domingo, 6 de julio de 2014

Borges y Pacheco

6/Julio/2014
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

El pasado 30 de junio José Emilio Pacheco habría cumplido setenta y cinco años. Una sucesión de ausencias de poetas amigos, desde enero de 2013, no deja de llegar al alma: Rubén Bonifaz Nuño, Víctor Sandoval, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, José Luis Sierra, Mariano Flores Castro… Antes, en 2009, se habían ido Alí Chumacero y Carlos Montemayor. Salvo Bonifaz, que se sentía desde años atrás muy fatigado, y aun diría harto de las limitaciones físicas que da la vejez, ninguno tenía las mínimas ganas de morir, y varios trabajaron hasta horas antes de la última despedida…
Lo conocí hace cuarenta y cuatro años. Numerosas veces desde entonces, cuando escribía mis artículos para los periódicos, me preguntaba lo que opinaría José Emilio, quien fue hasta su muerte nuestro gran periodista literario. Cuando escribí, en 1970, mi primera reseña de un libro suyo (No me preguntes cómo pasa el tiempo) apunté que la gran presencia detrás de su escritura era Jorge Luis Borges. Cuarenta años después, en la conferencia que di sobre José Emilio en la Universidad de Salamanca, en abril de 2010, a propósito de unas jornadas en torno de su obra por el otorgamiento, el año anterior, del Premio Reina Sofía, insistí en que la gran presencia detrás de su obra era Jorge Luis Borges. La mejor muestra de una admiración que nunca declinó es el espléndido libro de José Emilio, La invención de Borges, publicado en 1999, con motivo del centenario del natalicio del argentino. Desde luego, no pretendo parangonarlos y el propio Pacheco hubiera sido el primero en prevenir: “Marquemos muy bien las distancias.” Borges, como escribió José Emilio en el libro, era un genio, el clásico de clásicos del siglo XX de nuestras letras, y al siglo que nos dejó lo vio como el Siglo de Borges. Sin embargo, hay similitudes que en ambos son altas virtudes: en la pluralidad de géneros que trabajaron todo lo vivido y leído al escribirlo lo volvían literatura, y la lectura de sus libros es una alegría o un agrado continuos para la sensibilidad, la inteligencia y la imaginación; los dos tuvieron afición por la literatura fantástica, la literatura en lengua inglesa y la tradición judía, y a través de libros o publicaciones periódicas, divulgaron amablemente las varias literaturas que conocieron; buscaron –lograron– lo que exigía o quería Henríquez Ureña de sus discípulos: “la práctica constante de una prosa cada vez más simple, clara, fluida y exacta”, y les divertía escribir esa suerte de textos inventivos donde no se sabe bien a bien dónde comienzan los hechos y personajes reales y dónde los hechos y personajes imaginarios, falsos o paródicos; ambos tenían la vista impecable para hallar, aun en los libros mediocres, relámpagos de belleza o privilegio, y amaron y odiaron las grandes ciudades que los vieron nacer y crecer, y en el caso de Pacheco, morir (Buenos Aires y Ciudad de México). Una diferencia: a José Emilio le ha faltado el ensayista que escriba un libro crítico creativo como el que él hizo acerca de Borges.
En las páginas de La invención de Borges está no sólo lo que el autor de Ficciones significó para él, sino para la literatura occidental. Como si fueran dos puntas o extremos, José Emilio ejemplifica con dos árboles máximos: uno, don Juan Manuel (1231-1348), quien con El conde Lucanor fue “el primero que escribió en lengua vernácula o romance” y, por ende, “fundó la narrativa europea de imaginación y al mismo tiempo la prosa castellana”; el otro, Borges, quien se volvió un clásico inmediato dondequiera que publicaron sus numerosos libros. Si como repetía Octavio Paz, política y económicamente América Latina ha sido los suburbios de Occidente, en cambio, la narrativa latinoamericana fue la mejor del orbe en la segunda mitad del siglo y la poesía todo el siglo.
De los “maestros y guías” de Borges, José Emilio resalta en especial al andaluz Rafael Cansinos Asséns, al dominicano Pedro Henríquez Ureña y al mexicano Alfonso Reyes. Pero ninguno, visto a la distancia, como don Alfonso. Tres son los aspectos que un Borges agradecido subraya con frecuencia: lo consideraba el mejor prosista de la lengua española, y trayéndolo a un nivel personal, fue la primera figura grande que lo vio como escritor y no como el hijo de su padre, y por último, que, gracias a su ejemplo y probablemente a sus observaciones, lo ayudó en definitiva a quitarle a su prosa lo que había de decorado y recargado. No sólo fue el maestro y guía por excelencia; lo quiso entrañablemente. Uno de los mejores poemas de Borges es el que escribió cuando nuestro enciclopedista murió. Recordemos las dos emotivas cuartetas finales: “Sólo una cosa sé, que Alfonso Reyes,/ dondequiera que el mar lo haya arrojado,/ se aplicará dichoso y desvelado,/ al otro enigma y a las otras leyes./ Al impar tributemos y al diverso,/ las palmas y el clamor de la victoria./ No profanen las lágrimas el verso,/ que nuestro amor consagra a su memoria.”
En el libro, Pacheco analiza de Borges breve y exactamente el porqué de la mitología de los antepasados y la mitología de los cuchilleros, su residencia en España y Suiza, la importancia, desde muchacho, que tuvo para él la Enciclopedia Britannica, sus primeras afinidades e influencias, su paso por el ultraísmo, las enseñanzas en Sevilla de Cansinos Asséns, su vuelta a Buenos Aires y, con ello, en su juventud, la publicación de sus primeros libros de poesía y de ensayo, su participación en revistas, su trato con Macedonio, Henríquez Ureña y Reyes, sus trabajos de traductor y, más tarde, en los treinta y cuarenta, la relevancia definitiva, para él y para la revista, que representaron por décadas sus colaboraciones en Sur, su dirección de colecciones –al lado de Bioy– como La Puerta de Marfil y El Séptimo Círculo, su antiperonismo y su antifascismo, sus libros en colaboración (especialmente con Bioy), y en la cima, sus creaciones inigualables como poeta, ensayista, cuentista y autor de prosas breves.
¿Algún posible cierre de José Emilio que resuma en pocas palabras los altísimos logros de aquél a quien vio como clásico universal? Cito: “El mismo Borges, que en 1921 lleva a Argentina la vanguardia, a partir de los años cuarenta inicia sin saberlo lo que hoy llamamos ‘posmodernidad’, rompe las fronteras entre arte culto y arte popular, creación y crítica, escritura y lectura, originalidad e imitación.” ¿Quién logró eso en lengua española en el siglo XX?

sábado, 5 de julio de 2014

El arte en los ojos de Octavio Paz

5/Julio/2014
Laberinto
Braulio Peralta

Octavio Paz nos introduce al arte con la historia de la mano, de antes de la Conquista, en la era colonial e independiente, hasta llegar a los artistas contemporáneos. Discrimina: deja a un lado lo que no le importa. En los dos tomos de sus Obras completas, Los privilegios de la vista, se ocupa de discernir, objetar, historiar, conceptuar al arte en relación con pasado y futuro. Sin pasado y futuro es impensable un arte intemporal, eterno. Sin pasado y futuro el arte está condenado a un presente, un pedazo de la historia del arte pero no arte que trascienda. Esa es la importancia al leer y discutir estos libros.

