sábado, 5 de diciembre de 2009

Pureza y porquería de Guillermo Fadanelli

2009-12-05
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Guillermo Fadanelli es un gurú urbano del llamado —románticamente— underground de la Ciudad de México.

Fundó la “literatura basura”, origen de ciertos buenos relatos y crónicas —su mejor libro es Regimiento Lolita—; arrumbó luego el término y quedó el de “realismo sucio”, salido de Carver, Bukowski y el nihilismo chilango.

Sirvió como contrapeso a la solemnidad soporífera del medio literario.

Fadanelli tiene más de una faceta: es un autor rudo de pornografía machista y un elegante prosista de veta filosófica.

Difamarlo “Enfadanelli” o “Farsanelli” corrobora que no es unidimensional. Es polémico.

Hace una década era odiado por la crítica canónica. Ya casi lo aman. Y quizá él ha aprendido a perder cierta vulgaridad literaria, que yo prefiero a su retórica.

Sus aforismos me parecen convencionales. Donde podría haber ideas a veces sólo hay sentencias. Sus libros ensayísticos tienen grietas diletantes. Pero sus piezas periodísticas satíricas resultan ya memorables.

Sus novelas aciertan. Las mejores: La otra cara de Rock Hudson, Lodo y Educar a los topos.

Pero Fadanelli es célebre, asimismo, por razones extraliterarias. Cada cierto tiempo dice alguna barbaridad que busca provocar. Por ejemplo, ha tenido el valor o descaro de defender la droga abiertamente. Su obra y personaje público están irremediablemente unidos a la cocaína.

Fadanelli es un místico sin saberlo.

Baudelaire decía que los vicios del hombre son la prueba de su avidez de infinito. Groff argumenta prácticamente lo mismo. Todos los que hemos tenido la droga como forma de vida es porque un tanto ciegamente buscamos lo que solía llamarse Dios, a modo de rapto profano con las fuerzas más intensas.

En las drogas se busca el cielo y como los santos, martirizar al cuerpo.

Fadanelli, como todo escritor auténtico, es contradictorio. Se identifica con la contracultura pero se le encuentra religiosamente rodeado de gruppies que le hacen a uno pensar que sería bueno legalizar ciertas variantes de feminicidio.

Es el único escritor de su generación que no sólo tiene una obra literaria —y lo digo porque muchos escritores de su generación no la tienen realmente, tienen libros, pero libros tienen incluso las bibliotecas públicas— sino una definición vital del escritor. La literatura como método de autodestrucción.

Fadanelli constantemente define a la escritura en nudo con el exceso, el cinismo y el auto-escarnio. Es un moralista que busca emanciparse de la porquería del mundo encarnándola con boxeo cínico y un performance de resistencia.

Atendiendo a su complejidad, sería igual de congruente que Fadanelli se suicidara o deviniera eremita. Vale la pena leerlo.

Ya se puede hablar de lo fadanillesco: escribir a la vez como un cretino y un caballero; un humanista y un misántropo; un estilista y un cerdo.


lunes, 30 de noviembre de 2009

Mudos

2009-11-30
El Universal
Guillermo Fadanelli

Hace varios días durante una entrevista me preguntaban si podía considerarse al Distrito Federal una ciudad. Las entrevistas en vivo son una calamidad porque uno se ve empujado a responder sin pensar a fondo las cosas. De por sí es un poco penoso responder preguntas como si en verdad se tuviera algo que decir. No recuerdo qué contesté, aunque después de darle vueltas al asunto obtuve una conclusión más o menos sensata. Una ciudad es un espacio habitado por individuos que piensan que los demás son tan importantes como ellos. Es, como podrán comprobarlo, una definición idealista y jamás podrá ser puesta en marcha pues los hombres viven de robarse y esquilmarse los unos a los otros para obtener beneficios personales. Las empresas pelean entre sí para ver quien puede engañarnos de la manera más eficaz, los bancos regalan unas cuantas casas en vez de ofrecer más intereses a los ahorradores, y las compañías telefónicas asaltan a sus clientes sin que nadie les ponga obstáculos. ¿No se han dado cuenta que los avaros viven muchos años?, se preguntaba un amargado escritor suizo hace muchos años y él mismo se respondía: “Es como si la muerte se espantara ante ellos”. A los avaros no los quiere ni la muerte.

Una compañía aérea anuncia sus vuelos informando a las personas a través de enormes carteles que existen en el mundo cientos de lugares a donde, si tuvieran dinero, podrían viajar. Qué espantosa imaginación se anida en la mente de los publicistas que hacen del humor negro una broma barata de tan graves dimensiones. Algo similar sucede con la primera clase en los aviones comerciales. Una cortina separa a los pudientes del resto de los pasajeros aunque en caso de un accidente mortal la clavícula de un modesto turista quedará atravesada en el cuello del importante empresario. La muerte siempre es de segunda clase. Y los seres humanos casi siempre son ridículos cuando desean mostrarnos su superioridad. Se me ocurre lo siguiente: si el teólogo Emanuel Swedenborg pensaba que al cielo no podrían entrar los tontos: “el tonto no entrará al cielo por santo que sea”, yo creo que el infierno está destinado para los seres ridículos. En fin, cada quien construye su religión cómo más le conviene.

