domingo, 16 de abril de 2017

Aprendiz de limosnero

16/Abril/2017
Confabulario
Huberto Batis

En el periódico unomásuno trabajé por más de dos décadas. Ahí llegué con José de la Colina por invitación de Carlos Payán Velver para trabajar con Fernando Benítez en el suplemento sábado. Colina no quiso quedarse con Benítez, y se fue a invitación de Octavio Paz a fundar con Eduardo Lizalde el suplemento de EL UNIVERSAL. Finalmente terminó en El Semanario Cultural del Novedades, donde estaría veinte años.
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Recuerdo que un día Benítez me dijo: “Te tengo una muy buena noticia. Convencí a José Emilio Pacheco para que se viniera a trabajar con nosotros. Así que vamos a su casa por él”. Yo comía en casa de Fernando todos los viernes. De ahí nos íbamos al periódico para planear el próximo número del suplemento. Nuestra dinámica seguía igual a cuando lo conocí en la redacción de la revista Siempre!, al lado de Vicente Rojo, quien nos fue recomendando diseñadores que eran sus alumnos. Cuando llegamos a casa de José Emilio, nos dijo que no se había convencido de trabajar en el suplemento, pero que Cristina estaba dispuesta a irse con nosotros. Fernando dijo: “Éste ya nos chingó”. Simplemente no iba a ir. Cristina resultó un poco pesada conmigo. Un día me dijo que me faltaba amor de una mujer. No sé por qué diría eso.
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Por aquellas fechas yo tenía alojado en mi casa a Guillermo Sheridan, que estaba en la “quinta chilla”. En esa época él estudiaba en la Universidad Iberoamericana, donde había conocido a su primera esposa, María Elena Sofía Cárdenas, también conocida como Magolo. Ellos vivieron en mi casa un tiempo, mientras se establecieron por su cuenta en un cuartito al fondo de un estacionamiento en Coyoacán.
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Guillermo Sheridan iba al suplemento a entregar sus colaboraciones de teatro. Cristina no lo tragaba muy bien. Decía que él hacía fintas de apuñalarla por la espalda. Le pregunté cómo sabía y respondió que lo veía reflejado en los lentes de Benítez.
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Mi relación con José Emilio fue distinta. Él fue de las primeras personas que conocí cuando llegué a la Ciudad de México cuando él trabajaba en la Revista de la Universidad, al lado de Juan García Ponce, Carlos Valdés y José de la Colina. Pero no hacía ronda con nosotros. Él era amigo de Carlos Monsiváis. Eran inseparables. José Emilio fue un hombre de gran talento, un gran escritor, con una memoria increíble. Él y Cristina eran gente bien portada, a diferencia de García Ponce, Colina y yo, que éramos unos “indecentes”. La muerte prematura de García Ponce, Monsiváis y Pacheco han dejado un hueco muy grande.
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Siempre me sorprendió la capacidad de trabajo de Pacheco. Ya platiqué en una entrega anterior que una vez lo encerramos junto con Cristina, que era secretaria de Difusión Cultural, en una oficina del décimo piso de la Rectoría. Lo hicimos para ver qué pasaba. Se quedaron ahí horas y se terminaron casando.
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José Emilio siempre estaba rodeado de libros en su casa de la colonia Condesa, detrás del cine Lido, muy cerca de donde vivía Alfonso Reyes. Entre todas esas montañas sabía dónde estaba cada título, tenía un orden interno. Sabía de dónde sacar cualquier cosa. En una ocasión le dije que quería hacerme de un libro, él me lo envió de regalo.
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El capitán Becerra Acosta
Cuando tronó el unomásuno por el golpe de estado que le dieron a Manuel Becerra Acosta los que se llamaban a sí mismos “disidentes”, le pregunté a Benítez cuál sería nuestra postura porque yo no tenía amistad ni contacto cercano con Becerra Acosta, aunque su oficina estaba a pocos metros de la nuestra. Él me respondió que no teníamos nada que ver con ese pleito y que había que quedarse en el unomásuno. La división del periódico estaba organizada por Miguel Ángel Granados Chapa, Carlos Payán Velver el subdirector y por Carmen Lira. En lo más agitado de ese conflicto interno oí a Payán decirle una noche a Becerra Acosta: “Hermano, no quiero irme, pero me veo obligado”.
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Por esas fechas los tres comíamos con cierta frecuencia con el rector Jorge Carpizo. En una ocasión empezaron a comentar qué habían hecho en semana santa. Cada uno dijo: “Yo estuve en Inglaterra”. Otro: “Yo estuve en Roma”; uno más en la “Cochinchina”. Cuando me preguntaron qué había hecho yo, dije que me quedé trabajando en la casa. Cuando salimos de ahí, uno de los ayudantes de Carpizo se me acercó mientras orinaba en el baño y me dijo: “Manito, ya chingaste. Te vas a ir a Europa un año”. Me explicó que a su jefe le había conmovido mucho que todos hablaran de sus viajes y que yo no había ido a ninguna parte. Le encargó decirme que lo fuera a ver a la Rectoría. Prometía mandarme un año a Europa. De regreso al periódico, le conté todo a Manuel Becerra a bordo de su vagoneta. Me dijo: “No te conocía esas dotes de limosnero”. Me amenazó que si aceptaba el viaje a Europa, me olvidara del unomásuno y de él. Por supuesto, nunca fui a ver a Carpizo.
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Pero Benítez se quedó con nosotros sólo por un tiempo. Discutía incansablemente con Becerra. En otra de esas comidas con el rector se pelearon horrendamente, tanto que Carpizo me preguntó: “¿Qué hacemos, Huberto?”, y nos fuimos a dar la vuelta a la manzana. Luego Benítez empezó a decir que en el unomásuno se habían quedado puros periodistas “maletas”, que los más inteligentes se habían ido con los “disidentes”. Terminó por irse a La Jornada a invitación de Becerra Acosta: “Si tanto los extrañas, Fernando, ¿por qué no te vas con ellos?”

sábado, 15 de abril de 2017

Aquí en la vida todo es diferente

15/Abril/2017
El Cultural
Geney Beltrán Félix

Elogiado por su prosa de orfebre y su prodigiosa imaginación, Juan José Arreola (1918-2001) ocupa ya un alto sitio en el ramo de los autores irrebatiblemente clásicos del siglo XX literario de México, gracias a títulos como Confabulario (1952), La feria (1963) y Bestiario (1972). Creador de una obra breve y compacta que no por ello se negó a ser plural en sus intereses temáticos y registros de estilo, Arreola ha alcanzado la austera posteridad de un referente más citado y leído que estudiado. Su nombradía se ha sostenido en el plano de las reediciones y la fidelidad de los lectores de a pie antes que en el aún insuficiente interés de los críticos y estudiosos, debido quizás a la forja de una visión que lo delimita y congela: el prosista sublime que es también, y casi nada más, el fantasioso ocurrente.

“TODA BELLEZA  ES FORMAL”

Es Arreola, cómo negarlo, un maestro de la palabra. “Obra de artífice, la prosa breve de Arreola está troquelada hasta resultar definitiva. Arreola estiliza como un clásico, con sintaxis clara y rigurosa, casi lapidaria”, escribió el poeta y crítico argentino Saúl Yurkievich. Una de las “cláusulas” en Bestiario se destila en cuatro palabras: “Toda belleza es formal”. Ciertamente, las prosas de la primera sección del mismo Bestiario —por elegir una instancia a la mano— son un deslumbrante ejercicio de elevada dicción poética; pero no sólo eso. Acudiendo a la tradición de los bestiarios medievales, Arreola entrega descripciones del reino animal con las que se figura un surtidero de inclinaciones y ansias humanas. “Insectiada”, por ejemplo, encubre el aterrado vislumbre del varón ante la bullente sexualidad femenina:
Pertenecemos a una triste especie de insectos, dominada por el apogeo de hembras vigorosas, sanguinarias y terriblemente escasas. Por cada una de ellas hay veinte machos débiles y dolientes.
El breve texto hace ver uno de los más furibundos miedos que gravitan en el inconsciente masculino: la posibilidad del coito como una estación peligrosa pero inevitable, pues la compulsión del sexo traería consigo la muerte violenta a manos de la pareja:
El espectáculo se inicia cuando la hembra percibe un número suficiente de candidatos. Uno a uno saltamos sobre ella. Con rápido movimiento esquiva el ataque y despedaza al galán. Cuando está ocupada en devorarlo, se arroja un nuevo aspirante.
La deriva formal de la escritura de Arreola no impide, pues, que el filón de la belleza sea discernido como algo más que un atributo técnico. Arreola no era sólo un poeta de la prosa sino también un histrión, un monstruo de la escena. Y, así como el actor no interpreta un papel sino muchos y a veces contrapuestos a lo largo de su trayectoria, no hay con el Arreola autor una realización única en el terreno del estilo. Su prosa se apega, mediante la ironía y la parodia, al renglón de distintos modelos: la noticia periodística, el anuncio publicitario, la carta, el diario personal, la nota necrológica, la dicción religiosa, el documento científico o histórico... y es Arreola también el dueño de un oído acogedor a la oralidad campesina. El prosista es proteico: escapista, muta de forma y se niega a asentarse en una sola voz que lo perfile. A esa diversidad se refiere Felipe Vázquez en su libro Juan José Arreola. La tragedia de lo imposible cuando llama la atención sobre
... la amplitud de sus registros escriturales, la riqueza de su repertorio formal, su destreza para intertextualizar —para troquelar un texto que amalgama huellas provenientes de diversas literaturas occidentales, de la historia, la religión y la ciencia—, su virtuosismo para hibridar materias y materiales en una forma inédita que incluye una resonancia interior de baja intensidad.

