sábado, 27 de agosto de 2011

Estirpe de novelistas

27/Agosto/2011
Babelia
Carlos Fuentes

Cristóbal Colón vio las sirenas del Caribe en 1495 aunque dice que "no eran tan hermosas como las pintan". En cambio, Diego de Rosales las ve "bien agestadas, con cabezas y crines largas" y al zambullir, noté "cola y espaldas de pescado". Fernández de Oviedo abunda en la descripción de maravillas. Tiburones "que tienen el miembro viril o generativo... cada uno tan largo como desde el codo... a la punta mayor del dedo de la mano". Las sorpresas abundan en estas primeras Crónicas del Nuevo Mundo. Cocuyos que iluminan las noches. Tortugas con nidadas de mil huevos. Perlas negras. Salamandras ardientes y frías a la vez. Es la noche de la iguana, exclamó Cieza de León.

Europa necesitaba un mundo nuevo que colmara sus ansias de fantasía. Pero si la narrativa de las Américas se inicia con la imaginación mítica, Bernal Díaz del Castillo pronto la ubica en la conquista épica. Su Conquista de la Nueva España se inicia con acento mítico: México-Tenochtitlán se parece a "los encantamientos... en el libro de Amadís". Pronto, el asombro del descubrimiento es vencido por el clamor de la conquista. Una victoria llena de dudas, pues Bernal nos describe la destrucción de un mundo al que ama por otro mundo al que obedece. Su libro es la memoria de la juventud de un hombre maduro, olvidado y ciego. El mito ya es épica.

Ambos -mito y épica- serán silenciados por las prohibiciones de la Corona. La "historia oficial" sustituye a la imaginación épica mítica y la obligación de los súbditos del rey es callar y obedecer, dice el virrey de México, marqués de Croix. Sólo que junto con los "libros de los valientes", descubridores y conquistadores, llegaron las ideas de la época, secretas a veces, creciendo a pasos largos y lentos. La idea de América coincide con la Utopía de Tomás Moro, que Vasco de Quiroga quería recrear en Michoacán. Coincide con El príncipe de Maquiavelo, que parecería el abecedario de los conquistadores: no digas, haz. La descendencia literaria de Maquiavelo se encuentra en el Tirano Banderas de Valle-Inclán, los Archivos de Gallegos, el Pedro Páramo de Rulfo, el patriarca de García Márquez y, en su versión moribunda y final, en el Trujillo de Vargas Llosa. Genio y figura hasta la sepultura.

Menos obvia, más profunda, es la herencia erasmista en América. Visible en la arquitectura colonial de Aleijadinho en Ouro Preto o de Kondori en el Alto Perú, es en la poesía de sor Juana Inés de la Cruz donde la influencia erasmista es más cierta:

En dos partes dividida

tengo el alma en confusión:

una, esclava a la pasión,

y otra, a la razón medida.

¿Pasión? ¿Razón? ¿En dónde estaba entonces la fe? Si en estas condiciones el cuestionamiento propio de la novela no era posible, sí lo fue la historia que empiezan a contar, con definiciones nacionales, Clavijero en México y Molina en Chile, jesuitas expulsados de los reinos que para ellos ya eran naciones distintas de España. Es natural que a partir de las guerras de independencia (1810-1821) los historiadores se encargaran de decir lo no dicho: Lastarria y Bilbao en Chile, Mora en México y, sobre todo, Andrés Bello, el venezolano aclimatado en Chile y fundador de su Universidad, y Domingo Faustino Sarmiento, cuyo Facundo es, acaso, el libro definitivo del siglo XIX latinoamericano. Sarmiento consagra la confusión de géneros (como El Quijote): es biografía, geografía, historia, política.

La novela de la independencia la inaugura el mexicano Fernández de Lizardi con El periquillo sarniento (1816) y prolongan el género varios escritores sumamente influidos por el romanticismo, el realismo y, al cabo, el naturalismo europeos. La gran excepción se da en Brasil y se llama Joaquim Maria Machado de Assis, cuyo Blas Cubas (1881) recupera la tradición cervantina de la mezcla de géneros, el humor, el héroe menor, las ilusiones y el engaño, así como la crítica del libro dentro del libro y el cuestionamiento de la autoría.

La novela realista y documental aún tendrá momentos importantes en la obra de Rómulo Gallegos y en los novelistas de la revolución mexicana. Pero dos de estos, Agustín Yáñez y Juan Rulfo, habrían de cerrar el ciclo con obras que a un tiempo tratan de un tiempo histórico (la revolución mexicana) y la trascienden con, más que, aunque también, la novedad del estilo, la estructura y la intención. Al filo del agua y Pedro Páramo cierran un capítulo temático (la revolución), pero abren un capítulo de la escritura como arriesgada búsqueda de lo no dicho antes. Así, la historia que nos contaron en el siglo XIX se convierte en la historia que nadie había contado antes: la pasión de Pedro Páramo por Susana San Juan, la soledad inmensa de los pueblos de Yáñez, la duda acerca del tema fundador: ¿quién es mi padre, quiénes son mis madres?

El heredero mayor de Machado de Assis es Jorge Luis Borges, quien da el paso de más. El universo aspira a la totalidad pero sólo lo explica la excepción. El Aleph es todos los espacios. Funes es todas las memorias, y la Historia universal de la infamia es todas las historias. Sólo que cada "absoluto" borgiano es vencido desde adentro por un amo personal (Beatriz Viterbo en El Aleph), por una disminución del absoluto (Funes) o por la particularidad excéntrica (La infamia). Al cabo, en Pierre Menard, Borges reescribe El Quijote, línea por línea, palabra por palabra. Sólo que la intención es distinta.

Más corrosivos, más libres, en cierto modo, del juego borgiano son Juan Carlos Onetti y Julio Cortázar. Onetti, en La vida breve, triplica al protagonista sin perder la diferencia entre los tres. Y Cortázar, en Rayuela y en sus cuentos, sólo emplea la diferencia entre las dos orillas (Europa-Argentina) para indicar, al revés de Borges, la universalidad de la diferencia. Los tiempos simultáneos de una operación quirúrgica hoy y de un sacrificio ayer nos hablan de este acierto cortazariano: lo diferente puede ser simultáneo o al revés.

