domingo, 21 de mayo de 2017

Cinco años sin Carlos Fuentes

21/Mayo/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

El pasado 15 de mayo se cumplieron cinco años de la muerte de Carlos Fuentes, el primer novelista mexicano que quiso abarcarlo todo porque ni José Vasconcelos, ni Agustín Yáñez, ni Martín Luis Guzmán, ni Alfonso Reyes –tan generosamente universal– tuvieron su largo aliento (Juan Rulfo es un mundo aparte).

Fuentes profesionalizó la literatura mexicana. Antes de él, los escritores eran diplomáticos que escribían los domingos; él se lanzó a la escritura de tiempo completo. Decía entre risas en la cantina La Ópera, al lado de Benítez, Monsiváis y Cuevas: Jugué mi corazón al azar y se lo llevó la chingada. Su afán totalizador, su avidez cultural, su vuelo interoceánico, su exploración de las Américas, su identidad y su cultura, su querer alcanzar las dos orillas y hacerlas suyas, su apostura a lo Jorge Negrete y Pedro Infante, la formidable ambición de Terra nostra y Cristóbal nonato son las señas de identidad del escritor que más obras ha dado a México.

Si este país tiene pilares, uno de ellos fue Carlos Fuentes. Como los antiguos mexicas sostenía el cielo y como los muralistas nos construyó un pasado y pintó el inmenso fresco de nuestras vidas, no sólo las anteriores sino las actuales, la terra nostra en la que caben todos los mundos y en la que nos encajó como la pieza que faltaba en el rompecabezas. A fuerza de contarnos nos volvió únicos e irremplazables y gracias a él somos reconocibles y reconocidos.

Su gran amor y gran traición fue Octavio Paz, pero ninguna referencia es tan identificable como la que el propio Fuentes impuso, primero con La región más transparente y después con La muerte de Artemio Cruz.

Don Rafael Fuentes Boettiger alguna vez me dijo con una sonrisita: Ahora soy el papá de Carlos Fuentes. Sin embargo, de su mano y gracias a su carrera diplomática, Carlos vio a México desde Washington en la escuela Cook, cuando era uno más entre tantos parvulitos, y desde Chile y Argentina a los 14 y 15 años. Gracias a que don Rafael lo llevó al cine, Fuentes adquirió un sorprendente conocimiento de este arte, que seguramente hizo que Ciudadano Kane influyera en Artemio Cruz; gracias a él también aprendió a mirar a México desde fuera, gracias a él, el niño Carlitos, nacido en Panamá en 1928, se preocupó por el México que surgía de la Revolución, el nuevo orden mundial, los asuntos políticos y hasta los agrarios, la historia de México, la corrupción, en fin, las raíces de toda su futura obra novelística.

De la mano de don Rafael Fuentes Boettiger (insisto en el Boettiger porque don Rafael decía: No me quiten mi apellido alemán) Fuentes entendió quiénes eran la Coatlicue y Tláloc y aprendió a amarlos, pero también quiso reivindicar a Hernán Cortés y, más que ningún otro escritor mexicano, declaró que era justo que reconociéramos al español que todos llevamos dentro. Según él, sólo así nos completaríamos.

Cuando conocí a Fuentes le enloquecía Pérez Prado y tomaba notas. Estaba perdido de amor por Tongolele y tomaba notas. Iba a Las Catacumbas y tomaba notas, comía tacos en Beatricita y tomaba notas, caminaba por la Alameda y acariciaba el trasero de la estatua Malgré Tout y tomaba notas, bailaba en el Ciro’s y tomaba notas. Pasaba muchas horas en la Plaza Garibaldi y tomaba notas. Recorría San Juan de Letrán (hoy Eje Lázaro Cárdenas) y se metía en los cines de barrio. En los años 50, además de bailar mambo y cha cha chá, escuchaba con una avidez insaciable a las mujeres de collares de perlas y vestidos chemise y tomaba notas de cómo Jaime Saldívar, responsable del incipiente Club de Industriales, tocaba el piano para enamorarlas. Veía la destreza con la que los meseros llevaban en una mano una pesada charola y escuchaba a los taxistas que son la mejor fuente de información. Reía a carcajadas cuando le contaban que la princesa Ágata Ratibor se llevó por equivocación un suntuoso abrigo de pieles en vez de su capita ratonera. Todo le hacía gracia, todo era novedad, todo era memorable. Desde entonces, Fuentes sabía que la cultura puede hacer mejor a las sociedades.

Alguna vez lo vi subir una escalera de la calle de Génova a gigantescas zancadas y me quedé impresionada con su agilidad. Así subía a las pirámides, así conquistaba al mundo. Todavía a los 80 años subió a todos los escenarios de sus innumerables celebraciones con la rapidez y la gracia de Fred Astaire.

No fue la farándula ni la trivia de los años 50 y sus protagonistas quienes ejercieron una influencia definitiva en Carlos Fuentes, sino don Manuel Pedroso, a quien quiso entrañablemente, Alfonso Reyes y Octavio Paz. Más tarde, Fernando Benítez lo admiraría sin reservas y Fuentes en agradecimiento lo convertiría en su tío y en personaje principal de Cristóbal nonato. La lealtad absoluta a sus amigos resultó ser uno de sus principales rasgos de carácter junto con su culto a la escritura por la que dio su vida, como la dio en el siglo XVIII Sor Juana Inés de la Cruz, porque Carlos Fuentes entregó su alma al diablo con tal de escribir.

Cada lector encontró en Fuentes lo que quiso: razones, necesidades, ausencias, fracasos, pasiones. Su obra fue la mina de la que sacamos tesoros escondidos, el pozo sin fondo, el espejo enterrado.

Fuentes conoció la traición, la muerte, el amor, la crítica demoledora, la adulación perversa, la admiración sin límites, la recuperación del pasado y la memoria del futuro. Pero, sobre todo, conoció muy bien las dos Américas y las reflejó.

He pensado que si alguien tuviera oportunidad de regresar a la tierra por segunda vez y pasar de un tiempo a otro, ése sería Carlos Fuentes, porque, a diferencia de muchos, le tiró a lo grande y vivió su presente en México, en Francia (donde nació su hijo Carlos), en Harvard, en Martha’s Vineyard en Boston, en Inglaterra y, finalmente, en su casa de Londres. Nos regaló una visión inédita de la ciudad de México (como hizo Efraín Huerta en poesía) y desacralizó a la Revolución Mexicana en La muerte de Artemio Cruz al contar el millón de muertos y producir miles de multimillonarios que más que admiración causan alarma y desprestigian a México, cuando él, Carlos Fuentes, con su obra y la esplendidez de su conducta le hizo tanto bien a nuestro país.

Carlos Fuentes no ha muerto, simplemente ha cambiado de residencia. Nunca se mantuvo ajeno a la muerte (en Estados Unidos lo operaron a corazón abierto), siempre supo lo que era cuando nadie sabe lo que es y no le tuvo miedo. La veía como a la Catrina de Posada. Para eso era mexicano, para saber que tras de la piel hay un cráneo como el de cristal tallado, una de las 13 calaveras que los mayas dispersaron por el mundo, y tienen poderes mágicos. También su cráneo fue de cristal y supo, antes que nadie, que nuestra relación con la muerte es finalmente nuestro único calendario solar.

