domingo, 19 de febrero de 2012

Metafísica y delirio: Jorge Cuesta

19/Febrero/2012
Jornada Semanal
RicardoVenegas

Alguna vez Jorge Cuesta se refirió a su inserción en “el grupo de forajidos”, los Contemporáneos, como “una coincidencia del destino”. Son pocos y nos parecen muchos quienes se han ocupado de esta generación de poetas que encienden la flama de la literatura mexicana: Luis Mario Schneider, Vicente Quirarte, Francisco Segovia, Miguel Capistrán y Guillermo Sheridan, entre otros. La aparición de Metafísica y delirio, el Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta (Ediciones Sin Nombre, 2011), de Evodio Escalante, marca una lectura que se suma a los más lúcidos trabajos sobre el texto más enigmático de esta generación y a la imagen del autor de más reacia clasificación; de Cuesta hay una obra inacabada y mucho por pensar y reflexionar aún.

A lo largo de las treinta y siete liras que constituyen el poema, Escalante incursiona en la vigencia de la obra cuando advierte que “los destinatarios idóneos de estas obras no son muchas veces los contemporáneos de la época en que éstas han salido a la luz, sino los escuchas de futuras generaciones que habrán de remontar con provecho las capas de incomprensión”, y en este renglón, el crítico, que ha investigado y ha macerado sus elementos, destila las similitudes del poema con Muerte sin fin, de Gorostiza: ambos se escriben en formas definitivas cultivadas en la tradición del Siglo de Oro: “En el caso de Gorostiza la silva, combinada con el romancillo y la seguidilla; en el caso de Cuesta, la lira de seis versos.” De Friederic Nietzsche al Rig Veda, Escalante busca y encuentra vasos comunicantes del poema: “¡Cuántas auroras hay que no han lucido!” La admiración del poeta por el veracruzano Salvador Díaz Mirón y sus lecturas de Heiddeger emergen, van a la superficie.

Pareciera que la obra de Cuesta –como la antología que firmara– vale lo que cuesta y habrá que invertirle tiempo y esfuerzo para alcanzar una lectura más amplia que la primera. Evodio Escalante lo confirma, pues desde uno de sus primeros textos sobre el autor del Canto (Topodrilo, uam, 1988) hasta la publicación de Metafísica y delirio, han transcurrido ya veinticuatro años. En ese –casi– cuarto de siglo, la madurez del crítico lo ha conducido a saldar una deuda que contrajo con Salazar Mallén en los años ochenta, cuando éste le preguntó: “¿Y qué opina usted del Canto a un dios mineral?”

No deja de sorprender que, pese a los problemas psiquiátricos del poeta, su hospitalización, castración y suicidio (y el terror pánico con que escribió), haya dejado en su obra crítica una colección de frases como ésta: “He aquí por qué son insuperables el diablo y la obra de arte, la revolución y la poesía. No hay poesía sino revolucionaria, no la hay sin la `colaboración del demonio´”.

Cuesta reaparece cada vez con más fuerza y Escalante lo asume en sus hallazgos: “el momento en que se funde y se hace uno con el devenir”. La piedra, el mineral, está dotado de vida y espera su lector: “El ser parlante vive en la vida de la roca.”


La universalidad de Monsiváis

19/Febrero/2012
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

En la pantalla, Groucho Marx ataviado con las ropas del Capitán Spaulding, el explorador africano, bailaba y anunciaba que tenía que retirarse de inmediato. Eran las tres de la mañana en la sala principal del National Film de Londres y todavía nos faltaban Plumas de caballo y Una noche en la ópera para terminar la sesión de all night cinema dedicada a los hermanos Marx. 1970 andaba en sus primeros pasos y Carlos Monsiváis daba clases en la Universidad de Essex. Pasaba la semana en Colchester y los viernes llegaba a nuestra casa de Paddington para cumplir nuestro programa cinematográfico y, a veces, teatral o musical.

El año y medio que Monsi vivió en Londres fue muy importante para su formación cinematográfica y para su acelerado progreso en el conocimiento y la apreciación de la poesía anglosajona. El National Film era –y es– un tesoro inagotable de historia del cine y una plataforma de lanzamiento de las nuevas cinematografías de todos los países. Vimos películas de la primera época del cine mudo. Los maestros Griffith, Vertov, Murnau, Mélies y sus alumnos llenaban la programación de los martes; los lunes se dedicaban a los cómicos. Agotamos con enorme deleite la filmografía de Chaplin, Keaton (era nuestro favorito), Lloyd, Langdon, Laurel y Hardy (guardo como oro en paño las películas de estos inolvidables anarquistas libertarios y maestros de la destrucción del orden del establishment que me hizo el favor de grabarme Manuel Puig durante su estancia en la costa de La Campania. Están dobladas al italiano. Las voces son de Sordi y de Fabrizzi). Los miércoles pertenecían a las cinematografías de Italia, Francia, Alemania, Polonia, España... Los jueves y viernes la programación se ocupaba de las novedades y el fin de semana se celebraban las sesiones del all night, que consistían en revisiones de las filmografías de grandes directores, actrices y actores. En esos formidables maratones vimos a la Garbo, a los Marx, a Lang, Lubitsch, Wajda, Von Sternberg, Wyler, el expresionismo alemán, el Kino Pravda y mi favorito: el neorrealismo italiano. Nos guiaba por los vericuetos de ese mundo la mano sabia de Monsiváis, gran especialista de la historia del cine de todos los tiempos y de todas las latitudes. Limitar su experiencia cinematográfica al fenómeno artístico mexicano es un lugar común fomentado por los nacionalistas baratos o por los que se limitan a conocer o a comentar sólo uno de los aspectos de la vida y de la obra de ese personaje genial que tenía como signo primordial su genuina universalidad. En este momento pienso en su formidable antología de la poesía mexicana del siglo XX (sobre todo en el ensayo introductorio) y en sus trabajos críticos sobre Lezama Lima, Pellicer y Lowell (ahí está el Material de Lectura de la unam que da a conocer algunos aspectos del gran poeta anglosajón). En una tertulia londinense quise poner a prueba lo que he venido llamando su universalidad y me dediqué a pasar lista de los escritores católicos franceses e ingleses. Hablé de Mauriac, Bernanos y Claudel y Carlos me interrumpió comedidamente para recordar la gran novela antifascista de Bernanos, Los grandes cementerios bajo la luna y para decir de memoria unos versos de la “Oda cuarta” del gran poeta y lamentable reaccionario que fue Claudel. Seguí hablando del cardenal Newman, de Chesterton, Belloc, Baring, Patmore, Thompson, Meynell, Greene, Waugh, y Carlos respondió con una cuartera de un soneto de Newman y me recordó a Manley Hopkins.

