sábado, 3 de octubre de 2009

La biblioteca digital mexicana

2009-10-03
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

En el futuro próximo, obras raras o agotadas podrían ser vendidas por Google sin más inversión que su digitalización.

Gran error hacer la Biblioteca Vasconcelos en el viejo paradigma.

Prosiguió el centralismo y, sobre todo, al erigirla físicamente se permaneció en paradigmas empolvados. Requerimos una megabiblioteca nacional: electrónica.

Bastaría con que todos los libros y revistas que han editado instituciones como la UNAM, INAH, Conaculta, SEP, Bellas Artes, INI y FCE —por sólo citar un puñado— pudieran consultarse íntegramente en internet para producir una revolución nacional en la lectura y el conocimiento.

Los beneficios serían desde un vasto incremento en el nivel de la información que estudiantes podrían acceder para sus tareas ordinarias y tesis de licenciatura hasta abaratar los gastos de un autor para poseer el material necesario para su formación, actualización e investigación.

La innovación académica crecería y disminuiría la disparidad educativa, desde lo escolar hasta lo autodidacta.

Las universidades públicas y privadas están obligadas a construir esta megabiblioteca virtual, junto con Conaculta y la SEP, para dar acceso a las publicaciones que miles de mexicanos han trabajado y que hoy —a pesar de los millones de pesos invertidos históricamente— es como si no existieran: olvidadas, deteriorándose y tan difícil de acceder como una aldea en los Altos de Chiapas.

Para evitar problemas de derechos de autor se podría, por ejemplo, escanear materiales académicos que seguramente nadie tendría objeción en poner en libre acceso y no incluir, digamos, obras comerciales. Y, por supuesto, a partir de ahora acordar que cualquier publicación pagada por fondos públicos implique que su autor autoriza su consulta pública en internet.

(¿No le interesa? Busque una editorial privada.)

He aquí el meollo. Si yo quiero leer un artículo del número 39 de la revista Anales, que editó INAH-SEP en 1958, tengo estas opciones. Rastrearlo en alguna biblioteca del DF, la única ciudad donde tendré probabilidades de ubicarlo: pagar a alguien para fotocopiarlo o yo volar y hospedarme hasta ubicarlo.

O comprarlo por internet, donde ese número se vende a casi 2 mil pesos en España y EU. Oh, absurdo.

Conaculta-SEP tienen la obligación de construir la Biblioteca Digital Mexicana. Su costo sería menor al sistema nacional de bibliotecas de cemento y papel y su alcance mucho mayor.

Todo Justo Sierra en cada pantalla.

Los grandes libros son derechos humanos.

Éste es el mayor proyecto de infraestructura lectiva que pueda realizarse hoy; el equivalente de los libros de texto gratuitos en el pasado.

La puerta del nuevo milenio ya se abrió. ¿Vamos a entrar? ¿O vamos a tener los mejores pretextos para quedarnos atrás?

Tiempos de cri$is. Funcionarios: ahorren. Avancen. Democraticen. Innoven.

lunes, 28 de septiembre de 2009

La Generación Yo-yo

2009-09-12
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Después de la Generación X (1967-1976 aprox.) apareció otra generación cuyo mote oficial es “Millenials” (N. Howe y W. Strauss) o “Me Generation”. Su rasgo principal: el ultra-narcisismo.

Prefiero llamarlos Generación 1984 o, en directo, Generación Yo-yo. Ególatras, divertidos y redundantes, los yoyos nacieron en los ochenta y noventa.

La generación anterior estaba marcada por el dúo USA-URSS y, por ende, su visión por default era el maniqueísmo.

La Generación Yo-yo sólo conoció el dominio norteamericano. Son unidimensionales. Creen que sólo hay una manera de hacer las cosas. Y quieren saberla (¡ya!) y aplicarla.

USA es su URSS.

Neonarciso nació en el mercado super-individualista. Para un yoyo volverse sabio significa alcanzar una buena autoestima.

Poco profundos o creativos, su ¿virtud? es “hacer caso” y ser más disciplinados que los apáticos X.

Son autoritarios. Después del desastre de la contracultura, quieren poner “orden”. Son posmo, es decir, no creen que haya diferencia alguna entre la cultura alta y el pop. Juegan a ser tolerantes. Para ellos, ¡todo es cool! Creen que la clave de la existencia es tener la información correcta. (Internet es lo máximo.) Pero como crecieron en un mundo con una sola visión aprobada, los yoyos creen que escuchar muchas opiniones es “bueno” para formar “su propio criterio”.