Impresiona que en el centenario de su nacimiento, en sus homenajes, se haya omitido la necesaria discusión en torno a sus ensayos y poemas alrededor del arte. Aparte de su poesía, en Los privilegios de la vista está el verdadero descubrimiento de su obra, no en sus ensayos políticos que tanto ruido y discrepancia causan. Paz se entrega como un investigador sensible a la causa del arte y sus consecuencias estéticas. No lo hace como el especialista del arte, lo hace con la sensibilidad del poeta que se ocupa del arte, como lo hicieron escritores del valor de Apollinaire, Mallarmé, Gertrude Stein, Beckett o Breton. Nunca fue gratuita la relación entre la pintura y la escritura, como lo planteó Baudelaire en sus escritos de arte en 1845. 

Octavio Paz hizo su “historia del arte”, en mil páginas, para ocuparse de artistas universales y nacionales, para encontrar una correspondencia entre el universo de la pintura y sus corrientes estéticas —y el caso propiamente mexicano—. Un especialista podrá encontrar en estos libros diversas teorías y razones por las que un poeta o escritor se ocupó de ciertos pintores —digamos, los muralistas, pero no de sus continuadores—. No tomó en cuenta las tendencias después de los fundadores. Así fue con todo. El doctor Atl, sí, pero no Nahui Olin. Edward Weston, obvio, pero Tina Modotti, descartada. Era implacable en sus gustos, con o sin razón. Discriminaba. Se ocupaba, como él escribe, “sin abdicar de nuestra razón, sin convertirla en servidora de nuestros gustos más fatales y de nuestras inclinaciones menos premeditadas”. 

Hay enormes diferencias entre los especialistas que escriben de arte, los historiadores y los críticos, y los poetas y escritores. 
Hay incluso polémicas. Dicen muy bonito pero no dicen nada, se les crítica a los escritores. Saben mucho pero no tienen sensibilidad, reviran los poetas. Pleito académico y pleito poético. Los lectores escogen. Tamayo dijo que nadie interpretó mejor su pintura que Octavio Paz. Diego Rivera y Frida Kahlo no dirán lo mismo: las diferencias ideológicas no dejaban pasar la simpatía entre el crítico y los pintores —ojo, sin que Paz dejara de reconocer sus valores estéticos—. Paz no define, como los críticos de arte: interpreta y sueña con la mirada los colores, los deletrea, instinto contra cabeza, espontaneidad contra la terquedad del pensamiento, leyenda sobre la historia… Los poetas ejercen una crítica parcial, “la única válida”, escribía Baudelaire. Convierten a la pintura en poesía o ensayo, alejados de la especialización concebida. 

Quien lea el poema de Paz “Decir: hacer” comprenderá lo que intento decir: el arte es infinito, la palabra es infinita, pero el creador no será eterno, su obra, sí: hay que asirlo a un pensamiento, a un tiempo y a un lugar, hay que escribir de él para dejarlo reposar... Y volver a interpretarlo para las nuevas generaciones. Los poetas saben de esto y Octavio Paz hizo lo que tenía que hacer con Los privilegios de la vista.

Volver a la filosofía

5/Julio/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

La filosofía debe volver a estar en el corazón de la vida artística. No me refiero a las premisas o postulados de la filosofía moderna, sino a la reflexión filosófica que parte de una crítica severa de la historia de la filosofía. 
    
En toda América las literaturas hoy están demasiado alejadas de la filosofía. 
    
Aunque algunos círculos argentinos o norteamericanos, digamos, se acercaron a la teoría de posguerra y las secuelas posmodernistas, ese acercamiento benéfico terminó por relajarse. 
   
Además, el posmodernismo ya casi no era filosofía sino filosofía herida por la ironía de la literatura moderna. 

Debemos volver a Heidegger. Quien crea que en tan pocas décadas se puede agotar la obra de un filósofo de la dimensión de Heidegger, no entiende filosofía. 

Tomó siglos entender a Platón y Aristóteles. Nos tomará varios siglos entender a Heidegger. Los norteamericanos —que dominan hoy la intelectualidad occidental— no entienden esto, y en Latinoamérica Heidegger casi no alimenta a la creación y el pensamiento. Gran error.

Impera una frivolización en las estéticas de todo el planeta, que se debe a que hay una mayor distancia del corpus y la actitud filosófica que en otras épocas. 

Volver a la filosofía significa quitar el énfasis en pretender lo agradable, que es donde la literatura y el arte contemporáneo se han estacionado (por temor a separarse del espectáculo).

Vivimos una época tan dañada que incluso vincular la escritura o las artes a la verdad o la justicia es considerado “pasado de moda”. En la estética hoy dominan criterios de pasarela. Ya casi nadie se atreve a deslindarse de las opiniones y gustos de los funcionarios, redes sociales, empresas o burocracias intelectualoides. Casi todos buscan ser populares. 

El derrocamiento de la filosofía es un triunfo del capitalismo encabezado por Estados Unidos. Al perderse ese vínculo con la filosofía —fractura que también se debió a la crisis de la filosofía europea— se le sustituyó con un vínculo con el mercado. 

La venta se hizo más importante que la verdad. La ley de la oferta–demanda se volvió el criterio esencial de la estética. Por eso vivimos este momento de decadencia general de los “productos” artísticos. 

Regresar a pensar y crear desde la reflexión filosófica debilitará el poder del mercado y pondrá en crisis a las literaturas y arte comerciales y pseudo comerciales. De esa crisis saldrá lo que sigue. 

El mercado ya produjo la literatura y el arte que podía producir. Y ya fabricó a las líneas de creadores en serie que difícilmente podrían renovarse: no son sujetos sino otra mercancía. 

Las siguientes generaciones deben volver a la filosofía: reinventarla. 

De no hacerlo, la literatura y el arte desaparecerán porque para el mercado mismo ya casi son inservibles.

