sábado, 30 de abril de 2011

El rigor libérrimo

30/Abril/2010
Laberinto
Jorge Fernández Granados

I

En la fisonomía expresiva de Gonzalo Rojas (Lebu, 1917-Santiago de Chile, 2011) hay por lo menos dos rasgos que parecen determinantes: el ritmo y la aparente dispersión de su discurso. Ambos son decisivos a la hora de adentrarse en su poesía.

Sobre el primero casi no cabe dudar: todo lo que enuncia adquiere un ritmo; o, más específicamente, se despliega en una cadencia cuya singularidad destaca continuamente: sincopada, asimétrica, zigzagueante; algo parecido a un jazz que se divierte en su fraseo. El ritmo de Rojas da la apariencia en un primer momento de extravagancia o mero capricho. El corte de los versos tanto como la peculiar irregularidad que los fractura desconcierta y capta de inmediato la atención, sin duda porque exige una lectura inusual. Sin embargo, paulatinamente, conforme se ajusta el oído a esos saltos y encabalgamientos, se oye esa otra cadencia que los anima, eso tan suyo como un tropiezo controlado, una poderosa respiración entrecortada dentro de la cual se disuelven los eslabones natales del idioma y se crean otros distintos, triturados, vertiginosos y certeros. Otra gramática a punto de nacer. A semejanza de César Vallejo —a quien algo le debe y nunca lo negó, en particular de aquella fragua fonética para reforjar el ritmo de la lengua—, el chileno también escuchó en esa poderosa respiración agónica un ritmo propio, desde el cual decidió escribir y gracias al cual desencadena una dicción inusitada.

No está tan lejos por ello la metáfora jazzística, sobre todo si se considera la otra cualidad o característica planteada: la aparente dispersión del discurso. Viene y va, dentro del poema, de un asunto a otro, con una disposición al devaneo o una libertad serpeante que lo mismo habla de la inmediatez (su cráneo, su casa, un número telefónico) que del más abstracto absoluto (la Nada, el Abismo, los Arcángeles); y en todo está por un instante y de todo pesca acrobáticas relaciones en las que no teme zambullirse con confianza, nadar distraídamente y volver a la orilla. Cierto, da la sensación de improvisar como un músico virtuoso. El efecto en el poema es de intermitencias temáticas y de holgadas elipsis, de paréntesis abiertos en todo momento a través de los cuales puede aparecer casi cualquier cosa.

Y es que Rojas juega con el sentido, con hacerlo saltar fuera de la línea recta a la que éste parece predispuesto y le propone una dispersión lúdica, que lo mismo puede visitar el disparate que la visión. Lo que no escatima es el riesgo de pasear por los alrededores de sus ideas —o de sus puntos de partida temáticos en cada poema, porque más bien ésa es su técnica: comenzar en cualquier asunto y derivar, esto es dejarse ir por la deriva de su propio imaginario lingüístico— y llegar en este periplo, en esta explosión controlada de la divagación, y siempre con la agilidad y la intuición suficientes, al verdadero sentido del que da cuenta su poesía: una interminable metamorfosis.

[...] uno mismo
es el abismo, metamorfosis
de lo mismo, cumple uno ochocientos a cada instante, llueve
lluvia, siempre
llueve lluvia, el poeta
es un animal pasado de realidad y hay que vivir
ebrio de eso, ojalá
sin nadie, silabeando el Mundo

El “animal pasado de realidad” que silabea el mundo es también hijo metódico y dotado del surrealismo latinoamericano; generación a la que, por cierto, Gonzalo Rojas perteneció por edad e impronta, junto con los argentinos Enrique Molina, Francisco Madariaga y Olga Orozco, los peruanos César Moro y Emilio Adolfo Westphalen y, sobre todo, el cubano José Lezama Lima; si bien, en cuanto a fechas, la publicación de la obra del chileno es posterior al momento más fuerte de este movimiento, situado a fines de la primera mitad del siglo XX. No obstante, la cercanía de Rojas con el surrealismo es sutil. No sería del todo justo decir llanamente que es un poeta surrealista. Más bien toma del surrealismo esta destreza divagante, este pensamiento metamórfico y a la vez visionario. Ahora bien, esta ascendencia es afianzada por otras evidencias. Una de ellas, que no es meramente anecdótica, fue la estrecha amistad y afinidad con el trabajo del pintor Roberto Matta, de clara escuela surrealista, quien ilustró varios de sus libros. En un texto titulado “Antes de una lectura” de plano lo declara:

Siempre se me dio el ejercicio de la poesía como un acto genésico encima de la página blanca y así lo registra un texto descarado de mis 22 cuyo título es “Perdí mi juventud en los burdeles” y en el que Lihn vio por adelantado el registro de mi sistema imaginario entero: libertinaje y rigor lo mismo en la visión que en el lenguaje, Lautréamont y Juan de Yepes a la vez…

Efectivamente, es Lautréamont —el profeta surrealista— el imán de ese lado delirante e intempestivo de su método de composición, el lado del juego y del azar. Hay que tener presente que el surrealismo fue, entre otras cosas, una crítica de la racionalidad cartesiana y su manera de leer linealmente el pensamiento y el mundo. Pero, al mismo tiempo, Juan de Yepes, el rigor de San Juan en la visión y la disciplina, en la fe por la palabra. De este posible punto de convergencia, entonces, se deriva el rigor libertino de Gonzalo Rojas.

