domingo, 25 de octubre de 2015

Los diarios

25/Octubre/2015
Jornada Semanal
José María Espinasa

En los últimos años, diversas circunstancias han hecho que el género de los diarios o cuadernos de escritores tengan un cierto auge que, afortunadamente, aún no se puede calificar de moda. Lo primero en este cambio fue el ya anunciado desde hace años Diario, de Alfonso Reyes, que aunque todavía en proceso de publicación, ya es una realidad. Si bien el texto es decepcionante para el lector común, es oro molido para los investigadores. Reyes, además de su extensa obra y su infinito epistolario, se dio tiempo también para llevar un diario, libro de actas biográfico, reverso de la a veces aséptica vida literaria de la correspondencia, depositario de chismes e incluso maledicencias. No parece, insisto, tener en una primera aproximación un valor literario importante.
El segundo momento (o tal vez el verdadero arranque del auge) fue la publicación por entregas en la revista Letras Libres de fragmentos del Diario, de Salvador Elizondo, que llamaron la atención, se habló incluso de una posible edición de lujo, pues parte de su valor son los dibujos y pinturas que acompañan al texto. Esa edición no se ha llevado a cabo hasta ahora, y el diario, publicado en la revista, se volvió ya célebre, entre otras cosas porque Elizondo es uno de los referentes centrales actuales de la generación de La Casa del Lago para los nuevos escritores (ejemplo de ello: mientras escribo esto se inaugura en el Palacio de Bellas Artes una exposición sobre Farabeuf para celebrar los cincuenta años de su publicación), en tanto que, por ejemplo, Juan García Ponce, que fue esencial para los de mi edad, ahora es poco leído. Una de las razones para ese desplazamiento es el experimentalismo “clásico” del autor de Farabeuf, que además, por lo que se conoce de las páginas de su Diario, sobrevuela esa práctica autobiográfica.
A ello se suma el que de esa generación ni Inés Arredondo ni Juan Vicente Melo ni el propio García Ponce escribieron diarios o, en todo caso, no se ha hablado de ellos. No sabemos si los llevan realmente José de la Colina, Sergio Pitol, Elena Poniatowska y Margo Glantz, aunque en todos ellos la memoria es un elemento fundamental. A su vez la generación del ʼ68 usa la forma diarística con una enorme libertad –Héctor Manjarrez, Hugo Hiriart, Esther Seligson. En todo caso, los diarios de Elizondo, más que los de Reyes, volvieron a poner sobre la mesa la validez del lugar común de que en español no se escriben buenos diarios de fuste literario, y menos en México.
En el número de agosto de 2015 de la revista Letras Libres se publica la primicia de unos Diarios, se habla en la nota introductoria de mil páginas, de Alejandro Rossi, arropado por textos de Eduardo Huchín Sosa, sobre los de Reyes, de Teddy López Mills sobre la forma en que se leen y de Christopher Domínguez Michael sobre Paul Léautaud, un clásico francés del género. El propio Christopher ha contribuido a este renacer del diario como género al hacer, en los últimos capítulos de su libro sobre Octavio Paz, de su diario personal la “fuente” de sus interpretaciones.
Véase que Reyes, Rossi, Elizondo y el propio Domínguez parecen autores idóneos para llevar un diario. Rossi por la gracia de su prosa y el ingenio de su Manual del distraído y por la densidad de su novela, ya de por sí memoriosa, Edén, Vida imaginada. Elizondo por su cercanía con la escritura fragmentaria y Domínguez por haberse ocupado de ese género desde un punto de vista teórico. De Reyes elDiario era una asignatura pendiente, pues se sabía de su existencia, por la selección que ya se conocía, y por lo que se sabía de la extensión de lo que permanecía inédito, y entre más tiempo pasaba más expectativa creaba.
El panorama se completa con los tres tomos de El tiempo en los brazos, los cuadernos de trabajo de Tomás Segovia, de los hasta ahora mencionados el más importante literariamente y denso intelectualmente. No deja de ser sintomático queEl tiempo en los brazos, cuyos tomos segundo y tercero fueron publicados después del fallecimiento del autor, no haya recibido la atención que merece. No ocurre así con su poesía (en este mismo número 200 ya mencionado hay una espléndida nota de Carmen Boullosa).
En todo caso es evidente que se asiste en México a un momento importante en que ese tipo de escritura, adscrita a lo que los franceses llaman las escrituras del yo, surge o resurge. El hecho ya había ocurrido antes en Argentina y España, pero si bien pienso que en esos países se debió a una búsqueda literaria, en México se debe más bien a un hecho biológico: la muerte en un lapso relativamente breve de Elizondo, Segovia y Rossi y la aparición de sus diarios ante el público. De ellos sólo el segundo había dado a la imprenta el primer tomo de El tiempo en los brazos, aunque el primero había hecho público que llevaba un diario.
Aun así son pocos. En el mismo lapso fallecieron Rubén Bonifaz Nuño, Álvaro Mutis, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Federico Campbell (que había publicado en vida su extraordinario Post scriptum triste) y Vicente Leñero. No se ha hablado de que haya diarios inéditos de ellos, pero puede haber sorpresas, como los de Rossi. Y todo ello nos lleva a la pregunta fundamental: ¿es el diario parte de la obra, son obra en sí mismos? En el epígrafe que Huchim pone a su texto Reyes responde a la pregunta: “No, mi obra no es el Diario.” Y tenía razón. Pero la respuesta no es igual para todo escritor. Hay algunos en los que el diario es el género preciso –cito entre los franceses a Valéry, a Gide, a Charles du Bos y, en otras lenguas, a Virginia Woolf, Franz Kafka, Cesare Pavese– y su importancia acaba incluso si no devorando a sus obras mayores, sí rivalizando con ellas. No creo que esto suceda en el caso de los diaristas mexicanos mencionados, pero sí que dichos diarios serán en el futuro piezas claves para leer e interpretar su obra.
*Miembro Artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Héctor Manjarrez: “He seguido una fórmula a la que llamo la falsa autobiografía sincera”

24/Octubre/2015
Laberinto
Silvia Herrera

La contracultura forma parte de la obra de Héctor Manjarrez (Ciudad de México, 28 de octubre de 1945), pero no tanto como para considerarlo un escritor de la Onda como lo quería José Joaquín Blanco. Y si no fue ondero a la manera mexicana, se debió a que básicamente se formó en Europa. Belgrado, París, Londres, son sus ciudades de aquel continente. El amor, el arte, la política ocupan un sitio importante en su escritura. Al menos tres de sus libros han enriquecido nuestras letras: No todos los hombres son románticos(cuento, 1983), con el que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, La maldita pintura (novela, 2004) y París desaparece (novela, 2014). También ha escrito poesía —El golpe avisa(1977) y Canciones para los que se han separado (1985)— y ensayo —El camino de los sentimientos (1990)—. Ha sido traductor (Siete manifiestos dada, de Tristan Tzara, 1972, yLlámenme Ismael, de Charles Olson, 1977) e incluso se ha involucrado en la lexicografía con el curioso Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos (2011). En esta conversación hace un recuento de su producción narrativa y recuerda una faceta poco conocida de su trayectoria como hacedor de suplementos.

Acto propiciatorio (1970) y Lapsus (1971), tus primeros ejercicios creativos, se ubican en una zona experimental. En el primero priva la imaginación sobre la realidad, pero siento que en ambos hay una relación especial con el idioma.
Yo salí de México a los 17 años y me fui a Europa. Y como a esa edad mi padre me dijo “intenta durante un año ser escritor y luego ya veremos si lo eres o no”, en Acto propiciatorio tenía prisa por demostrar y demostrarme que había nacido para escritor, pero no podía escribir sobre la familia, que era el único material que tenía. Tampoco podía escribir sobre mis experiencias en los países donde viví precariamente. Lo que me sirvió fueron estos personajes un poco mitológicos —el chavo que sale de la pantalla de la tele, el millonario que acopia carteles de películas— porque ahí no se necesitaba realidad, no se necesitaban personajes concretos. La pregunta sobre el lenguaje es importante, porque si había algo que yo no oía era el español, al menos el español mexicano. Había amigos españoles, peruanos, chilenos y mexicanos que llevaban tiempo fuera de su país. Eso se nota en el libro. Luego está la fascinación de cómo hablan el francés los franceses y el inglés los ingleses. Porque es fascinante cuando descubres un lenguaje utilizado por aquellos a quienes es natural hablarlo. Creo que en Lapsus es donde más se explota el español, aunque también escribo en inglés y en francés.

En tu segundo etapa, que para mí incluye narrativamente No todos los hombres son románticos (1983), Pasaban en silencio nuestros dioses (novela, 1987) y Ya casi no tengo rostro (cuento, 1996), estás de regreso en México, pero la fuerza del lenguaje de No todos los hombres… nace de que la realidad está más presente, al igual que los elementos autobiográficos.
En cuanto a la autobiografía, creo que en No todos los hombres… encontré una fórmula que he utilizado, a veces más, a veces menos, a lo largo de todo este tiempo; no tiene nombre pero ahora le pongo uno que sería “la falsa autobiografía sincera” o “la legítima autobiografía mentirosa”. Creo que tienes razón cuando dices que Casi no tengo rostro es parte de ese ciclo. No me había dado cuenta, pero ya que lo dices me parece evidente.

En alguna declaración que hiciste en aquella época, decías que aunque se hablara de un hecho que sucedió, de todas maneras la literatura aparecía con sus leyes.
Como dice, creo que Vila–Matas, se trata de recuerdos inventados. Antes de escribir No todos los hombres… yo estaba embarcado u obsesionado con la idea de la novela y entonces una y otra vez me estrellaba con esa forma. Lapsus es novela porque así le puse, no porque propiamente lo sea. Yo me estrellaba repetidamente con esa forma porque era muy importante en América Latina y en Europa aún más. Al mismo tiempo, tenía una vida que me interesaba mucho: tenía una hija con la que yo vivía la mitad del tiempo y tenía que ser mamá y papá cuando me tocaba; vivía en comunas y me metí en todo tipo de cosas. Y cuando me sentaba a escribir mis novelas, no me salían. Hasta que en algún momento escribí el cuento “Historia”, que le dedico a David Huerta, que comencé en inglés. No porque pretendiera seguir escribiéndolo en inglés, sino porque el escribir los primeros párrafos en ese idioma me permitió encontrar la forma de hacerlo después en español o lo que fuera. Yo pensaba mucho en inglés, y lo sigo haciendo aunque ya no tanto. Luego lo traduje al español y me di cuenta de que lo que yo quería era escribir cuento. A partir de eso, me dije: “Puedo escribir un libro y ese libro será de cuentos”. Después hay un libro que sí es una novela, Pasaban en silencio nuestros dioses, pero es una novela que se impone porque me lo estaba pidiendo mi vida. Es una novela en la que mi vida tiene algo que ver con la vida de México, con la muerte de Pepe Revueltas.

En esa vida loca que mencionas, eres el primero en ver la muerte de Revueltas como un símbolo de la caída de un mundo: el de la militancia de izquierda.
La novela coincide efectivamente con el fin de una época, con el fin del 68 como mitología. En la tumba de Revueltas la gente cantaba “La niña de Guatemala” y vituperaba a Bravo Ahuja. Al salir del cementerio de La Piedad, recuerdo haber tenido la sensación de que no había vivido eso, sino que lo habían vivido ellos, los que estaban ahí conmigo, y que eso se había acabado. Es decir, yo lo había vivido vicariamente. A Revueltas lo vi una vez en mi vida y no me cayó muy bien, pero esa izquierda, ese 68, era lo que yo había vivido vicariamente con mis amigos al regresar a México en 1971. Mi regreso fue después del Jueves de Corpus; es más, pospuse el regreso por el Jueves de Corpus, preguntándome “¿a qué regreso a ese país?”, pero ya no podía detener las cosas. Tenía a la familia preparada y Londres me asfixiaba.