Primeras noticias sobre Los errores

5/Julio/2014
Laberinto
Sonia Peña

El 29 de junio Los errores de José Revueltas cumplió cincuenta años de vida. El primer borrador data de septiembre de 1958 y es un esbozo de novela negra a la que se superpone la trama política. A la sordidez de los bajos fondos, Revueltas incorpora al comunista heterodoxo en contraposición con los “curas rojos” que arrastraba desde Los días terrenales (1949).
    La recepción no fue favorable. Algunos se escudaron en las erratas y la llamaron los errores de Revueltas, sin mayúscula y sin cursivas debido al gran número de inexactitudes que presentó la primera edición del Fondo de Cultura Económica en la colección Letras Mexicanas, al “cuidado” de Augusto Monterroso. 
    La primera reseña fue de Mauricio de la Selva para Diorama de la Cultura, suplemento cultural de Excélsior: califica a Los errores como “buena novela” y “relato precioso”, sin dejar de advertir que el suspense creado por el robo al usurero debería mantenerse hasta el final, puesto que al introducir la trama política se produce una brusca caída del ritmo. Desde un principio la crítica se dividió entre quienes se escandalizaron por los cuestionamientos políticos de la novela y quienes la juzgaban la mejor de Revueltas. Mauricio de la Selva no escatimó elogios y a la vez no dejó de señalar sus desaciertos. Un hecho interesante es que un mes después publicó otra reseña en Cuadernos Americanos en la que hizo un análisis pormenorizado de Los errores pues, tal como afirmó el propio De la Selva, su reseña inaugural le pareció apresurada. 
    En 1964 se escribieron once reseñas, número considerable teniendo en cuenta que desde la publicación en junio y hasta fines de ese año habían transcurrido escasos seis meses. En algunos de los críticos se percibe cierto malestar. Señalan a Revueltas como un ex militante a quien le gana el rencor a la hora de escribir, pero resulta poco convincente el argumento de un Revueltas cincuentón que dedicó seis años de su vida a escribir una extensa novela para “vengarse” de su expulsión del Partido Comunista Mexicano (PCM), sobre todo si se tiene en cuenta que para 1964 había sido expulsado incluso de la Liga Leninista Espartaco, que él mismo fundó. 
    Si bien gran parte de las reseñas muestran un tono de reproche y de disgusto hacia Revueltas, algunas comparten la opinión de que la novela posee grandes aciertos literarios: la construcción de los personajes, la estructura que entreteje dos historias paralelas que por momentos se rozan y terminan anudándose en el epílogo, y la acertada descripción de la Ciudad de México que superaba a Luis Spota y Carlos Fuentes. 
    De las intervenciones negativas de aquel año destaca la publicada, y sin firma, en La Revista de la Semana, suplemento de El Universal. Ya desde el título se apela a influir en el lector: “Desconcierta la nueva novela de Revueltas”. El verbo implica confusión y perplejidad, efecto que remata con la frase inicial: “Esperada por años, la nueva novela del autor de El luto humano y de Los días terrenales o de Los muros de agua, dudamos que satisfaga por completo las esperanzas que en ella habían puesto quienes admiran a José Revueltas”. La acumulación tenía el fin de resaltar los principales títulos en la historia novelística de Revueltas para finalizar insinuando que Los errores se encontraba lejos de alcanzar la popularidad de la que aquéllos gozaban. 
    En otro párrafo, el anónimo crítico escribe que “Se llama el libro Los errores y el título le conviene, pues son muchos los que el autor comete, además de los que reseña; es el volumen 78 de la colección Letras Mexicanas, con la que tan firmes éxitos se ha anotado el Fondo de Cultura Económica”. Recuérdese que esta colección tenía gran prestigio entre los lectores, por títulos como Pedro Páramo, Balún–Canán, Las buenas conciencias y La región más transparente. Con esta alusión el crítico hacía hincapié en “los éxitos” que dicha colección se había anotado “hasta entonces”, opinión que, más que un halago, era un reproche. 
    José Revueltas mantuvo absoluto silencio ante una crítica feroz a la que —más que las erratas— molestó que el autor pusiera al mismo nivel el mundo del hampa y la dirigencia del PCM, porque al cerrar el libro el lector llega a la conclusión de que —como en el tango— “hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor”. 
    A diferencia del escándalo que en 1949 llevó a Revueltas a retirar de las librerías Los días terrenales, en 1964 declaraba a quien quisiera escucharlo: “No pienso sacar mi novela de circulación”. Esta postura era una muestra del sentido autocrítico del novelista: sabía que en Los errores concretaba lo mejor de su pluma. A las vidas atormentadas del usurero, el padrote y la prostituta se sumó el conflicto ético de los militantes de un partido mezquino, explotador y prostituido, y esto, lejos de regocijarlo, le dolía a Revueltas en carne propia. 
    Cuando escribió Los errores, Revueltas no era un resentido que tomaba venganza por su expulsión del PCM; era un escritor maduro que concretaba en su obra elementos propios de una literatura que luego conoceríamos como el “boom latino- americano”, del cual fue “injustamente excluido”, en palabras de su contemporáneo Julio Cortázar. 
    Cincuenta años después, Los errores mantiene su vigencia no solo por la maestría de su estructura, atmósfera y personajes sino por el conflicto moral de los militantes y simpatizantes defraudados por una izquierda que, lejos de incluirlos, los sentenciaba a la orfandad y el olvido.

martes, 1 de julio de 2014

Cien años Efraín Huerta, padre y poeta mayor

Junio/2014
Letras Libres
Christopher Dominguez Michael

¿Qué hace el poeta joven con los poetas mayores?”, se pregunta David Huerta (1949) con Harold Bloom y, en su caso, se pregunta otra vez: “¿Qué hace el poeta joven con el poeta mayor que es además su padre biológico?” El problema no es fácil para nadie y cada familia –hay familias de poetas como familias de músicos, me decía alguna vez otro poeta hijo de poeta– lo resuelve a su manera. Tampoco fue fácil para mí conversar con David, uno de mis amigos más cercanos desde hace 32 años, sobre su padre, Efraín Huerta (1914-1982), cuyo centenario se celebra en este bienaventurado año de 2014, con el de sus amigos Revueltas y Paz. Uno, José, su hermano comunista. El otro, Octavio, el amigo de toda la vida: las diferencias políticas no lograron separarlos pues los unía una fraternidad superior, la de la poesía. Fue, además, testigo de boda de Efraín: “Octavio Paz Lozano, empleado público, 27 años”, consta en el acta.
Así, David lee Los hombres del alba (en su opinión y en la de los especialistas, el libro más pleno de Efraín), repasa las mitologías del poeta urbano y del inventor de los antipoéticos poemínimos, pero también las del bardo patrio y erótico y “lépero”. David recuerda al padre divorciado que visitaba a su primera familia y cómo por allí se aparecían, imperativos, los David Alfaro Siqueiros y, “renegados”, los fantasmas de Victor Serge. O rememora reconciliaciones con flores sobre la tumba de Xavier Villaurrutia, tras batallas acres y ruidosas, como las de Efraín con los Contemporáneos y, después, las imaginadas por Roberto Bolaño, de “los detectives salvajes” –apadrinados por Huerta– contra Paz. Hace mucho tiempo, desde que David publicó Incurable en 1987, algunos creemos que acaso el hijo, por su propio camino, acabó por ser un poeta más grande que el padre. Lo cual complica todo, con Wordsworth y con Revueltas, el hijo es el padre del hombre, el hijo del hombre es el padre del poeta... Con ustedes, David Huerta Bravo, entrevistado a principios de este año, en la Casa del Poeta “Ramón López Velarde”, que alberga muchos de los libros que fueron de Efraín Huerta.

