Luvina
José Luis Martínez
La personalidad de Juan José Arreola (1918) es única en el panorama de nuestras letras. Enjuto, nervioso, extrovertido, locuaz, es un juglar burlesco cuya pasión dominante es la palabra. Él mismo nos ha contado su vida en una página preciosa:
Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y se va como un delgado sueño [...] Nací el año de 1918, en el estrago de la gripa española, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen, entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos. Di los primeros pasos seguido precisamente por un borrego negro que se salió del corral. Tal es el antecedente de la angustia duradera que da color a mi vida, que concreta en mí el aura neurótica que envuelve a toda la familia y que por fortuna o desgracia no ha llegado a resolverse nunca en la epilepsia o la locura. Todavía este mal borrego negro me persigue y siento que mis pasos tiemblan como los del troglodita perseguido por una bestia mitológica.
Como casi todos los niños, yo también fui a la escuela. No pude seguir en ella por razones que sí vienen al caso pero que no puedo contar: mi infancia transcurrió en medio del caos provinciano de la Revolución Cristera. Cerradas las iglesias y los colegios religiosos, yo, sobrino de señores curas y de monjas escondidas, no debía ingresar a las aulas oficiales so pena de herejía. Mi padre, un hombre que siempre sabe hallarle salida a los callejones que no la tienen, en vez de enviarme a un seminario clandestino o a una escuela de gobierno, me puso sencillamente a trabajar. Y así, a los doce años de edad entré como aprendiz al taller de don José María Silva, maestro encuadernador, y luego a la imprenta del Chepo Gutiérrez. De allí nace el gran amor que tengo a los libros en cuanto objetos manuales. El otro, el amor a los textos, había nacido antes por obra de un maestro de primaria a quien rindo homenaje: gracias a José Ernesto Aceves supe que había poetas en el mundo, además de comerciantes, pequeños industriales y agricultores [...]
Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más o menos ilustres... Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente de campo.
Desde 1930 hasta la fecha he desempeñado más de veinte oficios y empleos diferentes... He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran.
Sería injusto si no mencionara aquí al hombre que me cambió la vida. Louis Jouvet, a quien conocí a su paso por Guadalajara, me llevó a París hace veinticinco años. Ese viaje es un sueño que en vano trataría de revivir; pisé las tablas de la Comedia Francesa: esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes de Jean-Louis Barrault y a los pies de Marie Bell.
A mi vuelta de Francia, el Fondo de Cultura Económica me acogió en su departamento técnico gracias a los buenos oficios de Antonio Alatorre, que me hizo pasar por filólogo y gramático. Después de tres años de corregir pruebas de imprenta, traducciones y originales, pasé a figurar en el catálogo de autores (Varia invención apareció en Tezontle, en 1949).
Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana; en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente.
Como casi todos los niños, yo también fui a la escuela. No pude seguir en ella por razones que sí vienen al caso pero que no puedo contar: mi infancia transcurrió en medio del caos provinciano de la Revolución Cristera. Cerradas las iglesias y los colegios religiosos, yo, sobrino de señores curas y de monjas escondidas, no debía ingresar a las aulas oficiales so pena de herejía. Mi padre, un hombre que siempre sabe hallarle salida a los callejones que no la tienen, en vez de enviarme a un seminario clandestino o a una escuela de gobierno, me puso sencillamente a trabajar. Y así, a los doce años de edad entré como aprendiz al taller de don José María Silva, maestro encuadernador, y luego a la imprenta del Chepo Gutiérrez. De allí nace el gran amor que tengo a los libros en cuanto objetos manuales. El otro, el amor a los textos, había nacido antes por obra de un maestro de primaria a quien rindo homenaje: gracias a José Ernesto Aceves supe que había poetas en el mundo, además de comerciantes, pequeños industriales y agricultores [...]
Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más o menos ilustres... Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente de campo.
Desde 1930 hasta la fecha he desempeñado más de veinte oficios y empleos diferentes... He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran.
Sería injusto si no mencionara aquí al hombre que me cambió la vida. Louis Jouvet, a quien conocí a su paso por Guadalajara, me llevó a París hace veinticinco años. Ese viaje es un sueño que en vano trataría de revivir; pisé las tablas de la Comedia Francesa: esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes de Jean-Louis Barrault y a los pies de Marie Bell.
