domingo, 19 de julio de 2015

Rafael Bernal y el origen del género negro en México

19/Julio/2015
Confabulario
Gerardo García Muñoz

Este año se celebra el primer siglo de Rafael Bernal (1915-1972), considerado el fundador de la novela negra en México. En sus primeras incursiones en el género policiaco, Rafael Bernal recorrió el sendero del modelo clásico, centrado en un enigma que desafía el intelecto del detective y del lector. En 1946 la editorial Jus publicó 3 novelas policiacas (con el dígito en el título) que en realidad pueden considerarse cuentos largos. El extraño caso de Aloysius Hands narra las aventuras criminales de un asesino serial en el pueblo estadunidense de La Mesa, Arizona. El culpable se inspira en el tema del asesinato considerado una de las bellas artes, expuesto por el escritor inglés Thomas de Quincey (1785-1859), y el cual exploró Rodolfo Usigli (1905-1979) en Ensayo de un crimen (1944), la primera novela policiaca mexicana, cuyo protagonista también es un esteta del crimen. De muerte natural tiene por figura central a Teódulo Batanes, reflejo del padre Brown, el detective creado por Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). El último texto de la trilogía, El heroico don Serafín, un asesinato tiene por escenario una universidad. En la novelaUn muerto en la tumba (Editorial Jus, 1946), Teódulo Batanes investiga un asesinato cometido en un recinto funerario: es el tema del cuarto cerrado, tópico urdido por Edgar Allan Poe en el texto iniciático de la ficción policiaca, El doble asesinato de la calle Morgue (1841). El crítico Vicente Francisco Torres, quien ha estudiado a fondo la obra de Bernal, apunta en su libro La otra literatura mexicana que dos cuentos policiacos suyos: “La muerte poética” (1947) y “La muerte madrugadora” (1948), aparecieron enSelecciones Policiacas y de Misterio. Bernal abandonará la práctica del modelo policial clásico y dos décadas después sale a la luz la novela a la que debe su reputación literaria.


El complot mongol (1969) es un texto híbrido pues mezcla elementos del género detectivesco y de la ficción de espionaje. El escritor argentino Mempo Giardinelli ha profundizado en la determinación de las características de la vertiente policiaca surgida en Estados Unidos durante los años 1920-1930. En la nueva edición de su libro El género negro. Orígenes y evolución de la literatura policial y su influencia en Latinoamérica (Buenos Aires: Capital Intelectual, 2013), Giardinelli establece los rasgos del también llamado hard-boiled: “lo que lo define y constituye [al género negro] es el hecho de que el crimen, en la novela policiaca, es el tema central, el corazón del asunto; o sea su punto de partida, razón de ser y conclusión” (62-63). A diferencia de textos como De muerte natural, en el que un asesinato perpetrado en un hospital demuestra la capacidad analítica de Teódulo Batanes mediante el esclarecimiento de la forma en que se cometió un delito, en el género negro no importa el “cómo” sino el “por qué”. En otras palabras, las motivaciones humanas son el impulso que orilla a los individuos a realizar actos transgresores. Giardinelli propone otro atributo infaltable en el género negro: el contexto social. En El complot mongol(utilizo la edición de Joaquín Mortiz, 1997) los personajes se mueven en un espacio urbano claramente identificable: el barrio chino del Distrito Federal, cantinas, cafés, hoteles lúgubres. El protagonista principal es Filiberto García, un matón de sesenta años al servicio del Estado mexicano. Su oficio requiere que permanezca en las sombras del clandestinaje. La memoria desempeña un papel clave para conocer su pasado turbio. Filiberto García recuerda sus encomiendas homicidas: la eliminación de guerrilleros comunistas en la selva de Campeche, el asesinato de un cura durante la guerra cristera por órdenes de un general, el hombre aniquilado de un balazo en la frente. La violencia impera en el espacio de la ficción. La ciudad es un ser vivo amenazante y traicionero. Los enemigos aprovechan el anonimato otorgado por la multitud citadina. En cada momento Filiberto García es espiado, perseguido, se le aplican brutales golpizas, contraataca y mata con destreza a sus contrincantes. La expresión de hechos violentos mantiene la tensión narrativa, como se requiere en esta vertiente literaria.


La misión asignada por su jefe inmediato, un hombre llamado “el Coronel”, consiste en investigar el rumor surgido en Mongolia Exterior de que se planea asesinar al presidente de Estados Unidos durante su visita a México. Las pesquisas emprendidas por Filiberto García revelan la incorporación de ingredientes de la novela de espionaje. El sociólogo francés Luc Boltanski en su libro Énigmes et complots: Une enquête à propos d’enquêtes (Gallimard: París, 2012) propone que la superposición de identidades es el elemento estructural de un complot. La realidad cotidiana en la que se desenvuelve la vida del ciudadano común representa una realidad ficticia, mientras que la “realidad real” está oculta y allí, en las sombras, funcionan los verdaderos mecanismos que controlan a la sociedad. En El complot mongol Filiberto García se enfrenta a un entorno de identidades engañosas. Martita, la mujer por la que se siente atraído, posee un pasaporte falso. Rosendo del Valle esconde sus reales intereses tras la máscara de un funcionario preocupado por impedir un asesinato político que afectaría gravemente las relaciones internacionales de México. La mentira circula por las páginas de la novela. Boltanski añade otro componente importante de la novela de espionaje: la presencia de traidores involucrados en complots, aspecto que agudiza la incertidumbre que germina para establecer si un representante del estado está en realidad expresando la voluntad de la institución o si está sirviendo a otros intereses ocultos. En la novela de Bernal emergen varias interrogantes: ¿Realmente el Coronel está convencido de la existencia del complot? ¿A cuáles intereses sirve Rosendo del Valle? ¿Ambos manipulan a Filiberto García con el fin de concretar sus planes? La desconfianza del lector prolonga el suspenso, hábilmente construido por el hacedor de El complot mongol.