¿Qué significan para ti los cien años de Efraín Huerta?
Es una impresión muy grande pensar en la edad que él tenía cuando yo nací: 35 años. Mi padre fue un padre tardío, es decir un hombre que ya había caminado un trecho considerable de su vida, y que en términos poéticos estaba en un punto de madurez extraordinario. Si recordamos bien, en 1944, cuando tenía treinta, publicó su libro central, Los hombres del alba, un volumen que es al mismo tiempo de juventud y de madurez. Se trataba, quiero decir, de un hombre en su plenitud que ya había publicado su libro más importante cuando fue padre. Y ahora han pasado setenta años desde la publicación de Los hombres del alba, un aniversario que también tenemos que celebrar. Mi padre no fue solo un testigo sino uno de los protagonistas del siglo XX mexicano y creo que su centenario –al igual que en los casos de Octavio Paz y José Revueltas– nos presenta una oportunidad única para realizar un balance de su legado.
¿En qué momento te diste cuenta que tu papá era un poeta? No se trata siempre de un descubrimiento inmediato.
El ambiente en la casa estaba lleno de discursos, de conversaciones, a veces de discusiones, algunas muy agrias. Y esto era más que evidente por el barrio en el que vivíamos. Yo lo llamo un “gueto gremial”, porque ahí habían construido sus casas varios periodistas, escritores y editores. En esa nebulosa de oficios era un poco difícil distinguir a mi padre de vecinos tan parecidos a él. Al principio, yo no sabía en qué consistía esa semejanza y no podía por lo tanto discernir la diferencia. Debo decir que en la casa naturalmente se leía, nadie obligaba a nadie a leer, y se hablaba de libros y de lo que aparecía en el periódico. Creo que descubrí la condición de poeta de mi padre cuando descubrí a otros poetas que estaban de alguna forma cerca del ámbito familiar por razones no solo literarias sino políticas. Darme cuenta de sus inclinaciones artísticas me llevó al descubrimiento de su condición de poeta, porque mi padre era amigo de pintores como David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. Recuerdo que cuando Siqueiros estuvo en la casa, yo era muy niño, y produjo en mí una profunda antipatía porque preguntó si mi nombre se debía a él. Mi padre lo negó categóricamente y le explicó que me había puesto ese nombre por las resonancias bíblicas. En mi familia hay muchos nombres judíos del Antiguo Testamento –Efraín, David, Raquel, Sara–; parece un pequeño seminario sobre estudios bíblicos.
¿Qué edad tenías cuando descubriste al poeta Huerta?
Es un poco difícil saberlo. Supe que mi padre era poeta cuando descubrí la poesía, porque allí estaban los libros de Efraín junto con los de Carlos Pellicer, Salvador Díaz Mirón, Octavio Paz, que él me daba a leer. Siempre he dicho que nunca he leído tanta poesía como entre los diez y los quince años. Fue en esos años cuando descubrí la condición de poeta de mi padre.
¿Cómo era la relación con tu padre esos primeros años?
Debo decir que cuando yo nací la familia vivía en la calle de José María Iglesias, cerca del Monumento a la Revolución. Nos mudamos a la Segunda Colonia del Periodista cuando yo era muy niño y muy poco tiempo después mis padres se separaron. Dada la situación, mi padre estaba y no estaba; es decir, no vivía con nosotros pero visitaba regularmente la casa. A pesar del divorcio no fue un padre distante. Se ocupaba de nuestra educación, de nuestros problemas y de las necesidades que teníamos. Mi madre, Mireya Bravo, era una mujer extraordinaria y nunca nos habló mal de mi padre, pero era inevitable cierta tensión entre ellos. Además prácticamente todos los vecinos eran amigos de mi papá o conocidos y me decían con frecuencia: “¿Cómo está tu papá? ¿Lo has visto? Mándale saludos.” De modo que Efraín era también un vecino de la colonia Periodistas a pesar de que no vivía ahí.
¿Hubo en tu caso la proverbial crisis adolescente de enfrentamiento a la figura paterna?
Sí hubo una crisis y yo pasé malos ratos en mi adolescencia, sobre todo en el momento de descubrir mi vocación. Me refiero al hecho de que uno quiere empezar a hacer lo que admira en los demás. Y en este caso uno se da cuenta de que va a tener que competir con el padre porque va a ser inevitable la comparación. Mi padre fue muy discreto con mi educación poética, que más bien delegó en amigos en los que confiaba como Carlos Illescas, Juan Bañuelos y algunas otras personas. Ese elemento del que hablan algunos críticos como Harold Bloom –“¿Qué hace el poeta joven con los poetas mayores?”– en mi caso fue: “¿Qué hace el poeta joven con el poeta mayor que es además su padre biológico?” Es un problema que se va resolviendo poco a poco. Yo estoy tranquilo con la figura de mi padre porque sé que –como dice Eliot en un pasaje famoso– es uno de esos hombres que uno no puede aspirar a emular. Eso me da una enorme tranquilidad porque, contra lo que podría pensarse, no me lleva a renunciar a escribir sino a tratar de escribir lo que yo puedo.
¿Cómo juzgarías la relación entre tu padre y la política, la relación entre tu propia poesía y la suya, cuando tú ya empezaste a publicar?, ¿cuál era su actitud?
Su actitud era de cierta prudencia: no quería dirigir lo que yo escribía. Podía confundirse con una cierta distancia e incluso con un cierto desinterés, pero muy pronto me demostró que no era así. Nuestra relación fue muy cordial, incluso me refiero a él con naturalidad por su nombre de pila. Aunque a veces digo “mi padre”, lo más natural es referirme a él como Efraín. Curiosamente Efraín, en sus últimos años, me llamaba “viejo”. Era una forma cordial de tratarme. Sobre lo que preguntas, creo que juzgar su vida, su política y su poesía con una mirada retrospectiva puede ser un poco cruel y poco indulgente. Cometió errores brutales en términos filosóficos, ideológicos y políticos pero no era una mala persona. Tengo la impresión de que los estalinistas que traté en mi infancia y en mi adolescencia eran personas brillantes que habían caído en un error abismal y algunos de ellos tuvieron tiempo de corregirlos. Quiero creer que mi padre murió después de corregir internamente esas actitudes. En mi caso, haber crecido entre comunistas, no todos ellos estalinistas, provocó en mi interior una larga “purga” para desestalinizarme. Uno de los capítulos de ese proceso fue mi traducción de El caso Tuláyev, la novela de Victor Serge, un militante que se encontraba en el extremo opuesto al de la izquierda de mi padre y de sus camaradas. Se trataba de un disidente de la izquierda oficial que murió solitario y abandonado.
¿Qué pensaba de Serge la gente cercana a ti?
Lo que se decía de Victor Serge en los círculos familiares, amistosos, políticos y literarios de mi ámbito familiar no era muy agradable. Se referían a él con una palabra que en aquellos tiempos equivalía a traidor: “renegado”. Era una palabra infamante, como decir “descastado”. En esa circunstancia, haber traducido un libro de Victor Serge era, al menos en mi fuero interno, un acto de rebeldía. Al paso de los años y conforme he seguido la obra de Serge, he descubierto que esa izquierda disidente del oficialismo soviético también tenía sus bemoles: eran machistas y a veces muy impacientes con la poesía.