A mi vuelta de Francia, el Fondo de Cultura Económica me acogió en su departamento técnico gracias a los buenos oficios de Antonio Alatorre, que me hizo pasar por filólogo y gramático. Después de tres años de corregir pruebas de imprenta, traducciones y originales, pasé a figurar en el catálogo de autores (Varia invención apareció en Tezontle, en 1949).
Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana; en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente.
Arreola dedicó, en efecto, sólo un par de décadas de su vida al ejercicio de la literatura escrita. En 1943, cuando contaba veinticinco años, publica en Guadalajara sus primeros cuentos. En 1963, a los cuarenta y cinco de edad, aparece La feria, su último libro formal. Pero, además de sus libros, hace muchas otras cosas en estos años fecundos. Es actor en el Teatro de Media Noche, que dirigía Rodolfo Usigli. Y en 1947, en la única representación de Corona de sombra, la obra magna de nuestro dramaturgo, Juan José hace el breve papel del general Miramón. En la conversación final que tiene Maximiliano con los generales mexicanos que lo acompañarán en la muerte, el emperador les ofrece unos puros. Éstos debieron ser viejos y de mala calidad, y Arreola, que nunca había fumado, palideció y estuvo a punto de desmayarse por la náusea.
En 1950, cuando aún no se prestaba gran atención a las nuevas letras (la colección Letras Mexicanas, del Fondo, se iniciaría en 1952), Arreola se hace editor con la colección de cuadernos Los Presentes, editados con pulcritud y que continúan hasta 1956. Publica allí hermosos textos de Pellicer, Henestrosa, Mejía Sánchez, Monterroso, Pascual Buxó, Tario, García Terrés, Bonifaz Nuño, dibujos de Soriano, y cinco de los mejores Cuentos (1950) del propio editor. Aparte de los cuadernos, en 1956 Arreola edita los primeros cincuenta títulos de la colección de libros también llamados Los Presentes. Junto a textos de escritores mayores, en esta serie da a conocer una legión de escritores jóvenes: Carlos Fuentes y Julio Cortázar se cuentan entre ellos. Y, en fin, en 1958 y 1959 publica veintiocho Cuadernos del Unicornio, que divulgan obras iniciales de escritores como Uranga, Lizalde, Pacheco y Del Paso, entre otros.
La vocación de Juan José Arreola para guiar los pasos de los escritores jóvenes ha sido ciertamente memorable. Creo que él inició los talleres literarios. La revista Mester (1964-1967), que dirigió Arreola, recoge en sus doce números los primeros textos de escritores luego destacados, como José Agustín, Elsa Cross, Hugo Hiriart, Federico Campbell, José Carlos Becerra, Homero Aridjis, Jaime Sabines, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis y Vicente Leñero, entre los más notorios. El novelista José Agustín reconoció las enseñanzas de Arreola con estas palabras:
Era universal, la verdad. Estaba todo el mundo y a todo el mundo le entregaba tiempo. Y a todos nos dio, primero que nada, unas nociones de identidad propia; nunca quiso obligar a la gente a que escribiera bajo determinados patrones. Tenía la capacidad inmensa de poder reconocer los estilos incipientes de cada quien y ayudarlo a desarrollar su estilo.
En 1950, cuando aún no se prestaba gran atención a las nuevas letras (la colección Letras Mexicanas, del Fondo, se iniciaría en 1952), Arreola se hace editor con la colección de cuadernos Los Presentes, editados con pulcritud y que continúan hasta 1956. Publica allí hermosos textos de Pellicer, Henestrosa, Mejía Sánchez, Monterroso, Pascual Buxó, Tario, García Terrés, Bonifaz Nuño, dibujos de Soriano, y cinco de los mejores Cuentos (1950) del propio editor. Aparte de los cuadernos, en 1956 Arreola edita los primeros cincuenta títulos de la colección de libros también llamados Los Presentes. Junto a textos de escritores mayores, en esta serie da a conocer una legión de escritores jóvenes: Carlos Fuentes y Julio Cortázar se cuentan entre ellos. Y, en fin, en 1958 y 1959 publica veintiocho Cuadernos del Unicornio, que divulgan obras iniciales de escritores como Uranga, Lizalde, Pacheco y Del Paso, entre otros.