Así era Monsiváis, el más mexicano de nuestros universalistas, el más universal de nuestros mexicanistas.

sábado, 18 de febrero de 2012

Subrayar

18/Febrero/2012
Laberinto
David Toscana

Hace unos días volví a leer La marcha Radetzky, de Joseph Roth. Encontré varios subrayados que hice en otra época y elegí dos como mis preferidos.

“Tanto el uniforme de suboficial como el de funcionario de correos estaban colgados, uno al lado del otro, en el armario. La viuda los mantenía en constante brillo mediante alcanfor, cepillo y limpiametales […] y cada vez que el hijo abría el armario creía ver dos cadáveres de su padre”.

Una forma muy bella de resumir una existencia monótona. Sin embargo dejé dos palabras sin subrayar. Ahí donde están los puntos suspensivos, el texto dice: “Parecían momias”, lo cual me pareció que redundaba y debilitaba la idea del par de cadáveres.

Más adelante, Joseph Roth da una categórica y sencilla explicación sobre la mala literatura.

“El teniente recordó aquella noche otoñal, cuando servía en caballería, y oyó a sus espaldas los pasos de Onufrij. Recordó las novelas rosas, de ambiente militar, en unos volúmenes pequeños, encuadernados en verde, que había leído en la biblioteca del hospital. En esas novelas abundaban los fieles asistentes, campesinos toscos con un corazón de oro. Si bien el teniente Trotta carecía del menor gusto literario, y el término literatura, de oírlo casualmente, para él sólo significaba el drama Zriny de Theodor Kórner y nada más, había sentido siempre cierta aversión hacia el sentimentalismo dulzón de esas novelas y hacia sus conmovedores personajes. El teniente Trotta no poseía la experiencia suficiente para saber que también en la realidad existen toscos campesinos con un corazón de oro y que esas malas novelas contienen gran parte de verdad copiada de la vida misma, sólo que mal copiada”.

Me viene la idea de revisar todos mis libros. Elegir de cada uno mi subrayado preferido y entonces organizar un certamen personal. Ir enfrentando unos contra otros en una especie de eliminatoria hasta dar con el campeón.

Hay libros que tienen todas las páginas intactas. Hay otros, como Don Quijote o las obras completas de Dostoievski, que están rayonadas en casi cada página con la tinta roja que suelo utilizar para el caso.

De Memorias del subsuelo, van tres ejemplos: “Os juro, señores, que una conciencia demasiado lúcida es una enfermedad”, idea que se aviva algunas páginas después: “¿Qué hombre, en plena posesión de su conciencia, podría respetarse?”. O bien, “Déjenos solos, sin libros, y al punto nos perderemos, nos embrollaremos sin saber qué hacer ni qué pensar, sin saber lo que se debe amar ni lo que se debe aborrecer”.

No sé cuál ganaría la competencia, pero sin duda una de las finalistas sería aquella frase de Crimen y castigo que Raskólnikov pronuncia ante Sonia: “No me inclino ante ti, sino ante todo el dolor humano”.

Si Cristo la hubiese enunciado ante María Magdalena, yo sería cristiano. Pero mis profetas no vinieron de Israel, sino de la Rusia zarista. Eran frágiles, pecadores, borrachos. A algunos de ellos no los dejarían entrar al templo. Y sin embargo escribían mejor que el mismo dios padre.

De más “plagios” y "Letras Libres"

18/Febrero/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Un jurado otorgó a Sealtiel Alatriste el Premio Xavier Villaurrutia. Y resurgió una acusación de Guillermo Sheridan contra plagios en artículos de Alatriste. La polémica creció en internet y blogs de Letras Libres. Alatriste renunció al premio y a su puesto en la UNAM.

Algunos escritores mexicanos increpan que debido al caso Alatriste el plagio sea descalificado —vía una estética conservadora— como método literario experimental.

Pero ambos bandos —anti y pro-“plagio”— discuten como si plagio fuese lo mismo que apropiación.

El plagio literario es una operación en la que un autor toma crédito de texto ajeno. Pero no del acto de tomarlo.

Apropiación, en cambio, es la toma de un corpus textual, de la cual el apropiacionista toma crédito explícito. O implícito gracias a algún guiño o a que la frecuencia con que se apropia (íntegra o parcialmente) de obra ajena lo hace públicamente reconocido como apropiacionista.

Diferencia radical: lo que el plagio busca mostrar como Original y Propio, la apropiación desea mostrarlo como no-propio y anti-original.

¿Qué pasó en Alatriste? Plagió en artículos e hizo apropiaciones —semi-veladas— en novelas.

Curiosamente, Guillermo Sheridan y Gabriel Zaid que tanto alimentan el gang bang de Alatriste no tocan el espinoso tema de que a Octavio Paz —Ogro Filantrópico de dicha República imaginaria— se atribuye haber dicho (Ay Salazar Mallén, ay Samuel Ramos, etcétera): “No estoy en contra del plagio cuando la víctima desaparece. Ya se sabe que ‘el león se alimenta de corderos’ ”.