Cuando aparentemente la KGB envenena al hijo de Trotski en París, Serge estaba en la ciudad y ve llegar a dos grupos de trotskistas franceses que estaban peleados a muerte. Y lo indigna ver que ambos grupos siguen sin mirarse y sin dirigirse la palabra durante el sepelio. Al final, cuando ve que cada grupo canta “La Internacional” por su lado, no lo soporta y decide alejarse de la IV Internacional.
Si yo vuelvo la mirada a la obra de mi padre –por ejemplo a Los hombres del alba– me doy cuenta de los inmensos conflictos que significó escribir y publicar ese libro. Está escrito en contra de las directivas del partido y, al mismo tiempo, es totalmente ajeno al comunismo internacional. En el libro hay, por supuesto, zonas explícitas de comunismo –las huelgas victoriosas, los obreros, etc.– pero no se trata de un libro de poesía civil o de protesta. Los “hombres del alba”, a los que alude el título, no son los proletarios que van a hacer la revolución, sino aquellos que en el lenguaje del marxismo son llamados “el lumpenproletariado”. Son asesinos, violadores, hombres que viven en la noche, los marginados dentro de los marginados. Es un libro que es posible relacionar con una buena parte de la obra literaria de José Revueltas. Quizá suena exagerado decirlo de este modo, pero los “hombres del alba” son los protagonistas de las novelas de Revueltas.
¿Qué recuerdos tienes de la amistad entre Revueltas y tu padre?
José Revueltas y Efraín Huerta se conocieron a principios de los años treinta. Como sabemos, Revueltas había estado preso en las Islas Marías debido a sus actividades políticas y eso provocó que se le considerara una figura levemente heroica. Tanto Revueltas como Efraín eran provincianos; se conocieron en la ciudad de México, se identificaron en la militancia y eso dio origen a una relación muy intensa. Hay algo que no se tiene muy presente y es el hecho de que Revueltas escribió también poemas. Uno de los primeros que aparecen en El propósito ciego, el libro que editó José Manuel Mateo, está dedicado a Efraín Huerta. Se llama “Nocturno de la noche”. Este poema muestra los alcances de su amistad. Hay dos momentos, uno literario y otro personal, que a mí me gustaría destacar para ilustrar un poco la intensidad de esa relación: Efraín Huerta le dedicó a Revueltas un poema sobre Angela Davis con estas palabras: “para mi hermano José Revueltas, que está en Lecumberri”. Y luego, algunos años más adelante le dedicó un poema que se llama “Revueltas, sus mitologías”. Es ahí donde dice de nuevo en términos fraternales: “mi hermano José Revueltas, que todo lo ve con sus ojos de diamante”, una imagen extraordinaria. El otro momento fue durante el entierro de Revueltas en 1976, cuando Víctor Bravo Ahuja, entonces secretario de Educación Pública, pronunció un discurso que impacientó a los antiguos camaradas y a los viejos amigos de prisión de José Revueltas. Martín Dozal lo interrumpió y le dijo: “Ya no queremos oírlo, señor. Usted representa al gobierno que encarceló y persiguió a José Revueltas.” Mi papá estaba profundamente emocionado y enojado. Me acuerdo que daba patadas en el suelo, en un gesto de impaciencia (como no podía hablar, debido a una operación de la garganta, todos sus gestos eran corporales). Efraín se identificaba con Martín Dozal, pero también tenía cierta consideración por la persona que acompañaba al secretario de Educación, que era Rosaura Revueltas, la hermana de José. El turbulento José Revueltas tuvo también un entierro turbulento y esa misma turbulencia afectó a su hermano Efraín Huerta. A la distancia, aún no acabo de entender lo que mi papá sentía, pero debe haber sentido muchas cosas al mismo tiempo. Solo hubo una manera de detener el discurso del secretario de Educación y fue comenzar a cantar “La Internacional”.
Con referencia a otro de los autores cuyo centenario conmemoramos este año, ¿cómo fue la relación de Efraín Huerta y Octavio Paz?
Hay que tomar en cuenta que Octavio Paz vivió muchísimos años fuera de México. La intensidad de esa amistad quedó un poco atenuada por la distancia física. Sin embargo, se trató de una relación muy fuerte, sobre todo porque se dio en el ámbito de la Preparatoria nacional, que no es el mismo entorno en el que se desarrolló la hermandad con Revueltas. La amistad que trabaron mi padre y Octavio se consolidó muy pronto, en los años treinta. Algunos años más adelante –cumplido ya el ciclo de Taller y antes de irse de México–, Octavio firmó como testigo en la boda de mis padres. “Octavio Paz Lozano, empleado público, 27 años”, dice el documento. Es un dato simpático y muy conmovedor, porque mi papá siempre lo quiso mucho. Aunque tenían prácticamente la misma edad, mi padre y los otros integrantes de Taller siempre reconocieron la dirección intelectual de Octavio Paz en las empresas editoriales y literarias. Ya en la madurez, cuando ambos eran poetas reconocidos, se empezó a insinuar que eran enemigos poéticos puesto que tenían distintas actitudes políticas. Esto es absurdo, su poesía se parece muchísimo. Las diferencias poéticas existen porque son obras originales, pero el origen común (la herencia inmediata de las vanguardias en los años treinta, la atención a la poesía de Juan Ramón Jiménez y de Pablo Neruda) es muy fácil de documentar. Las diferencias políticas están a la vista: Octavio Paz rompió muy pronto con el estalinismo y sin embargo el mismo Paz aclaró, en su recuerdo de Huerta, que la política los había separado pero que la poesía siempre los mantuvo unidos. Es una de las expresiones más hermosas que he leído sobre esta relación. Y la prueba es que en una lectura pública que hicieron varios poetas en el Palacio de Minería, un grupo de muchachos antipacianos, los ahora famosos infrarrealistas, quisieron interrumpir la lectura de Octavio Paz y quien se levantó a callarlos fue Efraín Huerta.
Efraín había sido operado de la garganta y no podía hablar. El signo para callar a los infrarrealistas fue abrazar a Octavio.
Octavio Paz pudo leer sus poemas porque, por decirlo de algún modo, Efraín estaba protegido de los infrarrealistas. Efraín Huerta, a su vez, “protegió” a Paz de esos muchachos, haciéndolos callar con gestos muy enérgicos; luego, Paz y mi padre se dieron un abrazo. Ignoro si los infrarrealistas entendieron lo que estaba pasando ahí, ojalá lo hayan entendido porque estaban frente a dos amigos, frente a dos camaradas poéticos; lo que no borra las diferencias políticas, por supuesto. Este mito del distanciamiento entre Efraín y Octavio fue reforzado por la aparición de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, donde hay claras insinuaciones de que había una enemistad poética entre ellos, fruto de las diferencias políticas. No sé si Bolaño documentó sus ocurrencias novelísticas y, aunque a mí me gusta mucho la novela, debo aclarar que esto que insinúa no es verdad.

