sábado, 7 de mayo de 2011

Un escritor y sus fantasmas

7/Mayo/2011
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Decía que no hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí. El pintor Juan Pablo Castel, su más célebre personaje, se volvió perpetuo en la insensatez del crimen: sorprendida, horrorizada, María Iribarne preguntó: “¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?” “Tengo que matarte, María. Me has dejado solo”. Agarra los cabellos de ella con la mano izquierda y clava el cuchillo en su pecho.

El túnel subraya la negrura. María aprieta las mandíbulas, cierra los ojos, y Juan Pablo saca el filo sanguinolento. La mirada proyecta una agonía humilde y dolorosa, él vuelve a hincar la daga en el pecho y en el vientre. El túnel es más y más oscuro. Ese túnel profundo y solitario, la caverna que se agranda dentro de su cuerpo. Juan Pablo Castel, como Mersault de El extranjero de Albert Camus, se sumerge en el limbo de la perplejidad, mientras el mundo gira en su vacuidad y patético hermetismo…

Decía que el habitante cosmopolita de Buenos Aires es indiferente y apátrida, un hombre que vive ahí como se vive en un hotel. Sobre héroes y tumbas: formación, decadencia, informe sobre ciegos. La distancia (o desapego) es el hilo narrativo que sintetiza la historia de los Vidal Olmos, una estirpe trágica. La exaltación de la soledad y de la muerte, la línea casi invisible entre el bien y el mal o quizá la explicación de que ambos polos son lo mismo, que la virtud y el vicio configuran la célula esencial de la condición humana…

Decía que una autobiografía es inevitablemente mentirosa. Abbadon el exterminador, reminiscencia histórica, memoria personal. Autor protagonista, lector despreocupado, fabulador escéptico de una eternidad, también, fincada en el instante. Luces, sombras, fragmentos de otros seres imaginativos o insignificantes, donde la ideología es el espectro del tiempo perdido en el sueño, la ilusión, el paroxismo. Decía que los hombres escriben ficciones porque están encarnados, porque son imperfectos. Un Dios no escribe novelas…

Decía lo que decían los otros y sacaba conclusiones: “Decía Donne que nadie duerme en la carreta que lo conduce al patíbulo, y que sin embargo todos dormimos desde la matriz hasta la sepultura, o no estamos enteramente despiertos.

“Una de las misiones de la gran literatura: despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo”.

Ernesto Sabato decía, siempre decía, que el gran tema de la literatura ya no era la aventura del hombre hacia la conquista del mundo externo sino la aventura del hombre que explora los abismos y oquedades de su propia alma. Sabato decía, como dicen los fantasmas, que un CREADOR (así, en mayúsculas) es un hombre que en algo “perfectamente” conocido encuentra aspectos desconocidos. Pero, sobre todo, es un exagerado.

¿En verdad exagerado?... Imposible no darle la razón, no aplaudir su magnífica elocuencia, cuando dijo que “si en cualquier lugar del mundo es duro sufrir el destino del artista, aquí es doblemente duro, porque además sufrimos el angustioso destino de hombre latinoamericano”. Anatema por partida doble, anatema poliforme. Metafísico, irredento, cognitivo, filosófico, cultural, existencial. Ni más ni menos…

Una vitrina para la tribu

7/Mayo/2011
Laberinto
Armando González Torres

Me llamó la atención ver en el anaquel de una librería, en una misma colección, un conjunto de títulos y autores que van desde La vuelta de tuerca de Henry James y El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad hasta Diario de un loco de Lu Hsun, el Ajuste de cuentas y otros relatos de Tibor Déry o Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewsky. Estos libros forman parte fundamental de mi historia literaria y sentimental (y supongo la de mi generación) y guardan entre ellos un vínculo que podría pasar inadvertido, el traductor. En efecto, Pitol no es sólo el celebre autor de clásicos de la literatura mexicana contemporánea sino que durante décadas fue un casi anónimo traductor capaz, por un lado, de bregar tanto con las lenguas francas de Occidente como con los idiomas más excéntricos y huraños y, por el otro, capaz de sintonizarse con el pulso de los más distintos perfiles narrativos, desde el relato lineal hasta el delirio experimental. La recopilación de muchos de estos esfuerzos de traslación conforman la colección “Sergio Pitol traductor” (de la Universidad Veracruzana y Conaculta), una biblioteca heterogénea, donde lo mismo se encuentran algunos clásicos indiscutibles, que muchos títulos que en ese entonces resultaban auténticas y desafiantes apuestas de gusto. Y es que la traducción, como forma de intercambio intelectual, está mucho más constreñida de lo que se piensa por factores económicos y políticos y no es fácil romper las inercias que imponen las hegemonías editoriales y culturales y promover la naturalización de una tribu de extravagantes provenientes de lejanas y atemorizantes periferias.

Pese a que después de la segunda mitad del siglo XX la República Mundial de las Letras rebasó ampliamente lo occidental, y a que muchos segmentos de la academia norteamericana impulsan una reivindicación (a veces con tufo revanchista) de las culturas y lenguas denominadas periféricas, en muchos espacios sigue operando lo que George Steiner llama el “trauma de Babel”, es decir, la inclinación al monolinguismo producto del miedo a la proliferación de sentidos y confusión de identidades que implicaría la diversidad de lenguas. Frente a estas tendencias a la homogeneización y el aislamiento, el traductor, sobre todo aquel que se aparta de los canales habituales de comercio lingüístico, reivindica la condición políglota y multilingue de la inteligencia y la creación y ejerce la traducción literaria como un acto, a la vez técnico y espiritual, que busca en el texto traducido tanto equivalencias y analogías idiomáticas, como claves vitales y artísticas. No es raro que Pitol haya acompañado la mayoría de sus traducciones con ensayos que, vistos en retrospectiva, constituyen una declaración de simpatía con los autores, un manifiesto estético y una pista sobre su propio itinerario creativo, pues sólo observando la variedad de mundos y lenguas que Pitol se ha apropiado pueden explicarse muchos aspectos de su floración narrativa.

Un aire triste, una desgarradura

7/Mayo/2011
Laberinto
Marco Antonio Campos

INTROITO

Ernesto Sabato dejó 13 años de distancia entre sus novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974). En El túnel sabemos desde el inicio lo que podría ser un final de la novela, o al menos el momento prominente, y en Sobre héroes y tumbas, desde la “Nota preliminar”, el momento terrible y culminante que tendrá su desarrollo al principio del cuarto y último capítulo.

Ardoroso defensor de la influencia europea, Sabato era también partidario de que, como fue su caso, se recobrara la esencia argentina, o por extensión, de que cualquier escritor latinoamericano lo hiciera con su propio país. “Para bien o para mal, el escritor describe sobre la realidad que ha sufrido y mamado, es decir, sobre la patria, aunque a veces parezca hacerlo sobre historias lejanas en el tiempo y en el espacio”, apuntó en El escritor y sus fantasmas, que es el libro donde podemos encontrar en plenitud sus juicios, reflexiones y su poética de la novela. Deudor de Tolstoi y Dostoievski, de Rimbaud y Lautréamont, de Strindberg y de Kafka, de Sartre y Faulkner, abanderado de la novela psicológica, devoto creyente de que el Mal ha terminado por ganarle al Bien, quiso, como ellos, explorar los territorios de la pesadilla, y vivió allí, o simuló vivir, a menudo. Consideró a la novela como el género híbrido por excelencia y la vio tan impura como la historia, “de la que es la hermana nocturna y delirante”, e insistió que el novelista debía “tener un pie” en el pensamiento mágico y el otro pie en el pensamiento lógico. Antagónicamente, denostó contra “la literatura por la literatura”, las capillas literarias, los juegos inanes y la pirotecnia verbal y se burló del arte y la literatura del realismo socialista, muy en boga por décadas en los países del comunismo burocrático. Fue en su juventud un hombre de ciencia, pero la abandonó, al parecer en 1938, para consagrarse a la literatura, y creyó como Whitehead, “que la ciencia puede aprender mucho de la poesía”. Dos versos de Hölderlin que citaba a menudo ilustran en buena medida su creencia en la superioridad del arte sobre la filosofía: “Un hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa”. En la pintura veneró como a nadie a Van Gogh, “ese ser solitario y desesperado”, quien puso todo su dolor y su angustia en cada cuadro, y de quien tal vez, como Antonin Artaud, Sabato se consideró su doble o uno de sus dobles.