Para entrar a El otro amor de su vida: esa generación de la que hablamos termina sus sueños y comienza a buscar otra cosa. Me parece que eso es lo que está en la novela, con la que comienzas otra etapa de tu escritura. Además, eliges como protagonista a una mujer.
Con este libro estoy encadenando otra forma de escribir. En cuanto a la elección de una mujer como protagonista, lo que pasa es que en esos años en que mi vida me apasionaba mucho, e incluso desde mis días en Londres, la causa social que más me interesaba era el feminismo, así que no me sorprendió que la protagonista de El otro amor de su vidahaya sido una mujer. Otra vez, todo parte de una anécdota de mi vida. Lo que sucede después ya no sucedió en la vida real. Y fue una ocasión para retomar a algunas amigas feministas y poner en escena a Tlalpan, donde llevo muchísimos años viviendo, para poner a un viejo y querido amigo (Ludwig Margules) en el papel del músico que aparece inopinadamente en medio de lo que está sucediendo. Me divertía mucho lo que estaba escribiendo desde el punto de vista de  ella y de la voz de Ludwig en su español–polaco. Era un hombre al que adoraba y siempre teníamos planes para filmar alguno de mis cuentos.

De ahí saltamos a Rainey, el asesino, tu novela noir, más psicológica.
El comienzo fue una frase con la que me desperté: “A las 10:34 el rubicundo y esbelto sir John Rainey llegó en primera clase a Kings Road Station”. Y dije: “¿quién es John Rainey?” Después de darle vueltas me di cuenta que no era nadie, que no conocía a ningún John Rainey, salvo a una gran cantante de blues, y entonces puse entre paréntesis lo que está en el libro: “Para quienes no conozcan las islas británicas será útil señalar que, como buena parte de la aristocracia hereditaria nativa, sir John era un imbécil y un fatuo”. Y de ahí empecé a inventar la historia de un imbécil y un fatuo que se involucra por error en la muerte de un soldado argentino en las Malvinas.

Ahora llegamos a La maldita pintura. En su brevedad te das espacio para establecer una toma de posición ante el arte conceptual.
Yo puedo decir que es un libro que admiro. Y aunque, como observas, una parte es un ensayo sobre el callejón sin salida al que nos llevó la pintura del siglo XX, también es un libro que se escribió por sí mismo. Lo empecé antes que Rainey… pero lo publiqué después porque en algún momento me daba mucho miedo seguir escribiendo. No sabía adónde me estaba llevando este libro venenoso, enloquecido. Eso le dio, curiosamente, fuerza a Rainey…. De esa frase inicial que ya comentamos me agarré para comenzar la historia de una locura, una historia que también ocurre en Londres. Es decir, algo dentro de mí me decía que tenía que escribir esos libros. Tenía que aprovechar Londres como lugar. Al escribir Rainey…, al mismo tiempo podía tener La maldita pintura controlada, decirle: “No te estoy escribiendo a ti, estoy escribiendo esto y esto me está saliendo muy bien”. Si te fijas, Rainey… tiene un español impecable, hay un deleite en su uso. Cierto, al final está la locura del doctor Rainey, pero esa locura no era la mía, yo podía verla de lejos. Mientras tanto tenía a La maldita pintura esperando, pero cuando terminé Raineytuve que volver a enfrentarme con ella y escribir esas páginas difíciles. Por eso puedo decir que admiro ese libro, porque es un poco como si yo no lo hubiera escrito.

Ahora quiero conectar dos libros diferentes, esa mezcla de diario y crónica que esEl bosque en la ciudad (2007) y Anoche dormí en la montaña (cuento, 2013), unidos por una especie de búsqueda espiritual.
Escribí El bosque en la ciudad con problemas de salud, además de una necesidad de imponer orden en mi vida, no un orden férreo sino placentero. Decidí limpiarme los pulmones saliendo al bosque de Tlalpan, donde antaño corría kilómetros y kilómetros. Era ir y observar y luego, al regresar a casa, apuntar lo que había visto y oído. Eso me obligaba a ir los días en que tenía tiempo suficiente para una caminata larga y apuntarla; no tomaba notas, y no sé por qué tomé esa decisión, pero quizá fue buena porque me obligaba a ejercitar la memoria. Luego tuve una crisis de salud y lo interrumpí por más de un año. Salí de esa crisis, volví a caminar y a los diarios. Un día, al regresar, hice el apunte y dije: “ya, se acabó”, y dejé la libreta. Pasó el tiempo, uno, dos años, saqué los apuntes y me di cuenta que ahí había un libro aunque no sabía lo que había escrito. Quité dos o tres frases demasiado personales y lo pasé a la compu.
Fue un texto que me desbloqueó de muchas cosas, pues estaba escribiendo la segunda parte de Anoche dormí en la montaña, una novela en cuentos, algo que siempre quise hacer y casi nadie ha logrado. Leí lo que llevaba escrito, donde aparecía Concha, el personaje de El otro amor…, y me gustó mucho y escribí tres cuentos más. Regresé a la época en la que estuve en el desierto en Semana Santa, comiendo peyote. Le agregué otros rasgos al personaje, inventé cosas de ella y completé esa parte. Me di cuenta de que tenía otros cuentos acerca de mujeres y que sucedían en Londres, Nicaragua y otros sitios, y salió un libro en torno a las mujeres.

En Yo te conozco (2009), el protagonista es un niño. París desaparece no deja de ser un regreso a Lapsus. Sería como una ciudad que se te impone igual que Londres.
En Yo te conozco, el barrio que se me impone es el de mi infancia, el de la Condesa–Roma, periodo en el que estoy trabajando. Estoy leyendo libros para niños y cuentos de hadas, porque un escritor siempre está buscando su camino. Durante años, algunos de mis amigos me dijeron que tenía que escribir mis memorias porque, ya sabes, cuentas cosas en la cantina y te dicen “¡sensacional!”, pero cuando tratas de escribirlas son aburridísimas. He escrito cien cuartillas de memorias, de las cuales sobreviven diez en el libro de los niños que estoy escribiendo, y algunos apuntes que yo tenía sobre París. París desaparece empieza con una historia verídica, que es la del chavo muerto de hambre en un hotel de mala muerte con dos amigos homosexuales que discuten en la cama mientras él está buscando un franco en el suelo, un pedazo de pan o una fruta mordida porque se está muriendo de hambre. Esa anécdota es cierta y cuando terminé, dije: “es un buen cuento”, pero no le veía parentela con alguno de los libros en preparación. Luego sucedió algo dentro de mí y empecé a conectar mis recuerdos de París con una trama totalmente falsa. Y así fui inventando, me inventé un París no a la medida de la verdad, sino de las mentiras.

Hay una parte de tu biografía que me interesa de manera particular y que es poco conocida y reconocida: tu participación, junto con David Huerta y Jorge Aguilar Mora, en La Cultura en México a principios de los años setenta.
Hubo un momento en el que Fernando Benítez se cansó de dirigir La Cultura en México deSiempre. Vicente Rojo también se cansó y debo decir que, según mi experiencia, Benítez sin Vicente no era Fernando. Yo tenía amistad con Monsiváis desde Londres, así como con Rolando Cordera, que estudiaba allá y que es otro de los personajes del suplemento. No mencionaste a Carlos Pereyra ni a Paloma Villegas, que no aparecía en los créditos pero que era fundamental.
Cuando regresó de Londres ya habían sido directores José Emilio Pacheco, Gastón García Cantú... Hubo una crisis. José Emilio no quería dirigirlo y Vicente, a quien traté en Ediciones Era donde yo trabajaba, estaba dispuesto a seguir en la lucha si estaba alguien en quien confiara y ese personaje era Monsiváis. Al llegar, Monsiváis dijo que se hacía cargo pero no como director sino con una dirección colectiva y propuso a sus cuates Rolando Cordera, Carlos Pereyra y David Huerta; yo propuse a Jorge Aguilar Mora. Estaban otros, desde luego Paloma, Evodio Escalante y José Joaquín Blanco, que llegaron después. Monsiváis nos manipulaba, pero era necesario que así fuera. Estábamos en 1972 y era el post 68 en su auge, con todas las dudas y contrastes: gente yéndose a la guerrilla o súper pacheca. Ese equipo funcionó muy bien. Ya después nos peleamos pero fue una experiencia agradable. Todos bajo la dirección de un personaje extravagante, el jefe Pagés, que nos llamaba “Los putitos del hoyo negro”, del cual no sabíamos nada. Monsiváis era quien nos transmitía informaciones espeluznantes o esperanzadoras sobre él. Vivíamos en la luna, de verdad. Mezclábamos política con literatura. Éramos de izquierda pero no pendejos.

¿Te sientes satisfecho de esa experiencia?
Sí, ciertamente. Yo era un extranjero que no entendía nada ni sabía nada. Para mí, México era muy raro. Aprendí mucho, estaba viendo mi país a través de un consejo de redacción muy variado; ninguno era sectario y trabajábamos en común. Cierto que algunos lo hacíamos más que otros, pero era porque se nos daba la gana. Estaban los intereses políticos, literarios, filosóficos de cada uno pero se armonizaban. Además era la época en que nos fusilábamos todo; traducíamos de todas las revistas del mundo y no se pagaban derechos. Yo me fui indignado, pero no enojado. Otros sí se fueron enojados. Tengo muy buenos recuerdos de esa época.

Cuentistas

24/Octubre/2015
Laberinto
Santiago Gamboa

A pesar de haber admirado a muchos cuentistas, he escrito muy pocos cuentos y solo en una época de mi vida. La mayoría en París, a fines de los años noventa, y casi todos respondieron a mi falta de personalidad o incapacidad de decir no. Me explico. A diferencia de muchos colegas, mi primer libro no fue una colección de cuentos, sino una novela, y esto porque mi vocación de escribidor surgió justamente de mi pasión devoradora de lector de novelas. Sobre todo de autores latinoamericanos. Por eso lo que mi intención me dictó desde un principio fueron historias largas, complejas, con muchos personajes que permitían desdoblar la narración en un concierto de voces, contradictorias a veces, y cambiar de punto de vista a lo largo del argumento.

El primer cuento que escribí se llama “La vida está llena de cosas así” y surgió de una llamada telefónica del escritor chileno Sergio Gómez, a fines de 1995, quien me invitó a participar en una antología que, junto con Alberto Fuguet, pensaban titular McOndo. Me preguntó si tenía algún cuento para enviarles, y yo, incapaz de decir no, le dije que claro, que en un par de días le enviaba algo. Y me puse en la tarea. Gracias a ese pequeño cuento pude publicar al año siguiente mi segunda novela en España, Perder es cuestión de método, que muy poco después se editó en varios países europeos. En otra ocasión, hacia 1999, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era mi editora francesa, Anne Marie Metailié, quien me preguntó si tenía algún cuento de amor para una antología que estaba preparando con motivo de los 20 años de su editorial. Volví a decir que sí, y de nuevo me puse en la tarea. ¿Un cuento de amor? Lo más que logré fue algo que titulé “Tragedia del hombre que amaba en los aeropuertos”, una versión algo saltarina y accidentada del amor. Y así, cada cuento nació de un encargo. De mi incapacidad de decir no.