Luc Boltanski afirma que en las novelas de espionaje la tensión entre el estado-nación y el capitalismo, especialmente en el plano financiero, es aún más pronunciada porque este género confronta la relación entre el estado, la nación y las fuerzas que los amenazan directamente. Una tensión existente es la lógica de los flujos los cuales son desconocidos por sus habitantes legítimos y que el estado es incapaz de prevenir, fuerzas que fluyen a través del territorio y lo ponen en riesgo. Estas fuerzas incluyen agentes que operan a nivel político: espías enviados por potencias extranjeras, anarquistas, socialistas, agitadores, terroristas, y similares. En El complot mongol Filiberto García debe trabajar con agentes al servicio de las dos potencias que dominaban el mapa geopolítico de la denominada “Guerra Fría”. La relación del matón/detective con el agente Graves del FBI estadunidense y el espía Laski, un tentáculo de la KGB soviética, resulta problemática. Desde la óptica de Filiberto García, ambos representan enigmas que le suscitan desconfianza. ¿Le esconden información importante? En vez de aliados, ambos registran sus movimientos a través del laberinto urbano, escuchan sus conversaciones. La duda se anida también en la mente del lector. ¿A cuál propósito invisible obedecen Graves y Laski? ¿En verdad desean impedir que los terroristas supuestamente enviados por la China comunista ejecuten el magnicidio? Según Boltansky, otro componente de la lógica de los flujos es el dinero. El fenómeno de la globalización permite que el flujo monetario circule a través de las fronteras nacionales. En la novela de Bernal, los servicios de inteligencia descubren una operación inusual para los parámetros de la época en que se escribió El complot mongol: en un banco de Hong Kong (entonces una colonia inglesa) alguien retiró medio millón de dólares en billetes de cincuenta. Los billetes surgen en manos de delincuentes y funcionan a manera de pista falsa, pues en el centro de la intriga yace una verdad sorprendente.


El registro del habla de Filiberto García permite adentrarse en su siniestra visión del mundo. La atmósfera violenta se extiende por todos los planos de la trama. Mempo Giardinelli destaca la ineludible presencia de los impulsos destructores en el género negro: “La novela policial moderna se inscribe en las inmediaciones del horror y el espanto a manera de género gótico de nuestro tiempo. Y lo es cada vez más. Incluso podría decirse que acaso en lo horroroso y desagradable está uno de los grandes atractivos de este género” (83). El complot mongol sigue un flujo lineal, las acciones se desarrollan de manera sucesiva. Los recuerdos de Filiberto García no pueden considerarse retrospecciones que quebranten el fluir continuo del discurso narrativo. Son más bien fragmentos de memoria que elaboran una radiografía sicológica del personaje. El mecanismo estilístico manejado diestramente por el autor es el humor negro. Mediante esta herramienta, el texto adquiere densidad literaria. Cito un ejemplo. Filiberto García recuerda una de sus múltiples víctimas:


Y el que no conoce a Dios, a cualquier pendejo se le hinca. La primera en la frente, la primera bala, para que ni se bullan. Como aquél en Tabasco. Daba unos saltos como lagartija descabezada. La primera fue en la frente, como todo fiel cristiano. (126)


El hecho terrible y desagradable que es el ajusticiamiento y la agonía de un hombre es transformado en una imagen que lo despoja de su condición humana, y lo degrada al nivel de la animalidad. La comparación zoológica recuerda el cuento de Juan Rulfo “La cuesta de las comadres”, un texto que posiblemente Bernal leyó. El personaje narrador rememora el asesinato de Remigio Torricos, a quien le entierra una aguja en el corazón:


Hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la lástima. Por eso aproveché para sacarle la aguja de arría del ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que ten­dría el corazón. Y sí, allí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y luego se que­dó quieto.


La influencia literaria es innegable. Pero esto no reduce a Bernal a la categoría de epígono de Rulfo. La percepción de la existencia en el que la muerte es despojada de su sentido trágico conduce a los orígenes del protagonista principal de El complot mongol. Filiberto García recuerda sus tiempos de pistolero durante el gobierno de Álvaro Obregón (1920-1924), cuando tenía veinte años. En su infancia y adolescencia vivió rodeado de sucesos violentos, la muerte estaba presente en la vida cotidiana. Sus inicios como pistolero le permiten introducirse en el aparato represor del Estado mexicano. ¿Bernal se inspiró en alguien real para configurar a su personaje ficticio? Lo ignoro. Lo cierto es que cuando la Revolución concluyó, muchos combatientes se incorporaron a la vida civil, y algunos de ellos eran diestros en el arte de matar. ¿Cuántos de ellos eligieron el oficio de Filiberto García? ¿Serían ellos los mentores de las siniestras policías secretas?


El reconocimiento internacional de El complot mongol como una obra sobresaliente del género negro ha comenzado con su publicación en lengua inglesa por la editorial New Directions. The Mongolian Conspiracy, con traducción de Katherine Silver y precedida por páginas introductorias de Francisco Goldman, fue seleccionada por npr.org como una de las tres mejores novelas traducidas en 2013. ¿Es posible trasladar de manera eficaz el humor negro manejado por Bernal? Sería interesante, y disfrutable, leer la versión de Filiberto García en el idioma de los forjadores del género negro como Raymond Chandler y Dashiell Hammett.