Contada con notable ritmo narrativo, o debí decir mejor, ritmos narrativos, Sobre héroes y tumbas es una de las novelas cumbre latinoamericanas del siglo XX, a pesar de los peros que podrían ponérsele, entre ellos el tremendismo en numerosos adjetivos y metáforas, así como en determinados pasajes y capítulos, en especial el extenso “Informe sobre ciegos”, el cual da la impresión de una anacrónica novela gótica del romanticismo inglés trasladada al Buenos Aires de mediados del siglo XX o de uno de esos innumerables filmes de terror irrisorio hollywoodense de las últimas décadas.

PUBLICACIÓN

Con ese tono afligidamente melodramático o de golpe teatral que a veces lo caracterizó en la vida diaria para mostrarnos cuán modesto era o cómo lo perseguían sin cesar fantasmas y demonios, Sabato cuenta al inicio de Abaddón el exterminador, que publica Sobre héroes y tumbas contra su voluntad, y lo hace presionado por el editor Jacobo Muchnik, quien le acaba “arrancando” los originales. Sin reparar en la fecha —recuerda—, Sabato se los da al fin el 24 de junio de 1961, día de su cumpleaños, el cual es a la vez el de la fogata de San Juan, y según el ocultismo, “uno de los días del año que se reúnen las brujas”. Ocultismo, espiritismo, magia negra: prácticas que Sabato insinúa en sus libros haber conocido o experimentado.

LA NOVELA TOTAL

Eran los años previos al estallido mediático del denominado Boom. Desde las décadas de los cincuenta y los sesenta se solía decir entre los novelistas latinoamericanos que una novela era una caja en la cual cabía todo. Aún en 1961 Sabato señaló en una reflexión que el destino del género de la novela era dar “una visión totalizadora”. En su “Estudio en torno de Sobre héroes y tumbas” el crítico Julio Forcat enumera muy bien los elementos que utiliza Sabato para crear una visión absoluta de la realidad: “Fragmentarismo, simultaneísmo, barroquismo temático, entretejimiento estilístico, perspectiva narrativa múltiple e inclusión de planos diversos en la novela: histórico, social, individual, ideológico, mítico…”.

Obra abierta o gran mural que exige una lúcida atención para ver dónde se halla dispuesta cada figura, en la novela hay un enramado de historias a partir del tronco de la historia principal, el cual es la relación del breve amor y el largo desamor de una pareja de adolescentes —Martín del Castillo y Alejandra Vidal Olmos—, quienes son del libro los dos protagonistas más entrañables y mejor desarrollados por Sabato, y quienes ya forman parte de la lista del imaginario latinoamericano de los personajes inolvidables. Sin embargo Alejandra se vuelve atractiva y desoladamente querible, vive para los lectores, no por lo que es, sino por cómo la ve y cómo la vive, cómo la muere y la desmuere, el muchacho triste y desamparado que es Martín. En Sobre héroes y tumbas y en Abaddón algunos protagonistas, o al menos los principales, son adolescentes, y quizá es la edad donde Sabato logre en sus novelas las mejores caracterizaciones. Como apunta en Abaddón, son “los seres que más sufren en este mundo implacable, los más merecedores de algo que a la vez describa su drama y el sentido de sus sufrimientos”. No en balde en el prólogo a El escritor y sus fantasmas, al preguntarse a sí mismo para quién escribe, se responde que primero para él mismo, y después para aquellos “muchachos que, como yo en mi tiempo, luchan por encontrarse”.


A partir de la historia de Martín y Alejandra, decíamos, se entrecruzan un grupo importante de historias que caracterizan personajes que van adquiriendo en la narración una propia vida intensa: la de Bruno, un antiguo enamorado de la madre de Alejandra (Georgina), quizá un álter ego de Sabato —o al menos de lo mejor que hay en el alma de Sabato—, muy próximo a Martín y Alejandra, un escritor que escribe mucho pero no publica, un contemplativo, un abúlico, en fin, un hombre lúcido y bueno que alguna vez uno hubiera querido como amigo; la de Fernando Vidal, primo hermano y amante de Georgina Olmos, padre y amante de Alejandra, quien destruye todo lo que toca a su alrededor, y cuya historia personal en parte es reconstruida por el propio Fernando en su redacción del “Informe sobre ciegos” y en parte a través de Bruno en un largo monólogo exaltado del capítulo final; la de Georgina Olmos, de quien Bruno estuvo enamorado y a quien recuerda “suave, delicada, femenina, silenciosa”, pero que vivía, como quienes lo rodeaban, a merced de Fernando; la de miembros de la demencial familia de los Olmos, la franja materna de Alejandra, es decir, del abuelo Pancho, quien era más bien el bisabuelo —que “no ve ni oye nada fuera de la Legión [del general Juan] Lavalle”—, de Bebe, el loco del clarinete, de la india Justina, la sirvienta taciturna y diligente, y del fantasma de la niña Escolástica, encerrada en un cuarto por cosa de 80 años desde que aventaron por la ventana la cabeza decapitada de su padre en 1853, y con quienes Alejandra vive en la vieja casona del barrio de Barracas; la de los afectuosos y desinteresados amigos de Martín del taller (sobre todo Bucich y Tito —Humberto D’Arcangelo—), que en su pobreza honesta dan un contraste en la novela de ternura y amistad, gente de lo más humilde y buena que se apasionan al hablar de fútbol, oyen boleros, se quejan de los gobiernos y deploran lo difícil que es conseguir el dinero diario; y finalmente la majestuosa narración, contada a lo largo del libro a base de fragmentos escritos en cursivas, de la retirada en 1841 del ejército del general Juan Lavalle, “después del desastre de Famaillá”, de la muerte del propio Lavalle y de la persecución feroz del general rosista Manuel Oribe de los restos de las tropas unitarias para apoderarse del cadáver y poder exhibir la cabeza del caudillo unitario en una plaza de Buenos Aires —ésa, la Legión de Lavalle, en cuyas filas milita el alférez de 17 años Celedonio Olmos, tatarabuelo de Alejandra—. De todas estas historias cruzadas, por su tinte épico, la que emociona muy especialmente es esta última, que podría tener como fondo una breve y tristísima canción: “Palomita blanca,/ vidalitá,/ que cruzas el valle./ Ve a decir a todos, / vidalitá, que ha muerto Lavalle”. Esta canción o vidalita la oímos como una síntesis mínima del hombre que participó en 125 combates durante 25 años, grandioso “en las ochocientas leguas de derrotas”, en su muerte azarosa en Jujuy y en los días posteriores a su muerte, que le dan la dimensión de héroe trágico y mito argentino, ese caudillo capaz de despertar en sus 175 soldados sobrevivientes la lealtad extrema. Esa lealtad aún después de la muerte —refiere Sabato años después— “es lo que quise recoger en el relato sobre Lavalle” (Diálogos Borges-Sabato, Emecé, 1976). Sabato logra aquí que la historia argentina sea un pasado vivo y en vivo. Pero a grandes trazos la mayoría de hombres y mujeres que pueblan la novela, en su medianía apagada y triste, nos parecen muy próximos y queribles, personas que se podrían encontrar y hablar con ellos en cualquier ciudad latinoamericana.

En la novela hay asimismo vívidos cuadros, como el bombardeo que llevan a cabo los militares en el centro histórico el 16 de junio de 1955 en el primer intento de golpe de estado contra el presidente Juan Domingo Perón, donde se fijan en la memoria los muertos en Plaza de Mayo y el incendio y el saqueo por horas de los camisas negras de las iglesias.

Asimismo hallamos pasajes donde Sabato sabe caricaturizar espléndidamente al prójimo, como al rotario Molinari, presidente de una gran empresa, altanero y cruel, al que Martín, por recomendación de Alejandra, va a visitar para pedirle trabajo, y donde se siente, se acaba por sentir, ante la perorata del magnate, menos que un insecto, o a Quique, un amanerado esnob, un frívolo que confunde chismes con opiniones, asiduo de la boutique de ropa donde trabaja Alejandra, que se regodea en picar con sus comentarios de pequeña víbora a las señoras de clase media alta o alta, o que aspiran a serlo, y que son clientes de la tienda.