II

Lo verificable a lo largo de su obra es esta fisonomía expresiva, evidenciada particularmente por el ritmo y la aparente dispersión del discurso. Fisonomía expresiva que continuó su expansión o construcción a través de cada libro del poeta chileno; obra al parecer menos dirigida por una temática particular que por un “impulso genésico” —como él mismo afirma—. La muy personal manera de juntar poemas nuevos y viejos parece una constante en los títulos de Rojas. Se diría que buscaba proponer distintas lecturas de unos mismos elementos intercambiables ya conocidos, a manera de piezas de un mecano que armaba y desarmaba a voluntad. La totalidad de sus poemas, sin embargo, poseen la factura distintiva del oficio dominado al mismo tiempo que la frescura divertida de un poeta que parecía, hasta el último de sus días, estar viviendo una tercera juventud o, de no ser así, por lo menos una indeclinable plenitud.

Tal vez lo que llama más la atención en sus últimos libros es esa frescura gozosa, libertina (“libérrima” diría él) y a veces hasta sarcástica que parece escabullirse con una agilidad juvenil de lo que en un comienzo fue la natural de Rojas: lo sombrío. El contraste entre la visión y lo oscuro que dominaron sus primeros libros se reconcilió con un arte de vivir en el que no cabe la rigidez ni la sentencia. Y si bien hay un rigor (que no es rigidez) en todo lo que dejó escrito, ahora como nunca parece más bullicioso de su libertad. Tánatos aún aparece en la exclamación que finaliza el poema “Latín y jazz”:

Es el parto, lo abierto de lo sonoro, el resplandor
del movimiento, loco el círculo de los sentidos, lo súbito
de este aroma áspero a sangre de sacrificio: Roma
y África, la opulencia y el látigo, la fascinación
del ocio y el golpe amargo de los remos, el frenesí
y el infortunio de los imperios, vaticinio
o estertor: éste es el jazz,
el éxtasis
antes del derrumbe, Armstrong; éste es el éxtasis,
Catulo mío,
¡Tánatos!

Pero el tono en general del último Rojas es casi distinto a pesar de esa invocación tanática. Hay que revisar sus primeras colecciones —La miseria del hombre (1948), Contra la muerte (1964), Oscuro (1977), Del relámpago (1981) o El alumbrado (1986)— para percatarse del giro jovial, aligerado, que más tarde domina el conjunto. Digamos que fluyó en lo viviente con una suelta serenidad. No sé si pueda hablarse de reconciliación; es más prudente decir que sin enaltecerla aceptó a la realidad con todas sus repentinas tropelías.

Las estrellas: allá
ellas. El tiempo es más bien escarabajo
de jade, puede ser, de
zafiro, todo lo que usted quiera. De
zafiro, de jade. De respiración.
Escarabajo de pura respiración.




Poeta de Hispanoamérica

José Emilio Pacheco

Durante casi medio siglo he sido un lector constante y más que fervoroso de Gonzalo Rojas. Mi relación con su poesía fue la más íntima, la que se establece en silencio entre el lector y el poema. Gracias a ella las palabras suyas se convierten en nuestras.

Me pregunto si fue el último poeta que uno pudo aprenderse de memoria, “de corazón” como se dice en inglés (“by heart”) y en francés (“par coeur”).

Porque Gonzalo Rojas tuvo el mejor oído de la poesía española en nuestro tiempo.

No hay texto suyo que no sea una maravilla rítmica. El creía mucho en el aire, en la respiración. Aspiramos sus poemas como quien toma aire para oxigenar la circulación de la sangre.

Ser un gran poeta dentro de la gran poesía chilena es un mérito doble. Gonzalo Rojas es radicalmente un poeta de su país pero también de Hispanoamérica y de la lengua castellana toda. Se ha ido pero nos deja su maravillosa poesía. La seguiré leyendo mientras viva.