Hugo Gola en su cenobio

19/Julio/2015
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

Sólo en una ocasión conversé con Hugo Gola. Fue en Sao Paulo, en un encuentro de revistas literarias latinoamericanas, organizado por Horácio Costa, en mayo de 1998. Fue durante esa larga sobremesa paulista donde yo le conté, con lujo de detalles, la especie de funerales nacionales con los que Octavio Paz, muerto semanas antes, había sido honrado en el Palacio de Bellas Artes. Me escuchó con interés, primero y con cierto espanto, después. Mi alharaquienta narración le ha de haber parecido al poeta argentino, la remota noticia de la apoteosis de un emperador romano que venía a turbar, aunque fuese con una charla, la paz en su desierto de monje cenobita. Muy lejano se oye el ruido del mundo a través de la poesía de Gola (1927–2015) y si de escuchar algo se trata es necesario pegar la oreja al suelo de su pampa para percibir el rumoroso y amenazante tropel de los bárbaros y sus caballos.


En sus poemas de los años sesenta, se habla, con dolor y prudencia, de salvar “los hilos de la patria” para heredárselos, limpios, a una de sus hijas y aquella la Historia no reaparece sino hasta Siete poemas (1982–1984), donde el exilio, primero en Inglaterra y luego en México, lo obliga a reorientar la cartografía dantesca y decir que el infierno no está “en el centro sino en la superficie de la Tierra/sus fuegos calcinan/su calor derrite y/ doblega /la paciencia / de los justos” entre quienes encuentra a aquellos que cometieron “el inocente pecado de querer/cambiar /el mundo”. Paz, en un diálogo imposible con Gola, le hubiera dicho que el problema fue, precisamente, que ese pecado nada tenía de inocente.


Los poemas reunidos de Gola, apenas unos 150 según cuenta su prologuista y viejo amigo, además de paisano, el novelista Juan José Saer, se encuentran en Filtraciones (FCE, México, 2004). Esta edición, muy aumentada con la obra de juventud y madurez, y no pocas “Ramas sueltas” dejadas caer por el poeta en el camino, repite el título de la que Eduardo Milán le prologara en 1996, impresa por la Universidad Iberoamericana, que fuera por algún tiempo la casa mexicana de Gola, donde editó la revista Poesía y poética.


He llamado a Gola cenobita, que no ermitaño. Como editor y maestro fue amigo del retiro donde un grupo de elegidos hacen de la poesía su oficio, como artesanos de una cosa divina y quizá, más que por sus propios poemas, quien acaba de fallecer el 4 de julio en su Santa Fe nativa, Gola hubiese querido ser recordado como quien reunió El poeta y su trabajo, donde Poe, Valéry, Pavese, Levertov, Cavafis, Stevens, Williams, Augusto y Haroldo de Campos, Rilke y Gary Snyder, entre otros, hablan de “su trabajo”, como si de maestros orfebres se tratara, ansiosos de adiestrar a su público de jóvenes poetas. En efecto, así ocurrió y no muchos, pero en número suficiente para satisfacer a Gola, de sus aprendices, se tonsuraron. Del exilio sudamericano en México, destacaron los científicos sociales y los psicoanalistas, antes que los poetas. Vinieron pocos y se regresaron tan pronto se fue restaurando la democracia en aquellas nuestras tierras de sangre. Se quedó un Juan Gelman (cuya influencia aquí fue, venturosamente, más política que literaria) y se quedó Gola, tras una salida en falso de pocos años y un regreso sin remedio, a la Argentina, para morir.


Milán (otro de quienes perseveró en México) y Saer, sus comentaristas, coincidirán conmigo en que la poesía de Gola es de aquellas tentadas, más que por el silencio, por la blancura de la página, excepción que éstos poetas se ven obligados, a su pesar, a cometer. Escriben como quien tacha, con remordimiento. Mallarmé a lo lejos y más cerca Ungaretti (según Saer) y sin lugar a dudas, Paul Celan, son los penates de poetas como Gola y al discurso de recepción del Premio Georg Büchner, una de las pocas ocasiones en que el judío rumano de lengua alemana condescendió a exhibirse en prosa, me remito para acompañar (que no explicar) al argentino en su muerte.


En “El meridiano”, de Celan, escogido por Gola de El poeta y su trabajo, IV (UAP, 1985), es un discurso tan arduo de leer y entender que de no saberlo traducido por el germanista Rodolfo E. Modern, lo creería yo una chapuza de mal traductor. Pero no, Celan habla con Büchner (tan mal conocido, además, fuera de esa pequeña y gran lengua europea que es el alemán) y no con nosotros, cuya inoportuna presencia ha ya advertido el poeta: “Del arte puede hablarse mucho. Pero siempre existe, cuando se habla de arte, alguien que se halla presente… y no escucha bien”.


A escuchar muy bien a sus maestros se dedicó Gola. Por ello, su recato, su precisión y su miedo a errar en lo que consideraba el arte supremo. Por eso, su negativa, resaltada por Milán a que lo externo –lo que he llamado el ruido del mundo– penetre en su poesía, concentrada sobre sí misma. Pero Gola admiraba demasiado a los concretistas brasileños como para no entender que, más allá de ellos, después de la palabra, había un callejón sin salida (donde Tomlinson recogió, por cierto, a Paz y lo alejó de Blanco) y quedaba el silencio, y si no, el grafito, la grabación, el happening, la pospoesía que se deshace del misterio indescifrable, la letra, la frase, el blanco sobre el negro. Por ello, Gola se atrevió a escribir poesía aunque fuese poca. Antes de darle la razón a Milán, Saer lo contradice, como si le dijera que en el primer Hugo Gola hubo pampa (y pampa quedó después) y algo de paisajismo (en el modo de Joy Laville, en pintura) y desde luego, encontramos desgarramiento, vida útil e inútil de todos los días y hasta patria (ya lo he dicho). Hubo amor y hasta humor en este asceta: “Y Ahora /que cae el sol/sobre tu carne/¿qué esperas?”