La ciudad es una reunión de extraños que incluso no tienen por qué conocerse a fondo, sino que son ciudadanos porque son capaces de cumplir ciertas normas elementales de convivencia. Una de estas normas es por supuesto evitar el ridículo de la superioridad e intentar a toda costa pasar inadvertidos. La razón de que las cosas sociales funcionen tan mal es que las personas más insufribles se codean entre sí para mostrarnos sus caras y su “talento”. Cualquiera de ustedes puede comprobar lo desagradable que suelen ser aquellos que creen saber cómo debemos comportarnos o actuar y que no son capaces siquiera de escuchar nuestras razones. Dice Blaise Cendrars, en uno de sus poemas, que el habla más hermosa es la del mudo. Yo alabaría a cualquier Dios que hiciera mudos a los necios. Entonces se transformarían en seres prudentes y podrían habitar una ciudad. En septiembre pasado dos mujeres tocaron a mi puerta una mañana de domingo. Tuvieron suerte porque hacía muchos años que no me levantaba de tan buen humor. El motivo de su visita era hablarme sobre la palabra de Dios y leerme unos pasajes de la Biblia. “Por supuesto que pueden ustedes leerme lo que deseen, respondí entusiasmado por la bella mañana dominical, sólo que antes permítanme leerles algunos capítulos de Céline, D.H. Lawrence y Alberto Moravia, que en el mundo pagano de donde yo provengo son considerados también pequeños dioses”. Se disculparon porque no tenían tiempo suficiente para una reunión de esa clase. Ellas sólo deseaban ser escuchadas. Y desde mi punto de vista quien desea sólo ser escuchado sin escuchar no tiene un buen papel en la modesta definición de ciudad que me he imaginado. Eso es lo que debí responder a quien me entrevistó hace varios días, pero me quedé pasmado. Y fui mudo y feliz aunque fuera tan sólo unos instantes.

Contragolpe

Lunes 30 de Noviembre de 2009
Noroeste
Denise Dresser

Se ve, se siente, se percibe, se padece. La reacción. La resaca. El acoso a las mujeres de México, en ya 17 estados del País que han decidido, criminalizan el aborto.

Y se dice que esta regresión es producto de una embestida contra el Estado laico, y del oportunismo político del PRI, y de los pactos de Beatriz Paredes con la jerarquía eclesiástica.

Pero a pesar de que estas explicaciones tienen una parte de razón, obscurecen una verdad más profunda y más perversa.

En los últimos años las mujeres de este País han presenciado un poderoso contragolpe a sus derechos; han sido víctimas de un esfuerzo para retractar el manojo de victorias ganadas y avances logrados.

Obtienen el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos en el Distrito Federal, y en otras latitudes se les castiga por ello.

Al intento de independencia le sigue el macanazo; el empoderamiento va acompañado del encarcelamiento.

El contragolpe no se da porque las mujeres hayan obtenido el pleno respeto a sus derechos, sino porque insisten en esa posibilidad.

Y no proviene tan sólo de la colusión de los líderes políticos del PAN y del PRI con la jerarquía católica.

Se ve reflejado en el silencio cómplice del Congreso, en el silencio ominoso de la mayor parte de los medios masivos de comunicación, en la posición paternalista de gobernadores que quieren confinar a las mujeres a hospitales psiquiátricos para protegerlas de sí mismas.

Detrás de cada ley restrictiva, de cada condena impuesta, de cada derecho cercenado hay un un esfuerzo concertado para regresar a las mujeres a un lugar "aceptable", ya sea la cocina o la cama o el cabús o el asiento de atrás.

Por eso se les discrimina, se les acuchilla, se les apedrea, se les apuñala, se les asfixia, se les estrangula.

Por eso un número creciente de estados prohíbe el aborto aún en casos de incesto o violación o riesgos de salud para la madre.

Porque las mujeres han empezado a ocupar espacios prohibidos, a reclamar derechos ignorados, a exigir la equidad, a salirse del rebaño.

Y a los hombres no les gusta. A los patriarcas les molesta el cambio del balance en el poder de las relaciones hombre-mujer.

El subtexto escondido del movimiento antiabortista es uno de miedo, de ansiedad. Los diputados y los sacerdotes y los esposos claman por los fetos "asesinados", pero su dolor verdadero proviene de otro lugar.

De la dislocación social y económica que sufren cuando las mujeres comienzan a independizarse, a trabajar, a ganar control de sus espacios y de sus vidas.

Del poder que desata en una mujer la posibilidad de terminar con un embarazo no deseado de manera legal y segura.

De la revolución en el comportamiento femenino que trae consigo la despenalización.

Frenar el aborto se vuelve una forma de frenar a las mujeres que aspiran a la equidad. Impedir el derecho a decidir se vuelve una manera de impedir el derecho a ser.