A Karl Bellinghausen, in memoriam

sábado, 20 de mayo de 2017

Un escritor en la imaginación

20/Mayo/2017
El Cultural
Eduardo Antonio Parra

Nunca lo conocí. Tal vez pude haberlo hecho, pues para cuando murió, hace poco más de tres décadas, andaba yo internándome en el oficio de escritor y había leído sus dos libros por lo menos un par de veces cada uno. Pero en ese entonces las distancias eran difíciles de salvar y, de haberme trasladado de Monterrey a la Ciudad de México, la verdad es que no habría sabido dónde buscarlo. Tampoco había leído ninguna biografía —no sé si ya circulaban las que existen—, así que en lo que respecta a su vida tuve que atenerme, como la mayoría de las personas, a lo que los demás decían de él. Chismes, comentarios de segunda, tercera o cuarta mano, incluso chascarrillos; todo lo que tratan de eliminar de la memoria colectiva quienes ahora pretenden santificarlo argumentando que es su propiedad, que les pertenece, que nadie más tiene derecho, que ellos registraron su marca. Se les olvida que los dos volúmenes que escribió han convocado a millones de lectores, y que cada uno puede imaginarlo como le dé su real gana, sin versiones “oficiales” de por medio. Se les olvida, sobre todo, que en “el país del rumor” lo que prevalece son las impresiones de la gente, fundamentadas o no. Ya lo dijo José Emilio Pacheco en un texto de 1973, refiriéndose a los amores de Rosario, la de Manuel Acuña: “El paso del tiempo dignifica los chismes de una época y los convierte en historia”.
Uno de los primeros que escuché —chisme, habladuría, invención, da igual— fue que cuando su novela estuvo terminada se la llevó a Salvador Novo, el gran mandarín del mundillo literario mexicano de la época, y que tras unos días regresó por la opinión del poeta. Novo, desde la altura de los consagrados, le devolvió el manuscrito con gesto de desaprobación mientras le decía lleno de sarcasmo que para escribir una novela primero debió haber leído muchas. Nuestro autor, en ese tiempo un escritor novel, se fue a su casa rumiando: “Leer novelas... si no he hecho otra cosa en toda mi vida...”.
No sé quién haya armado este pequeño relato ni de dónde lo sacó, y ahora más bien tiendo a creer que es falso, aunque reconozco que posee cierta lógica, sobre todo si se toma en cuenta la dificultad estructural de Pedro Páramo, la disolución del tiempo en el relato, la aparente falta de un esqueleto que sostenga las escenas; o lo que es lo mismo, esa dificultad de ciertos lectores para aceptar algo de verdad nuevo en el panorama de las estructuras literarias que hizo que alguien como Alí Chumacero, publicada ya la novela, escribiera una reseña donde sugería que en ella no había una estructura definida.
Tal vez fue esa novedad radical, la forma por completo desconocida entonces —y aun hoy— en la que vertió su historia del cacique y los habitantes de Comala, el acicate para que desde el momento de su publicación se desataran las leyendas en torno al escritor y su obra. Acaso quienes lo trataban antes de ser el creador de Pedro Páramo no alcanzaban a concebir cómo un hombre tan retraído, de pocas palabras, que evitaba los reflectores, había podido crear la novela más sólida e inquietante de nuestras letras. Siempre sucede. Aquellos que convivieron en sus inicios con grandes hombres —negociantes, artistas, políticos—, que los vieron en su periodo de formación y de lucha con el oficio y el entorno, suelen negarse a aceptar que el principiante lleno de titubeos y el experto respetado por todos sean la misma persona. Lo único que al parecer se les ocurre es: “¿Cómo va a ser famoso, si yo lo conozco?” Y tratan de explicarse el triunfo del otro atribuyéndolo al amiguismo, a las palancas, a la suerte. Nunca al verdadero talento ni a la dedicación. Y entonces surgen la envidia, la maledicencia, el humor agresivo.
Uno más de los relatos —apócrifo, por supuesto— que escuché en mis años juveniles acerca de cómo nuestro escritor consiguió darle a su libro esa estructura tan peculiar, tiene que ver con otro aspecto de los que sus ahora dueños pretenden olvidar, o que todos olvidemos, con el fin de que su “proceso de beatificación” prospere: su relación con el alcohol. En este cuento se decía que, cuando el autor al fin se decidió a entregarla al Fondo de Cultura Económica, el tiempo narrativo de la novela estaba estructurado de manera lineal, desde la infancia del protagonista hasta su muerte, y después la muerte de los habitantes del pueblo hasta que devinieron espectros deambulando por las calles. Sin embargo, ese día nuestro hombre había bebido algunas copas de más por lo que, poco antes de llegar a las puertas de la editorial, tropezó en su paso tambaleante; el manuscrito se desparramó por la calle e incluso algunas páginas salieron volando al impulso del viento. Con esfuerzos, él volvió a reunirlas en la carpeta donde las llevaba, mas la hora de la cita con el editor había llegado y no tuvo tiempo de acomodarlas en el orden que había establecido. Entregó el ejemplar tal como lo recogió del suelo y, al ser publicada, la novela sorprendió a los lectores.
Fuera de envidias y gracejadas, el dibujo estructural de la novela ha suscitado otros rumores que, no importa que en su oportunidad hayan sido desmentidos una y otra vez por los implicados, parecen contar con un blindaje contra el paso del tiempo. Uno de ellos afirma que fue Juan José Arreola, paisano de nuestro autor y cómplice literario en sus años de formación, quien durante una tarde de copas en una de las tantas cantinas de la Ciudad de México trazó la estructura de la novela luego de esparcir, para visualizarlos bien, los fragmentos que la integran en la superficie de una mesa de billar. Hay quien dice que no fue Arreola, sino Alí Chumacero quien le dio la secuencia que ahora presenta. Aunque el poeta Chumacero, en una comida hace años, nos contó de viva voz a los comensales que él, como editor del fce, sólo metió mano en el original para corregir —“como con cualquier otro libro a mi cargo”— algo de puntuación y de ortografía, y para sugerir el cambio de un par de palabras. Al respecto, José Emilio Pacheco escribe en un “Inventario” de agosto de 1977:
Unas cincuenta veces este redactor ha escuchado, en labios de interlocutores que pretenden hacerle la gran revelación, la teoría delirante de que en 1955 Rulfo entregó al Fondo de Cultura Económica un manuscrito informe y cercano a las mil cuartillas. De ellas, se dice, el poeta Alí Chumacero extrajo Pedro Páramo a base de recortes, tachaduras y collages.
Otras cincuenta veces la respuesta ha sido desmentir la versión y restituirle a Rulfo la autoría absoluta de su gran obra. Las bases para la administrativa calumnia son: a) en efecto, como funcionario del fce, Alí Chumacero ordenó los cuentos de El llano en llamas en la disposición que conservaron en ediciones posteriores; b) por esos años Juan José Arreola dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de reescribir gratuita y generosamente muchos libros ajenos —pero en modo alguno los de su amigo Rulfo.
Por lo demás, como se sabe, las editoriales mexicanas no hacen ni han hecho nunca trabajos de “edición” en el sentido que posee el término en lengua inglesa. Si Alí Chumacero hubiese sido el Maxwell Perkins de este Scott Fitzgerald, no hubiera reprochado a Pedro Páramo, en la reseña inicial que se escribió de este libro, precisamente “una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, se ha de exigir a una obra de esta naturaleza”.
Entre las reacciones que suscitan la perfección y la grandeza, una de las más constantes es la incredulidad. Las personas, sobre todo quienes ejercen un mismo oficio, tienen dificultades para concebir que un colega se alce por encima de los demás de modo tan evidente. Eso ocurre sobre todo en países como el nuestro, donde para gozar de simpatías uno debe mantenerse dentro de un rango mediano, sin alejarse demasiado de los otros. Cuando ocurre lo contrario, como tras la publicación de Pedro Páramo, los resentidos enfilan sus baterías, si no contra la obra indiscutible, contra su creador, quien seguro sí tiene puntos débiles. Y si no los tiene, se le inventan. En este sentido, varias veces escuché que, cuando ambos aún eran aprendices de escritores, Juan José Arreola —no sé si alguien lo oyó en labios de él— anunciaba la inminente aparición de Rulfo y su obra diciendo algo así como: “Tengo un amigo que escribe como los mismos ángeles, nomás que avienta comas y acentos como si echara maiz pa los pollos”. Tal vez Arreola nunca dijo éstas ni palabras parecidas, a pesar de que según dicen era bastante maledicente, pero la especie se repitió y se sigue repitiendo debido a que detectar un defecto risible en un gran hombre hace que lo sintamos un poco más cerca de nosotros, más humano pues.
Las leyendas y rumores que han rodeado desde hace décadas a nuestro escritor y su obra tal vez hubieran disminuido y perdido fuerza con el paso del tiempo si él se hubiera transformado en lo que se conoce como “un escritor profesional”, es decir, si hubiera publicado un libro cada año o cada dos, mostrando una calidad desigual en su producción, un corpus lleno de altibajos, como cualquier narrador hijo de vecino. Pero no. Él decidió no publicar más después de un único libro de relatos y una novela: los treinta y un años restantes que duró su vida colegas, críticos, académicos y lectores intentaron descifrar las causas de ese silencio editorial. Con ello, en vez de amainar, los chismes se recrudecieron y multiplicaron. Ahora al pasmo provocado por las virtudes narrativas de Pedro Páramo se añadía una suspicacia brutal, producto de “la esterilidad” del autor. Hubo, por supuesto, quienes comprendieron su actitud y su vocación de silencio, como puede advertirse por ejemplo en la fábula que le dedica Augusto Monterroso, donde equipara su astucia con la de un zorro. Pero también, en susurros y lejos de la letra impresa, hubo quien se atrevió a poner en duda su paternidad sobre el libro de relatos y la novela publicados, argumentando que si él los hubiera escrito habría publicado más tarde otros volúmenes. Para bien o para mal, nuestro autor se fue convirtiendo en un escritor mítico.
Él mismo contribuía a su propio mito. Cuando los periodistas se le acercaban —y se le acercaron decenas a lo largo de los años, acaso cientos, de diversos países del mundo— para preguntarle por qué no daba a la imprenta un nuevo volumen, él reviraba con respuestas siempre distintas, imagino que según el estado de ánimo que lo dominaba en el momento. Esas respuestas podían ser, desde que se hallaba enfrascado en una larga novela con el título de La cordillera, hasta que ya se había muerto el tío que le contaba las historias que plasmó en El llano en llamas y Pedro Páramo (al dar esta última, me lo imagino con el rostro triste y una amplia sonrisa interior). En consecuencia La cordillera, como antes su creador, se convirtió también en algo legendario, al grado de que se han escrito ficciones en torno a ella, entre las cuales destaca un excelente relato de Vicente Leñero. Según los decires él trabajó en esa historia hasta sus últimos días, pero después de su muerte no se volvió a saber de ella ni fueron encontrados los manuscritos. En cuanto a la existencia de un tío que le contaba las historias, además de que todos hemos tenido familiares así, lo que muestra es una de las facetas menos conocidas, o menos comentadas del autor: su sentido del humor.
Vuelvo a José Emilio Pacheco, quien en el ya mencionado “Inventario” de agosto de 1977 —cuando al creador de Pedro Páramo aún le quedaban unos nueve años de existencia— aborda el tema del silencio rulfiano y lo relaciona con las causas de su genialidad:
¿Dijo Rulfo cuanto tenía qué decir y prefirió callarse a repetirse? ¿No ha dicho aún su última palabra? Imposible responder a estas interrogantes. El talento de un escritor constituye un recurso natural no renovable. ¿Qué debe hacer con ellos una sociedad? Es un problema irresoluble como la educación de nuestros hijos. Entre el niño golpeado y el niño mimado, entre las facilidades y dificultades que se presentan a un escritor, hay un terreno que aún desconocemos. A juzgar por la evidencia todavía queda un espacio posible para las grandes obras aisladas. Lo que difícilmente volveremos a tener son condiciones que permitan a nuestros escritores madurar, alcanzar la continuidad y mantener de principio a fin su excelencia literaria.
El párrafo anterior se abre a la posibilidad de múltiples comentarios, pues Pacheco no sólo se pregunta, aún en vida de nuestro autor, si su silencio será definitivo, sino además pone en la mesa de debates la relación de la sociedad con sus escritores, y las últimas dos frases sugieren que el tiempo de las grandes obras literarias se terminó cuando las grandes editoriales y el mercado tomaron el control de la literatura en el país. En lo que respecta al silencio rulfiano, ahora sabemos que sí fue definitivo. Sobre las condiciones y el contexto de existencia en que se dio la obra de este autor genial, es difícil, si no imposible, precisarlo. Sin embargo, tratando de interpretar su línea de pensamiento, podría pensarse que José Emilio Pacheco atribuye, al menos en parte, el silencio del escritor a las presiones externas, ya fueran de los editores, de los críticos o del público lector que con seguridad lo atosigaban día a día con preguntas como ¿en qué está trabajando ahora, maestro?, o ¿cuándo nos entrega otro libro maravilloso? Sin contar con las ofertas monetarias que sin duda le ponían enfrente para animarlo a escribir. Hay artistas que se paralizan ante la presión y, según como lo recuerdan quienes lo conocieron, o como lo han retratado sus biógrafos, nuestro autor era de ese tipo de creadores.