A estos vinieron a sumarse otros, escritos siempre para antologías y que circulan por ahí, pero cuando pienso en ellos me convenzo de que el novelista y el verdadero cuentista son dos animales diferentes en el ecosistema literario. Un gran cuentista como Julio Ramón Ribeyro, por ejemplo, nunca pudo hacer una novela que no fuera una sucesión de episodios (o cuentos), del mismo modo que para un novelista es difícil contar una sola y única historia, esférica, como decía Cortázar que debían ser los cuentos. Y ahí está Cortázar, otro cuentista insigne. Sus cuentos continúan teniendo una lozanía extraordinaria mientras que sus novelas decaen y envejecen mal. El novelista por excelencia sería Vargas Llosa. Sus novelas monumentales están a un nivel literario al que no llegan ni de lejos sus tímidos cuentos de Los jefes y Los cachorros. Pero, por supuesto, no podía faltar la gran excepción, el genio que contradice todos los esquemas y que se llama Gabriel García Márquez, cuyos cuentos y novelas son igual de geniales. Pero así es la literatura, reacia a cualquier dictamen de la razón.

sábado, 24 de octubre de 2015

Mario Vargas Llosa: “Llego a los 80 en un estado maravilloso”

24/Octubre/2015
Babelia
Juan Cruz

Este es Mario Vargas Llosa de cuerpo entero, el escritor de ficciones y el hombre. En marzo cumple 80 años; su vida personal ha conocido una transformación radical, que incluye una nueva relación sentimental que ha dado más que hablar de lo que él hubiera imaginado nunca, y ahora anuncia su editorial, Alfaguara, que cuando el Nobel de Literatura peruano cumpla aquella edad saldrá a la calle en todo el mundo de habla española su último libro, la novela Cinco esquinas. En esa obra, como en Conversación en La Catedral o en La ciudad y los perros, Vargas Llosa regresa a su tierra, Perú, el fundamento de su narrativa y el gran pesar y el gran gozo de su corazón y de su memoria. Esta entrevista versa sobre los temas capitales de su escritura, para qué le ha servido y le sirve escribir, y sobre aspectos actuales de su vida personal. Se la concedió a EL PAÍS, el periódico en el que colabora desde hace años, el pasado domingo a mediodía en el apartamento en el que vive en Nueva York, donde da clases en la Universidad de Princeton. Antes y después de la conversación, que aquí se transcribe tal como fue y enteramente, el personaje y la persona se juntan en un ejercicio extraordinario de memoria, de pequeños detalles, de historias que describe, oralmente, con la precisión que luego se conoce por la extrema eficacia narrativa, descriptiva, que hay en su obra completa. Por eso la primera pregunta va sobre su memoria.

PREGUNTA. ¿De dónde le viene esa capacidad para recordar tantas cosas?

Respuesta. No creas, recuerdo las cosas que tienen que ver con mi trabajo, las muy personales o familiares, y olvido muchísimas más de las que recuerdo, a todos nos pasa. Sí, me he dado cuenta de que recuerdo bastantes imágenes, episodios que se convierten luego en materia prima para mi trabajo.

P. ¿Cómo funciona eso?

R. De una manera totalmente inconsciente. Como todo el mundo, vivo toda clase de experiencias, pero hay algunas que la imaginación rescata, preserva, y de pronto de esas imágenes empieza a surgir una especie de fantaseo, pero sin yo darme cuenta. Hasta que de pronto me doy cuenta de que he estado trabajando inconscientemente en alguna pequeña historia, muy embrión de historia, a partir de algún hecho vivido, oído o leído. Siempre me ha parecido muy misterioso ese comienzo de todas las cosas que he escrito, por qué ciertos hechos tienen esa facultad de encender la imaginación, poner en movimiento la fantasía. Seguramente es porque esas experiencias tocan algún centro vital muy importante, pero que está hundido en el subconsciente. Nunca he sabido exactamente por qué ciertas experiencias tienen esa facultad y por qué tantísimas otras no.

P. ¿Qué centro vital cree que es ese?

R. No sé, probablemente si lo supiera el mecanismo no funcionaría con esa naturalidad. Tiene que ver con algunos hechos clave que constituyen la personalidad, la fuente de lo que es la psicología de un personaje. Lo que sé es que siempre ha ocurrido así, siempre es algo vivido el punto de partida de la fantasía, de la imaginación que está detrás de las novelas, de las historias. De las obras de teatro también. Creo que no de los ensayos; los ensayos son mucho más racionados, eliges los temas sobre los que quieres escribir, pero en el caso de la ficción no eliges, los hechos eligen a la persona y le empujan en determinada dirección. Aunque a partir de entonces empieces a trabajar con una gran libertad, creo que el punto de partida no es libre, es algo que la realidad impone a través de la experiencia vivida.
P. En su caso, la realidad tiene que ver muchas veces con su propia juventud o infancia, pero también con la realidad peruana.

R. Sí, sí, los años de formación de la personalidad son los años de la juventud, esos yo los viví en Perú y son los que más me han marcado. Mis primeros 10 años los pasé en Bolivia, una época que yo recuerdo como totalmente feliz, y jamás se me ocurriría contar una historia inspirada en unos hechos de esos años, tal vez porque fui feliz, porque viví sin ningún tipo de traumas. Creo que las experiencias traumáticas son mucho más fecundas para un escritor, por lo menos para un escritor moderno, que las experiencias felices. Las experiencias que para mí son más fecundas desde el punto de vista literario tienen que ver con conflictos, traumas, con momentos difíciles, con algún tipo de frustración o desgarramiento; o también de gran exaltación. No son hechos convencionales, esos hechos que no dejan mayor huella en la memoria; son hechos más bien conflictivos y muchas veces traumáticos.

P. ¿Ese es el caso de Cinco esquinas?

R. El caso de Cinco esquinas es muy interesante; a diferencia de otras historias, no tengo muy claro cómo se fue insinuando en mí la idea de esa novela. Comenzó con una imagen más bien erótica de dos señoras amigas que de pronto una noche, de una manera impensada para ambas, viven una situación erótica. Como era una imagen que me perseguía, empecé a escribirla, y ese fue el punto de partida. Luego se fue convirtiendo en una historia policial, casi en un thriller, y el thriller se fue transformando en una especie de mural de la sociedad peruana en los últimos meses o semanas de la dictadura de Fujimori y Montesinos, en un momento en que el sistema que habían construido comenzaba a descalabrarse por todas partes. Y en medio de una gran violencia, una violencia múltiple por el terrorismo; también por la violencia de la represión policial y militar y el gran desconcierto, desánimo psicológico y político colectivo e individual que vivía Perú. Y eso es lo que ha resultado. Cinco Esquinas fue un barrio importante de Lima; en él estaban las principales embajadas, la de Francia, Gran Bretaña y EE UU; un barrio que en la colonia había tenido una gran vitalidad, quizá las principales iglesias coloniales de Lima están en Cinco Esquinas. Luego decayó brutalmente, aunque a comienzos del siglo XX tuvo una especie de apogeo de otra índole porque se convirtió en el barrio del criollismo, de la música peruana, de los grandes guitarristas… Después continuó su decadencia hasta convertirse en un barrio muy peligroso, con mucho comercio de narcotraficantes y mucha delincuencia pública. Tanto que la última vez que estuve en Lima fui dos o tres veces a caminar por el barrio y a plena luz del día me advirtieron que no debía ir por allí porque era muy peligroso, porque podía ser asaltado, y que ahí solo estaban seguros los del barrio. Me pareció que en todo eso había como un símbolo de la sociedad y de la problemática peruana y me gustó la idea de que la historia se llamase Cinco esquinas como un barrio que de alguna manera es emblemático de Lima, de Perú y también de la época en la que está situada la historia.
P. Perú nunca se disuelve en usted.

R. No, no, las experiencias básicas, que son las de la formación de la personalidad, las viví en Perú. Conocí Perú cuando ya tenía 10 años; antes había vivido en Bolivia y siempre con la idea de que Perú era mi país, mi patria. Y regresé a un país en el que en Piura me consideraban un extranjero porque hablaba como un chico boliviano y los compañeros de colegio se burlaban de mí, decían que hablaba como los serranitos.

P. Quienes han leído Cinco esquinas dicen que tiene una fuerte carga erótica y también…

R. ¡Pues sí, sí! Una de las caras de la historia es una relación erótica muy fuerte que seguramente es como un refugio. Cuando no puedes escapar de la realidad por otros medios, el erotismo es una manera de escapar de la realidad, de no vivir la realidad que rechazas. Pero si hay un tema en Cinco esquinas que permea, que impregna toda la historia, es el periodismo, el periodismo amarillo. Fue un caso muy interesante porque la dictadura de Fujimori, sobre todo con Montesinos, el hombre fuerte de la dictadura, utilizó el periodismo amarillo, el periodismo de escándalo, como un arma política para desprestigiar y aniquilar moralmente a todos sus adversarios. Él contrataba periodistas, pagaba órganos de prensa para que aniquilaran moralmente a los adversarios y críticos. Esto ensució terriblemente el periodismo, le dio al periodismo una dimensión canalla, vil. En ninguna de las experiencias dictatoriales que ha vivido Perú el periodismo se había convertido en un instrumento tan eficaz para acallar y liquidar a la oposición sin hacer política aparentemente, simplemente descubriendo que los opositores eran escandalosos, ladrones, pervertidos… En fin, toda una serie de calumnias viles impregnaba a quien se atrevía a enfrentar y criticar al régimen. Ese es uno de los temas centrales de la historia. Al mismo tiempo también está la otra cara, cómo el periodismo, que puede ser algo vil y sucio, puede convertirse de pronto en un instrumento de liberación, de defensa moral y cívica de una sociedad. Esas dos caras del periodismo, que no solo aparecen en Perú, sino en todos los países y sociedades del mundo, son uno de los temas centrales de Cinco esquinas.

P. Usted sufre ahora el embate del periodismo canalla.

R. De la chismografía periodística, sí, sí.

P. ¿Cómo se siente al respecto?

R. Sabía que con esta nueva relación habría cierta repercusión de tipo periodístico, pero nunca en la vida imaginé que tendría esa repercusión continental, que hubiera semejante especulación periodística en torno. Tanto para Isabel [Preysler] como para mí ha sido muy, muy pesada en estos últimos meses. Bueno, es una realidad de nuestro tiempo, me ha permitido conocer un poco mejor un oficio que es el mío también. El periodismo ha sido central en mi vida, ha sido compañero de mi vocación literaria desde que era prácticamente un niño, porque empecé a hacer periodismo cuando estaba todavía en el colegio y nunca he dejado de hacerlo hasta hoy. Claro, yo he conocido sobre todo la mejor cara del periodismo. Ahora me ha tocado vivir la peor y comprobar que el periodismo como espectáculo no solo está presente en el periodismo especializado en el escándalo, en la chismografía, sino que el periodismo más serio se contamina también por esa necesidad contemporánea de que el periodismo sea entretenido, divertido; que la misión primera ya no sea informar, sino entretener a los lectores, oyentes o espectadores. Creo que es una realidad de nuestro tiempo. Y sin darme cuenta esto ha ido impregnando mucho la historia que escribí, nunca había pensado que fuera una historia sobre el periodismo ni sobre esta deriva del periodismo moderno.
P. El libro ha sido impregnado por la realidad que a usted mismo le ha ido sucediendo.

R. Por la realidad vivida, sí, sí. No solamente en los aspectos negativos, también en aspectos positivos de la experiencia que he vivido, aspectos sumamente exaltantes, rejuvenecedores, desde luego.