No se excluyen en la novela observaciones ácidas hacia lo “argentino”, a la Argentina, a la burguesía arribista, a los italianos, a las feministas, a los políticos ajenos a la realidad del país, a la izquierda esquemática…

INFORME SOBRE CIEGOS

Para Sabato —lo dice más de una vez— Buenos Aires es una suerte de Babilonia, pero también, en sus noches fuliginosas y en sus largos subterráneos lo es del infierno. Una ciudad que al promediar la década de los cincuenta contaba con seis millones de habitantes de orígenes españoles, italianos, franceses, alemanes, de la Europa del Este, sirios, libaneses… En ese Buenos Aires los personajes viven en ese infierno, pero algunos son conscientes y la gran mayoría no. Para algunos críticos nada más representativo de ese infierno que las cloacas porteñas por donde Fernando Vidal Olmos huye o sueña que huye de los ciegos. Por demás es sabida la afición de Sabato por túneles, cuevas, sótanos…

“Ojalá logre ser un cazador de lo bello”, escribía Thoreau en su Diario; por el contrario, Sabato, en buen número de páginas de El túnel o de Sobre héroes y tumbas, parecía refocilarse en lo terrible y repugnante. Si los adjetivos no dan vida y las metáforas no deslumbran o maravillan, si sobran, si detienen la narración, lo mejor es barrer la hojarasca para dejar la hierba limpia. Sabato quiso dar un aire lírico sin tener mucho talento para ello como estimablemente lo tuvieron Juan Rulfo, Alejo Carpentier o Gabriel García Márquez. Sabato cuenta en Abaddón que momentos antes de darle el manuscrito de Sobre héroes y tumbas a Jacobo Muchnik, siguió tachando adjetivos y adverbios; debió haber tachado muchísimos más. Muy poco ayudan a la novela la reiteración más o menos continua de palabras repelentes utilizadas como adjetivos o como parte de imágenes o metáforas: demonios, víboras, murciélagos, vampiros, alimañas, insectos, gusanos, cloacas, fetidez, pesadillas, alucinaciones, tinieblas, tenebroso, abominable, inmundo, espantoso, asqueroso, repulsivo, aterrador, pavor y las múltiples variaciones de lo infernal… No sólo el lenguaje, sino las imágenes y situaciones tremendistas llegan a su extremo en el “Informe sobre ciegos”, que redacta Fernando Vidal Olmos, el otro probable álter ego —en su versión diabólica— de Ernesto Sabato, quien nace como éste el 24 de junio de 1911. Para cerrar, al menos, el séptuple juego de coincidencias nos enteramos al final del Informe que Vidal termina de escribirlo el 24 de junio de 1955. Es decir, entre la ficción y la vida real, el 24 de junio es el cumpleaños 44 de Sabato, es el cumpleaños 44 de Fernando Vidal, es la terminación del “Informe sobre ciegos”, es el día que Alejandra mata a su padre y se suicida, es el día —como dice David Olguín— cuando “termina la degeneración de la familia Olmos”, es el día de la fogata de San Juan y es el día de 1961 cuando entrega el manuscrito de Sobre héroes y tumbas al editor. ¿Juego literario de las “demasiadas casualidades” o vanidad desmesurada como la del actor de telenovela que quiere sacarse la foto para todas las revistas?

De Fernando Vidal podría decir Sabato lo que él mismo opina en El escritor y sus fantasmas sobre Svidrigailov, el personaje delictivo de Crimen y castigo, es decir, que “encarna la parte más tenebrosa” de Dostoievski. De haberse cortado el Informe, como han opinado buen número de críticos, creemos que la novela hubiera sido mucho más cerrada y emotiva. En las páginas del Informe no prevalece el horror, que sugiere, sino el terror, que es evidente, y en este caso parece estar motivado, sin notarlo el mismo autor, pour épater le naîf, para asombrar al ingenuo. Sabato quiere describir el descenso a los infiernos, pero a un lector no le parece eso el infierno. Menos que en las cavilaciones enfermizas de Fernando Vidal o en los laberintos de unas casas del barrio de Belgrano o en las extensísimas cloacas, el infierno en su novela se halla más en calles, plazas, casas, oficinas, fábricas, talleres y bares, en fin, para decirlo mejor, en el alma y el pensamiento de hombres y mujeres de Buenos Aires. Se encuentra —él lo sabía— arriba y no abajo de la ciudad.

Novela dentro de la novela, el Informe está entre el dédalo psicológico y la superchería elemental. Sabato mismo tuvo muchas dudas para insertarlo como capítulo en el libro porque tenía una propia vida autónoma. Tengo la impresión de que terminó por dejarlo para acentuar de Fernando Vidal su perversidad intrínseca, su incapacidad de todo afecto, su actividad delictiva, su falta íntegra de ética, y evidenciar el por qué a todos los que le son o le están próximos los acaba arruinando mental, física y moralmente, sobre todo a las mujeres con quienes tiene relaciones sentimentales: Georgina, Alejandra, la bella esposa adolescente con quien se casa por interés, la madre de la esposa adolescente, la maestra sarmientina Norma Pugliese, en fin, las numerosas amantes a quienes atraía a su mundo complejo y sin luz...

Sabato quiere mostrar un personaje a la vez sombría y lúcidamente delirante, y más, en el límite de la locura; sin embargo a un lector no puede sino parecerle muy poco verosímil o inverosímil, leer que Fernando Vidal escribe en el Informe que al mundo lo gobierna El Príncipe de las Tinieblas y lo hace mediante la Secta Sagrada de los Ciegos, y que la Secta tiene adeptos y cómplices de toda índole repartidos dondequiera. ¿Y cómo gobernaban los ciegos el mundo? Con humorismo involuntario —escribe Vidal-Sabato—, los ciegos los hacen a través de “las pesadillas y las alucinaciones, las pestes y las brujas, los adivinos y los pájaros, las serpientes, y en general, todos los monstruos de las tinieblas y las cavernas”. Pero lo que ya irrita de plano la inteligencia del lector es cuando Vidal logra escapar del laberinto de las casas del barrio de Belgrano, donde lo han encerrado supuesta o realmente los ciegos, y baja hasta las cloacas de la ciudad, huye aterrorizado, y al final se encuentra una estatua luminosa, “cien veces más grande que nuestro sol”, la cual va descubriendo que es color negro basalto, rodeada de veintiún torres, y en el vientre de la “deidad desnuda” brilla intensísimamente un Ojo Fosforescente, es decir, tiene una única y extraordinaria visión total. Sin embargo, al final del Informe, Vidal cuenta con un facilismo que deja sin defensa al lector más crédulo, que todo lo contado es un sueño que tiene en la casa de ciegos, y dando luego un salto, sin nada que lo explique ni justifique, resulta que el sueño es el sueño de ese sueño que él tiene en su habitación pobre del barrio popular de Villa Devoto.

Desdichadamente Sabato jamás parece haberse dado cuenta de que estaba mucho más dotado para crear personajes entrañables y páginas emotivas que situaciones de horror o de terror.

BUENOS AIRES

En una pequeña nota de junio de 1962 publicada en el suplemento literario “La cultura en México” de la revista Siempre!, Carlos Fuentes, luego de exaltar El túnel como la mejor novela psicológica que se ha escrito en América Latina, mira Sobre héroes y tumbas como “un fresco personal de la vida bonaerense”. La parte del siglo XX que hay en la novela narra de manera esencial hechos que ocurren en Buenos Aires, y más concretamente, en Capital Federal, y aún más concretamente en barrios populares del sur (La Boca, Barracas, Villa Devoto). Como John Dos Passos con Nueva York en Manhattan Transfer o Carlos Fuentes con Ciudad de México en La región más transparente, Sabato dibujó con precisión el paso de Buenos Aires de ciudad a megaciudad, la cual, como toda megaciudad, es caótica e inabarcable. La descripción de la gran urbe hace decir a Sabato: “¿Cómo dar la infinita realidad en los límites de un cuadro o de un libro?” Buenos Aires es “la ciudad implacable”. Alejandra, que la detesta, revienta en algún momento: “Qué lindo sería vivir lejos. Irme de esta ciudad inmunda”. Es la “ciudad maldita”, apostrofa el bueno del Loco Barragán, profeta de barrio, jeremías de café, que aparecerá de nuevo como personaje delirante en Abaddón anunciando tiempos de calamidad y de infortunio.

Sabato va haciéndonos familiares, no sólo el Parque Lezama, sino calles de Barracas próximas a la casa de Alejandra, el elegante Barrio Norte, el esquinero y melancólico parque del Retiro, el larguísimo Riachuelo, la dársena sur, el muelle, el Paseo Colón, la Costanera, y desde luego el río de la Plata, ese río tan de Martín y Alejandra, “que se extiende casi inmóvil sobre cien kilómetros de ancho, apacible o bravo”, y que, como todos los ríos, dan siempre la idea de la fugacidad y de lo irrepetible.