Arqueología de un complot

19/Julio/2015
Confabulario
Mauricio Bravo Correa

El  28 de junio de este año se cumplió el centenario del nacimiento de Rafael Bernal.  Los
pocos homenajes que se celebraron en los medios impresos como en las ceremonias
oficiales y culturales coincidieron en que aun cuando   no  perteneció al “canon”, su novela
El complot mongol ocupa un lugar relevante en la literatura mexicana. Como parte del
rescate de su obra narrativa se resaltó la novela Su nombre era muerte (1947), por ser una
novela ciencia ficción sui generis y por tratarse de una denuncia al movimiento sinarquista,
en el que militó  Bernal. Aunque esta empresa se opacó por los ensayos referentes a El
complot…, en los que se analizaron desde su valor lingüístico, su atmósfera urbana, el uso
de dos narradores, su controversia histórica, hasta el debate de si es novela negra, es
importante resaltar que hizo falta un debate sobre  si la  ponderarción de esta novela
correspondió a los críticos literarios o a los lectores. Aun cuando esta novela no tiene la
misma cantidad de reseñas frente a  otras obras mexicanas, el interés de los lectores se
aprecia  año con año.


Antes de continuar, debe mencionarse  la posición de Bernal como escritor ante la
literatura mexicana. En 1968 impartió una conferencia en el Palacio de Bellas Artes bajo la
serie “Narradores ante el público”. En ella expuso cómo abandonaba los  libro a su suerte
después de escribirlos  y editarlos. Esto lo hacía sin preocuparse de la crítica literaria o en
futuras  reediciones;  menospreciaba la importancia de la presencia de un autor en la
divulgación de su obra, y de la utilidad de las relaciones culturales y periodísticas para su
promoción.


Otro aspecto importante es su segunda etapa como narrador, que empezó en 1963 al
publicar su novela  Tierra de gracia, 13 años después de su último libro Gente de mar
(1950). Después vendrían un libro de cuentos En diferentes mundos (1967)  y luego de 23
años de escribir su última novela policiaca, Un muerto en la tumba (1946), publicaría El
complot… El principal motivo para suspender su actividad literaria fue su residencia en
Venezuela desde 1956 a 1959, en donde trabajó en la televisión esos tres años, y el inicio
de su carrera diplomática en 1960. En estos años su  contacto con los círculos periodísticos
y literarios en México fue nulo, a diferencia de su actividad  en los países en los que estuvo
asignado, y en donde  impartió conferencias, dio clases y editó libros.  Para los años 60, los
reseñistas y lectores jóvenes creían que Bernal era un narrador principiante y sin
antecedentes en el medio cultural. A esto se sumó la  atención que había hacia escritores de
la Generación del Medio Siglo y  de  la Onda, que experimentaban con la narrativa sin
hacer mayores acercamientos al género policiaco.


Aunque la trama de El complot… se desarrolla en el contexto de la Guerra Fría, las
acciones suceden  en el Centro de la Ciudad de México a partir de una orden que hacen
funcionarios mexicanos para evitar  un atentado. A lo largo de la historia protagonizada por
el matón Filiberto García aparecen constantes referencias al cambio de poder en la década
de los 50 con un  desenlace en el que el complot tiene por objetivo al presidente de México.


Esta situación provocó resquemores entre los servidores públicos de todos los niveles. Por
ejemplo: la Secretaría de Relaciones Exteriores, por medio de Antonio Carrillo Flores,
solicitó un informe a Alfonso Rosezweing Díaz. En mayo de 1969 este diplomático
dictaminó que El complot… era una novela policiaca sin ideología marcada, con críticas a
“la Revolución hecha gobierno”. Menciona también que las experiencias de Bernal
obtenidas en Perú influyeron en la redacción de la novela (no hay indicios del centro de
Lima en el libro). Refiere que las menciones a la política mexicana fueron añadidas para
darle realismo y que el esclarecimiento del complot se dio apenas en 25 renglones. Al final,
el embajador recomendó la novela, pero Bernal no la defendió públicamente. También
existe el rumor sobre  el enojo que esta novela provocó en Alfonso Corona del Rosal,
entonces regente de la Ciudad de México, debido a que empezaba la carrera presidencial  y
no quería que se creara una mala interpretación del presidente Gustavo Díaz Ordaz. Estos
rumores políticos, finalmente afectaron la distribución de la novela y no permitieron una
reedición inmediata.


Ante estos hechos, Idalia Villarreal Solís, viuda de Bernal, hizo en 2006 un
importante rescate de la obra intelectual de su esposo para esclarecer muchos datos. Entre
otras acciones, recopiló las reseñas de su narrativa, contenidas en su archivo personal, en el
Archivo de Escritores del CNIPL (ahora CNL) y las mencionadas en el Diccionario de
Escritores Mexicanos de la UNAM.  Sobre El complot… existían un total de 34 reseñas, de
las cuales 10 se publicaron el mismo año que la novela. Una de las reseñas más interesantes
fue la de Carlos Monsiváis, que con su estilo antisolemne la tituló “Réquiem por una
manera de morir”, en1969 y que se publicó en La cultura en México. En la introducción
afirmó que la novela es el punto de reunión de Eric Ambler y Federico Gamboa, por las
referencias cinematográficas que hay del primero, y por el tono reiterativo y naturalista que
existen del segundo. Sentenció: “La ambición de Bernal es más sutil: disfrazar un género,
dar gato por liebre, con el pretexto de confeccionar una novela policial se estará escribiendo
la obra límite de la novela de la Revolución Mexicana”. En la segunda parte estableció una
comparación entre Los de abajo y El complot…, pero “las causas del  fracaso son evidentes:
el género híbrido (El complot…), nació muerto”. Después reanudó las comparaciones
cinematográficas para preguntar: “¿cuál es el caso de reseñar un libro evidentemente
malogrado como este de Rafael Bernal?” La respuesta fue por el profesionalismo del autor
y porque la novela es legible.  En la tercera parte, con la intención de desdibujar la novela,
Monsiváis escribió el tratamiento de un guion de cine sobre un thriller  que acontece en una
remota tierra caribeña. En la conclusión afirmó que “entre nosotros no hay literatura
policial porque no hay confianza en la justicia y todo mundo teme identificarse o defender
al sospechoso”; luego se preguntó el porqué no hay escritores de novela policiaca en
México como los mejores del mundo. Aseveró que es imposible un thiller en nuestro país
por nuestra idiosincrasia y la existencia de la nota roja.