LOS LENGUAJES DE LA NUEVA CIUDAD

En lo que sigue me detendré en una arista de las muchas que se podrían elegir cuando se cruza el territorio literario de Arreola: los vínculos del lenguaje con el poder. El enfoque tiene como propósito leer la operación intertextual de Arreola en tanto un ejercicio de espesor político que no se agota en sus privilegios formales. Esto se debe a que la pluralidad de simulaciones discursivas que hallamos en los escritos de Arreola lo hace un autor dotado de una puntual conciencia lingüística que le habría permitido entrever la imbricación de los usos sociales del lenguaje con el devenir político de las comunidades. En el marco de la historia cultural, Arreola sería, junto con ejemplos tan dispares como Antônio de Alcântara Machado, Oswald de Andrade y Roberto Arlt, uno de los primeros narradores latinoamericanos conscientes de la nueva realidad urbana que define la vida de los seres humanos en la época de la cultura de masas, constricción que se afianza mediante formas rígidas del lenguaje.
De cuna campesina, el temperamento de Arreola se vio favorecido por una formación humanista de sello universal (lo que se traduce a fin de cuentas como “eurocentrista”). Esta educación en las más prestigiadas alturas del espíritu literario de Occidente no le impidió verse poroso a los estímulos de la ciudad industrializada, en la que brotan con estrépito los influjos del cine, la radio y el periodismo escrito. El maestro de la palabra habría sabido identificar la vigorosa naturaleza lingüística de los nuevos escenarios culturales que resultaron del avance tecnológico y la expansión capitalista en el México emergido de la lucha revolucionaria. Esto lo lleva a mimetizar en algunas de sus páginas, por ejemplo, las manifestaciones de la prensa y la publicidad; Arreola subraya así la capacidad que tienen estas dos fuerzas en tanto creadoras de visiones del mundo y de realidades. El anuncio comercial de una compañía, que en su origen se amolda a los prejuicios de la sociedad, también los robustece pues tiene repercusiones en el estrato íntimo de los habitantes.
Un expresivo ejemplo lo hallamos en el famoso “Anuncio”, de Confabulario. Una compañía abunda en las bondades de su marca de muñecas de tamaño humano que cumplen con todas las funciones de la amante y la esposa, sin traer consigo ninguno de sus gastos, desventajas e incomodidades. En este ejemplo, destaca la sátira de la complaciente actitud que asume el capitalismo ante las misóginas expectativas de los varones:
Donde quiera que la presencia de la mujer es difícil, onerosa o perjudicial, ya sea en la alcoba del soltero, ya en el campo de concentración, el empleo de Plastisex© es altamente recomendable.
Al mismo tiempo, el “Anuncio” deja constancia de las consecuencias que los productos ofertados por la publicidad llegan a tener en los consumidores, quienes proyectan en los artefactos sus traumas y necesidades emocionales (“nos acusan de fomentar maniáticos afectados de infantilismo”). Hay en la veta paródica un doble filo: bajo el pretexto de que las muñecas combaten la prostitución y redimen a la mujer de su rebajado estatuto de objeto sexual, el texto exhibe, por un lado, los mecanismos que facultan la eficacia mercantil del capitalismo
Y por lo que toca a la virginidad, cada Plastisex© va provista de un dispositivo que no puede violar más que usted mismo, el himen plástico que es un verdadero sello de garantía.
Por otra parte, la condición paródica no se revela si no se cuenta con un lector suspicaz que lea entre líneas y que detrás de un ejercicio humorístico atine a desarticular un sistema económico puesto al servicio de una masculinidad educada en la cosificación de la mujer. “Anuncio” es un texto, en el mejor de los sentidos, incompleto: sólo existe en su plenitud si del otro lado de la página está la contraparte de su autor.

EL MAESTRO DE LA MALICIA

La ficción de Arreola raramente afirma lo que dice. Sus voces han de ser sopesadas con recelo: a menudo cumplen la función de sugerir más de lo que el narrador en turno sabe o quiere. Arreola es un educador en la malicia: los muchos lenguajes de la modernidad se hallan en la calle o en la radio o en las páginas de un periódico, se manifiestan en el espacio social, compiten por la atención y, en tanto buscan persuadir y engañar, sólo dotado de un espíritu crítico el ciudadano tendrá los elementos para desenmascararlos. Esa lectura desconfiada habrían de instigar los textos proteicos de Arreola en quien se acerque a sus páginas.
Los lenguajes oficiales no sólo viven en la calle. También se incrustan en el orbe privado, uniformando y volviendo esquemática la expresión de la vida interior. El primer texto de Varia invención (1949), “Hizo el bien mientras vivió”, ya desde el título hace evidente la facultad de las frases hechas para etiquetar la existencia humana. Un diario personal dibuja la vida cotidiana de un hombre soltero dueño de una empresa, miembro de la Junta Moral, en vías de casarse con una rica mujer viuda. Él acostumbra guiar sus días y noches por preceptos cristianos que juzga universales... hasta que sus anotaciones van haciendo ver cómo caen las imposturas de quienes lo rodean. No es improbable que el lector advierta, antes que el personaje mismo, las dobleces de su entorno. Previamente, el diarista confiesa que escribe en su cuaderno por consejo de su prometida, Virginia, cuyo ejemplo también lo instruye en algo que él sin embargo no cumple: sólo dejar testimonio de lo positivo. “Ella escribe su diario desde hace muchos años y sabe hacerlo muy bien. Tiene una gracia tan original para narrar los hechos, que los embellece y los vuelve interesantes. Cierto que a veces exagera”. Virginia lleva un diario, sí, para embellecer las “cosas desagradables”, pero esto significa querer fijar —con la permanencia a la que aspira la expresión escrita— una noción de la sociedad dominada por la hipocresía y el atropello clasista. El diario exhibe el proceso, en este caso fallido gracias al proceso de anagnórisis que vive el narrador, de interiorización de una moral del decir sustentada en no cuestionar la corrupción, sino en ocultarla. La escritura defendida por Virginia se vuelve cómplice del estado de cosas que ampara los abusivos privilegios de su clase social. La palabra no es en sí buena ni mala; no es rebelde ni reaccionaria por sí sola; está a la merced del sesgo que cada hablante le otorgue. “Hizo el bien mientras vivió” parte de una dicción traicionada hasta llevar al narrador a la revelación de los entramados convenientes de una sociedad que usa el lenguaje para apuntalar la falta de ética y la injusticia.
La impostación subversiva de códigos lingüísticos reaccionarios parecería ir en dirección contraria a una de las más famosas afirmaciones del autor: “Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka”. La intermediación que hace su prosa entre los lenguajes oficiales y la realidad del individuo oprimido pondría mayor énfasis en el develamiento de ese tejido de intereses políticos y económicos superpuesto al habla y la escritura, antes que en la manifestación del espíritu, cualquier cosa que entendamos por eso. Es decir, la función sería más política que estética. Hay, podemos decirlo, una expresión virada a lo sublime en “De memoria y olvido”, el texto liminar de la edición definitiva de Confabulario, de donde procede esa cita. Pero la contradicción es sólo aparente.