¿Doble moral? Por un lado denuncian los copy-pasteles de Alatriste y, por otro, evaden que su líder moral Paz practicaba la copy-posdata.

Letras Libres es incongruente: omite considerar una información —las apropiaciones de Paz y su ninguneo de fuentes empleadas— que problematiza sus argumentos recientes contra el “plagio”.

La incongruencia crece. Sheridan critica que Alatriste declare “transformar” a Wakefield de Hawthorne en su temprana novela Dreamfield (aunque los títulos mismos sugieren que el autor juega y cifra un préstamo, dato que Sheridan omite anotar).

Y —para volver esto aún más paradójico— Sheridan no quiere recordar que Paz consignó que La hija de Rappaccini, ¡también es una transformación de una narración de Hawthorne!

¿Cuál es la diferencia entre estas dos obras-hijas? ¿Por qué se condena una y se olvida otra?

Las paradojas gustan de aumentar. Sheridan acusa que Alatriste acepte que su Verdad de amor deriva de Los papeles de Aspern de Henry James.

A lo que quisiera añadir una apropiación (no confesada) y que yo quería revelar en otro momento pero —dada esta polémica— ahora señalaré: léase “Nuevo rostro”, el joven poema del Nobel Paz.

Esta obra paceana es un obvio resumen (ay Aura, ay Sheridan) de Los papeles de Aspern de Henry James.

“Soy un autor de lo lumpen”

18/Febrero/2012
Laberinto
Juan Carlos Villanueva

Enrique Bunbury es una especie de saltimbanqui de personalidades que van de lo soberbio y huraño a lo espontáneo y acogedor, una ruleta rusa que a la menor provocación, según su parecer, desata esa bestezuela que habita dentro de él. Licenciado Cantinas, su más reciente disco, explora nuevas y heredadas cadencias como el vals, el tango, la salsa y otros géneros de raíces estadunidenses.

Bunbury se ha reinventado, es padre de familia (su hija Asia Ortiz nació el 4 de febrero de 2011, cuando su pareja Jose Girl y él estaban de gira) y ahora procura usar paracaídas en sus vuelos al infierno interior. “Cuando creas canciones sueltas un grito de rabia y empiezas a analizar tus glorias y fracasos”, dice Bunbury en entrevista. “Mi vida cambió con la llegada de mi hija, cobró un nuevo significado. El miedo te hace sentir rabia, dolor y angustia. En cambio, ahora entiendo cómo el amor es liberador”.

Escuálido, irónico, con una mirada extraviada y sorbiendo té de manzanilla, Bunbury ignora una botella de Jack Daniels que coquetea junto a un tequila Don Julio. “Es importante saber controlar el deseo, el miedo y nuestros excesos”, dice. “Este negocio de la música es irónico. Me sigo sintiendo como un ente extraño, como fuera de este planeta, pero he aprendido a lidiar con mi personaje. Ya no soy el hombre que colapsaba en los tiempos del disco Freak show. Ahora me siento más concentrado y puro. No quisiera pensar en mí como un tipo adicto al ser incomprendido, a la apetencia por ser el loser. No sé, creo que mi música puede transmitir una mirada de afecto por esos personajes perdedores, pues creo que el lado oscuro del ser humano termina siendo el más apetecible e inspirador. La melancolía y lo oscuro siempre van a contar con más seguidores, pues son sentimientos que unifican, que invitan a la identificación”.

En su más reciente disco, Licenciado Cantinas, el músico nacido el 11 de agosto de 1967 descubrió lo sentimental e inspirador que puede ser cantar a Agustín Lara, o lo delicioso que es interpretar a Julio Jaramillo: “Aunque en realidad, más que a Jaramillo, prefiero recurrir a las raíces del criollismo. Por ejemplo, la canción ‘Ódiame’ tiene el impacto de las interpretaciones de Los Embajadores Criollos. Conocí esa canción por Jaramillo, pero escuchar a Los Embajadores fue algo conmovedor. Precisamente, en este disco procuré que las canciones tuvieran una instrumentación elaborada y compleja”.

Licenciado Cantinas es un puñado de canciones que Bunbury ha guardado desde hace diez años. “Recuerdo que cuando edité Flamingos (entre 2001 y 2002) pensaba lanzar este disco, pero mi sello me mantuvo en calma. Creo que ha salido en un momento más relajado de mi vida. Cuando hago un disco, considero que cada una de las canciones que interpreto y compongo se vuelven irrepetibles e inexorables, como cuando alguien se hace un concepto de ti y no hay manera de hacerle cambiar de opinión, de reescribir la historia”.

Pero Bunbury también es como ese lobo estepario que se rinde a la lujuria, a la rabia y a las perversiones, combustible de creatividad que usa como metáfora para despotricar contra la política y la estupidez social. “Me gusta ser incendiario, soy un autor de lo lumpen. Hay canciones en las que parece que hablo sobre una puta pero en realidad hablo acerca de la política. Por ejemplo, en ‘Anidando liendres’ [del disco Viaje a ninguna parte] pareciera que hablo de mis hazañas con una puta pero es una canción política y social”.