Para poder trabajar, para poder educarse, para poder aspirar a más, una mujer necesita contar con la capacidad de determinar si y cuando quiere tener hijos. Quienes buscan arrebatarle esa capacidad quieren ponerla en su lugar.

Un lugar de segunda categoría. Un lugar pasivo. Un lugar para callar, obedecer, sacrificar, servir la comida, esquivar el golpe.

Un lugar tradicional para que legisladores y los jueces y los curas y los gobernadores y los machos y los mochos puedan dormir tranquilos.

Las mujeres de 17 estados en una República que se dice laica, convertidas en úteros inanimados donde flota el feto al cual se le debe proteger más que a quien lo carga dentro.

Las mujeres de 17 estados en un país que se dice democrático, obligadas a recurrir a agujas de tejer y clínicas clandestinas y condiciones insalubres, en busca de algo que el Estado no debería penalizar sino garantizar.

El derecho a tomar decisiones propias sobre su cuerpo y sobre su sexualidad, sin la imposición de un esposo.

Un padre. Un hermano. Un novio. Un sacerdote. Hombres tan asustados por el reconocimiento de ese derecho en el DF, que ahora buscan negarlo en cualquier otra parte.

La única manera de combatir el contragolpe será a través de la organización. La única forma de resistirlo será mediante la movilización.

No importa cuanto tiempo tome, ni cuantas batallas se pierdan en el camino, ésta se ganará.

Marchando, confrontando, transformando los términos del debate público, marcando la agenda e influenciando su evolución.

Las mujeres de México a veces parecen ignorar el peso de su presencia formidable o no saben cómo usarla.

Pero pueden y deben actuar. Porque tienen derecho a derribar las paredes de su celda, a hacer historia.

Porque la demografía y las condiciones del mercado laboral y el imperativo de construir un futuro mejor para sus hijas y los artículos 1 y 4 de la Constitución están de su lado.

No importa cuantos pactos políticos suscriba Beatriz Paredes, o cuántas sanciones imponga la Iglesia católica, o cuántas reformas punitivas seas aprobadas por los congresos locales, nadie puede arrebatarle a las mujeres de México la justicia esencial de su causa. De nuestra causa.

domingo, 29 de noviembre de 2009

La verdad sobre los premios literarios

2009-11-28
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Hace poco gané uno de los premios nacionales de literatura. No menciono esto como cápsula de egoteca pública; descreo que el mérito de un libro sea asegurado por certámenes. Pero quiero aprovechar esta excusa para pensar en voz alta para qué tanto premio literario.

Si ganas un premio perderás amistades. Serás culpado de formar parte de un arreglo tras bambalinas.

La desconfianza, obvio, tiene bases. Cada cierto tiempo nos enteramos de irregularidades. Con un premio sospechoso basta para que todos se vuelvan criminales. Ganar un concurso literario, pues, tiene una única ventaja: el premio.

Y varias desventajas: ser señalado automáticamente de transa —sobre todo, por los perdedores— y ser acusado, en suma, de beneficiarte de un sistema cultural y político detestable. Ganar premios afecta tu reputación. Te vuelves parte de Los Malos.

Y tu libro, en lugar de resultar atractivo, será visto con asco.

¿Para qué concursar? Elemental, mi querido Pancho: los escritores trabajan, generalmente, de freelance —impartiendo talleres o en encargos de periodismo, traducción o edición— o dando clases sueltas en universidades. Y como ocurre con todo salario nacional, no alcanza. Hay que buscar ingresos extras. A diferencia de otras profesiones, la literatura requiere que tengas al menos un trabajo para auto-subsidiar el que quisieras fuese tu único oficio: ser escritor ambulante.

Los lectores no saben que, en realidad, incluso el escritor mexicano (literario) mejor pagado por las editoriales gana un dinerillo que le sirve unas semanas.

Por eso las editoriales comerciales también crean premios para subsidiar a sus autores. E intentar atraer lectores.

Los escritores mexicanos no hablamos de esto porque cuidamos la imagen. Pero la verdad es que un escritor que no quiera volverse un funcionario público o no haya nacido en familia adinerada, nunca tiene un cinco. Todos somos milusos. Todo escritor mexicano necesita dinero. Sin él no puede comprar tiempo para poder escribir libros.

Por eso hay tantos poetas. Nada más para hacer versitos tienen tiempo.

Si hubiera lectores, no necesitaríamos concursar nunca. Las ventas de ejemplares nos mantendrían.

Si como profesores ganáramos más de 70 o 120 pesos la hora en las universidades públicas, tampoco concursaríamos en 10 premios para ganar uno. Nos ahorraríamos el desprestigio de resultar ganadores.

Los muchos premios literarios mexicanos existen para tapar el fracaso de la educación pública que no puede ni crear lectores ni tampoco dar salario digno a los trabajadores culturales.

Hay, sin embargo, una última razón central que explica porqué tantos premios literarios en México: el gobierno sabe que los escritores, de ganar, se van a sentir culpables.

Y si un intelectual se siente culpable, ya te lo chingaste.