Hablo aquí de los contemporáneos de Borges. Bioy Casares y José Bianco, pero sobre todo de sus descendientes, Tomás Eloy Martínez, Sylvia Iparraguirre, Ricardo Piglia, Luisa Valenzuela y Matilde Sánchez. La literatura más variada y fervorosa de la América española es la argentina. La más sui géneris (como el país mismo) es la chilena. País de poetas (Neruda, Huidobro, Mistral, Parra), la narrativa moderna arranca con José Donoso y Jorge Edwards y prosigue hoy con Isabel Allende, Arturo Fontaine, Antonio Skármeta, Sergio Missana, en tanto que en Perú, después de la gran obra de Mario Vargas Llosa, que va de La ciudad y los perros a El sueño del celta, se refundan los derechos no sólo de la imaginación, sino de la expansión, simultaneidad y precipicios de la lengua. Santiago Roncagliolo es un ejemplo.

Más arduo ha sido el problema de los jóvenes novelistas de Colombia. García Márquez es, a un tiempo, referencia, calidad y estorbo. Lo significativo de Gabo es que con Cien años de soledad recogió las grandes tradiciones de la selva y el campo para transformarlas en una narrativa doble, que por el hecho de serlo, disminuye a las anteriores. Porque el secreto de Cien años de soledad es su doble narración. Los Buendía son objeto de una primera narración que resulta, al cabo, ser la falsa narración del verdadero narrador, el taumaturgo gitano Melquíades, anuncio, en sí, de una serie de narraciones continuas anteriores, imaginables, imposibles, olvidadas y deseadas.

Heredar semejante excelencia es el problema de Santiago Gamboa y de Juan Gabriel Vásquez. Ambos superan la tradición, claro está, con nueva creación. El síndrome de Ulises de Gamboa o Historia secreta de Costaguana de Vásquez no niegan lo que heredan, pero saben que el parricidio puede ser un renacimiento.

La literatura mexicana, superada la fatalidad agraria por el arte de Yáñez y Rulfo, se ha centrado en la vida urbana (Villoro, Enrigue) aunque también en el pasado como memoria de la actualidad (Solares, Celorio, Lara Zavala). El punto de renovación, sin embargo, fue el Farabeuf o la crónica de un instante (1965) de Salvador Elizondo, antecedente extremo de una imaginación tan liberada que ella misma es su única frontera. Las "prohibiciones" nacionalistas del pasado fueron superadas, pos-Elizondo, por el grupo autodenominado El Crack y su compañero Xavier Velasco. La literatura escrita por mujeres (que no literatura femenina) ha acompasado este cambio.

Regreso adonde empecé: el Caribe, cuna de nuestra cultura. Son dos de sus novelistas mayores en castellano, ya que el Caribe es región de muchas lenguas y muchos perfiles. Del Caribe son William Faulkner y Jean Rhys, Édouard Glissant, Saint-John Perse, Derek Walcott y Aimé Césaire. También, y cubanos, Alejo Carpentier y José Lezama Lima.

Lezama, poeta (Enemigo rumor, 1941) y ensayista (La expresión americana, 1957), escribió una de las más difíciles y complejas novelas latinoamericanas, Paradiso (1966). Hablo de ella por muchos motivos. La riqueza del lenguaje, las formas proteicas del libro, su atrevimiento mayúsculo en todo lo necesario para crear la obra mayor del barroco literario latinoamericano. Se recomienda leer primero a Luis de Góngora y Argote ("no puede durar el mundo... que suena a vidrio quebrado y que ha de romperse presto") y un poco a Francisco de Quevedo ("abuelo de los dinamiteros", según César Vallejo). Dura el mundo sin embargo, a pesar de los dinamiteros y el vidrio quebrado. ¿Hermético, metafórico, neoplatónico? Lezama descubre sus propias claves, y las nuestras, en un ensayo fundador de nuestra cultura, La expresión americana, donde todo lo que parecía lugar común reaparece como luminoso renacimiento: la cultura como destino porque tiene orígenes, la literatura como alusión de la realidad, la imagen como relación. Todo lo que creíamos saber de la América española, nos pide Lezama, debemos repensarlo y aun así no lo conoceremos del todo, jamás.

El otro gran cubano es Alejo Carpentier. Como Lezama, Carpentier redescubre un mundo nuestro. Lo coloca en la historia (Guerra del tiempo, El siglo de las luces), en el drama político (El acoso), en la imaginación de las culturas (El reino de este mundo), en la parodia voluntaria (Concierto barroco) y en un audaz remontarse al origen de la vida en Los pasos perdidos. Quizás ésta sea la novela clave para entender la obra de Carpentier. Una novela contiene a todas las novelas porque toda literatura, aunque no lo sepa, es idéntica a su origen más remoto. Y éste, en Los pasos perdidos, es el primer fuego en la montaña, la primera palabra en la selva, el primer baile ceremonial para celebrar el origen (siendo el origen sin saberlo). Majestuosas creaciones literarias las de Carpentier. La negra magia religiosa de Ti Noel. La magia negra política de Víctor Hugues. El derecho a la resurrección en Guerra del tiempo. El derecho al amor de Sofía y Esteban del narrador y la narrada en Los pasos perdidos. La soledad del perseguido acompañado sólo por la música de Beethoven en su acoso. Y un poder solitario, resuelto por un dictador latinoamericano que en su apartamento parisiense necesita unas palmeras y un perico para sentirse "en casa" (El recurso del método).