Desde mi punto de vista, tanto El llano en llamas como Pedro Páramo fueron concebidos, escritos y trabajados en la libertad absoluta que ofrecen el retraimiento personal, la despreocupación por el dinero, la soledad voluntaria y una relativa ausencia de necesidades. También, acaso, la inmersión en la vida bohemia de bares y cantinas, donde el escritor —principiante o experto— suele intercambiar impresiones de lecturas y proyectos con su pares, animado por los tragos y el ambiente. No por nada muchos colegas afirman que “se aprende mucho más de literatura en torno de una mesa de cantina que en cualquier facultad de Letras”. Así, imagino sin problema al joven aspirante a escritor saliendo de su trabajo en el archivo de la Secretaría de Gobernación junto con su amigo Efrén Hernández, el otro archivista de la instancia, para dirigirse con paso calmo al tugurio de su preferencia mientras ambos discuten sin cesar en el camino los mismos temas literarios que habían abordado ya durante las ocho horas de la jornada laboral en la soledad del sótano de la secretaría, entre papeles polvorientos y carpetas más o menos desordenadas. Los imagino tratando de responder algunos interrogantes como ¿de qué manera plasmar nuestra realidad sin caer en lo manido?, ¿cómo encontrar una forma que sea lo más original, dentro de lo posible, y que al mismo tiempo refleje de un modo fiel la vida que nos ha tocado vivir en este tiempo y este país?, ¿qué lenguaje es el que corresponde al México actual? Supongo que estas cuestiones eran ineludibles para ambos, y que volvían a ellas una y otra vez, en el tiempo de la chamba, en las caminatas por el centro de la ciudad, en las interminables horas de cantina, donde se les sumaban otros aprendices de escritor.
Esta libertad creativa, la del autor aún inédito y sin editores ni lectores que esperen su obra, dura tan sólo unos cuantos años, por lo general los de formación que son los mismos de la juventud. Es una suerte de etapa paradisiaca que casi todos los escritores de cierta edad recuerdan con nostalgia. Después viene la publicación y, si hay suerte y la obra cuenta con calidad, la respuesta crítica, el reconocimiento y el prestigio. Y todo cambia. Empieza la época del asedio, de las presiones, de las exigencias familiares, de la angustia del creador. No es difícil pensar en las consecuencias que un cambio de tal naturaleza provoca en quien no está hecho para los reflectores ni para los ajetreos de la fama. Por eso puedo imaginar a nuestro autor paralizado por la timidez, sobre todo al principio, sintiendo cómo sus manos se llenaban de humedad y de temblores, tratando de dominar el impulso de escurrir el bulto a la hora de las presentaciones y entrevistas y salir disparado en busca de la cantina más cercana para refugiarse detrás de una botella. Y a causa de lo anterior, lo imagino también reviviendo una y otra vez ese terror, que él ya creía vencido, ante la nueva página en blanco.
Pero, ¿es posible que alguien con tanto talento deje de escribir sólo por miedo a los reflectores y al asedio de la gente? No lo creo. Además, en el caso de nuestro escritor, un nuevo libro no hubiera modificado mucho la situación: él ya era famoso y siguió siéndolo hasta su último día. Creo más bien que ese terror renacido ante la nueva página en blanco pudo haberse generado por la presión de tener que competir consigo mismo, en lo que tal vez él consideraba una competencia por completo desigual: la de un hombre maduro, lleno de compromisos y responsabilidades, con los ojos de miles de lectores fijos en él, que se mide en el tiempo con un joven lleno de anhelos artísticos, despreocupado de su entorno, cuya única ambición es, como diría Joaquín Sabina, “escribir la canción más hermosa del mundo”. En otras palabras, el talento propio y ya demostrado ante el mundo se convirtió para él en una pesada losa sobre los hombros. Una losa que lo inmovilizaba. Que le paralizaba la mano que sostenía la pluma. Y al mismo tiempo le ofrecía una coartada plena de una lógica irrefutable: si ya di lo que tenía que dar, ¿qué necesidad hay de ofrecer más? Y, como sabemos, no lo hizo.
Alguna vez escuché un comentario bastante maléfico acerca de que nuestro autor había preferido beber a escribir. La verdad, jamás lo creí. En la historia de la literatura hay suficientes ejemplos, tanto en nuestro país como en el resto del mundo, de escritores que supieron combinar muy bien su afición al alcohol o a las drogas o a cualquier otro vicio con su talento literario. Desde Edgar Allan Poe hasta Malcolm Lowry, desde Dostoyevski hasta José Revueltas entre nosotros, desde Ernest Hemingway hasta William Burroughs, todos ellos han demostrado que no es necesario optar por una u otra actividad sino que, al contrario, en ocasiones ambas se complementan, incluso se enriquecen. Pero, ¿y si fuera al revés? ¿Si dejar de beber desactivara algún mecanismo interno que antes permitía que la escritura fluyera con naturalidad? Nuestro autor bebía, y mucho, pese a que en la actualidad intenten ocultarlo quienes se ostentan como dueños de su marca. Los testimonios orales y escritos acerca de sus tardes y noches de tragos son innumerables. Eso sí, todos parecen coincidir en que cuando se pasaba de copas seguía siendo tranquilo y callado, que no era escandaloso ni pendenciero.
Al respecto existen anécdotas —como todas, tal vez inventadas— cargadas de humor, como aquella en la que se dice que, cuando pasaba por periodos de borracheras consuetudinarias, alguien de su familia, harto como todos los familiares en situación semejante, solía dejarlo solo y encerrado con llave en su departamento, sin dinero y sin alcohol, con el fin de impedirle que tomara. Y que sin embargo, cuando ese alguien volvía, lo encontraba completamente bebido. ¿La razón? No, no se trata de que nuestro hombre fuera brujo, ni de que tuviera —como sí lo hacía, dicen, Malcolm Lowry— pomos ocultos en los sitios más recónditos de su casa, sino de que su vecino del departamento de arriba, un pintor amigo, se había puesto de acuerdo con él y, en cuanto lo dejaban solo y escuchaba girar la cerradura que lo encerraba, nuestro hombre corría por la escoba y con el palo golpeaba el techo:
la señal convenida para que el vecino hiciera descender por la ventana una botella de tequila amarrada por un cordel. La sorpresa, y el coraje, de quien volvía de fuera debió ser, pues, mayúscula.
Bebía, pero en algún momento dejó de hacerlo y cambió el alcohol por el café. Sin embargo, la sobriedad no lo empujó a la escritura, o por lo menos no lo llevó a publicar un nuevo volumen, lo que tal vez demuestre que su afición por la bebida no tenía que ver con su silencio. ¿Y la falta de? Quizá tampoco, aunque sobre este tema también circulaba hace años, no muchos, un rumor algo peliagudo o cuento o habladuría. El relato decía que, con el fin de arrancarlo de las garras del alcoholismo, nuestro autor fue internado, ya fuera contra su voluntad o con su consentimiento, en un sanatorio situado en Tlalpan. El nombre del lugar variaba según las versiones o la memoria de quienes repetían la especie, pero en lo que todos coincidían era en que, como en aquellos tiempos —la década del sesenta— aún no existían las llamadas clínicas de desintoxicación como ahora, aquella institución era más bien un hospital mental, un manicomio. Si ya de por sí la sola idea de que uno de nuestros mayores genios literarios haya sido internado en un sitio así provoca indignación, y ello a pesar de que la historia de la literatura esté llena de casos semejantes de escritores ilustres, más indignación causaría, en caso de ser verdad, que su tratamiento hubiera sido con base en electrochoques. ¿Invención? ¿Realidad? Quienes repetían la historia, eso sí, aseguraban que nuestro escritor jamás habló de esto, aunque esgrimían el argumento como una posible explicación al silencio literario en que se instaló el resto de sus días.
En una versión inicial, él había titulado a su obra maestra Los murmullos. Aunque el significado de “murmullo” es en una de sus acepciones, en sentido estricto, distinto del significado de “rumor”, a mí siempre me han parecido sinónimos. Acaso al poner un primer título tentativo a su gran novela, nuestro autor profetizaba que después de publicarla su vida se daría a conocer a través de los murmullos, de los rumores, de esas “noticias” cuyo origen es impreciso y nunca son confirmadas ni comprobadas por nadie, pero a las que la gente, en especial en nuestro país, suele otorgar mayor credibilidad que a las investigaciones más rigurosas. O tal vez no haya en ello nada profético y se trate tan sólo de una ironía del destino. Sin embargo, lo cierto es que, como ya se mencionó líneas arriba, él mismo contribuyó a la proliferación de versiones sobre su vida, al surgimiento indiscriminado de interpretaciones sobre su actitud de escritor después de haber publicado sus dos volúmenes de narrativa. Lo hizo con su silencio, con sus respuestas cambiantes ante preguntas iguales, con su peculiar sentido del humor, con su carácter retraído y con su genialidad de narrador.
Tengo para mí que disfrutaba ser un escritor-mito. Así como puedo verlo lleno de gozo al mirar la expresión sorprendida de los periodistas después de responderles que ya no le era posible escribir más porque se había muerto el tío que le contaba las historias, lo imagino sonriendo, incluso carcajeándose interiormente al enterarse de los rumores y chismes que corrían entre la gente acerca de su persona y de su obra. Verdades o mentiras, se trataba de chismes y relatos que, al circular por todos lados, no hacían sino proteger su intimidad, sus verdades más hondas. ¿Y qué es lo que busca un hombre callado y retraído sino guardarse por completo nomás para sí mismo? Por eso azuzaba los misterios en torno suyo. Por eso y porque como todo verdadero creador, como todo verdadero amante de la literatura, debió estar convencido de que lo único que en realidad importa en un escritor es su obra, donde está volcada y sublimada su vida, su modo de pensar, su visión del mundo; de que la biografía es una suerte de fetiche contemporáneo que existe para uso de críticos, académicos, editores y administradores de marcas. También lo imagino, o quiero imaginarlo, haciendo una serie de muecas desdeñosas ante cualquier tipo de “verdades oficiales” o de “biografías autorizadas”. Lo suyo era el mito, la multiplicación del misterio. Los rumores. Los murmullos.
Por eso cuando pienso en él, que es casi siempre al terminar de releer cualquiera de sus relatos ejemplares, lo veo joven y huraño, sentado ante una mesa de cantina con un libro abierto, la copa de tequila a medio vaciar y el cigarro humeando entre sus dedos, siguiendo con la vista las líneas del relato en busca de una frase inolvidable, un ritmo musical que encierre el canto del mundo, una técnica narrativa susceptible de ser adaptada a su universo personal, seguro de leer como nadie más lo hace, pues sabe que cada lector es dueño absoluto de lo que lee y que lo que transcurre en su imaginación mientras devora las palabras impresas representa un espectáculo único, una puesta en escena que su mente en combinación con el autor del libro han creado nomás para su placer. O lo veo también sentado pero ahora ante un escritorio con un cuaderno enfrente y papeles llenos de tachaduras desperdigados alrededor, en una mano el cigarro y en la otra la pluma, la piel entera sudando a causa del esfuerzo de concentración, tratando de arrancarle a la nada los rasgos sonoros que harán de sus personajes seres vivos y de sus historias símbolos-espejo donde una nación, una cultura, un continente, una lengua, sean capaces de encontrarse y reconocerse. Mientras escribe, despacio, como saboreando cada roce de la pluma con el papel, visualiza un pueblo o varios, una región y a sus habitantes, elementos configurados con recuerdos vívidos, muchos dolorosos, otros felices, en mezcla con relatos escuchados y leídos, con imágenes capturadas a lo largo de los años en cientos de desplazamientos, con entes imaginados por completo o modificados con ayuda de la imaginación, hasta que en el papel memoria e imaginario se confunden y sintetizan en palabra viva y ya son sólo sonidos los que fluyen de la pluma, sonidos armónicos, ritmos, cadencias, contrapuntos, y nuestro hombre tiene la sensación clara de ser más músico que escritor pues en su mente todo se ha vuelto un tanto abstracto, con esa abstracción artística que va mucho más allá de los significados, aunque los contiene, pero que facilita la fluidez y al irse estructurando afecta el interior del hombre —el suyo y el de quien leerá más tarde el texto publicado—, despierta las sensaciones y excita las emociones hasta provocar verdadera devoción, una devoción desinteresada, la devoción por la obra de arte.
Y lo veo, un poco después, agotado, vaciado por completo, levantarse del escritorio y caminar hacia la cama tambaleante por el cansancio o por los tragos ingeridos, para tumbarse en el colchón inmerso en su soledad total, no importa si duerme acompañado o no, en su soledad de creador consumado y consumido, y encender el último cigarro de la madrugada antes de apagar la lámpara del buró, y fumar contemplando la brasa entre las sombras en un intento por limpiar su mente de las imágenes que la han ocupado durante las últimas horas. Un intento vano, porque no consigue deshacerse de ellas. No lo conseguirá, lo sabe. Aunque fume con avidez, con desesperación, esas imágenes seguirán en él, obsesivas, incluso en sueños, hasta que la obra esté terminada.
Lo veo entonces cerrar los ojos y sonreír en la oscuridad seguro de que, poco a poco, está alcanzando lo que anhela: el relato redondo, la obra maestra que le hará saber a los demás que ya no es un aprendiz sino un oficial entero.
La obra que le traerá, no el éxito pues no es lo que desea, sino la gloria, el reconocimiento, el respeto. La obra que llegará a otros lectores, no sabe cuántos ni le interesa, que serán tocados, transformados por sus palabras, por sus ritmos, por sus cadencias e imágenes. Un puñado de lectores que en el futuro, cuando él ya no esté y su persona y sus libros sean indisolubles, serán sus verdaderos dueños y continuarán imaginándolo tal como ellos quieran.
RULFO: TRES PREGUNTAS PARA ANTONIO ORTUÑO*
—¿Cuánto influyó la literatura de Rulfo en la conformación de su imaginario sobre México? —No mucho, realmente. No veo a Rulfo como un heraldo de lo mexicano sino como un narrador habilísimo con el lenguaje. —¿A qué cree que se debe la atención que ha suscitado la obra de Rulfo para los estudiosos extranjeros? —Hay que poner en perspectiva eso: Rulfo ha sido muy estudiado por ser un autor extraordinario, pero también porque algunos decidieron “leer” al país con sus pequeños y perfectos libros como guía, cosa que me parece ajena a la voluntad del autor. —¿Cuáles son los mayores logros o méritos en la obra de Rulfo? —Su lenguaje inimitable. Rulfo creó una estética particular y un mundo literario singular. A Rulfo se le seguirá leyendo porque sus obras son estupendas. Ignoro el devenir de las modas críticas. Defiendo la idea de que a un buen autor hay que leerlo de muchos modos y ninguno está totalmente equivocado.
Roberto García Bonilla