Pero también Sabato nos lleva a los pequeños bares y cafés, como el bar de la esquina de Brasil y Balcarce y el Moscova de calle Independencia, cuyo dueño es un ruso ex músico, Ivan Petrovich (Vania), de una desprendida generosidad; el bar del Plaza y el bar de Esmeralda y Charcas, tan visitado por Martín y Alejandra; el bar de Río Cuarto, donde Martín se encuentra con el ruin Bordenave, y el café de Almirante Brown y Pedro de Mendoza con vista al río… Esos lugares como puntos escondidos en la gran urbe donde en la soledad meditativa o en la plática informal se tocan toda suerte de temas —serios, humorísticos, frívolos, inanes— y se construyen o se apagan vidas.

MARTÍN Y ALEJANDRA

De lo más logrado en la novela es cómo Sabato va dejando claves para ir entendiendo las historias, sobre todo de la relación de Martín y Alejandra. Desde el primero de los cuatro largos capítulos van cifrándose, a través de Alejandra, algunas claves: Molinari, Fernando, ciegos, los “sueños premonitorios y la purificación por el fuego”…

Los hechos de la dolorosa relación de la pareja de adolescentes podrían ubicarse de mayo de 1953 a junio de 1955, es decir, los dos últimos años del primer gobierno de Juan Domingo Perón: entre los 18 y los 20 años de Martín y los 19 y 21 años de Alejandra. Nos es imposible disociar a dos sitios de la Capital Federal con la pareja triste e iluminada: la casona familiar de Alejandra, en la calle Río Cuarto del barrio de Barracas, y el Parque Lezama, en el barrio de La Boca, a un paso de San Telmo.

Pese al lustre histórico de los apellidos, la familia de delirantes y locos mansos mora en una vetusta casa, rodeada de vecindades y fábricas, cuyos terrenos fueron antaño parte de la quinta de los Olmos y los Acevedo. En la casa, o más precisamente en el Mirador, donde duerme Alejandra, los adolescentes se acuestan a veces, allí donde, diría Martín, conocerá “el éxtasis y la desesperación”.

En la novela el parque Lezama es un sitio mágico y lánguido. Octavio Paz recordó en un poema sus “árboles cantantes”. Cuando residí tres meses en Buenos Aires en el 1992 en el otoño porteño, lo visité a menudo, y me parecía pálido y triste, pero si imaginaba los encuentros de Martín y Alejandra se volvía melancólicamente evocativo. ¿Qué mejor imagen de la espera y la desesperanza, del alivio y el desvalimiento, me digo yo, que Martín esperando semanas a Alejandra en ese escueto parque sin saber si sólo se ha alejado o ya lo abandonó?

Melancólico y puro, Martín, el personaje más redondeado de la novela, es físicamente un muchacho alto, desgarbado, pobrísimo, solitario e inerme, con tendencias suicidas, en fin, diría Sabato, como “un bote a la deriva”. Casi todo el tiempo sin empleo, es de esos jóvenes en quienes desde su nacimiento se ve trazada en la frente la mala estrella y para los que el tiempo no se mide por meses ni por años, sino “por catástrofes espirituales y por días de absoluta soledad y de inenarrable tristeza”. Condenado desde la infancia al resentimiento, la madre (“para quien siempre fui un estorbo”) es la madrecloaca, y el padre, un débil irremisible, un pobre diablo como hombre y pintor, quien “había sufrido al menos tanto como él”, y con quien hubiera querido tener —se da cuenta tarde— una mejor relación afectiva.

Físicamente Alejandra es alta, blanca, de rostro anguloso, de largo pelo negro alaciado, de ojos verdeoscuros, de labios gruesos, de piel mate y pálida. Para Martín fue siempre esa “muchacha rara” con quien se encontraba sólo cuando “ella quería encontrarlo”, con quien “nada se sabía” y sólo se entraba a “un territorio salvaje y oscuro” que resultaba al fin impenetrable. Luego de cortas o largas desapariciones de la muchacha, se encuentran en lugares absurdos y a las horas cuando ella decide. En esa relación, dolorosísima y conflictiva para él, Martín espera desesperado, se acuesta en ocasiones con ella para esperar más, se enamora al grado de querer al final morir por ella, pero nunca entiende, siendo Alejandra una mujer fuera de serie, por qué lo procura, juega con él, lo quiere a su manera. Martín sabe que nunca la conoció del todo porque era imposible. Contra todo, el muchacho podía decirle a Bruno al pormenorizar aquellos años inolvidables: “Y sin embargo, al recordar, ha sido el periodo más maravilloso de mi vida”.

Alejandra parece reunir en sí —reúne— la parte siniestra y perversa del padre y la ternura y la piedad rotas de la madre. Es a la vez, como se titula el primer capítulo, el dragón y la doncella, “un indiscernible monstruo, casto y llameante a la vez”. ¿Se parecían?, como dijo Alejandra a Martín en alguna ocasión. Puede ser, pero no en lo más profundo y esencial: a su manera ambos son ferozmente autodestructivos, pero en la implacable destrucción del otro o de los otros en eso no entra Martín. Rabiosa, despreciativa, con frecuencia de mal humor, Alejandra se siente sucia y no es nada complaciente ni con los otros ni con Dios ni consigo misma: el mundo “es una porquería”, ella misma se cree “una basura” y Dios sólo merece ser odiado. A diferencia de María Iribarne en El túnel, que es la femineidad, “Alejandra es un personaje violento, destructivo y hasta veces un poco masculino”, nos contestó Sabato a Mempo Giardinelli y a mí en una entrevista que le hicimos en su casa de Santos Lugares en 1992 (Literatura en voz alta). El odio a sí misma la llevará a acostarse con otros, incluso por dinero, como con Bordenave —un personaje incidental que sólo parece servir en la novela para darle a Martín noticias hirientes sobre Alejandra—, y al último a inmolarse prendiéndose fuego inmediatamente después de matar al padre de cuatro balazos, con quien queda sostuvo una relación incestuosa. Alejandra crea en el lector de continuo una combinación contrastante de atracción sexual y repulsión, de desesperación y ternura, de fortaleza y fragilidad. “Dónde estaba Dios cuando te fuiste”, repetía Martín luego del suicidio de Alejandra. “El drama del amor caído”, lo llama David Olguín.

ÚLTIMA

Después de los desenlaces trágicos narrados en el último capítulo, es decir, por un lado, el asesinato de Fernando Vidal y el suicidio de Alejandra, y por el otro, la saga trágica de los legionarios de Lavalle, Sabato prefirió en las páginas finales, cuando Bucich y Martín se van en el camión a la Patagonia, dar un anticlímax tranquilo y triste, y el resultado fue magistral. El viaje de Martín, acaso sin saberlo, no es sólo al más profundo sur, sino lo es a una nueva vida que será acaso pobre pero de una sencillez desprendida y generosa. Sin embargo, como lo veremos aún en páginas de Abaddón el exterminador, nunca conocerá el olvido por la muchacha secreta.

Unas líneas inolvidables de Sabato, que ya desde hace cincuenta años forman parte del ideario argentino, son aquellas cuando Alejandra dice a Martín una opinión de Bruno: “Por desgracia, la vida la hacemos en borrador. Un escritor puede rehacer algo imperfecto o tirarlo a la basura. La vida, no: lo que se ha vivido no hay forma de arreglarlo, ni de limpiarlo, ni de tirarlo.”

A cada lector le queda decirse lo que debió Sabato en Sobre héroes y tumbas arreglar, limpiar o tirar. Nosotros la tomamos como un todo, y por o pese a sus grandes defectos, es una de las novelas latinoamericanas del siglo pasado que dejan una más honda impresión, o si se quiere, un aire triste, una desgarradura.

domingo, 1 de mayo de 2011

Los poetas mexicanos de los años cincuenta

1/Abril/2011
Jornada Semanal
RicardoVenegas

Desde los años ochenta se han editado diversas antologías con el propósito de acercarnos a los poetas nacidos en la generación de los cincuenta: Poetas de una generación 1950-1959 (1988) de Evodio Escalante, La sirena en el espejo (1990) de José María Espinasa, Víctor Manuel Mendiola y Manuel Ulacia. La propia Colección de los cincuenta, que apareció en los noventa, subraya el lugar que estos creadores –casi todos hijos de la Asamblea de poetas jóvenes de México (1980) de Gabriel Zaid– ocupan en el mapa de la poesía mexicana.

La nómina de estos poetas es amplia. Muchos comenzaron a publicar después de los treinta o cuarenta años de edad, algunas de estas voces sólo aparecieron con su debut y despedida implícita en un solo libro.