Incluyo en este libro a dos autores que parecerían (y son) atípicos. La brasileña Nélida Piñon, porque es gallega de origen y más cercana a este volumen que sus grandes antecedentes Jorge Amado, Clarice Lispector y João Guimãraes Rosa. No nos entenderíamos sin Brasil y Brasil no se entendería sin nosotros. Por eso, además, de Nélida, hablo en este libro de Aleijadinho y de Machado de Assis, y en cuanto a Juan Goytisolo, si escribe en castellano, habla también en hebreo y árabe. Ateo de cultura cristiana y heredero, nolens volens, de Grecia y Roma. Es nuestro porque señala como nadie nuestra heredad, en este volumen evocada.

Canon siglo XX

- El Aleph

Jorge Luis Borges

- Los pasos perdidos

Alejo Carpentier

- Rayuela

Julio Cortázar

- Cien años de soledad

Gabriel García Márquez

- Paradiso

José Lezama Lima

- La vida breve

Juan Carlos Onetti

- Noticias del imperio

Fernando del Paso

- Yo el supremo

Augusto Roa Bastos

-Pedro Páramo

Juan Rulfo

-Conversación en La Catedral

Mario Vargas Llosa

-Santa Evita

Tomás Eloy Martínez

Canon siglo XXI

-Historia secreta de Costaguana

Juan Gabriel Vásquez

- En busca de Klingsor

Jorge Volpi

-Oír su voz

Arturo Fontaine

-El desierto

Carlos Franz

- Las muertes paralelas

Sergio Missana

-Amphitryon

Ignacio Padilla

-El síndrome de Ulises

Santiago Gamboa

-Abril rojo

Santiago Roncagliolo



Sabato vs Borges

27/Agosto/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Recapitulemos el primer cuarto de siglo sin Borges y los primeros meses sin Ernesto Sabato.

Retomo el reproche que Sabato hacía a Borges: ser un ejecutante de literatura reducida a juego de salón, una mofa que también —en clave— usó contra Cortázar y su “novela-Lotería” (Rayuela), cuyos capítulos se leían, decía, según el orden dictado por el sorteo de la semana.

Siempre he creído que Borges y Sabato son el resultado de la fragmentación de lo que el escritor argentino pudo ser; al no conseguirlo, se subdividió en dos.

Por un lado, el máximo (y mero) literato: B.; y, por otro, el escritor visionario venido a menos (romántico retro): S.

Cortázar es el mejor escritor argentino que podía darse en el contexto de la imposibilidad de un escritor que fuese Borges y Sabato simultáneamente.

Aunque lectores de Lamborghini, Saer o Piglia respinguen, la literatura argentina post-Borges-Sabato, como todas, va de pique, cada vez más insulsa.

Pero la argentina fue la cima. Engendró al máximo escritor (B.) y al máximo novelista (S.) del castellano en el siglo XX, y por novela no me refiero a alargar una historia sino a postular mediante un personaje en un mundo ficticio un testimonio de lo desconocido del hombre.

El problema de Sabato es que era un europeo: tenía “espíritu”, y atormentado previsiblemente deparó teólogo. Lo intrigante es que su novela fallida (Abaddón) podría ser germen de un nuevo género.

“En realidad sería necesario inventar un arte que mezclara las ideas puras con el baile, los alaridos con la geometría”, escribe en Abaddón y aquí formula mezclarse con Borges, esa alquimia que Sabato supo, y Borges no, porque era más frívolo.

Sabato ya no escribió novelas porque no supo tragarse a Borges, aunque él sabía —y no quiso que nadie terminara de entender su ambición, aunque más de una vez la hizo hipérbole— que el escritor final, el último moderno, debía hacerlo.

Y no hubo ese último moderno.

Borges nunca envidió a Sabato, a diferencia de Sabato, que siempre envidió a Borges. Y porque sabía que Borges no sabía que lo necesitaba, Sabato lo juzgaba baladí.

Sabato deseó ser símbolo de lo irracional. Pero a Borges jamás avizoró copular con su doble real. (Fabulaba falsos dobles.) Borges rehuía lo irracional mediante humor conceptual; Macedonio Fernández lo catapultaba fuera del abismo.

Fue tal la evasión que al final Borges nos quiso persuadir que haber abandonado el barroquismo y llegar a una prosa más clara y distinta había sido un mérito, cuando, en realidad, ese Borges fue secundario, ¡casi un Bioy!

Sabato murió trunco. Su mérito mayor fue ambicionar al escritor total, del que fue mitad hambrienta, y no desdén borgeano.

E insisto: nadie se atreva a mencionar a plumas como Filloy o Fogwill, que, con todo respeto por la mierda, son una mierda.


Diles que no me maten

27/Agosto/2011
Laberinto
David Toscana

¡Diles que no me maten, Felipe! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.

Haz que te oigan. Date tus mañas y diles que para sustos ya ha estado bueno. Anda, Felipe, tú que los conoces, que tranzas con algunos de ellos. Nomás eso diles. O al menos dile a tu gente, esa que tranza con los otros aunque dice que no tranza con nadie.

No tengo ganas de mucho. Sólo de vivir. Quédense ustedes con el botín. Yo me conformo con visitar algunos sitios, comer algunas cosas. Leer muchos libros. Amar a una mujer.

Anda, Felipe, no quiero morir como tantos otros.

Ahora vivo fuera de México, pero voy seguido. Y cuando voy me gusta ir de un lado a otro por carretera, en coche o en autobús, y me cuentan que eso ahora se paga con la vida.

Pero yo quiero ir, Felipe, y visitar a mis amigos en Monterrey, en Culiacán, en Tijuana, en Juárez. A mi familia de Acapulco, del DF, de Puebla. Todos esos lugares que eran el paraíso.

Aunque tengo amigos que ya nunca voy a ver, Felipe, porque dijiste que los ibas a cuidar y ni la espalda te vieron. Me entero por aquí y por allá que la gente amanece decapitada, degollada, enfosada, colgada, chamuscada, torturada, entambada, baleada, trozada, desollada, encajuelada, empozolada, rafagueada.

Muerta, pa que me entiendas.

Por caridad, Felipe, diles que no me maten. Mira tú cómo andas de un lado para otro y ni quién te haga nada. Otros somos más frágiles, tenemos que rascarnos con nuestras uñas, porque la ley solo nos permite llevar uñas y dientes.