La vocación de Juan José Arreola para guiar los pasos de los escritores jóvenes ha sido ciertamente memorable. Creo que él inició los talleres literarios. La revista Mester (1964-1967), que dirigió Arreola, recoge en sus doce números los primeros textos de escritores luego destacados, como José Agustín, Elsa Cross, Hugo Hiriart, Federico Campbell, José Carlos Becerra, Homero Aridjis, Jaime Sabines, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis y Vicente Leñero, entre los más notorios. El novelista José Agustín reconoció las enseñanzas de Arreola con estas palabras:
Era universal, la verdad. Estaba todo el mundo y a todo el mundo le entregaba tiempo. Y a todos nos dio, primero que nada, unas nociones de identidad propia; nunca quiso obligar a la gente a que escribiera bajo determinados patrones. Tenía la capacidad inmensa de poder reconocer los estilos incipientes de cada quien y ayudarlo a desarrollar su estilo.
Siempre atraído por el teatro, en 1956 Arreola organizó el primer programa del innovador ciclo llamado Poesía en Voz Alta, con una selección de poesía y teatro españoles y de piezas breves de García Lorca. En la presentación que escribió para el ciclo dice que pretenden «jugar limpio el antiguo y limpio juego del teatro». Arreola fue uno de los recitadores y actores en este primer programa y en algunos de los siguientes de este ciclo de tan buena memoria.
Y además de actor, editor y guía de los jóvenes escritores, Arreola es ajedrecista, jugador de ping-pong, ciclista y aficionado a las encuadernaciones nobles, a los cristales bellos y a las viejas levitas. Y es también un escritor excepcional.
Cuando se publicó Varia invención en 1949, un aire nuevo y fresco llegó a las letras mexicanas. Reaparecía la vida pueblerina, en cuentos como «Hizo el bien mientras vivió», «El cuervero», «Carta a un zapatero» y «La vida privada», pero vista con una malicia burlona. Y había muchas novedades: cuentos de temas de historia antigua y de cuestiones teológicas; fantasías de sabor kafkiano y un «Monólogo del insumiso», en el que el innombrado Manuel Acuña cavila sobre el porvenir de sus versos. La novedad aparecía con un aire festivo, a veces socarrón, y en un lenguaje manejado con destreza y ajustado siempre a la índole de sus temas. En el último de los cuentos mencionados, por ejemplo, hay un complejo juego de alusiones a personajes y hechos relacionados con la historia del poeta: los amores con la lavandera, el memorialista Guillermo Prieto y la Dulcinea, que se llamaba Rosario de la Peña, y juicios sobre la poesía de Acuña, consignados en el monólogo del poeta que ha decidido suicidarse. El resultado es sugestivo, lo mismo para quien lee el cuento ignorando sus alusiones como para el que disfruta sus entretelas.
En el libro siguiente de Arreola, Confabulario (1952), las promesas de Varia invención se multiplican y los veinte cuentos son espléndidos. Forzando la selección, pueden destacarse «El guardagujas», atroz fantasía sobre nuestros trenes (que tiene alguna relación con cuentos afines de Charles Dickens y de Álvaro Mutis, según lo mostró Sara Poot Herrera); «El discípulo», acerca de dos aprendices de Leonardo y su búsqueda de la belleza; «La canción de Peronelle», sobre el poeta francés Guillaume de Machaut; el conmovedor «Epitafio», que cuenta la vida de François Villon; «El lay de Aristóteles», que recrea una leyenda medieval acerca del filósofo; los «Apuntes de un rencoroso», variación sobre los celos; y el ingenioso «Baby H.P.», que expone la posibilidad de aprovechar la energía que despilfarran los niños.