Ethel Krauze, José Luis Rivas, Coral Bracho, Mario Calderón, Verónica Volkow, Víctor Toledo, José Javier Villarreal, Carlos Oliva, Víctor Hugo Piña Williams, Luis Miguel Aguilar, Héctor Carreto, José Angel Leyva, Myriam Moscona, Adolfo Castañón, Sandro Cohen, Maricruz Patiño, Jorge Esquinca, Silvia Tomasa Rivera, Efraín Bartolomé, Javier Sicilia, Francisco Torres Córdova, Juan Domingo Argüelles, Eduardo Casar, Ricardo Castillo, Alberto Blanco, Franciso Segovia, Margarito Cuéllar, Fabio Morábito, Luis Cortés Bargalló, Josu Landa, entre muchos otros (imposible mencionar a todos en tan poco espacio), son parte de una larga nómina que dibuja una parte importante –más bien enorme– del mapa poético actual de México.

El nombre de “Generación de los 50” se le ha atribuido al poeta y crítico Arturo Trejo, que en su artículo “Nombrar la luz”, publicado en la revista Memoria de papel en 1991, habló de los creadores de esta generación, a la cual se identifica también por comprender, entre quienes la integran, a varios ganadores del Premio Aguascalientes de Poesía, si no el más prestigiado –y cuestionado–, sí el más generoso reconocimiento económico a un poeta en México.

El año de 1968 es ineludible para esta generación que lleva tan presente en su formación (no generalizo) la caída de los regímenes autoritarios. A este grupo lo caracteriza también, afirma Vicente Quirarte (también miembro de esta generación), el haber estudiado “carreras humanistas cuando la cultura no está de moda” y el hecho de no contar con manifiesto alguno ni declaraciones de principios, por lo que “el credo estético debe ser buscado en los poemas mismos”.

La dispersión es otra característica de este grupo, su diversidad de lecturas –Baudelaire, Rimbaud, los Contemporáneos, los clásicos de la poesía española, Rubén Bonifaz, Jaime Sabines, Pablo Neruda, T.S. Eliot, Roberto Juarroz, Octavio Paz, Cesare Pavese, René Char, los poetas beat– y temas como la desilusión amorosa, la infancia, el humor, la naturaleza, el erotismo… En el ahora esta generación lleva consigo las riendas de gran parte de lo que germina en la poesía mexicana y asume los riesgos de toda generación: su propia heredad.

sábado, 30 de abril de 2011

Narconsumismo y capitalismo

30/Abril/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace dos sábados dije aquí que el billete en la mano del consumidor del narco es el billete en la mano del sicario. Vivian Abenshushan y Jorge Harmodio respondieron en el blog “Nuestra Aparente Rendición”. He aquí mi contrarréplica.

Citaré a William Burroughs, gurú de la droga.

“La heroína es el producto ideal… la mercancía perfecta. No hay necesidad de promoverla. El cliente se arrastrará por la cloaca y rogará comprar… El mercader de droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto. No mejora o simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente”.

Incluso paga empleados con droga. “Mentirías, engañarías, acusarías a tus amigos, robarías, harías cualquier cosa para satisfacer tu necesidad total” escribe Burroughs, en introito a Naked lunch. “Cuando ya no haya más adictos… no habrá tráfico. Mientras exista necesidad… alguien dará el servicio”.

Legal o ilegal, el narco es la industria más salvaje de todas. Nada le importa —ni siquiera conservar vivo al cliente— excepto la ganancia, y es el consumismo más desesperado. ¿El traficante? Aquel dispuesto a todo con tal de tener más. Mr. Capitalismo mismo.

La droga es el CAPITAL TOTAL.

Sin el consumo de drogas, el capitalismo ya se habría desplomado. Millones de seres sólo soportan la miseria espiritual y social del capitalismo gracias a las drogas. Y los gobiernos, ¿cómo financiarían sus guerras sucias sin tantos millones de usuarios?

La campaña pro-despenalización de la droga es un momento clave de la historia de la ¿resistencia? contra el orden mundial, uno de sus episodios más paradójicos.

Consecuencia directa de la ideología liberal —el derecho absoluto del individuo sin que importe el contexto social—, ¿en esto paró la contracultura y la izquierda? ¿En reclamar el derecho a CONSUMIR?

La oposición está dopada. Y quiere comprar droga en Starbucks.

(Debord, refútame: la droga es el espectáculo hecho fármaco).

Pedir que el sistema legalice la droga es rendir culto al capitalismo, que industrializó la droga para mantener sus guerras, policía, estructura familiar y división social. Mucho del trabajo capitalista, además, requiere droga para ser soportado.

Coca, cristal, crack, heroína, ice son el machismo y el nihilismo pulverizados para servir de dosis de ultracapitalismo instantáneo.

Familia, religión y economía engendran a los adictos que el narcotráfico alivia.

Hoy el consumidor pide al sistema le permita consumir legalmente su esclavitud.

Naked lunch (“almuerzo desnudo”) significa, precisamente, el “momento congelado cuando podemos ver lo que está en la punta del tenedor” (Kerouac-Burroughs), la cruda percepción de la mercancía que se busca beatificar.

¿Prohibir o despenalizar? No, tumbar la sociedad del autoengaño.

Ni Cristo ni Dubai ni Poesía ni Crack.

No + Paraísos Artificiales.

El rigor libérrimo

30/Abril/2010
Laberinto
Jorge Fernández Granados

I

En la fisonomía expresiva de Gonzalo Rojas (Lebu, 1917-Santiago de Chile, 2011) hay por lo menos dos rasgos que parecen determinantes: el ritmo y la aparente dispersión de su discurso. Ambos son decisivos a la hora de adentrarse en su poesía.

Sobre el primero casi no cabe dudar: todo lo que enuncia adquiere un ritmo; o, más específicamente, se despliega en una cadencia cuya singularidad destaca continuamente: sincopada, asimétrica, zigzagueante; algo parecido a un jazz que se divierte en su fraseo. El ritmo de Rojas da la apariencia en un primer momento de extravagancia o mero capricho. El corte de los versos tanto como la peculiar irregularidad que los fractura desconcierta y capta de inmediato la atención, sin duda porque exige una lectura inusual. Sin embargo, paulatinamente, conforme se ajusta el oído a esos saltos y encabalgamientos, se oye esa otra cadencia que los anima, eso tan suyo como un tropiezo controlado, una poderosa respiración entrecortada dentro de la cual se disuelven los eslabones natales del idioma y se crean otros distintos, triturados, vertiginosos y certeros. Otra gramática a punto de nacer. A semejanza de César Vallejo —a quien algo le debe y nunca lo negó, en particular de aquella fragua fonética para reforjar el ritmo de la lengua—, el chileno también escuchó en esa poderosa respiración agónica un ritmo propio, desde el cual decidió escribir y gracias al cual desencadena una dicción inusitada.

No está tan lejos por ello la metáfora jazzística, sobre todo si se considera la otra cualidad o característica planteada: la aparente dispersión del discurso. Viene y va, dentro del poema, de un asunto a otro, con una disposición al devaneo o una libertad serpeante que lo mismo habla de la inmediatez (su cráneo, su casa, un número telefónico) que del más abstracto absoluto (la Nada, el Abismo, los Arcángeles); y en todo está por un instante y de todo pesca acrobáticas relaciones en las que no teme zambullirse con confianza, nadar distraídamente y volver a la orilla. Cierto, da la sensación de improvisar como un músico virtuoso. El efecto en el poema es de intermitencias temáticas y de holgadas elipsis, de paréntesis abiertos en todo momento a través de los cuales puede aparecer casi cualquier cosa.

Y es que Rojas juega con el sentido, con hacerlo saltar fuera de la línea recta a la que éste parece predispuesto y le propone una dispersión lúdica, que lo mismo puede visitar el disparate que la visión. Lo que no escatima es el riesgo de pasear por los alrededores de sus ideas —o de sus puntos de partida temáticos en cada poema, porque más bien ésa es su técnica: comenzar en cualquier asunto y derivar, esto es dejarse ir por la deriva de su propio imaginario lingüístico— y llegar en este periplo, en esta explosión controlada de la divagación, y siempre con la agilidad y la intuición suficientes, al verdadero sentido del que da cuenta su poesía: una interminable metamorfosis.