De Vietnam a Cuba, de Cuba a México, de México a España, ese fue el viaje que ha definido su carrera desde El tiempo de las cerezas (2006) hasta Hellville de luxe (2008) y Las consecuencias (2010). “Estos viajes definieron mi personalidad. Fue necesario parar un poco en 2005, con la disolución de El Huracán Ambulante, la banda que me acompañó como solista por ocho años, pues fueron momentos de locura. Necesitaba explorar esos abismos para poder visualizar un futuro profesional en el que afrontar nuevos retos. Cuando volví de Cuba decidí desintoxicarme de mí mismo y ponerme a trabajar al lado de Nacho Vegas con el álbum El tiempo de las cerezas. Ahí inició una nueva etapa en mi vida. ¿Hacia dónde voy ahora? No lo sé, mi vida se ha tornado diferente, y no dudo que mi composición haya sido afectada por tanto cambio. Definitivamente, mi disco estará condicionado por la paternidad. Creo que existe una luz de la cual puedo tomar camino. No digo que ahora vaya a ser un compositor del júbilo y gozo, sería algo muy narcisista y lo menos necesario es volverse hacia ese tipo de arte onanista”.

A Bunbury le aqueja el declive de la música. “Sé que es necesario vender para continuar con el arte, pero ¿hasta dónde se puede llegar?”, dice. “Los músicos verdaderos trabajan en cruceros. La música se ha desperdiciado en complacencias de disqueras y medios de comunicación. El mal gusto por el arte es un problema globalizado. La industria quiere hacernos clones de Ricky Martin y Juanes. Parece una norma que ahora los cantantes deban ser esbeltos, ojiazules y bien parecidos. Pero ¿dónde queda la poesía de Leonard Cohen, de Tom Waits? Lo que importa ahora es ver qué lugar ocupas en la venta de sencillos de iTunes. En cambio, aspiro a algo de poesía y belleza en mi obra”.

La última revista de los Contemporáneos

18/Febrero/2012
Laberinto
Evodio Escalante

Cobra como investigador, escribe como moralista. Y como moralista, no podía ser de otro modo, se atiene a un esquema de valores preconcebido, donde se sabe de antemano quiénes son los héroes y quiénes los villanos a los que hay que pasar a cuchillo. Todo afán histórico y documental resulta por ello un poco innecesario. En dado caso, se lo considera como un aditamento del que podría prescindirse. Es que un moralista con ideas fijas no necesita en realidad investigar: ya tiene elaborado el dictamen por anticipado. Lo anterior viene a cuento a propósito del reciente libro de Guillermo Sheridan, Malas palabras. Jorge Cuesta y la revista Examen (México, Siglo XXI, 2011). Sobra decir que el asunto es más que interesante. La revista Examen, que fundó y dirigió Jorge Cuesta en los meses finales de 1932, es —hasta donde se recuerda— la única publicación literaria del siglo XX en nuestro país sometida a los tribunales. En efecto, el propio Cuesta y Rubén Salazar Mallén, autor de la novela inédita Cariátide cuyos primeros capítulos la revista había dado a conocer, fueron llevados a juicio “como presuntos responsables del delito de ultrajes a la moral y a las buenas costumbres”, hechos tipificados por supuesto en el Código Penal. Esto a consecuencia directa de virulentos ataques que habrían aparecido en el periódico derechista Excélsior y otros medios, como El Nacional y El Universal Gráfico, que se hicieron eco de la acusación. Siempre se dijo, y Sheridan recoge en parte esta tesis, que en realidad estos ataques no estaban dirigidos tanto contra la publicación y el colectivo que la animaba sino contra Narciso Bassols, titular entonces de la Secretaría de Educación Pública y de la que eran empleados casi todos los participantes en la revista, empezando con el director, Cuesta, y siguiendo con el filósofo Samuel Ramos y los escritores Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Celestino Gorostiza y Carlos Pellicer. El séptimo implicado, Rubén Salazar, cuyo relato sería la piedra de escándalo de este sainete político-cultural, pues sus personajes harían gala de un lenguaje de crudeza tal que, señalaban los periodistas, “se resistiría a repetirlas el más soez carretonero”, no laboraba en la Secretaría.

El libro de Sheridan consta de dos partes. Se abre con un ensayo de ubicación histórica en el que se explican los pormenores, los alcances y las entrañas sórdidas de este juicio que acabó de manera prematura con la publicación, la cual tuvo que cerrar al llegar al número tres, y se sigue con un amplio dossier cronológico de documentos que ilustran la historia de su enjuiciamiento y las reacciones de quienes de algún modo se involucraron en ella. Entre estos documentos, los artículos de periódico que prendieron la chispa; los escritos del colectivo de Examen, alegando su defensa; diversos testimonios, la mayoría de ellos solidarios, que dieron su respaldo a la labor de Cuesta; cartas redactadas por los protagonistas y testigos cercanos, así como la muy extensa sentencia del licenciado Jesús Zavala, juez de la Corte Penal, quien absuelve finalmente a los acusados en un documento de cierto modo extraordinario que constituye por sí mismo casi un tratado de estética, a partir del cual sustentará la inexistencia del “cuerpo del delito” y que le servirá para decretar “la libertad por falta de méritos” tanto de Cuesta como de Salazar Mallén.

El hostigamiento, empero, no concluye con esta sentencia absolutoria. Ni tardo ni perezoso, el agente del Ministerio Público apela la resolución y como consecuencia de ello el Supremo Tribunal de Justicia expide una nueva orden de aprehensión contra los inculpados. Para no ir a dar con sus huesos a chirona, los acusados se ven obligados a solicitar un amparo. De tal suerte, el proceso, que se había iniciado los primeros días de noviembre de 1932, se retoma al comenzar el año nuevo y sólo terminará el 10 de marzo al desistirse el Ministerio Público de la acción penal obedeciendo, según consta en los documentos, instrucciones expresas del subprocurador de Justicia del Distrito Federal, el licenciado José Ángel Ceniceros.

Dibujo estos trazos para dar idea de la situación de verdadera pesadilla por la que debieron pasar los Contemporáneos involucrados en el caso y en especial Cuesta y Salazar Mallén. Los Contemporáneos, que se reunieron por primera vez en las páginas de la revista La Falange (1922-23), después en las de Ulises (1927-28), y que continuaron en las de la ecléctica Contemporáneos (1928-31), vieron tronchado lo que era acaso su proyecto más radical. Examen, como se dijo, tuvo que bajar las cortinas con su tercer número correspondiente a noviembre de 1932.