En los años siguientes al primer Confabulario de 1952, Arreola escribió nuevos cuentos que añadió en las ediciones posteriores, a los que llamó «Prosodia». Entre ellos hay nuevas obras maestras: «Cocktail Party», que se refiere de nuevo a Leonardo, ahora con Monna Lisa; la preciosa y desesperada «Balada»; «Tú y yo», otra variante del conflicto de la pareja; «Anuncio», que lo es de una mujer de plástico cuyos atractivos se ponderan así: «Nuestras damas son totalmente indeformables e inarrugables, conservan la suavidad de su tez y la turgencia de sus líneas, dicen que sí en todos los idiomas vivos y muertos de la tierra [...] Nuestras Venus —añade el Anuncio— están garantizadas para un servicio perfecto por diez años —duración promedio de cualquier esposa». Y siguen otros cuentos notables sobre temas femeninos: el extraño acerca de «Una mujer amaestrada», y la inquietante «Parábola del trueque», que comienza como sigue: «Al grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!” el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos». Y en el tomo llamado Palindroma4 hay dos textos muy sugestivos: el relato extenso «Tres días y un cenicero», que refiere el encuentro de una estatua antigua en la laguna de Zapotlán, y «El himen en México», turbadora fantasía, cuyo tema puede ilustrarse con un libro reciente: Acechando al unicornio. La virginidad en la literatura mexicana.
¿Por qué son fascinantes los cuentos y las prosas narrativas de Juan José Arreola? Puedo proponer estos motivos: la novedad de sus temas, su humor malicioso, la perfección de su elaboración y la calidad de su estilo. Al panorama temático de nuestros narradores, restringido a temas rurales y a experiencias personales, Arreola le descubre las posibilidades de la imaginación, el mundo de los artistas y poetas y su búsqueda de la belleza (Aristóteles, Leonardo, Villon, Machaut, Badajoz, Góngora, Acuña, González Martínez), de personajes y hechos históricos y de obras científicas intrincadas. Y nuestro cuentista logra trasmutar estos temas hasta volverlos entrañables y emocionantes. Otro tanto hace con cuestiones teológicas y morales como el libre albedrío, la predestinación y el drama de estar en el mundo. El dicho bíblico sobre la salvación del alma de los ricos y el camello que pase por el ojo de la aguja le inspira un cuento precioso, «En verdad os digo».
El mundo de la mujer, el amor y el destino de la pareja conyugal suelen ser el campo de un humor maligno y de fantasías crueles y resentidas. Para Arreola, el erotismo es como una fascinación de abismo y de perdición. «Todo lo que he escrito», dijo Arreola, «es el terror de saberme responsable y solo. Mi aspiración ha sido perderme. Las mujeres han sido trampas temporales y accidentales. Y tengo la necesidad de ser devorado». Al mismo tiempo, ha reconocido el peculiar talante de su humor:
Y además de actor, editor y guía de los jóvenes escritores, Arreola es ajedrecista, jugador de ping-pong, ciclista y aficionado a las encuadernaciones nobles, a los cristales bellos y a las viejas levitas. Y es también un escritor excepcional.
Cuando se publicó Varia invención en 1949, un aire nuevo y fresco llegó a las letras mexicanas. Reaparecía la vida pueblerina, en cuentos como «Hizo el bien mientras vivió», «El cuervero», «Carta a un zapatero» y «La vida privada», pero vista con una malicia burlona. Y había muchas novedades: cuentos de temas de historia antigua y de cuestiones teológicas; fantasías de sabor kafkiano y un «Monólogo del insumiso», en el que el innombrado Manuel Acuña cavila sobre el porvenir de sus versos. La novedad aparecía con un aire festivo, a veces socarrón, y en un lenguaje manejado con destreza y ajustado siempre a la índole de sus temas. En el último de los cuentos mencionados, por ejemplo, hay un complejo juego de alusiones a personajes y hechos relacionados con la historia del poeta: los amores con la lavandera, el memorialista Guillermo Prieto y la Dulcinea, que se llamaba Rosario de la Peña, y juicios sobre la poesía de Acuña, consignados en el monólogo del poeta que ha decidido suicidarse. El resultado es sugestivo, lo mismo para quien lee el cuento ignorando sus alusiones como para el que disfruta sus entretelas.
