de sus creadores. Las cuatro, diremos, si sumamos a la Beatriz de Arreola en el cuento «La migala», donde la alimaña representa el cambio brutal de lo esporádico a la cotidianidad, de la libertad al matrimonio. «Estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba con Beatriz y su compañía imposible». El personaje, sumido en el horror, sabe que la migala camina libremente por la casa y se siente aterrorizado por ello, a la vez que la presiente, la espera y hay un cierto gozo perverso en ello. Se hace de la migala de propia mano, se procura el temblor constante de lo incierto, mientras rememora a Beatriz, la inaccesible.
El par hombre-mujer
      Me gusta mucho la conversación que surge a raíz de la obra en general de Arreola. Es irremediable cuando los lectores caemos, luego de la fascinación producida por la narrativa, en puntos de vista según la percepción de cada uno acerca de las relaciones interpersonales y el enfoque de Arreola en el par hombre-mujer inseparable. Su atención a la inevitabilidad del roce, del desencuentro, de la lastimadura inevitable producida ante la eliminación de la distancia entre dos personas que se aman, se odian, se amodian.
      La experiencia con un texto cambia de un lector a otro. Lo leído pasa por la interpretación. Los cuentos de Arreola entran con fuerza en el ánimo del lector, despiertan en éste inquietudes con respecto a lo que acaba de leer: preguntas acerca de su construcción, de las causas de su origen, de cómo fue posible que la trama lo dejara así, suspendido en la fascinación, embelesado, plenamente satisfecho, y al mismo tiempo preso de un desacomodo interno, como si las piezas de su pensamiento se hubieran movido de lugar. El lector se encuentra ante un texto de placer, pero también de goce. De la euforia y el colmo producidos por el primero, se distingue el sentimiento de pérdida y de temblor propios del segundo. La experiencia con la lectura de Arreola frisa entre estas dos posibilidades.
      Hay que entrar a la lectura —para no caer en cataclismos— con absoluta libertad, con hambre, como si fuéramos todos, hombres y mujeres, animales domésticos recién liberados de una vida cotidiana que asfixia y reprime, lectores al fin liberados que quieren probar con la excitación del ánimo selvático, la melena larga y el ojo avizor. Todo lector avezado sabe que el diálogo literario surge de la literatura y se queda en ella para contemplación y deleite de otros arriesgados que pretendan sumergirse en las aguas alborotadas de una narrativa admirable por lo incisiva, por lo lúdica, por lo poética.
       Y así podríamos seguir, sólo deteniendo los pasos para recuperar el aliento. Valga este viaje, al menos, para identificar el claroscuro de una estrategia narrativa audaz, temeraria, inolvidable. A la que regresamos los amantes de la belleza palabra por palabra. Los arreolinos, pobres esclavos en carne y espíritu de la prosa fascinante de Juan José Arreola.

Juan José Arreola*

Otoño/2018
Luvina
José Luis Martínez

La personalidad de Juan José Arreola (1918) es única en el panorama de nuestras letras. Enjuto, nervioso, extrovertido, locuaz, es un juglar burlesco cuya pasión dominante es la palabra. Él mismo nos ha contado su vida en una página preciosa:
Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y se va como un delgado sueño [...] Nací el año de 1918, en el estrago de la gripa española, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen, entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos. Di los primeros pasos seguido precisamente por un borrego negro que se salió del corral. Tal es el antecedente de la angustia duradera que da color a mi vida, que concreta en mí el aura neurótica que envuelve a toda la familia y que por fortuna o desgracia no ha llegado a resolverse nunca en la epilepsia o la locura. Todavía este mal borrego negro me persigue y siento que mis pasos tiemblan como los del troglodita perseguido por una bestia mitológica.