Lo que yo haría notar es que la persecución judicial no sólo interrumpió la publicación de la revista, sino que hirió de muerte interesantes proyectos editoriales que la misma anticipaba desde su segundo número. En pertinente recuadro, Ediciones de Examen, en efecto, anunciaba la aparición de seis libros que ya se encontrarían en preparación: Cariátide y Complot, novelas de Salazar Mallén; Sonetos morales, de Jorge Cuesta; Edipo, de André Gide; Tifón, de José (sic) Conrad, y Lota de loco, de Salvador Novo. El tercer y último número de Examen vuelve a insertar un recuadro anunciando estos mismos libros, y agrega, ¡a plana completa!, acaso bajo el estímulo de la publicidad que significaba el escándalo, un nuevo anuncio de la “muy próxima aparición” de la novela Cariátide, con la novedad que ésta estaría ilustrada con fotos de Manuel Álvarez Bravo y contendría un prefacio escrito por Jorge Cuesta.

Estos proyectos se disolvieron como humo en la comba celeste. Se sabe que Salazar Mallén, en un arranque depresivo o de cólera anárquica, quemó el manuscrito de Cariátide; Lota de loco y los otros libros de Gide y Conrad, tampoco aparecieron. Por su parte, Jorge Cuesta, que se suicida en 1942, muere como un escritor estrictamente inédito, sin un solo libro en su haber (salvo que se considere que él fue el autor de la célebre Antología de la poesía mexicana moderna, que él prologó y firmó, pero que en realidad fue obra del grupo).

Por si esto fuera poco, como documenta el libro, con excepción de Celestino Gorostiza, los restantes Contemporáneos, de seguro decepcionados porque Bassols no movió un dedo en su favor, acabaron por renunciar a sus puestos. En una palabra: ingresaron al desempleo.

Hasta aquí un resumen del sucedido. El problema es que, fiel a los tics ideológicos que lo acompañan desde hace años, Sheridan aprovecha su texto introductorio para exhibir una vez más la perversa conjura dizque permanente que mantendría la fabulosa Hidra de tres cabezas (de algún modo revolucionaria, nacionalista y pro-socialista) en contra del selecto grupo de escritores conocidos como los Contemporáneos. Nacionalistas versus Cosmopolitas, comprometidos versus “arte puristas”, revolucionarios versus “contemplativos” o “desinteresados”. En fin: los “malos” contra los “buenos”. Transcribo el puntual diagnóstico de Sheridan para que se vea que no hago historias: “Para 1932, el grupo de los Contemporáneos se ha desbaratado a causa de la diplomacia —que ha alejado a varios de sus miembros: Torres Bodet, Owen, González Rojo— o de las discordias internas provocadas, a veces, por la metódica adversidad que padecen desde 1925 a manos de los nacionalistas revolucionarios” (pp. 14-15, yo subrayo). Sobre este tinglado se desarrolla esta pieza argumental de un simplismo maniqueo.

Maniqueo y a la letra inexacto. Es cierto que a consecuencias de este episodio judicial Cuesta llega a expresar en carta a Ortiz de Montellano que él y sus amigos de Contemporáneos se habrían convertido, y no sólo de modo metafórico, en expulsados y perseguidos por la justicia. La frase me sigue produciendo escalofríos. Fue, en un momento dado, la pura verdad del grupo. Pero de ahí a pretender que los nacionalistas en bloque habrían embestido a los Contemporáneos, como pretende Sheridan, hay una distancia enorme. Que el propio dossier del libro permite desmentir. ¿Cómo reacciona la clase intelectual mexicana? Fuera del caso notable de Ermilo Abreu Gómez, antiguo colaborador por cierto de la revista Contemporáneos, y, si se puede incluir en ella a los redactores del periódico El Machete (órgano del Partido Comunista de México), las evidencias documentales muestran de modo apabullante que ésta se pronunció en favor de la libertad de expresión y en contra del enjuiciamiento de la revista. Los dos textos de Abreu Gómez, citados por Sheridan pero no incluidos en la recopilación, son en realidad alegatos de crítica literaria, ajenos del todo a este asunto de carácter penal. Uno de ellos contiene ataques fuertes contra los vanguardistas, a los que tacha de miedosos, impotentes y afeminados, y el otro deplora las “páginas procaces” que ciertos narradores utilizarían en busca de “un realismo trasnochado”, en probable alusión a Salazar Mallén. Lo notable, en dado caso, según mi parecer, es que el beligerante Abreu se abstiene de intervenir en la discusión provocada por la consignación de Examen.

El Machete, como documenta Sheridan, reacciona en contra de la publicación. Pero no se ocupa de Cuesta ni de sus colegas de la Secretaría, a los que nunca menciona por su nombre, sino de los narradores que quieren quedar bien con la burguesía “a costillas de nuestro partido”. Reacción entendible: Salazar Mallén, militante fugaz del comunismo, abjura de él para terminar abrazando la causa de los nacional-socialistas. En 1932 es solamente un “renegado”. La jerga violenta de Cariátide tenía como objetivo evidente ridiculizar el lenguaje con el que se expresaban los comunistas de la época.

Investigador en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, y auxiliado para redactar su libro por un equipo del que forman parte Maribel Torre, Maribel de la Fuente y Karina Hidalgo Baeza, Sheridan falla en su inquisición documental al no registrar que en un número siguiente de El Machete los comunistas vuelven sobre el asunto.