Yo no sé qué pasa, Felipe, porque hace poco las cosas no eran así. Si uno se acercaba a la mujer equivocada, le rompían el hocico, y eso era lo justo. Ahora se amanece muerto.

Si uno quería volver sano a casa, bastaba con fijarse bien en los cruceros. Ahora no se sabe ni por donde llega la muerte. Pero llega.

Tengo planes para hacerme viejo y morir en la cama, sin pena ni gloria. Por eso, Felipe, diles que me dejen morir mañana de las cosas que mueren los viejos. ¿Para qué adelantar las cosas? Porque me cuesta trabajo imaginar morir así, de repente, con un montón de balas en el cuerpo. Sin saber ni por qué. Quiero morir de la mano de mi mujer, no por el dedo de un gatillero.

No, no puedo acostumbrarme a la idea de que me maten.

Tiene que haber alguna esperanza. En algún lugar puede aún quedar alguna esperanza.

Yo nunca le hecho daño a nadie. Pero eso nada cambia. Tú no pareces darte cuenta. Sigues igual, como si estuvieras dormido.

Hay gente que me va a extrañar. Me mirarán a la cara y creerán que no soy yo. Se les afigurará que me ha comido el coyote cuando me vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como me dieron.


miércoles, 24 de agosto de 2011

Renato Leduc y el olimpo de los lectores

24/Agosto/2011
Jornada
Javier Aranda Luna

Su vida es tan intensa como su poesía: luego de trabajar en la Mexican Ligth and Power Company se convirtió en telegrafista de Pancho Villa. En esos días de combate conoce al periodista John Reed quien escribirá ese gran reportaje, titulado México insurgente. Después viaja a París, donde conoce a Benjamin Peret y André Bretón. Allá lo sorprende la Segunda Guerra Mundial. Cuando Hitler invade París y los fascistas bombardean Europa, unas prostitutas parisinas lo ayudan a escapar. En Portugal conoce a la pintora Leonora Carrington, quien también huye de la guerra. Con ella se casa y viaja a Nueva York y de allí regresa a México. Aquí conoce a Pablo Neruda gracias a Nicolás Guillen y combate a Vasconcelos por su catolicismo, su neofascismo y polemiza con Vicente Lombardo Toledano.

Pocos poetas como Renato Leduc han recibido ese homenaje que sólo puede regalar un lector desconocido: En el cuartucho de una prostituta pequeña y romántica de provincia encontró uno de sus poemas, que no era de los mejores para él, recortado de la página literaria de una revista y enmarcado en un cuadrito azul. También en una tormentosa noche de juerga en una taberna de Chihuahua un ferrocarrilero ebrio casi le perdonó la vida cuando se enteró que era el autor de unos versos que recordaba y que Leduc contaba entre sus peores poemas. En otra ocasión alguien le dijo que en el penal de las Islas Marías un presidario recitaba un verso suyo: “yo que la sufro cerca… tu que la lloras lejos” cada vez que le atormentaba la imagen de la mujer por cuyo asesinato había sido condenado.

No sólo eso, la popularidad del que consideraba un banal ejercicio de retórica nunca dejó de sorprenderle: el poema Tiempo, que fue musicalizado y se convirtió en una de las canciones clásicas del repertorio mexicano: Sabia virtud de conocer el tiempo.

Renato Leduc es un caso realmente asombroso en la historia de la poesía mexicana. Mucho tiempo sus poemas se encontraron dispersos. Su famoso Prometeo sifilítico se copió a máquina y en mimeógrafo por décadas. Leduc llegó a contar un centenar de ediciones clandestinas y sólo hasta 1979 conoció una edición normal que le hizo justicia y hoy se incluye en su obra literaria publicada por el Fondo de Cultura Económica.

Otros libros de Leduc de los años 30 en los que mostraba su entusiasmo por las malas palabras y la cultura griega se perdieron. Prometeo fue el único que sobrevivió a la vida clandestina.

Ahora que el lenguaje procaz y la libertad sexual son tendencia, moda, seña de identidad habría que redescubrir al Prometeo sifilítico, que es todo un desplante de maestría y humor para reivindicar al lenguaje popular y a la sexualidad, el cual fue escrito en el remoto año de 1934, y que hoy resulta más atrevido y consistente que muchos intentos de nuestros días. Así explica Prometeo, por ejemplo, el por qué de su castigo:

Los hombres miserables por el monte/ vagaban, persiguiendo a las mujeres,/ y su coito tenía los caracteres/ que tiene el coito del iguanodonte…/ por mi supieron que el sesenta y nueve/ obedece a las leyes del Clynamen/ porque yo lo enseñé, ahora mueve/ cualquier mujer el blando caderamen./ Mi enseñanza cundió por el Urano/ y jodieron hermano con hermana /y los dioses sintieron en el ano/ una sensual hiperestesia humana.

Decía Leduc que aprendió a decir leperadas con los clásicos y con los telegrafistas, los soldados y los carniceros. Leduc quería reivindicar el lenguaje popular. Su riqueza, su constante movimiento, decía, “le quita rigidez, solemnidad al lenguaje… Los idiomas sólo se renuevan si están moviéndose constantemente”. Cuando uno escribe con un lenguaje fino y rígido, estaba seguro, nadie lo lee. Pero el uso de las malas palabras tenían en Leduc un significado adicional según Carlos Monsiváis: crear los anticuerpos para devastar su odio predilecto: la cursilería.

Poeta de la calle y no de gabinetes como le gustaba decir, icono de cantinas que frecuentaba (y no es una metáfora, pues retratos de él aún penden de sus paredes) Renato Leduc fue uno de los liberadores del idioma español, un verdadero poeta excéntrico que hizo resonar en sus versos a los clásicos y al lenguaje popular. Para Octavio Paz, Leduc supo oír y recoger el oleaje urbano. No sólo eso: también supo transformarlo con humor y melancolía, en breves e intensos poemas. Este poeta que quiso desolemnizar a la poesía le pareció a Salvador Novo simplemente maravilloso, genial, exquisito.