Los verdaderos culpables

2009-11-29
El Universal
Sara Sefchovich

Cuenta Lorenzo Meyer que después de la Revolución, Aarón Sáenz, al no recibir apoyo del presidente Calles para ser el primer candidato presidencial del PNR, se separó y amenazó con buscar el respaldo de otro partido. Sin embargo, en el último momento desistió de su aventura, y si bien ya no sería presidente “tendría un dulce triunfo al traducir su capital político —la disciplina— en capital constante y sonante en la industria azucarera”.

Y cuenta también el caso de José Vasconcelos, el destacado intelectual, que rompió con Calles al no obtener su apoyo para ser gobernador de Oaxaca y fue el principal opositor del PNR en las urnas en 1929. En su caso, la derrota “fue aplastante y él permanecería marginado hasta el final”.

Lo anterior indica que hay dos formas de ser de oposición: una en la que se arrepienten y entonces reciben beneficios y otra en la que persisten y entonces les va como en feria.

Esto viene a cuento por dos acontecimientos recientes que evidencian que así sigue siendo el país que supuestamente ya llegó a la democracia, y cuyos poderosos se la pasan discurseando sobre lo importante que es “el cuestionamiento y disentimiento”, el debate “crítico y plural”.

Uno es el dinero que el Congreso de la Unión dio a los gobernadores: si hay lección de la historia es que esa es la forma de asegurar lealtad. Y esto en un sentido amplio, pues a su vez ellos conseguirán, con las derramas que podrán hacer en sus entidades, que sus súbditos estén contentos, lo cual se reflejará en votos para su partido. Pensar así parte de la premisa de que aquel al que le va bien en términos materiales quiere cuidar el statu quo y no arriesgarlo. El otro es el suicidio de Carlos Briseño Torres, ex rector de la Universidad de Guadalajara destituido a mediados del año pasado por sus críticas a Raúl Padilla López y marginado desde entonces.

El tema es que la crítica no gusta y que los aludidos hacen todo por evitarla o castigarla, en un espectro que va desde comprar a quien la hace hasta mandarlo matar, pasando por excluir, marginar, hostilizar, burlarse, descalificar.

Los sicoanalistas han señalado que la crítica no solamente humilla (pues nuestro yo depende en buena medida de la mirada de los otros), sino también afecta porque toca algo que el aludido sabe (aunque lo niegue) que es verdad. Y por eso enoja tanto.

Estudios recientes han mostrado que del enojo surgen las ganas de venganza por una razón física real: se activan los circuitos cerebrales del “striatum dorsal”, ya que “tenemos este cerebro primitivo que te dice hazlo, hazlo”, dice Kramer.

Pero, como también existe otra parte del cerebro (el córtex prefrontal), que es donde se procesa la información social, ello hace que se inhiba la respuesta natural. Freud afirmaba que esa represión nos obliga a someter a nuestros instintos frente al superyó cultural pues, de no hacerlo, no podríamos vivir en este mundo, lo cual no significa que desaparezca el sueño primitivo de la venganza, pues “evidentemente al ser humano no le resulta fácil renunciar a la satisfacción que le dan estas tendencias agresivas suyas”.

Esto explicaría la reacción desmesurada de nuestros poderosos a las críticas que hizo Joseph Stiglitz sobre el mal manejo de la economía mexicana en la crisis (las mismas que se tienen cada vez que alguien dice que aquí algo funciona mal, sean derechos humanos o reformas fiscales).

Y es que nuestra clase política sabe bien que el problema real está en su pequeñez de miras, de funcionarios, legisladores y partidos que solamente trabajan para su propio beneficio (como se ve en el caso del reparto del presupuesto) en lugar de trabajar para el país. Aquí está la esencia del problema: se prefiere que no haya reformas ni acciones ni nada con tal de no arriesgar que el presidente pudiera resultar beneficiado políticamente.

Esto el Nobel no podría aprenderlo así leyera todos los libros sobre México que le propuso un secretario, pues es imposible entender que prefieran hundirnos a todos. Los legisladores y los partidos podrán hacerse los ofendidos, pero son los verdaderos responsables de nuestras desgracias.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Libros y jabones

23 de noviembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Efectivamente, soy un maleducado, pero creo que la mala educación es la única adecuada en la literatura y que cuando un escritor escribe sobre sí mismo o en primera persona es probable que esté mintiendo para ver si de ese modo logra sacar algo en claro. Cuando una persona, para saludarme, me pregunta cómo me siento o cómo estoy, le respondo de inmediato con una frase prestada. “Me siento como un jabón que disminuye todos los días” o “como una tonelada de doblones de oro enterrada en el fondo del mar”. Prefiero responder de este modo porque si intento ser sincero nada más no puedo decir algo que me parezca coherente. ¿Qué sabe uno de sí mismo? Casi nada, acaso que hay un malestar que jamás cesará o que la sopa está demasiado caliente o que las amistades se erosionan con el tiempo. Y cuando uno comienza a hacerse viejo lo único que le queda es no ser hipócrita en sus placeres.