Fuera de estos dos casos, y de las notas periodísticas de los diarios “en campaña”, el resto de la documentación, en tanto que la suscriben escritores e intelectuales reconocidos en el medio, opera de modo invariable (con la sola excepción de Rafael López) en favor de la revista y la libertad de expresión. Incluyo por supuesto a revolucionarios, nacionalistas, pro-socialistas y hasta personas que en alguna época fueron cercanas al estridentismo. Menciono en primer lugar a quienes se solidarizan con Examen desde las páginas mismas de la revista. Están ahí, en su orden de aparición, los testimonios de Alejandro Quijano, Genaro Fernández MacGregor, Enrique Munguía (estos tres primeros, miembros de la Academia Mexicana de la Lengua), Xavier Icaza, Luis Chico Goerne, Mariano Azuela, Enrique González Martínez, Bernardo Ortiz de Montellano, Julio Torri y Eduardo Colín. La nota disidente la da el muy breve testimonio (un párrafo de siete renglones) del poeta y traductor Rafael López, colocado al final, a quien le parece escandaloso el lenguaje utilizado en la novela de marras. Rafael López, debo agregar, había sido celebrado años antes por los estridentistas cuando rechazó una invitación a ingresar a la Academia de la Lengua.

Utilizando las páginas de diversas publicaciones, se solidarizaron igualmente Gustavo Ortiz Hernán (escritor nacionalista y autor de Chimeneas, una novela “proletaria”), Baltazar Dromundo (intelectual comunista), Alejandro Núñez Alonso (con tres artículos), Camilo Carrancá y Trujillo y, por si esto pareciera poco, el Bloque de Obreros Intelectuales de México (BOI), de clara filiación izquierdizante, y responsable de la publicación de la revista Crisol. En la nota de presentación del texto de Carrancá y Trujillo, Guillermo Sheridan afirma con todas sus letras: “Ni Crisol ni el BOI, vale señalarlo, simpatizaban con los Contemporáneos. De tendencia nacionalista, antiimperialista, anticlerical, procallista y proletaria, el BOI y su revista se proponían como instrumentos para apreciar la ideología de la Revolución y trasladarla a las artes, las letras y las humanidades”.

Como afirmación general, y sólo como afirmación general, esto puede valer. Lo notable del asunto, que Sheridan trata de soslayar, es que a pesar de no simpatizar con los Contemporáneos, los del BOI deciden intervenir… ¡manifestando su solidaridad con la sentencia exculpatoria del juez Jesús Zavala! ¿No resulta de llamar la atención?

Es igualmente el caso de Gustavo Ortiz Hernán y de Xavier Icaza. El primero, miembro del grupo de los Agoristas, acepta que se puede condenar a Salazar Mallén por su “mal gusto”, pero que proceder contra Examen sería el equivalente a querer quemar las efigies de Cervantes, de Guzmán de Alfarache y de Rabelais juntos. Icaza, abogado, escritor y político de izquierda, cercano en una época a los estridentistas, afirma que “el escándalo hecho alrededor de Examen es absurdo”. Con las limitaciones que pudiera tener, la revista de Cuesta es, al parecer de Icaza, “el índice de nuestra más refinada y avanzada cultura, como lo fueron la Revista Azul, Revista Moderna, La Nave, México Moderno, Pegaso, Ulises, Contemporáneos…”.

¿Dónde quedó la tan traída y llevada conjura de los nacionalistas y los izquierdistas en contra de los Contemporáneos? A estas alturas, ya podemos ver que se trata de un cliché que no resiste una confrontación con la realidad.

Ya que mencioné a Icaza, de cuya interesante novela Panchito Chapopote, por cierto, me ocupo en una sección de mi libro Elevación y caída del estridentismo (2002), debo afirmar que Sheridan no ha leído este relato. ¿Cómo saberlo? Muy fácil. Porque sostiene en la nota respectiva que Panchito Chapopote es “una novela de la especie ‘petrolera’, familia de la novela fabril del género novela de la Revolución”. ¿Novela fabril? Me restriego los ojos.
El texto refiere la vida de un campesino pobre e ingenuo que es timado por los abogados de las compañías petroleras, todas ellas extranjeras, que le compran sus tierras a precios de bicoca. Hay chapopoteras, eso sí, pero a ras de suelo, en el campo. Jamás aparece una sola fábrica o un solo obrero en la narración. En este punto Sheridan habla, como luego se dice, por boca de ganso.1

Los apoyos de los consagrados Enrique González Martínez y Mariano Azuela (una de cuyas novelas fue reseñada en Examen) podrían ser materia para extenderse. Aunque me ahorro estas explicaciones, debo mencionar que a la compilación de Sheridan le faltó incorporar un breve texto ¡redactado por comunistas!: el de Ruta (marzo de 1933) que publicaba en Xalapa el grupo Noviembre, en el que participaban José Mancisidor, Miguel Bustos Cerecedo y el entonces escritor ex-estridentista Germán List Arzubide, quien acababa de renegar de la vanguardia de Maples Arce para incorporarse de lleno a las filas del leninismo. Desde su trinchera marxista, los redactores deploran el carácter formal y engañoso de las libertades burguesas y así sea de modo oblicuo se ponen de parte de los censurados.

Dejo para el final la nota de color. Guillermo Sheridan formula en el arranque mismo de su texto introductorio una hipótesis estrafalaria, basada en “decires” o “rumores” que no resisten una prueba objetiva: que el verdadero motivo del escándalo que acabó con la revista de Cuesta no habían sido las “palabrotas” empleadas por Salazar Mallén, sino un ensayo de Samuel Ramos acerca del “pelado” y la identidad nacional. Transcribo sus razones que son una delicia en el arte mexicano de “ningunear” (es obvio que Sheridan detesta a RSM y que intenta a toda costa disminuirlo): “La revista había publicado ‘Psicoanálisis del mexicano’ de Samuel Ramos, oficial mayor de Bassols, un ensayo que, al parecer del periódico, ofendía al pueblo. Esta ‘ofensa’ —compartida por la izquierda y, sobre todo, por el ‘jefe máximo de la Revolución’ Plutarco Elías Calles— sería la verdadera razón del ataque. […] Sin embargo, a Excélsior le resultó más práctico y mucho más redituable para efecto del escándalo atacar por el lado de los ‘ultrajes a la moral pública’ ”.