      Como casi todos los niños, yo también fui a la escuela. No pude seguir en ella por razones que sí vienen al caso pero que no puedo contar: mi infancia transcurrió en medio del caos provinciano de la Revolución Cristera. Cerradas las iglesias y los colegios religiosos, yo, sobrino de señores curas y de monjas escondidas, no debía ingresar a las aulas oficiales so pena de herejía. Mi padre, un hombre que siempre sabe hallarle salida a los callejones que no la tienen, en vez de enviarme a un seminario clandestino o a una escuela de gobierno, me puso sencillamente a trabajar. Y así, a los doce años de edad entré como aprendiz al taller de don José María Silva, maestro encuadernador, y luego a la imprenta del Chepo Gutiérrez. De allí nace el gran amor que tengo a los libros en cuanto objetos manuales. El otro, el amor a los textos, había nacido antes por obra de un maestro de primaria a quien rindo homenaje: gracias a José Ernesto Aceves supe que había poetas en el mundo, además de comerciantes, pequeños industriales y agricultores [...] 
      Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más o menos ilustres... Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente de campo.
      Desde 1930 hasta la fecha he desempeñado más de veinte oficios y empleos diferentes... He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran.
      Sería injusto si no mencionara aquí al hombre que me cambió la vida. Louis Jouvet, a quien conocí a su paso por Guadalajara, me llevó a París hace veinticinco años. Ese viaje es un sueño que en vano trataría de revivir; pisé las tablas de la Comedia Francesa: esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes de Jean-Louis Barrault y a los pies de Marie Bell.
      A mi vuelta de Francia, el Fondo de Cultura Económica me acogió en su departamento técnico gracias a los buenos oficios de Antonio Alatorre, que me hizo pasar por filólogo y gramático. Después de tres años de corregir pruebas de imprenta, traducciones y originales, pasé a figurar en el catálogo de autores (Varia invención apareció en Tezontle, en 1949).
      Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana; en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente.
Arreola dedicó, en efecto, sólo un par de décadas de su vida al ejercicio de la literatura escrita. En 1943, cuando contaba veinticinco años, publica en Guadalajara sus primeros cuentos. En 1963, a los cuarenta y cinco de edad, aparece La feria, su último libro formal. Pero, además de sus libros, hace muchas otras cosas en estos años fecundos. Es actor en el Teatro de Media Noche, que dirigía Rodolfo Usigli. Y en 1947, en la única representación de Corona de sombra, la obra magna de nuestro dramaturgo, Juan José hace el breve papel del general Miramón. En la conversación final que tiene Maximiliano con los generales mexicanos que lo acompañarán en la muerte, el emperador les ofrece unos puros. Éstos debieron ser viejos y de mala calidad, y Arreola, que nunca había fumado, palideció y estuvo a punto de desmayarse por la náusea.
      En 1950, cuando aún no se prestaba gran atención a las nuevas letras (la colección Letras Mexicanas, del Fondo, se iniciaría en 1952), Arreola se hace editor con la colección de cuadernos Los Presentes, editados con pulcritud y que continúan hasta 1956. Publica allí hermosos textos de Pellicer, Henestrosa, Mejía Sánchez, Monterroso, Pascual Buxó, Tario, García Terrés, Bonifaz Nuño, dibujos de Soriano, y cinco de los mejores Cuentos (1950) del propio editor. Aparte de los cuadernos, en 1956 Arreola edita los primeros cincuenta títulos de la colección de libros también llamados Los Presentes. Junto a textos de escritores mayores, en esta serie da a conocer una legión de escritores jóvenes: Carlos Fuentes y Julio Cortázar se cuentan entre ellos. Y, en fin, en 1958 y 1959 publica veintiocho Cuadernos del Unicornio, que divulgan obras iniciales de escritores como Uranga, Lizalde, Pacheco y Del Paso, entre otros.