Pero a pesar de los elogios por su trabajo de poeta, nunca le dio importancia a la poesía, no me gustaba porque en la época que yo era joven los poetas eran extraordinariamente cursis. Eso de que El duque Job era un gran poema que consonantaba bistec con Chapultepec me causaba risa. Las bravuconadas de Díaz Mirón también eran risibles. Eso de que yo nací como león para el combate… Cuando uno conoce personalmente a los poetas se da cuenta que quien dice ser león es un señor enclenque. A Pepe de la Vega, un querido amigo mío que decía yo soy un aventurero… lo veía pasar todos los domingos con su esposa y como con seis chamacos cargando los pañales. Yo decía cómo Pepe va a ser un aventurero. Justino Palomares, un poeta muy maleta de Durango, tenía callos o juanetes, el caso es que no podía andar y se las daba de pirata, de corsario y de no sé qué cuantas cosas. Un señor con reumas cómo puede ser corsario.

El pasado 2 de agosto se cumplieron 25 años de la muerte de Renato Leduc, el último poeta con vida de poeta como escribieron unos, el último bohemio como dijeron otros. El poeta de versos sentimentales, eróticos y sarcásticos que sólo ha sobrevivido por la tenacidad de sus lectores.


sábado, 20 de agosto de 2011

La violencia de Borges

20/Agosto/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

A 25 años de su muerte, compendiaré por qué Borges es el máximo escritor de Occidente.

Fabuló tramas tan memorables como Poe o Kafka.

Las fantasías de Kafka son inolvidables; no su estilo. En cambio, prosar con geometría y relatar impecablemente vuelven a Borges el más consumado cuentista.

Se podría alegar que Hemingway, García Márquez o Cortázar fueron prosistas cabales. Pero ninguno de ellos poseía destreza para las ideas prodigiosas.

Magia de ideas —no sólo historias o personajes— agrega a Borges ser el ensayista literario más interesante de su siglo.

Puede reprochársele —lo hizo Sabato— no tener hondura emocional o psicológica. Decir que su obra no es humana.

Mas percatemos que Proust, Camus y ciertamente Dostoievski obraron con emociones y psicologías propias de mamíferos y reptiles. Borges, en cambio, podría ser el narrador más humano de todos: trabaja con lo único que distingue al hombre: el pensamiento.

Los relatos de Borges no requieren de la realidad para sostenerse. Los sostienen ideas.

Lo borgeano es una parte de la imaginación (temáticas y devenires) y del idioma (vocablos y giros). Borges autografió una zona de la mente y el vocabulario.

Alguien podría decir —así lo suponen anglosajones— que Borges es un escritor conservador frente a experimentalistas como Beckett. Pero casi todos los experimentalistas posteriores a Borges se han inspirado en él —desde Acker y Auster hasta Foucault y Derrida—; el experimentalismo de Borges no pelea con la estilística.

Los experimentalistas suelen sacrificar el estilo para romper estructuras. Como las estructuras de Borges son mentales, pudo conservar belleza verbal y apócrifo clasicismo.

La experimentalidad borgeana reside en mostrar que el cuento y el ensayo son artificios. El cuento es filosofía; el ensayo, ficción.

Primer postmoderno profundo. O el único. Desconstruyó e hibridó antes que otros. No hay literatura más autoconsciente.

Ni los extremos formalistas de Joyce ni los vitalistas de Miller se comparan con el extremismo literario de Borges. Fue el primero en hacer que la literatura percatase su índole primordialmente literaria.

No sólo no devino ilegible sino que Borges lo re-escribió todo desde su identidad del más complejo hacedor de lectores.

Pero tres perfecciones no tuvo Borges: el poema, la novela y la teoría perfectas.

Hay una explicación: Borges para poder hacer relatos y ensayos perfectos tuvo que reducir al absurdo la novela, la poesía y la teoría.

Para alcanzar la cima de dos géneros menores de Occidente, dinamitó los tres mayores. Lo disimula su figura de anciano conmovido y preciso.

La ceguera borgeana está hecha de la obscuridad en que se mantendrá su violenta misión. No era un genio. Borges era un demonio incalculable.



La mala fama de Jorge Cuesta*

20/Agosto/2011
Laberinto
Gabriel Bernal Granados

I. Los sonetos

La mala fama que precede a la poesía de Jorge Cuesta se debe sobre todo a la mala opinión que Octavio Paz tenía de ella. Paz argumentaba, subrepticiamente, que la poesía de Cuesta era menos valiosa que sus “ideas”, contenidas, la mayor parte de ellas, en el ámbito deslumbrante y gaseoso de su “conversación”. Esto ha condenado lo mejor de Cuesta a un olvido que ha durado ya sesenta y ocho años —en septiembre de 1942, a un mes de su misteriosa muerte, la revista Letras de México publicó Canto a un dios mineral, que es tenido como el mejor —y sin duda el más extenso— de los poemas de Cuesta.

La opinión de Paz sobre los Contemporáneos, incluidos Villaurrutia y Gorostiza, está desde luego sujeta a una polémica y es difícil de explicar fuera del campo de lo subjetivo. Paz les debía a los Contemporáneos más de lo que estaba dispuesto a reconocer, y en algunos de ellos encontraba murallas insalvables para el desarrollo de su propia poesía. Es verdad que a Cuesta y a Villaurrutia les dedicó páginas admirables (en Xavier Villaurrutia en persona y en obra, 1978, Fondo de Cultura Económica; y en el apartado “Contemporáneos” de México en la obra de Octavio Paz, tomo II, Fondo de Cultura Económica, 1987), que remataba con la ambigüedad implacable de su magisterio retórico. A lo largo de su vida, Paz dio varios ejemplos de cómo se puede ensalzar la obra de un poeta haciéndolo añicos. Son inolvidables, en este sentido, sus juicios sobre López Velarde, a quien eleva a la condición de padre de la poesía mexicana moderna al tiempo que lo considera, al final de “El camino de la pasión”, un “gran poeta menor”; o su aseveración de que lo mejor de Gorostiza se encuentra, no en su poesía, sino en los archivos de la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde Gorostiza desempeñó una labor tan meritoria como secreta.