En el libro siguiente de Arreola, Confabulario (1952), las promesas de Varia invención se multiplican y los veinte cuentos son espléndidos. Forzando la selección, pueden destacarse «El guardagujas», atroz fantasía sobre nuestros trenes (que tiene alguna relación con cuentos afines de Charles Dickens y de Álvaro Mutis, según lo mostró Sara Poot Herrera); «El discípulo», acerca de dos aprendices de Leonardo y su búsqueda de la belleza; «La canción de Peronelle», sobre el poeta francés Guillaume de Machaut; el conmovedor «Epitafio», que cuenta la vida de François Villon; «El lay de Aristóteles», que recrea una leyenda medieval acerca del filósofo; los «Apuntes de un rencoroso», variación sobre los celos; y el ingenioso «Baby H.P.», que expone la posibilidad de aprovechar la energía que despilfarran los niños.
En los años siguientes al primer Confabulario de 1952, Arreola escribió nuevos cuentos que añadió en las ediciones posteriores, a los que llamó «Prosodia». Entre ellos hay nuevas obras maestras: «Cocktail Party», que se refiere de nuevo a Leonardo, ahora con Monna Lisa; la preciosa y desesperada «Balada»; «Tú y yo», otra variante del conflicto de la pareja; «Anuncio», que lo es de una mujer de plástico cuyos atractivos se ponderan así: «Nuestras damas son totalmente indeformables e inarrugables, conservan la suavidad de su tez y la turgencia de sus líneas, dicen que sí en todos los idiomas vivos y muertos de la tierra [...] Nuestras Venus —añade el Anuncio— están garantizadas para un servicio perfecto por diez años —duración promedio de cualquier esposa». Y siguen otros cuentos notables sobre temas femeninos: el extraño acerca de «Una mujer amaestrada», y la inquietante «Parábola del trueque», que comienza como sigue: «Al grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!” el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos». Y en el tomo llamado Palindroma4 hay dos textos muy sugestivos: el relato extenso «Tres días y un cenicero», que refiere el encuentro de una estatua antigua en la laguna de Zapotlán, y «El himen en México», turbadora fantasía, cuyo tema puede ilustrarse con un libro reciente: Acechando al unicornio. La virginidad en la literatura mexicana.
¿Por qué son fascinantes los cuentos y las prosas narrativas de Juan José Arreola? Puedo proponer estos motivos: la novedad de sus temas, su humor malicioso, la perfección de su elaboración y la calidad de su estilo. Al panorama temático de nuestros narradores, restringido a temas rurales y a experiencias personales, Arreola le descubre las posibilidades de la imaginación, el mundo de los artistas y poetas y su búsqueda de la belleza (Aristóteles, Leonardo, Villon, Machaut, Badajoz, Góngora, Acuña, González Martínez), de personajes y hechos históricos y de obras científicas intrincadas. Y nuestro cuentista logra trasmutar estos temas hasta volverlos entrañables y emocionantes. Otro tanto hace con cuestiones teológicas y morales como el libre albedrío, la predestinación y el drama de estar en el mundo. El dicho bíblico sobre la salvación del alma de los ricos y el camello que pase por el ojo de la aguja le inspira un cuento precioso, «En verdad os digo».
El mundo de la mujer, el amor y el destino de la pareja conyugal suelen ser el campo de un humor maligno y de fantasías crueles y resentidas. Para Arreola, el erotismo es como una fascinación de abismo y de perdición. «Todo lo que he escrito», dijo Arreola, «es el terror de saberme responsable y solo. Mi aspiración ha sido perderme. Las mujeres han sido trampas temporales y accidentales. Y tengo la necesidad de ser devorado». Al mismo tiempo, ha reconocido el peculiar talante de su humor:
Me siento feliz de haber desembocado en humorista. Quizá lo que más pueda salvarse de mí es el soplo de broma con que agito los problemas más profundos, ya sean floraciones del mar o floraciones celestes. Lo mismo hablaría yo de las negruras del abismo que de las alturas de la luz. Allí el viento de mi espíritu se mueve con una sonrisa macabra y funesta. Tal vez tengo una incapacidad para tratar en serio los grandes temas. Necesito salirme por la tangente de la pirueta.6
La composición y el estilo de los cuentos y fantasías de Arreola son una rara combinación de finura, imaginación y precisión. Sabe condensar en los rasgos expresivos más eficaces la materia de sus historias. Marcel Schwob, el escritor a quien más debe la prosa de Arreola, decía que el objetivo del arte biográfico debería ser el de captar los rasgos únicos, distintivos de la vida del personaje, lo que constituye su identidad fundamental, su parábola propia, a ninguna otra semejante, en el firmamento de la vida colectiva. Los textos de Arreola que se refieren a personajes cumplen este propósito, con gracia y agudeza. Y otro tanto hace con sus criaturas imaginarias, encontrando siempre su rasgo único. De ahí su eficacia.