Rulfo recargado Manual de procedimientos

20/Mayo/2017
El Cultural
Gerardo De la Cruz

Tiene razón la Fundación Juan Rulfo (FJR) cuando su presidente, el arquitecto Víctor Jiménez, afirma que hay mucho oportunismo en torno a la figura y la obra del autor de El Llano en llamas y Pedro Páramo. Es un verdadero problema éste de “esquivar el lucro político”, sobre todo cuando de la biografía de Rulfo se desprende una suerte de manual de procedimientos para responder ante escenarios de esta naturaleza.
Premios
En 1970 recibió el Premio Nacional de Letras, literalmente y sin reservas, de manos del desacreditado Gustavo Díaz Ordaz; pero ¿por qué “sin reservas”? Lo merecía, y el hecho de haber aceptado este reconocimiento no implicaba que respaldara la masacre de Tlatelolco, ni modificó un ápice el rechazo a Díaz Ordaz, juzgado y sentenciado por la opinión pública. Tampoco reaccionó de manera adversa cuando, apenas cinco años después de haberse reanudado las relaciones diplomáticas entre España y México, se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1983. ¿Debería hacerse una lectura política de este fallo? La pregunta y la respuesta son irrelevantes: la admiración internacional a la inconmensurable obra de Rulfo no ha requerido de avales, es un clásico moderno.
En el rubro de los homenajes, en 1980 todo el aparato cultural, por órdenes del presidente José López Portillo, se puso a su servicio para rendirle uno de los mayores tributos que haya recibido en vida cualquier escritor mexicano. Son famosas las imágenes donde López Portillo y Rulfo, prácticamente abrazados, contemplan desde el palco presidencial del Palacio de Bellas Artes el homenaje.
Atribuciones
El homenaje nacional de 1980 fue pródigo para los lectores insatisfechos de Rulfo. Ese mismo año sumó un nuevo título a su bibliografía perfecta, gracias a los buenos oficios de Vicente Rojo: El gallo de oro y otros textos para cine, presentado por Jorge Ayala Blanco, quien contó con la complicidad de Pablo Rulfo, Monsiváis y los cineastas Reynoso y Gámez. Una obra de Rulfo casi original. Casi, porque de los tres textos para cine, dos son transcripciones directas del audio del filme: “El despojo” y “La fórmula secreta”. En cuanto al relato que da título al libro, hoy la FJR nos informa cuáles eran las verdaderas intenciones del autor: “Rulfo no elaboró un guión sino una obra literaria con posibilidades de ser llevada al cine”. ¿De veras pensó él lo que piensa la Fundación que Rulfo pensaba sobre El gallo de oro: que formalmente era una novela breve? Otra pregunta irrelevante: lo importante es que, como resultado de una eficaz estrategia de mercado para conmemorar el centenario, la FJR la reeditó junto con otros relatos, conocidos e inéditos, la tradujeron al inglés y, noticia de última hora, aseguran que The Golden Cockerel & Other Writings es un éxito de ventas en Estados Unidos.
En cambio, sí es relevante cómo reaccionó Rulfo en 1984 cuando la editorial Grijalbo, bajo la dirección de Rogelio Carvajal, le endosó el título de compilador en Para cuando yo me ausente, una colección de ensayos críticos ¡sobre su propia obra! Más aún, le endilgaba la redacción de una “Advertencia” que explicaba el propósito didáctico de esta especie de auto-homenaje. Rulfo rechazó la autoría de la compilación y del texto de presentación; no obstante, concedió haber facilitado material para la selección de textos (Proceso, 3-III-1984). Para él, el incidente era un fraude comercial; Grijalbo lo vio como un fracaso comercial: sin la firma del autor de Pedro Páramo, no tenía caso reeditar, y así concluyeron sus relaciones.
Rulfo abultado
Visto lo visto, el proceder de la Fundación choca con las pautas rulfianas. Pero los manuales de procedimientos son dinámicos, la familia no tiene por qué perpetuar lo que en vida consintió el autor, aunque eso sí, debe ceñirse al marco normativo, la legislación autoral. Es obligación suya, y por ende de la Fundación, no atribuirle obras que nunca firmó, como Retales (Terracota, 2008).
En su afán por abultar una bibliografía que no requiere de añadiduras, a Los cuadernos de Juan Rulfo (1995) y las Cartas a Clara (2000; 2012), creaciones indubitables de Juan Rulfo, la Fundación agregó en 2008 la compilación Retales, equivalente póstumo a Para cuando yo me ausente. Los investigadores Alberto Vital y Sonia Peña reunieron las diecisiete contribuciones de Rulfo para la revista El Cuento en su sección “Retales” (1964-1966), donde compartía textos breves de diversos autores, principalmente literarios; los organizaron, los cotejaron, los anotaron, los presentaron en forma de libro y, en vez de publicarlo como lo que es, un trabajo de investigación a partir de esta especie de columna, se la endilgaron a Juan Rulfo en calidad de compilador, prologados por Jiménez, que está en todo. Lo cierto es que este es un conjunto singular de textos notables, arbitrario, dispar, sin cuerpo, sin la cohesión que ofrece, por ejemplo, Edmundo Valadés en El libro de la imaginación, o la canónica Antología del cuento fantástico. Eso porque obtuvieron un libro de donde no había tal cosa. ¿Habría pasado el severo filtro de su autocrítica? Como en 1984, el escritor aportó los textos, pero la compilación es obra de los investigadores. Quizá Retales no tiene mayor intención que presentarnos al Rulfo lector, curioso, voraz, refinado y no hay que rasgarse las vestiduras; pero no es necesario dar gato por liebre. Y vuelvo a la relevancia: no importa, a fin de cuento ni la obra ni el personaje requieren el aval de la crítica, de su propia Fundación y menos de las instituciones. Por eso autores como Rulfo son clásicos.