MOVIMIENTOS DE LIBERACIÓN

“Manifestar el espíritu”, suponemos, significaría llegar a la verdad pura y dura mediante la palabra. Sin embargo, para esto se requeriría primero escombrar el muy habitado y sucio jardín de la lengua. Arreola hace un primer movimiento con los textos que mimetizan y desnudan los lenguajes oficiales, como el ya glosado “Anuncio”, o “En verdad os digo” o “El guardagujas” (de Confabulario), en que se satirizan las absurdas búsquedas de un científico y la ineficiencia de una empresa de ferrocarriles, o en varios fragmentos de La feria en que toman la voz los representantes del poder. El siguiente paso implicaría hacer oír la recuperación de la palabra por los hablantes, ya sueltos de los gravámenes que vuelven inmóvil el lenguaje.
“La vida privada”, de Varia invención, tiene como narrador a un hombre que se enfrenta a un conflicto: su mejor amigo y su esposa tienen, según todos los indicios, una relación adúltera. Los dos probables amantes participan como protagónicos en el montaje de una obra, cursi y unidimensional, llamada La vuelta del Cruzado, y en las representaciones el marido cumple el papel de apuntador. Su historia parecería en un primer momento correr en un problemático paralelismo con la de la pieza dramática, pero el final trastoca cualquier similitud:
En el último acto Griselda alcanza una muerte poética, y los dos rivales, fraternizados por el dolor, deponen las violentas espadas y prometen acabar sus vidas en heroicas batallas. Pero aquí en la vida, todo es diferente.
Cuando el narrador llega a este momento, se ha evadido de los prejuicios sociales que le exigen, en tanto marido agraviado, una salida violenta. La oposición entre literatura y vida se desvanece, dentro del texto, claro, con un desafío: se trata de una apuesta por la espontaneidad y la improvisación, con lo que se renuncia a la opresión retórica y tópica de la exitosa, por conservadora, obra teatral. En efecto: en la vida verdadera, sin imposturas ni restricciones, todo es diferente: hay libertad, en primer término, para usar la palabra con el fin de defender el derecho a no acatar lo que las convenciones exhortan.
Este impulso liberador se puede apreciar en dos relatos de Confabulario: “Una mujer amaestrada” y “Parábola del trueque”. Cada uno de los narradores hace uso de la voz para dejar el testimonio de su proceder atípico, por excepcional, en circunstancias en que se manifiestan patrones de dominio viril sobre la mujer. Ambos intervienen; rompen con la pasividad reinante; se distinguen por una conducta anómala. En “Parábola del trueque”, un mercader recorre las calles de un pueblo lanzando el grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!”. El narrador es el único varón del pueblo que, a pesar de verse tentado, no acepta el trueque. Su decisión lo vuelve objeto de mofa entre sus vecinos, y también despierta la suspicacia y el regaño de la esposa, quien se siente culpable, inferior: “¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!”. Al poco tiempo, la estafa se descubre:
Las rubias comenzaron a oxidarse... Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
“Parábola del trueque” es un relato genial por varias razones. Primero, sin rodar hacia el fácil panfleto, hace la punzante sátira de una masculinidad perennemente ávida de juventud y belleza en la mujer. Hay, además, una aprehensión de la confluencia que se da entre misoginia y racismo. Sobre todo, me interesa la dicción vívida y flexible del narrador, que va de la mano de la libertad con que él mismo actúa fuera de los consensos machistas de los demás varones. Su conducta parecería depender menos de la fidelidad a su esposa que de la inmovilidad rebelde ante una transacción sospechosa y, sobre todo, de fondo, inmoral.

LA NOVELA DE TODOS

Ejercicio más elocuente y ambicioso es La feria, novela coral en que la palabra aspira a asumir casi todas las formas. Hay aquí diálogos, cartas y edictos en que las estructuras del poder y el dinero —el Estado, la Iglesia, los terratenientes— hacen una manifestación enfática de sus afanes y aspiraciones de dominio, en relación con la propiedad de la tierra, uno de los temas nucleares de la obra, mientras avanzan los preparativos para la gran fiesta anual, dedicada a San José. La acción ocurre en Zapotlán, pequeño pueblo jalisciense, en la época posrevolucionaria. El problema agrario tiene fuertes raíces en la era colonial; esto —y muchas cosas más— lo sabemos gracias a que en La feria también está la voz de los pobres, los pequeños comerciantes, los indígenas, en suma: las víctimas y los testigos, a través de vivos diálogos y deposiciones que sirven como la contracara de los alegatos que lanzan los agentes del poder.
El caleidoscopio verbal de La feria se logra por la alternancia de una serie de historias que se desarrollan simultáneamente a lo largo de un año, gracias al recurso del fragmentismo. Arreola afirmó en una ocasión: “he tratado de expresar fragmentariamente el drama del ser, la complejidad misteriosa del ser y estar en el mundo”. En su estudio ya canónico sobre Arreola, Un giro en espiral, Sara Poot Herrera ha señalado cómo “el fragmento produce la entrada de la oralidad en el texto”. El autor de La feria habría hecho un trabajo de curaduría teniendo como estrategia el ensamblado de una pedacería de voces. Esta dialéctica entre voces de fuerzas opuestas confiere a La feria una vitalidad dramática que, si bien no deriva en la resolución del conflicto por la tierra, hace ver al lenguaje como la arena en que el poder y sus críticos cimientan el devenir y la interpretación de la Historia con mayúscula. La feria es una novela sobre la lucha social que se da por la tierra y por la fiesta en el terreno de la palabra, en la oralidad no menos que en la escritura.
El efecto es revelador: novela sin centro, La feria democratiza la creación de la diégesis, vuelve horizontal y múltiple el punto de vista. En sus páginas ocurre lo que en las calles de Zapotlán durante los días de feria:
Ahora se ve mucha revoltura y la gente del pueblo ha transgredido la barrera social con evidente insolencia. Como sería penoso y difícil llevar el caso ante las autoridades, y menos en estos días de feria, las personas distinguidas han optado por abandonar el campo en vez de someterse a esta intolerable y mal entendida democracia.
Mediante la diatriba y la aclaración, la queja y la burla, un tropel de voces populares destruyen el monopolio que el poder podría ambicionar sobre la fijación de las versiones en torno del pasado y el presente:
Yo estoy indignado. Esa fiesta tan lujosa es un verdadero insulto a la población. No se hizo más que para los ricos, que a la hora de la hora y como siempre, se colgaron los galones. Iban vestidos como príncipes, de frac y con sombrero montado. Yo los estuve viendo entrar. El más ridículo de todos fue don Abigail, con su traje de Gran Caballero de Colón. Parecía que todo le quedaba apretado. Lástima que no fuera Sábado de Gloria, porque daban ganas de tronarlo así, vestido de mamarracho.
La feria vive en una valoración paradójica, en una suerte de limbo genérico. Es la novela inusual —díscola, rupturista— de un autor de minificciones y cuentos que a menudo rayan en lo perfecto. Artefacto que con énfasis se aparta de lo convencional y reniega de las etiquetas sancionadas por la tradición, La feria buscaría su temple orgánico, su carácter más específico, en la apuesta por una convivencia de voces en que no se borre la naturaleza conflictiva de la convivencia social. No es difícil advertir en sus páginas, pues, un aliento de rebeldía y crítica. La abundancia rijosa y carnavalesca de voces demuestra cómo, ante el hieratismo del poder —ante la frialdad y la mentira del artículo periodístico o el documento legal, dos de sus foros privilegiados— en la vida todo es diferente. La agudeza y espontaneidad de la gente común en su uso del lenguaje ofrece la visión de una realidad más festiva y abierta: la de la vida verdadera, un río suelto de historias, agravios y anhelos, ímpetus y pregones gozosamente liberadores.