[...] uno mismo
es el abismo, metamorfosis
de lo mismo, cumple uno ochocientos a cada instante, llueve
lluvia, siempre
llueve lluvia, el poeta
es un animal pasado de realidad y hay que vivir
ebrio de eso, ojalá
sin nadie, silabeando el Mundo

El “animal pasado de realidad” que silabea el mundo es también hijo metódico y dotado del surrealismo latinoamericano; generación a la que, por cierto, Gonzalo Rojas perteneció por edad e impronta, junto con los argentinos Enrique Molina, Francisco Madariaga y Olga Orozco, los peruanos César Moro y Emilio Adolfo Westphalen y, sobre todo, el cubano José Lezama Lima; si bien, en cuanto a fechas, la publicación de la obra del chileno es posterior al momento más fuerte de este movimiento, situado a fines de la primera mitad del siglo XX. No obstante, la cercanía de Rojas con el surrealismo es sutil. No sería del todo justo decir llanamente que es un poeta surrealista. Más bien toma del surrealismo esta destreza divagante, este pensamiento metamórfico y a la vez visionario. Ahora bien, esta ascendencia es afianzada por otras evidencias. Una de ellas, que no es meramente anecdótica, fue la estrecha amistad y afinidad con el trabajo del pintor Roberto Matta, de clara escuela surrealista, quien ilustró varios de sus libros. En un texto titulado “Antes de una lectura” de plano lo declara:

Siempre se me dio el ejercicio de la poesía como un acto genésico encima de la página blanca y así lo registra un texto descarado de mis 22 cuyo título es “Perdí mi juventud en los burdeles” y en el que Lihn vio por adelantado el registro de mi sistema imaginario entero: libertinaje y rigor lo mismo en la visión que en el lenguaje, Lautréamont y Juan de Yepes a la vez…

Efectivamente, es Lautréamont —el profeta surrealista— el imán de ese lado delirante e intempestivo de su método de composición, el lado del juego y del azar. Hay que tener presente que el surrealismo fue, entre otras cosas, una crítica de la racionalidad cartesiana y su manera de leer linealmente el pensamiento y el mundo. Pero, al mismo tiempo, Juan de Yepes, el rigor de San Juan en la visión y la disciplina, en la fe por la palabra. De este posible punto de convergencia, entonces, se deriva el rigor libertino de Gonzalo Rojas.

II

Lo verificable a lo largo de su obra es esta fisonomía expresiva, evidenciada particularmente por el ritmo y la aparente dispersión del discurso. Fisonomía expresiva que continuó su expansión o construcción a través de cada libro del poeta chileno; obra al parecer menos dirigida por una temática particular que por un “impulso genésico” —como él mismo afirma—. La muy personal manera de juntar poemas nuevos y viejos parece una constante en los títulos de Rojas. Se diría que buscaba proponer distintas lecturas de unos mismos elementos intercambiables ya conocidos, a manera de piezas de un mecano que armaba y desarmaba a voluntad. La totalidad de sus poemas, sin embargo, poseen la factura distintiva del oficio dominado al mismo tiempo que la frescura divertida de un poeta que parecía, hasta el último de sus días, estar viviendo una tercera juventud o, de no ser así, por lo menos una indeclinable plenitud.

Tal vez lo que llama más la atención en sus últimos libros es esa frescura gozosa, libertina (“libérrima” diría él) y a veces hasta sarcástica que parece escabullirse con una agilidad juvenil de lo que en un comienzo fue la natural de Rojas: lo sombrío. El contraste entre la visión y lo oscuro que dominaron sus primeros libros se reconcilió con un arte de vivir en el que no cabe la rigidez ni la sentencia. Y si bien hay un rigor (que no es rigidez) en todo lo que dejó escrito, ahora como nunca parece más bullicioso de su libertad. Tánatos aún aparece en la exclamación que finaliza el poema “Latín y jazz”:

Es el parto, lo abierto de lo sonoro, el resplandor
del movimiento, loco el círculo de los sentidos, lo súbito
de este aroma áspero a sangre de sacrificio: Roma
y África, la opulencia y el látigo, la fascinación
del ocio y el golpe amargo de los remos, el frenesí
y el infortunio de los imperios, vaticinio
o estertor: éste es el jazz,
el éxtasis
antes del derrumbe, Armstrong; éste es el éxtasis,
Catulo mío,
¡Tánatos!

Pero el tono en general del último Rojas es casi distinto a pesar de esa invocación tanática. Hay que revisar sus primeras colecciones —La miseria del hombre (1948), Contra la muerte (1964), Oscuro (1977), Del relámpago (1981) o El alumbrado (1986)— para percatarse del giro jovial, aligerado, que más tarde domina el conjunto. Digamos que fluyó en lo viviente con una suelta serenidad. No sé si pueda hablarse de reconciliación; es más prudente decir que sin enaltecerla aceptó a la realidad con todas sus repentinas tropelías.

Las estrellas: allá
ellas. El tiempo es más bien escarabajo
de jade, puede ser, de
zafiro, todo lo que usted quiera. De
zafiro, de jade. De respiración.
Escarabajo de pura respiración.




Poeta de Hispanoamérica

José Emilio Pacheco

Durante casi medio siglo he sido un lector constante y más que fervoroso de Gonzalo Rojas. Mi relación con su poesía fue la más íntima, la que se establece en silencio entre el lector y el poema. Gracias a ella las palabras suyas se convierten en nuestras.

Me pregunto si fue el último poeta que uno pudo aprenderse de memoria, “de corazón” como se dice en inglés (“by heart”) y en francés (“par coeur”).

Porque Gonzalo Rojas tuvo el mejor oído de la poesía española en nuestro tiempo.

No hay texto suyo que no sea una maravilla rítmica. El creía mucho en el aire, en la respiración. Aspiramos sus poemas como quien toma aire para oxigenar la circulación de la sangre.

Ser un gran poeta dentro de la gran poesía chilena es un mérito doble. Gonzalo Rojas es radicalmente un poeta de su país pero también de Hispanoamérica y de la lengua castellana toda. Se ha ido pero nos deja su maravillosa poesía. La seguiré leyendo mientras viva.


En un largo artículo mortis

Adolfo Castañon

Debe haber sido a finales de enero de este 2011, la última vez que hablé con Gonzalo Rojas por teléfono. Gracias a su amiga-lectora y editora Fabienne Bradu Cormier en cuya nueva casa nos encontramos con unos cuantos amigos. Gonzalo estaba en cama desde hacía algunos días allá en Chillán, en cama “porque se había caído de la cama”. Creo que alcancé a decirle algo así como: “tú no puedes volver a México porque nunca te has ido de aquí”, casi oí su sonrisa: “¡Qué dices, muchacho!” Le dije que ojalá se mejorara pronto, que aquí se leía mucho su prosa-versa. Luego le pase el teléfono a mi otro yo. Me quedé pensando en Gonzalo, en su voz quejumbrosa y cuchicheante de asmático, como hecha para enamorar a la primera exhalación. Nunca supe si debía agradecerle a él que hubiese sugerido mi nombre para prologar la antología de Gabriela Mistral que le hizo la Asociación de Academias de la Lengua el año pasado. Sé, en todo caso, que una de las cosas que debo agradecerle a “la vida que me ha dado tanto” (para traer el eco de Violeta Parra) es haber podido conversar con el poeta, infatigable trotamundos, trotavoces, en diversos momentos a lo largo de varios años, en distintos puntos de nuestras Américas: en Chile, en Medellín, Colombia, en la Ciudad de México, en la de Guadalajara, en la de Monterrey… Recuerdo, en particular, la extensa conversa que tuvimos una mañana de abril de 1998, al día siguiente del desnacimiento de su amigo Octavio Paz. Rojas llegó muy temprano por la mañana a la casona aquella de Francisco Sosa esquina con Salvador Novo. Ahí estaba yacente y bien vestido el cuerpo de su amigo y casi contemporáneo Octavio Paz, nacido en 1914 mientras él, Gonzalo, había nacido en 1916: al primero le tocaba el signo del TIGRE en el horóscopo chino, al segundo el del DRAGÓN, el DRAGÓN de HIERRO. Al acercarse, le dio un par de discretas palmadas al tiempo que le decía con esa su voz susurrada como a través de las cavernas del asma: “Muchacho, ¡qué pronto te pusiste los pantalones de madera!” Tenía Gonzalo Rojas (cuyo retrato estoy viendo ahora mismo al pasar al estado escrito estas palabras) una forma entre pegajosa y casual de dejar caer su sabiduría, su inocencia ávida de sacrificios secretos. Como que traía en la bolsa del saco un refranero híbrido de arcaísmos y de vocabulario religioso, de poesía, anécdotas sapientes y ladina fábula. Todavía seguimos conversando esa mañana, pues había que trasladarse al centro donde se celebrarían las honras fúnebres de ese otro aventurero del espíritu que fue su amigo y cómplice Octavio Paz. Durante el trayecto en automóvil, mientras iba yo al volante, le pregunté al autor de Salgo de lo oscuro si tenía en mente algún poema sobre la lluvia pues me encontraba cosechando fichas para una antología sobre de la lluvia en la poesía hispamericana. Rojas pareció despertarse y se le avivó la mirada como cuando se tropezaba con alguna de sus leyentes inspiradoras. Me dijo: “Seguro que tú conoces (por supuesto no era así) este poema del olvidado Carlos Pezoa Véliz (1879-1908). Y se puso a recitar, como un torrente de ingrávida lava que iba limpiando el aire enrarecido y cautivo del vehículo, el poema con sus amplias estrofas cadenciosas y un tanto cuanto fechadas, pero por ello mismo tanto más insinuantes para mi oído interior. Al terminar ese morceau de bravoure, entrecerró los ojos y dejó que el silencio que había brotado del poema alargara su resonancia por aquella selva de asfalto.