La guerra del padre y el hijo

20/Mayo/2017
El Cultural
Geney Beltrán Félix

Un arriero cuenta la historia. Tranquilino Herrera se presenta como un testigo de los hechos. Conoció a los protagonistas, un padre y su hijo, ambos de nombre Euremio Cedillo, pues fue compadre de uno y padrino del otro.
Tranquilino narra cómo Matilde Arcángel, la madre, murió en un accidente del cual quiso proteger a su hijo. Esto fue tomado por el esposo —ahora viudo— como una razón para detestar al recién nacido ya de por vida: “Se hizo arco [ella], dejándole un hueco al hijo como para no aplastarlo”, alega Euremio.
Así que, contando unas con otras toda la culpa es del muchacho [...] Y yo para qué voy a quererlo. Él de nada me sirve. La otra podía haberme dado más y todos los hijos que yo quisiera; pero éste no me dejó ni siquiera saborearla.
La narración que hace el arriero en “La herencia de Matilde Arcángel”, el penúltimo cuento de El Llano en llamas, no deja sitio al matiz: Euremio Cedillo es un padre que busca la destrucción de su hijo. Se dedicó a la bebida y a dilapidar sus bienes para no heredarlo; lo golpeaba con frecuencia. La existencia del muchacho fue miserable. “Todos los días amanecía aplastado por el padre que lo consideraba un cobarde y un asesino y si no quiso matarlo, al menos procuró que muriera de hambre para olvidarse de su existencia”. La historia sólo termina con la muerte de uno a manos del otro.
El viejo Euremio Cedillo sólo puede querer junto a sí a alguien que le avale un beneficio. No es que amara a su mujer, sino que, por tratarse de una mujer hermosa, él habría deseado tenerla más tiempo para “saborearla”; por añadidura, ella le traería muchos hijos, los que él quisiera. Y los hijos serían, claro, una afirmación de su hombría y una prolongación de su propia persona.
He aquí, pues, la representación de una paternidad de rasgos sociopáticos, que sólo se define por el lazo biológico. Es este el perfil de un Saturno que devora a sus hijos. Hay, pues, una resonancia muy antigua en el hacer y decir de Euremio Cedillo: el eco de una sociedad de rasgos primitivos, tutelada por un macho alfa cuyo bienestar, placer y dominio son la única ley que sustenta la existencia de la familia.
EL SACRIFICIO INSUFICIENTE
Me interesa detenerme en la representación del ejercicio de la paternidad de El Llano en llamas, una de las obras supremas que conoce la nómina universal de la ficción breve. Querría abundar con ánimo exegético en los comportamientos que harían suponer un oficio, asumido o no, de ser padre. De entrada, ha de aclararse que las representaciones de la paternidad en El Llano en llamas no son por entero negativas. También incluyen la ternura, el sacrificio y el afán de protección.
El cuento “No oyes ladrar los perros” invierte los términos presentes en “La herencia de Matilde Arcángel”: el hijo es un criminal que ha llenado de deshonra y angustia a sus progenitores. La historia se sostiene en la difícil, cansada travesía que el padre realiza, con su hijo herido en la espalda, en busca de un médico. Su sacrificio parece no ser recompensado, y la nota final es una de vehemente desesperanza.
Otro caso está en “El hombre”. Uno de los personajes es un individuo que persigue al asesino de su pequeño hijo. Él se había comprometido a protegerlo. Siente remordimiento por no haber estado a la altura de su palabra, además de que el chamaco fue ultimado por equivocación, en lugar suyo. “Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no. Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado en nuestra última hora. Porque era también la mía; era únicamente la mía. Él vino por mí”.
En estos casos, y en algún otro, como en “Es que somos muy pobres”, tenemos a hombres que no reniegan del compromiso emocional con sus descendientes. Pero fracasan: su actuación no consigue alterar los movimientos de un destino trágico. La suya es una paternidad más valiosa por los propósitos que por los resultados.
LOS PADRES ENEMIGOS
A pesar de estos ejemplos, habría que señalarlo: la mayoría de las representaciones de la paternidad en El Llano en llamas tienen un cariz adverso.
La narración de “Paso del Norte” consta de tres diálogos; el primero y el tercero son entre un hombre que, llevado por la pobreza, ha decidido irse de mojado a Estados Unidos, y su padre. En la elección de la técnica narrativa, de un absoluto talante escénico, se hace ver un rasgo orgánico: los personajes son dejados a la deriva de su confrontación, sin una voz externa u omnisciente que les desmenuce el escenario o indague en sus motivaciones más allá de las palabras. El diálogo es ríspido, como ríspido ha sido el vínculo entre los dos personajes; no se asoma un árbitro o un testigo que otorgue con su presencia un respiro o una explicación neutra. El hijo recrimina al padre nunca haberlo proveído de armas para valerse por sí: “Me puso unos calzones y una camisa y me echó a los caminos pa que aprendiera a vivir por mi cuenta y ya casi me echaba de su casa con una mano adelante y otra atrás”.
Juvencio Nava es otra instancia de la paternidad egoísta. “¡Diles que no me maten!”, uno de los cuentos perfectos que ha conocido la humanidad, parte de un momento presente: un anciano ha sido detenido y será fusilado. De ahí, a través de los movimientos de su memoria, se reporta la historia: décadas atrás mató a su compadre, Guadalupe Terreros. Desde entonces —alega—, ha tenido que comprar cara su supervivencia. Ha vivido a salto de mata, temiendo a cada instante ser aprehendido y juzgado. “He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos”. Sin embargo, fiel a los ecos juveniles que involucra su nombre de pila, se apega a la existencia: “Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran”.
Juvencio miente, y de un modo que lo delata. No le han quitado todo; tiene algo más que sólo la vida: una familia. Su hijo Justino, su nuera y sus nietos. Pero, así como tiempo atrás, por un pleito de tierras y aguas, asesinó a su compadre, rompiendo un vínculo sagrado pues involucra dotar de un guardián a la descendencia, ahora no tiene reparo en arriesgar la vida de su hijo y el futuro de su familia con tal de, una vez más, salvarse a sí mismo. Insta a su hijo a pedir clemencia. Éste lo hará no sin temor de revelar su parentesco: —Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
—La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Podría, ciertamente, cuestionarse la reluctancia de Justino a buscar el perdón a la vida de su padre. Sin embargo, Justino también es fiel a su nombre, y por eso su elección es la opuesta a la de Juvencio: por una cuestión de intuitiva justicia, su preocupación es la supervivencia de la familia que depende de él.
LA LEY DEL HIJO
En “¡Diles que no me maten!” conocemos también la otra franja de la historia: la de la muerte de Guadalupe Terreros y el devenir de su familia. El hijo huérfano de Terreros abunda:
Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron, tirado en un arroyo todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
Guadalupe Terreros no tuvo modo de ejercer la paternidad, pues al momento de ser asesinado sus hijos eran muy pequeños. Uno de ellos es ahora un coronel que no habla otro lenguaje que el de la venganza: ha ordenado la detención y asesinato extrajudicial de Juvencio Nava. Podemos suponer que esta búsqueda suya es un rasgo individual, el de quien ansía valerse de la antigua y despiadada ley del talión llevado por el deseo de infligir un daño letal al asesino de su padre. Pero también podría ser la consecuencia de lo que significa crecer sin el horizonte ético que, de acuerdo con Freud, se derivaría de la figura del padre, figura que se identifica con la ley y que exige su necesario respeto para la convivencia en sociedad.
“¡Diles que no me maten!” enlaza, así, las dos manifestaciones que tomarían los vínculos destructivos entre los padres y los hijos: el ejercicio abusivo y egoísta de los primeros, del cual es emblema Juvencio Nava, y la repercusión adversa en la órbita emocional de los segundos, ejemplificada por los ímpetus de venganza del coronel Terreros.
EL PADRE AGACHA LA CABEZA
No es difícil señalar que el vínculo destructivo entre padres e hijos es mucho más que un asunto recurrente en la obra de Rulfo. Tan sólo el protagonista de su única novela es el arquetipo del padre como un sociópata. La agonizante Dolores Preciado pide a su hijo Juan cobrarle caro a Pedro Páramo el olvido en que los tuvo. Las instancias que he glosado de El Llano en llamas hacen ver, a través de un puñado de seres abusivos, un retrato más amplio: el de una sociedad regida por la precariedad, la lucha por la supervivencia, la agresividad y la venganza como sustituto de la justicia.
Se disciernan o no sus vínculos con la figura paterna, la raíz de los personajes rulfianos está vulnerada. “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó”, confiesa el coronel Terreros. Esta condición sería no sólo la de personajes que, como él, han crecido sin un padre. El resto de las creaciones rulfianas también parecieran moverse en una parcela de orfandad que los hace fáciles víctimas de una realidad política y una naturaleza contrarios.
Es decir, no es sólo la figura del padre la amenazante. Hay en los parajes de El Llano en llamas inundaciones y sequías; hay funcionarios rapaces, corruptos y viles; hay traiciones entre hermanos, padres, hijos, compadres. La familia, la naturaleza y las instituciones del Estado forman una trinidad de poderes aciagos para los personajes. Parecería haber un escaso sitio para la solidaridad, el consuelo y el auxilio que viene de confianza en la otredad.
Los campesinos que avanzan por una tierra seca en “Nos han dado la tierra” no hablan de sus padres, pero el representante del Estado, un funcionario a cargo de labores de reparto agrario, es una figura de autoridad que, con la displicencia de un padre insensible, entrega una dádiva inútil, una tierra “deslavada, dura” en que no “es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá”.
Aunque, ¿no se está yendo demasiado lejos al llevar a la esfera social lo que sería una deriva más que nada discernible en el interior de la familia? Esto ocurriría si la familia y la sociedad fueran entidades separadas, sin el menor enlace entre sí. Y no es de este modo. Antes bien, las historias de El Llano en llamas pueden ser leídas como un conjunto de representaciones en torno a los efectos sociales de paternidades abusivas, lo que hace discernir los lazos que llevan y traen la violencia de la infancia y la familia a los espacios abiertos en que se despliegan los vínculos con la otredad.
Todo tiene un eco. Los personajes traen una herida fundacional: son huérfanos, real o simbólicamente. Crecen carentes del cuidado necesario para sobrevivir, y por esto van desprovistos de las armas emocionales de la seguridad y el equilibrio con las que salir al paso de las adversidades. Además, no traen consigo una educación ética que les permita otra respuesta ante la otredad que no sea la de recurrir a la violencia o dejarse vencer por el fatalismo. La supervivencia ante un estado de cosas injusto y una naturaleza agreste va, de antemano, amenazada.
Por esto, se notan entrañables las instancias, así sean fugaces, en que surge la esperanza de una mutación. “El Llano en llamas” es el recuento de las atrocidades cometidas por un grupo de revolucionarios. El narrador es un hombre conocido como El Pichón. Él dedica la casi totalidad de sus palabras para hacer constar, sin la menor nota de compunción, episodios de pillaje, barbarie, estupro y cobardía. En las dos últimas páginas pasa con velocidad por un hecho: fue encarcelado. Al terminar su condena, lo espera una mujer a quien él raptó y violó años atrás. Ella le anuncia: ha traído consigo al hijo de ambos.
—También a él le dicen el Pichón —volvió a decir la mujer, aquella que ahora es mi mujer—. Pero él no es ningún bandido ni ningún asesino. Él es gente buena.
El relato termina con un lacónico apunte del narrador: “Yo agaché la cabeza”, en que habría de quedar condensada la vergüenza y acaso también el arrepentimiento por una conducta que El Pichón no quisiera ver repetida en su hijo. Quizá no sea tan inocente la elección del título del libro: no sólo “El Llano en llamas” da nombre a la recopilación de los cuentos de Rulfo por la sonora hermosura de la aliteración. También podría esconder la insinuación de una esperanza: la educación ética, contraria a la deriva natural de las generaciones, no se dio del padre al hijo pero podría darse en sentido contrario. Como Justino Nava, el hijo de El Pichón se negaría la reiteración de una conducta violenta. Tal vez no sea total el pesimismo de la obra rulfiana: el hijo puede convertirse en el maestro de su padre a la hora de firmar la renuncia a un pasado de brutalidades.