Respecto al trato que Efraín tenía con otros escritores, ¿no es un poco gracioso que las bibliotecas de Huerta y Novo estén juntas en la Casa del Poeta “Ramón López Velarde”?
Me parece que es justicia poética. Quizá los lectores no lo sepan, pero en los años treinta el campo cultural mexicano estaba tajantemente dividido entre “rojos” y “azules”, digámoslo así. Los “rojos” eran los artistas que tenían una relación intensa con el pueblo y los “azules”, aquellos que se habían desentendido del sufrimiento de las masas. Es una división maniquea que albergó polémicas muy agrias y muy violentas. Efraín Huerta participó en esta guerra atacando a los Contemporáneos, porque representaban esa exquisitez, esa distancia con el pueblo, aunque luego reconoció que los admiraba, en especial a Novo y a Villaurrutia. El hecho es que después de esta enemistad, Huerta tuvo el valor de acercarse a los Contemporáneos y hacer las paces con ellos. Aunque en su momento había atacado a Villaurrutia, muerto ya el poeta, mi padre le llevaba flores al cementerio. Y en el caso de Novo, este le mandaba a mi padre los sonetos que le escribía todos los fines de año. Eran amigos, yo estuve con ellos alguna vez y hablaban con mucha cordialidad. De modo que después de las trifulcas espantosas de los años treinta, que estas dos bibliotecas estén juntas es justicia poética.
Volviendo a los libros, me gustaría que hablaras un poco de ese Efraín de los años sesenta que se vuelve de alguna manera el poeta de la ciudad de México. ¿Cómo se gestó esa poética?
Yo creo que Efraín desconocía la ciudad conforme esta crecía. Ya no era la ciudad de 1944, la ciudad de Los hombres del alba, y, a la vez, era la misma. Para él fue un acontecimiento tremendo la construcción del metro, que entendió como la irrupción de lo que ahora llamamos modernidad. En 1968 aparece la primera gran compilación poética de mi padre: Poesía 1935-1968. Ese mismo año, como sabemos, ocurre el movimiento estudiantil. Poesía 1935-1968 se vuelve un libro emblemático porque representa una línea divisoria entre el Huerta juvenil y el Huerta maduro. En este momento Huerta adquiere una cierta popularidad como poeta de la ciudad, como un poeta que utiliza –según apuntó Octavio Paz– un “lenguaje fuerte”. Para ejemplificar este lenguaje fuerte, podemos recordar una frase que Efraín usa para referirse a una ladrona en un autobús público: “La del piernón bruto me rebasó por la derecha”; esto no tiene nada que ver con la poesía de Juan Ramón Jiménez y es, sin embargo, uno de los rasgos de la poesía de madurez de Huerta. En los tiempos de la preparatoria nacional le decían “El flaco neuras”, lo que significaba que no era un hombre de sonrisa fácil ni mucho menos de carcajada. En cambio el Efraín Huerta maduro es un hombre muy dicharachero, alburero, que cultiva con cierta malicia la poesía callejera y lo hace con mucho acierto. Es importante señalar que Efraín Huerta nunca dejó de escribir poemas de registro grave, incluso trágico. A su primer registro, se agrega una poesía desenfadada, descarada, antisolemne, pero el registro serio no se extingue.
¿Cuál sería la génesis de Amor, patria mía, uno de los pocos grandes poemas mexicanos (junto con algunos de Pellicer) en ese terreno tan difícil de la poesía cívica?
Yo pienso que hay una decisión de fundir la experiencia erótica y la experiencia ante la sociedad, y en este caso ante la historia del país. No es un poema rojo, es un poema civil que quiere contar o recontar la historia patria. Es una conversación de sobrecama acerca de la historia nacional que el poeta le da a su amante, y empieza con un guiño literario cervantino, que no puede ser más claro ni más antisolemne: “En un lugar de tu vientre / de cuyo nombre no quiero acordarme, / deposité la seca perla de la demencia.” Esto tiene que ver con la intimidad erótica de una pareja según suele tratarla la poesía. Pero lo que sigue es sorprendente: el amante le empieza a contar la historia nacional y resulta especialmente conmovido con las vidas de Hidalgo y de Morelos. Efraín decidió no utilizar comillas ni letra cursiva para las citas que hacía de documentos históricos, con la intención de hacerlas parte del poema. “No se extrañe el lector –advierte en el prólogo– que va a descubrir el lenguaje arcaico del siglo XIX en un poema moderno. Es que he tomado pasajes del acta de excomunión de Hidalgo, de las crónicas de su fusilamiento, y las he integrado a mi poema como si fueran versos míos”; más o menos eso dice. Amor, patria mía es un poema que todavía necesita ser examinado con cierto detenimiento. Al final hay unas líneas que a mí me sobrecogen. Efraín Huerta termina el poema describiendo el país en estos términos: “...la temerosa y vibrante / llanura de sombras que es / nuestra patria.” Algo que por desgracia tiene plena vigencia en nuestros días.
¿Qué piensas de los poemínimos?
Me gustaría mencionar que su origen no es nada festivo ni jocoso. Efraín Huerta tuvo en los años setenta una crisis de salud muy grave: debido a un cáncer, le extrajeron la laringe y por lo tanto perdió la voz. El gran conversador, el gran hacedor de chistes, de ocurrencias, perdió la voz, fue una verdadera tragedia. Durante el tiempo que estuvo hospitalizado, él se comunicaba por escrito con nosotros; como ya no nos podía pedir de viva voz lo que necesitaba, lo escribía, y a veces los chistes que hacía verbalmente los hacía por escrito. Ese es el origen de los poemínimos. La gran cantidad de poemínimos que conocemos se escribieron a raíz de esas hospitalizaciones y de la pérdida de la voz que sufrió Efraín Huerta.
Hay grandes teorías sobre los poemínimos. No sé si encuentres, por ejemplo, alguna relación con la antipoesía.
Pertenecen a esa misma intencionalidad poética, epigramática, con raíces en la Antigüedad clásica y es también poesía breve, memorable. Tienen una relación también con el albur. José Emilio Pacheco los describía de este modo: “Es como ver trabajar a las tejedoras de Oaxaca: no porque parezca muy fácil le sale a uno un bordado como el que ellas hacen.” Es verdad. Hay muy pocos poemínimos buenos, auténticos, que no sean de Efraín Huerta. Son una expresión popularista y muy atinada de la poesía hecha por un poeta culto con estas intenciones epigramáticas y memorables. Han salido del ámbito literario y eso a veces representa una gloria paradójica, porque se recuerdan los poemas pero se olvida el nombre del autor. Eso ha ocurrido con los poemínimos: se han vuelto parte del habla popular, de la memoria verbal de la gente. Y no solo en las conversaciones: hay una película de Alfonso Cuarón (Solo con tu pareja), donde cada sección es presentada a través de un poemínimo. Destino curioso el de una forma literaria que alcanza zonas fuera de los libros.
Supe que como parte de los festejos y conmemoraciones del centenario del nacimiento de Efraín Huerta se va a publicar una antología general. ¿Esta recopilación incluye algo de su prosa?
Originalmente iba a ser una antología general de su prosa y de su poesía, pero los editores del Fondo de Cultura Económica decidieron que lo mejor era concentrarse en la prosa; la antología la ha hecho Carlos Ulises Mata, notable ensayista. Además de esta antología de la prosa de Efraín Huerta, se hará una reedición de su poesía completa en la más o menos nueva colección Poesía. Se va a publicar también una iconografía preparada por Emiliano Delgadillo y se reeditará la antología que hace algunos años elaboró Carlos Montemayor.
¿Qué se va a recuperar de la prosa de Efraín?
Hay mucho periodismo político (un buen ejemplo es Aurora roja, la edición realizada por Guillermo Sheridan). La Universidad de Guanajuato publicó también una compilación muy extensa de la crítica cinematográfica de Huerta. Pequeños ensayos de tema literario, artículos de costumbres, intentos de prosa narrativa publicados en la revista Taller, semblanzas, comentarios de muy diversos tipos y conferencias. Parte de este material es lo que contendrá la antología.
Finalmente, ¿cómo fue la relación con Efraín en sus últimos años, cuando tú ya escribías una poesía muy distinta de la suya?
A Efraín le gustaron mucho algunos libros míos y sobre todo uno que se llama Versión. Hay una historia un poco incómoda de contar con ese libro: siendo jurado de un concurso, Efraín me quiso dar un premio por Versión, y yo por fortuna me enteré antes de que eso sucediera. Lo fui a ver a su casa y le dije: “No puedes hacer eso, nos vamos a crear cientos de enemigos.” No lo pude convencer y recurrí a los buenos oficios de mi hermana Eugenia, que es muy severa y que lo hizo desistir de su intención. Recuerdo una parte de mi conversación con Efraín mientras intentaba disuadirlo: “¿Cómo supiste que el libro era mío si estaba firmado con pseudónimo?”, le pregunté, y él me respondió: “Pues de todos los poetas concursantes solo tú usas la palabra ‘intersticios’.” Había cierta malignidad en esa broma poético-familiar. ~