Si la ausencia es el principal motivo para el olvido, reseñas como esta le dan la
razón a Bernal cuando afirmó que su lejanía física del país lo mantuvo marginado, pues
ningún crítico literario de su generación escribió sobre El complot….


A Bernal sólo le molestó la crítica que escribió Monsiváis. En su archivo personal
se encontró una carta aclaratoria, dirigida a José Pagés Llergo, director de la revista
Siempre, medio donde se encartaba el suplemento La cultura en México, dirigido por
Fernando Benítez, y en el que se publicó esa reseña. Después de los saludos y de mencionar
la analogía que existe entre el cohetero y el escritor, Bernal escribió sobre “el artículo
crítico, o lo que sea que publicó… el señor Monsiváis”. Mencionó que el reseñista destruyó
su novela con su cultura cinematográfica y reconoció que “Dios se la dio, San Pedro se la
bendiga, y toda cultura es buena, sobre todo sí cuesta 4 pesos por función”. Aclaró que no
pretendió hacer una parodia de la Revolución, ni escribir la novela que el reseñista deseó
que escribiera, pero que “por agradar al señor Monsiváis y a su cultura cinematográfica, lo
hubiera intentado”. Aseguró la nula intención de hacer parodia de Los de abajo, “obra
que… se vale sobradamente por sí misma, sin necesidad de parodias”. Recordó la finalidad
de su narrativa: la de reflejar la manera de ser del mexicano, la del ser humano, alejado de
lo folclórico, cuestión que intentó escribir en El complot… Después, le pareció extraño que
“el señor Monsiváis” considerara su libro malogrado y le reclamó: “Careciendo de una
honda cultura cinematográfica no puedo hacer comparaciones al alcance del niño
Monsiváis… Me pareció necesario, dentro de la imagen del mexicano,  ahondar en esa
soledad tan nuestra, tan ajena a la Zona Rosa y en ese individualismo cabal”. Le pidió al
señor Monsiváis que “si quisiera ver en una ironía el envejecimiento de la Revolución, o un
thriller, o una nota roja, la escribiera él y dejará a otros escribir sobre el mundo”. Se
despidió pidiéndole una mejor lectura de su novela y le agradeció el largo espacio de su
reseña.  Terminó de escribir la carta y la guardó 40 años.


Las reseñas se pueden dividir en tres grupos: El primero está conformado por 12
referencias publicadas entre 1969 y  1976. El segundo  está conformado por 18 referencias
hemerocríticas publicadas entre 1983 y 1994, cuando sucedió la exitosa reedición de la
novela en 1985. El tercero  lo conforman 4 referencias publicadas entre 1999 y 2003. La
mayor parte  está mencionada en el Diccionario de Escritores Mexicanos de la UNAM. En
el primer grupo se aprecia el inicio de los comentarios más comunes que se utilizaron al
reseñar El complot…, pero con la diferencia de que estos surgieron de una reflexión a partir
de la lectura de la novela y de mayores  conocimientos de teoría literaria.


El segundo grupo empezó después de la ausencia de reseñas en un lapso de nueve
años. En estas, los reseñitas mencionaron la necesidad de rescatar no sólo El complot...,
sino toda la obra literaria de Bernal, justo como lo propuso Mempo Giardinelli. En este
grupo de reseñas se menciona la reedición en la segunda serie de la colección “Lecturas
Mexicanas”, de la SEP, en 1985. Esto provocó un análisis crítico equilibrado y con mayor
profundidad de los temas. Era imperante  definir si El complot… era una novela policíaca,
negra o de intriga. Se demostró con argumentos que era una novela de denuncia política,
resultado de años de oficio narrativo. El tercer grupo se publicó después de cinco años sin
que se publicara una reseña. para entonces, la mayoría de los suplementos o secciones
culturales de los periódicos que publicaron reseñas sobre Bernal habían desaparecido. Los
lectores leyeron y recomendaron la novela gracias a las reediciones que se habían hecho en
diferentes formatos. Sin embargo, en 2009, el cuarenta aniversario de El complot… pasó
desapercibido en los medios impresos.


Al final se comprobó la existencia de una práctica adecuada de la crítica literaria
mexicana. La historia de Filiberto García fue leída por muchos críticos literarios que
disfrutaron de la trama y de los personajes. Sólo María Elvira Bermúdez conocía este
género  cuando se publicó esta novela en 1969. Y fue  ella la maestra de reseñistas jóvenes
que  lograron después especializarse en el tema y conocer a profundidad la obra Bernal,
como Vicente Francisco Torres. Los críticos literarios mexicanos coincidieron en el ritmo,
el lenguaje, el personaje principal, la verosimilitud, la trama, las influencias, los
sentimientos y valoraciones. Esclarecieron la técnica narrativa, el uso  del monologo, el
manejo del tiempo, la interacción de los personajes, el estilo, el antihéroe, el mito y el
proceso de lectura. Las valoraciones también sirvieron para que los reseñistas en
desacuerdo expresaran que no todo era virtud y oficio en Rafael Bernal, como  hicieron Leo
Eduardo Mendoza y Juan Domingo Argüelles.