La sombra que Paz tendío sobre la literatura mexicana del siglo xx no nos impidió contrastar la poesía de Villaurrutia, Gorostiza o Pellicer, y apeciarla en su justa medida; pero sí pospuso la valoración de la poesía de Cuesta (para no hablar de casos parecidos, como el de Gilberto Owen o el de Enrique González Rojo). A Cuesta, de nuevo por iniciativa de Paz, se le erigió un monumento como la conciencia crítica del grupo de Contemporáneos, y con ello se le negó el lugar que debería ocupar como uno de los poetas más rigurosos de la literatura mexicana de la primera mitad del siglo XX.

La originalidad de Cuesta se encuentra no sólo en los contenidos de sus poemas sino en la elección del soneto como modelo de renovación poética. El soneto era una modalidad muerta con los poetas modernistas de finales del XIX y principios del XX. Cuesta lo entendió, efectivamente, como un anacronismo y una limitante —castigo torturado de la forma que se correspondía con una personalidad tormentosa e inflexible como la suya. Los sonetos de Cuesta son el lugar adecuado para llevar a cabo un prueba. Cuesta se ciñe al soneto para quebrantar sus bases y ligamentos y generar, a partir de ello, su propia versión del barroco. Su revisión de la poesía de los siglos de oro, que se da a través del tamiz del soneto, es un anticipo del neobarroco latinoamericano de la década de los ochenta y un punto de contacto con las preocupaciones de un poeta contemporáneo suyo, José Lezama Lima. Por otro lado, su lectura de Mallarmé le sirvió para enmarcar las evoluciones de una belleza fugitiva y totalmente reacia a las interpretaciones de la crítica.

Cuesta era un poeta puro, con Gorostiza, el más puro de su generación, precisamente por la resistencia que opuso en su poesía a las interpretaciones sociales, históricas y estéticas del poema. Sus sonetos parecen no fluir, como si se tratara de ensayos marmóreos sobre el comportamiento azaroso de la belleza. Nacidos de una línea rotunda, casi siempre un verso endecasílabo perfecto, éstos se van desarrollando, o complicando, a medida que esa línea progresa y se diluye en el contenedor del soneto. Cito un poema, aunque podría citar otros, que tiene mucho de autorretrato (el autorretrato, en Cuesta, es casi siempre una anticipación de su propia muerte):

Soñaba hallarme en el placer que aflora;
pero vive sin mí, pues pronto pasa.
Soy el que ocultamente se retrasa
y se substrae a lo que se devora.
Dividido de mí quien se enamora
y cuyo amor midió la vida escasa,
soy el residuo estéril de su brasa
y me gana la muerte desde ahora.

La reflexión en los sonetos de Cuesta se desplaza entre paredes muy estrechas, casi siempre recubiertas de las lunas de un espejo. Mirándose a sí mismo, medita sobre el proceso de la vida, la muerte y el tiempo que contiene a ambas instancias. Son admirables los últimos dos versos de la primera estrofa: “Soy el que ocultamente se retrasa/ y se substrae a lo que se devora”. Los poemas de Cuesta son soliloquios donde el cuerpo, antes que la conciencia, se expone a los designios de los elementos, y la conciencia desdoblada observa este lento proceso de saturación y enriquecimiento —en el sentido mineralógico del término.

El motivo del vaso, que dio origen en Muerte sin fin de Gorostiza a una reflexión sobre la forma, reaparece en los sonetos de Cuesta como una reflexión sobre los valores cualitativos de la forma por encima del sentido que la contiene o restringe.

Junto a mi pecho te hace más ligera
la enhiesta flama que alza tu desvelo.
Tus plantas de aire se aman en mi suelo
y te me vuelves casi compañera.
Estás dentro de mí cómoda y viva
—linfa obediente que se ajusta
[al vaso—.
Mas la angustia de ti se me derriba,
se me aniquila el gesto del abrazo.
Y te pido un amor que me cohiba
porque sujeta más con menos lazo.
[“Signo fenecido”]

“Signo fenecido” es un poema de amor autobiográfico, uno de los pocos que se encuentran en la bibliografía de Cuesta. Es evidente la estela de Quevedo en el último verso, y la mediación de Gorostiza en la médula ósea del soneto. Los sonetos de Cuesta también son vehículos propicios para el diálogo. Diálogo con la tradición, por un lado, y diálogo con los demás miembros del grupo de Contemporáneos. En los sonetos de Cuesta aparecen los motivos de la mano y el espejo (Villaurrutia); el viaje y el exilio (Owen); el vaso, el tiempo y la muerte (Gorostiza). Son sustancias, en general, de lo que fue y que no ha sido. Son engaños para la mente y ejercicios preparatorios de algo mucho más amplio y menos restringido.

II. Como si fuera un sueño de la roca

Canto a un dios mineral es el equivalente, en Cuesta, a Muerte sin fin de Gorostiza. No sólo porque se trata de su poema más largo y evidente en su despliegue prosódico, sino porque se trata de la consumación de toda su poesía y la encarnación de su poética.

Deudor de las poéticas modernas, Canto a un dios mineral es un poema que se piensa a sí mismo. Su naturaleza autorreflejante se despoja de un primer atisbo de conciencia lírica, para posteriormente autoerigirse como una columna de humo sólido en el azul del cielo: “Capto la seña de una mano, y veo/ que hay una libertad en mi deseo;/ ni dura ni reposa”, así comienza el poema. El yo del poeta, a cuyas costillas todo este monumento se levanta, no volverá a aparecer en cada una de las treinta y seis estrofas subsiguientes. El resto es un devenir que sucede en el marco de una sensibilidad atenta a las evoluciones minerales del mundo, reducido a una pura forma —la roca, la nube y la espuma son motivos recurrentes, todos ellos aliados a la retórica del vaso que se forma, como quería Gorostiza, por el agua que lo colma.