viernes, 19 de mayo de 2017

Poniatowska: la crónica que nos falta

19/Mayo/2017
La Jornada
Javier Aranda Luna

En julio de 1981 tres estudiantes universitarios tocaron a la puerta de Elena Poniatowska. La buscaban para pedirle –gratis– una colaboración para una nueva revista, pero no sólo eso. Le pidieron además, en un exceso de osadía, un cheque para apoyar su proyecto editorial. Después de escuchar al trío y preguntarles algunas cosas les regaló una espléndida sonrisa, un libro a cada uno, les prometió un texto y les extendió un cheque. Ya afuera de su casa, sentados en una de las bancas cercanas a la iglesia de Chimalistac, no dábamos crédito a nuestra buena fortuna. La escritora que admirábamos por La noche de Tlatelolco nos sorprendió aún más por su generosidad, rasgo que cada día ha acentuado con los años.

Elena Poniatowska descubrió a partir de su libro La noche de Tlatelolco, lo que escribió Gustave Flaubert a Louise Colet en una carta de 1852, donde afirma que la pasión no hace los versos o las novelas: cuanto más personal seas más débil serás... cuanto menos se siente una cosa, más apto se es para expresarla como es... pero es necesario tener la facultad de hacérsela sentir. Elena quien se apasiona por causas y personas sabe desprenderse de ellas a la hora de escribir... para que las sintamos.

La noche de Tlatelolco es una de las crónicas más crudas sobre ese año oscuro de nuestra historia y sin duda la más eficaz porque tatuó, en nuestro imaginario colectivo, el sentido profundo de esa fecha ominosa. Su crónica se la ha hecho sentir a miles de lectores desde su primera edición y no ha dejado de hacerlo con los jóvenes de ahora para quienes 1968 suena a una época remota. Cada año que pasa desde su publicación, ese coro de voces con la que está armada su crónica, nos hace sentir lo terrible de esos días de sangre tan similar a los nuestros. No me sorprende que tan fácil haya trascendido las fronteras de los idiomas. Los indignados de París o Nueva York, Berlín o Tienanmen son similares a los de Chile, Madrid o Buenos Aires.

A diferencia de Salvador Novo, quien recibió galardones y diplomas y tuvo el privilegio de que su calle llevara su nombre en el sexenio de Díaz Ordaz, Poniatowska no aceptó el Premio Xavier Villaurrutia por La noche de Tlatelolco. Y a diferencia de varios intelectuales que ante la crisis han buscado en estos años tener doble nacionalidad, por si acaso, Poniatowska se naturalizó mexicana en 1969, unos meses después de la matanza en la plaza de Las Tres Culturas. Poniatowska y Novo, cada quien a su manera, dieron la razón de nueva cuenta a Flaubert: los honores deshonran y los grados degradan.

Dice su hija Paula que cuando era niña el tecleo de la máquina de escribir la tranquilizaba. Sabía que su madre estaba allí y que acudiría con ella cuando se lo pidiera.

Escribir para Elena no ha sido un ejercicio monástico. Escribe, recibe gente todos los días en su casa, asiste a marchas, reuniones y cuando era joven se llevaba a su hijo Mane a Lecumberri, donde entrevistaba a los presos políticos. Hoy sus hijos y sus nietos entran y salen de su casa como tantos periodistas, activistas, escritores, artistas y amigos que recibe siempre con una sonrisa y los invita a sentarse en sus sillones amarillos.

Nunca he sabido cuántos libros tiene, pero seguramente su hijo Felipe pueda darnos una respuesta después de haberlos clasificado.

Muchos años se le regateó el título de escritora a Poniatowska porque sus crónicas sólo eran periodismo, como si la calidad literaria se midiera por géneros. No sé qué pensarán ahora esos críticos después de que le entregaron los premios Cervantes y Rómulo Gallegos y de que el Nobel de Literatura se lo otorgaran a la periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich por sus crónicas de Chernobyl, armadas con la misma técnica que utilizó Poniatowska casi 30 años antes en La noche de Tlatelolco.

Y así como a Poniatowska no le ha preocupado su clasificación dentro del canon literario, tampoco le ha importado alcanzar esa asepsia intelectual que muchos prefieren para mantener sus zonas de confort en este país donde se ha instalado la soberanía del dinero. Es común que muchos escritores en las épocas electorales le recuerden a los periodistas que les preguntan por sus preferencias que el voto es secreto. Pero Poniatowska, como Carlos Monsiváis o Sergio Pitol, siempre ha asumido frente a sus lectores sus preferencias políticas. No sólo eso en el caso de ella. Por momentos se ha convertido en activista incesante.

En las elecciones de 2006 que Felipe Calderón ganó haiga sido como haiga sido, según su refranero individual, el activismo de Poniatowska fue tal que provocó un alud de vocingleros en su contra. En radio, televisión y en muchas columnas de los principales diarios golpear a Elena fue casi un deporte. Y fue tal la campaña de odio contra ella que se envalentonaron esos grupos neofascistas que emergen cuando sienten que el ambiente es propicio. La amenazaron de muerte, la insultaron en la calle, arremetieron contra su automóvil. Fueron días terribles que padecieron y enfrentaron ella y sus hijos.

Ningún escritor, con excepción de Octavio Paz, había sido atacado con tal virulencia como Poniatowska.

Recuerdo que esos días le comenté a Monsiváis, mientras caminábamos un sábado por la Plaza del Ángel, que temía que su activismo afectara de manera decisiva su trabajo literario. No me refería a la intención política de sus crónicas y ensayos sino a la pérdida de lectores.

Ha sido tal la actividad política de Elena que creo que ahora sí le va a costar.

No Javier, escucha lo que te voy a decir: Elena saldrá fortalecida. Lo verás.

Y vaya que salió fortalecida: en 2007 recibió el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Biblioteca Breve por su biografía novelada de Leonora Carrington en 2011 y el Premio Cervantes en 2013.

De las muchas crónicas y novelas que Elena Poniatowska ha escrito sobre ferrocarrileros, soldaderas, activistas, presos políticos, artistas, nos debe una en la que ya lleva trabajando varios años: la crónica de los Poniatowska, el cuento de su vida.

Ahora que cumple 85 años a algunos de sus lectores no les basta saber que es descendiente de Catalina la Grande –la más culta jefa de Estado de la historia–, ni que estudió en El Sagrado Corazón de Filadelfia; tampoco que se inició en el periodismo en 1954, ni que algunos de sus libros han sido ilustrados por Leonora Carrington, Alberto Beltrán o Diego Rivera; tampoco que recibió el premio Mazatlán dos veces o que los temas constantes de sus obras han sido la ciudad de México, las mujeres, la vida menuda que transcurre en la calle, las luchas sociales, las vidas de artistas como Leonora Carrington o Tina Modotti. No son suficientes los trazos autobiográficos que nos ofrece en La flor de lis, Paseo de la Reforma o Lilus Kikus. Sus muchos lectores que creen conocerla siempre se encuentran con una nueva sorpresa en las líneas de sus textos.

No imagino con qué nos sorprenderá cuando leamos al fin esa gran crónica de sus orígenes y sus días porque su prosa magnética siempre está llena de sortilegios.

Gracias Elena por tanto y durante tanto.