Estas reseñas comprueban las críticas positivas a El complot… y son causantes de su
revaloración dentro de la literatura mexicana. Sin embargo,  lo que detonó su éxito fue la
reedición en 1985 con 30 mil ejemplares que se distribuyeron a precios bajos en todo el
país y con una campaña mediática importante. Incluso, los saldos de la serie “Lecturas
Mexicanas” se ofrecieron  en los cruceros de la Ciudad de México. Esto logró una cantidad
inusitada de lectores que hacían sus recomendaciones de boca en boca, entre ellas la lectura
de El complot mongol.

domingo, 12 de julio de 2015

Poesía, vanidad y relaciones públicas

12/Julio/2015
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Quienes venden muchos libros y gozan de gran publicidad por parte de sus empresas editoras (¡precisamente porque mantienen viento en popa el negocio!), tienen resuelto el asunto del denominado “público lector”, un público que no sólo está compuesto por lectores sino también por fans y parroquianos dispuestos a menear el botafumeiro que inciensa no sólo las obras sino también la figura idolatrada del escritor.

Es el público que está siempre a la expectativa de qué hace y deja de hacer su autor predilecto y que compra ansiosamente en la librería o adquiere por internet el nuevo libro de su ídolo. En general, se trata de autores literarios de bestsellers y especialmente de escritores de novelas, que es a esto, muchas veces, que se reducen los términos “escritor” y “literatura” incluso para las instancias institucionales.

La revista Forbes publicó a principios de 2015 la lista de los escritores que más dinero ganan en el mundo, considerando sus ingresos anuales por la venta de libros y por sus derechos de traducción y adaptación cinematográfica. El primer lugar es para el estadunidense James Patterson, quien gana cerca de 90 millones de dólares anuales, con novelas como La hora de la araña y El coleccionista de amantes, entre otras muchas que se han llevado al cine. Le sigue el también estadunidense Dan Brown, con ingresos por 26 millones de dólares anuales que le reportan las ventas y derechos de sus novelas Ángeles y demonios, El código Da Vinci, El símbolo perdido y otras que igualmente se han adaptado al cine. Estadunidenses son también las novelistas de temas “románticos ” Nora Roberts y Danielle Steel, cuyos ingresos anuales alcanzan 23 y 22 millones de dólares respectivamente. Los siguientes en la lista de Forbes son los novelistas estadunidenses John Grisham (El informe pelícano, El cliente, Tiempo de matar, etcétera) y Stephen King (Carrie, El resplandor, La danza de la muerte, Cujo, Insomnia, etcétera): cada uno de ellos tiene ingresos anuales estimados en 17 millones de dólares. Finalmente, están las novelistas británicas J. K. Rowling (la creadora de Harry Potter) y E. L. James (la autora de 50 sombras de Grey), con 14 y 10 millones de dólares anuales, respectivamente.
Siendo así, cualquiera que gane al año un millón de dólares por sus libros es realmente un pobretón, y ya ni se diga los que ganan uno o dos milloncitos de pesos y que ya se sienten en los cuernos de la luna y hasta quieren cobrar por entrevistas. Lo cierto es que, por muy mal que les vaya a los narradores y especialmente a los novelistas de mediano éxito, gozan de algún porcentaje de regalías anuales que los hacen sentirse pequeños Balzacs (y enormes escritores).

No es el caso de los poetas, que en el mercado no pintan para nada. Sus mayores ingresos no están en los libros que vendan, sino en las becas y en los premios que obtengan. Por ello son los poetas, sobre todo (y los narradores de poco éxito), quienes han perfeccionado los mecanismos de las relaciones públicas. A falta de lectores (que no de editores), la poesía y la literatura minoritaria en general (ensayistas literarios, cuentistas y novelistas de bajo rating, cronistas, etcétera) se desplazan por sus propios medios y, en muchos casos, por la eficacia de sus contactos. Así, aunque muy poca gente los lea, algunos dan la impresión (por los ecos y las olas que hacen) de haber publicado verdaderos bestsellers, y este fenómeno se debe en gran parte al uso de las redes sociales.

No hay artista sin buena autoestima, pues ésta (y no la modestia) es una de las fuerzas que llevan a emprender la “obra”, sea pictórica, literaria, musical, escultórica, etcétera. Pero siempre están los que exageran: aquellos que lo único que tienen en abundancia no es talento sino vanidad. Es obvio que los escritores millonarios de la lista de Forbes están hoy más allá de la vanidad, pues ésta puede sustituirse por el dinero. Y, si lo vemos bien, entre esos ocho grandes millonarios, Stephen King parece un Shakespeare si lo comparamos con los otros que sólo tienen dinero. No es improbable que alienten alguna duda sobre la calidad de su literatura, pero, a cambio, no tienen duda alguna sobre la calidad y la cantidad de su dinero.

