miércoles, 18 de febrero de 2015

Cartas a un señor en París

Dicimbre-Enero/2014
Tierra Adentro
Jorge Carrión, Fernanda Trías y Hernán Lara Zavala

El 26 de agosto de este año, Julio Cortázar habría cumplido cien años. En Tierra Adentro ya nos habíamos declarado fanáticos del Gran Cronopio cuando le dedicamos la portada de nuestro número 177. Sin embargo, no quisimos dejar pasar la oportunidad de revisitar a este autor aprovechando la cercanía de su centenario, que coincide a su vez con las celebraciones por los cincuenta años de la publicación de Rayuela, una novela —o antinovela, como se define a sí misma— que marcó a varias generaciones de escritores en todo el mundo. Si bien la influencia de la obra cortazariana es innegable, en fechas recientes su relevancia ha cambiado de forma y ha abierto espacios a otras obras y escritores que trabajan en el mismo espacio literario y vital. Convocamos a Fernanda Trías (Uruguay), a Jorge Carrión (España) y a Hernán Lara Zavala (México), para hablar de lo que Rayuela representó en su formación como lectores y escritores.

Estimados: Les escribo este correo largamente retrasado sobre la conversación en torno a los cincuenta años de Rayuela, su vigencia, y la de la obra de Cortázar. El plan es simple: discutir de manera relajada sobre el tema en cuestión; pasarla bien, sobre todo. Se me ocurre comenzar preguntando: ¿ha desplazado Los detectives salvajes a Rayuela en el imaginario de los lectores?
—René López Villamar
Lo primero que hay que dejar claro es que Los detectives salvajes es hija de Rayuela. Sin las estructuras narrativas que imaginó Cortázar, sin esa libertad creativa, no sería posible la novela de Bolaño. Él mismo lo dijo en varias ocasiones, entre ellas en el discurso de aceptación del Rómulo Gallegos. Aunque sí es cierto que la convivencia en nuestra época de ambas obras se ha vuelto una competición, al menos en potencia. No obstante, diría que se leen ambas. Es decir, no se leen las grandes novelas de Carpentier, Asturias o Donoso; pero sí hay espacio para las novelas extensas de Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar y el inesperado heredero de todos ellos: Bolaño. Quizá, en términos sociológicos, se ha adelantado la lectura de Rayuela a la adolescencia y la de Los detectives salvajes parece que es más propia de la juventud. Pero eso es generalizar: hay que ver lo que importa, la experiencia de lectura de cada cual.
—Jorge Carrión
Tengo la impresión de que Rayuela es una novela experimental típicamente cortazariana, que ni tiene parangón ni tuvo seguidores, aunque sí infinidad de lectores. Rayuela, como Ulises de James Joyce, llevó a su máxima expresión un tipo de novela que cerró más caminos de los que abrió. Son novelas tan definitivas que tuvieron una enorme importancia en la historia de la literatura pero que en última instancia condujeron a callejones sin salida. Hay muchos discípulos de Cortázar, pero no continuadores de Rayuela.
De algún modo, la rayuela o “mandala” venía gestándose, estilísticamente, desde los primeros cuentos y novelas, muy en especial en el libro Imagen de Keats, donde Cortázar toma como pretexto al poeta John Keats y lo mezcla con sus traducciones, interpretaciones, comentarios, anécdotas, chistes, biografía y autobiografía. Digamos que Cortázar percibía el mundo como una rayuela. El método principal de la novela es el de la fragmentación y el collage en el que todo cabe para lograr la unidad de la obra. Su técnica experimental y aleatoria le permite todo tipo de juegos y malabares que van desde las diversas posibilidades de lectura del libro, hasta las citas de autores reales y ficticios, las conversaciones filosóficas, los capítulos líricos, las parodias, el surrealismo, el absurdo, etcétera.
Como en todo Cortázar, siento más el placer del texto en su tono fresco, humorístico, desenfadado y creativo que en sus disquisiciones metafísicas. Para mí, Rayuela ha envejecido en su ánimo innovador pero se ha mantenido viva en sus mejores capítulos, que pueden leerse casi al margen de la anécdota que, por otro lado, no es particularmente rica ni interesante. La Maga, la heroína de la novela, nunca significó gran cosa para mí. En todo caso disfruté más la creación de personajes como Berthe Trépat que la acerca al esperpento. En cuanto a la comparación de Rayuela con Los detectives salvajes, no encuentro ni el más mínimo atisbo de influencia o parangón. En todo caso siento la impronta de José Agustín, en particular en el caso de De perfil.
—Hernán Lara Zavala
Hola a todos, acá una representante rioplatense. Me parece interesante la lectura que hace Jorge, aunque busqué el discurso de aceptación del Rómulo Gallegos de Bolaño y no logré encontrar la mención a Cortázar. De todas maneras, las filiaciones en la literatura suelen ser involuntarias. Por eso sí veo un lazo entre las dos novelas en cuanto a la idea de “la bohemia”, que ahora llamaríamos épica juvenil, porque no sé si la bohemia como concepto puede seguir existiendo. Sería interesante saber si los jóvenes siguen leyendo Rayuela como yo la leí hace veinte años o más. Por supuesto, no tengo esas estadísticas, así que son puras conjeturas. Sin embargo, si tuviera que regalarle un libro a un adolescente, eligiría Los detectives salvajes. Me pregunto cómo leería hoy un adolescente ese mundo de referencias culturales de Rayuela. A su vez, el juego de las múltiples lecturas imagino que no le resultaría novedoso, porque ahora, con internet, es normal leer así, saltando de un lado para el otro. Eso me hace acordar a lo que dijo Piglia, que las tablas de lectura de Rayuela son “el lector salteado” de Macedonio Fernández. (Hablando de filiaciones voluntarias e involuntarias.)
—Fernanda Trías
Quizá este puede ser un camino adicional de discusión: pareciera que el mundo del siglo XXI ha asimilado mucho de lo que Rayuela proponía como juego. Hace años hubo un proyecto de reproducir la novela en cientos de sitios, cada reproducción enlazando sólo un capítulo, por ejemplo. Y aparte hay cosas curiosas: ¿tendría sentido el juego de Oliveira y la Maga en una época para encontrarse en la que todos hacemos check-in para indicar dónde nos encontramos todo el tiempo? ¿El lector necesitará pronto notas al pie para entender Rayuela? ¿Esto afecta o no su vigencia como obra?
—RLV
Varias respuestas.
En efecto, me traicionó el recuerdo. Bolaño citó mucho la maestría de Cortázar, de quien dijo que “era el mejor”. En “Derivas de la pesada”, su radical intervención en el campo literario argentino (creo que como poeta se sentía chileno y como narrador, argentino; con esos “rivales” quería medirse), dice irónicamente: “No es necesario escribir libros originales, como Cortázar o Bioy, ni novelas totales, como Cortázar o Marechal, ni cuentos perfectos, como Cortázar o Bioy”. Entiendo que cuando habla de originalidad y de totalidad se refiere a Rayuela. En cualquier caso, estoy convencido de que es su gran modelo conceptual y estructural. En sus cartas a Porrúa, Cortázar habla de “antinovela”, y esa es la idea que articula Los detectives salvajes. Se trata de escribir una novela antimonumental, con los materiales innobles de su época (el diario adolescente, los testimonios transcritos casi en bruto de unas entrevistas); una novela aparentemente precaria, pero muy sofisticada, como pudo serlo Rayuela en su momento histórico (cuya lengua también suena coloquial, ese argentino tan novedoso en su momento).
Me interesa esa idea de la bohemia que Fernanda ha trabajado en su novela La ciudad invencible, precisamente ambientada en Buenos Aires. Creo que cada generación inventa su propia forma de bohemia. Temporal, pero bohemia al fin y al cabo. Y que Rayuela ha sido leída por todas las generaciones desde su publicación. Otro tema es si Rayuela es una novela que conecta con los jóvenes lectores europeos y latinoamericanos (e incluso norteamericanos: Cortázar es una influencia rastreable en muchos autores de Estados Unidos nacidos en los sesenta, setenta y ochenta, como Mark Z. Danielewski o Blake Butler), mientras que Los detectives salvajes es una novela que en América Latina puede llegar antes, pero que en Europa o en Estados Unidos llega en la etapa universitaria. No lo sé.
Parte del éxito de Rayuela tiene que ver con su traducción directa en el turismo cultural. Si la traducción es la forma más extrema de la lectura, la traducción en pasos, visitas y fotografías sería la forma ultrarradical. Yo fui a París por Rayuela. Y quién sabe si también a Buenos Aires. El Instituto Cervantes de París tiene su propia ruta en la página web. El mundo de Cortázar, por ser un mundo en que se remezclan vida y obra, se presta al fetichismo, a la geolocalización. En tiempos del GPS los paseos a ciegas de la Maga y Oliveira todavía tienen más sentido y son más románticos: porque a la idealización se le une la nostalgia.
Lo que más me interesa de Cortázar no es la perfección de sus cuentos, ni sus ensayos mejorables, ni su poesía ingenua, ni siquiera sus obras maestras (“El perseguidor”, “Casa tomada”, Rayuela), sino su capacidad de investigación, de hallazgo, de prueba y error, de sorpresa, de apertura a todas las formas artísticas de su época. Cómo incluyó en su prosa la música, cómo dialogó con pintores, cómo firmó guiones de cómic, cómo practicó la deriva post-situacionista en Los autonautas de la cosmopista, cómo creó collages que son arte contemporáneo (Último round, La vuelta al día en ochenta mundos), cómo dialogó con sus lectores, editores y críticos en cartas absolutamente memorables, recorridas por la curiosidad. Cómo convirtió su vida en un laboratorio que engendraba libros. Creo que hay pocos autores en español tan abiertos al mundo y a las artes. Tal vez Lorca.
—JC
De acuerdo. También veo puntos de contacto entre Rayuela y Los detectives salvajes, las distintas hablas coloquiales, los idiolectos de los personajes (sus características particulares que no son cien por ciento “realistas” —al menos puedo afirmarlo en lo que respecta a la uruguaya de Los detectives salvajes—) y su estructura con fragmentos intercambiables. Pero lo importante es que, para cualquier parricidio, es necesario que haya habido un padre y Rayuela fue innovadora, más allá de que, como bien dijo Hernán, hoy no nos resulte tan novedosa (a eso habría que sumarle el hecho de haber “presagiado” un modo de lectura). La pregunta de por qué Rayuela parece haber perdido prestigio entre los escritores (nótese que no digo “los lectores”) del Río de la Plata y no en España o México, me parece interesante. Por una parte, ni Cortázar ni Rayuela tienen la culpa de que París, como escenario, se haya vuelto un poco snob. También la sensibilidad amorosa de Rayuela tiene algo “tanguero” que hace chirriar los dientes en el Río de la Plata actual, la verborragia no se amolda a lo que predomina hoy, desde las historias mínimas hasta las frases secas y despojadas, cosas así. Si hoy escribo “Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, me tiran con tomates. Puig, sin embargo, también trabaja lo cursi y trabaja con materiales innobles, pero envejeció de otra forma.
En cambio en los cuentos, como “Casa tomada” o “El perseguidor”, que coincido con Jorge son notables, no pasa esto. Es tarde en el Sur, pero me quedo con ganas de comentar el resto del correo de Jorge. Mañana la seguimos, bonne nuit.
—FT
Sobre la bohemia, sí, es cierto, pero inevitablemente uno añora la bohemia que ya pasó. Tiendo a asociar la bohemia con cierto idealismo, donde el ocio se entiende como una forma de resistencia; prima una sensación de que está pasando algo “ahí” (algo que es preferible a otra cosa), las personas/personajes se definen a partir de una pertenencia a un grupo y el grupo tiene una manera compartida de ver el mundo (y aunque los integrantes de la cofradía tengan ideas opuestas y discutan o incluso se peleen, sigue primando la sensación de que ese modo de vida es preferible a otro). Hoy, la idea misma de pertenencia a un grupo es muy complicada.Tal vez exista de facto, pero uno nunca se atrevería a afirmar que esos cinco o seis escritores que gravitan en torno a un lugar (como podría ser el Varela Varelita en Buenos Aires) forman un grupo, mucho menos le pondrían un nombre. Hay una inocencia en eso que ya nadie se permite. Por eso Onetti, con su desencanto, está tan vigente. Digo esto y, sin embargo, Cortázar mismo me refuta. Oliveira parece distinguir entre dos tipos de bohemia (al menos), cuando dice “[...] no había querido fingir como los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier otra etiqueta podrida”. Entonces estarían los bohemios al uso y los otros (bohemios ¿a la antigua?) que no le asignan a esa forma de vida (el caos, las vidas “vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas”) un mayor valor. La bohemia al uso sería entonces la snob. Me pregunto cuál sería la bohemia al uso de hoy, tal vez la bohemia trashumante. Ahora, por ejemplo, está quedándose en casa el escritor galés Richard Gwyn, y la bohemia trashumante se pone en marcha: nosotros lo recibimos porque es amigo de amigos, hablamos de libros, de traducción, tomamos vino y todos los clichés… La relativa facilidad para viajar ha ampliado los límites de esos “grupos”. Gwyn me dice que le encanta Cortázar, leyó Rayuela y por supuesto no ve esa prosa pomposa que a algunos nos rechina en el Río de la Plata. Sin embargo, no le gusta Philip Larkin, por los mismos motivos. Es decir que la cercanía tiene un papel en todo esto. (Recordemos que César Aira es muy crítico de Cortázar: “El mejor Cortázar es un mal Borges”).
Yo no recorrí París siguiendo a Rayuela, pero es innegable que Rayuela ha marcado mi idea de París, lo que no es poca cosa (de Buenos Aires pienso en Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato). Si alguien me dice “Del lado de allá”, siempre pienso en París, o al menos en Europa (nunca podría ser Nueva York, por ejemplo); sin embargo “acá” y “allá” bien podrían ser las coordenadas norte/sur y no este espacio dividido por el océano Atlántico.
En Rayuela me gusta la manera en que se habla de Montevideo, una Montevideo decadente. Creo que en determinado momento Oliveira dice que el río estaba lleno de pescados muertos (risas).
—FT
En realidad, creo que cuando se habla de esta novela como de una lectura iniciática, adolescente, se piensa en la pequeña parte que es una historia de (des)amor, los capítulos neorrománticos, muy deudores de Nadja de André Breton; pero en realidad la mayor parte de la novela es una suerte de enciclopedia sobre literatura, música, pintura, historia, en sintonía con lo que en esa misma época estaban haciendo otros autores europeos, como Georges Perec.
—JC
Hoy en el avión, de Santiago de Chile a Santa Cruz, Bolivia, se sentó a mi lado un chico joven, de veintipocos, y el libro que tenía en la mano era Los premios. Hablamos un buen rato y me dijo que había leído Rayuela dos años antes, siguiendo el mapa, y que le había fascinado. Lo que más le interesaba, dijo, no eran las historias en sí, sino la manera de contarlas, el “cómo”. Al final resultó que el chico estudiaba cine, y me dijo algo que me gustó: que ese encuentro (el hecho de que él se sentara justo en el asiento de al lado cuando nosotros estamos teniendo este diálogo sobre Cortázar) podría haber ocurrido en Rayuela.
Para mí lo más interesante, o debería decir, lo que me sigue interesando, es justamente esa parte enciclopédica que menciona Jorge. Por eso recuerdo con fascinación “El perseguidor”, aparte de que el retrato de la locura que hace en ese cuento es fabuloso.
—FT