domingo, 9 de abril de 2017

María Luisa Bombal: un mito entre la niebla

9/Abril/2017
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

La obra completa de María Luisa Bombal (Viña del Mar, 1910-Santiago, 1980) se reduce, si nos atenemos a lo que publicó en dos tomos en 2005 la editorial chilena Zigzag1, a dos novelas cortas (La última niebla, 1935, y La amortajada, 1938); cinco cuentos (“El árbol”, “Las islas nuevas”, “Lo secreto”, “Trenzas” y “La historia de María Griselda”); tres crónicas o divagaciones poéticas (“Mar, cielo y tierra”, “Washington, la ciudad de las ardillas” y “La maja y el ruiseñor”), que tienen bellos momentos al describir la naturaleza y donde inserta –textos dentro del texto– brevísimos cuentos infantiles; una entusiasta reseña sobre Puerta cerrada (1939)2, filme del argentino Luis Saslavsky; el relato de una visita a la casa y un paseo en coche por la ciudad con Sherwood Anderson, en los cuales se le revela, entre ingenua y asombrada, la sencillez inteligente del narrador estadunidense3; el agradecido discurso con el que recibió en 1977 el Premio de la Academia de la Lengua Chilena y un testimonio autobiográfico que dictó a la propia Lucía Guerra y a Martín Cerda4… De todo, lo esencial, lo que le ha dado una justa fama, son sus novelas y cuentos. Si vemos las fechas de su publicación no deja de causarnos asombro. Salvo “La historia de María Griselda”, editada en 1946, y que es un desprendimiento de La amortajada, sus ficciones van de 1935 a 1940, es decir, su mejor período de creación duró apenas un lustro: de los veinticinco a los treinta años. Una excepcional precocidad que desafortunadamente no conoció mayor continuidad creativa.
Según la propia María Luisa Bombal, escribía en francés, en español y en inglés. De lo primero, que yo sepa, no queda nada y de lo último escribió una novela, House of Mist, la cual le ayudó a redactar y a corregir su segundo marido, el francés-estadunidense Fal de Saint-Phalle. De House of Mist dijo varias veces que partió de su primera novela (La última niebla), pero que no se le parece en nada.
En su testimonio biográfico habla de sus lecturas de infancia y adolescencia: Knut Hamsun5 y Selma Lagerlöf, los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm, Hans Christian Andersen6María, de Jorge Isaacs7 y libros de autores franceses como Pascal, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Valéry y Mauriac, y alguien del que se sintió especialmente próxima, Prosper Merimée8, sobre quien hizo la tesis de licenciatura. Para escribir La última niebla –lo dijo en entrevistas– fue muy importante la lectura de las Residencias nerudianas. A la muerte de su padre, la familia se fue en 1923 a París, y María Luisa estudió primero en un colegio de monjas y luego la licenciatura en Letras en la Sorbona. Aunque también los cultivó, fue consciente de que su camino no estaba en la música ni en el teatro9.
A su regreso a Chile, en 1931, tuvo un amor breve y tempestuoso con Eulogio Sánchez Errázuriz (1903-1956), una leyenda de la aviación chilena, por quien intentó suicidarse. Le quedó como secuela una cicatriz en el cuello. A partir de 1933, luego del affaire funesto, residió en Buenos Aires, donde fue al principio huésped del cónsul Pablo Neruda y se casó en 1934 con el pintor Jorge Larco. El matrimonio resultó un desastre. Fueron sus grandes años literarios en una inolvidable década literaria en Argentina. Publicó en Buenos Aires sus dos novelas y tres de sus cuentos, colaboró en la famosa revista Sur y conoció o trató, entre muchos, a Borges, a García Lorca, a Oliverio Girondo, a Norah Lange, a Victoria Ocampo y a los filólogos Pedro Henríquez Ureña, Amado Alonso y Raimundo Lida10. Después de la literatura el cine fue su pasión artística. Ideó el argumento del filme La casa del recuerdo (1940), de Luis Saslavsky, historia melodramática de un triángulo desdichado que sucede en el Buenos Aires de fines del siglo xix, en el cual a la protagonista (Libertad Lamarque) no dejan de hostigarla desde muy joven la locura y la muerte11. Una de las claves del filme, que se relaciona con la muerte, es una página fúnebre de las Rimas, de Bécquer. Otra clave, que tiene que ver con la locura, es el repique de las campanas que cree escuchar la protagonista, y que muy probablemente tengan que ver con las que oía la autora chilena en el colegio de monjas en su infancia viñamarina.
En 1941 regresa a Chile. El 21 de enero, frente al Hotel Crillón12, en calle de las Agustinas, dispara tres veces contra su examante Eulogio Ferrer, quien no quiso levantar cargos. En 1942 parte a Estados Unidos, donde vivirá veintinueve años. En 1944 se casa con Fal Saint-Phalle, con quien tuvo a Brígida, su única hija. Vuelve a Chile por breves períodos en 1961 y 1967 con el objetivo primordial de promover sus libros. Poco antes, en 1960, había publicado unas páginas de recuerdos de la infancia inolvidable en Viña del Mar (“La maja y el ruiseñor”), donde con viva nostalgia recuerda del balneario el silencio inquietante, los aromas esparcidos, la llovizna menuda, los paseos con los niños, el mar desde las peñas y el mar de noche desde su casa –ese mar que en verano era “el corazón mismo de Viña”–, los rezos y el tañido de las campanas, las novelas rosas que leía con sus hermanas, sobre todo una vez...13

El frágil equilibrio

Según declaró en su testimonio biográfico, empezó escribiendo poesía, pero sus poemas en verso, si los hubo, no los recopiló o no tengo noticias de ello. Su poesía, su verdadera poesía, está en sus ficciones, donde creó un mundo muy personal: ritmos variados, atmósferas que ahondan lenta y tenazmente en el alma una leve tristeza, silencios que parecen detenerse, lejanos ruidos, rumores, murmullos, chasquidos, crujidos, fustazos, resonancias, silbidos… Lo esencial en la narrativa de la entonces muy joven María Luisa está especialmente en la interiorización de pensamientos y sentimientos de sus personajes; cuando ocurre un hecho o una acción fuera de orden, el frágil equilibrio estalla y puede haber en hombres o mujeres un punto de inflexión o un punto de quiebre, que las más de las veces es para mal.