“Estudio en cristal” (1936) de Enrique González Rojo, Canto a un dios mineral (1938-1942) y Muerte sin fin (1939)1 deben leerse, cada uno en la medida de su propia derrota, como poemas sobre la forma y la poesía. En su Museo poético, ya Salvador Elizondo se había referido a ellos tres como “el ala intelectualista de los Contemporáneos” 2.

En Cuesta, la reflexión sobre la forma lo lleva a pensar la existencia y el constante diapasón de vida y muerte en el que la existencia transcurre. Esa oscilación —sístole y diástole representada por la combinación de versos dodecasílabos y octosílabos o bien, endecasílabos y heptasílabos— es lo que marca el ritmo del poema. Canto a un dios mineral representa los latidos de un poema orgánico que respira, en el mismo sentido en el que la materia respira y está viva: “en su entraña ya vibra, densa y plena,/ cuando allí late aún, y honda resuena/ en las eternas rocas”.

Todo sucede adentro de espacios constreñidos, pasadizos mínimos donde la luz y la sombra se intercalan, y nada escapa a la certeza de que el sentido no puede buscarse más allá de las paredes transparentes de la forma que lo apresa:

Por dentro la ilusión no se rehace;
por dentro el ser sigue su ruina y yace
como si fuera nada.

III. La trascendencia del sentido

Sería un error decir que Cuesta es un poeta secreto o un poeta para poetas, cuando en realidad la mayoría de los poetas que conforman la tradición de la poesía mexicana son poetas secretos y poetas para poetas. Nuestra falta de criterio a la hora de juzgar obedece sobre todo a modas pasajeras y factores propios de nuestra idiosincrasia. La instauración del canon de nuestra poesía ha dependido en gran medida de una figura dictatorial que se erige sobre las demás conciencias como rectora del gusto cada treinta años más o menos. El interregno en el que nos encontramos ahora nos hace pensar todavía en López Velarde como el padre inmaduro de nuestra poesía moderna y en Jorge Cuesta como un poeta ambivalente y fallido. ¿Cuántos años harán falta todavía para que comencemos a pensar la poesía mexicana como una tradición plural, que por razones también de idiosincrasia se ha negado a trascender el cerco de su propia tradición e idioma?

Cuesta no es un poeta fallido sino un poeta imperfecto. Gorostiza en Muerte sin fin también lo es. Canto a un dios mineral y Muerte sin fin, ambos poemas de largo aliento, están hechos de subidas y caídas, momentos de gran belleza y fallas en su evolución sonora. Estas fallas deben entenderse en un sentido geológico —son fisuras producto de la enorme tensión generada hacia el interior del poema. Gorostiza ha calado hondo entre los lectores y los críticos. La estela de Cuesta se resiste a ser seguida en sus evoluciones precisamente por el carácter más acusadamente marmóreo de sus construcciones en verso. Los poemas de Cuesta están detenidos y más que detenidos en el espacio tiempo de su creación y lectura, están inmersos en sí mismos. En el carácter hermético de su poesía muchos han querido ver la influencia de su temperamento científico, que lo llevó a estudiar los efectos de ciertas sustancias químicas sobre su propio cuerpo. Salvador Elizondo, uno de los mejores lectores de poesía que hubo en el México de mediados de siglo, definió el Canto a un dios mineral de Cuesta en los términos de un poema sobre los estados y las transformaciones de la materia. Esta interpretación acabaría de ser correcta si se agrega que a esta meditación sobre la materia la permea un acusado empuje filosófico existencial: Cuesta piensa la materia con el mismo enfoque e intensidad con que piensa el ser. Decir “Cuesta piensa...” no es más que eso, un decir, porque Canto a un dios mineral está despojado de esa instancia lírica que en poesía nos lleva a decir que el autor piensa, dice, siente o reflexiona. En Canto a un dios mineral el poema se piensa a sí mismo o, mejor dicho, el poema se refleja a sí mismo. Y en esa misma medida, el poema se cierra sobre sí mismo.

Después de la lectura de los sonetos y del Canto a un dios mineral, quiero pensar que Cuesta concebía la poesía como un arte hecho de palabras, que aspiraba al sentido pero que iba más allá de las barreras impuestas por esa aspiración a ser leído. Esta concepción de la poesía quizá no descendía tanto de la poética de Valéry, que entendía la poesía como un arte cercano a la exactitud de las matemáticas, sino de la tradición romántica alemana, que entendía el poema como nostalgia de la poesía. Para los románticos alemanes, y también para Cuesta, el poeta es un agente que trabaja con potencias que lo exceden. El lenguaje es la potencia principal, y la única materia constitutiva del poema.

Canto a un dios mineral es un poema sobre los estados de la materia; pero la materia principal de la que trata el poema son las palabras mismas. Si la materia inerte en realidad está viva, las palabras también están vivas y dicen no lo que el poeta quiere decir, sino lo que las palabras quieren decir en el momento de entrar en contacto —o en colisión— unas con otras. Al abolir el yo y darle la preeminencia al material de que está constituido, el poema también se priva de toda historicidad o narratividad ajena al devenir de su discurso. El poema no sólo estaría rotando sobre su propio eje, sino diciéndose a sí mismo en ausencia de la figura del poeta que lo rubrica más allá de los márgenes restrictivos del sentido.
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1 Sigo el criterio cronológico establecido por José Luis Martínez en su artículo “El momento literario de los Contemporáneos” (Letras Libres, marzo, 2000, p. 62).
2 Museo poético, 2002, p. 36.

*Este ensayo forma parte del libro Viaje al país de la errata, de próxima aparición.


La cosa se está poniendo fea

20/Agosto/2011
Laberinto
David Toscana

Ayer visité el museo Józef Mehoffer en Cracovia. Se trata de la casa donde vivió el artista, con muchos cuadros colgados en las paredes. Sin embargo, lo que más me atrajo fue la posibilidad de entrar en los aposentos de un creador que vivió entre el siglo diecinueve y veinte. Su estudio, salones, comedor, habitaciones.