Que seas tú mi interlocutora me hace pensar en las Rayuelas de nuestra época. Los libros excesivos, que rompen moldes. Las Rayuelas que se imponen, como La casa de hojas, de Danielewski; y las que no, como La novela luminosa, de Levrero. En el contexto del boom fue paradójicamente mucho más sencillo que una novela se difundiera en el conjunto de la lengua. Y que influyera globalmente. La influencia de Rayuela fue instantánea, la de Bolaño o Danielewski necesitó varios años, la de Levrero se puede rastrear localmente pero se instala todavía en el porvenir (que en realidad es el lugar de la literatura).
—JC
Sería buenísimo tener una novela de Levrero con la estructura de Rayuela, porque una estructura así se prestaría bien para historias con ribetes oníricos o fantásticos. Para mí la estructura sigue teniendo mucho potencial (la idea de los capítulos descartables, también), más ahora en la época del hipertexto. Cuando te mencionaba “El perseguidor” ayer, es porque de algún modo ahí ya están los problemas de Rayuela; el mismo Cortázar dijo que “‘El perseguidor’ era una paqueña Rayuela”. Levrero, a diferencia de Cortázar y Danielewski, no se interesaba por la novela total; sin embargo, su manera de escribir, espontánea, sin orden (aunque vivió luchando por imponerse un orden, y de esa lucha nacen La novela luminosa y El discurso vacío), más bien intuitiva, es similar al modo en que Cortázar escribió Rayuela. Leí en alguna entrevista que lo primero que escribió fue el capítulo de la tabla con la que querían unir las ventanas. Fue un episodio que Cortázar vio en la calle, y luego lo escribió con la idea de que iba a ser un cuento, pero cuando terminó de escribirlo se dio cuenta de que ahí no había un cuento, y a partir de esa escena y de esos personajes empezó a escribir el resto (o sea, lo anterior, el pasado en París). El hecho de que la escritura de Rayuela fuera así, hecha de fragmentos, de cositas que Cortázar tenía escritas en libretas o sueltas y que luego fue integrando a la novela, creo que hace a su estructura y a su estilo. Porque el material llama a la forma. Sobre los libros excesivos, yo creo que —como los malos poetas de Fogwill (risas)— se necesitan más libros excesivos.
—FT
Pienso que ya casi estaría todo. Sin embargo quisiera que cerráramos la conversación abordando una última cuestión: recuerdo en la correspondencia de Cortázar que la escritura de Rayuela le parecía necesaria porque se oponía a esas novelas de “pelotudos ontológicos” (estaba pensando en Sabato) y le parecía que era necesario plantearse la novela de otra manera. Parece que hoy la literatura se encuentra en el punto opuesto del péndulo, y aun así hay quienes descartan a Cortázar (no sólo al de Rayuela) como un formalista, cuya obra carece de sustancia y es puro juego verbal. Es algo en lo que difiero, pero quisiera saber cuál es su postura y qué tanto ha cambiado el perfil de un escritor “comprometido”, desde Cortázar hasta nuestros tiempos.
—RLV
Yo diría que, por un lado, están los supervivientes de la época de Cortázar, como Juan Goytisolo o Mario Vargas Llosa, que siguen actuando como intelectuales de aquellos tiempos, en medios como El País, que también actúan así porque hay un público que siente que esa continuidad es posible y necesaria. Por el otro lado, está el compromiso que se justifica por la intensidad política de ciertas zonas, pienso en David Grossman en Israel o en los escritores venezolanos o mexicanos de nuestro cambio de siglo. Sin esa intensidad crónica, violenta, es difícil poder creer en la figura del intelectual clásico.
—JC
Lo que pasa es que hoy hay batallas que se juegan en distintos frentes, por lo que la idea de escritor comprometido es más amplia o más diversa. Estoy de acuerdo con Jordi sobre la importancia de esos autores que trabajan la crónica o el testimonio del horror. Pienso también que trabajar el lenguaje (es decir, con el lenguaje) ya es un compromiso político. Escribir una novela de denuncia con un lenguaje plano, que repite las fórmulas de la gran estructura que nos oprime, es para mí igual de inútil. Por supuesto que esto es una opinión muy personal. Ahora recuerdo el maravilloso texto de Diamela Eltit, El padre mío, que es la desgrabación íntegra de unas entrevistas realizadas a un esquizofrénico que vivía en la calle. El resultado no sólo es sumamente político sino poético y conmovedor. Además diría que un escritor comprometido sería también el que utiliza los espacios de visibilidad que se le abren a partir de sus libros (que no tienen por qué tener ningún contenido abiertamente político) para generar conciencia sobre los temas que le preocupan.
—FT