En sus textos más elaborados, Arreola prefiere las frases cortas y su adjetivación es de calidad excepcional. Borgeana, podría añadirse. Nunca es adorno gratuito.
El Bestiario (1959), que acompañan dibujos de Héctor Xavier, es un ejercicio de observación y de inteligencia, en prosas de concisión e intensidad admirable para captar lo distintivo de los veintitrés animales o familias que describe. Detengámonos, como muestra, en las focas:
En sus textos más elaborados, Arreola prefiere las frases cortas y su adjetivación es de calidad excepcional. Borgeana, podría añadirse. Nunca es adorno gratuito.
El Bestiario (1959), que acompañan dibujos de Héctor Xavier, es un ejercicio de observación y de inteligencia, en prosas de concisión e intensidad admirable para captar lo distintivo de los veintitrés animales o familias que describe. Detengámonos, como muestra, en las focas:
Perros mutilados, palomas desaladas. Pesados lingotes de goma que nadan y galopan con difíciles ambulacros. Meros objetos sexuales. Microbios gigantescos. Creaturas animadas de vida infusa en un barro de forma primaria, con probabilidades de pez, de reptil, de ave y de cuadrúpedo. En todo caso, las focas me parecieron grises jabones de olor intenso y repulsivo.
En alguna entrevista, Arreola observó que «el animal es el espejo del hombre [...] En el animal vemos nuestra caricatura, que es una de las formas artísticas que más ayudan a conocernos».
Arreola escribió conceptuosos sonetos en su juventud, y que no ha coleccionado. Y probó el teatro en dos piezas en un acto, La hora de todos (1954), interesante y traducida al francés, y Tercera llamada(1971), que es quizá su única obra prescindible; e hizo buenas traducciones del francés de textos de su predilección, especialmente de Paul Claudel.
La feria (1963) es la única novela de Arreola y fue su despedida de la literatura escrita. Su tema es Zapotlán el Grande, tierra de su autor. Cuenta la historia y la vida del pueblo deteniéndose sobre todo en los conflictos de los naturales para recuperar sus tierras; en los grandes temblores que destruyeron el pueblo; en los azares de la organización de las fiestas de octubre en honor de San José, el santo patrono; en la aventura agrícola de un zapatero que se mete a campesino; en las maliciosas confesiones de un muchacho; en las aventuras de las mujeres de vida alegre que regentea María La Matraca, con la singular historia de Concha de Fierro y el torero Pedro Corrales; en los amores de un adolescente y los afanes culturales del Ateneo Tzaputlatena con la poetisa Alejandrina; en las historias de muchachas robadas y abandonadas; y en el castillo pirotécnico de don Atilano, incendiado por unos desalmados. El resultado de este cúmulo de historias es encantador, lleno de frescura y gracia. El contrapunto con que se van hilvanando los diferentes hilos y el lenguaje popular de la región funciona con naturalidad. Hay frecuentes citas y trasposiciones de los profetas bíblicos y de los Evangelios apócrifos, así como de documentos históricos. En suma, Juan José Arreola escribió un hermoso y animado homenaje a su tierra natal.
En los años siguientes a La feria, Arreola dejó de publicar libros formales. Sin embargo, no se apartó de la literatura. Se ocupó de sus talleres literarios y, de cuando en cuando, en entrevistas periodísticas y en coloquios contó su vida y sus ideas literarias. Y poco a poco lo fue absorbiendo la televisión, que supo aprovechar su simpatía, su capacidad para hablar con chispa de todo lo divino y lo humano. Fue una dura tarea. Recorrió en un carruaje especial la República, viajó por el mundo e hizo una serie de conversaciones con Antonio Alatorre sobre temas literarios. Confieso que sólo lo he visto y oído en la televisión pocas veces, pero recuerdo que don Daniel Cosío Villegas, crítico temible, poco antes de morir en 1976, me habló con admiración de los programas de Juan José. La televisión le dio fortuna, aunque le alentó su propensión al despilfarro. Y si a sus lectores nos hizo perder nuevos libros suyos, muchos millares de televidentes disfrutaron del ingenio y el don verbal de Juan José Arreola.