Popstars —de Amanditita a Britney—, su finalidad es la fama; hacer que su yo sea amado por el mundo tanto como ellos ya lo aman.

Obama me ama y mi e-mail me mima. Y si no me aman, entonces me hago emo.

Según sus propios apologetas, los yoyos son neomoralistas, de altos estándares, y aunque no son innovadores son perseverantes.

¿Su meta? Quitar todo lo que los separe de ser “yo mismo”.

Una vez alcanzado, comienza la autopromoción infatigable vía MySpace, Facebook o YouTube.

No tienen vida, obra o, siquiera, carrera. Tienen campaña.

Ya nacieron sin dios o causas. Pero siguen siendo antropo-crédulos y cuando buscaron en qué creer, encontraron su imagen.

La psicología a nivel mundial no para de asombrarse del crecimiento imparable del narcisismo, amor al estado actual (yo, la perfección andando).

El narcisismo —insatisfacción satisfecha de sí misma— ya es pandemia.

Los yoyos harán que las economías progresen debido a su consumismo, su tecnofilia y, en general, por saber aprovechar los recursos ya existentes. Por eso el iPod y por eso el Kindle.

We are Wikipedia.

El gran problema de los yoyos es que no innovarán n@d@. Ni su literatura, tecnología o investigación serán significativas: lo único que los yoyos desean es hacer más cómodo su mundito. No crean: adaptan. No aportan: se apropian.

Infatuados de sí mismos, nada harán por el mundo.

No dejarán huella. Será como si no hubieran existido.

No pasarán a la historia: los yoyos están hechos de otros. Next!


Ofender

28 de septiembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Cómo puede ofenderse a una persona? No solamente valiéndonos de insultos, sino también de observaciones, comentarios o silencios. Y a veces se ofende sin querer como cuando se confunde a un asno con un burro. Tomé de una novela de Canetti el siguiente veredicto: basta situar históricamente a un hombre para predecir sus movimientos o anticiparse a sus acciones: es decir ponerlo en la mira. Si en verdad se quiere dominar a una persona es necesario saber de dónde provienen sus ideas y sus opiniones: conocer, en suma, su educación sentimental. No me seduce totalmente esta idea porque creo que en el caso de una mujer esta sentencia se va de bruces. Me declaro incompetente para comprender la atracción que una mujer ejerce sobre de mí aun cuando conozca todos los detalles de su historia personal o incluso de su anatomía.

Desear que los otros desaparezcan es una de mis peores aficiones (lo sabemos: el infierno son los otros), aunque sólo se vuelve ofensa cuando se los haces saber; de lo contrario seguimos entre amigos. Una palabra mal entendida es capaz de causar una guerra en situaciones extraordinarias y la mujer que se dice enamorada de ti se marcha cuando le haces una observación acerca de su rostro abominable. Por supuesto quien humilla a una mujer haciendo referencia a que su fealdad merece la horca: eso es una patanería que no tiene perdón. En cambio, a las bellas no se les debe tolerar demasiadas necedades pues su belleza es un bien que ellas deberían agradecer todos los días con estricta devoción. Lo contrario no es del todo deseable porque una belleza sin malicia es como una manzana de plástico. Desde mi humilde opinión una mujer hermosa cesa de serlo o cuando está desnuda o cuando está junto a otras mujeres (la soledad aumenta la belleza). El escritor Kingsley Amis solía decir —según cuenta su hijo— que lo que más apreciaba de una mujer desnuda eran sus ojos. Se concentraba en sus pupilas y era entonces cuando encontraba de nuevo el misterio.

Qué sencillo es herir la susceptibilidad de una persona en México. Las causas son de lo más diverso: si no atiendes una llamada telefónica porque estás dormido o no tienes deseos de responder eres de inmediato objeto de un proceso judicial que se lleva a cabo en la cabeza del ofendido. Si organizas una reunión has de entrada ofendido a una docena de personas a quienes no convocaste a tu mesa. Lo mismo sucede cuando intentas ejercer la crítica pues los aludidos suelen dividirla en “halagos” y “ofensas” otorgando a las segundas un peso desmesurado. Buscan con lupa la desaprobación y el escarnio para en seguida lamentarse: les debe ser muy excitante.