sábado, 28 de junio de 2014

EMMANUEL CARBALLO, CARAY

28/Junio/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

A unos meses de la muerte de Emmanuel Carballo es claro que los 1960 fueron suyos; luego se fue retirando, aunque su figura —espectro de su función— persiste.
  
Carballo fue un crítico literario determinante. No quiso ni pudo ser un erudito —algo anticuario— como José Luis Martínez o parafraseador universal como Alfonso Reyes; cuerdamente eligió ser Emmanuel Carballo, el crítico certero y casi inmediato de una literatura en alza. 

Revisar sus textos no mostraría por qué fue tan influyente. Un futuro analista necesitaría saber que Carballo fue gestor de la Revista Mexicana de Literatura con Carlos Fuentes (de quien, sensatamente, desaprobó su segunda etapa) y de libros notables en Diógenes y Empresas Editoriales S. A. Carballo jugaba a las cartas con la literatura mexicana. 

No era profundo; era atinado. Políticamente osciló hasta sedimentar, desencantado y equivocado, en bochornoso conservadurismo. 

Tenía colmillo. Identificaba lo bien escrito. Su buen ojo daba en el clavo; sabía qué era paja y qué, oro. Por eso Carballo señaló que Octavio Paz plagiaba. 

Pero Carballo no fue crítico ejemplar. Fue mafioso y fue tanta su fidelidad a ella, que al separarse él mismo se borró de la arena. 

No fue tanto crítico o editor sino animador, provocador, juez, notario, impulsor. Podía ser periodista y promotor que indica rumbo y reconoce la obra ya hecha y pronostica grandeza o decadencia.

Carballo tuvo la suerte de poder ser zorro en época de abundancia. Pero también en un medio sin teoría o filosofía; de haberlas, Carballo no habría existido. 

Después de Carballo, otros quisieron sustituirlo: Christopher Domínguez y después, ridículamente, Rafael Lemus. Resta tras resta. Uno intentó tener el dedo de Carballo; otro, la pura mueca. Era inútil: ser Carballo después de Carballo no quiso serlo ni Carballo. 

Krauze vivió no solo de Paz y Vuelta sino de hacer una revista gracias al espectro de Carballo, pero sin tener un solo crítico con colmillo u ojo, solo queriendo imitar a Carballo diciendo “esto vale; esto, no” y no atinar. 

¿Qué autor identificó Paz? Ninguno. ¿Krauze? Menos aún, solo inflaron montón de vividores, mediocres, estilizados que hasta el día de hoy sirven de careta al gobierno en turno.

Carballo falló. Se retiró justo cuando todos aquellos que él desdeñó tomaron el poder y él, para ya no quedar totalmente excluido, prefirió no denunciar. 

Se metió a su biblioteca. Se quedó callado. Todo lo que él despreciaba se encumbró. La literatura mexicana imitó sus exactos exabruptos y le lanzó las migajas de un supuesto reconocimiento para que no volviese a desafiar nada. 

Quedan sus libros como registro del tino y dureza de sus intervenciones. Pero Carballo fue, en lo esencial, desactivado. 

Afortunadamente, no habrá más Carballos; desgraciadamente, hay muchos Carballitos.

Ana María Matute: Una vida entregada a la literatura

28/Junio/2014
Laberinto
Ana Ruiz

Cuando en 2010 ganó el Premio Cervantes, el más importante en lengua española, con- movida, Ana María Matute dijo: “He dado toda mi vida a la literatura”. No le importaba si el jurado había realizado hasta seis votaciones porque no se ponía de acuerdo en sus méritos. Ella tomó el premio como un reconocimiento a su entrega total, al esfuerzo que durante más de seis décadas —desde que tenía diecisiete años, cuando escribió su primera novela, Pequeño teatro — dedicó a la literatura. La novela tuvo que esperar once años para ser publi- cada. Sin embargo, Matute perseveró como había perseverado para salir adelante en una sociedad hostil en la que había nacido el 26 de julio de 1925.

Lectora compulsiva, amante de los autores rusos desde que se inició en los cuentos de Anton Chéjov, Matute se dio a conocer en la revista Destino publicando cuentos, a los dieciséis años. En 1948 publicó su segunda novela, Los Abel, finalista del Premio Nadal, y un año más tarde En esta tierra, censurada por el gobierno franquista y reeditada en los años noventa con el título de Luciérnagas.

Se dedicó entonces a la labor docente fuera de España, en Estados Unidos. Fue un silencio largo, pero ella mantuvo su decisión de seguir escribiendo. Publicó en los años cincuenta y sesenta novelas como Fiesta al noroeste y libros de cuentos como La pequeña vida

En los cincuenta se casó y tuvo un hijo, Juan Pablo, al que dedicó todos sus libros infantiles. El naufragio de su matrimonio la llevó a perder no solo la custodia sino la posibilidad de ver a su hijo, lo que la sumió en una primera depresión que marcaría su carácter y su personalidad.

Matute se refugió en la literatura y publicó novelas como Los soldados lloran de noche (1963) y El río (1973), y libros de cuentos como El arrepentido (1961) y El aprendiz (1972). Al rememorar sus inicios, comentaba: “La osadía que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a los fabricantes de inventos y sueños, todo eso me empujó a llevar mi primera novela a probar fortuna en una editorial. Pero mi mayor osadía era no solo llevar una novela casi adolescente a una importante editorial, sino que encima la llevaba escrita a mano, en un cuaderno escolar”. 

Matute decía que desde su primer cuento —a los cinco años— hasta su último libro, que los recoge casi todos, comprobó satisfecha que por fin el cuento había ingresado a los géneros respetados de nuestra literatura, aunque lamentó “que aún en nuestros días los cuentos de hadas sean mutilados bajo pretextos inanes de corrección política. Me estremece pensar que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no solo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco?” 

En su discurso de aceptación del Premio Cervantes, Matute no olvidó citar la dura experiencia de la Guerra Civil española, que vivió cuando tenía once años y marcó profundamente su vida y su obra: “Solo recuerdo que el mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi la muerte, cara a cara, en toda su devastación”. 

En 1984, un tanto reconciliada con su país natal, Matute recibió el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil de España por su libro Solo un pie descalzo, lo que representó su vuelta al primer podio del ruedo literario. Pero su depresión no había acabado y volvió al silencio, del que regresó en 1996 con la que se considera su gran obra, Olvidado Rey Gudú: “Gracias al Rey Gudú y a Carmen Balcells, que me animó a que terminara ese libro, volví a ser la Matute. Las depresiones son muy duras, no se sabe de dónde vienen, porque yo era muy feliz. Y el médico me dijo que la vida pasa factura. Pero la verdad es que no lo sé”. 

