domingo, 19 de julio de 2015

Hugo Gola en su cenobio

19/Julio/2015
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

Sólo en una ocasión conversé con Hugo Gola. Fue en Sao Paulo, en un encuentro de revistas literarias latinoamericanas, organizado por Horácio Costa, en mayo de 1998. Fue durante esa larga sobremesa paulista donde yo le conté, con lujo de detalles, la especie de funerales nacionales con los que Octavio Paz, muerto semanas antes, había sido honrado en el Palacio de Bellas Artes. Me escuchó con interés, primero y con cierto espanto, después. Mi alharaquienta narración le ha de haber parecido al poeta argentino, la remota noticia de la apoteosis de un emperador romano que venía a turbar, aunque fuese con una charla, la paz en su desierto de monje cenobita. Muy lejano se oye el ruido del mundo a través de la poesía de Gola (1927–2015) y si de escuchar algo se trata es necesario pegar la oreja al suelo de su pampa para percibir el rumoroso y amenazante tropel de los bárbaros y sus caballos.


En sus poemas de los años sesenta, se habla, con dolor y prudencia, de salvar “los hilos de la patria” para heredárselos, limpios, a una de sus hijas y aquella la Historia no reaparece sino hasta Siete poemas (1982–1984), donde el exilio, primero en Inglaterra y luego en México, lo obliga a reorientar la cartografía dantesca y decir que el infierno no está “en el centro sino en la superficie de la Tierra/sus fuegos calcinan/su calor derrite y/ doblega /la paciencia / de los justos” entre quienes encuentra a aquellos que cometieron “el inocente pecado de querer/cambiar /el mundo”. Paz, en un diálogo imposible con Gola, le hubiera dicho que el problema fue, precisamente, que ese pecado nada tenía de inocente.


Los poemas reunidos de Gola, apenas unos 150 según cuenta su prologuista y viejo amigo, además de paisano, el novelista Juan José Saer, se encuentran en Filtraciones (FCE, México, 2004). Esta edición, muy aumentada con la obra de juventud y madurez, y no pocas “Ramas sueltas” dejadas caer por el poeta en el camino, repite el título de la que Eduardo Milán le prologara en 1996, impresa por la Universidad Iberoamericana, que fuera por algún tiempo la casa mexicana de Gola, donde editó la revista Poesía y poética.


He llamado a Gola cenobita, que no ermitaño. Como editor y maestro fue amigo del retiro donde un grupo de elegidos hacen de la poesía su oficio, como artesanos de una cosa divina y quizá, más que por sus propios poemas, quien acaba de fallecer el 4 de julio en su Santa Fe nativa, Gola hubiese querido ser recordado como quien reunió El poeta y su trabajo, donde Poe, Valéry, Pavese, Levertov, Cavafis, Stevens, Williams, Augusto y Haroldo de Campos, Rilke y Gary Snyder, entre otros, hablan de “su trabajo”, como si de maestros orfebres se tratara, ansiosos de adiestrar a su público de jóvenes poetas. En efecto, así ocurrió y no muchos, pero en número suficiente para satisfacer a Gola, de sus aprendices, se tonsuraron. Del exilio sudamericano en México, destacaron los científicos sociales y los psicoanalistas, antes que los poetas. Vinieron pocos y se regresaron tan pronto se fue restaurando la democracia en aquellas nuestras tierras de sangre. Se quedó un Juan Gelman (cuya influencia aquí fue, venturosamente, más política que literaria) y se quedó Gola, tras una salida en falso de pocos años y un regreso sin remedio, a la Argentina, para morir.


Milán (otro de quienes perseveró en México) y Saer, sus comentaristas, coincidirán conmigo en que la poesía de Gola es de aquellas tentadas, más que por el silencio, por la blancura de la página, excepción que éstos poetas se ven obligados, a su pesar, a cometer. Escriben como quien tacha, con remordimiento. Mallarmé a lo lejos y más cerca Ungaretti (según Saer) y sin lugar a dudas, Paul Celan, son los penates de poetas como Gola y al discurso de recepción del Premio Georg Büchner, una de las pocas ocasiones en que el judío rumano de lengua alemana condescendió a exhibirse en prosa, me remito para acompañar (que no explicar) al argentino en su muerte.


En “El meridiano”, de Celan, escogido por Gola de El poeta y su trabajo, IV (UAP, 1985), es un discurso tan arduo de leer y entender que de no saberlo traducido por el germanista Rodolfo E. Modern, lo creería yo una chapuza de mal traductor. Pero no, Celan habla con Büchner (tan mal conocido, además, fuera de esa pequeña y gran lengua europea que es el alemán) y no con nosotros, cuya inoportuna presencia ha ya advertido el poeta: “Del arte puede hablarse mucho. Pero siempre existe, cuando se habla de arte, alguien que se halla presente… y no escucha bien”.


A escuchar muy bien a sus maestros se dedicó Gola. Por ello, su recato, su precisión y su miedo a errar en lo que consideraba el arte supremo. Por eso, su negativa, resaltada por Milán a que lo externo –lo que he llamado el ruido del mundo– penetre en su poesía, concentrada sobre sí misma. Pero Gola admiraba demasiado a los concretistas brasileños como para no entender que, más allá de ellos, después de la palabra, había un callejón sin salida (donde Tomlinson recogió, por cierto, a Paz y lo alejó de Blanco) y quedaba el silencio, y si no, el grafito, la grabación, el happening, la pospoesía que se deshace del misterio indescifrable, la letra, la frase, el blanco sobre el negro. Por ello, Gola se atrevió a escribir poesía aunque fuese poca. Antes de darle la razón a Milán, Saer lo contradice, como si le dijera que en el primer Hugo Gola hubo pampa (y pampa quedó después) y algo de paisajismo (en el modo de Joy Laville, en pintura) y desde luego, encontramos desgarramiento, vida útil e inútil de todos los días y hasta patria (ya lo he dicho). Hubo amor y hasta humor en este asceta: “Y Ahora /que cae el sol/sobre tu carne/¿qué esperas?”

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