Aurora Bernárdez, traductora

Mientras se llevaba a cabo esta conversación, falleció en París Aurora Bernández (1920 – 2014), quien fuera la primera esposa de Julio Cortázar y su albacea literaria. Si bien asumimos que será imposible separar su figura pública de su relación con el autor de Rayuela, queremos tomar esta breve nota para agradecerle sobre todo por su labor como traductora. Bernárdez tradujo, entre otros, a Ray Bradbury, Gustave Flaubert, William Faulkner, Vladimir Nabokov, Jean-Paul Sartre, Albert Camus. Con sus traducciones no sólo ayudó a divulgar toda una generación de autores que ahora nos resultan indispensables, sino que tenían siempre una calidez y claridad que supieron acercar a toda una generación de lectores hispanoparlantes a grandes obras de otras latitudes. Por ejemplo, en Justine, de El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, supo conferir muy bien el exotismo y el sabor mediterráneo de la ciudad egipcia. Donde la prosa árida de Durrell recuerda a la de su maestro Henry Miller, la traducción de Aurora Bernárdez emparenta la Alejandría de la entreguerra con el Macondo de García Márquez, la Ciudad de México de Carlos Fuentes y el París de Cortázar, que fue también su París.







domingo, 15 de febrero de 2015

Batis y el amor a la palabra

15/Febrero/2015
Jornada Semanal
Mariana Domínguez Batis

A mi avus
In illo tempore, dice observando con curiosidad cómo el brandy se calienta sobre un pebetero y se evapora un poco, dejando sólo lo mejor. La mesa redonda está colmada de quienes hace más de tres décadas fueron sus alumnos y ahora son escritores; de jóvenes que ahora tienen apenas diecinueve años y descubren a los literatos que los marcarán en sus clases de Filosofía y Letras de la UNAM; de su pareja y su familia.
La copa pasa de mano en mano y cada comensal bebe un sorbo, al tiempo que las anécdotas que Huberto Batis cuenta, aparentemente sin ninguna relación entre sí, se van engarzando una a una al son de sonoras risotadas y expectantes silencios. Todo para conformar un breve viaje que resume cómo llegó a cumplir ochenta años de vida y otros tantos de escritor, crítico, periodista, editor, fotógrafo y profesor.
“La casa donde crecí no es como ésta donde estamos”, dice, mientras acompaña a los curiosos a dar un paseo por los cuatro pisos de su morada-biblioteca, donde los pasadizos, los juegos de luz-oscuridad y los varios caminos para arribar a un mismo lugar, hacen pensar en una construcción medieval. Donde lo mismo convive un librero inclinado poco más de 60 grados –en pie de milagro y hogar de una colección completa de literatura grecolatina–, con algún idolillo azteca, interminables pilas de periódicos de los años cincuenta, toneladas de películas de todo género, una muñeca a la Marilyn Monroe o una reproducción tamaño real de Bibi Gaytán, en algún tiempo musa de escritores.
Así comienza un relato de su vida, no del tipo de los extractos biográficos que hace el Conaculta-INBA o la Wikipedia, sino uno a su manera: con gustosas anécdotas, cada una como una cuenta esférica que, al unirse con las otras conformará un bello y cíclico collar.
Con su voz pausada, que por momentos se acelera o sube y baja según la historia se lo pida, Huberto recuerda su infancia en Guadalajara. “Sentarse a la mesa tampoco era como ahora”, asegura tajante, y recuerda cuando su padre lo interrogaba a él y a sus hermanos en el momento de la comida: “¿De dónde viene el jitomate?”, preguntaba inquisidor, ante el pánico de los niños si no atinaban la respuesta.
“Desde bebé pusieron mi cuna junto a un librero de literatura. Entonces jugaba con los libros, los llenaba de papilla y hasta de caca”, dice con una sonrisa traviesa. Ya a los trece años escribía cuentos y los dejaba anónimamente en el mostrador de El Informador de Guadalajara, con la esperanza de que los publicaran en sus páginas. Todos los días buscaba el periódico con inquietud para sólo llevarse una desilusión. Hasta que, para su sorpresa, una de sus historias apareció en el diario.
“Debí ser médico. Es lo que se esperaba de mí. Mi padre tenía un importante laboratorio en Jalisco y quería que siguiera sus pasos.” Un día, en vez de eso, se despidió de su familia y se encaminó hacia el noviciado de San Cayetano, en Santiago Tianguistenco, donde fue educado para ser jesuita a base de rezos, estudios de griego y latín y de los clásicos, así como de castigos y penitencias. Fue un psicoanalista de la orden quien le hizo ver que sólo había huido de casa y su vocación estaba en otro lado.
Con los semblantes curiosos de su auditorio, continúa la cena en la mesa de Matamoros 170, en Tlalpan, donde tantas personas se han sentado a lo largo de los años, a manera de tertulia, para compartir opiniones sobre política, pintura, música, matemáticas, filosofía, habladurías... Ahí donde el tiempo se dilata y los minutos se encojen o se estiran al antojo, y una visita de doctor se puede convertir en una de ocho horas sin respiro, sin siquiera advertirlo.
“Huberto, pero qué es eso”, pregunta una guapa escritora desde una esquina del comedor, frunciendo el ceño al ver que “el maestro”, como le llama, muestra a su público una mantita ensangrentada, la de su familiar Luis Bátiz, ahora santo. “Pude seguir el camino de la Iglesia, también. De continuar en la Compañía de Jesús, hubiera salvado almas, en vez de perderlas, como lo hice”, afirma con risa.
“Batis, hablemos de Sábado”, pide un hombre ya de canas sentado a la mesa, quien inició su fructífera carrera en aquellas páginas hace ya más de veinte años. “Yo le aposté siempre a los jóvenes”, responde el que ahora es reconocido como uno de los mejores editores y “maestro de escritores”, por sus tiempos en el suplemento cultural del unomásuno. “Fernando Benítez me pedía: ‘Tráete a tus niños y hacemos un suplemento’. Y duramos veinticinco años”, cuenta con orgullo y cierta nostalgia.
Con ochenta años cumplidos, Batis se acuerda de vivencias con sus guías Alfonso Reyes, Julio Torri, Antonio Alatorre o Fernando Benítez –con quien publicó en La Cultura en México desde los veinte de edad. Habla con cariño y recuerda aventuras vitales y librescas al lado de sus contemporáneos Juan García Ponce, Emilio Carballido, Hugo Gutiérrez Vega, Juan Vicente Melo, Inés Arredondo o Juan José Gurrola. Y revive pasajes memorables con sus alumnos, y más tarde colegas, Adolfo Castañón, Alberto Ruy Sánchez, Pura López Colomé, entre tantos nombres más tan entrañables.
De sus compañeros de generación, “casi todos murieron jóvenes”, lamenta Batis en un giro melancólico de la conversación. “El único sano es Batis”, decían algunos, a lo que Inés Arredondo respondía: “Pero está peor que todos; está de manicomio.” Esa “locura que le permitió vivir”, y ser sobreviviente de un cáncer que sólo lo hizo más fuerte.
Durante la velada, los recuerdos de distintas épocas confluyen: Cuadernos del Viento, la Revista de Bellas Artes, la Dirección General de Publicaciones de la UNAM, la Revista Mexicana de Literatura, la Dirección Editorial del FCE, la Ibero, el unomásuno, El Colegio de México y sus más de cincuenta años en la UNAM, que son sólo picos en una apasionante trayectoria.
Conforme la plática va alcanzando su fin y el brandy se agota, Batis enuncia el origen de los vocablos, otra característica de su personalidad, sin duda heredada del riguroso estudio durante su tiempo en el noviciado y en la Facultad de Filosofía y Letras como estudiante o profesor. La etimología más atrayente, sin duda, y la que refiere más conmovido es la de “filología”: el “amor por las palabras”, ése que ha marcado el paso de sus días.