En las novelas y cuentos de Bombal no sabemos casi nunca en qué países o regiones ocurren, pero el lector siempre piensa en Chile14, y aún más en el sur boscoso, en las Regiones de los Ríos y los Lagos15. Los hechos ocurren casi siempre en haciendas o fundos, es decir, se trata de familias del agro adineradas, tal vez medianos terratenientes. A veces entre miembros de fundos colindantes nacen amoríos y matrimonios, aun entre primos, como en La última niebla (Daniel y la protagonista principal de la que no sabemos nunca el nombre) y en La amortajada (Ana María y Ricardo). No hay conflictos sociales con la servidumbre o los peones; los pleitos soterrados y sordos son entre miembros de las familias bien. En esos sitios remotos se vive en solitarias casas, próximas al bosque húmedo, a ríos, a lagos y a la serranía, y en donde cae a menudo una obstinada lluvia y se espesa una obsesiva niebla… Por eso, en esas grandes soledades, son más perceptibles en sus narraciones las imágenes auditivas. Todo parece oírse.
A veces sustancialmente los años modifican a los lectores y las lecturas. Eso pasa con las ficciones de María Luisa Bombal. Es imposible disociarlas de la condición de la mujer chilena, o más, latinoamericana, en los años treinta del pasado siglo, cuando eran consideradas a menudo como figuras decorativas, y las rebeldías o indocilidades se acababan apagando o (se) las apagaban. Mujeres extrañas, con un leve toque de locura y signadas en la frente con una turbia estrella, que acaban marchitándose en una rutina diaria de extrema futilidad. En esa “intimidad melancólica”, es una decisión mucho más fácil la espera de la vejez y de la muerte que la fuga o la aventura, es decir, detrás de eso sólo hay en ellas una palabra: miedo: miedo a ser libres y no saber qué hacer con la libertad. Son mundos solitariamente sombríos, cerradamente familiares, en que la personalidad se debilita o se pierde. Los años se nublan en la monotonía. Cuando alguna rompe con las costumbres quietas, como la Regina de La última niebla, a quien acaba descubriéndosele un adulterio, la joven no encuentra mejor camino contra el aplastamiento social y familiar que el suicidio16.
De alguna manera casi todas las mujeres de sus ficciones acaban reconociéndose en una. Varias tienen profusas cabelleras negras, cuerpos esbeltos, senos pequeños y duros... Cuerpos livianos que pueden semejar, sobre todo al montar a caballo, a los de las amazonas. La obsesión por las cabelleras llevó a María Luisa Bombal a escribir un relato llamado “Trenzas”, donde fija algunas mujeres históricas y literarias para quienes las cabelleras son un hecho emblemático en las relaciones amorosas: Isolda, Melisanda, María, la octava esposa de Barba Azul, o ya contempo-ráneamente, la hermana menor del cuento que al perder las trenzas de fuego pierde toda la fuerza… A la autora chilena las cabelleras le parecieron siempre parte de la naturaleza: como enredaderas en los árboles y algas en las rocas.
El anhelo máximo para los personajes femeninos de María Luisa Bombal sería un jardín de altos árboles donde se diera el amor, pero algo las detiene: no acaban dando el último paso, ni rompen con la familia. O creen, como la prima de La última niebla, que lo han hecho y años después se dan cuenta que todo ha sido como el aire que se ve al paso de una bandada invisible. Entre Eros y Tánatos, en estas mujeres llenas de pasión y de furia, una lenta autodestrucción las va minando y eliminando: en La última niebla, son la esposa de Daniel y la concuña de esta (Regina); en La amortajada, son Ana María y su hermana Alicia, su hija Anita, su nuera María Griselda; en los cuentos Yolanda (“Las islas nuevas”), Brígida (“El árbol”) y la misma María Griselda en su historia y quien hubiera sido su concuña (Silvia). En ellas los sentimientos se suceden y unen de manera confusa, y sienten en períodos por sus parejas, o quienes pretenden serlas, amor y odio, desprecio y acatamiento, cólera e indolencia, insidia y candor… Salvo los momentos intensos del coito, la incomunicación entre hombre y mujer se da a menudo y aun de principio a fin17.
Como en un claro de bosque aislado las mujeres arden a solas. En La última niebla, pese a repentinos fulgores, ni Daniel quiere a su prima y esposa, ni la prima lo quiere a él, y aun la prima, ya se dijo, se inventa un amante casual al que dedica años de imaginación. Daniel quiere lo imposible: que la prima sea como esposa igual a la mujer de la que enviudó. “¿Por qué se casaron?”, pregunta Daniel a su prima, quien responde: “Por casarnos.”
Ana María (La amortajada) es en principio amada por su esposo Antonio, pero un día lo deja, y cuando al fin regresa a la casa marital el amor ya sólo es de ella: él ha dejado de quererla. No sólo eso: el esposo se ha hecho fama de Don Juan. Por su lado, Ana María atormenta por años a un pretendiente, un cincuentón viudo (Fernando), al que no deja de humillar pero quien siempre le perdona los desdenes, ante la mirada omisa del marido, quien sabe que no habrá mayores consecuencias. Un modo que tenía Fernando de ayudarla a vivir es sufrir por ella de manera constante. Ana María dice que ambos fueron dos seres “al margen del amor, al margen de la vida”, pero eso podría decirse para la mayoría de sus personajes.
Protagonistas que aparecían desdibujados o apenas mencionados de paso en La amortajada, como los hijos de Ana María (Alberto, Fred y Anita), aparecen desarrollados ocho años después en el cuento “La historia de María Griselda”, quizá la más tortuosa psicológicamente de sus historias breves. En el cuento, Ana María llega al fundo donde vive su hijo Alberto con su esposa María Griselda. La nuera es amada por todos, principiando por Alberto, pero ella parece estar en un lugar donde la belleza sólo hace daño. Ana María descubre que la inmensa y desoladora belleza de la joven destruye no sólo al esposo, sino a su otro hijo (Fred), a su inteligente hija (Anita), al insignificante y frívolo Rodolfo (de quien está enamorado Anita), e indirectamente causa el suicidio de la novia de Fred (Silvia). El marido, Alberto, odia a María Griselda “a fuerza de tanto quererla”, y se hunde anímicamente en el alcohol emborrachándose en la ciudad cercana; Fred y Rodolfo asedian a María Griselda, pero la esperanza los evade. La tragedia es el sino de la familia de Ana María, pero también de María Griselda. Hacia el final confiesa sin vanidad a su suegra el tormento a causa de la “culpa por tanta belleza que sufría desde niña”. Sus hermanas no la querían, y sus padres, para compensar a sus hermanas, se olvidaron de estimarla y apreciarla. ¿No dice Zoila, la ama de llaves de la casa: “voy creyendo que ser tan bonita es una desgracia como cualquier otra?”

Enojada con Dios”

De todas las ficciones su novela breve, La amortajada, es la más estudiada por la crítica y la más seguida por los lectores. En ella, si los puntos de vista varían sin un orden más o menos preciso; si algunas historias de personajes clave no acaban de desarrollarse (en especial la del primo Ricardo, el gran amor de juventud de Ana María, con quien se amó intensamente durante tres vacaciones veraniegas); si las cinco últimas líneas decepcionan por su elementalidad como desenlace, en fin, más allá de cualquier limitación o imperfección, la novela se nos impone, y más que en las otras narraciones, la tristeza cava y cala hondo en el corazón del lector. En La amortajada también es donde mejor se ve el pleito constante que la protagonista tuvo con Dios, según se advierte en los recuerdos del padre Carlos, cuando Ana María va a ser llevada a la cripta. Dos ejemplos: en su juventud a Ana María no le importaba ir al cielo porque le parecía “un lugar bastante aburrido” o no promete al sacerdote cumplir con la cuaresma porque estaba “enojada con Dios”. En vida María Luisa Bombal tuvo ese litigio. En sus años finales reconoció que su relación con Dios había sido difícil, pero ya estaba bien con él. “Dios siempre gana”, dijo, como quien deja caer la última piedra.

En su testimonio María Luisa Bombal declaró: “Yo creo que, en el fondo, soy poeta, mi caso es el del poeta que escribe en prosa, pero como tengo una educación francesa, soy la lógica personificada.” Por fortuna en su obra prevaleció con amplitud el hemisferio artístico, aunque ella insistiera que convivían íntimamente ambos.
María Luisa Bombal, muerto el marido, regresó a Chile en 1971 a vivir en la casa de la familia de Viña del Mar. Trató, dentro de sus menguadas fuerzas, de dar difusión a su obra: que la editaran, la leyeran, escribieran sobre ella, la tradujeran. Dio numerosas entrevistas. En una por la radio, grabada en 1972, es agradable oír su acento chilenísimo; más de media vida en el exterior no lo desgastó. En política fue visceralmente anticomunista y alabó sin reservas el régimen de Pinochet. Se necesita estómago para leer sus irreales argumentos.
Si uno sigue entre líneas sus últimas cartas, se siente a una mujer sola, a quien ahogaba por rachas la depresión, y quien mucho agradecía el dinero que le enviaban su hermana Blanca y su cuñado Alberto. No pueden leerse sin un nudo en la garganta, y al repasarlas, al pensar en su vida o al menos en parte de ella, me da por relacionarla con una frase de otra chilena, Teresa Wilms Montt (1893-1921), tan apasionadamente intensa y tan apegada al infortunio como ella misma: “Tristes somos aquellos que no hemos nacido de los dioses.” Uno de los últimos anhelos de María Luisa fue que le dieran el Premio Nacional (fue postulada cinco veces); nunca ocurrió. Apagada y pobremente murió en un hospital público el 6 de mayo de 1980. Me doy por imaginar que quizá recordó antes del deceso ese versículo de San Juan que le gustaba repetir: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas.”
María Luisa Bombal es ahora una escritora de culto y uno de los mitos chilenos18 