Sin embargo, algo quedó impreso de estos años. En homenaje a los libros de lectura escolares, que a Juan José y a mí —pues compartí con él las primeras escuelas de Zapotlán— nos hicieron descubrir y amar las letras escritas, en 1968 Arreola publicó la antología Lectura en voz alta, para despertar en los niños y los adultos el gusto por la literatura.
Arreola ha tenido la virtud de conquistar admiradores, admiradoras y discípulos. Uno de ellos, Jorge Arturo Ojeda, formó en 1969 una antología de cuentos de nuestro autor, precedidos por un extenso y minucioso estudio sobre su obra. Y el mismo Ojeda tuvo el acierto de recopilar, de entrevistas, declaraciones, coloquios y cursos, la que llamó «prosa oral» de Arreola en dos libros muy interesantes. El primero se llama La palabra educación y está dividido en los siguientes incisos: Vida, Cultura, Conciencia, Los jóvenes, El maestro y Palabra. En uno de sus textos, dice Arreola:
Arreola escribió conceptuosos sonetos en su juventud, y que no ha coleccionado. Y probó el teatro en dos piezas en un acto, La hora de todos (1954), interesante y traducida al francés, y Tercera llamada(1971), que es quizá su única obra prescindible; e hizo buenas traducciones del francés de textos de su predilección, especialmente de Paul Claudel.
La feria (1963) es la única novela de Arreola y fue su despedida de la literatura escrita. Su tema es Zapotlán el Grande, tierra de su autor. Cuenta la historia y la vida del pueblo deteniéndose sobre todo en los conflictos de los naturales para recuperar sus tierras; en los grandes temblores que destruyeron el pueblo; en los azares de la organización de las fiestas de octubre en honor de San José, el santo patrono; en la aventura agrícola de un zapatero que se mete a campesino; en las maliciosas confesiones de un muchacho; en las aventuras de las mujeres de vida alegre que regentea María La Matraca, con la singular historia de Concha de Fierro y el torero Pedro Corrales; en los amores de un adolescente y los afanes culturales del Ateneo Tzaputlatena con la poetisa Alejandrina; en las historias de muchachas robadas y abandonadas; y en el castillo pirotécnico de don Atilano, incendiado por unos desalmados. El resultado de este cúmulo de historias es encantador, lleno de frescura y gracia. El contrapunto con que se van hilvanando los diferentes hilos y el lenguaje popular de la región funciona con naturalidad. Hay frecuentes citas y trasposiciones de los profetas bíblicos y de los Evangelios apócrifos, así como de documentos históricos. En suma, Juan José Arreola escribió un hermoso y animado homenaje a su tierra natal.
En los años siguientes a La feria, Arreola dejó de publicar libros formales. Sin embargo, no se apartó de la literatura. Se ocupó de sus talleres literarios y, de cuando en cuando, en entrevistas periodísticas y en coloquios contó su vida y sus ideas literarias. Y poco a poco lo fue absorbiendo la televisión, que supo aprovechar su simpatía, su capacidad para hablar con chispa de todo lo divino y lo humano. Fue una dura tarea. Recorrió en un carruaje especial la República, viajó por el mundo e hizo una serie de conversaciones con Antonio Alatorre sobre temas literarios. Confieso que sólo lo he visto y oído en la televisión pocas veces, pero recuerdo que don Daniel Cosío Villegas, crítico temible, poco antes de morir en 1976, me habló con admiración de los programas de Juan José. La televisión le dio fortuna, aunque le alentó su propensión al despilfarro. Y si a sus lectores nos hizo perder nuevos libros suyos, muchos millares de televidentes disfrutaron del ingenio y el don verbal de Juan José Arreola.
Sin embargo, algo quedó impreso de estos años. En homenaje a los libros de lectura escolares, que a Juan José y a mí —pues compartí con él las primeras escuelas de Zapotlán— nos hicieron descubrir y amar las letras escritas, en 1968 Arreola publicó la antología Lectura en voz alta, para despertar en los niños y los adultos el gusto por la literatura.