Me llamó poderosamente la atención el hecho de que Gonzalo Rojas se hubiese entregado durante tanto tiempo: horas, días, semanas, a la agonía. Bromeaba yo con algún amigo sobre el hecho, ¿sobre el lecho? como para conjurar el dolor por la pérdida de ese “miembro fantasma”, que, si ya nos dolía en vida, no sabemos cuánto nos lancinará en el presente porvenir… Me imaginaba a Gonzalo Rojas jugando una interminable partida de ajedrez con el Dios-rostro-de-chacal: Anubis, poniéndolo en aprietos, leyendo con poderosa lupa las letras minúsculas del contrato imposible que nos trae a la luz de la vida. Lo imagino risueño atravesando pampas y maniguas con su lengua entera de macuto del otro mundo.

Confesión del araucano

In memoriam Gonzalo Rojas (1916-2011)

Za-zen: za-zen! —balbuceaba en
la cripta de la cobra una familia
de Sutras.
Escucha al Araucano
cómo toca en sus manos
fulgor del agua rota en el Tiempo
una brizna desconocida
no era mosquito ni sedosa araña
era quizá un reflejo desvaído
ecotáneo, sofófilo hasta la Mandrágora
Pero cuando la luz quedó de espalda a los árboles
y caía por las bóvedas de la oquedad
ascendía el túnel del aire
por las oscuridades del barro
y en la entrañable tibieza del lodazal espejeante
un ave supo que había como
amanecer en sus manos
“Za-zen: za-zen! —balbuceaba en
la cripta de la cobra una familia
de Sutras.
La ciudad sagrada se abría entre
los labios del canto
Pero el escupe-elogios, el chillón de los vitupe-
rios se desnudaba de signos entre el
Tam-Tam de los tambores ensangrentados
y la cobra devoraba los últimos
rayos del sol que moría
al filo de la canción aérea y terrestre
preguntaba el niño: “¿ya es hora?”
Había que vendarse los ojos
para sentir llegar el fuego hasta el padre
“Ya casi, le dijo la Señora”
desde la bóveda de su sombra trémula
(eran las 8 y cinco de la
noche en un lugar de La Mancha
de cuyo nombre no quieres
acordarte)
“Za-zen: za-zen! —balbuceaba en
la cripta de la cobra una familia
de Sutras.

domingo, 24 de abril de 2011

La narrativa mexicana: entre la violencia y el narcotráfico

24/Abril/2011
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

A finales de la década de los noventa del siglo xx, el canon literario hispanoamericano comenzó a ocuparte del tema de la violencia de forma más o menos permanente. Colombia fue el punto de referencia, sobre todo por el período de guerra civil que llevó al gobierno y a las farc a constantes enfrentamientos que impulsaron las oleadas de migración cuando la crisis económica y la violencia resultaban insostenibles. Obras como La virgen de los sicarios (1993), de Fernando Vallejo; Noticia de un secuestro (1996), de Gabriel García Márquez; El ángel descuidado (1997), de Laura Restrepo; Rosario Tijeras (2000), de Jorge Franco o Sin tetas no hay paraíso (2005), de Gustavo Bolívar Morero, son textos que más allá de su diversa calidad literaria revelaban un momento caótico sobre la violencia extrema en Colombia. La literatura se convierte en documento literario que ambienta un contexto social e inaugura una polémica sobre la ficción postmoderna en donde se discute la relación finisecular entre ficción pura y recreación ficticia de una realidad.

El tema de los secuestros, el narcotráfico y los asesinatos seriales a partir del año 2000, encuentran ahora, dentro de la narrativa mexicana, principalmente la que se escribe en el territorio norte, un espacio frecuente. Esta constante dentro de la narrativa nacional, cuestiona, al menos en la lectura de un corpus más o menos homogéneo, los contextos que desde hace una década se han agudizado en México: desempleo, feminicidios, narcotráfico, migración y violencia. Por lo tanto, lo que antes se consideraba como “novela policíaca o novela negra, ha sufrido ciertas mutaciones y matices que es menester observar, toda vez que la realidad mexicana es ya sinónimo de un horror y una psicosis colectiva.

Parece que cada día los lectores mexicanos de narrativa hemos perdido la capacidad de asombro frente a las propuestas narrativas que ofrecen los escritores nacionales. Los temas que atraviesan de forma permanente la ficción mexicana tienen en La reina del sur (2002), del español Arturo Pérez Reverte, su géneris temática. A partir de lo recreado en esta novela se recurre a un replanteamiento de los contextos políticos y sociales recientes, pero ahora desde la ficción.

La estructura clásica de la narrativa policíaca mexicana se ha dedicado a explicar el tema del asesinato bajo una tradición literaria en donde, con frecuencia, el asesino actúa por consigna para salvaguardar los intereses de un grupo político o empresarial –en ocasiones una mezcla de ambos. Obras como El complot mongol (1969), de Rafael Bernal, o La cabeza de la hidra (1978), de Carlos Fuentes, lo atestiguan. En el panorama contemporáneo de la narrativa mexicana de temática policíaca, nombres como Jorge Ibargüengoitia, Edmundo Domínguez Aragonés, Juan José Rodríguez, Malú Huacuja, Paco Ignacio Taibo ii, Eugenio Aguirre, José Huerta, Juan Hernández Luna, David Toscano y una decena de autores consagrados, han aumentado la nómina de escritores que forjaron una tradición policíaca muy sólida en México.

Sin embargo, el tema y la estructura de la novela policíaca clásica se han asimilado y modernizado en México a partir de finales de los noventa y se ha sostenido durante la primera década del presente siglo. Los temas cotidianos de la corrupción política, el poder del narcotráfico, las violencia y los feminicidios son el leit motive que sostiene las narraciones con-temporáneas. La construcción narrativa expande el vocablo “asesino” y diversifica los matices. Ahora hablar de sicario, zeta, paramilitar, asesino a sueldo, resulta un sustantivo ordinario; la gama de personajes delictivos ha aumentado porque la cotidianidad así lo testifica.

Con Un asesino solitario (1999), Élmer Mendoza se posiciona como un renovador del género policíaco en México. Su novela da cuenta de la corrupción y el conflicto de intereses políticos que llevan al asesinato del candidato a la presidencia, Barrientos, (alusión evidente a Luis Donaldo Colosio). La hipótesis de la novela se sostiene a partir del complot y de finos recursos narrativos, como la parodia, la ironía y la intertextualidad, así como el reflejo y el diálogo con los contextos mexicanos que en el año de 1994 afianzan la crisis de las instituciones y la ulterior corrupción en la política y la economía nacional: el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, el levantamiento Zapatista como reacción a las políticas neoliberales, así como la firma del tlc y la colusión de algunos medios noticiosos con los intereses particulares de algún político. Con esta novela asistimos al nacimiento literario de la cultura de la violencia dentro de las letras mexicanas, que forma una tradición y renueva la poética de lo policíaco. Lo que destaca en la novela de Mendoza es la recreación de acontecimientos que, a fuerza de ser demagógicos por descarados, son una realidad (aunque se trate de una ficción), pues, por ejemplo, un personaje que se desempeña como policía está enrolado en la venta de droga y, para defender sus intereses, es necesario traicionar a su amigo sicario, pues hay que defender los intereses propios. En la novela se evidencia que el concepto “amistad” no existe dentro de la mafia, pues la traición se impone para sobrevivir. Esta novela será el inicio de una narrativa de la violencia que, en el caso del autor sinaloense, se prolonga en obras como El amante de Janis Joplin (2001), El efecto tequila (2004) y Cóbreselo caro (2005), textos que por su fecha de composición van refiriendo los contextos de la violencia, el poder y la corrupción política y empresarial que cada vez son más frecuentes en México, al grado de que la narrativa los recupera para recrearlos y, sin ser en ningún sentido un panfleto y documento sociológico, refieren correspondencias extratextuales e intersubjetivas que dialogan con otro tipo de discursos.