El multifacético Huberto Batis

15/Febrero/2015
Jornada Semanal
Luis Chumacero

Huberto Batis pertenece a ese grupo de lectores, escritores, bibliófilos, investigadores, editores que además de la creación, también se han dedicado a la enseñanza, a la formación de creadores, a la crítica y a la difusión de la literatura y a buena parte de nuestra cultura.
Ha formado parte del Centro de Estudios Literarios de la UNAM y dirigió con Carlos Valdés, de quien afirma que falta el que le dé el lugar que merece en nuestra literatura, la revista Cuadernos del Viento, la Revista de Bellas Artes; fue coeditor de la colección SepSetentas, que incluía en su catálogo de publicaciones obras de historia, de antropología, de crítica cinematográfica, de mitología prehispánica, de ensayos sobre historiadores, antes de haber dirigido Sábado, suplemento cultural del diario unomásuno, que para muchos jóvenes escritores se convirtió en una escuela de creación y de cómo hacer ediciones, porque la oficina-escritorio de Batis siempre estaba abierta para escuchar, para sugerir lecturas, resolver dudas y en ocasiones desechar artículos que no merecían publicarse. 
Quizá la obra más conocida de Huberto Batis sea su investigación sobre El Renacimiento, el periódico semanal que había fundado Ignacio Manuel Altamirano en 1869. El estudio preliminar de Índices de El Renacimiento es más que eso, porque se lee como un libro que narra buena parte de la historia de nuestra literatura; de política, de diferencias y pugnas que posteriormente fortalecerán a los conservadores y simpatizantes de Porfirio Díaz. Índices… es un recorrido por las causas de las crisis económicas en ese lapso del siglo XIX, de la recesión. Nos acerca a la vida cultural de esa etapa, a quienes participaban en los movimientos literarios cuenta las afinidades ideológicas de la prensa, como la que defendían La Voz de México, La Sociedad Católica, además de las labores, las presencias y las obras de, entre otros, Ignacio Manuel Altamirano, Justo Sierra, José Díaz Covarrubias, José Tomás de Cuéllar, Hilarión Frías y Soto, Guillermo Prieto.
La actividad y la disciplina de Huberto Batis como ensayista, crítico y editor se reflejan también en Estética de lo obsceno, Lo que Cuadernos del Viento nos dejó y Por sus comas los conoceréis. El primer libro es una selección de reseñas sobre literatura erótica, sus presentes obsesiones, y una indagación acerca de la importancia que tiene la pornografía. En palabras de Herbert Read, la censura sólo sirve para “agravar la dolencia de las fantasías sexuales viciosas de una sociedad decadente”. No hay que olvidar la persecución de que fue objeto D. H. Lawrence después de publicar The Rainbow. Batis se vale del juicio y de las conclusiones de abogados, de psicoanalistas, de escritores y de filósofos para determinar qué es la pornografía, y a lo único que se puede llegar es a que resulta contraproducente prohibirla y sólo puede definirse en términos legales.
Los autores que Batis ha elegido para referirse a lo erótico son, entre otros, Pierre de Bourdeilles, Abad de Brantôme, autor de Las damas elegantes, donde cuenta acerca de cómo las mujeres en la corte en el palacio de Louvre escondían miembros artificiales en los arcones de sus habitaciones. Oskar Panizza, con El concilio del amor, nos presenta una Trinidad decrépita, exhausta, que convoca a un Demonio fresco, inteligente, para que cree una mujer que sirva como flagelo y venga al mundo en nombre del Señor a castigar al hombre, porque la tarea del Cielo es detener la obscenidad humana y así el Diablo debe contagiar con su semen luético a una mujer suficientemente mala para esparcir el mal.
Tres capítulos están dedicados. El primero a Georges Bataille; el segundo a Henry Miller, y el tercero a Anäis Nin, por quienes Batis ha manifestado en muchas ocasiones su admiración. Madame Eduarda es el relato acerca de la posesión de una puta, la huida del burdel que termina con lo que podría ser un ataque epileptoide. Batis concluye que es un relato poético y al mismo tiempo una discusión teológica acerca de los principios del mal y de las tinieblas, o sea, la muerte.
Acerca de Henry Miller, Batis se pregunta si hay que considerarlo sádico u obsceno. Un solitario que jamás se acercó en París al grupo de quienes se reunían con Gertrude Stein, como William Faulkner, Ernest Hemingway, Sherwood Anderson, etcétera. El demonio y el salvaje que era Miller encontró en el dibujo o en la pintura parte de la emoción que no acababa de manifestar o recrear en su literatura, como también lo había hecho D. H. Lawrence.
De Anäis Nin nos recuerda cómo su amistad con Henry Miller y su esposa le hizo comprender que era necesario “acabar con la canonización de la mujer… sobre todo la de aquellas que gustan ser tratadas como objetos sexuales”. La tarea, según Anäis Nin, es encontrar una mujer nueva, que aquella que esté naciendo “sea liberada completamente de la culpabilidad de crear y autodesarrollarse”. El subcapítulo dedicado a su biografía y a Delta de Venus es un relato en que Anäis Nin confiesa que escribía cuentos por encargo y se obsesionaba por las narraciones en que no podía avanzar porque no encontraba la manera antes de lograr una fusión entre sexualidad y sentimiento, entre sensualidad y emoción.
La conclusión de Huberto Batis acerca del erotismo y la pornografía, después de dedicarle en el mismo Estética de lo obsceno un capítulo a un libro del historiador A. L. Rowse, traducido como Homosexuales en la historia. Estudio de la ambivalencia en la sociedad, la literatura y las artes, en que se hace pública la vida de reyes, poetas, filósofos, secretarios de Estado “diferentes”, y de erotismo para mujeres y para hombres, deseos morbosos y códigos de decencia, es que “sólo cuando la ley intervino para condenar la obscenidad aparecieron las perversiones en los libros como elemento de rutina destinado a la excitación erótica”.
Lo que Cuadernos del Viento nos dejó es el relato de cómo se fundó esa revista, que se publicó de agosto de 1960 a enero de 1967 , y es un testimonio, una narración de cómo Batis descubre su vocación de lector, de hombre de letras y su relación con cuentistas, novelistas, poetas, editores, actores. Cuenta con un tono desenfadado, coloquial, cómo conoció el mundo literario de aquella época, anécdotas acerca de otras revistas, sus primeros encuentros con quienes dirigían centros culturales, con escritores mayores, burócratas y políticos, además de la lucha por poner en circulación una revista. También, cómo se armaron algunos números, cómo llegaban los textos, las animadversiones hacia Batis por haber publicado un artículo en contra de un poeta que, según Fernando Benítez, estaba más cerca de la burocracia que de la poesía.
Las revistas literarias han tenido un proyecto, han representado tendencias, intereses, y el relato puede sintetizarse en que no es la autobiografía de Batis (el libro se anunció como la primera entrega de sus memorias), sino una narración de los esfuerzos de una generación de escritores que han dado obras de importancia, como José Emilio Pacheco, Eduardo Lizalde, Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, José Agustín, Inés Arredondo, Beatriz Espejo.
Por sus comas los conoceréis reúne conversaciones con Batis, textos suyos y de otros escritores acerca de revistas literarias, entrevistas con Juan García Ponce e Inés Arredondo sobre la Revista Mexicana de Literatura, sus acercamientos al cine, su admiración compartida con Emmanuel Carballo, contada en una conversación telefónica, por la poesía de Efraín Huerta, en ese momento recientemente fallecido, y por Elena Garro durante una emisión del programa de radio que Batis tenía con Carballo, Crítica de las Artes, Sección Literatura, y que desapareció de Radio Universidad porque, afirmaba Carballo, era un programa “atrevido y libérrimo”.
Huberto Batis es un promotor y un animador de trascendencia en la vida intelectual y literaria de México. Su generosidad ha sido proverbial y ha compartido sus conocimientos, su biblioteca y hemeroteca no solamente en las aulas. También lo ha hecho en las publicaciones culturales que ha dirigido. En sus conversaciones enseña literatura, historia, recuerda pormenores del mundo literario, con la sencillez de quien siente que compartir su conocimiento es una parte de estar y sentirse vivo.