NOTAS:
1. La compilación, que ahorra muchas búsquedas, es de la investigadora y escritora chilena Lucía Guerra.
2. En la reseña María Luisa Bombal repartió elogios hiperbólicos, principalmente al director Luis Saslavski y a la actriz Libertad Lamarque, los cuales, cuando uno ve el filme, no halla por ningún lado una base real. Si como dice la escritora chilena “es probablemente el mejor filme argentino que se haya realizado hasta la fecha”, da una suerte de horror imaginar lo que se hizo de cine en aquel país antes de 1939 o, por otra parte, cuánto cine argentino había visto ella. Puerta cerrada es un melodrama que secuencia a secuencia se supera en lo abusivamente sentimental. La reseña le abrió el camino para que el año siguiente se filmara La casa del recuerdo con un guión suyo, pero en el filme sólo se le atribuye el argumento.
3. “En Nueva York con Sherwood Anderson”, La nación, Buenos Aires, 8 de octubre de 1939.
4. El testimonio –escribe Lucía Guerra– está basado en una serie de entrevistas que duraron siete horas.
5. El testi. “Su primer libro Victoria –breve novela del enigma y conflicto de dos seres con su propio corazón– fue y sigue siendo la novela de amor que yo también hubiera deseado escribir”. (“Entrevista con Marjorie Agosín.” The American Hispanist, noviembre de 1977).
6. El testi. Tuvo por Andersen especial dilección. Le parecía un narrador mágico que podía ser leído por gente de todas las edades. Inclusive su novela en inglés House of Mist la llamaba su cuento Hans Andersen. En la misma entrevista con Marjorie Agosín de 1977, al recordar las tardes de infancia cuando su madre les leía a las tres hermanas los cuentos traduciéndolos directamente del alemán, resumía así las virtudes del danés: “pensamiento y poesía, tierno juego y fantasía que no nos cansábamos de escuchar”.
7. El testi. El personaje de María tiene ese apagado y triste aislamiento de algunos de sus personajes femeninos.
8. El testi. Pablo Neruda la llamaba Madame Merimée, “mangosta” o “abeja de fuego”. No estaba equivocado.
9. El testi. En su cuento “El árbol”, Brígida, la protagonista, se esfuerza –inútilmente– por aprender música. “La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás.” María Luisa Bombal estudió piano de niña e hizo en París devaneos como actriz de teatro.
10. Lida –recuerda Bombal–, le prestaba su máquina de escribir para que redactara en el Instituto de Filológicas La amortajada. Años antes, en la cocina de la casa de Neruda en Buenos Aires, escribió La última niebla.
11. Tanto Puerta cerrada como La casa del recuerdo pueden verse completas en YouTube.
12. El hotel parecía tener una estrella funesta. En el lugar, el 14 de abril de 1955, otra escritora chilena, María Carolina Geel (1913-1996), mató a su amante Roberto Pumarino de dos disparos.
13. En una entrevista con Germán Ewart para El Mercurio (18 de febrero de 1962), en su primer regreso, responde que halló a su natal Viña del Mar “malograda por el proletariado rico”, fea, tapada por rascacielos, “hasta se le arrancó el mar”. Al escritor Alfonso Calderón le dijo casi las mismas palabras en una entrevista de 1976. No olvidó el guión.
14. Con excepción de “Las islas nuevas”, que acaece en la pampa y en Buenos Aires, y en “El árbol”, que ocurre también en una casa y una sala de conciertos de Buenos Aires sin que especifique nunca dónde.
15. El único nombre de los sitios chilenos en la ficciones es el río Malleco en “La historia de María Griselda”, que se halla en la región sureña de Los Ríos. Como dijo Jorge Luis Borges en una página que escribió en 1982 para la publicación en inglés de la obra de la antigua amiga de juventud: su obra “no corresponde a ninguna escuela determinada y suele, afortunadamente, carecer de color local”.
16. Al menos la transgresión social que la lleva a matarse no le arranca a Regina la felicidad vivida. En la agonía repite obsesiva y apasionadamente el nombre del amante. La misma concuña, la esposa de Daniel, protagonista principal, le tiene envidia, porque al menos ha conocido –no como ella– “amor, vértigo y abandono”. El suicidio de Regina no deja de recordar, con una variación de circunstancias, el intento de la escritora chilena cuatro años antes debido al aviador Eulogio Ferrer. Otra suicida en las narraciones de Bombal, pero por desdicha, es Silvia, la novia de Fred y nuera de Ana María, que no puede dejar de creer que su novio no esté enamorado de María Griselda. Una tercera suicida es la esposa de Fernando, el enamorado inútil de Ana María en La amortajada, pero es un personaje que apenas aparece como una mención fugaz.
17. No otra cosa pasó con ella misma. Magníficamente en la entrevista con Germán Ewart, publicada en 1962, repuso algo que podría decirse de los personajes femeninos de sus ficciones: “Nunca tuve tino con el amor. Eso es un hecho. Al enamorarme perdía a un amigo y lo reemplazaba con una tragedia.”
18. Una mala consecuencia del mito fue que en 2011 Marcelo Ferrari hiciera una película de sus escándalos en los años treinta y principios de los cuarenta (Bombal) con datos reales y otros morbosamente imaginados. En el filme hay fechas y lugares que a menudo son incorrectos. María Luisa Bombal merecía algo mejor que un fallido documento donde nunca parece estar sobria cinco minutos o donde no quiera destruir o autodestruirse. Mejor le fue a Teresa Wilms Montt en la película que filmó Tatiana Gaviola en 2013 (Teresa). Al menos hallamos una viva intensidad en la protagonista (Francisca Lewin) y continuas bellezas en tomas de ciudades y paisajes.

sábado, 8 de abril de 2017

La amistad no envejece

8/Abril/2017
El Cultural
Rafael Pérez Gay

Ninguno de nosotros es tan joven
como antes. ¿Y qué?
La amistad no envejece.
W. H. Auden
Sergio González Rodríguez murió de un infarto a los 67 años de edad. Una muerte temprana que lo sorprendió en el mejor momento de su vida, si convenimos en que el reconocimiento trae plenitud, seguridad y lectores. En el laberinto de azares que enredan la existencia, González Rodríguez fue reconocido como el “cronista de la barbarie” por cuatro libros: Huesos en el desierto (Anagrama, 2002), El hombre sin cabeza (Anagrama, 2009), Campo de guerra (Premio Anagrama de Ensayo, 2014) y Los 43 de iguala (Anagrama, 2015). Menos conocida es su obra novelística, una exploración de la oscuridad, de los misterios de la violencia, de los pliegues de las revelaciones nocturnas. Ese estudio de las sombras empezó en el año de 1992 con la publicación de La noche oculta. De esa pasión por las tramas extremas, destaco El vuelo (Random House, 2008), Infecciosa (Random House, 2010) y El artista adolescente que confundía el mundo con un comic (Random House, 2013). Al mismo tiempo, González Rodríguez fue un periodista de diversas densidades y un columnista de raza. El primer momento de esa larga historia ocurrió en El Centauro en el paisaje (Anagrama, 1992) un ensayo de tendencias culturales.
Esa trayectoria le fue reconocida con el Premio Fernando Benítez de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Aquella noche de plenitudes, Sergio me dijo con su premio entre las manos: “Mira, casi cuarenta años después de publicar mi primera nota: más vale paso que dure”.
El joven que fui e hizo sus primeras armas en el periodismo cultural no vislumbró la entrega a Sergio González Rodríguez del mayor reconocimiento del periodismo cultural mexicano. Aún recuerdo cuando González Rodríguez publicaba uno de sus primeros trabajos periodísticos, si no el primero, en la recién fundada revista Nexos: una reseña de dos cuartillas sobre el escritor peruano Manuel Scorza: La tumba del relámpago.
Hoy, desde el futuro, veo al joven González Rodríguez iniciar una trayectoria dedicada a las letras. Desde ese día no dejó de poner en la prensa un artículo semanal. Así cumplió cuarenta años de escribir para revistas, periódicos y suplementos con la fe de un carbonero y la fuerza de un joven eterno.
Nunca sabremos qué magia desatamos con un solo hecho cotidiano. Con aquellas cuartillas talladas a mano, González Rodríguez despertó una vocación. Había sonado el llamado del periodismo. Cuando eso ocurre, les aseguro, no hay retorno. México dejaba atrás la década de los setenta, ese momento oscuro en el cual la corrupción priista y la ineptitud de la clase política hizo estallar en pedazos la estabilidad financiera. Vendría detrás de esos añicos la larga noche de la crisis mexicana.
Al lector obsesivo que González Rodríguez incitó libro tras libro, añadió el aprendizaje de la edición. En esos tiempos, un editor era ante todo un lector y la idea del mercado no dominaba todos los espacios. Su línea admonitoria era ésta: no es posible un escritor sin un lector decidido; nunca la abandonó, santo y seña de su profesión literaria.
Eran los años del suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Un grupo de jóvenes nos incorporamos a la factura de esas páginas que dirigía Carlos Monsiváis. De él aprendimos la voracidad informativa, la audacia editorial y la idea de que el periodismo de cultura es sobre todo intentar esta hazaña: crear un público. Sergio escribió ensayos literarios y columnas de información nueva en el suplemento, le abrió una ventana a esa casa. Recuerdo su ensayo pionero sobre Marshall Berman y su libro clásico: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Sergio había descubierto que la imaginación y el rigor no son agua y aceite, al contrario, ambos se difunden en el buen periodismo.
En 1984, un sueño se hacía realidad: el viejo periódico La Jornada. Fernando Benítez era la proa cultural de esa nave. Héctor Aguilar dirigía el suplemento La Jornada Semanal y atrajo a González Rodríguez y a Fernando Solana Olivares como editores. En ese camino, Sergio concibió un sello: investigación documental, claridad en el método expositivo, buena prosa.
El momento culminante de esa fórmula secreta ocurrió en El Centauro en el paisaje, un conjunto de ensayos sobre la cultura finisecular y sus relaciones con las letras, el cine, la pintura y uno de los temas que Sergio investigó e interpretó con las armas de la curiosidad y la inteligencia: la posmodernidad. Dos años antes, en 1988, González Rodríguez publicó un libro en torno del cual un numeroso grupo de lectores empezó a seguirlo: Los bajos fondos. El antro, la bohemia y el café, un estudio cultural sobre encrucijadas del fin de siglo XIX y los misterios de la clandestinidad en los márgenes del siglo XX.
El periodismo mexicano y sus relaciones con el poder cambiaron en los últimos treinta años del siglo XX. Los periodistas que hicieron Proceso y La Jornada encabezaron ese cambio y Fernando Benítez formó parte de esa independencia crítica. En ese tiempo, González Rodríguez se incorporó a la empresa que transformó al periodismo mexicano: el diario Reforma, la casa de Sergio durante más de veinte años. En sus columnas, “Escalera al Cielo”, que compartió con Christopher Domínguez, y “Noche y Día”, puso en marcha la vieja máquina de su juventud: narrar los hechos culturales, difundir las nuevas tendencias en busca de un canon y la propuesta de un gusto. En esas columnas González Rodríguez demostró que las fronteras de los géneros se han desvanecido: el cine, las artes plásticas, el teatro o las letras acuden al llamado de un escritor si el tratamiento no litiga con la libertad imaginativa.
Libro tras libro, Sergio quebró el falso dilema entre periodismo y literatura. Nuestros grandes escritores han sido periodistas de fuste y los grandes periodistas, escritores cultos. Una prueba de esta aventura ocurrió cuando Sergio fue tocado por una pasión perturbadora: la investigación de las muertas de Juárez, umbral y presagio, sombras y llamas del México que nos esperaba en la oscuridad. Ese escritor y ese periodista que se disputaban los sueños de Sergio no se cansaba de decir que la “fronterización” de todo el país con su cauda de violencia e inseguridad empezaba a ocurrir ante nuestros ojos y en los caminos sin ley del mapa mexicano.
Cuando apareció Huesos en el desierto en la editorial Anagrama, la crítica y los lectores reconocieron en ese libro no sólo una completísima investigación sobre el feminicidio de Ciudad Juárez sino, además, una forma de periodismo de voluntad radical. Este libro es el punto de inflexión en la obra de González Rodríguez. A partir de entonces, Sergio le añadió a su método, a esa ansiedad de conocer, posturas políticas, causas, opiniones. No hay periodismo serio sin riesgo; renunciar a la audacia es abandonar la voluntad de saber.
Los jóvenes que Sergio y yo fuimos no previeron que cuarenta años después yo lo despidiera al pie de su féretro. Recordé entonces nuestros veintes, cuando nos comíamos el mundo a puños mientras abrazábamos a la noche en bares de mala y buena muerte. Recuerdo que éramos invulnerables. Conservamos la facultad de la amistad a prueba de balas e intrigas. Les recuerdo que la amistad nunca envejece. Tampoco muere.