En 2002, Eduardo Antonio Parra se da a conocer como novelista con Nostalgia de la sombra. En esta obra se presenta a un protagonista, Ramiro Mendoza, quien se desempeña como gatillero a sueldo. La violencia y el ambiente del norte del país son desoladores; todos los escenarios recorridos por el protagonista se revelan entre un ambiente de rareza y precaución. El miedo es una constante entre los ciudadanos y los propios sicarios; todos desconfían de todos. Lo más trágico es que convertirse en sicario o gatillero a sueldo significa un trabajo como cualquier otro, a la vez que supone estar al lado del poder empresarial y delictivo –ya no el de las instituciones–, ya sea para protegerse o luchar contra él. En la novela de Parra, espacios como Tijuana, Monterrey, Sinaloa y el Río Bravo se advierten como lugares asfixiantes de peligro y disputa. En la obra hay constantes alusiones a la música de los narcocorridos, que son la épica a través de la cual se dan valor los que ingresan a la delincuencia, pues se cuentan sus hazañas, pasiones y traiciones. Ramiro conoce o se reencuentra con una serie de personajes que igual que él también están condenados. Él ha sido contratado para asesinar a una ejecutiva de bolsa; sin embargo, el protagonista no advierte que también está lleno de miedos y que no puede reconocerse a través de una apariencia física que se ha construido para no levantar sospechas. Ingresar al mundo de los gatilleros significa renunciar a una identidad, ser un sujeto clandestino en donde la ley predominante es la de la violencia, aunque sabe que puede sucumbir, pues el poder también significa traición.

En 2003, Jesús Alvarado publica la novela Bajo el disfraz, cuyo tema explícito es el narcotráfico y los medios a los que sus protagonistas recurren con el fin de seguir dominando el mercado de la droga; es el caso de Chuy Nazario, jefe del narco, quien recurre a la cirugía con el fin de tener otro rostro y seguir en el medio; la violencia y la persecución recaen en una figura antagónica: Sebastián Mendo, personaje perseguido por el crimen organizado.

Un año después, Rafael Ramírez Heredia publica La Mara, obra de gran factura literaria que muestra la tragedia de hombres y mujeres anónimos centroamericanos en su periplo por llegar a Estados Unidos. La novela se erige como la voz de las mujeres violadas, los hombres mutilados por el tren, los jóvenes robados, secuestrados y extorsionados por los mareros y los policías. La historia de esta novela se conecta con temas de la historiografía centroamericana del siglo xx, como la guerrilla centroamericana y las guerras civiles en Honduras y Guatemala, que dejaron cientos de niños huérfanos que al llegar a la edad adulta la única opción que tienen es la de en-rolarse en el crimen. Lo que el discurso de la novela afirma es la condición trágica de los mareros y su encono social, su estatus de parias criminales como forma de vida.

Pero la narrativa mexicana también se ha ocupado del tema de los migrantes mexicanos de manera frecuente. Una de las recientes novelas es Welcome coyote (2008) de Ulises Morales Ponce, mención en el Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo. Si en algunos texto de autores como Juan Rulfo se sostiene el vocablo de “bracero”, que significa ir a Estados Unidos a trabajar de manera temporal en labores principalmente del campo, con el paso de las décadas esta condición se criminaliza y se habla de ilegal, lo que supone la construcción de un aparato de corrupción donde la presencia de los polleros enfatiza la tragedia de los que cruzan la frontera. En esta novela se narran las peripecias de Mariano, un campesino oaxaqueño que abandona a los suyos frente a la miseria familiar. Más que la historia de este hombre, la novela ambienta una tragedia colectiva en donde ya no existen límites entre el crimen y la dignidad por la vida de una persona a la que se le criminaliza por ilegal.

Con Al otro lado (2008), Heriberto Yépez se posiciona dentro de los narradores mexicanos contemporáneos por su destacada obra. En este caso, la novela refleja la concatenación de temas como la adicción de los jóvenes en Ciudad de Paso, el narcotráfico, la violencia y la migración. Aquí se revela la aparición de los llamados chiquinarcos, niños subsumidos por los cárteles para el tráfico de droga, así como malandros, cholos, matamorros y otras categorías juveniles; todos ellos habitantes de un mundo de cristal en donde el consumo de las drogas sintéticas los sume en la dependencia. La recreación literaria de un espacio hace que Ciudad de Paso sea un lugar de desterrados, asesinos; todos ellos son el resultado de la pobreza de su medio y el olvido de un país que los confina al crimen y los aniquila al olvidarlos.

La lista de obras esbozadas es muy breve y arbitraria por cuestiones de espacio. Los lectores, insisto, hemos perdido la capacidad de asombro que, paradójicamente, se revela en un corpus de obras cuya naturaleza se sustenta en un trabajo de elaboración ficcional que, dicho sea de paso, resulta un recurso en pugna con una realidad mexicana insostenible, producto de la negligencia y corrupción de los gobiernos. La narrativa ofrece esa visión trágica de un país sumido en la tragedia y cuyos responsables son la clase política y su deuda histórica con el pueblo. Cabe preguntarse, ¿cuál es la recepción de obras como éstas dentro del panorama internacional? El secuestro y masacre de setenta y dos migrantes centroamericanos en agosto pasado en Tamaulipas –más los hallados recientemente–, verifica la tragedia cotidiana, por eso revisar la narrativa mexicana reciente supone un ejercicio crítico y la posibilidad de repensar el valor de la dignidad y la vida misma más allá de las fronteras nacionales.

sábado, 23 de abril de 2011

El arte norteamericano está desvelado

23/Abril/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

No esperaba mucho de los shows actuales en el Museo de Arte Moderno (Moma) en Nueva York.

De la actual muestra de arte contemporáneo de la colección del museo, lo más atractivo quizá son las ingeniosas obras de las Guerrilla Girls, que en los ochenta calcaron en escuetas cifras el machismo de revistas, curadores, críticos e instituciones.

Otra exhibición congrega las guitarras que Picasso elaboró entre 1912 y 1914 mediante collage o escultura blanda.

El Moma, pues, parecía habitado por exhibiciones didácticas, souvenirs. Lo confirmaban, por cierto, dos de sus exhibiciones estrellas, repletas de norteamericanos y turistas: “Abstract Expressionist New York” y “On to Pop”.

La primera, en cierta forma, una autocelebración del nudo del Moma con el estreno del control norteamericano del arte occidental: el expresionismo abstracto, protagonizado por Jackson Pollock. Sus obras, junto a las de Rothko, acaparan la atención.

El carácter triunfalista de esta exhibición es amenizado por la dedicada al pop art.

Una de las banderas de barras y estrellas de Jasper Johns recibe a los visitantes, aunque la luminaria ineludible es, claro, Warhol, representado por obras dedicadas a Marilyn Monroe y las sopas Campbell’s.

El mensaje reiterado en esta última sigue siendo la jefatura norteamericana del arte de posguerra y su festejo de lo ordinario (el arte filisteo).

No es novedad decir que el arte norteamericano, en buena medida, despolitizó a la vanguardia, incluso banalizándola o, como diría Baudrillard, trans-estetizándola. Con esa sensación estuve a punto de retirarme del Moma para seguir mi tarde en otra parte.

Un tanto agotado, decidí ver el final del sexto piso, cuyos inquilinos había olvidado: German Expressionism: The Graphic Impulse. Una muestra de obra gráfica de artistas como Max Beckmann, Otto Dix, Oskar Kokoschka y George Grosz.

Ante las otras exhibiciones, el expresionismo alemán arrasa.

Las imágenes ahí no son copias o condescendencias del imaginario consensual de una época o cultura, sino visiones en que la guerra, el cuerpo, las clases sociales, el desasosiego y el humor negro perturban personajes, escenas, facciones, mundos interferentes.

Resumiré lo que el Moma de Nueva York exhibe este 2011: el arte norteamericano de posguerra intentó suavizar lo que cierto arte europeo y ruso habían revelado. Pero no lo logró.

No digo que el arte norteamericano esté acabado. Digo que no ha comenzado.

No ha dado la señal de que un gran arte ha despertado: plasmar pesadillas desconocidas.

Para no caer en el sueño que produce monstruos, los artistas norteamericanos se han aferrado a los medios o el arte conceptual; el minimalismo o la universidad.

Su voluntario insomnio no podrá durar. Alguna guerra los alcanzará.