P. ¿Le ha herido todo esto?

R. ¡No, herido no! Me ha sorprendido mucho y me he visto muy desconcertado con esa trasgresión de la privacidad. Me mandaron los recortes de una revista en la que me habían fotografiado cortándome el pelo en una peluquería, saliendo de este edificio al ir a caminar por las mañanas. ¡Jamás descubrí que había un fotógrafo! Salgo a las seis de la mañana, y a esas horas ya había un fotógrafo que luego se metió en la peluquería donde me estaba cortando el pelo. Es sorprendente esa rama de periodismo que prácticamente nada tiene que ver con el periodismo de información, de comentario, el periodismo que tiene la vocación de defender o criticar ciertas cosas. No, no. Se trata de entrar a la privacidad por esa curiosidad malsana que la privacidad de las personas despierta en muchísima gente, y quizá en toda la gente, desde la más culta hasta la más inculta.

P. Una privacidad de toda su familia.

R. Han seguido absolutamente a toda la familia, todo el mundo ha tenido que pagar un poco cosas que hacía yo. Lo siento muchísimo, pero no había manera de evitarlo, y creo que en la vida presente no hay manera de evitarlo. Una de las características de la vida presente es que la privacidad ha desaparecido, ya no existe, hay una tecnología capaz de transgredir la privacidad a todos los niveles. Esto tiene efectos económicos, políticos, culturales, pero una de las consecuencias es que lo que entendíamos por privacidad, pura y simplemente, ya no existe.

P. En cierto modo le ha venido al encuentro lo mismo que usted anunciaba en su libro La civilización del espectáculo.

R. ¡Bueno, pues me tocó vivirla! Es un libro que escribí porque realmente creo que es un problema de nuestro tiempo, y de pronto ciertas circunstancias de mi vida privada han hecho que viviera desde dentro, desde el corazón mismo, La civilización del espectáculo.
P. ¿Le sirven los libros, la escritura, para ponerle serenidad a momentos así?

R. Sí, mucho. Escribir es un refugio extraordinario para encontrar la paz, la calma en momentos de gran desasosiego, de incertidumbre. Sí, escribir, encerrarme en el mundo que estoy tratando de inventar me arranca de la problemática personal y me hace vivir la fantasía. Mientras estoy escribiendo me siento invulnerable; cuando dejo escribir, las cosas cambian [risas]. Lo que no quisiera es darte una idea falsa y decirte que esta época para mí ha sido desastrosa. Por una parte ha sido muy complicada y muy difícil por muchísimas razones, pero por otra ha sido una época maravillosa de mi vida y quisiera que quedara muy claro. Nunca he tenido la exaltación, el entusiasmo, las ilusiones que tengo hoy día a una edad en la que generalmente ya no hay tantos entusiasmos [risas].

P. Decía que a esta edad querría estar con un gran danés e invernar.

R. ¡Quién iba a decir que iba a estar viviendo una gran pasión y organizando mi vida como si fuera a vivir eternamente!

P. A lo mejor vive eternamente escribiendo.

R. [Risas]. ¡Ojalá!

P. ¿Cómo le ha dejado la escritura de Cinco esquinas?

R. Como todos los libros que he escrito, salvo quizá La casa verde, donde creo que hay un engolosinamiento exagerado con la prosa, con el medio, con el instrumento. En todos mis libros la prosa ha tratado de ser funcional, estar al servicio de una historia y no la historia al servicio de una demostración de tipo retórico. No. Salvo en La casa verde, quizá ahí sí se pueda decir que la historia sirve tanto a la forma como la forma a la historia. En Cinco esquinas, como en las novelas anteriores, la prosa trata de ser invisible, de desaparecer detrás de la historia que cuenta para que sea la historia la que parezca vivir por sí misma. El método flaubertiano, que ha sido siempre el mío. Pero tenía un problema que resolver: la diversidad que tiene la sociedad peruana; los peruanos de una clase social encumbrada, los de clase media y los de un medio popular no hablan exactamente de la misma manera, hay muchas diferencias y modismos. Hay una naturaleza del lenguaje que expresa clarísimamente esa situación social, económica o cultural, es algo que he tenido muy presente y al mismo tiempo he evitado mucho ser folclórico, que la manera de hablar fuera al final más importante que el propio personaje, que se luciera ya desprendida del propio personaje. No, es algo con lo que siempre estuve en contra y creo que mi generación ha sido una generación de escritores que reaccionó muchísimo contra eso, la explotación del color local, contra esa especie de estriptís lingüístico que hacía toda la literatura criollista, localista. Ha sido un trabajo del lenguaje para que fuera lo más invisible posible, pero que al mismo tiempo sirviera mucho para mostrar las diferencias sociales, económicas y culturales de una sociedad tan compleja y diversa como la peruana.

P. La gente puede tener la tentación de pensar que esa excursión erótica que constituye también la novela es una novedad. Evidentemente, no lo es, porque están Los cuadernos de don Rigoberto, Elogio de la madrastra, Las aventuras de la niña mala…

R. Carmen Balcells, pobre, una amiga tan querida, fue una de las primeras en leer Cinco esquinas en manuscrito y me preguntó: “¿Las escenas eróticas las has escrito recientemente o las has escrito antes de…?” [risas]. Le dije que esa era una pregunta insolente que no le iba a responder. [Risas].

P. Ni ahora tampoco.

R. [Risas]. No, tampoco.
P. Pero es cierto que siempre tuvo el erotismo como una línea. La niña mala, por ejemplo.

R. Cuando estaba en segundo o tercer año de universidad trabajé como ayudante de bibliotecario en el Club Nacional, el club de la oligarquía peruana en esa época, y allí descubrí el erotismo literario en su rama francesa. Lo leí porque había una colección maravillosa de literatura erótica francesa. En algún momento, un bibliotecario había adquirido entre otras cosas toda la colección de los maestros del amor, que dirigió Apollinaire, prologada por él, con muchos libros anotados por él. En esa época, igual que los grandes maestros del erotismo del siglo XVIII, yo llegué a creer que el erotismo era la fuerza revolucionaria principal de una cultura, de una época, y que a través del erotismo se podía transformar una sociedad tan profundamente como con una revolución política. Era una gran ingenuidad, pero siempre he creído que el erotismo de alguna manera expresa profundamente las limitaciones, las libertades, las represiones que vive una sociedad. Sí, el erotismo ha estado muy presente dentro de lo que es una literatura que ha tenido mucha fascinación siempre por lo que es la lucha contra las represiones, los prejuicios, contra esa deformación del ser humano por razones religiosas o ideológicas. Sí creo que la libertad se expresa también en la cama, que la cama es donde se manifiesta el grado de libertad que existe, igual que el grado de represión, de limitación de los instintos, de los deseos que expresa toda una sociedad.

P. Va a cumplir 80 años.

R. No me lo recuerdes, por favor. ¡Si eres mi amigo, no sé por qué me lo recuerdas! [risas].

P. Sí es interesante constatar que no ha dejado de trabajar nunca.

R. ¡Ni voy a parar, ni voy a parar!

P. ¿Recuerda que haya habido algún momento de bajón en su vida, una interrupción?

R. Sí, ha habido momentos de gran depresión que he superado rápidamente y en gran parte gracias a mi vocación. Mi vocación es la gran defensa que yo he tenido contra la desmoralización, la depresión. Hace poco he visto en Nueva York la magnífica exposición sobre Hemingway. Es impresionante comprobar cómo por un lado existe la cara pública de este personaje, un aventurero, boxeaba, cazaba, pescaba, corría toda clase de riesgos, daba la impresión de ser un hombre que vivía la vida en toda su riqueza. Y en realidad te das cuenta de que era una fachada, que detrás de eso había un hombre desgarrado, con depresiones, desmoralizaciones, que buscaba en el alcohol una especie de salvación que no conseguía, que la lucha contra la impotencia, contra la falta de memoria, fue un drama de los últimos 10 años de su vida y que, al final, acaba matándose derrotado por esos demonios de los que nunca pudo liberarse. En un momento dado, la literatura ya no le sirve, ya no lo defiende, ya no lo redime. Yo espero que en mi caso nunca llegue ese momento. Al mismo tiempo uno tiene que aceptar la muerte, no tiene sentido rebelarse contra lo irremediable, pero es muy importante llegar vivo hasta el final, no morirse en vida, es el espectáculo más triste que puede dar un ser humano, perder las ilusiones, convertirse en un ser pasivo. Hay muchísimos casos y no solo de escritores, pero es el espectáculo que siempre me ha parecido más lamentable. A mí me gustaría llegar vivo hasta el final. Recuerdo la madrugada en la que me dijeron que me habían dado el Premio Nobel de Literatura porque inmediatamente pensé: “No voy a dejar que este premio me convierta en una estatua, en una especie de figura de cartón piedra, voy a seguir vivo hasta el final actuando y escribiendo con la misma libertad con la que escribía antes de recibirlo”. Existe la idea de que el Premio Nobel te convierte en una estatua y de que te mueres en vida, ¡pues no!, no ha ocurrido y espero que no ocurra. Y espero que la muerte llegue como una especie de accidente…

P. Como decía Alberti, mientras está conversando.

R. Eso es. Me parece la forma ideal de morir, con una vida que hasta el final haya sido una vida intensa, espléndida.

P. En 1990 tuvo un incidente público importante, perdió las elecciones en Perú. Entonces hizo unas declaraciones en la revista Paris Review que siempre me llamaron la atención: “Me niego a admitir la posibilidad de que ya he dejado atrás mis mejores años y no lo admitiré ni aunque me viera enfrentado a las evidencias”. El periodista luego le pregunta por qué escribe y usted contesta: “Escribo porque soy desdichado. Escribo porque es una manera de combatir la desdicha”.

R. Es una gran injusticia decir que soy desdichado, la vida ha sido muy generosa conmigo, me ha dado cosas maravillosas como, por ejemplo, poder dedicarme a escribir, poder dedicar mi vida a lo que me gusta, lo mejor que le puede pasar a una persona. He tenido muchísimas experiencias maravillosas. No soy desdichado, lo que ocurre es que nadie que no sea un tonto es feliz siempre, es imposible ser feliz siempre, pero creo que he vivido más momentos de felicidad que momentos de dolor y de sufrimiento, sin ninguna duda. Creo que estoy llegando a los 80 años en un estado realmente maravilloso de vida, de vitalidad, abierto al mundo, viviendo experiencias riquísimas que me rejuvenecen y que, sobre todo, me dan una gran fuerza para hacer proyectos como si no hubiera límites. Es lo mejor que le puede ocurrir a una persona.
P. A medida que ha pasado el tiempo, sus libros han ido siendo más luminosos y más aventureros, tanto los de ficción como los de no ficción.

R. Quizá puedo vivir ahora más aventuras con la imaginación, con la fantasía que en la realidad. Tengo ciertas limitaciones que impone la edad, pero la verdad es que, a pesar de ello, procuro también no quedarme inmóvil ni intelectual ni físicamente, es importante moverse, siempre me estoy moviendo y voy a seguir moviéndome mientras pueda.

P. Quería decir que en La ciudad y los perros, en La casa verde y sobre todo en Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa analiza o mira la realidad con cierta melancolía, como se dice al principio de Conversación en La Catedral. Y en esos libros hay como una lucha del autor por narrar por qué no le gusta la realidad que ve. Sin embargo, luego ha estado en la Amazonía, en Congo, ha buscado a Paul Gauguin, ha buscado en la aventura de otros también la aventura propia.