Detective en el desierto

8/Abril/2017
Laberinto

Autor, humanista, músico
Por: Luis Xavier López Farjeat

La presencia de Sergio González Rodríguez en estos tiempos era esencial. Era capaz de pensar en las complejidades del mundo contemporáneo de manera profunda y crítica. Se caracterizaba por un espíritu autónomo, libre de prejuicios y moldes ideológicos. Pensaba por sí mismo, formulaba sus propias ideas y sus argumentos, algo que se echa de menos en muchos periodistas y columnistas predecibles. Fue un hombre de ideas dispuesto a encarar e interpretar prácticas, actitudes e ideologías que suponían un riesgo y una amenaza para la humanidad. Sus investigaciones bien conocidas sobre la violencia en México no son una mera concatenación morbosa de hechos perturbadores. Sergio trasladaba la crítica cultural, la teoría social y ciertas formas de comprender la filosofía, a la crónica periodística. Era capaz de construir horizontes de comprensión encaminados a analizar los fenómenos de manera detallada y en ocasiones ambiciosa. 

Como ya se vislumbraba en Campo de Guerra y en sus columnas periodísticas, le preocupaba, lo que él mismo denominaba, inspirado en Giorgio Agamben, el “ultracapitalismo de los dispositivos, las redes comunicativas y los sistemas integrados”. Nuestras más recientes conversaciones giraban en torno a la revolución tecnológica y sus repercusiones en la vida cotidiana. Coincidíamos en que los cambios tecnológicos plantean enormes dilemas éticos que apenas unos cuantos críticos y analistas empiezan a vislumbrar. Sostenía que la maximización de la economía, la expansión de las plataformas militares, la hegemonía mundial de las corporaciones y los intentos de homogeneización cultural, habían deteriorado desde hacía tiempo a la sociedad. Veía con claridad que los abusos actuales de la ciencia aplicada y la tecnología modifican nuestra forma de entender y valorar a los seres humanos: las personas somos unidades de un sistema (quizá de un entramado de sistemas) capaz de devorarnos a través de máquinas y dispositivos. Le inquietaba sobremanera el transhumanismo, la adopción de un horizonte post–humano en el que la biotecnología, la biomedicina, la nanotecnología, la informática y la inteligencia artificial terminarían degradando y aniquilando a los seres humanos. Parecería ciencia ficción si no fuera porque todo esto es cierto.

En nuestra última conversación le recomendé el libro Technology versus Humanity de Gerhard Leonard. Sergio había redactado un libro sobre ese tema, que fungiría como su tesis doctoral en Historia del Pensamiento. Pocos días después, en un nuevo prólogo para la tesis, había incorporado las reflexiones de Leonard. Sostiene en esa adenda que resulta decisivo alertar ante las amenazas que gravitan sobre el humanismo, de los riesgos enormes que corre la libertad de las personas, sus vidas, y la cultura en general. La reducción del humanismo, según sus palabras, deriva en la barbarie, la ignorancia, la injusticia, la falta de compasión, lo inhumano. Creo, lamentablemente, que ése es nuestro presente. La mirada de Sergio era esencial en tiempos tan decadentes porque más allá de sus diagnósticos controversiales,  intentaba articular una propuesta ética, un discurso que apuntaba hacia la revalorización del humanismo y el rescate de lo humano. 

Había estado leyendo al teólogo jesuita del siglo XX Henri de Lubac, autor de El drama del humanismo ateo (1943). En Lubac, Sergio encontró la prefiguración de nuestros tiempos: un ateísmo orgánico dispuesto a fragmentar el mundo y desplazar la imagen de Dios a la ciencia aplicada. En varias ocasiones le escuché decir que el anti–teísmo propiciaba un entorno idóneo para el anti–humanismo. Evocando a Vittorio Possenti y a Jacques Maritain, Sergio sostenía que para recuperar el valor de lo humano había que “recuperar el legado del humanismo medieval y Renacentista para abrirlo al mundo moderno sin perder lo esencial, el humanismo que une lo trascendental y lo humano en cada persona”. Confieso que me intrigaba su interés en algunos teólogos y filósofos cristianos que quizá muchos hemos leído de manera prejuiciosa. Sergio nos hará mucha falta, no solo como un crítico cultural, sino como un verdadero amigo de quien se aprendía a leer, a escuchar, a conversar, a debatir, a comprender, a convivir y a escuchar rock.



La vida cumplida
Por: Fernando Solana Olivares 

Reunía los dos atributos del escritor: sintonizaba y focalizaba. En un caso su deidad tutelar era Hermes Mercurio y en el otro Efesto Vulcano. Construía continentes literarios y los poblaba de una prosa casi exacta (nunca es exacta la prosa) como filigrana. Era agudo y penetrante, deliciosamente irónico, divertidamente sarcástico: una vez más, la inteligencia, soledad en llamas. Hicimos juntos, cómplices y solidarios, conspiradores, la primera época del suplemento La Jornada Semanal. El grupo era una genealogía del periodismo cultural. Al modo de un crepúsculo que entonces no parecía serlo, lleno de luces, textos, autores, edición, escritura, imagen, tipografía, y conspicuos participantes: Fernando Benítez, Héctor Aguilar Camín, Vicente Rojo, Efraín Herrera, Arturo Fuerte. Y nosotros dos, delirantes y felices editores. Sabía cosas insospechadas, contemporáneas al modo de Walter Benjamin, de quien heredaría la condición epistemológica del paseante cultural crítico, atento a los bajos fondos como sostén de los fenómenos humanos lo mismo que a los dobleces de las cosas, a la ausencia de sus presencias. Así hizo su libro esencial,Huesos en el desierto, ese osario incandescente sobre los feminicidios de Ciudad Juárez que estremece por el hondo abismo al que se asoma y también por su estructura compositiva. La misma gran virtud formal de A sangre fría, aquí depositada en una lectura de prensa y estudios afines acuciosa y extrema —solo relaciona— que establece lo que valiente y moralmente dice, además, de modo inferencial, implícito, en el gran reportaje de horror mexicano que es una esperpéntica novela realista que pavorosamente se lee como una narrativa hermosa e irremplazable. Ella lo pondría en riesgo personal. “Lee lo anotado en rojo si quieres entender lo escrito en negro”, comunica uno de sus epígrafes. La historia del presente mediante sus contrastes más atroces y personales. Periodista sagaz, intelectual perseverante y notablemente culto, memorioso, coleccionista de eventos, referencias, noticias, entre otras tantas hermenéuticas personales, hijo de su tiempo y a la vez intemporal cuando frecuentaba la escritura. Dejará un añorante hueco: no habrá quien lo llene. Nadie llena los huecos de nadie en esta oscura desbandada. Descanse en paz y satisfecho. Toda muerte es una vida cumplida.  