En un largo artículo mortis

Adolfo Castañon

Debe haber sido a finales de enero de este 2011, la última vez que hablé con Gonzalo Rojas por teléfono. Gracias a su amiga-lectora y editora Fabienne Bradu Cormier en cuya nueva casa nos encontramos con unos cuantos amigos. Gonzalo estaba en cama desde hacía algunos días allá en Chillán, en cama “porque se había caído de la cama”. Creo que alcancé a decirle algo así como: “tú no puedes volver a México porque nunca te has ido de aquí”, casi oí su sonrisa: “¡Qué dices, muchacho!” Le dije que ojalá se mejorara pronto, que aquí se leía mucho su prosa-versa. Luego le pase el teléfono a mi otro yo. Me quedé pensando en Gonzalo, en su voz quejumbrosa y cuchicheante de asmático, como hecha para enamorar a la primera exhalación. Nunca supe si debía agradecerle a él que hubiese sugerido mi nombre para prologar la antología de Gabriela Mistral que le hizo la Asociación de Academias de la Lengua el año pasado. Sé, en todo caso, que una de las cosas que debo agradecerle a “la vida que me ha dado tanto” (para traer el eco de Violeta Parra) es haber podido conversar con el poeta, infatigable trotamundos, trotavoces, en diversos momentos a lo largo de varios años, en distintos puntos de nuestras Américas: en Chile, en Medellín, Colombia, en la Ciudad de México, en la de Guadalajara, en la de Monterrey… Recuerdo, en particular, la extensa conversa que tuvimos una mañana de abril de 1998, al día siguiente del desnacimiento de su amigo Octavio Paz. Rojas llegó muy temprano por la mañana a la casona aquella de Francisco Sosa esquina con Salvador Novo. Ahí estaba yacente y bien vestido el cuerpo de su amigo y casi contemporáneo Octavio Paz, nacido en 1914 mientras él, Gonzalo, había nacido en 1916: al primero le tocaba el signo del TIGRE en el horóscopo chino, al segundo el del DRAGÓN, el DRAGÓN de HIERRO. Al acercarse, le dio un par de discretas palmadas al tiempo que le decía con esa su voz susurrada como a través de las cavernas del asma: “Muchacho, ¡qué pronto te pusiste los pantalones de madera!” Tenía Gonzalo Rojas (cuyo retrato estoy viendo ahora mismo al pasar al estado escrito estas palabras) una forma entre pegajosa y casual de dejar caer su sabiduría, su inocencia ávida de sacrificios secretos. Como que traía en la bolsa del saco un refranero híbrido de arcaísmos y de vocabulario religioso, de poesía, anécdotas sapientes y ladina fábula. Todavía seguimos conversando esa mañana, pues había que trasladarse al centro donde se celebrarían las honras fúnebres de ese otro aventurero del espíritu que fue su amigo y cómplice Octavio Paz. Durante el trayecto en automóvil, mientras iba yo al volante, le pregunté al autor de Salgo de lo oscuro si tenía en mente algún poema sobre la lluvia pues me encontraba cosechando fichas para una antología sobre de la lluvia en la poesía hispamericana. Rojas pareció despertarse y se le avivó la mirada como cuando se tropezaba con alguna de sus leyentes inspiradoras. Me dijo: “Seguro que tú conoces (por supuesto no era así) este poema del olvidado Carlos Pezoa Véliz (1879-1908). Y se puso a recitar, como un torrente de ingrávida lava que iba limpiando el aire enrarecido y cautivo del vehículo, el poema con sus amplias estrofas cadenciosas y un tanto cuanto fechadas, pero por ello mismo tanto más insinuantes para mi oído interior. Al terminar ese morceau de bravoure, entrecerró los ojos y dejó que el silencio que había brotado del poema alargara su resonancia por aquella selva de asfalto.

Me llamó poderosamente la atención el hecho de que Gonzalo Rojas se hubiese entregado durante tanto tiempo: horas, días, semanas, a la agonía. Bromeaba yo con algún amigo sobre el hecho, ¿sobre el lecho? como para conjurar el dolor por la pérdida de ese “miembro fantasma”, que, si ya nos dolía en vida, no sabemos cuánto nos lancinará en el presente porvenir… Me imaginaba a Gonzalo Rojas jugando una interminable partida de ajedrez con el Dios-rostro-de-chacal: Anubis, poniéndolo en aprietos, leyendo con poderosa lupa las letras minúsculas del contrato imposible que nos trae a la luz de la vida. Lo imagino risueño atravesando pampas y maniguas con su lengua entera de macuto del otro mundo.

Confesión del araucano

In memoriam Gonzalo Rojas (1916-2011)

Za-zen: za-zen! —balbuceaba en
la cripta de la cobra una familia
de Sutras.
Escucha al Araucano
cómo toca en sus manos
fulgor del agua rota en el Tiempo
una brizna desconocida
no era mosquito ni sedosa araña
era quizá un reflejo desvaído
ecotáneo, sofófilo hasta la Mandrágora
Pero cuando la luz quedó de espalda a los árboles
y caía por las bóvedas de la oquedad
ascendía el túnel del aire
por las oscuridades del barro
y en la entrañable tibieza del lodazal espejeante
un ave supo que había como
amanecer en sus manos
“Za-zen: za-zen! —balbuceaba en
la cripta de la cobra una familia
de Sutras.
La ciudad sagrada se abría entre
los labios del canto
Pero el escupe-elogios, el chillón de los vitupe-
rios se desnudaba de signos entre el
Tam-Tam de los tambores ensangrentados
y la cobra devoraba los últimos
rayos del sol que moría
al filo de la canción aérea y terrestre
preguntaba el niño: “¿ya es hora?”
Había que vendarse los ojos
para sentir llegar el fuego hasta el padre
“Ya casi, le dijo la Señora”
desde la bóveda de su sombra trémula
(eran las 8 y cinco de la
noche en un lugar de La Mancha
de cuyo nombre no quieres
acordarte)
“Za-zen: za-zen! —balbuceaba en
la cripta de la cobra una familia
de Sutras.

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