R. Sí, eso es muy exacto, he buscado en la aventura de otros la aventura propia, experiencias que desde luego me hubiera gustado vivir. Muchos de los personajes históricos que aparecen en mis novelas son personajes que de alguna manera me habría gustado encarnar, no solo buenos, sino malos personajes también en lo que representa vivir un poco en los límites, más allá de los límites, rompiendo los límites. Es un tipo de personaje que siempre me ha fascinado en la literatura y desde luego en mis propios personajes hay un eco de esa actitud. Pero la gran aventura de mi vida ha sido la literatura, sin ninguna duda, no solo lo que he escrito, sino lo que he leído. La lectura, experiencia fundamental para mí, me ha hecho vivir de una manera maravillosa, y por eso veo con cierta angustia la posibilidad de que la lectura pudiera ir, no desapareciendo, pero sí empobreciéndose cada vez más, llegando a menos gente. La lectura ha sido una fuente tan rica de goce, de placer, justamente de vivir las vidas intensas de la aventura, que se cegaría una fuente fundamental de la vida si la lectura pasara a ser en el futuro una actividad de minorías, de catacumbas.

P. Aquellos libros primitivos tan densos y preocupados por la realidad, sobre todo Conversación en La Catedral, La casa verde o La ciudad y los perros, ¿cómo le dejaron como ser humano?, ¿cómo le hicieron como persona?

R. Son libros que me hicieron madurar mucho, entender mejor el mundo en el que vivía. Esa es una de las funciones que tiene la literatura; la que escribes y la que lees te sitúa mucho mejor en el mundo, no digo que te dé seguridades porque a veces te da muchas incertidumbres, pero creo que entiendo mucho mejor el mundo gracias a aquello que he leído y a aquello que he escrito que antes de que leyera o escribiera ciertas cosas. Te da una cierta perspectiva sobre la realidad, sobre la experiencia humana; también sobre la vida política y la sociedad que no necesariamente se traduce en conformismo, pero sí en una comprensión mayor, más cabal. Y quizá una menor intransigencia que la que tienes cuando eres joven frente a esa cosa compleja, diversa, que son las relaciones humanas. Espero que también se haya reflejado en lo que escribo, es desde luego una actitud mía frente a la vida, soy menos intolerante que cuando era joven, quizá porque veo que las cosas son menos terribles desde el punto de vista social y político en mi propio país, en América Latina, de lo que eran cuando yo era joven. Cuando era joven tenía la sensación de que no había salida y esa desesperación está muy presente en La ciudad y los perros; quizá en Conversación en La Catedral también hay un pesimismo muy profundo que ya no tengo ahora. Cuando salí de Perú, en 1958, sí lo tenía, quería escapar como de una especie de cárcel perpetua de la que si no salía, jamás iba a ser un escritor, jamás iba a tener la posibilidad de la felicidad. Esa actitud no la tengo ahora, ha habido y hay un progreso en Perú y en América Latina, estamos muy lejos de alcanzar lo ideal, por supuesto, pero sin ninguna duda ha habido un progreso, y creo que en el mundo también.

P. En El pez en el agua se advierte esa melancolía cuya escritura coincide con el momento en el que intentas ir a Perú y sin embargo…

R. …porque El pez en el agua es un libro testimonio de un fracaso. Hubo una oportunidad, una movilización de muchísima gente para hacer un gran esfuerzo de modernización del país, y fracasamos. Fracasamos en una campaña electoral, pero eso no quiere decir nada, a la larga Perú ha avanzado. Muchas de las ideas que defendimos quienes nos embarcamos en esa aventura del Movimiento Libertad y el Frente Democrático han prosperado, si no exactamente como nosotros lo proyectamos, sí poco a poco, han ido siendo aceptadas por la propia sociedad, la sociedad se ha movido en esa dirección y ha habido progresos indiscutibles, en Perú se vive mucho mejor hoy que en la época de la dictadura. Lo que ocurre en Perú ocurre en la mayor parte de los países de América Latina, sin engañarse respecto a los enormes problemas, pero es preferible tener Gobiernos democráticos, aunque sean corruptos, que dictaduras, que son también siempre corruptas y además más brutales y sanguinarias. Es preferible ir avanzando poco a poco y renunciar a la idea de la utopía social si la utopía social solo nos ha traído guerras civiles, represiones brutales y Gobiernos dictatoriales. En todos esos sentidos hay un progreso en América Latina y en el mundo, aunque han surgido enormes desafíos, enormes problemas. Eso es la vida, la vida va a ser siempre eso y no va a cambiar. Y tenemos también la literatura, que creo que es la mejor manera de mantener viva la esperanza, el espíritu crítico, y un refugio maravilloso para cuando nos sentimos solos, deprimidos, desmoralizados, derrotados. La literatura nos redime, nos salva. Hay que defenderla para que no desaparezca.
P. En muchos textos suyos se advierte una actitud bastante flaubertiana, referida a su falta de talento, según usted, que ha tenido que luchar para hacer…

R. Es una más de las cosas que yo le debo a Flaubert, el haber demostrado que si no tenías un talento natural, que si no nacías genio, podías llegar a ser un buen escritor a base de perseverancia, de terquedad y de esfuerzo. Es la gran lección de Madame Bovary, una novela escrita por un hombre que al mismo tiempo que escribe va conquistando y construyendo milímetro a milímetro su genio, con un esfuerzo gigantesco a base de voluntad, de terquedad, de trabajo. Esa es la gran enseñanza. Era un gran pesimista, un escéptico terrible, pero nos demostró que el genio se podía construir si no lo tenías. Una lección absolutamente fundamental para mí.

P. Lo cierto es que los primeros libros grandes también parecen un ejercicio de estilo para demostrarse a usted mismo que lo puede hacer.

R. Un esfuerzo enorme. Siempre tengo la idea de la novela total, la novela como una obra de arte en la que la cantidad es un factor esencial de la calidad, y que mientras más niveles de realidad se expresan en una novela, mayor es la posibilidad de que la novela sea mejor. Sí, he trabajado muchísimo y creo que está muy presente a lo largo de todo lo que he escrito, pero en literatura no hay reglas fijas y las excepciones son tan importantes como las reglas. Puede haber una pequeña obra que simplemente muestre un fragmento mínimo de realidad y que la muestre con tanto talento, con tanta belleza e intensidad que esa obra sea una gran obra. La metamorfosis es un libro absolutamente genial, o El viejo y el mar, y son pequeñas historias, pero que tienen esa capacidad de simbolizar la condición humana, aquello que de mejor hay en el ser humano. O también lo peor. Sí creo que la novela total es un ideal, pero de ninguna manera el único ideal en literatura, hay pequeñas obras maestras que lo son.

P. ¿De veras a estas alturas sigue creyendo que no tiene talento?

R. No tengo talento natural, me cuesta trabajo escribir, cada vez me cuesta más, supongo que porque el sentido autocrítico se ha agudizado con los años y la práctica, pero me cuesta un trabajo enorme. El practicar tantos años la literatura no me ha dado más facilidad, más seguridad, en absoluto; cuando comienzo una historia tengo la misma inseguridad, esa especie de indefensión que sentía cuando escribía mis primeros textos. Eso no ha cambiado, felizmente, porque creo que ese esfuerzo te exige una convicción, una pasión que ojalá nunca se me acabe. Para mí nunca ha sido algo mecánico escribir, ni siquiera un texto pequeño ni los artículos que escribo, siempre me vuelco de una manera íntegra, total, en lo que trabajo.

P. En algunas de sus declaraciones y en textos escritos por usted hay una competencia entre dos grandes libros suyos, Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo. A veces parece que entre los libros suyos que no quemaría estaría Conversación en La catedral y otras veces La guerra del fin del mundo.

R. Son de los que más trabajo me ha costado escribir, muy difíciles de escribir por distintas razones, por la historia, por dónde estaban situadas, por el contenido histórico, me han costado un esfuerzo enorme. Es muy difícil para un escritor decir qué libro de los suyos salvaría porque todos han representado un periodo de vida, de dedicación, de entrega y de ilusiones, es como pedirle a alguien que elija entre sus hijos a quién salvaría o mataría. No puedes decidirlo con objetividad, es imposible; cuando cito esos libros es simplemente por el esfuerzo que me costaron y el tiempo que les dediqué, lo que no quiere decir que sean los mejores que he escrito, no necesariamente.

P. ¿Sería legítimo pensar que el tiempo tanto como la realidad han afectado a esos libros?

R. Cuando sale, Conversación en La Catedral tiene muy pocos lectores, es la realidad; algunos críticos lo elogian, pero muchos no, piensan que es excesivamente oscuro, difícil, que plantea demasiado esfuerzo al lector. Sin embargo, la alegría que a mí me ha dado es que ha sido un libro que ha ido conquistando lectores poco a poco y que es una novela que está viva porque siempre se reedita, incluso los críticos tienen ya una opinión favorable. Me alegro mucho, sin ninguna duda es uno de los libros que más trabajo me costó escribir y en el que estuve trabajando al principio como a ciegas, sin saber cómo iba a poder integrar toda esa materia anecdótica que tenía. Por eso digo que si tengo que quedarme con uno, quizá me quedaría con él.

P. Podríamos pensar que es un libro heredero de ese momento literario que hay alrededor de su escritura.

R. Seguramente, los libros te reflejan también la época en que se escriben. Hay un momento de idolatrías en América Latina, la de los escritores latinoamericanos con las formas, precisamente para distinguirse de los escritores anteriores que desdeñaban tanto la forma y pensaban que era el tema lo que determinaba el éxito o fracaso de una historia. Mi generación descubre que no, que es la forma lo que determina el éxito o fracaso de una historia. Ese engolosinamiento con la forma, con el lenguaje, con la estructura, la organización del tiempo de una historia, se refleja mucho en La casa verde. De ninguna manera rechazo esa novela, pero es una novela en la que creo que la forma es un personaje, un tema de la historia, y es el único caso entre todas las cosas que he escrito del que se pueda decir eso.
P. ¿Cree que uno no sale indemne de una gran novela? Una frase que no sé si es suya o de Hemingway.

R. No sé si es mía, ojalá lo fuera, me parece muy bonita, es la pura verdad. Creo que uno no sale indemne de una novela. Leer El Quijote, Los miserables, Guerra y paz, Madame Bovary te transforma… Han sido experiencias absolutamente fundamentales. Antes seguramente haber leído La condición humana, de Malraux, un libro que creo está muy injustamente descuidado, considerado más bien menor, creo que es una de las grandes novelas del siglo XX, la he leído varias veces. Y no solo novelas, he leído libros de crítica; ensayos como La estación de Finlandia, de Edmund Wilson, lo he leído dos o tres veces y creo que me ha marcado enormemente por la extraordinaria vitalidad que tiene. Es un ensayo sobre cómo nace la idea socialista, en qué se transforma, qué fenómenos sociales y culturales genera. Es un libro en el que las ideas son como personajes, seres de carne y hueso que viven aventuras, tienen efectos sociales, políticos, maravillosamente escrito. Me ha marcado mucho. También ciertos ensayos de Bataille, como La literatura y el mal, un libro que leí en estado de trance porque me reveló un aspecto de la literatura que yo creo que existe y que Bataille vio maravillosamente: que en la literatura se expresa algo que solo se puede expresar en la literatura. Él decía que esos fondos reprimidos que permiten la vida en sociedad, todo aquello que si tuviera derecho de ciudad provocaría hecatombes, catástrofes, haría que nos matáramos todos, ciertos instintos, deseos que están ahí y no podemos erradicar sumidos en el fondo de nuestra personalidad, encuentran en la literatura un camino privilegiado para expresarse. Me pareció tan absolutamente exacto que estoy seguro de que ese ensayo me ha enriquecido, se debe expresar en lo que escribo aunque yo mismo no sea consciente de cómo.