Frente a esta sensibilidad extrema a veces he optado por ser aún más descarado o provocador en mis juicios: “Señor, con todo respeto usted me parece emergido de la garganta de un cerdo”. Si de todas maneras vas a ofender pues es mejor hacerlo abiertamente. No obstante es la cortesía, en mi opinión, una de las virtudes más reconfortantes y eficaces que conozco. Ser cortés no es ser hipócrita, sino ejercer la sabiduría en lo que respecta al conocimiento de los demás. No encuentro una manera más elegante de desentenderse del mundo. Si doy por sentado que buena parte de las personas me son odiosas entonces ser cortés es un magnífico método para administrar o paliar mis fobias. Y aún así no estás salvado: muchos se ofenden porque consideran la cortesía una ausencia de honradez o sinceridad. Esto es un dislate porque debido a la experiencia sabemos que la sinceridad en muchos casos suele causar grandes estragos.

Lo que no deja de sorprenderme es que siendo los mexicanos tan susceptibles como son, acepten sin más el aumento de impuestos que les impone una opulenta clase política (una clase en apariencia imposible de ofender). Qué extraño es este comportamiento. Acaso es que lo que somos en el ámbito de la intimidad se encuentra divorciado de lo que somos a la hora de habitar el espacio público. Qué amor por la ofensa se respira en esta sociedad.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Desconfianza

21 de septiembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Casi todos los buenos libros fueron escritos antes de que yo naciera. Y cada vez que descubro a un escritor o a un pensador que me interesa ya los gusanos que se lo comieron se han reproducido por varias generaciones. Es por eso que no dejo de sentir tristeza cuando presencio los discursos de tanto atorrante queriendo convencernos de sus razones o certezas, entonces me encierro a leer los libros que escribieron los muertos y a veces encuentro vida en sus hojas. La muerte embellece las ideas, aunque sólo si éstas continúan teniendo raíces. De lo contrario el pasado se hace polvo y misterio.

En un ensayo titulado Contra las grandes palabras, Karl Popper escribió acerca de la responsabilidad de los intelectuales, es decir de quienes han tenido el privilegio de una buena educación o se han beneficiado de la lectura y el estudio de los libros. No los conminaba a pertenecer a determinada tendencia política, sino solamente a expresarse con claridad, “cualquiera de ellos que no sepa hablar de forma sencilla y con claridad no debería decir nada y seguir trabajando hasta que pueda hacerlo.” Se trata de un deber moral para con los otros, pues ¿de qué mejor manera podemos transmitir el conocimiento? Me empecino en este tema porque nadie comprende la crisis económica o política hasta que no la experimenta en su propia persona. Un ejemplo: no se puede justificar un aumento de impuestos frente auna comunidad que percibe la injusticia no a través de argumentos, sino a partir de la infelicidad cotidiana y la ausencia de campos propicios para cultivar su humanidad. Son muchos años de posponer la “abundancia” para el futuro. Las promesas incumplidas matan la buena voluntad y la interpretación maliciosa de las estadísticas confunden hasta a los más versados. La mala retórica nos sepulta como en ninguna otra época de nuestra historia.

No cometeré la ingenuidad de inventarme un diagnóstico de la situación económica. Sabemos de donde provienen nuestros males y cada explicación nos hunde más en el desasosiego. Lo que sí diré es que casi no viajo en automóvil y que disfruto de una buena compañía durante varias veces al mes. Intento estar a la contra siempre que se presenta una buena ocasión, aunque sea sólo para no morirme de aburrimiento, detesto a los poderosos y a quienes han construido una fortuna en el seno de una sociedad empobrecida. Los policías son culpables hasta que no demuestren lo contrario y me río de los exitosos a quienes el día menos pensado les da una enfermedad fulminante. En la medida de lo posible intento vivir con poco dinero y cultivo una concepción de la muerte que a la postre vuelva ridícula mi vanidad. No me convencen los políticos que dicen preocuparse por las personas más desposeídas sin renunciar a su fortuna, ni los jueces que cenan opíparamente en sus mansiones y después dictan sentencias sin conocer a los acusados. Y para terminar: casi todos los programas de televisión abierta me parecen estúpidos y ofensivos. ¿Hacia dónde deseo llegar con esta rabieta? En realidad a ninguna parte, sólo trato de ser claro y sencillo a la hora de dar mis opiniones.