En cambio, los escritores que casi no venden libros (entre ellos, muy especialmente los poetas), a falta de dinero, cotizan más alto en la bolsa de la vanidad. Probablemente ni siquiera vean su “éxito” en un centenar de lectores, pero confían en la posteridad. No les falta razón si tomamos en cuenta que Emily Dickinson (1830-1886) no ganó un solo dólar con sus poesías que, por otra parte, apenas publicó (únicamente siete, contra más de mil 500 inéditas). La diferencia es que Dickinson se aisló del mundo, mientras que los poetas de hoy sólo quieren estar en el mismísimo centro del universo.

miércoles, 8 de julio de 2015

Gustavo Sainz y la novela como una máquina de preguntas

8/Julio/2015
La Jornada
Javier Aranda Luna

En 1966 Salvador Novo vio en su primer libro el inicio deuna carrera llena de promesas y el crítico Emmanuel Carballo una obra que rompe la manera mexicana de novelar. Hoy, de los poco más de 20 libros que publicó, y que algunos llegaron a sorprender a Octavio Paz y Carlos Fuentes, sólo se encuentra uno en librerías. Los demás viven en los anaqueles de las bibliotecas públicas o en las librerías de viejo.
Novo y Carballo se referían a Gustavo Sainz y a su primera novela,Gazapo, publicada en 1965, en la legendaria Serie del Volador de la editorial Joaquín Mortiz. Sainz, José Agustín y algunos escritores más ofrecieron a los lectores nuevas temáticas y nuevas formas de contarnos historias. Hacer novelas con los modelos del siglo XIX no les interesaba. La novela de la revolución que era su herencia no les servía a un par de jóvenes de ciudad para contar sus historias.
Sainz quería escribir Gazapo a los 19 años. Tanto le obsesionaba que tenía en la cabeza varios títulos. Menciono dos: Muchachos volando por la ciudad y Los perros jóvenes. La aparición de La ciudad y los perros, de Vargas Llosa (el más radical experimento con el lenguaje, según Sainz) le hizo desechar ese nombre. Se decidió por gazapo por la ambigüedad de la palabra. Significa cría de conejo y también disparate, embuste, mentira. Eso era su novela, pues la literatura es la zona franca de la mentira.
Las primeras 25 páginas que llevaba escritas las publicó enCuadernos del viento como fragmento de novela. Lo contactó el editor Joaquín Mortiz y le ofreció publicar su libro apenas lo terminara. Cuando al fin fue publicado no aparecieron esas 25 cuartillas presentadas como adelanto de novela: Sainz olvidó incluirlas.
La ciudad, el cine, la música, la tecnología y el lenguaje mismo como protagonista fueron los ingredientes elegidos por Sainz para escribir sus novelas. Elementos con los que cualquier joven podía identificarse y que se identifica incluso ahora, medio siglo después de haber sido escritaGazapo, por la maestría de sus diálogos.
Si en un principio fueron cartas, grabaciones, telefonemas, diálogos que le permitieron con el tono coloquial dar saltos mortales de tiempo, en uno de sus últimos libros el recurso fue la construcción narrativa por medio de correos electrónicos entre un profesor y su alumna. La novela virtual casi prescinde de la puntuación para rescatar la rapidez del medio.
Ese acercamiento a la calle y a la vida menuda atrajo nuevos lectores. Los jóvenes clasemedieros de los 60 pudieron leerse en los nuevos escritores que impulsaban, más que un movimiento cultural, unacontracultura donde el uso del lenguaje y del tiempo tensaba a la historia y le daba forma.
Sorprende la frescura de Gazapo a medio siglo de distancia. También ese prodigioso monólogo de La princesa del Palacio de Hierro, donde la protagonista cuenta su juventud temeraria, delirante y de una vitalidad que no deja de asombrarnos. El humor, el ir y venir del tiempo narrativo a través de los diálogos donde el pasado está presente y el presente parece interminable son quizá el porqué sus primeros libros puedan leerse en nuestros días sin dificultad.
Sainz y Agustín reconocían, sí, a sus mayores, pero estaban seguros de que las historias se podían contar de otra manera. El escritor, el intelectual debía comprometerse con su entorno a través del lenguaje vivo.
No me extraña que Sainz fuera un devoto lector del Ulises y deFinnegans Wake, de Joyce, o de Marcel Proust, escritores cuya propuesta estética es el lenguaje y el tiempo. Sainz, sin embargo, no pretendía escribir a la manera de, sino con las reglas que sus mismas historias le imponían. Y sus reglas trascendían al mero mundo literario. Su biblioteca, además de libros, tenía imágenes de su santoral laico. Había escritores, pero no sólo escritores. Allí estaban, como confesó hace tiempo, John Ford, Visconti, Antonioni, Howard Hawks, Luis Buñuel, Truffaut, Goddard, Francis Gray, Stravinsky, John Cage y, claro, escritores como Robert Graves, Cortázar, Lawrence Durrell, Fuentes, Vargas Llosa, Octavio Paz, por mencionar sólo a algunos.
Sainz aprendió, como su admirado Proust, que misteriosamente las obras del pasado nos hacen leer el pasado, pero sobre todo, el presente. Más aún: sabía que las grandes obras modifican incluso a sus predecesoras. Para Gustavo Sainz la literatura hace posible lo que normalmente no lo es: participar en experiencias y observarlas al mismo tiempo. Leemos porque amamos o porque queremos ser amados... Leemos como amamos.
¿Cuánto tiempo hemos perdido por haber dejado de leer libros como La princesa del Palacio de Hierro? ¿Por haber dejado que la maquinaria del mercado editorial triturara el gusto para imponernos libros que no tienen nada que ver ni con la lucha por la expresión?
La novela para él era un viaje de descubrimiento, una máquina de preguntas. Convendría, creo, recuperar ese principio.

domingo, 5 de julio de 2015

Un Borges obeso

5/Julio/2015
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

El caso ya le dio la vuelta al mundo y es del conocimiento de los interesados. Un escritor argentino, Pablo Katchadjian (1977), ha sido demandado por María Kodama, la heredera universal de los derechos de Borges por haber “intervenido” uno de los más célebres cuentos de quien fuera su esposo, “El Aleph” (1949). Se acusa a Katchadjian de haber reproducido sin permiso, imprimiéndolo en una modesta edición de 200 ejemplares en 2009, el cuento completo (y con una errata). Plagio no es, pues Katchadjian, desde el título y en una posdata, aclara que le agregó unas 5 mil palabras al original de Borges. Se trata de reproducción ilegal de material ajeno, lo cual ha atizado la polémica de hasta qué punto es intocable la propiedad intelectual.