P. Durante sus primeros escritos sobre sus influencias literarias ha ido nombrando siempre a los mismos, Faulkner, John Dos Passos…

R. …sería muy injusto que no los nombrara.

P. Quiero decir que ha sido muy consistente, incluso Sartre, al que abandonó, pero que sigue estando ahí. ¿Se ha diluido ya toda esa influencia y ahora hay un estilo Vargas Llosa? ¿Se siente el titular de un estilo?

R. No, en absoluto, y si lo tuviera, no podría darme cuenta de en qué consiste. Borges dice que cuando te miras en el espejo no sabes cómo es tu cara. Es muy exacto, cuando escribes no sabes cómo escribes, lo sienten los lectores, los críticos, pueden establecer diferencias, similitudes, pero uno mismo es totalmente incapaz de hacerlo. No podría juzgar mi obra en comparación con otros, no tengo distancia con mi obra, mi obra es lo que yo soy y yo no sé exactamente cómo soy.

P. ¿Cree que ya ha hecho lo que tenía que hacer?

R. No. Todavía no, y espero seguir haciéndolo [risas], espero que mi mejor libro sea el próximo que escriba, que no esté atrás, sino por delante, que sea un desafío y que la muerte me pesque escribiendo mi mejor libro. Ese es mi gran sueño.

P. Ha escrito un libro fundamental, El pez en el agua. Las dos situaciones que describe en ese libro, su juventud y su aspiración a ser presidente de Perú, terminan de la misma manera, en un viaje a París. Ahora ha cambiado de vida, ha terminado un libro, ha muerto una de sus grandes amigas, Carmen Balcells…

R. … y no solamente amiga, una persona que ha sido fundamental en mi trabajo y en mi vocación. Ha sido fundamental en la vida cultural y literaria de mi lengua, de España y de América Latina, y a la que estoy seguro de que en un futuro tendremos que rendirle muchos homenajes.

P. Termino. ¿Siente como que está en medio o a punto de uno de esos viajes que narraba en El pez en el agua?

R.Pues estoy viajando, creo que el viaje ya lo he emprendido, lo estoy haciendo, mi vida privada ha sufrido una especie de transformación muy profunda, soy inmensamente feliz porque es una experiencia que me ha enriquecido extraordinariamente y lo único que lamento es que la felicidad se consiga muchas veces causando infelicidad a tu alrededor. Desde luego que eso lo lamento muchísimo, pero me siento muy ilusionado, realmente muy rejuvenecido, y tengo mucha esperanza de que en el futuro esto tenga un efecto no solo en mi vida privada, sino también, y fundamentalmente, en mi trabajo de escritor.

domingo, 18 de octubre de 2015

El insólito caso del gran poeta Gabriel Zaid

18/Octubre/2015
La Jornada
Elena Poniatowska

¿Cómo es posible que un escritor que jamás aparece en público, rechace a los fotógrafos y se niegue a dar entrevistas y conferencias tenga la presencia y la fuerza moral de Gabriel Zaid? ¿Será porque es ingeniero y está acostumbrado a las estructuras sólidas y concretas, a levantar torres de soledad y de silencio en las que el vecino de abajo no puede ser molestado por el arrendatario de arriba? ¿Cómo ser un hombre público sin aparecer ni figurar, sin que nadie logre seguirlo en la calle porque no tiene idea de quién es? ¿Cuánta fuerza interior se necesita para permanecer al margen de la vida literaria que glorificaron en Francia los hermanos Goncourt? ¿Cuánta convicción y fuerza de carácter se requiere para no dejarse llevar por el aplauso? ¿En qué momento tomó Zaid la decisión de apartarse de la feria de vanidades y mantenerse lejos de la publicidad? Quizás en el mismo momento en que comprobó que en países como el nuestro exponerse es esclavizarse a una interminable lista de compromisos, atarse a un público que espera que el intelectual todo lo sepa y de todo opine, desde los beneficios del Yakult en ayunas hasta el resultado de las últimas elecciones presidenciales. No importa que tenga que dividirse en diez para asistir a todos los actos a que lo invitan como sólo lo logró Carlos Monsiváis: presentaciones de libros, manifestaciones en contra del gobierno en turno, reclamos ante la Suprema Corte de Justicia, exposiciones de pinturas, conferencias, y que opine de política venga o no al caso, el público se le echa encima como en Circe, ese extraordinario cuento de Cortázar, hasta exprimirle el corazón y el alma.

En nuestros países es tal el vacío de líderes políticos que la gente entroniza al escritor en un altar al que puntualmente le enciende su veladora siempre y cuando opine en favor de en contra de. ¡Ah!, pero si se le ocurre salirse del libreto que a la mayoría atrae, entonces lo tildan de vendido traidor reaccionario y recomiendan no hacer caso a semejante guiñapo. Escritores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz y Carlos Fuentes han sido convocados a ser embajadores, secretarios de Estado y hasta presidentes de su país. Vargas Llosa fue candidato a la presidencia de Perú al que habría gobernado mucho mejor que el horrible Fujimori que jamás le llegó a los tobillos.

Quizá todo esto espantó a Gabriel Zaid y recordó la sentencia de ese otro gran crítico que fue Jorge Cuesta, quien sostenía que la primera obligación del escritor es escribir bien; Zaid tomó el consejo al pie de la letra y se concentró en una escritura por demás admirable, pero no encerrado en su torre de marfil, porque a pesar de no ser un intelectual público sus temas son tan vigentes como incisivos. La educación, la lectura y los libros han sido sus preferidos en un país en el que en promedio se leen dos libros al año y que ha llevado a los cerebros en el poder a crear un eslogan que sabe a emulsión Scott: Lee 20 minutos al día, de la misma manera aconsejan hacer 20 minutos de ejercicio al día para evitar la obesidad, que por cierto es lo único en lo que superamos a nuestros vecinos del fast food, el tv dinner, las palomitas y la coca.

Hay que destacar que Zaid es un bicho raro en un país en el que el rige el protagonismo; mientras más conferencias de prensa y reuniones se acumulen en la agenda del escritor más alto asciende su figura en el altar, incluso más que la mismísima Guadalupe, que ya es mucho decir.

Hace mil años coincidí con él en algún acto en el Palacio Nacional y un fotógrafo de prensa le tomó una instantánea en el patio interior en un barandal en el que ambos nos habíamos recargado. Gabriel lo correteó y le ganó. Hace mil años también solía yo llamarle a su trabajo a eso de la una de la tarde a Ibcon SA y me daba muy buenos consejos. Con un seco no lo hagas me salvó de meter una pata elefantiásica cuando le conté de una propuesta que creía yo buenísima. Resultó un asesor excelente y por vez primera el Pen Club tuvo una posibilidad de subsistir. Recibir sus consejos áulicos era un deleite y nunca me los negó, creo que porque a él le gustan las polacas. Otras figuras públicas se convierten en vedettes como ironizaba Guillermo Haro y hasta tienen un servicio de prensa que busca su nombre en todos los periódicos, un noticiero matutino que los anime o los mande al abismo. Pero a Zaid eso ni le va ni le viene, aunque es un intelectual sofisticado, ensayista de excepción, miembro del Colegio Nacional (en el que no cobra un centavo), consejero de Octavio Paz y de Enrique Krauze, amigo de José Emilio Pacheco, colaborador de la revista Letras Libres y del periódico Reforma. Guardo con fervor todos sus libros, los de poesía Práctica mortal y Campo nudista, entre otros, así como El progreso improductivo y Los demasiados libros, que me hacen recordar que Zaid es un ingeniero, un analista, un escritor capaz de demoler cualquier argumento, uno de los jueces más estimulantes y comprometidos de la literatura contemporánea, pero también de las terribles fallas de nuestro gobierno y, como pidió Maquiavelo, uno de los pocos que siempre ha guardado distancia del príncipe. Además, como escribe Víctor Hugo Piña en Reforma del 19 de enero de 2014: Zaid escribe para hacerse oír, no para dejarse ver.

También es casero y cultiva su chinampa. Gabriel Zaid es buen jardinero; recoge en su morral poesía sofisticada y en la poesía popular es pizcador algodonero de todos los romances viejos, calaveras, letreros de camión y de letrina, así como la poesía inocente que florece en este país de nuestras tristezas y de nuestros amores. También incluye desde los poetas de la Nueva España, los románticos, modernistas y contemporáneos hasta el arribo de Octavio Paz, los poemas ideográficos, las diatribas, las sátiras, los himnos, los corridos. Recibe a todos los viajeros, checa sus boletos y consigna las expresiones poéticas mexicanas. Y de repente los poemas, las rimas, los versos se nos hacen tan accesibles como las pepitas, los cacahuates, los tamales, las garnachas, las tortas de pierna, los tacos al carbón, el agua fresca, los mangos verdes y las jícamas blancas con chile, sal y limón.

Pocos saben que es experto en poesía indígena: cora, chinanteco, huichol, lacandón, marantino, maya peninsular, mixe, mixteco, náhuatl, otomí, quiché, seri, tarahumara, tarasco, tzotzil, zapoteco y zoque. Conoce refranes y conjuros, arrullos y trabalenguas, además de saberse de memoria La suave patria y El brindis del bohemio. En su Ómnibus mexicano siempre viajaron los frutos y las flores de la tierra.

Aunque Gabriel Zaid nunca da entrevistas, tuve la fortuna de que me diera una (pequeña) el lunes 17 de enero de 1972. Entre los libros que más se mencionaron ese fin de año estuvo Ómnibus de poesía mexicana. La gente no suele leer poesía, sin embargo, durante vacaciones todos nos llevamos el cargamento de poemas que Zaid supo escoger, un buen tomo de versos donde leer y releer con gusto; un libro flexible y elástico que cabe en el veliz, que toma la forma de la arena caliente, que se amolda al pasto; que se lee tirado de panza en el campo, que puede llevarse bajo el brazo; un libro de canciones domingueras; un libro alegre y fácil sobre la mesa del comedor junto a la manzana y el queso y la copa de vino tinto; un ómnibus de poesía que se confunde con el tejido, porque entre una hilera de derecha, otra de izquierda, y cuatro puntadas de arroz, más dos de resorte, puede tararearse mientras descansan las agujas: No quiero paz/ ni quiero unión;/ lo que quiero son balazos./ ¡Viva la Revolución!

Y se descubre con sorpresa que la canción Usted fue escrita nada menos que por Elías Nandino en 1903: Usted es la culpable/ de todas mis angustias/ y todos mis quebrantos./ Usted llenó mi vida/ de dulces inquietudes/ y amargos desencantos./ No juegue con mis penas/ ni con mis sentimientos/ que es lo único que tengo./ Y que Naranja dulce, limón celeste tiene rimas insospechadas: Naranja dulce/ limón celeste/ dile a María/ que no se acueste. /María, María/ ya se acostó/ vino la muerte/ y se la llevó. Se disfrutan los refranes populares: Mala yerba nunca muere/ y si muere ni hace falta. El que por su gusto es buey/ hasta la coyunda lame. Enero y febrero: desviejadero.

–Esta es una antología de lector –dice Gabriel Zaid–, un buen tomo de versos, donde leer y releer con gusto, con emoción o con asombro palabras memorables, imágenes que hieren para siempre los ojos, músicas del oído, la articulación, el espacio, la sintaxis; felicidades de expresión que liberan porque son libres.

–Pero, ¿cómo lo fue armando?

–Todo empezó por releer, por marcar los poemas preferidos, por la sorpresa de encontrar marcas de un gusto que no siempre se reconocía; por la decisión juvenil, imposible y desmesurada de leer toda la poesía de México.