Si el individuo es como una ciudadela donde nadie puede entrar, palabras de Goethe, entonces también es como una cárcel de la que nadie puede salir. Uno intenta escaparse por medio de la literatura o el arte, pero eso nunca puede lograrse del todo. Las palabras se quiebran cuando el otro las comprende y ninguna ciencia es capaz de mantenerlas sanas o quietas. Hoy en día me resisto a entrar a una tienda de libros: tantos títulos y nuevos escritores crean una extraordinaria metáfora de la confusión. Sobre todo las mesas de novedades donde en realidad no se encuentra novedad ni nada parecido, sino la misma burra nada más que con otro nombre (hay demasiados libros de autoayuda, hecho normal en una sociedad reprimida, consumista y dedicada a la televisión y al lucro). De vez en cuando aparece un estilo o un escritor que no estaba antes en el mundo, o que nadie esperaba, y entonces debe hacerse fiesta pues un acontecimiento de esta envergadura no se da todos los días. El estilo, es justo la expresión de esa cárcel a la que me refería líneas atrás, imposible cambiar de estilo sin traicionarse, estilo es igual a destino, encierro, a veneno acumulado que tarde o temprano hará su trabajo. En mi caso tengo ya suficientes libros. Y las buenas librerías van cerrando sus puertas o rindiendo las plaza para vender tonterías. Por otra parte, las grandes bibliotecas me sobrepasan. Las obras completas me intimidan como cuando recorro un mausoleo y cada vez que aparece un nuevo escritor que es anunciado como una revelación corro a esconderme debajo de la cama. De modo que consumo mi tiempo en la relectura de unos cuantos títulos pues estar al tanto me parece una de las más refinadas formas de la ignorancia (yo mismo he aumentado la confusión publicando a un par de escritores jóvenes, pero eso se acabó).

Yo no sé cuáles serán los principios para escribir buenas novelas, pero si éstas han sido escritas con gracia, miedo y un estilo inédito entonces me interesan incluso más que el vino (que ya es mucho decir). Witold Gombrowicz decía de las novelas que entre más eruditas más tontas eran, y yo hasta cierto punto me pondría de su lado aunque la sabiduría -que no es precisamente erudición- siempre es necesaria para escapar de los necios. El célebre crítico Sainte-Beuve reprochaba a Flaubert que escribiera novelas que perturbaban a sus lectores en vez de darles consuelo (amonestación absurda porque nada da más consuelo que una mujer hermosa y malvada como Madame Bovary). Otro crítico de mal carácter, Edmund Wilson, no concebía que esa secuencia de jadeos cadavéricos y desfallecientes que expelían los libros de Kafka fuera considerada buena literatura. Qué extraño es el gusto humano que exige de las obras literarias cosas tan distintas. Yo, por ejemplo, prefiero leer recetas médicas a una novela histórica. En fin. Y así sin haber explicado claramente nada concluyo que la literatura, el vino, los celos y otros placeres son necesarios para la dulce destrucción de uno mismo y que una sociedad que no lee buenos libros debe parecerse mucho a la nuestra. Y asunto terminado.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Contra la estética

2009-11-21
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Tal como funcionarios, policías y medios masivos se deslindan de la ética, la intelectualidad —espejo vendado de la política— recicla idéntica excusa.

Señalé un poema homofóbico en un sitio electrónico; la semana pasada, Alí Calderón respondió, defendiendo su derecho a publicarlo que: “vivimos una época en que la poesía no se censura ni está sujeta a ningún tipo de moral, a ningún valor o disvalor... La ética, creemos, no es un asunto de intencionalidad estética”.

En el resto de su réplica coincido —efectivamente, como las plazas de La Maestra, las plazas en la República de las Letras son hereditarias—; en la supuesta ajenidad de ética y estética discrepo.

Justino Fernández postulaba que la crítica es el intento de re-producir a un hombre (el artista) lo más fielmente posible a partir del análisis de su obra. Si por “hombre” incluimos su circunstancia, como pedía Ortega, la definición de Fernández es inmejorable.

Usaré esta definición para explicarme: la ética es el intento de construir un hombre vivo a partir de la crítica. La ética es la crítica hecha individuo.

Y si la ética es la crítica convertida en cuerpo, la ética es la meta de la poética. O, mejor dicho, de la etopoética: creación de nuevas formas de ser.

Solamente dentro de una etopoética tienen sentido el arte y la literatura. Fuera de ella son piruetas, mercadeos o adolescencias.

Cuando algo nos agrada se debe a que parece a nuestros valores.

No hay “belleza” o “técnica” puras. Todo es axiología: valores explícitos o secretos. No tiene sentido decir que lo estético es cosa aparte de lo ético: lo estético es lo ética que ha sido normalizada: ¡una ética ya caduca!

Cuando ya no parece ser una “ética” se le llama “estética”.

Lo que denominamos lo ‘estético’ no es más que una ética que ha perdido su filo pero que hoy seduce por estar compuesta de valores ya asimilados, “disfrutables”. Estética = ética pretérita.