Recuerdo, Huberto

15/Febrero/2015
Jornada Semanal
Bernardo Ruiz

Llegué en 1971 a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Para Metodología de la Literatura en el segundo semestre se había asignado a Huberto Batis, quien entre sus medallas contaba con su prestigio de hacedor de revistas e investigador del reconocido Centro de Estudios Literarios. Batis había trabajado los índices de la revista El Renacimiento, imagen que difería de su cátedra.
Como el señor Teste de Paul Valéry, Batis demostraba que la estupidez no era su fuerte; en particular cuando alguna pregunta era mal respondida por los educandos. Toda muestra de cantinflismo le provocaba un rechazo inmediato, ¡y ay de quien mostrara alguna compasión ante la debilidad mental o la ausencia de neuronas!
Batis gustaba de evocar la actitud de Júpiter olímpico de Luis Cernuda cuando el poeta español daba sus cursos en la facultad, vuelto hacia la ventana del salón, en tanto contemplaba la explanada frente a Rectoría y las Islas, explayándose respecto a sus razonamientos, ignorante de la masa amorfa que para él constituían nuestros predecesores en aquellas bancas, a fin de que sus argumentos o sus pausas no fueran abruptamente interrumpidos por alguna pregunta surgida entre los mortales. Los tiempos magníficos del magister dixit.
Cabe señalar, no obstante, que el curso de Huberto Batis era excepcional, ya que era una visión viva y fresca de la literatura, donde se subrayaban sus relaciones con otras disciplinas como una puerta al conocimiento o al saber. Ya entonces Batis tenía una erudición ejemplar, muy lejos de esos monólogos o malas reseñas en que se convierten muchas horas de clase mediante la repetición mecánica de conceptos –cuando por milagro llega a haberlos.
Para sobrevivir con Huberto Batis, había que esforzarse: romper inercias, aprender a investigar, aprender a hacer relaciones entre ideas por encima de corrientes históricas o geográficas. “Inter et ligare no están lejos de ‘inteligir’”, explicó alguna vez al referirse a la Enciclopedia definida por Diderot en contubernio con Huberto “como una manera de ir cerrando ciclos de conocimiento”.
E igual nos recomendaba leer el Laocoonte, de Lessing, o Arte y poesía, de Heidegger, intentar la escritura de la propia biografía, o construir nuestra base de datos (“montaña de hielo” la llama Antonio Alatorre, nos aclaraba); y se extendía respecto alguna anécdota sobre el maestro Alatorre para pedirnos fichar la palabra imagen conforme avanzáramos en diversas lecturas. Él insistió, e insiste, en la conveniencia de no ser un lector de una sola materia o de un mismo tema; sino abordar el mundo en su pluralidad, formarnos en la lectura o aprendizaje de toda especialidad o lenguaje, especialmente con las armas de la filosofía y la historia.
Sabíamos de sus trabajos como editor, como corrector de pruebas en la Imprenta Universitaria, de su placer por hacer libros o coordinar revistas, de su gusto magnífico por las mujeres, de su amplia erudición acerca del erotismo y de su visión respecto a lo obsceno. Para Huberto, ciertamente, vida y literatura nunca han estado divorciadas.
Su trato con los escritores no es ajeno a su análisis de la literatura: en alguna aparente digresión, hablaba de su visión de Alfonso Reyes, lejos de toda solemnidad y, sin más trámite, se refería a la vida del doctor Johnson y la entrega de James Boswell para consignar cada detalle de la existencia del enciclopedista, para sugerir la importancia que la crónica y la biografía pueden ofrecer al estudioso de toda época; o bien, cómo Tomás Segovia y él se formaron para leer todo tipo de obras y hacer correcciones de estilo para Orfila, acerca de los temas más diversos del saber que preocuparon al fundador de Siglo XXI.
Un semestre con Batis podía ser por momentos cuesta arriba: implicaba una mayor cantidad de horas alcanzar la b o el penoso andar a tientas por el lodo como personaje de Beckett para acariciar el mb. Sin embargo, no sólo los estudiantes de la unam, también los de la Ibero se convertían en sus grupis.
Varios de mi generación, no satisfechos con los primeros repasones o en un experimento ultrasadomasoquista de altura, nos reinscribimos con él para otras materias. Adolfo Castañón, Luis Chumacero, Marcelo Uribe, Coral Bracho y otros que en el mundo han sido, nos volvimos clientes frecuentes de Huberto.
Al salir de clase íbamos a desayunar con él, y –al paso del tiempo– nos convertimos los sábados en semanales de su biblioteca-hemeroteca, en su casa de Matamoros en Tlalpan. Una torre de papel, un laberinto de papel.
Batis sabía contagiar la pasión respecto al valor de una hemeroteca propia y, al modo de Juan García Ponce, o de muchos otros de su generación (y las previas) da testimonio de la importancia de una biblioteca como un cuarto propio.
Todavía, al presentar el examen de la licenciatura, me tocó una buena rociada de Huberto por no citar con precisión una idea de Plutarco al referirse al velo de Isis. “Con Batis siempre se aprende”, me quise confortar después.
Sí y no. Había más que aprender con él. Huberto emprendió su aventura en Sábado de unomásuno, lo cual era razón para visitarlo o leerlo, pues –sabemos– los cambios de actividad en esta ciudad atentan siempre contra la frecuencia del trato entre los amigos.
Durante veinte años, Huberto Batis mostró su capacidad para transformar la crónica, el ensayo, la reseña y la actualización bibliográfica como un todo unitario y magnífico, donde sobresale su creatividad y los dones que lo distinguen. Todavía no ha llegado quien integre esa amplia visión de la cultura del siglo XX que Sábado marcó con la originalidad y puntualidad que consigna la gran mayoría de los textos de Huberto.
Hay más que agradecer, mas no olvidemos que, en suma, para Huberto la pluma ha sido un arma, y los libros el fundamento y punto de partida de su búsqueda y de sus hallazgos.