–¿Y cuánto tiempo le tomó hacer esta enorme antología, cuyas características la convierten en un libro único en nuestro medio?

–Leer y releer por años, sin prisa, vuelve otro al lector, y otra su lectura, al paso de esa extraña experiencia de la vida que es la lectura misma. Hay versos tan familiares que ni nos damos cuenta de qué dicen, si algo dicen. Hay otros tan ajenos a nuestras familiaridades que ni nos parecen poesía. No es fácil desprenderse de la incestuosidad poética, leer o releer con otras expectativas, esperar lo inesperado, quedarse a la intemperie de no saber realmente si uno supo leer.

“Esa aventura tiene giros insólitos. Descubrir, por ejemplo, algo más vivo en el Brindis del bohemio que en la poesía de Altamirano y Cuesta, hombres tan importantes en la historia de nuestra poesía. Este Ómnibus es un gran donador de poesía. Recorre con sus carros provincias enteras, trigales que desparraman sus bondades, huertas y pinares que huelen a sierra. Va corriendo sin detenerse en las estaciones y nos va enseñando la excepcional riqueza poética de México; viaja desde el siglo XIV e incursiona por la poesía indígena y la poesía popular, sin que falten los poetas novohispanos, los románticos, modernistas y contemporáneos.”

Por Zaid también nos enteramos de una noticia que me conmocionó: a Roque Dalton lo mataron sus propios compañeros de lucha, como corroboró Eduardo Galeano años más tarde. Zaid nos hace ver lo mucho que le preocupaba a Marx la venta de sus libros, nos previene contra la proliferación de elogios rimbombantes, nos enseña a leer en bicicleta y si ha habido un defensor de la educación a través de la lectura, ha sido él. Ingeniero de profesión, su visión de la literatura lo convierte en crítico invaluable. Calcula el valor y el costo de la comunicación humana, se manifiesta contra los textos mal escritos, los que tienen poco que decir o están mal editados. No cree en los “héroes por default”, como tampoco creía Guillermo Haro. En México, donde fabricamos sueños y cosechamos pesadillas, el ómnibus de Gabriel Zaid es el único transporte seguro a la felicidad poética que es probablemente la mejor de todas.



sábado, 10 de octubre de 2015

Henning Mankell, adiós

10/Octubre/2015
Laberinto
Santiago Gamboa

La novela negra es una de las expresiones más interesantes de la novela contemporánea, qué duda cabe, y por eso alguien como el sueco Henning Mankell, muerto este lunes a los 67 años —edad en la que ya no es normal morir—, merece ser recordado y probablemente celebrado. Para ubicar su obra vale la pena hacer un rápido recuento de la novela negra. El género comienza en abril de 1841, con la publicación de Los crímenes de la rue Morgue, de Edgar Allan Poe en la revista Graham’s Magazine de Filadelfia. A partir de ahí seguirían otros cuentos detectivescos de Poe que darían pie a la novela inglesa de detectives, con Conan Doyle y Agatha Christie, a los que vino a sumarse el belga Georges Simenon, una gran influencia para Henning Mankell. En esta tradición, la novela negra es un enigma que desafía la inteligencia de un hombre brillante y aristocrático: el detective. Este es el formato de Sherlock Holmes, Hercules Poirot y el inspector Maigret. Las novelas transcurren en ambientes elegantes. Se busca el crimen perfecto y ciertos espíritus nobles consideran el asesinato como una de las bellas artes.

Al llegar a Estados Unidos la novela negra se desclasa y baja de categoría social. Los criminales son escorias de barriada, jefes de bandas, estafadores y secuestradores que extorsionan y trafican con alcohol o drogas. Los detectives también bajan su perfil y ahora son solitarios, alcohólicos y depresivos. Es el caso de Philip Marlowe en las novelas de Raymond Chandler, o de Sam Spade, el de Dashiell Hammet. La novela es un tratado sociológico sobre las ciudades. Este es el formato que llega a América Latina y España: la novela sociológica urbana que retrata su psique atormentada a través de los crímenes, pero le agrega el compromiso político de los años setenta y ochenta del pasado siglo. Está el mexicano Paco Ignacio Taibo II, creador del “neo policial latinoamericano”, y Manuel Vázquez Montalbán, mostrando los retruécanos de la realidad en la España pre y post franquista. Más adelante surgirá Leonardo Padura, en Cuba, con un detective semi alcohólico, Mario Conde, que sueña con ser escritor y lucha contra la corrupción.

La novela negra sueca o nórdica de la que Mankell fue abanderado se parece a esta última, aunque un poco más globalizada: por un lado muestra las desgracias de una sociedad que el resto del mundo veía como perfecta, la nórdica, a través de la ciudad de Ystad, donde transcurren las novelas de Kurt Wallander, pero también se va a controversias más universales y de rabiosa actualidad como el imperialismo chino en África, la situación de los inmigrantes en Europa o la causa a favor de Palestina. Mankell quiso hacer un poco mejor el mundo a través de sus denuncias literarias, pero también con un compromiso personal y una coherencia que son ejemplo para sus colegas y lectores. Por eso desde esta lejana —para él— esquina del mundo le decimos: “Descanse en paz, maestro”.