Los valores de una época se vuelven los gustos de la siguiente. El estilo artístico dominante es siempre cachorro de un moralismo preexistente. Cuando una época encomia o desprecia algo, la venidera vuelve ese encomio o desprecio “arte”.

Cuando alguien clama la independencia de obras estéticas respecto de principios éticos no se percata que la supuesta autonomía de la estética deriva históricamente de un proyecto ético ya anacrónico. Al defender lo “estético en sí mismo” defiende una ética fosilizada.

El verso “Me gustas cuando callas porque estás como ausente” fue cima de cierta estética. Tuvieron que pasar varias décadas para que alguien se diera cuenta que Neruda estetizaba
aquella vetusta ética que indica: “calladita te ves más bonita”.

La ética es una serpiente que muda de piel. La ética periódicamente abandona su piel vieja. Ese cascajo es la estética.

“Siempre escribo libros críticos”

2009-11-21
Suplemento Laberinto

Nacido en Estambul en 1952, Orhan Pamuk es el autor más conocido de Turquía. Sus libros han sido traducidos a más de cincuenta idiomas, entre ellos, La casa del silencio, El libro negro, La vida nueva y Me llamo Rojo, este último con el que adquirió un reconocimiento mundial. En 2005 fue procesado por “insultar la turquidad” tras una entrevista en la que criticó el manejo turco del genocidio armenio. El caso se sobreseyó más tarde, pero desde entonces el autor vive bajo protección policial.


Señor Pamuk, en su último trabajo usted describe las alegrías y pesares del hijo de un hombre de negocios en los años setenta. Relata el amor que el protagonista, Kemal, siente por una joven familia, a su vez dibuja un retrato crítico de Turquía. En más de 500 páginas El museo de la inocencia es su trabajo más largo. ¿Lo considera también el más importante, su obra maestra?

Mi ex esposa, de la cual soy muy amigo, leyó el libro y me hizo un comentario con el que concuerdo: “Escribiste acerca de todo lo que sabías”. Tiene razón.

Usted describe el medio en que creció, la clase alta de Estambul.

El libro abarca cincuenta años de un retrato de las clases altas. También están las clases bajas, pero es prominentemente un retrato de la burguesía dirigente de Turquía. Una suerte de burguesía quebrada, vacilante, extraña —mitad contenida, mitad víctima, mitad agresivamente arrogante. Es un grupo muy pequeño de gente; es su retrato. A través de ellos pude vislumbrar el espíritu de la nación, es decir, los grandes problemas culturales de Turquía.

El personaje del protagonista, Kemal, ¿se basa en usted?

Si eres de izquierda o un tipo interesado en la política, sólo quieres olvidar que tuviste aquel tipo de vida. Pero yo soy un novelista. Escribí sobre aquello y disfruté los detalles ostentosos. Lo que Kemal y sus amigos viven fue mi vida también —y la de mi familia, especialmente la de mi padre. Algunos personajes de la nueva generación, los amigos de Kemal, están basados en mis amigos burgueses del Robert College de Estambul. Usan los carros de sus padres y asisten a lugares extraños y clubes nocturnos.

¿Cuánto de Orhan Pamuk hay en Kemal?

Hay mucho del trasfondo social. Pero Kemal viene de una familia más rica. Los Pamuk son un poco reservados porque perdieron su fortuna, mientras la familia de Kemal es extravagante y disfruta de la vida. He estado en los mismos lugares que Kemal, pero sólo como miembro de una familia que perdió su dinero dos o tres generaciones atrás. Me identifico con Kemal especialmente en su niñez, en la relación con su madre y las sirvientas y cocineras. Esa fue más o menos mi familia. Habiéndome dedicado sólo a escribir no sé nada de negocios, por lo que las relaciones comerciales de Kemal se basan en las empresas comerciales de mi padre y mis amigos. Ahí es cuando dejo de ser Kemal.

Es impresionante en su escritura el amor por los detalles, la sensibilidad por cosas y eventos de la vida cotidiana.

El libro tiene muchos detalles en cuanto a ir a tiendas, o al rumor de un lugar nuevo donde puedes comprar imitaciones de objetos occidentales. Pero más profundamente se refieren al crimen y castigo de Kemal, su culpa y responsabilidad. Son los temas que están en juego en esta novela —pero no en forma tan directa y abierta como los estoy describiendo ahora. La relación de Kemal con su familia es frágil y problemática, como la mía. ¿Pero quiero revelar más de mi propio espíritu? No. Si lo hago es a través de los libros y usando máscaras. Es más divertido.

¿Fue atacado por las mismas dudas sobre sí mismo que atormentan a Kemal?

Kemal tiene problemas en su vida, y escapa de la vida burguesa normal que se esperaba para él. En eso nos parecemos. Todos en mi familia esperaban que yo fuera un burgués y me dedicara a los negocios para ser rico. Pero acabé siendo un escritor. Existe ese tipo de paralelo entre Kemal y yo, así como el sentimiento de culpa por haber dejado la comunidad burguesa. Thomas Mann también menciona la culpa por no ser suficientemente burgués —el problema de Tonio Kröger.