Los defensores de Katchadjian son legión, desde su abogado, Ricardo Strafacce, el respetado biógrafo de Oswaldo Lamborghini, hasta César Aira (quien festeja el ánimo experimental del acusado quien también ha jugado con el Martín Fierro, ordenando alfabéticamente los versos, con resultados maravillosos, según la autorizada opinión de Aira), pasando por el mexicano Luigi Amara, quien nos recuerda que al dibujarle bigotes y barba de mosquetero a la Gioconda, Marcel Duchamp no le quitó nada al cuadro de Da Vinci, que está a disposición de los turistas japoneses en el Louvre (hará un par de años que, milagrosamente, buscando la sección neoclásica del museo, que es lo mío, me topé, ¡solo!, con el rostro de la celebérrima señora resguardada por un cristal antibalas semejante al del papamóvil de Wojtyla). De igual forma, cualquiera puede leer “El Aleph” original, bajándolo de internet (no sé si sea legal hacerlo), en una biblioteca o acudiendo a comprarlo en una librería de prestigio, como se decía antes.


Sola, muy sola, se ha quedado la viuda Kodama, acusada de ser, como Salvador Dalí en el anagrama que Breton le espetó al pintor, otra “Ávida Dollars”, quien además de ser insaciable en su afán crematístico, es antiborgesiana (que no borgiana, pues Georgie era Borges, no Borgia), al no entender que el autor de “Pierre Menard, autor del Quijote”, hubiera aplaudido la iconoclastia adiposa de Katchadjian. Yo no me voy a sumar al linchamiento de María Kodama. La señora ha ejercido, acaso con exceso de celo, los derechos que las leyes de la propiedad intelectual le otorgan y si esas leyes han de ser cambiadas o extintas (como lo demandan quienes militan en los partidos piratas), es cosa de los congresos nacionales y las convenciones internacionales. Ella ha sido, a veces, exagerada al emitir opiniones literarias improcedentes como en el caso del Borges (2006), de Adolfo Bioy Casares, en mi opinión, uno de los grandes libros de la literatura hispanoamericana de todos los tiempos y en la de ella, un bodrio (ése sí muy gordo) de desmesuras y falsedades puestas en boca de Borges por quien fuera su mejor amigo. Alguna culpa en el entuerto la tiene Daniel Martino, el compilador de ese Borges, quien se ha ahorrado, hasta donde yo sé, la explicación no sólo anecdótica sino filológica de cómo Bioy Casares compuso ese libro, lo cual se presta a suspicacias. Pero ésa es otra historia.


Enterado del escándalo, pagué nueve dólares y descargué “El Aleph engordado”. La noche previa, releí, con cariño inalterable, el cuento de Borges y a la mañana siguiente, comparé. Adelanto mi conclusión: nadie debe irse a la cárcel por una tontería como la perpetrada por Katchadjian, aunque el abogado de la Kodama, ante la indignación internacional, ya le bajó el perfil a su caso y dijo que la mayor pena para el acusado, con el juicio ya en tercera instancia, sería hacer trabajos sociales (¿lo mandarán a un liceo del Gran Buenos Aires a escribir en una pizarrón 9 mil veces “El Aleph”, “El Aleph”, “El Aleph”..?).


Nadie que ame a la literatura puede estar en contra de la “literatura experimental” pues toda ésta lo es cuando nace un género. Debió serlo la Odisea, al menos cuando alguien la leyó impresa por primera vez, como lo fueron el Quijote, el UlisesEl museo de la novela de la eterna, de Macedonio Fernández, para no hablar de la gran poesía posterior a 1910. Pero “El Aleph engordado” es un buen ejemplo de lo que ocurre cuando una persona de poco talento incurre en el academicismo –porque ése es el destino fatal de toda innovación– al “intervenir” una obra e imita, cansino, prácticas con medio siglo de existencia (el Taller de Literatura Potencial, de Raymond Queneau, fue fundado en 1960 y el Colegio de Patafísica, antes).


Pese a la jactancia de Katchadjian, quien en su posdata justificatoria se atreve a decir que “los mejores momentos” de su propio texto, “son esos en los que no se puede saber con certeza qué es de quién” o sea un inmodesto “yo también puedo ser Borges”, lamento arruinarle la fiesta con mi remota decepción. Su torpe mano es perceptible para cualquier buen lector de Borges y los párrafos injertados por él son parodias cursilonas, consignas al estilo de Eduardo Galeano, romanticismo barato en torno al personaje de Beatriz Viterbo, diálogos vulgares impensables en la prosa borgesiana. Ocurre que atrás del megavanguardista se oculta una conservadora institutriz antañona pues pareciese que Katchadjian piensa que algunos lectores poco instruidos de “El Aleph” no entienden su subjetividad, sus retruécanos maliciosos, su ironía libresca. Compadecido decidió “engordar” el cuento para hacerlo explícito y comprensible e hizo del “El Aleph” un relato no sólo didáctico sino palabrero que nada le quita y mucho menos le agrega al original borgesiano. Confío en que Pablo Katchadjian sea exonerado por la justicia y dé clases de intertextualidad y pospoesía en alguna universidad gringa. Ofertas no le faltarán. En cuanto a “El Aleph”, de Borges, sigue allí, incólume, enceguecedor.