Me dieron ganas de esconderme en cualquier ropero, esperar el cierre del museo y soñar con que esa fuera mi casa. Vivir en un mundo donde nada importara tanto como la belleza. Entre esas paredes se percibía la forma sabia de hacerse de muebles que son arte, combinar distintos estilos, distribuirlos para dar una sensación de armonía.

Cortinas, cortineros, roperos, tapetes, mesas, cada cosa era una nota musical bien puesta.

En las novelas del siglo diecinueve, solía ser importante la descripción de los interiores. La disposición del mobiliario, más que los muebles en sí, hablaba elocuentemente sobre quienes habitaban esa casa. El buen gusto denotaba un espíritu elevado.

La gente tenía espíritu, por eso la casa debía ser un santuario. No es que estudiaran diseño de interiores, sino que el contacto con la belleza era algo natural; el buen gusto estaba presente en la gente educada y la que no lo era tanto. Toda ciudad tenía edificios hermosos, aunque no tuviese pintores, escritores o músicos de fama.

¿Qué hicimos con la belleza? ¿Por qué ahora nuestros interiores y exteriores suelen ser tan feos?

Hubo un buen gusto que se perdió en el camino. Ahora no lo tiene ni la gente que cree tenerlo. Me viene a la mente aquél álbum de fotografías llamado Ricas y famosas donde la fealdad se desborda en cada página.

Si queremos belleza, debemos mirar al pasado. Por eso nos gusta pasear por la parte antigua de una ciudad. Ahí hay edificios que han sobrevivido cientos de años. No por su resistencia, sino por su belleza. ¿Qué turista visita un fraccionamiento del Infonavit?

Las casas donde vivían los modestos empleados y obreros de principios del siglo veinte, conservaban ciertas proporciones, relación con el ambiente, colores y detalles que las volvían bellas; las puertas, los herrajes eran de artesanos. Las amas de casa opinaban sobre la construcción de sus casas según la dirección en que corría el viento, el ángulo en que entraba la luz, el clima de la ciudad, la relación con las construcciones vecinas.

¿En qué piensa hoy la arquitectura? Se ha vuelto la más corrupta de las artes. Pura utilidad.

Sólo por revisar la temperatura hice una encuesta personal. De diez arquitectos jóvenes con que me topé en los últimos meses, ninguno había leído a Vitrubio. Difícil, en cambio, encontrar a un pintor, escritor o músico que no conozca a sus clásicos.

¿Cómo enfrentarnos hoy a tanta fealdad? Edificios construidos con block, cables eléctricos pendientes por todos lados, la maldita publicidad que invade con colores chillantes y faltas de ortografía, y, por si fuera poco, patanes que grafitean cuanta superficie hallan y todavía quieren que se les trate como artistas.

Aunque también hay que decirlo. La fealdad se ha vuelto como un mal olor. Uno se acostumbra hasta el punto en que ya no la percibe.


domingo, 14 de agosto de 2011

Un campanero de Agustín Yáñez

14/Agosto/2011
Jornada Semanal
Roger Vilar

Agustín Yáñez nos dotó de una de las criaturas más sorprendentes dentro del bestiario místico. Digno de aparecer en los manuscritos de algún monje alucinado de Auvernia o en el espejo de un druida de la Isla de Ávalon, Gabriel, el campanero de Al filo del Agua, vive en la mudez y el silencio al que lo condena el párroco del pueblo. Aislado de todos, sin conocer otra cosa que la torre del templo, el adolescente ejecuta la rutina misteriosa de ascender cada día por la tortuosa escalera. Es un viaje lento, que inicia en la madrugada, bajo el peso secular del latín y las invocaciones. Ve cada piedra cubierta de telarañas, el agua y los murciélagos circulando por venas invisibles. Un pueblo de espíritus sin boca vive en las vigas. Sus ojos son brillantes y usan gorros frigios. Siempre padecen la sed de ríos ausentes. El tumulto de las cataratas punza las sienes de Gabriel cuando sale a la luz. Frente a sus ojos tiene las campanas y abajo la marea de los inmensos desiertos azules del maguey. Es Jalisco. La materia parece diluirse. No hay contacto con la tierra. Pero hace mucho tiempo que no puede perderse en la paz del aire y el silencio. La imagen de Victoria, la única mujer que ha visto en toda su vida, lo atormenta. ¿Que hacer con ese perfume y ese tinte rosa de las mejillas que persiste en cada milímetro de la imaginación aunque ella hace mucho tiempo que se marchó? Gabriel no sabe hablar, no sabe explicarse nada. No puede nombrar el dolor ni la nostalgia. Tan sólo sigue el impulso de sus manos. Acciona las campanas. Los bronces vibran en toda su potencia. Cada golpe se multiplica en sílabas que nadie entiende. Un lenguaje que encoge las entrañas de los que escuchan mientras una saliva amarga sube a la boca. Lentamente pierde la vista Gabriel. Se borran los grandes campos azules. Sus manos ya no sienten los badajos. Sólo las campanas doblando adentro, entre los límites de su piel. La música dispersa el dolor, pero también le quitan la consistencia a su hígado, a su corazón, a los pulmones, que se vuelven aire con el aire circundante. Hecho vibración y sonido, Gabriel se difuminó en el cielo azul. Olvidaba, por fin, a Victoria y al párroco del pueblo. Se fue al éter sin llevarse una sola sílaba del lenguaje humano. Nunca pudo articular la palabra alegría ni la palabra dolor, mas experimentó aquel desasosiego que le provocaba la estatua carnal de Victoria. La necesidad de agitar las campanas hasta aturdir a todos los dioses de las nubes y de meter el ruido dentro de sí para transformar su cuerpo en una nube más de la canícula de agosto, y perderse en un cielo sin recuerdos que se cerró en torno a él como un arcón nunca descifrado.