Un escritor inusitado
Alberto Chimal

Sergio González Rodríguez era un escritor inusitado. Al menos en el idioma castellano es, y seguirá siendo, un autor capital por sus investigaciones del mal auténtico, concreto, que traen la violencia y el abuso del poder, y que él reunió en una trilogía de libros entre el ensayo y el reportaje. Tres entregas con perspectiva cada vez más amplia: Huesos en el desiertoEl hombre sin cabeza, y Campo de guerra.  

En estos libros, la reflexión va de uno de los casos criminales más vergonzosos en la historia mexicana a un examen del crimen organizado y la descomposición del Estado, y luego a una visión escalofriante y lúcida “del plan estratégico de militarización del mundo, del modelo global de control y vigilancia” que hoy podemos ver  con claridad —si estamos dispuestos— a nuestro alrededor.

González Rodríguez lo comprendió todo mucho antes que la inmensa mayoría de nosotros. Y se empeñó en mostrarlo, en decir lo que ni el poder ni la sociedad estaban interesados en escuchar, y pagó por elloincluso, padeciendo en carne propia la misma violencia que denunciaba. En esta época de imposturas y bravuconerías, él fue una persona de temple verdadero.

Algo más, que a veces se olvida: lo que vuelve grandes obras no es solamente su arrojo y su capacidad de observación. González Rodríguez registró en numerosos lugares porciones de la realidad, hechos concretos de vidas concretas. Pero buena parte de la potencia, de la facultad expresiva de esa escritura, venía de otro lado: de su interés por el lenguaje mismo, y de su enorme pericia en las técnicas y los efectos de la ficción.

En esta época en la que está de moda despreciar con argumentos simplistas y fariseos la invención literaria, Sergio González Rodríguez hablaba de la “posibilidad en la literatura de reinventar la realidad” (como dijo en una entrevista con Diego Enrique Osorno). Este es un motor secreto de su obra: los relatos, las novelas y los textos experimentales —desde El plan Schreber hasta El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic—, que hubieran bastado para darle un lugar como un escritor erudito y excéntrico de la literatura mexicana, y que fueron el reverso (y a la vez la evidencia) del poder de sus ensayos y crónicas. Era uno de los grandes realistas, y también más complejo y más extraño que casi cualquiera de ellos: nunca dejó de creer en la capacidad del lenguaje para potenciar nuestra percepción de lo real; sus libros demuestran que tenía razón.

Sergio González Rodríguez sobrevivió al año nefasto de 2016, pero se ha marchado en un momento en el que probablemente nos hará mucha más falta. No ha disminuido la violencia que él estudió, y en cambio ahora estamos enfrentados a una amenaza adicional: el avance de una nueva embestida xenófoba dirigida contra nosotros desde los Estados Unidos, a la vez que presente en muchos regímenes de este mundo, que supuestamente estaba dejando atrás la idea misma del Estado nacional. Las convulsiones de los últimos meses terminaron con muchas de las certidumbres del siglo XX que aún se resistían a morir; estamos ahora en un territorio inexplorado de la Historia, sin los mitos y las ideologías que hicieron creer a muchas generaciones que comprendían el devenir de las sociedades. Nos va a hacer falta un Sergio González Rodríguez para ir indagando en este mundo nuevo y terrible: para trazar el nuevo mapa del presente.

Ojalá alcance la fuerza y la lucidez a quienes quedan ahora obligados a seguir su ejemplo, ya sin él.



El visionario
Iván Ríos Gascón

A nadie pasa desapercibido el carácter premonitorio de Huesos en el desierto. La exhaustiva investigación en torno de los feminicidios de Ciudad Juárez que Sergio González Rodríguez publicó en 2002, vaticinaba la hecatombe en la que México se embarcaría a partir del sexenio de Felipe Calderón. La corrupción, la impunidad, la bancarrota del Estado de derecho, el desgobierno institucional en contraste con el gobierno de facto del crimen organizado, la violencia de género, la fatal vulnerabilidad de las clases marginales y la descomposición del tejido social fueron los elementos con que González Rodríguez ensambló, apoyado en documentos, testimonios y evidencias, un relato perfecto del horror, el mapa de un territorio devastado que más pronto que tarde se extendería hacia otras regiones del país, porque solo el mal suele propagarse con tal eficacia y rapidez, sobre todo cuando ese mal se tolera, se fomenta e incluso se crea, en el núcleo de la sociedad: “A finales del siglo XX, el crimen organizado en México construyó un teatro de fantasmas y simulaciones que se prolongó hacia el XXI. La corrupción generalizada erosionó, hasta hacerlas casi inútiles, las más altas instituciones judiciales, militares y policiacas del país. Inútiles para su razón de ser, funcionales para el manejo escénico y el juego de apariencias de los que ha dependido hasta la fecha el crecimiento del narcotráfico en México a través de una estrategia de complicidades y protecciones”. Escritas hace quince años, esas líneas describen puntualmente lo que vivimos hoy. Y si leemos lo que sigue, llegaríamos al foco de la crisis sistémica que no solo no tiene solución probable sino que aún puede empeorar: “En los últimos quince o veinte años, se ha visto crecer el narcotráfico mientras el Estado abandonaba sus obligaciones básicas: la defensa de la ley, la soberanía, la paz social, el monopolio de la violencia. A cambio, y mediante el dispositivo de trasvasar las identidades, de prolongar la fantasmagoría que difumina o encubre la mano negra del poder público, se ha puesto el propio aparato del Estado al servicio de los negocios ilícitos. El mayor de ellos” (Huesos en el desierto, pág. 108)

Sergio González Rodríguez tenía vocación de hermeneuta, explorador, pensador y detective: a Huesos en el desierto le siguieron El hombre sin cabeza y Campo de guerra, su trilogía de los fenómenos extremos, y escribió también la crónica–ensayo Los 43 de Iguala, en el que confirma lo que ya había expresado en su libro sobre los feminicidios de Ciudad Juárez: la aciaga condición existencial de nuestra sociedad, en la que la barbarie es parte de la costumbre y la crueldad ya no es atroz ni abominable sino el ambiente que delimita la supervivencia.

Como ensayista, además de Los bajos fondos, el antro, la bohemia y el café y De sangre y solEl Centauro en el paisaje fue su obra maestra. Tributo a la lectura, al arte que erige ciudades imposibles y torres babélicas de la razón, El Centauro galopa sobre horizontes fatalistas con planicies donde lo imaginario, como decía Breton, tiende a volverse real, al igual de lo que suele pasar en sus novelas (El triángulo imperfectoEl plan ShreberLa pandilla cósmicaEl artista adolescente que confundía al mundo con un cómic, entre otros), porque Sergio González Rodríguez escribía con espíritu de arqueólogo y explorador, de rescatista, por ejemplo, aquella misteriosa historia de Wilfrid Ewart, el infortunado escritor inglés que murió en México la noche vieja de 1922, que Sergio recuperó en un artículo de 1989 y cuyas conjeturas entusiasmaron a Javier Marías al otro lado del Atlántico. 


Personaje de Roberto Bolaño en 2066, Sergio González Rodríguez tuvo incontables lectores dentro y fuera del país, se convirtió en un referente de la prensa y la intelectualidad, él mismo fue un lector insobornable (sus listas anuales de los mejores y peores libros publicados eran el hándicap con más rating en nuestra mullida república de las letras), un lector que ponderaba que nada es fortuito ni fugaz pues, visionario como era, lo explicó así en El Centauro en el paisaje: “los libros, como las medusas, las mujeres y los tranvías, llegan inevitables a cada quien”.