En el Sábado de Huberto Batis

15/Febrero/2015
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

No sé cuántos años colaboré regularmente en el Sábado de unomásuno; de seguro fueron más de diez. Había dejado de colaborar semanalmente en la revista Proceso a principios de 1985 y no encontraba una publicación periódica donde me sintiera a gusto. En una, era adscribirse a un grupo, en otra, me alejaban motivos ideológicos, en otra, era ser desleal, o en otras porque yo no era bien visto. Mi anhelo era publicar en Sábado, que me parecía lo mejor, y que luego de la salida de Fernando Benítez, Huberto Batis dirigía. Empecé a mandarle colaboraciones, pero no las publicaba; supuse que la causa provenía de que no le simpatizaba y que nuestra relación era ríspida, lejanamente cordial. No: averigüé pronto que la causa era otra: suponía que yo seguía colaborando en Proceso. Fui a verlo y en dos minutos se arregló todo. Empezó a publicarme y no dejaría de hacerlo, salvo un intervalo, hasta que dejó la dirección.
Fue lo mejor que pudo haberme ocurrido.
Poco después salí del país. De fines de 1987 hasta 1993 di clases en el extranjero. Todo lo que le enviaba a Huberto me lo publicaba. No sólo eso: me daba a menudo un sitio privilegiado, que quizá no merecía, pero que aún le agradezco mucho. Una medalla de oro a Huberto: jamás me dijo ni insinuó de qué tenía que escribir, ni dejó de publicar una sola colaboración, ni le quitó jamás una coma a mis textos.
Unos predican y aseguran en sus publicaciones periódicas que son demócratas; Batis lo fue, incluso hasta el exceso. Si llegaba a darse el caso, publicaba aun a sus maldicientes y detractores más acérrimos, o en dado caso no los censuraba, por ejemplo, si un colaborador les entregaba una nota o un ensayo sobre ellos. Jamás, o yo nunca lo vi ni lo oí, fue de aquellos que por permitir a los jóvenes aparecer en su suplemento les dijera sobre el libro de un autor a reseñarse: “A éste lo elogias”, “a éste lo elogias pero no mucho”, “a éste le das con todo”, “a éste le pegas pero sólo un poquito”, ”a éste sólo reséñalo sin dar ningún juicio de valor”… Una de las cosas más degradantes es envilecer a un joven para que haga carrera.
El Sábado, a grandes rasgos, estaba dividido en tres partes: la de aquellas colaboraciones que podríamos llamar serias, la amplísima sección dedicada a la reseña de los libros (en las que se incluía su columna “Laberinto”), y una sección de los pleitos de callejón, donde destacaban los llamados “Desolladeros”, que ignoro por qué deleitaban tanto a Huberto. Las dos primeras secciones me parecían excepcionales, pero en la tercera me parecía estar saltando entre vísceras de toda índole de escritores, cuya mayoría, fuera de Sábado, no existían y dejaron de existir una vez que se terminó la aventura del suplemento. “¿Por qué no, en vez de “Desolladero”, lo llamas “Polémica?”, le pregunté alguna vez ante un grupo de colaboradores, en su caótico cuarto de redacción donde parecían sobrepasarlo pilas y pilas de libros y periódicos. “¡Estás jodido, cabrón!, a ver ustedes, ¿qué opinan de los desolladeros?” Todos –cada quien tendría sus motivos– dijeron que estaban bien.
Pero con todo y contra todo para mí lo altamente meritorio de Huberto en Sábado, entre muchos méritos que tuvo, es sin duda su cerrada defensa de la literatura mexicana, haber abierto la puerta y dado una mano amiga a multitud de jóvenes escritores y crear un espacioso mapa de la crítica literaria. Por lo demás, quien lo haya tratado, no podrá olvidar al gran fabulador que no dejaba de contar historias llenas de imaginación y humor. Era también un milagro ver su intuición periodística a la hora de escoger el material apropiado o exacto para cada número.
Huberto no sabe ni imagina cuánta importancia tuvo para mí haber colaborado tantos años en esa zona neutra que fue Sábado. No sabe ni imagina cuánta gratitud le guardo. No sabe ni imagina, ahora que cumple ochenta años, cómo falta un Batis en el medio cultural, atrabiliario, rabioso, generoso, imaginativo. No sólo hizo el mejor suplemento de parte de los ochenta y noventa, sino logró que el suplemento se integrara con él. Para la historia literaria Sábado es Huberto Batis y Huberto Batis es Sábado. En verdad, de pleno corazón, muchas gracias, Huberto.

Batis para neófitos

15/Febrero/2015
Jornada Semanal
Fernando Curiel

Al tocayo Tola de Habich
1
Os digo que a algunos toca el nacimiento de una nueva época y, a otros, su extinción. Aunque suene pedante (palabra que saco del desuso), a mí me tocó el arranque y el frenazo de la que se dilata entre 1959 y 2014. De la víspera del Cincuentenario de la Revolución Mexicana, acontecimiento fundacional del siglo pasado (¿y también a la postre, decisivo de éste, todo grilla electoral pero des-ideologizado?)…
Decía: de la víspera de las Bodas de Plata de “La Bola” a 2014, annus horribilis, dado al catre. Época hipercultural al comienzo e hiperpolitizada al final. In, pop, vanguardista hasta el ’68, dizque democrática, dizque de apoderamiento ciudadano, de burocratización cultural, de ímpetu iconoclasta, de alternancia sin transición y regreso del PRI, y del infierno de Iguala, 26/27 de septiembre. Telón que baja entre llamas.
Pero no soy el único que puede dar fe. Lo mismo le pasa a quienes, en 1959-1960, andaban entre los quince y los veinte años de su edad.
2
En esa época, en la onda explosiva de Fernando Benítez, Emmanuel Carballo y Luis Guillermo Piazza (el primero, para mí, de lejitos; los otros dos, entrañables); de gente del Medio Siglo, de Casa del Lago y Onderos y Demás Yerbas; del Monsi y José Emilio; de etcétera; la gira, a paso vivo, sentimental pero neuras, Huberto Batis.
3
El jalisquillo de origen y, en el origen, una escala seminarista (¿o se la inventó?); crítico, algún día becario de El Colegio de México (cuando Reyes sembró a Arreola, a Segovia y otros); editor de raza, profesor, erotómano, fotógrafo, heredero del diván de Freud; lector de tiempo completo y horas extras; atraído por la ciencia; mi jefe en Sábado. (Él le dio el banderazo de salida a mi Tren subterráneo, con un recuadro que me recordaba los carteles de las estaciones ferroviarias). Impulsadebutantes, abrepáginas, pródigo y generoso a más no poder.
4
Larguísima sería la crónica de su impronta y gozo, que comparto, por la provocación. El canon al caño. Que por cierto tanto hace falta en la actual República de las Letras, feudal, adocenada, facciosa, políticamente correcta, becaria, crepuscular; y con un cementerio de Plumas Ilustres que crece día a día (y no hay semana que falle).
5
Autor, Batis, entre otros títulos, de Lo que Cuadernos del Viento nos dejó; adelantado aporte a la Historia Intelectual a la que, acabada la imperial Haute Couture Français (Barthes, Foucault, Deleuze, Derrida y colegas), nos aferramos unos cuantos ávidos de los contextos de los textos, el panorama humano (luces y sombras, fulgores y miserias) de la literatura. Pieza clave, su tenaz y No Alineada rev., en el rompecabezas de los sesenta que, ya setenta, declaró una Guerra Sucia, so pretexto de Mala Conducta en el ’68, a Guzmán, Novo, Yáñez, Torres Bodet, Luis Spota, Solana y paro de contar; y borró del mapa a las patrias letras del XIX. Él, no. Crítico implacable pero de lectura abierta, juiciosa, de perspectiva histórica. No de balde estudió y editó El Renacimiento, de mi paisa Altamirano.
6
¡Uf, se me acaban espacio y tiempo! Acelero. Sin tacha son sus fervores por los Laquenses: los tres Juanes, García Ponce, Gurrola y Melo. Por su siempre amada (opino) Inés Arredondo. Las puertas de cuyo departamento en la Condesa me abrió Batis para lograr la factura de un texto autobiográfico que terminó en las buenas manos de Claudia Albarrán.
7
Ni modo, una anécdota, sal fina o gruesa de la Kultur. En Práctica de vuelo, colección benemérita que, tiempos de la Delegación Venustiano Carranza mudada venusnam, le expropiamos al inba, le publiqué Aquiles trágico. Negociación complicada para un ensayo en verdad sobresaliente. Gracia le hacía (y con esto termino) el reporte que un colaborador administrativo me hacía de la circulación del cuaderno: “Aquí les traigo, va lento, pero va.”
Y no pocos fines de año tertuliamos en Santa Rita Tlahuapan, huéspedes de mi tocayo Fernando Tola. A quien (lo hemos conversado Huberto y yo) debemos el sobreprecio del libro de las Librerías de Viejo. Ya nada es como antes.