      La vocación de Juan José Arreola para guiar los pasos de los escritores jóvenes ha sido ciertamente memorable. Creo que él inició los talleres literarios. La revista Mester (1964-1967), que dirigió Arreola, recoge en sus doce números los primeros textos de escritores luego destacados, como José Agustín, Elsa Cross, Hugo Hiriart, Federico Campbell, José Carlos Becerra, Homero Aridjis, Jaime Sabines, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis y Vicente Leñero, entre los más notorios. El novelista José Agustín reconoció las enseñanzas de Arreola con estas palabras:
               
      Era universal, la verdad. Estaba todo el mundo y a todo el mundo le entregaba tiempo. Y a todos nos dio, primero que nada, unas nociones de identidad propia; nunca quiso obligar a la gente a que escribiera bajo determinados patrones. Tenía la capacidad inmensa de poder reconocer los estilos incipientes de cada quien y ayudarlo a desarrollar su estilo.
Siempre atraído por el teatro, en 1956 Arreola organizó el primer programa del innovador ciclo llamado Poesía en Voz Alta, con una selección de poesía y teatro españoles y de piezas breves de García Lorca. En la presentación que escribió para el ciclo dice que pretenden «jugar limpio el antiguo y limpio juego del teatro». Arreola fue uno de los recitadores y actores en este primer programa y en algunos de los siguientes de este ciclo de tan buena memoria.
      Y además de actor, editor y guía de los jóvenes escritores, Arreola es ajedrecista, jugador de ping-pong, ciclista y aficionado a las encuadernaciones nobles, a los cristales bellos y a las viejas levitas. Y es también un escritor excepcional.
      Cuando se publicó Varia invención en 1949, un aire nuevo y fresco llegó a las letras mexicanas. Reaparecía la vida pueblerina, en cuentos como «Hizo el bien mientras vivió», «El cuervero», «Carta a un zapatero» y «La vida privada», pero vista con una malicia burlona. Y había muchas novedades: cuentos de temas de historia antigua y de cuestiones teológicas; fantasías de sabor kafkiano y un «Monólogo del insumiso», en el que el innombrado Manuel Acuña cavila sobre el porvenir de sus versos. La novedad aparecía con un aire festivo, a veces socarrón, y en un lenguaje manejado con destreza y ajustado siempre a la índole de sus temas. En el último de los cuentos mencionados, por ejemplo, hay un complejo juego de alusiones a personajes y hechos relacionados con la historia del poeta: los amores con la lavandera, el memorialista Guillermo Prieto y la Dulcinea, que se llamaba Rosario de la Peña, y juicios sobre la poesía de Acuña, consignados en el monólogo del poeta que ha decidido suicidarse. El resultado es sugestivo, lo mismo para quien lee el cuento ignorando sus alusiones como para el que disfruta sus entretelas.
      En el libro siguiente de Arreola, Confabulario (1952), las promesas de Varia invención se multiplican y los veinte cuentos son espléndidos. Forzando la selección, pueden destacarse «El guardagujas», atroz fantasía sobre nuestros trenes (que tiene alguna relación con cuentos afines de Charles Dickens y de Álvaro Mutis, según lo mostró Sara Poot Herrera); «El discípulo», acerca de dos aprendices de Leonardo y su búsqueda de la belleza; «La canción de Peronelle», sobre el poeta francés Guillaume de Machaut; el conmovedor «Epitafio», que cuenta la vida de François Villon; «El lay de Aristóteles», que recrea una leyenda medieval acerca del filósofo; los «Apuntes de un rencoroso», variación sobre los celos; y el ingenioso «Baby H.P.», que expone la posibilidad de aprovechar la energía que despilfarran los niños.