domingo, 14 de mayo de 2017

Centenario de Juan Rulfo. Las mujeres en el universo rulfiano

14/Mayo/2017
La Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

I

En El Llano en llamas y en Pedro Páramo de Juan Rulfo las mujeres tienen un lugar marginal en la vida diaria. Apenas cuentan. Ninguna ocupa un puesto de poder político ni tiene un papel socialmente activo. La única que resalta de una manera descollante es Susana San Juan, pero sobresale por Pedro Páramo, o si se quiere, por el gran amor desesperanzado de Pedro Páramo. Sin embargo, cuando vuelve al pueblo y a la Media Luna, ya vive mentalmente en el limbo, o peor, como ella cree, en el infierno 1.
El 18 de septiembre de 1953 aparece El Llano en llamas; apenas en México, dos meses después, se aprobaría el voto femenino. La igualdad era aún una quimera: prevalecía en casi todas las esferas y órdenes la hegemonía masculina: en la vida política, económica, financiera, empresarial, industrial, deportiva. En las regiones rurales y los pueblos de México, en las décadas en que pasa la narrativa rulfiana (digamos del porfiriato a los años cuarenta), la autoridad violenta del hombre era norma y no excepción2.
En los cuentos de Rulfo las mujeres pueden ser iniciadoras lúdicas en el sexo (Felipa en “Macario”); o viven en relaciones incestuosas (Margarita “En la madrugada” o la Berenjena en “Acuérdate”); o en adulterio (Natalia en “Talpa”), o son muchachas secuestradas por el bandidaje disfrazado de Revolución (la mujer del Pichón en “El Llano en llamas”); o esposas, que pese a las exaltaciones de sus bondades y belleza, no alcanzan a tomar forma en el cuento (la mujer del perseguidor en “El hombre” y Matilde Arcángel en el cuento en que el arriero habla de su desdichada herencia); o nos encontramos con un grupo de viejas algo pícaras y más gazmoñas, que pasaron por las armas sexuales del niño Anacleto Morones, y que buscan al yerno para que testimonie los milagros del protosanto más indecente.
Como en Calvino o Cortázar, hay en Rulfo cuentos contados desde el punto de vista del niño (“Macario” y “Es que somos muy pobres”). Macario, en su monólogo de niño falto de entendederas, relata cómo Felipa le da a beber de sus senos, que a él le saben –los saborea– como la flor del obelisco.
Uno de los mayores tabúes de la civilización occidental es el incesto. En una de las grandes novelas del siglo xxCien años de soledad, inclusive, están condenados, en caso de tener progenie –como alguna vez ocurrió con los Buendía y los Iguarán y al final de la novela volverá a suceder– a que los hijos nazcan con cola de puerco. García Márquez asimismo admiró los dramas de Sófocles; baste recordar que es suyo el guión cinematógrafico de Edipo alcalde (1996), dirigida por el colombiano Jorge Alí Triana, una muy buena recreación moderna del Edipo Rey griego con la relación de madre e hijo, ignorada por ambos, relación que tendría en la Colombia de los años noventa –en el pandemónium de la lucha de la guerrilla, el ejército, los paramilitares, la policía y el narcotráfico (uno peor que otro)–, consecuencias nefastas. En el cuento “En la madrugada”3, Don Justo Brambila mantiene una relación sexual con su sobrina Margarita, ante la indignación feroz de la madre de ésta, quien es hermana también de aquél, la cual vive en la casa. La madre no deja de increparla y aun en un momento la apostrofa de prostituta. Don Justo quisiera legalizar la relación: “Si el señor cura autorizara esto, yo me casaría con ella, pero estoy seguro de que armará un escándalo si se lo pido. Dirá que es un incesto y nos excomulgará a los dos. Más vale dejar las cosas en secreto.” Don Justo, el rico del pueblo, dueño aun de la luz en San Gabriel, no sabía que le quedaban minutos de vida.
En “Talpa” está lo prohibido legalmente (el adulterio), ¿pero en las relaciones sexuales de Natalia con el cuñado hay propiamente incesto? Unos psicoanalistas dirían no, y otros, que en la escala del incesto es el grado más bajo. En el cuento hay un triángulo entre Tanilo, su esposa Natalia y su hermano4, pero Tanilo no sospecha la relación entre ellos. Contrastan en el cuento el gran mapa de llagas y pústulas que se va volviendo el cuerpo de Tanilo y los pasajes apasionadamente ardientes entre Natalia y el cuñado, quizá los más intensamente eróticos en la obra rulfiana. Tanilo cree que sólo la Virgen de Talpa puede curarlo; Natalia y el hermano no sólo le toman la palabra, sino de hecho lo constriñen a hacer la larga peregrinación de Zenzontla a Talpa. Cuando por la muerte de Tanilo lo prohibido deja de serlo, la llama ardiente que unía los cuerpos de Natalia y el cuñado se extingue y a Natalia la desesperan los remordimientos.
Menos culposo que chusco es el incesto en “Acuérdate”. Desde niño Urbano Gómez tenía agarrones con su prima la Arremangada. Son descubiertos. Urbano es expulsado de la escuela “antes del quinto año” por andar “jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos de la escuela, metidos en un aljibe seco”. El incesto lo hay del todo en “Anacleto Morones”, pero acaba por tener un perfil cómico. Cuando van a ver las beatas taimadas a Lucas Lucatero y le dicen que Anacleto incluso le dio a su hija por mujer, Lucas responde: “Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando menos.” “Pero olía a santidad.” “Olía pura pestilencia […] Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto Morones.” Alguna le arguye que era un “fruto del Santo Niño”; Lucas contesta: “¡Monsergas! Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el nieto de Anacleto Morones.”
En Pedro Páramo, Juan Preciado, poco después de quedarse con Eduviges Dyada, pasa a dormir en un cuarto donde conviven Donis y su hermana. Sin que lo supiera al principio, ella intuía que la relación estaba mal. El cura, al ir ella a contárselo, espantado, sólo contesta: “Sepárense.” Por eso ella casi no sale al pueblo. Cree que por el pecado las manchas se le ven en la cara y por dentro siente que está “hecha un mar de lodo”. Una vez Donis se despide y dice –falsamente– que no volverá. Esa noche Juan Preciado y la hermana de Donis duermen juntos. Horrorizado, se da cuenta que el cuerpo de la mujer se le desmorona en la manos. Sale a la calle y va hacia la plaza aciaga.
También en la novela, cuando Fulgor Sedano avisa a Pedro Páramo que “anda por ahí” Bartolomé San Juan, Pedro pregunta si vienen los dos, Fulgor responde que sí, él y su mujer. Pedro pregunta si no será su hija, y el administrador responde: “Pues por el modo como la trata más parece su mujer.” Sin embargo, por lo que se cuenta después, el “parece” no tiene mayores visos reales o al menos queda muy ambiguo: en su locura Susana lo trata con excesiva familiaridad y él le pide de continuo respeto diciéndole que es su padre.
“De éstas que llaman del partido”, como escribió con gracia Cervantes en el Quijote. Desde alguno de sus primeros cuentos (“La mujer que llegaba a las seis”), en la obra de García Márquez las prostitutas son parte de la vida diaria de los pueblos caribeños que le sirven de fondo, y su función es tan necesaria como la del carpintero, el gallero o el doctor, e incluso a veces llegan a convivir en la casa, aun si mentidamente, como Meme, con el odiado médico de La hojarasca. En Memoria de mis putas tristes, el nonagenario Sabio termina enamorado de Delgadina, la adolescente del burdel de Rosa Cabarcas. En las narraciones de José Revueltas la prostituta puede llegar a ser de modo natural la amante. “Puta” es en alguna ocasión la palabra sagrada para designar a una muchacha decente de dieciséis años que sonríe con complicidad a la tía al saberse descubierta. O aun, en casos extremos, como en su admirable cuento “Hegel y yo”, uno de los protagonistas puede estar tan lleno de culpa por la puta que amó y asesinó, que lo afligen una y otra vez la pena y el remordimiento. En los cuentos de Rulfo las mujeres pueden llegar a la prostitución por pobreza o por el mero gusto del ejercicio, o por ambos motivos, como las hermanas de Tacha (“Es que somos muy pobres”) o la Berenjena en “Acuérdate”. Quien va en vías de serlo, deduce su hermano ante la catástrofe de haber perdido la vaca en la inundación, es la propia Tacha. Pero en general las prostitutas apenas cuentan en la narrativa de Rulfo: asoman fugazmente en los cuentos y en la novela nunca se ve una en las calles o casas de Comala.
Como ejemplo paradigmático del cacique, Pedro Páramotiene una visión patrimonialista: tierra y pueblo le pertenecen, y por ende, en ello, los cuerpos de las mujeres6. A su hija Susana, cuando vuelven al pueblo, Bartolomé San Juan le advierte que Pedro Páramo “es casado y ha tenido infinidad de mujeres”. Desde luego lo de casado es relativo: Dolores Preciado, la única esposa legítima, hacía buen número de años no vivía en la hacienda; lo de “infinidad de mujeres” es el número sin número que ha creado la leyenda en el pueblo y la Media Luna. Sin embargo, en esto no hay lamento ni queja de ninguna: todas parecen sentirse muy a gusto con él, aun las sirvientas. ¿No dice hacia el final Damiana Cisneros, quien por derecho propio era una suerte de mayordoma de la hacienda y la caporala de las sirvientas de Comala y de la Media Luna, que al patrón le salió lo “gatero”?
De los hijos que tuvo, al único que reconoció y aun quiso, el único que llevó su apellido, fue Miguel Páramo, quien se acaba matando en el caballo en el camino de Contla cuando va a visitar a la novia7. Nunca sabemos quién fue la madre, salvo que murió al nacer el niño. Del arriero Abundio, quien confiesa al principio a Juan Preciado que también es hijo de Pedro Páramo, ignoramos asimismo quién fue su madre, pero en los pasajes finales, cuando muere su mujer, se emborracha y mata a cuchilladas a Pedro Páramo, sabemos que su apellido es Martínez, seguramente el materno.

II

Dos mujeres resaltan triste y altamente en la novela y Rulfo tuvo la virtud al crearlas que pasaran inolvidablemente al imaginario literario del lector: Dolores Preciado y Susana San Juan. Ambas se crean como personajes, gracias, ante todo, a evocaciones plenas de una nostalgia sin fondo. Las de Dolores son dichas por ella misma, pero quien las oye en la memoria es su hijo Juan Preciado mientras se encamina de Sayula a Comala y las oye aún en Comala; aquellas evocaciones donde se exalta la figura de Susana son pensadas o dichas por Pedro Páramo como para sí mismo. Las evocaciones de Dolores Preciado y Pedro Páramo son momentos de gran belleza en una novela llena de bellezas.