Campbell y La era de la criminalidad

15/Febrero/2015
Jornada Semanal
José María Espinasa

La publicación póstuma de La era de la criminalidad, de Federico Campbell, muestra que la muerte del autor ocurrió en un momento de absoluta madurez como escritor y nos replantea el sentido de su escritura y su método. El libro recoge, revisados, los libros La invención del poder y Máscara negra, agotados hace ya varios años, al que suma La era de la criminalidad, que da título al volumen de más de ochocientas páginas.
Publicado a fines de 2014, cuando no se cumple aún el año de su fallecimiento, el libro es fruto de un proyecto al que Campbell le daba vueltas desde hacía ya varios años. La expresión “darle vuelta” es una buena forma de describir cómo el trabajo de Federico se da en el tiempo y explica en parte su método. Al empezar a leer La era de la criminalidad se constata lo que ya se había intuido en la lectura de libros suyos anteriores, en especial Post scriptum triste y Padre y memoria: que la ausencia de método que tanta gracia y libertad les otorga es en realidad un disfraz que camufla un trabajo constante, riguroso y prolongado, de lecturas, notas y reflexiones. Él siempre estaba pensando sus temas y tematizaba sus obsesiones, y el poder fue, desde su deslumbrante Pretexta hace más de cuarenta años, hoy editado por el fce en una nueva versión, su tema central.
Su método –o ausencia de él, según decía– tenía uno de sus modelos en Elías Canetti y su Masa y poder. El extenso volumen del gran escritor se compone de textos breves que sumados proponen, no tanto un todo, sino una mirada abarcadora, no ideologizada, del universo que vivimos. O casi. Y el matiz se debe tanto a Campbell como a Canetti, pues nunca detenían su proceso reflexivo, no querían ser conclusivos. Ese método tiene que ver, en Campbell, con la disciplina que adquirió con el periodismo como práctica profesional y vocación permanente. La exigencia de entrega de sus colaboraciones y columnas semanales en Proceso, La Jornada y Milenio, entre otras publicaciones, le daba forma a sus libros, lo obligaba y se construían así por acumulación. Pero no creo equivocarme al decir que él los sabía y pensaba “libros” desde el principio, y sólo había que esperar que alcanzaran la madurez del fruto. Por eso no tienen los defectos de la mayoría de aquellos que recogen las publicaciones periodísticas y sí sus virtudes: son una conversación ininterrumpida, pero con sus descansos, relajamientos, digresiones y olvidos.
Si el periodismo fue su primera vocación, se convirtió en su escuela y disciplina. Supo intuir desde el principio las tentaciones y peligros, desde la corrupción hasta la banalidad, del escritor que quería ser: honesto, crítico, politizado sin ser político, y por eso pensaba sobre el poder sin querer poder alguno, porque tal vez como Cioran sabía que, y él lo cita, “el poder es malo”. Y en su conversación solía tener un solo tema: el poder mismo. Era una manera de protegerse, no tanto contra el anonimato posible y probable del periodismo, sino contra la disolución del concepto de obra en las páginas escritas con fechas de caducidad.
Se propuso, y La era de la criminalidad demuestra que lo consiguió plenamente, no escribir textos que se agotaran en su fecha de publicación. Pero no apostaba por una engolada posteridad sino por la difícil continuidad reflexiva. Llevaba a través de esos textos un diario público de sus lecturas, preocupaciones e intuiciones reflexivas sobre el mundo en que vivía, mismo que lo fascinaba como a un insecto la luz, pero que no le gustaba para nada, y que había visto moverse desde la estrategia agónica del pri en los años setenta y ochenta hasta la irrupción del narco, y la violencia, la pérdida absoluta de valores y la crisis cada vez más profunda de una sociedad marcada por la corrupción y la avaricia.
Federico Campbell pensaba todo el tiempo: se encontraba con los amigos en cafés para pensar a dúo, leía revistas y suplementos con voracidad, quería estar al tanto de las novedades en otras lenguas y a la vez se sumergía en lecturas clásicas, y esas lecturas se volvían también su equipaje, su biblioteca personal, sus quevedianos interlocutores. Le interesaban el cine y el teatro, la fotografía y la pintura, la música clásica y los corridos populares, las minucias del idioma y las teorías sociales. Camuflado en la distracción era uno de los hombres más atentos a su entorno que he conocido.
En ese desgarramiento entre lo fechado y lo atemporal, Campbell conseguía aumentar la intensidad interior de sus textos. Y se volvían permanentemente actuales, como demuestra La era de la criminalidad (desde el título mismo, escrito antes pero casi una adivinación de Ayotzinapa). Campbell no era el personaje que muchos escritores construyen de sí mismos; al contrario, su egotismo implicaba un anonimato. En términos de Daniel González Dueñas, quería ser nadie, es decir Ulises ya de regreso a su isla. Por eso La era de la criminalidad es un intento no de diseccionar un fenómeno sociológico como el que actualmente vivimos –un abrupto retorno a los señores feudales y las grandes matanzas–, tratado por un científico social, sino un intento de comprenderlo cuando está ocurriendo, ante nuestros ojos; una llamada de atención y también, tal vez, una llamada de auxilio a los rescoldos de lo que consideramos constitutivo del hombre, el respeto por la vida.
No podía escapársele esa condición absurda del poder combatiendo problemas de nuestra sociedad, la salud o la educación, por ejemplo, con grandes y costosas campañas que el libre mercado borra de un plumazo con su comercio de comida chatarra, bebidas adulteradas o vida insalubre, o bien el gasto en educación y cultura combatido por la ideología en los programas televisivos que desprecia todo sentido cultural y formativo. Se gastan grandes cantidades de dinero que el nuevo poder, el del mercado, tira por la cañería con un sentido a la vez muy concreto, las sociedades se empobrecen sin remedio y sin posibilidades de reconstruir el tejido social; y uno simbólico: la criminalidad es legítima si es redituable económicamente.
La importancia del libro crece en la medida en que ese diario moral –porque disfrazado de un libro de crítica literaria, es ante todo una crítica moral– testifica un cambio de paradigma. Campbell se da cuenta de que elevar los valores de la justicia que daban sentido a la sociedad es ya una ingenuidad que, sin embargo, hay que seguir reivindicando, como el condenado a muerte que dice: “Soy inocente.” Esa inocencia, en sus varios sentidos, es lo que da sentido a su escritura. Por eso se extraña su presencia entre nosotros.

La aventura de Federico Campbell como piloto aviador

15/Febrero/2015
Confabulario
Martín Solares

A veces los maestros que tienen la influencia más compleja en nuestras vidas llegan de las maneras más sencillas, a veces por culpa de un libro. Ese fue para mí el caso del gran Federico Campbell. Quizás lo que creo recordar en realidad lo imagino, pues imaginación y memoria van juntas, como bien demostró cierto autor de Tijuana, pero a pesar de ello trataré de contar dos mañanas de agosto del año en que conocí a Federico Campbell. Dicen que lo que ocurre en el mundo editorial debería quedar dentro del mundo editorial, pero hoy voy a quebrar esa regla en honor de un maestro.