¿Será verdad tanta belleza? ¿Y de dónde saca el investigador que la izquierda estaba ofendida? La débâcle de Examen, como se ha visto, también implicó la ruina de un proyecto editorial que incluía un libro de sonetos de Cuesta y dos novelas de Salazar Mallén, entre ellas justamente Cariátide. Ramos, en cambio, apenas dos años después, en 1934, da a las prensas su hoy célebre Perfil del hombre y la cultura en México, en el que recoge esos adelantos que habían aparecido en la revista, y no se sabe que nadie se haya desgarrado las vestiduras por su publicación. ¡Tan fácil que hubiera sido (seguía siendo en la época de Calles) censurar el libro de Ramos!

Más de veinte años después, lo añado a manera de colofón, Salazar Mallén publicó por fin la novela abortada, Cariátide, aunque con otro título: Camaradas (primera edición, Revista Metáfora, 1959; segunda, Editorial Jus, 1974). Explica el autor en nota preliminar: “Camaradas es una reducción muy estricta, hecha casi de memoria sobre unos fragmentos del original, de mi novela Cariátide, cuyos primeros capítulos vieron la luz en 1932 en la revista Examen”.

Creo que de momento no tengo más que decir.

1 El ganso, no me cuesta trabajo señalarlo, es Christopher Domínguez Michael, quien en su Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, t. I, sostiene que con Panchito Chapopote “se intentaba, a la manera de la novela-como-fábrica de los soviéticos, poner la literatura al servicio del proletariado militante (sic)”. En consecuencia, la clasifica como ¡novela proletaria! (p. 59).



Una mirada de lince

Ahora debo intentar el elogio del moralista. Del mismo modo que deploro la victimización a priori de los Contemporáneos, la manipulación de datos y documentos, y los muchas veces arbitrarios juicios de valor que prodiga Guillermo Sheridan en sus libros de corte académico como Los Contemporáneos ayer (1985), México en 1932: la polémica nacionalista (1999) y Malas palabras. Jorge Cuesta y la revista Examen (2011), tengo que alabar sin reservas su mirada de lince para detectar a los actuales prevaricadores y sepulcros blanqueados de nuestra literatura. Sus señalamientos sobre los plagios cometidos por contertulios que se pavonean de tener una obra en nuestra pintoresca República de las Letras, incluyendo por supuesto el caso reciente de Sealtiel Alatriste, merecen aplauso y solidaridad consecuente. Sheridan ha visto la viga hundida en el estercolero, y ha tenido el valor de denunciarlo.

Recuerdo de Julián Meza

18/Febrero/2012
Laberinto
José María Espinasa

Julián Meza fue un gran amigo. Eso lo dicen incluso quienes se peleaban a tiro por viaje con él. Cuando lo conocí, hacia finales de los años setenta, venía de un prometedor inicio como novelista —había ganado, creo, una mención, en algún concurso, con la que sería su primera novela, El libro del desamor— y una militancia política más o menos a la izquierda de la izquierda, en el maoísmo de la época. De ambas cosas renegaba ya, ejercía una implacable crítica del dogma reflexivo y perseguía los ejemplares de la mencionada novela en las librerías de viejo para hacerlos desaparecer. Sin embargo, tanto el interés por el discurso político, un género de la ficción apasionante para él, como por la narrativa, que practicaría con singular éxito en textos como Un famélico en busca de salvación, La feria de los lacayos y La saga del conejo, no decaería nunca.

A principios de los años setenta vivió en Francia y adquirió un sólido conocimiento de su cultura y su realidad intelectual. Su perfil era, al menos por esa época, claramente afrancesado, sólo que resultaba extraño en esos años, cuando se prestaba cada vez menos atención al pensamiento galo, que parecía haberse detenido (para nosotros) en Lacan y Foucault, apenas con un poquito de Deleuze. En cambio, Julián nos hablaba de pensadores marxistas antidogmáticos y heterodoxos, como Claude Lefort y Cornelius Castoriadis, Kostas Papaioannou y Kostas Alexos. También de Cioran y la deslumbrante lucidez de un rumano —un bárbaro— que escribió en el mejor francés del siglo XX. La mirada de Julián era implacable y apenas sentía que un autor estaba ingresando en el discurso dominante lo abandonaba, no sin antes someterlo a una crítica feroz.

Ya hacia finales de los años setenta, o tal vez a principios de los ochenta, Julián regresó a México como abanderado de los nuevos filósofos franceses, luego de una breve “militancia” en la antipsiquiatría. Sus detractores lo llamaban Julián Mezá con afectado acento. Y sus amigos recogimos el mote con afán festivo justo cuando él ya se alejaba de los tópicos de esa nada nueva filosofía y regresaba desde otro ángulo a los maestros pensadores que tanto combatía. Julián descubría, además, a los escritores del Este, no sólo a Milán Kundera, y le hablaba de ellos a quien se dejara. Su curiosidad intelectual no se quedaba quieta y buscaba compartir aquellos autores que lo deslumbraban, lejos de guardarlos para consumo propio, como es común en la cultura mexicana. Nunca tuvo ambiciones de propietario, mucho menos de terrateniente intelectual. Si la labor de lectura define a un escritor, a Julián le quedaba el mote: era ante todo un lector.