Parece que comparte con Kemal la pasión por los museos

Soy una persona de museos. Hay mucho de mí en Kemal cuando, hacia el final del libro, él visita todos estos museos. Comparto sus sentimientos al ir a pequeños museos, donde puedes explorar tus pasiones, preferentemente en el jardín de un museo adormecido. El mundo entero y el presente quedan atrás. Entras en una atmósfera distinta, en un tiempo distinto; te envuelve un aura radicalmente diferente, casi fuera del tiempo. Me gusta eso, no sé por qué, pero fue crucial para hacer este libro.

¿Puede la literatura ser en sí misma un museo de variedades para un grupo particular?

Cuando digo museo, no uso la palabra como André Malraux lo hace: una metáfora. André Malraux dice “museo imaginario” —no hay museo, sólo papeles. Cuando yo digo museo quiero decir museo. En la actualidad construyo un museo en Estambul, la intención es que próximamente el lector pueda venir y ver en exhibición cada objeto que menciono en el libro. Ya estoy hablando con algunos potenciales curadores.

La pasión de coleccionar de Kemal parece ser un tipo de fetiche.

El libro sostiene que nos apegamos a los objetos por las experiencias, sentimientos de seguridad, felicidad, amistad —lo que sea que disfrutemos en la vida—, porque relacionamos aquellas emociones con los objetos. Mi protagonista está profundamente enamorado —debería decir encaprichado— con Füsun; él ha experimentado una gran felicidad. Con el fin de preservarla —o revivirla— colecciona objetos que le recuerdan aquellos momentos. Creo firmemente que coleccionamos objetos para recordar los buenos momentos. No es la primera vez que lo digo. Lo describo en La vida nueva y en El libro negro también.

En su último trabajo relata la historia de Kemal y su amor por Füsun. Al mismo tiempo es la historia de Turquía, su tierra natal.

El libro tiene la ambición de mirar al país, al espíritu de la nación, la historia de Turquía, los problemas y la identidad. Lo hago a través de la descripción de las clases altas, burguesas, en vez de la burocracia o las relaciones políticas. Trato de mostrar la constitución social y moral del país.

¿Es por eso que no escatima en escenas de sexo?

Las escenas son explícitas, pero no están ahí con la intención de ser sexy, sino como una expresión de los sentimientos auténticos entre Kemal y Füsun. Es lo más difícil: ser explícito pero no provocativo, escribir las escenas de sexo como escenas expirituales. Es mi examen de la moral sobre la sexualidad, discutir el culto a la virginidad y la inocencia.

¿Eso constituye una posición política en una país islámico como Turquía, o no?

Mi libro es político en un sentido más profundo y cultural. Es político al discutir la represión de las mujeres de manera sutil, aunque esa discusión provenga de las clases altas dirigentes “occidentalizadoras”, “modernizadas”, “civilizadas”.

Viendo la forma en que usted discute la represión de las mujeres, un lector podría pensar que se ha convertido en algo parecido a un feminista.

No me corresponde a mí decirlo, pero es una designación que no refutaría. Mi protagonista, Kemal, es un hombre que alrededor de los treinta años descubre lo que los hombres mayores hacen a las mujeres. Mis amigos están de acuerdo con que mi descripción fue objetiva y balanceada, y que no exageré. Dicen que describí lo que realmente ocurría a las mujeres en las calles de Turquía en esa época. Yo miro aquellos años desde ahora con un punto de vista distinto. Por aquel entonces no habría sido capaz de ver a las mujeres siendo reprimidas de la manera en que el libro lo describe. Creo firmemente estar dando cuenta de la verdadera represión de las mujeres en Turquía —y de manera honesta.

¿Ha mejorado en algo la situación de las mujeres en Turquía?

No estoy seguro. Cuando estaba escribiendo el libro, pensé que éste debe haber sido un tema en los setenta, y que quizá la nación lo había superado. Pero cuando hablé con mis amigos y estudiantes, treinta años menores que yo, me dijeron que todavía está presente, que aún el machismo es un problema. A muchos de los estudiantes aún los afecta. Todavía es importante, tal como el tema de la virginidad. Son cosas que ni la modernidad ni el desarrollo económico han logrado dejar atrás.

En varios momentos el libro toca el tema del deseo frustrado de Turquía por Europa.

La charla en torno a Turquía y Europa es más antigua que Turquía misma. También ocurría durante el imperio otomano; es parte de la identidad turca. El primer gran occidentalizador fue Mustafa Kemal Atatürk, quien fundó la república turca. Él le dijo a la nación: “Por favor, cambien sus ropas; saquénse los pañuelos de la cabeza, cambien su calendario, cambien de alfabeto”. Todo eso, de manera que nos pudiéramos ver más occidentalizados.

Sin esta modernización forzada, Turquía no estaría sosteniendo diálogos con la Unión Europea.