Yo, señoras y señores, soy uno de los miles de lectores que conocieron a Federico Campbell gracias a su columna “Máscara negra”. No me la perdía cada fin de semana en la última página de La Jornada Semanal, que para mí era la primera. Allí un señor de apellido pop se aventuraba a hacer algo que entonces me parecía inaudito y ahora sé que es urgente: crear una ruta aérea que nos permita ir de los libros a la realidad y de la realidad a los libros, a fin de acostumbrarnos a examinar el país con ojos y recursos literarios. Eso es lo que hacía el gran Federico: analizar los escabrosos sucesos políticos que se vivieron bajo el México de Carlos Salinas de Gortari y comparar las novelas más emblemáticas del género policiaco con la atroz realidad nacional de entonces, que a la fecha no ha cambiado mucho, e incluso se diría que regresa, pues abundaban crímenes sin resolver, faltaba voluntad para hacer justicia, era un escándalo cómo proliferaba la impunidad. A quien no haya leído la recopilación de esos artículos en Máscara negra no sé qué está esperando, y menos ahora que se reeditaron en el Fondo de Cultura Económica como parte de La era de la criminalidad, sin duda la obra principal del Federico ensayista. Yo reuní cada uno de esos artículos a medida que se publicaban y no cesaba de recomendarlos, porque eso tienen los ensayos de Federico: generan nuestro entusiasmo y nos obligan a prestarlos a nuestros conocidos, ya que no podemos dejar de asombrarnos o de sonreír ante las conexiones que hace, como tampoco podemos dejar de indignarnos con su denuncia de la impunidad hasta que transmitimos esa denuncia, o ese artículo divertido a otro lector. Dice Julio Cortázar que transmitir un texto literario de un lector a otro es la prueba de fuego de la calidad. En el caso de Federico sus ensayos pasan esta prueba de fuego ampliamente: nos invitan a una conversación literaria y de inmediato advertimos que ese interlocutor es de una sabiduría y una autenticidad inusual. Sus ensayos provienen de su entusiasmo, en un noventa por ciento, y cuando las cosas en nuestro país empezaron a torcerse de modo visible, a mediados de los años noventa, también de su indignación en un diez por ciento, pero la suya era una indignación meditada, sobria, que nos invitaba a pensar, a ir más allá de la irritación momentánea. Con ese equilibrio envidiable, libros como Post scriptum triste, La invención del poder o Padre y memoria encienden nuestra devoción por la mejor literatura, ese fuego que una vez encendido no se puede apagar. Para muchos lectores suyos, de Tamaulipas a Baja California, la prosa de Federico funcionó como esa mecha inicial y ese faro de cada ocho días que, en un país de telenovelas y boletines oficiales, nos invitaba a entender que la literatura no es sólo un divertimento y que la verdad no debe ser patrimonio de los políticos. Por eso, cuando el editor Andrés Ramírez me dijo que Joaquín Mortiz iba a publicar una recopilación de “Máscara negra”, le pedí que me dejara participar en el proceso editorial. Le pedí que por lo menos me dejara ser el corrector, y corrector fui. El libro venía más que limpio: impoluto. Apenas me atreví a sugerir que el autor eliminara uno de los textos, a fin de evitar un parrafito que se repetía, que desarrollara la conclusión en otro, que era delicioso, en fin: lo que habría sugerido cualquier lector de la columna, deseoso de verla cristalizar en un libro. Al día siguiente me llamó Andrés Ramírez para decirme que el maestro Campbell preguntó quién había osado hacer tales sugerencias y exigía verlo de inmediato. Así que de inmediato fui a un café de Vicente Suárez. Campbell salió de la calle Jojutla con los brazos cargados de libros, revistas y periódicos. Yo lo había visto en fotos, así que lo reconocí a una cuadra de distancia, y me llamó la atención su chamarra de piloto aviador. La figura del piloto siempre estuvo muy presente en la imaginación de Federico. En sus cuentos y ensayos nunca dejó de sobrevolar la geografía de Sonora, de Sinaloa, de su Baja California querida. Si entraba un sujeto de aspecto sospechoso al café en el que estábamos platicando, Federico decía: Mira quién llegó a las cuatro. Oye, decía yo, pero si apenas son las diez de la mañana. A las cuatro, es decir, atrás a mi derecha, como los aviadores de antes, que se orientaban con las manecillas del reloj: las doce al frente, las tres a tu derecha, las seis detrás, las nueve a tu izquierda, etcétera: es un diputado priísta a las cuatro, hablando con alguien que parece el Niño Verde, ¿en qué andarán esos tipos? Con ese sistema de orientación aérea, con esa inteligencia que le permitía explicar la realidad más oscura en el interior de sus ensayos, Federico clasificó y siguió todos sus intereses. Si examinan ese libro rico y monumental que es La ficción de la memoria, un magnífica compilación de ensayos sobre Pedro Páramo y El llano en llamas, otra gran aportación de Federico a la literatura mexicana, tan nutritiva como realizar una maestría y un doctorado en literatura sobre Juan Rulfo, verán que en su ensayo principal Federico clasificó como piloto aviador a los pueblos reales que podrían ser Comala: Apulco, Tuxcacuesco, Sayula, Tapalpa, Jiquilpan, San Pedro Toxín, Tolimán, Chachahuatlán, La Agüita, La Piña, Tonaya, Totolinizpa, Autlán. Como las manecillas del reloj organizó también el resto de sus intereses en la vida: el periodismo, el derecho, la nostalgia por el estado de derecho, su devoción por Tijuana y Sicilia ¾y en ese orden¾, la obra de Leonardo Sciascia, el cine y el teatro, su amor por su esposa Carmen Gaitán y su hijo Federico Campbell Peña, y en el centro, por supuesto, la literatura. Por eso imagínense mi sorpresa cuando Federico llegó a aquel café a las doce en punto y me regaló novelas de Rubem Fonseca, de Paul Auster, de Eric Ambler, de Raymond Chandler. Luego, como sabemos sus amigos, a todos nos siguió obsequiando otros libros, otras revistas y otros suplementos o periódicos que en su opinión deberíamos leer para avanzar en nuestros proyectos de vida. La lectura era la clave para este escritor ejemplar.

Federico jugó un papel importante en la difusión de la obra de Leonardo Sciascia, Harold Pinter y David Mamet, pero también en el descubrimiento y publicación de diversos escritores mexicanos en su propio país. Su lectura y apoyo representaron una ayuda extraordinaria para al menos tres generaciones de escritores. A Juan Villoro, Carmen Boullosa, Coral Bracho, Fabio Morábito, Bárbara Jacobs, José María Espinasa, Álvaro Uribe, Jorge Aguilar Mora, David Huerta, Carlos Chimal y buena parte de los autores que se dieron a conocer a finales de los ochenta y sin los cuales no se entendería la literatura actual, Campbell los publicó primero que nadie en su pequeña editorial, La máquina de escribir, fundada ni más ni menos que con la bonificación que le dieron luego de dirigir la revista Mundo Médico. En lugar de irse de vacaciones a su amada Barcelona o a su adorada Sicilia (a las cuatro en punto de sus aficiones), en lugar de cobrar por esas plaquettes que obsequiaba de mano en mano prefirió recordarnos que la vida no sirve y la memoria es inútil si la literatura no está en el centro de nuestras coordenadas, y así se dio a publicar y a dar a conocer a los nuevos escritores. El boom de los narradores del norte que comenzó a mediados de los años noventa tampoco se habría producido sin su entusiasmo y recomendación. Federico fue el primero en apoyar la publicación de la extraordinaria novela de Élmer Mendoza, Un asesino solitario, y fue el primero en reseñar y difundir la monumental obra de Daniel Sada, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sobra decir que siguió apoyando a jóvenes autores hasta sus últimos días, y Augusto Cruz García-Mora, Rodolfo Naró y Vicente Alfonso, entre muchos otros, no me dejarán despegar sin decir la verdad.

A lo largo de sus ensayos y artículos Campbell nos recuerda que el mejor tema de la literatura somos nosotros mismos: la búsqueda sincera de nuestros orígenes, la pregunta por el padre y la madre, por el lugar en que nacimos, por nuestro estado de ánimo, por las relaciones demasiado estrechas entre los crímenes que ocurren en la realidad más próxima y los que encontramos en remotas novelas policíacas o de espionaje. Tenía la convicción de que la literatura no es una forma de diversión que se aleja de la realidad, sino una especie de encantamiento hecha con personajes e historias, y aunque no contiene tesis, antítesis o síntesis, algo esencial nos dice sobre cómo está hecho este mundo. Hay una palabra central en sus libros: la palabra memoria, que intentó comprender como pocos, y llegó a la conclusión de que esta no funciona como un caset o un CD que registra algo y lo deja listo para reproducirse de manera idéntica en cada ocasión en que alguien recuerda, sino que se parece a una receta que invoca los ingredientes que usamos para cocinar: hasta cierto punto el resultado es el mismo cada vez que recordamos el pasado y repetimos la receta, pero siempre hay variaciones que dependen de la cocción del momento presente. Cada vez que alguien recuerda, como bien concluyó Federico, se convierte en un escritor de ficción. Esto que descubrió con sus últimos ensayos, Federico lo investigó a lo largo de sus cuentos y novelas, pues la memoria es el punto de partida de Tijuanenses, La clave morse y Transpeninsular, ese admirable viaje de norte a sur y de sur a norte por Baja California, a la manera del periodista Fernando Jordán.

La segunda vez que fui a verlo desayunamos con Carmen y me mostraron zonas enteras de su casa ocupadas por carpetas en las que Federico reunía el material para sus numerosos proyectos en proceso. Desde entonces se gestaban los libros que Federico terminó durante los últimos años de su vida y que ahora se reeditan por primera vez o en segundas ediciones revisadas: La era de la criminalidad, Regreso a casa y nuevas ediciones de Pretexta o el cronista enmascarado, Padre y memoria y La memoria de Sciascia. A fin de profundizar mejor en el significado del arte también trabajaba en tres novelas: una sobre un escultor inspirado en Gabriel Orozco, otra sobre un actor que podría ser una mezcla de Robert de Niro y Marlon Brando y una sobre un escritor, que podría ser él mismo y se iba a Sonora a dar una conferencia sobre Sicilia. En algún punto de nuestra segunda conversación Federico abrió el catálogo de la editorial italiana que publicaba a Leonardo Sciascia. Me mostró una lista de más de 300 títulos, en la cual había un renglón en blanco y no numerado entre el número 99 y el 101: Toda la gente creerá que esto fue un error, dijo Federico, pero ¿sabes por qué dejaron este espacio en blanco? Porque Sciascia iba a publicar con ellos un libro que no terminó, que fue interrumpido por su muerte, y el editor en lugar de sustituirlo por otro, porque Sciascia era insustituible, dejó ese espacio en blanco, como los aviadores que dejan en blanco en la formación el espacio que corresponde a los colegas caídos en combate.

A un año de su muerte se hace evidente ese enorme espacio en blanco que su partida dejó en la literatura mexicana. Se vuelve evidente, también, que las obras de Federico Campbell nos invitan a poner la literatura en el centro, y estarán de acuerdo conmigo Daniel Sada a las tres, Juan Villoro a las seis, Carmen Boullosa y Élmer Mendoza a las nueve y tantos lectores a las doce de ustedes: por ello Federico tiene toda nuestra admiración, toda nuestra gratitud.