      En los años siguientes al primer Confabulario de 1952, Arreola escribió nuevos cuentos que añadió en las ediciones posteriores,   a los que llamó «Prosodia». Entre ellos hay nuevas obras maestras: «Cocktail Party», que se refiere de nuevo a Leonardo, ahora con Monna Lisa; la preciosa y desesperada «Balada»; «Tú y yo», otra variante del conflicto de la pareja; «Anuncio», que lo es de una mujer de plástico cuyos atractivos se ponderan así: «Nuestras damas son totalmente indeformables e inarrugables, conservan la suavidad de su tez y la turgencia de sus líneas, dicen que sí en todos los idiomas vivos y muertos de la tierra [...] Nuestras Venus —añade el Anuncio— están garantizadas para un servicio perfecto por diez años —duración promedio de cualquier esposa». Y siguen otros cuentos notables sobre temas femeninos: el extraño acerca de «Una mujer amaestrada», y la inquietante «Parábola del trueque», que comienza como sigue: «Al grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!” el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos». Y en el tomo llamado Palindroma4 hay dos textos muy sugestivos: el relato extenso «Tres días y un cenicero», que refiere el encuentro de una estatua antigua en la laguna de Zapotlán, y «El himen en México», turbadora fantasía, cuyo tema puede ilustrarse con un libro reciente: Acechando al unicornio. La virginidad en la literatura mexicana. 
      ¿Por qué son fascinantes los cuentos y las prosas narrativas de Juan José Arreola? Puedo proponer estos motivos: la novedad de sus temas, su humor malicioso, la perfección de su elaboración y la calidad de su estilo. Al panorama temático de nuestros narradores, restringido a temas rurales y a experiencias personales, Arreola le descubre las posibilidades de la imaginación, el mundo de los artistas y poetas y su búsqueda de la belleza (Aristóteles, Leonardo, Villon, Machaut, Badajoz, Góngora, Acuña, González Martínez), de personajes y hechos históricos y de obras científicas intrincadas. Y nuestro cuentista logra trasmutar estos temas hasta volverlos entrañables y emocionantes. Otro tanto hace con cuestiones teológicas y morales como el libre albedrío, la predestinación y el drama de estar en el mundo. El dicho bíblico sobre la salvación del alma de los ricos y el camello que pase por el ojo de la aguja le inspira un cuento precioso, «En verdad os digo».
      El mundo de la mujer, el amor y el destino de la pareja conyugal suelen ser el campo de un humor maligno y de fantasías crueles y resentidas. Para Arreola, el erotismo es como una fascinación de abismo y de perdición. «Todo lo que he escrito», dijo Arreola, «es el terror de saberme responsable y solo. Mi aspiración ha sido perderme. Las mujeres han sido trampas temporales y accidentales. Y tengo la necesidad de ser devorado». Al mismo tiempo, ha reconocido el peculiar talante de su humor:
Me siento feliz de haber desembocado en humorista. Quizá lo que más pueda salvarse de mí es el soplo de broma con que agito los problemas más profundos, ya sean floraciones del mar o floraciones celestes. Lo mismo hablaría yo de las negruras del abismo que de las alturas de la luz. Allí el viento de mi espíritu se mueve con una sonrisa macabra y funesta. Tal vez tengo una incapacidad para tratar en serio los grandes temas. Necesito salirme por la tangente de la pirueta.6
La composición y el estilo de los cuentos y fantasías de Arreola son una rara combinación de finura, imaginación y precisión. Sabe condensar en los rasgos expresivos más eficaces la materia de sus historias. Marcel Schwob, el escritor a quien más debe la prosa de Arreola, decía que el objetivo del arte biográfico debería ser el de captar los rasgos únicos, distintivos de la vida del personaje, lo que constituye su identidad fundamental, su parábola propia, a ninguna otra semejante, en el firmamento de la vida colectiva. Los textos de Arreola que se refieren a personajes cumplen este propósito, con gracia y agudeza. Y otro tanto hace con sus criaturas imaginarias, encontrando siempre su rasgo único. De ahí su eficacia.
      En sus textos más elaborados, Arreola prefiere las frases cortas y su adjetivación es de calidad excepcional. Borgeana, podría añadirse. Nunca es adorno gratuito.