Arreola ha tenido la virtud de conquistar admiradores, admiradoras y discípulos. Uno de ellos, Jorge Arturo Ojeda, formó en 1969 una antología de cuentos de nuestro autor, precedidos por un extenso y minucioso estudio sobre su obra. Y el mismo Ojeda tuvo el acierto de recopilar, de entrevistas, declaraciones, coloquios y cursos, la que llamó «prosa oral» de Arreola en dos libros muy interesantes. El primero se llama La palabra educación y está dividido en los siguientes incisos: Vida, Cultura, Conciencia, Los jóvenes, El maestro y Palabra. En uno de sus textos, dice Arreola:
Pertenezco al género confesional. Soy un hombre que siempre busca confidente [...] Quiero morir sin que haya quedado oculta una sola de mis acciones. Entre sacerdotes de la infancia y médicos de la juventud, y amigos y amigas de todas las épocas, está mi vida hasta lo más vergonzoso. Todavía me queda esta última camiseta... hasta el hueso, pues.
La otra recopilación de la «prosa oral» de Arreola se llama Y ahora, la mujer… Es uno de sus libros más hermosos, por su sinceridad y agudeza. A modo de presentación, lleva un retrato de Arreola, escrito por una muchacha dibujante y pintora, que concluye así:
Los gestos angulosos dibujan actitudes de inteligencia. La delicadeza de su estructura ósea es responsable de una expresión corpórea en descomposición dramática: su esbeltez trae reminiscencias del ámbito teatral. Juan José Arreola se convierte en su propio espectador, asiduo y extasiado.
Bajo el título de Inventario reunió Arreola los artículos que escribió para el periódico El Sol, de la Ciudad de México. Son reflexiones sobre temas varios o cuestiones del día o bien traducciones de páginas destacadas o relatos de experiencias singulares. En una de ellas (p. 151) relata su visita a Louis Jouvet, en París, quien le abre las puertas para que conozca el mundo del teatro francés de aquellos años. Y en otra página hay un recuerdo emocionado de Eugenio Ímaz, el filósofo español, entonces recién muerto en Veracruz.
Debemos a Arreola tres buenos estudios literarios. Su prólogo a los Ensayos escogidos de Montaignemuestra su familiaridad con la obra del creador del ensayo moderno; el «Posfacio» que escribió para Personæ, de Ezra Pound, con traducciones de Guillermo Rousset Banda, es una aguda reflexión sobre la validez de la poesía de Pound; y, en fin, el libro llamado Ramón López Velarde. Una lectura parcial,publicado en ocasión del centenario, ofrece comentarios acerca de la obra del poeta que ha sido afición entrañable de Arreola.
En la colección Voz Viva de México, de la unam, número 12, hay un disco con la voz de Juan José Arreola leyendo textos de Confabulario, presentado por Antonio Alatorre, con un notable estudio.
Además de las ediciones originales de sus libros, existe una serie de cinco volúmenes de Obras de J. J. Arreola, que editó Joaquín Mortiz en 1971, 1972 y en 1993.
Debemos a Arreola tres buenos estudios literarios. Su prólogo a los Ensayos escogidos de Montaignemuestra su familiaridad con la obra del creador del ensayo moderno; el «Posfacio» que escribió para Personæ, de Ezra Pound, con traducciones de Guillermo Rousset Banda, es una aguda reflexión sobre la validez de la poesía de Pound; y, en fin, el libro llamado Ramón López Velarde. Una lectura parcial,publicado en ocasión del centenario, ofrece comentarios acerca de la obra del poeta que ha sido afición entrañable de Arreola.
En la colección Voz Viva de México, de la unam, número 12, hay un disco con la voz de Juan José Arreola leyendo textos de Confabulario, presentado por Antonio Alatorre, con un notable estudio.
Además de las ediciones originales de sus libros, existe una serie de cinco volúmenes de Obras de J. J. Arreola, que editó Joaquín Mortiz en 1971, 1972 y en 1993.
* Publicado originalmente en La literatura mexicana del siglo xx, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1995.
Confabulario total (1941-1961) y Confabulario, en Obras de J.J. Arreola, Joaquín Mortiz, México, 1971.
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