Esa actitud tan vital y admirable fue, sin embargo, la que lo fue apartando de los círculos del poder literario. Si era reactivo ante todo poder ejercido es natural que a los poderes de facto, así fueran los literarios, les resultara incómodo. Esa lejanía no trajo como consecuencia una soledad en el medio intelectual, sino que se rodeó de amigos y terminó siendo más bien un escritor de mi generación, veinte años más joven, que de la suya. Por eso no me sorprendía escuchar la admiración que sentían por él sus alumnos en el ITAM, y de la claridad con la que exponía y comentaba los textos de su lectura más fiel y apasionada: Jorge Luis Borges. Sí me sorprendía, en cambio, ver que no sólo su literatura sino el propio escritor argentino, cuya persona cansada y cancina era la antítesis de Julián, le resultara tan apasionante.

Solía reunirse a comer o a cenar —era también un entusiasta del buen comer— alrededor de platillos cocinados por él mismo o por amigos, y aderezados con buenos y abundantes vinos. No pocas de esas reuniones terminaban como el rosario de la aurora. Para reencontrarse uno o dos días después como si nada hubiera pasado. Nunca se dejó contaminar por el rencor y el resentimiento. Siempre pensamos que el hígado acabaría pasándole la factura, y sin embargo fue un cáncer de pulmón el que acabó llevándoselo. Dejo aquí también constancia de otra condición extraña y entrañable de Julián: sabía ser también amigo de las mujeres, no sólo admirarlas sino tratarlas con cariño, ser receptivo a sensibilidades que a una cultura inevitablemente sexista le eran ajenas.

En los años ochenta, cuando fui editor de las publicaciones de la UAM en Difusión Cultural, literalmente lo obligué a recoger de revistas y suplementos sus textos y así armar Cándidos y tartufos, un libro excepcional que recoge sus pasos críticos antes mencionados. Con ese libro tuve el privilegio de iniciar una colaboración editorial que me llevó a publicarle cuatro libros más, incluida la reedición de Cándidos y tartufos, ya en Ediciones Sin Nombre, y a formar parte del selecto grupo de editores que fuimos además sus amigos: Joaquín Diez Canedo (Joaquín Mortiz y Fondo de Cultura Económica), Jesús Anaya (Planeta), Diego García Elío (El Equilibrista), Carlos González Manterola (Espejo de Obsidiana), Ana María Jaramillo (Ediciones Sin Nombre) y otros que se me escapan.

Hasta hace unos días seguíamos hablando con él de proyectos editoriales, la publicación de Sicilia, la piedra negra —que se había editado en España pero que prácticamente no había circulado en México—, un libro sobre Grecia que estaba por terminar, antologías sobre Blanchot, sobre Lefort, sobre Edgar Morin, una de sus últimas pasiones, conversaciones condimentadas por comentarios sobre nuestra triste realidad política y económica rematadas por las carcajadas escépticas que le fueron tan cercanas. Regresábamos a veces a Bataille o a Cioran. El talento de Julián como escritor está en su capacidad para volver el insulto un arte —como hizo en sus bestiarios—, pero también en su capacidad para elogiar sin reticencias, para celebrar en el sentido más pleno de la palabra, tal como celebró la vida.

Desacralizar los Premios

18/Febrero/2012
Laberinto
Armando González Torres

Solemos profesar un culto ingenuo al Premio como un indicador de prestigios infalibles que legitima nuestro gusto en arte y literatura. En realidad, esta fe animista en el premio es profusamente manipulada por los mercaderes contemporáneos de la fama (véase a James English en su The economy of prestige…) y, por ejemplo, en el mercado editorial el premio generalmente funciona como un instrumento mercadotécnico no para reconocer, sino para producir mérito y conferir valor agregado al producto. Se supone que, precisamente para contrarrestar la lógica comercial, existen premios literarios institucionales, en los que se honra el mérito mediante el juicio de los pares. En México, el Xavier Villaurrutia, de “escritores para escritores”, es uno de los más prestigiados. Por supuesto, no es inmune a críticas y un vistazo a su historial muestra la huella de forcejeos entre grupos de poder literarios. Pero nunca, como cuando se le dio a Sealtiel Alatriste, había despertado tal polémica. ¿Por qué? Al menos uno de los jurados, Ignacio Solares, tenía vínculos amistosos y laborales con el premiado y, por ende, un conflicto de intereses. Además, existían cuestionamientos previos y fundados sobre la legitimidad como escritor del premiado (los plagios demostrados y confirmados por su patética defensa de una “poética” basada en reproducir fragmentos de otras obras como “homenaje”).

Gracias a la presión social, el Sr. Alatriste ya se separó de un puesto altamente simbólico en la UNAM y ya renunció a que su singular concepción de la intertextualidad y el homenaje fuera premiada con el Villaurrutia. De cualquier modo, el mundo de las letras tiende a ser fagocitado por muchos Alatristes que buscan imponer los fueros obtenidos en otras esferas y aspiran a obtener reconocimiento literario por una vía más expedita que el aburrido oficio de escribir. A ésos habría que cerrarles el paso a los reconocimientos que se pretendan serios, y, sobre todo, que impliquen recursos públicos (las editoriales comerciales están en su derecho de invertir en crear genios semestrales y el consumidor está en su derecho de creerles). Para ello, simplemente hay que introducir un poco de transparencia y sentido común en la deliberación de los premios institucionales. Prácticas como, entre otras, transparentar la relación laboral o familiar de jurados y candidatos; solicitar requisitos mínimos de trayectoria a un ganador y subir a internet la lista completa de obras que fungieron como candidatas y la versión estenográfica de la deliberación brindarían elementos de juicio al público y ayudarían a limitar la impunidad. Nada garantiza que los premios sean incontrovertibles, con todo, disminuir la sacralidad-opacidad que los rodea y exponerlos a un mayor escrutinio al menos haría más difícil materializar la propensión de muchos a traducir poder burocrático en prestigio literario y a figurar como autores sin escribir o, peor, apropiándose de textos de otros.