Sí, pero la élite dirigente pensó que eso era todo lo que tenían que hacer. Legitimarse a sí mismos en este país usando los signos y símbolos de la cultura occidental. Muchos miembros de esta élite dijeron a la nación: “Merezco este poder, y tú cállate. Gobierno sobre ti porque soy occidentalizado y más europeo”. Éste es un punto que me interesa mucho:
cómo las clases dirigentes del mundo no occidental maniobran con el lenguaje, los modismos y la cultura de la modernidad —lo que uno llamaría la cultura occidental o Europa— para cumplir sus metas.

A pesar de toda aquella exuberancia, el grupo de Kemal realmente no da la impresión de ser muy feliz.

No, están asustados. Después de todo, la burguesía turca no es una clase tan fuerte. Temen al Ejército, temen a la burocracia. Hacerse un poco amigo de la burocracia ofrece la posibilidad de trampearla. Un poco de dinero y te la metes al bolsillo.

Eso suena como mucha crítica social para una historia de amor

Seguro. Siempre escribo libros críticos. No tengo ansiedad por ser político aquí. No le temo a eso, pero mi libro es más un intento de usar la literatura para ir más allá de la política. Corrupción, golpes de estado, política —islámica y secularista—; Turquía tiene demasiado de eso. Me gusta mucho mi libro como para meterlo en esa basura.

¿Le preocupa que su país casi permitiera a la corte proscribir el partido dirigente AKP (el partido centro derechista de Justicia y Desarrollo) para conducirlo al aislamiento? ¿Ve realmente a Turquía alineado con Europa?

Cuando lo escucho a usted hablar así siento orgullo nacional. ¿La gente habla así de nosotros? Cincuenta años atrás nadie hablaba de nosotros así. Así que es un gran cambio; estoy feliz de ser parte de aquello.

En un nivel general, ¿está contento con la dirección del desarrollo actual en Turquía?

Creo que económicamente lo están haciendo bien, pero hay muchos problemas políticos. Desafortunadamente, la mayoría están ligados a la estrecha mentalidad de las clases dirigentes, carentes en términos de liberalidad, que constantemente están peleándose entre ellos.

¿Se refiere a la confrontación entre la antigua élite kemalista y la conservadora-religiosa clase media liderada por el Primer Ministro Erdogan que gana prominencia?

A la larga, estas clases son más o menos similares cuando llegan al autoritarismo, cuando llegan a su intolerancia. Desafortunadamente, estos dos grupos no comprenden los valores de la libertad de expresión ni los de una sociedad abierta. Es nuestra tragedia: los altera el avance de la democracia y el florecimiento de nuevas clases.

¿Usted no ve a Erdogan y sus partidarios como islamistas disfrazados?

Es lo que algunos del núcleo duro de los kemalistas piensan. No saben qué hacer con las clases conservadoras anatolianas emergentes. Recurren a las armas de los militares y confían en la fuerza y el autoritarismo. Y por eso algunos —no todas las clases dirigentes— incluso se niegan a unirse a la Unión Europea. No quieren a Europa porque temen la emergencia de la burguesía anatoliana moderna y conservadora. Kemal Atatürk habría estado orgulloso de ser parte de la Unión Europea. Y ahora las clases dirigentes, sus más fieles seguidores, lo traicionan por temor a perder el poder.

¿Espera que los dos partidos lleguen a algún tipo de reconciliación?

Soy un escritor. Los escritores son vistos como demoniacos, maniacos, radicales. Pero, en este caso, busco la armonía. Espero que todas estas variadas clases en Turquía puedan coexistir en armonía y producir una nueva cultura. Ahí reside el futuro de Turquía.

En 1995 escribió un ensayo sobre la atmósfera envenenada de Turquía. Parece que pocas cosas han cambiado desde entonces.

No hay duda que se ha progresado algo. Pero podemos, tendríamos y deberíamos ir más lejos. El hecho de que el problema kurdo no se haya resuelto hace a la élite dirigente nerviosa y frágil. Ellos —los hijos e hijas de la gente que describo en mi novela— perdieron la fe en sí mismos, a pesar de que han hecho mucho dinero. En su ansiedad, juegan a una política salvaje, en la que todos tratan de encarcelar al resto. La política de matones intolerantes está envenenando la atmósfera aquí.

Usted ha levantado bastante hostilidad hacia su persona en su país por haberse referido al genocidio armenio durante la Primera Guerra Mundial. Aparentemente figura en la lista de posibles blancos de la ultranacionalista sociedad secreta Ergenekon.

Tengo una posición clara: estoy por Europa, por la democracia y por la libertad de opinión. Por eso quieren matarme. Tengo que andar con guardaespaldas. No salgo por las calles de Estambul como antes, y mis guardaespaldas son mis mejores amigos. Es el precio que debo pagar.

¿Tendrán estos lados oscuros de su país un lugar en su Museo de la inocencia?

El libro pone la vida en despliegue, y la felicidad es central en la vida. Es el tema del libro, y es lo que será central en mi museo aquí en Estambul.

*Entrevista moderada por Dieter Bednarz y Dietmar Pieper para Der Spiegel Online Internacional Traducción: Elisa Montesinos.