Julio/2012
Letras Libres
Rafael Lemus
Todavía hasta hace no mucho tiempo un escritor mexicano escribía
resignadamente para los lectores mexicanos. Se sabía que solo unas
cuantas obras literarias conseguían atravesar las fronteras del país y
que aún menos alcanzaban a dar el salto a otro idioma y, tal vez por lo
mismo, se producían libros y libros obstinados en descubrir o construir o
derruir la
identidad nacional. De dos décadas para acá, sin
embargo, es bastante más fácil rebasar los bordes de las literaturas
nacionales y circular en ámbitos más amplios. Nada más hay que ver: hoy
son legión los narradores latinoamericanos que tienen agentes y viajan a
ferias y son publicados en España y traducidos a uno y otro idioma.
Además: si son traducidos, rara vez es porque sus obras hayan tenido
cierto impacto al interior de sus literaturas locales y demanden
circular en otros sitios. Casi por el contrario: si tienen algún impacto
en su país es porque han sido editadas en un sello español o porque se
sabe que serán traducidas o porque sus autores han sido previamente
legitimados en eventos internacionales. Desde luego que los escritores
que se benefician de este orden de cosas murmuran una y otra vez que
todo se debe a su talento, como si sus obras fueran necesariamente
superiores a las de esos colegas que, pobres, no son atendidos más allá
de su país o a las de aquellos viejos que, tontos, no supieron escribir
más que en clave nacionalista. Desde luego que no es así. Si los
narradores latinoamericanos circulan hoy más que antes no es porque sean
mejores o más
universalesque los narradores
latinoamericanos del pasado sino porque, sencillamente, hoy es más fácil
andar por circuitos internacionales. Piénsese en internet y las redes
sociales. Piénsese en el alcance de las editoriales españolas. Piénsese,
sobre todo, en el presente económico: un capitalismo global que rebasa
el marco de los estados nacionales y demanda mercancías, cada vez más
mercancías, que puedan viajar ligeramente.
Ya se sabe que las
fuerzas económicas se acompañan siempre de discursos que tienden a
justificar sus prácticas. Se conoce también el gastado truco de esos
discursos: minimizar precisamente los factores económicos y explicar los
fenómenos en clave meramente simbólica. Así sucede en el ámbito
editorial: a la vez que se expande y globaliza el mercado, irrumpen
discursos que presentan el fenómeno no como resultado de ciertos
procesos económicos sino como una victoria casi espontánea del
universalismo, como una conquista del espíritu humanista. Puede verse: a
partir de los años noventa se suceden textos y manifiestos –sí: McOndo y
el Crack en el caso latinoamericano– que proclaman la extinción de las
literaturas nacionales y
el nacimiento de una literatura mundial en la que todos los escritores
participan, pretendidamente, en igualdad de circunstancias.
Pocos
entre nosotros han expuesto con más convicción este discurso que
Christopher Domínguez Michael. En un ensayo (“¿El fin de la literatura
nacional”) publicado primero en la
Nouvelle Revue Française (núm. 575, 2005)y luego en el periódico
Reforma (
El Ángel,
21 de agosto de 2005) Domínguez Michael sostiene que, gastada la
“identificación romántica entre cultura y nación”, las literaturas
nacionales están a punto de extinguirse y diluirse “en el seno de la
literatura mundial”. No cualquier
literatura mundial: una
república de las letras que, gracias a los efectos de la globalización,
es ya de veras mundial y se diría que casi idílica. Una república
democrática, sin fueros ni excepcionalidades: “Es hora de asumir que la
fiesta terminó y que el precio de haber ganado un lugar en la literatura
mundial se traduce en el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros
que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó.” Una república
igualitaria, sin centros ni periferias: “Hoy día, un escritor mexicano o
colombiano tiene la misma oportunidad sobre la tierra –para seguir
parafraseando a García Márquez– que un escritor checo o irlandés, para
insistir en otras viejas periferias que, como la latinoamericana,
acabaron por ocupar el centro.” Una república pacificada, desprovista de
tensiones poscoloniales: “Salvo en el alma envenenada de racismo
invertido de algunos profesores, no existe, ni ha existido jamás, en
México ni en el resto de América Latina, una ‘literatura postcolonial’.”
En suma, una
literatura mundial que es, curiosamente, el envés
del mundo: justa y apacible, alumbrada por “el universalismo de las
Luces” y en la que el “talento individual” termina siempre por
imponerse.