domingo, 4 de octubre de 2015

Hugo Gutiérrez Vega y la persona del poeta

4/Octubre/2015
Jornada Semanal
Evodio Escalante

El problema de la “tonalidad” aquejó durante mucho tiempo a los poetas mexicanos modernos, acaso desde que, a principios del siglo XX, el dominicano Pedro Henríquez Ureña dictaminó que, dado el toque crespuscular que en ella dominaba, la poesía mexicana tendría que definirse como una “poesía de tonos suaves, de emociones discretas.” El suyo sería, en todo momento, un modesto tono menor al que le vendrían bien el color gris y las atmósferas melancólicas. Aunque es cierto que la preponderancia, primero de Pellicer, “el poeta del sol”, y luego de Paz en la cultura mexicana de los últimos cincuenta años parecería haber vuelto obsoleta la idea de Henríquez Ureña, de tarde en tarde el asunto del “tono menor” dizque característico de nuestros bardos parece regresar por sus fueros. Un poema de Hugo Gutiérrez Vega en el que este “contesta” una observación de su amigo el editor y también poeta Alí Chumacero, que lo instaba a incorporar en sus versos un “tono mayor”, podría servir de ejemplo para ilustrar este intermitente retorno. Escribiendo desde la “sombra sarcástica”, y rodeado como lo está de seres “coludos, cornudos y variopintos”, a pesar de que intenta aclararse la garganta, Gutiérrez Vega confiesa que no alcanza a lograrlo: “Lo intento y se me cae,/ me gana la risa/ y la autocompasión lo gana todo,/ pues es una oronda señora/ de narices violáceas/ y enorme culo morado.” Este escarnio del pretendido tono mayorimpone, tal como se ve, un exabrupto, una “salida de tono” que me parece más que sintomática. En efecto, ¿cómo sabe el poeta que la señora gorda del tono mayortiene un enorme culo morado, que acaso no es sólo poco atractivo, sino repugnante? ¿O es que la susodicha se pasea “en cueros” delante del poeta y deja que éste la inspeccione? El exabrupto me interesa porque saca a la luz un rasgo de veracidad que estriba en lo siguiente: no hay “compasión” ante el objeto externo, en este caso un objeto denigrado; lo que hay es autocompasión, lo que quiere decir que también el poeta mismo se encuentra inmerso en el ridículo.
¿El poeta, el dueño de las palabras, en ridículo? Sí, y me parece que esta es una señal que tiene que ver con un asunto más general, lo que yo llamaría la crisis del estatuto general del poeta. El poeta no se siente bien en su piel, le parece que debería guardar silencio, o que usurpa un lugar que no le pertenece. La crisis a la que aludo, tal y como se manifiesta en la poesía de Hugo Gutiérrez Vega, no tiene nada qué ver con la famosa muerte del autor que promovieron los estructuralistas franceses (Barthes, Foucault), ni mucho menos con el eclipse de la imagen del poeta tal y como llegó a plantearla Octavio Paz en Los signos en rotación: “La figura del poeta corre la misma suerte que la imagen del mundo: es una noción que paulatinamente se evapora.” Con ello quiero decir que el asunto no está vinculado a posiciones teóricas derivadas de modas literarias.
Se trata de otra cosa, ubicable en el temperamento del poeta y en su consecuente actitud ante el mundo y ante la poesía como arma otorgadora de identidad. Hay indicios de esta peculiar problemática en muchos de los textos de nuestro autor. El primero que me viene a la mente es “Georgetown blues”. Este poema algo refiere de lo anterior cuando nos deja leer: “Sólo se puede hablar como lo hacía Wallace Stevens:/ hablando como el que no quiere hablar/ y sabe que el silencio y la oscuridad valen a veces mucho más/ que todas las palabras y las luces de los hombres.”
Primer movimiento, expansivo: alabanza de un poeta admirable a quien haríamos bien en imitar. Segundo movimiento, de retracción: siempre que lo hagamos como él lo hace, o sea, hablando como el que no quiere hablar. Stevens escribe poesía, es cierto, pero lo hace como si no quisiera escribirla, como si hubiera preferido callar. Este presupuesto negativo vulnera la soberanía del poeta: su voluntad creativa queda condicionada por una cláusula no escrita pero no por ello menos efectiva. El escritor debe partir de un reconocimiento que contextualiza su palabra y la pone por decirlo así en segundo lugar, en una situación no prioritaria. Más valor que la palabra misma lo tienen el silencio y la oscuridad. Reconocer que el silencio y la oscuridad valen a veces mucho más que todas las palabras dichas y por decir, introduce un elemento que puede resultar escalofriante en tanto que vulnera en su médula misma el mito del poeta creador.
Hugo Gutiérrez Vega no se la cree, y sin embargo, escribe. Pero lo hace no desde la mitografía de los llamados “espiráculos del dios”, como diría Alfonso Reyes, que reciben la inspiración de las regiones superiores, sino desde un lugar pagano y terrestre carcomido por la reserva crítica. Esta reserva, en un descuido, puede llegar al escarnio. Lo vemos en un texto como “Las ineptitudes de la inepta cultura”, que despliega un abanico de situaciones en la que el supuesto poeta es el protagonista. Sea el poeta chino Li Po, que se deja arrastrar por la corriente y naturalmente fallece; sea Píndaro, que aquí emerge como un experto al que sobornan los poderosos. Sabe, de tal suerte, que es posible escribir “poesía por encargo” sobre todo si “el patrocinador no se da cuenta de la burla”. Sea el poeta en diálogo público con ese antípoda suyo que es el crítico. Al final, el crítico recoge su tiara y se retira satisfecho y hasta contoneándose, acaso porque sabe que ha ganado la pelea. El poeta, en cambio, tuvo que permanecer sobre el escenario: “y procedió a comerse sus poemas/ con una lentitud que denotaba revanchismo,/ y lo que es más grave, delectación.” La escena, me parece, es de un escarnio pocas veces visto en la poesía mexicana. El poeta no sólo se come sus palabras, sino que lo hace lentamente y como disfrutándolo, supongo que como un colmo de su proverbial narcisismo.
Por si lo anterior dejara alguna duda acerca de la burla como método literario, el fragmento final del poema que lleva por título “Recitales” confirma la situación ridícula del poeta que pretende triunfar en sociedad. No quisiera transcribir el texto de Hugo Gutiérrez Vega sin antes mencionar la irónica dedicatoria que dice así: A la poeta Ladislalia de Montemar. ¿Es que tal persona existe? Por supuesto que no. La dislalia es la afección o dolencia de esos poetas manirrotos que no alcanzan a pronunciar bien las palabras que utilizan, incurriendo en incorrecciones al por mayor. Dislálicos, poco falta para decir disléxicos. Esos casos clínicos no pertenecen propiamente al campo de la poesía, sino al de los simuladores. Por eso observa Gutiérrez Vega:
Los poetas dijeron versos
y agitaron sus plumas en el gran salón.
Al día siguiente varias sirvientas
lucieron plumas de pavo real
en sus sombreros viejos.
Ellas opinan que los recitales son útiles
para la república.
El tono epigramático lo dice todo. Por supuesto que los recitales de poesía tienen una utilidad que podría llegar a ser estratégica, pues proporcionan plumas de fina calidad que sirven para adornar los sombreros de las asistentes. Sean sirvientas, sean señoras, lo mismo da. En ambos casos pertenecerían a la casta de la ralea.
La figura del poeta no desaparece, como escribía Paz, y tampoco se disuelve en el aire como otro componente de la modernidad, como quizás sugeriría Marshall Berman, pero sí se convierte en un objeto risible que es posible poner a distancia. Esta enunciación en la prestigiosa primera persona no me deja mentir: “Porque soy un señor domesticado/ que escribe versos/ y gesticula en los parques,/ digo que nada pido.” Así inicia la tercera y última sección del poema “Suite doméstica”. Esteautorretrato en negativo no solicita nada, es acaso tan poca cosa que le basta con sobrevivir sin pedirle nada a nadie. Se trata de un personaje casero, domesticado, quiere decir, un ser inofensivo, de buenas maneras y que no le ladra a las visitas.Escribe versos, asunto inocuo, ¡vaya hobbie con el que se entretiene! El siguiente rasgo redondea la imagen: y gesticula en los parques. Sí, eso es, para que lo vean y acaso para que se apiaden de él.
En uno de sus textos más impresionante y descarnados, “Por favor, su currículum”, Gutiérrez Vega de plano se asume como un expulsado de la fiesta comunitaria: “No pertenezco a nada […], mi vida es un recuento de expulsiones.” El despojamiento, la desnudez impúdica, aunque igualmente se podría decir, ladegradación en verso, prosigue: “ya no tomo café,/ fumo tabaco,/ hablo menos que antes,/ me desvelo/ y escribo confesiones.” La cuerda denotativa de estaconfesión en voz bajaproduce un efecto de verdad que puede poner los pelos de punta: “la primera persona me preocupa,/ pero sé que no es mía.” ¡Tremendo!
En primera persona
El estatuto del poeta lírico, justamente el poeta que siempre habla en primera persona, sufre un embate frontal y para el que no existe escapatoria. En efecto, el poeta habla, o mejor dicho, escribe en primera persona. Es la enunciación que se dispara desde el “yo” la que le confiere verosimilitud y eficacia a lo escrito, pues el “yo” del poeta es muy fácil que resuene con el “yo” del lector que en cada caso deletrea el poema y lo hace suyo. Pero esta declaración cínica nos desprotege a todos, lo mismo a críticos que a lectores: “la primera persona me preocupa, pero sé que no es mía”. ¿Entonces? ¿De quién demonios es ese “yo” que creíamos responsable del dificultoso proceso de la enunciación? Si el poeta no es ni siquiera dueño de su primera persona ¿cómo darle validez a su dicho?
¿No está desautorizando el poeta todo lo que escribe cuando llega a esta confesión inesperada? Por supuesto que sí. Diré más: está despojando al poeta lírico de su autoridad de poeta. El poeta puede seguir escribiendo, es más, lo seguirá haciendo, esto es seguro, dislálico como es, pero lo hará desde un estatuto ingrávido y a la vez carente de sustento. Sus palabras serán sin arraigo y sin peso. Pura vejiga inflada. Globos de aire que se disolverán en la atmósfera sin que nadie lo note. Flatus vocis, como decían los antiguos.
No sólo la gallardía y el magisterio del poeta sufren una deposición violenta. Se abre, mucho más que eso, un abanico de posibilidades cuyo punto de arranque es la no significatividad de la persona del poeta. La máscara del poeta lírico, en la medida en que decía “yo”, construía textos de los que una tradición poética podría enorgullecerse. Un insólito acento, acaso de procedencia beckettiana (no se olvide la larga asociación de Gutiérrez Vega con el teatro), interrumpe esta secuencia y se abre a un territorio inexplorado que también podría ser calificado como un desierto. Cuando leemos: “la primera persona me preocupa, pero sé que no es mía”, las certezas y los hábitos lingüísticos que dábamos por buenos se desmoronan como por un conjuro. Si la primera persona no es del poeta, ¿debemos entender que no habla a través de ella? ¿Que el “dueño” de la primera persona es un sujeto anónimo y acaso colectivo, a quien no conocemos, esto es, una suma de voces mostrencas a las que podría ser que el verso articulara y otorgara unidad?
Se conoce la admiración irrestricta que Gutiérrez Vega le profesa a Ramón López Velarde, a quien ha llamado “el padre soltero de la poesía mexicana”. En este punto específico, sin embargo, me parece que Gutiérrez Vega asume una convicción literaria que se ubica en las antípodas del poeta zacatecano. La puesta en crisis beckettiana de la primera persona nada tiene qué ver con las convicciones que expresaba López Velarde cuando de forma enfática escribía en su poema “Todo…”:
Si digo carne o espíritu
paréceme que el diablo
se ríe del vocablo;
mas nunca vaciló
mi fe si dije “yo”.
He aquí el quid del asunto. No es que Gutiérrez Vega haya dejado de recurrir a la primera persona: es que la emplea sabiendo bien que ella no garantiza nada, y que ni siquiera puede presumir que es suya. La fe en el “yo”, en este orden de pensamientos, pertenecería ya a una escala superior. Lejos de plantearse esta credulidad primaria, al contrario, Gutiérrez Vega deja muy claro que le preocupa. 
¿De dónde le viene este toque escéptico respecto a la primera persona? ¿A qué genealogía responde esto que podemos llamar una crisis del estatuto del poeta? Quiero pensar que se trata en el fondo de una contestación histórica, o mejor dicho, de una protesta en contra de la historia. La historia nos ha hecho, somos los hijos de la historia, esto pertenece a nuestra vulgata. Después de la Revolución francesa y de Marx no podemos ignorar este vínculo con los acontecimientos colectivos. Pero la historia, que nos ha formado, y a la que debemos lo que somos, también ha dejado atrás, como cosas caducas, reliquias que duermen en el fondo de nuestro imaginario, y que animan poderosos impulsos de nostalgia. La idea de la inocencia perdida resume lo que intento decir. Perdimos el paraíso original, la edad de la inocencia, lo que había en nosotros de niños felices extraviados en algún rincón de la eternidad. Sospecho que Gutiérrez Vega tiene plena conciencia de ello, y que es esta conciencia la que le da derecho a no sentirse a gusto con la poesía: esa materia que mantiene ocupados a los adultos. Me parece altamente indicativo de ello lo que acontece en la “Canción de las cosas cercanas”. El poema presenta dos épocas contrapuestas y que están en conflicto: la época de los plenos poderes, que es la época de los niños, y la época de la decadencia, o sea, de la historia, que es la época de los poetas. Así lo ve Gutiérrez Vega:
Antes de que nacieran los poetas
todas las cosas eran de los niños,
los niños reinaban sobre una tierra indisputada.
Después llegaron los poetas épicos,
los líricos dramáticos, los calvos amorosos,
los profetas gruñones, los asoleaditos,
los telúricos, los gorditos tiesos.
Llegaron y ocuparon los terrenos del misterio
     y de las voces que no dicen nada.
     Hoy luchan los poetas con los niños…
Adviértase, de paso, la ironía que campea en el fragmento. Los poetas son, ante todo, un motivo de escarnio. Salvo acaso los antiguos, los que cultivaban la épica (como Homero), todos los demás aparecen como sujetos risibles. Los “líricos dramáticos”, los “telúricos”, los “gorditos tiesos”… La galería podría aumentar hasta el infinito. La lucha queda claramente planteada: de un lado, los poetas (esos ridículos), del otro lado, la inocencia que vuelve por sus fueros (y que será de todos modos derrotada).
Este es, a mi modo de ver, el conflicto originario que recorre, no siempre de manera explícita, los parajes de la poetización de Gutiérrez Vega. Aunque esta vez asociado al problema del poder, representado por la temible figura del césar-poeta, este conflicto es el que articula uno de sus textos más ambiciosos y abarcadores, los Cantos del Despotado de Morea. Así vemos esta reconstrucción histórica en la voz del rey que ha perdido Bizancio: “Estoy seguro de que nadie me recordará/ y esto significa que fui un Déspota eficiente,/ un político que cubrió su trecho de viaje/ y entregó la estafeta en buenas condiciones./ No tuve tiempo de ser feliz/ y así lo consigné en mis poemas más sinceros.”
Se habla desde el trono, pero también desde una incomodidad final, pues al rey lo aqueja la nostalgia de la figura insignificante del pastor. No el pastor de la Iglesia, al fin otro hombre de poder, sino el humilde campesino que conduce su rebaño de cabras por las peripecias del monte. Habla el señor que una vez fue todopoderoso: “Cierro los ojos y pienso en mis informes,/ en esos documentos que fueron mi historia/ y que ahora flotan despintados en el río del olvido./ Pienso en mis poemas más suntuosos y los siento vacíos/ como si fueran el producto de una floración artificiosa.” La conclusión de este razonamiento es la nostalgia pura: “Pido a Dios que me permita pasar inadvertido./ Si es así, me iré al Taigeto y me convertiré en pastor.”
Sic transit gloria mundi, podríamos añadir. Hugo Gutiérrez Vega, con una larga carrera diplomática, sabe de lo que habla.
Pero todo lo que sabe lo sabe mejor el poeta que alienta en su interior. Ahí mismo, en otra sección de su Canto del Despotado de Morea, vuelve a abordar el espinoso asunto del métier literario. ¿Cómo concibe a la poesía? ¿Cómo procede? ¿Qué es lo que le solicita al verso? Después de la suntuosidad bizantina, a la que acabo de referirme, se impone un regreso a lo riguroso, a la economía ática: “Me exijo claridad./ Nada me dice/ el turbio soliloquio.” En tres breves versos, la formulación de una ética. El poeta no es nadie si no está al servicio de la poesía, si no se vuelve un obediente fiel de lo que le dictan las palabras del hipotético poema, quiero decir, del poema que se está formando en él y que habla a través de él: “El poema, conjunto de palabras,/ no se cumple/ hasta que algo lo alienta./ ¿Y qué es ese algo?/ ¿de qué fuente secreta/ brota el agua/ que va a fertilizarlo?/ Todas estas preguntas palidecen/ cuando tomo el papel./ El poema solo/ se juega su aventura.”
Se equivocaba Vicente Huidobro: el poeta no es un pequeño dios. No es esa voluntad soberana que decide crear imágenes y metáforas insólitas con el fin de sorprender al atento auditorio. El poeta no es sino el sirviente fiel de las palabras. ¿Hacia dónde va el poema? ¿Qué es lo que se propone? El mismo poeta no lo sabe: Todas estas preguntas palidecen/ cuando tomo el papel. ¿Por qué? Porque más allá del poeta, y a través del poeta, que queda reducido a la función de un intermediario, de un intermediario sin voz, el poema solo/ se juega su aventura. La única y final soberanía, podría decirse, es la del lenguaje. Con esta hermosa lección de despojamiento quisiera terminar esta evocación de la poesía de Hugo Gutiérrez Vega.