      El Bestiario (1959), que acompañan dibujos de Héctor Xavier, es un ejercicio de observación y de inteligencia, en prosas de concisión e intensidad admirable para captar lo distintivo de los veintitrés animales o familias que describe. Detengámonos, como muestra, en las focas:
Perros mutilados, palomas desaladas. Pesados lingotes de goma que nadan y galopan con difíciles ambulacros. Meros objetos sexuales. Microbios gigantescos. Creaturas animadas de vida infusa en un barro de forma primaria, con probabilidades de pez, de reptil, de ave y de cuadrúpedo. En todo caso, las focas me parecieron grises jabones de olor intenso y repulsivo.
En alguna entrevista, Arreola observó que «el animal es el espejo del hombre [...] En el animal vemos nuestra caricatura, que es una de las formas artísticas que más ayudan a conocernos». 
      Arreola escribió conceptuosos sonetos en su juventud, y que no ha coleccionado. Y probó el teatro en dos piezas en un acto, La hora de todos (1954), interesante y traducida al francés, y Tercera llamada(1971), que es quizá su única obra prescindible; e hizo buenas traducciones del francés de textos de su predilección, especialmente de Paul Claudel. 
      La feria (1963) es la única novela de Arreola y fue su despedida de la literatura escrita. Su tema es Zapotlán el Grande, tierra de su autor. Cuenta la historia y la vida del pueblo deteniéndose sobre todo en los conflictos de los naturales para recuperar sus tierras; en los grandes temblores que destruyeron el pueblo; en los azares de la organización de las fiestas de octubre en honor de San José, el santo patrono; en la aventura agrícola de un zapatero que se mete a campesino; en las maliciosas confesiones de un muchacho; en las aventuras de las mujeres de vida alegre que regentea María La Matraca, con la singular historia de Concha de Fierro y el torero Pedro Corrales; en los amores de un adolescente y los afanes culturales del Ateneo Tzaputlatena con la poetisa Alejandrina; en las historias de muchachas robadas y abandonadas; y en el castillo pirotécnico de don Atilano, incendiado por unos desalmados. El resultado de este cúmulo de historias es encantador, lleno de frescura y gracia. El contrapunto con que se van hilvanando los diferentes hilos y el lenguaje popular de la región funciona con naturalidad. Hay frecuentes citas y trasposiciones de los profetas bíblicos y de los Evangelios apócrifos, así como de documentos históricos. En suma, Juan José Arreola escribió un hermoso y animado homenaje a su tierra natal.
      En los años siguientes a La feria, Arreola dejó de publicar libros formales. Sin embargo, no se apartó de la literatura. Se ocupó de sus talleres literarios y, de cuando en cuando, en entrevistas periodísticas y en coloquios contó su vida y sus ideas literarias. Y poco a poco lo fue absorbiendo la televisión, que supo aprovechar su simpatía, su capacidad para hablar con chispa de todo lo divino y lo humano. Fue una dura tarea. Recorrió en un carruaje especial la República, viajó por el mundo e hizo una serie de conversaciones con Antonio Alatorre sobre temas literarios. Confieso que sólo lo he visto y oído en la televisión pocas veces, pero recuerdo que don Daniel Cosío Villegas, crítico temible, poco antes de morir en 1976, me habló con admiración de los programas de Juan José. La televisión le dio fortuna, aunque le alentó su propensión al despilfarro. Y si a sus lectores nos hizo perder nuevos libros suyos, muchos millares de televidentes disfrutaron del ingenio y el don verbal de Juan José Arreola.
      Sin embargo, algo quedó impreso de estos años. En homenaje a los libros de lectura escolares, que a Juan José y a mí —pues compartí con él las primeras escuelas de Zapotlán— nos hicieron descubrir y amar las letras escritas, en 1968 Arreola publicó la antología Lectura en voz alta, para despertar en los niños y los adultos el gusto por la literatura.