Por supuesto que hay algo de verdad en todo esto: los mitos sobre el
alma nacional han sido felizmente vapuleados y –como han mostrado Pascale Casanova, Franco Moretti y otros teóricos de la
World Literature–
los esquemas nacionales con que suelen estudiarse las literaturas no
alcanzan ya a referir los acelerados procesos de transferencia cultural
actuales. También es cierto que existe un vasto circuito internacional
de comercio de libros en el que cada vez más actores participan y para
el cual cada vez más narradores escriben. Lo que cuesta aceptar es esa
idea de que las literaturas nacionales se han extinguido cuando está
claro que los imaginarios nacionales siguen pesando, que los mercados
locales y globales se traslapan y que las obras culturales participan a
la vez, y con efectos distintos, en ámbitos locales, nacionales e
internacionales. Lo que de plano no se puede tolerar es esa noción de
que la
literatura mundiales una república justa y apacible. No:
es asimétrica y el poder y la voz están distribuidos inequitativamente.
No: es jerárquica y existen centro y periferia, literaturas mayores y
menores, idiomas más y menos atendidos, poéticas más y menos rentables.
Al final del día no existe ningún
escritor mundial.
Lo que hay son escritores plantados en un sitio u otro, afectados por
estas o aquellas ideologías, atados a un idioma, que escriben obras que
apelan a unos lectores y no a todos. Los escritores mundiales, por
tanto, deben ser
producidos –y rápidamente–. En nuestras
sociedades de consumo el mercado editorial no puede esperar a que un
autor se imponga por sí solo y traspase poco a poco sus fronteras
locales; debe
mundializar escritores cuanto antes. ¿Cómo? Por
medio de la publicidad y el espectáculo. Así: con giras de promoción,
con encuentros internacionales, con concursos literarios cuyo cometido
no es tanto reconocer el trabajo de un autor como producir capital
–capital simbólico para los nuevos y viejos autores que reciben el
premio, capital a secas para las empresas editoriales que organizan todo
el tinglado–. Además, ya creado ese escritor
mundial, es
difícil que caiga y vuelva al ámbito de donde vino. El tipo puede
perpetrar las obras más atroces y los críticos pueden cebarse casi
unánimemente contra ellas y no pasará demasiado: los dardos de los
críticos rara vez atraviesan las fronteras y apenas si pueden contra el
prestigio de una figura avalada por las grandes editoriales y los
grandes premios.
Buena parte de este espectáculo está montado, en
el caso latinoamericano, por empresas e instituciones españolas.
Tusquets, Anagrama,
Babelia, la versión en castellano de
Granta,
el Instituto Cervantes, la Casa de América. O mejor todavía:
Santillana, Planeta, Random House Mondadori. En otros tiempos uno habría
recordado que, detrás de los discursos panhispanistas formulados desde
España, suele ocultarse –como quería Fernando Ortiz– una ideología
“neoimperialista” que, a la vez que proclama la existencia de una
cultura común a todas las naciones de lengua castellana, tiende a
ocultar las radicales diferencias socioeconómicas entre España y algunos
países latinoamericanos y a justificar los intereses comerciales de las
empresas españolas en América Latina. Ahora que el orbe literario es
supuestamente amigable y los reclamos poscoloniales son solo producto de
“almas envenenadas”, al parecer no queda más opción que aplaudir y
sumarse acríticamente al espectáculo.
Uno de los trucos que más se
celebra a los escritores latinoamericanos en ese espectáculo
globalizado es desdeñar sus escenarios nacionales y ubicar sus ficciones
en la Alemania nazi o en algún rincón de Asia, “luchando –como ha
escrito Enrique Serna– contra el estigma nefando de haber nacido en la
colonia Narvarte”. Otro es escribir un español “estándar”, sin marcas
regionales, listo para ser traducido. Parecería incluso que para algunos
escritores la lengua no es ya su materia prima sino un lastre: eso que
delata un origen, eso que dificulta el libre tránsito de las mercancías.
Un último y multipremiado truco: maquilar una escritura que viaje por
todas partes y no incida en ninguna, que consienta a distintos públicos y
no afecte a ninguno; una escritura que, en vez de arrastrar esos
reclamos de reconocimiento característicos de las literaturas menores,
se crea el cuento de que ya no hay periferia y de que todos habitamos
parejamente el mundo.
Que quede claro: no se trata de tomar el
lápiz y recalcar los bordes de las literaturas nacionales, y menos
todavía de atizar el burdo nacionalismo y alentar obras folclóricas o
esencialistas. Justo lo contrario: hay que aprovechar que el campo de
acción se ha extendido y arrastrar las disputas ideológicas más allá de
las fronteras. Porque vaya que hay motivos de disputa. Porque el
escenario, aunque globalizado, sigue siendo injusto. Porque, al fin y al
cabo, esa
literatura mundial que tantos celebran no es el fin de la historia. ~