Lo que se oyó por varias generaciones en las letras de la canción mexicana, en especial boleros y rancheras, fue al hombre abandonado y destrozado por la mujer; todo mundo sabe que históricamente ha sido lo opuesto. El mejor ejemplo aquí es Dolores Preciado. Pedro Páramo se casa con la joven para apropiarse de los terrenos del rancho de En Medio, le hace el hijo que nunca llevará el apellido paterno, la trata como cosa inservible, y finalmente, a la primera insinuación que suena a queja, la echa de la Media Luna y la envía a Colima a casa de su hermana Gertrudis, donde vivirá de “arrimada”, recordando –mitificando– las bellezas del pueblo y del paisaje del terruño, y rezumando rencor contra Pedro Páramo. Como personaje Dolores acaba dejando en el lector una honda dulzura triste. “El abandono en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”, le dice al hijo en su lecho de muerte, sin imaginar que mandaba al hijo a la muerte.
Lo único puro en medio de tanta maldad en Pedro Páramo es Susana San Juan, o más bien, la Susana de la infancia y la puericia. Carlos Fuentes observa que la función de Susana “es la de ser soñada por un niño y la de abrir, en ese niño que va a ser el tirano Pedro Páramo, una ventana anímica que acabará por destruirlo. Si al final de la novela Pedro Páramo se desmorona como si fuera un montón de piedras, es porque la fisura de su alma fue abierta por el sueño infantil de Susana” (La gran novela latinoamericana, “La revolución mexicana”). En sus evocaciones Pedro Páramo recuerda cuando en los años distantes lanzaban papalotes al aire y Susana tenía los labios humedecidos como si los hubiera mojado el rocío. Se bañaban desnudos en el río. Recuerda el día que Susana dejó el pueblo, y al despedirse dijo que odiaba al pueblo, menos a él8. El muchacho que era Pedro creyó que no regresaría nunca. Pero el levantamiento revolucionario trajo a su padre y a Susana “a buscar seguridad en un lugar habitado”. Al enterarse, Pedro llora de alegría. Regresa la que es para él “la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra”. Allana pronto el único obstáculo: ordena a Fulgor desaparecer a Bartolomé San Juan.
Pero la mujer que vuelve es muy otra de aquella con quien compartió el gran jardín de la infancia: la que regresa es una mujer abierta a los vientos en la intemperie de la locura. Susana la pasa en su cuarto dormida o simulando que duerme, sola o acompañada por Justina. Pedro Páramo sufre sin reposo. “Desde que la había traído aquí no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino de estas noches doloridas, de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo duraría aquello.”
Susana San Juan sueña y recuerda lascivamente en su desvarío a un hombre, lo “sueña sin sosiego”, pero no es Pedro Páramo, sino Florencio, su marido de quien enviudó, alto, de voz dura, seca. Se recuerda desnuda con él en las playas y el mar. Susana no ama a Pedro Páramo. Ni siquiera comparte con él la infancia iluminada. Pero a Pedro Páramo en último caso no le importa que hayan pasado treinta años desde que se fue, que se haya casado y enviudado, que aún pase tres años en el desvarío mental, y lo peor, que no lo ame; le basta que esté cerca de él.
Al final, con las mujeres con quienes Pedro Páramo se acuesta cree encontrar en sus cuerpos el cuerpo de Susana. Lentamente, en el infierno sin círculos de la locura, Susana va extinguiéndose. “La señora está perdida para todos”, dice Justina. El padre Rentería confiesa por último a Susana San Juan, y en vez de preguntar si estaba arrepentida –venganza indirecta contra Pedro Páramo– le llena los oídos de imágenes aterradoras; Susana ni siquiera es consciente de eso; le contesta con frases eróticas como si le hablara a Florencio en los momentos de hacer el amor.
Al morir Susana empieza el repique de campanas9. Se oye durante días. En vez de duelo la gente festeja, llega gente de pueblos próximos, llega el circo, llegan músicos, y en Comala, en una fiesta de todas las horas, irrumpe la feria, mientras en la Media Luna se alargan los días tristes. Agraviado, Pedro Páramo toma venganza. Sin el gran patrón que lo hacía vivir, el pueblo se fue llenando de adioses.
Desde el primer momento y hasta el final, Dolores Preciado, para Pedro Páramo, fue una cosa: primero útil, luego inservible; Susana San Juan fue el primero y último ángel y el más alto amor.

III

Para terminar quisiera proponer un juego especulativo a la manera de Borges o Piglia. En sus memorias (Vivir para contarla), Gabriel García Márquez se preciaba de su extraordinaria memoria. En ese gran espectro memorioso, según escribió en el artículo “Los encuentros con Juan Rulfo” de 2003 en El Universal, sabía no sólo párrafos de Pedro Páramo: “La verdad iba más lejos: podía recitar el libro completo al derecho y al revés, sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.” Sin duda es algo que hubiera fascinado a Ray Bradbury. En uno de los personajes que actuaba en su vida, García Márquez se volvió un libro que hablaba. Es decir, pudo haber sido uno de los personajes literarios de esa minoría secreta que aparece en Fahrenheit 451, la prodigiosa novela de Bradbury, donde al final cada uno y cada una es un libro que repiten de memoria para enseñárselos a otros más jóvenes, que los grabarán a su vez en su memoria, para evitar que las obras maestras acaben incendiadas por los bomberos a causa de que el Estado juzga dañino pensar, imaginar, sentir, escribir y leer, y pasen oralmente de generación en generación, hasta que llegue un momento en que los libros no sean objetos prohibidos. Quisiera imaginar que García Márquez se volvió un personaje del Fahrenheit 451 y es parte de esa valiosa minoría secreta para que las generaciones venideras oigan hasta el fin de los tiempos un libro inolvidable llamado Pedro Páramo.

Notas
1. Hay una mujer, Bernarda Cutiño la Caponera, cantadora de palenques, que está en el libro-argumento de Rulfo para el filme El gallo de oro. Es una mujer de fuerte temperamento, andariega, libre, pero a quien acaba absorbiendo y dominando la figura del hombre: primero un tahúr, Lorenzo Benavides, y luego el gallero, Dionisio Pinzón. Debe tomarse en cuenta que es un argumento que sirvió para guión cinematográfico, pero sin pretensiones literarias. Cuando conocí a Rulfo en 1980 en la cafetería de la librería Gandhi, con pena le dije que había escrito contra ese libro. Hizo un gesto de no darle importancia, y repuso algo como: “No tiene mayor interés.” Ahora, al releer el libro-argumento, sigo pensando como en 1980.
2. De los Bajos de Jalisco, la región rulfiana, aparecen en su narrativa pueblos y ciudades pequeñas –lo eran entonces– como Zapotlán, Contla, Ayutla, San Gabriel, Zenzontla, Talpa, Tolimán, Alima, Tuxcacuesco, Apulco, Armería, San Pedro, San Buenaventura, Autlán…
3. En El Llano en llamas hay al menos nueve cuentos que son piezas maestras: “Nos han dado la tierra”, “La cuesta de las comadres”, “Es que somos muy pobres”, “Talpa”, “En la ma-drugada”, ¡Diles que no me maten!”, “Luvina”, “La noche que lo dejaron solo” y “No oyes ladrar los perros”. ¿De qué otro libro de cuentos de lengua española puede decirse lo mismo? Es curioso y aun para tomarse muy en cuenta: García Márquez, en un artículo muy citado, publicado y vuelto a publicar, desde que apareció en la revista Proceso en 1980, “Los encuentros con Juan Rulfo” (cito la versión abreviada que apareció en El Universal, 19/IX/2003), ubica “La herencia de Matilde Arcángel” como una obra magistral; nosotros no sentimos la sostenida tensión y el manejo del drama que hay en los cuentos arriba citados.
4. En la película de 1955, dirigida por el superprolífico director Alfredo B. Crevenna, Natalia se llama Juana y el hermano de Tanilo tiene nombre: Esteban. El personaje femenino en el filme es Lilia Prado. No se pudo elegir, en el incendio erótico, a alguien mejor que se correspondiera con la imagen que da Natalia en el cuento. Pero quizá por la moral de la época el incendio fue mínimo. El problema del filme no fue su índole comercial o que no fuera fiel al texto, sino que es simplemente lento, aburrido, malo, y con un final decepcionante. En una entrevista de 1959, Juan Rulfo le dice a José Emilio Pacheco que el cine no le interesa. “Hace tres años el cine asesinó mi cuento [“Talpa”], lo despedazó en una película abominable” (“Imagen de Juan Rulfo”, México en la CulturaNovedades, 20/VII/1959). Sin embargo, en la década de los sesenta Rulfo estaría de varias maneras cerca del cine.
5. En borradores de la novela (Los cuadernos de Juan Rulfo, 1994), Pedro Páramo puede aparecer como Maurilio Gutiérrez, Susana San Juan como Susana Foster, el padre Rentería como el padre Sebastián Villalpando, Tuxcacuesco y no Comala es el pueblo… En la versión mecanografiada de 1954 Abundio Martínez es Bonifacio Páramo y el padre Rentería se llama Aniceto. No suenan. Como refiere García Márquez en su artículo sobre Rulfo: “Por subjetivo que se crea, todo nombre se parece de algún modo a quien lo lleva, eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real.” Por fortuna Rulfo, al corregir, con intuición sonora, halló el correspondiente imperecedero entre nombres y personas.
6. En la página 56 de Los cuadernos de Juan Rulfo, leemos en los borradores algo que no aparecería en la novela: “Maurilio Gutiérrez [Pedro Páramo], arrodillado frente al altar, adelante del pueblo, como un garañón, guiando la manada de yeguas, con las mujeres de Comala detrás de él, todas sus mujeres y los hombres a un lado, un tanto por ciento hijos suyos aunque negados, casi desconocidos.” No es la mejor prosa de Rulfo, pero ilustra cómo el cacique era visto y cómo se veía a sí mismo: el garañón, el macho por excelencia, el dueño del cuerpo de las mujeres.
7. En uno de los borradores de Los cuadernos de Juan Rulfo sabemos que la muchacha se llamaba Esperanza y era la novia formal. Miguel Páramo se mata yendo a Contla; en la versión final del libro veladamente lo parece también. Apenas muerto, llega a casa de Eduviges Dyada y, desde el caballo, así le contesta Miguel a Eduviges la pregunta sobre si la muchacha le daba calabazas: “No. Ella me sigue queriendo. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, pero no encontré nada.”
8. En Los cuadernos de Juan Rulfo (III, 85-87), en páginas que no se incorporaron al libro, se detallan momentos del lejano pasado de Pedro Páramo y Susana San Juan que son muy interesantes. Ambos, “desde los tiempos primeros”, iban juntos a la escuela de Mónica Aldrete, a la que lle-gaban tomados de la mano, y más tarde, ya de trece años, asistían los sábados a la doctrina. Pedro sólo quería que fuera el día siguiente para volver a verla. En estas páginas Bartolomé San Juan ya está muerto. Cuando muere también su madrastra, Susana se va del pueblo, pero no se sabe con quién ni cómo. Pedro Páramo “vivía soñando, vivía recordándola”. La madre de Pedro, cuando supo que la niña se fue, le preguntaba a Pedro por ella, por la niña divertida, que iba a la casa de los Páramo. La madre de Pedro la recordaba como una gran contadora de historias y una niña hermosísima.
9. Respecto a la edad de Susana San Juan y Pedro Páramo hagamos un ejercicio aritmético que una la página del borrador Los cuadernos de Juan Rulfo con datos que hallamos en Pedro Páramo. En el borrador Rulfo escribe que Susana San Juan y Pedro Páramo tenían trece años cuando iban a la doctrina. Si deducimos que a esa edad Susana pudo irse de Comala y regresó, como se dice en la versión final, sólo treinta años después, tendría a su vuelta cuarenta y tres años. Si Susana pasa tres años en el cuarto de la hacienda de la Media Luna, habría muerto de cuarenta y seis y el mismo Pedro Páramo tendría en ese momento cuarenta y seis