      Arreola ha tenido la virtud de conquistar admiradores, admiradoras y discípulos. Uno de ellos, Jorge Arturo Ojeda, formó en 1969 una antología de cuentos de nuestro autor, precedidos por un extenso y minucioso estudio sobre su obra. Y el mismo Ojeda tuvo el acierto de recopilar, de entrevistas, declaraciones, coloquios y cursos, la que llamó «prosa oral» de Arreola en dos libros muy interesantes. El primero se llama La palabra educación y está dividido en los siguientes incisos: Vida, Cultura, Conciencia, Los jóvenes, El maestro y Palabra. En uno de sus textos, dice Arreola:
Pertenezco al género confesional. Soy un hombre que siempre busca confidente [...] Quiero morir sin que haya quedado oculta una sola de mis acciones. Entre sacerdotes de la infancia y médicos de la juventud, y amigos y amigas de todas las épocas, está mi vida hasta lo más vergonzoso. Todavía me queda esta última camiseta... hasta el hueso, pues.
La otra recopilación de la «prosa oral» de Arreola se llama Y ahora, la mujer… Es uno de sus libros más hermosos, por su sinceridad y agudeza. A modo de presentación, lleva un retrato de Arreola, escrito por una muchacha dibujante y pintora, que concluye así:
Los gestos angulosos dibujan actitudes de inteligencia. La delicadeza de su estructura ósea es responsable de una expresión corpórea en descomposición dramática: su esbeltez trae reminiscencias del ámbito teatral. Juan José Arreola se convierte en su propio espectador, asiduo y extasiado.
Bajo el título de Inventario reunió Arreola los artículos que escribió para el periódico El Sol, de la Ciudad de México. Son reflexiones sobre temas varios o cuestiones del día o bien traducciones de páginas destacadas o relatos de experiencias singulares. En una de ellas (p. 151) relata su visita a Louis Jouvet, en París, quien le abre las puertas para que conozca el mundo del teatro francés de aquellos años. Y en otra página hay un recuerdo emocionado de Eugenio Ímaz, el filósofo español, entonces recién muerto en Veracruz.
      Debemos a Arreola tres buenos estudios literarios. Su prólogo a los Ensayos escogidos de Montaignemuestra su familiaridad con la obra del creador del ensayo moderno; el «Posfacio» que escribió para Personæ, de Ezra Pound, con traducciones de Guillermo Rousset Banda,  es una aguda reflexión sobre la validez de la poesía de Pound; y, en fin, el libro llamado Ramón López Velarde. Una lectura parcial,publicado en ocasión del centenario, ofrece comentarios acerca de la obra del poeta que ha sido afición entrañable de Arreola.
      En la colección Voz Viva de México, de la unam, número 12, hay un disco con la voz de Juan José Arreola leyendo textos de Confabulario, presentado por Antonio Alatorre, con un notable estudio.
      Además de las ediciones originales de sus libros, existe una serie de cinco volúmenes de Obras de J. J. Arreola, que editó Joaquín Mortiz en 1971, 1972 y en 1993.


      *   Publicado originalmente en La literatura mexicana del siglo xx, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1995.
      «De memoria y olvido », Confabulario, Joaquín Mortiz, México, 1971.
      «Arreola influenció a todos los de Mester », unomásuno, México, 26 de junio de 1985.
      Confabulario total (1941-1961) y Confabulario, en Obras de J.J. Arreola, Joaquín Mortiz, México, 1971.
      Joaquín Mortiz, México, 1971.
      Selección, estudio y notas de Brianda Domecq, fce, México, 1988.
      Ibid., p. 86.
      Reunidas en Bestiario, Joaquín Mortiz, México, 1972.
      Sara Poot Herrera, Un giro en espiral. El proyecto literario de Juan José Arreola, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1992, pp. 188-209.
    Secretaría de Educación Pública, col. sepSetentas núm. 90, México, 1973.
    Grijalbo, México, 1976.
    unam, col. Nuestros Clásicos núm. 9, México, 1959.
    Editorial Domés, México, 1981.
    Fondo Cultural Bancen, México, 1988.