Había encontrado un particular método para salir de sus depresiones: la lectura, a la que dedicó la mitad de su vida. “Sin literatura no podría vivir —dijo alguna vez—. La literatura es y ha sido el faro salvador de muchas de mis tormentas”. 

En una rueda de prensa celebrada tras conocerse la decisión de otorgarle el Premio Cervantes, Matute aseguró haber vivido un estallido de felicidad al recibir la noticia y confesó que durante la noche anterior no pudo dormir por los nervios que le provocaba su candidatura. 

Matute aseguraba que “toda la música del mundo, la audible y la interna, nos la inventamos, y que quien no inventa, no vive”. Resumía su vida literaria confesando que, tras la revelación de que sería escritora gracias a una chispa azul que vio cuando partía un terrón de azúcar, comenzó a inventar: “Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que transmiten mis libros, por favor, créanselas. Créanselas porque me las he inventado”.

domingo, 22 de junio de 2014

Centenario de Dublineses: Un libro de una escrupulosa maldad

22/Junio/2014
Confabulario
Alejandro Toledo

Junio es un buen mes para celebrar a James Joyce (1882-1941). Fue en junio cuando este conoció a Nora Barnacle, la recamarera de un hotel de Dublín con la que se fugaría de Irlanda; y el Bloomsday, el día de Leopold Bloom en la novela Ulises (1922), recuerda justamente la fecha en que tuvieron su primera cita formal: el 16 de junio de 1904. Diez años más tarde de ese encuentro, en junio de 1914, publica Joyce su libro de relatos Dublineses.

Como sucede con los clavadistas en las competencias de alto nivel, título a título James Joyce irá aumentando el grado de complejidad de su narrativa. Esta arranca precisamente con Dublineses, colección de estampas sobre la vida en la ciudad construida a partir de la idea literaria de la epifanía: inesperados momentos de revelación que ocurren en lo cotidiano. Sigue con una autobiografía indirecta, Retrato del artista adolescente (1916); y el protagonista, un alter ego de Joyce llamado Stephen Dedalus, se integrará, junto con los personajes del primer libro, al elenco de Ulises, que es, como su título lo insinúa, una versión moderna de la Odisea homérica, aunque concentrada en sólo unas horas y una sola ciudad, y con una Penélope generosa de formas (como lo será también la novela) que accede sin dudarlo a los deseos más alocados de sus pretendientes.

El cuarto ejercicio narrativo de Joyce es Finnegans Wake (1939), en donde el clavadista/escritor no sólo ejecuta piruetas imposibles en el aire sino que las realiza a oscuras, en la noche de los tiempos, y logra lo inaudito: saltar desde el agua para caer de pie en la plataforma o el trampolín.

En el principio fue Dublineses, como proyecto que nace en ese año fundacional que es 1904, cuando George Russell publica a Joyce en The Irish Homestead tres cuentos de la serie, entre ellos “Eveline”… La respuesta desfavorable de los lectores interrumpe esa publicación y a partir de entonces Joyce, para seguir con las metáforas acuáticas, deberá nadar a contracorriente. Es el inicio de una década oscura, una larga pesadilla, en que estuvo a punto de ahogarse o naufragar, como se prefiera, en el río revuelto o el mar profundo de lo inédito. En 1905 entrega al editor londinense Grant Richards su libro, conformado entonces por doce relatos, lo que da inicio a un extraño conflicto a partir del rechazo del impresor por avalar algunos de los cuentos. Había una ley, entonces, que hacía recaer en los impresores la responsabilidad de lo que se publicara, por lo que la censura, o la autocensura, era férrea. Y los textos de Dublineses contenían algunos momentos que parecían problemáticos.

Joyce se defiende por correspondencia. En carta del 5 de mayo de 1906 explica a Grant Richards: “Mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí como escenario Dublín porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis. He intentado presentarla al público indiferente bajo cuatro de sus aspectos: infancia, adolescencia, madurez y vida pública. Los relatos están dispuestos en ese orden. En su mayor parte los he escrito con un estilo de escrupulosa maldad y con el convencimiento de que el hombre que se atreve a alterar, y más aún a deformar, en la presentación lo que ha visto y oído es muy audaz”.

Y sigue: “No puedo hacer más. No puedo alterar lo que he escrito. Todas esas objeciones cuyo portavoz es ahora el impresor se me ocurrieron, cuando estaba escribiendo el libro, tanto en relación con los temas de los relatos como con su tratamiento. Si les hubiera prestado oído, no hubiera escrito el libro. He llegado a la conclusión de que no puedo escribir sin ofender a algunas personas” (Cartas escogidas, pgs. 175-176).

Los retrasos ocasionados por la censura fueron a la larga benéficos, pues en el camino se agregarán “Dos galanes”, “Una pequeña nube” y, sobre todo, “Los muertos”. No obstante la desesperación de Joyce por sacar adelante Dublineses, los contratiempos darán una más lograda estructura al libro, que de haberse publicado como estaba en 1905 no tendría la grandeza que llegó a alcanzar. La introspección de Gretta Conroy, en el relato final, parece un anticipo del monólogo de Molly Bloom, como si Dublineses se hubiera convertido, mientras tanto y acaso sin sospecharlo el autor, en una primera maqueta de lo que sería, años después, Ulises.

Cuando Ezra Pound contacta a Joyce, hacia 1913, aún lo encuentra, cual Enoch Soames, penando por dar vida pública a su trabajo. Cede Pound su espacio en la revista literaria The Egoist (del 15 de enero de 1914) para presentar, bajo el título “Una historia extraña”, una carta en la que el irlandés cuenta lo ocurrido a Dublineses primero con Grant Richards y luego con los señores Maunsel, editores de su ciudad natal, que también sugirieron cambios y supresiones. Al fin el libro fue impreso por ellos, pero no distribuido; los planchas de tipografía fueron destruidas y los ejemplares llevados a la hoguera. Cierra Joyce: “Al día siguiente abandoné Irlanda, llevando conmigo una copia impresa que había obtenido del editor”.

Esta historia verdaderamente extraña concluye el 15 de junio de 1914, cuando por fin aparece Dublineses, editado no por los señores Maunsel sino por Grant Richards, quien se mostraba arrepentido por el trato dado a Joyce, cuya fortuna literaria cambia a partir de entonces: por Pound, en The Egoist empieza a aparecer de forma seriada Retrato del artista adolescente; por Pound recibe Joyce algunos apoyos económicos para dedicarse por entero a la escritura… Y es de Pound, por cierto, la primera reseña de Dublineses (The Egoist, 15 de julio de 1914), que así arranca: “Tan poco de la prosa literaria inglesa escapa al desaliño que bastaría decir ‘el libro de cuentos cortos del señor Joyce es prosa libre de desaliño’ para que el lector inteligente salga corriendo enseguida de su estudio a gastar los tres chelines y seis peniques que vale el ejemplar”.

Aún hoy, cien años más tarde, los lectores inteligentes acuden a James Joyce y sus Dublineses para aprender sobre la vida.