Dice Popper que desgraciadamente los intelectuales, sociólogos, analistas y demás consideran legítimo el espantoso juego de hacer que lo simple parezca complejo y que nuestros oídos se han deformado a tal extremo que sólo podemos escuchar palabras grandilocuentes. Lo contrario es justamente lo que una comunidad sumida en la miseria tendría que cultivar: el conocimiento profundo de sus problemas sumado a la sencilla exposición de esos males. Las palabras necesitan sabia y vida para ser honradas. La sencillez no es sólo consecuencia de un estilo depurado sino de una conciencia honesta. Y en México carecemos de pudor a la hora de mentir: las palabras no son creadas a partir de los actos, sino para ocultarlos. En la vida privada conozco dos males que todo lo vuelven amargo: la perdida del entusiasmo y la desconfianza. Llevadas a lo público son enfermedades que hacen imposible la convivencia.

La mudanza

14 de septiembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Qué importa un año más en el tiempo de un muerto?, se preguntaba en un epigrama el escritor Carlos Díaz Dufoo.

En cuanto leí estas palabras se despertó mi obsesión. ¿En qué momento uno se considera un muerto que cumple años? ¿Cuántas desgracias debieron sucederse para que el tiempo deje de tener importancia? Una sensación similar me ha ocupado este último mes después de mudarme de departamento. Me pregunto si será la última vez que me marche con mis libros a cuestas de un lugar a otro. La casa donde uno vive es un vientre, pero en ciertos casos es también un ataúd. Los libros que en teoría despiertan tu imaginación y provocan la libertad, son en realidad un ancla cuando quieres mudarte, un lastre que hace todavía más penoso el movimiento.

Las razones por las que me mudé de casa son claras de manera práctica: los alrededores comenzaron a poblarse de malas personas. De hecho, esta ciudad es un nido de malas personas aunque esa maldad no sea totalmente su responsabilidad. La ciudad de la rapiña y el odio no es un buen lugar para vivir y, sin embargo, la costumbre, las raíces y la asumida conciencia de la desgracia nos impiden comenzar la emigración. Sé que muchas personas no estarán de acuerdo con esta oscura visión y las comprendo: lo mío es consecuencia de una enfermedad del espíritu. Hermann Broch debió sentir una calamidad semejante cuando al principio de una de sus obras escribe: “¿Por qué dejé de sentir el orden de la ciudad como orden y comencé a percibirlo más bien como hastío del ser humano frente a sí mismo, como una pasmosa ignorancia? Y a medida que nuestro barco se acerca al puerto, es decir a la muerte, va dejando de ser embarcación para transformarse en carga.” Esa sensación que Hermann Broch dibuja con refinada melancolía describe mi sensación a la hora de mudarme: soy una carga para mí mismo.

Cuando era niño mi familia se mudó seis veces de departamento antes de que mi padre pudiera comprar una casa en el sur de la ciudad. Para nosotros, los hijos, cada mudanza era una aventura, los rostros de los vecinos, los ruidos misteriosos, las cajas amontonadas, todo se prestaba a la curiosidad. En cambio, ahora que me toca ser el gitano los sufrimientos se amontonan. Rentar en esta ciudad es una afrenta continua, pues el que renta es considerado de entrada un ladrón. Los intermediarios abundan y ser honrado no es nunca suficiente ya que para demostrarlo debe uno humillarse y cumplir con normas que inventaron los propietarios. Sin embargo, no es esto lo que en realidad me preocupa, sino un hecho que de tan concreto es abstracto: ¿la nueva morada será también la última? Tanto mover cajas y subir escaleras para que la esfera que nos recubrirá de los males exteriores se transforme de una noche a otra en un catafalco.

Para ser feliz es necesario no ocuparse demasiado de los otros, escribió Albert Camus en La caída, y a medida que los años pasan este juicio descarado se afianza en mi imaginación. Tenemos entonces a la felicidad como olvido de los demás y como un intento desesperado por abandonar el mundo sin hacer demasiado escándalo: “¡Que vivan los entierros!”, fue el más depurado exhorto de batalla que se permitió un personaje de Camus. Nuestro entierro, quizás la única manera digna que nos es dada para abandonar el anonimato. Hace apenas dos semanas mientras conversaba con un buen amigo, éste me reprochó de manera sutil el que ocupara yo tanto tiempo en narrar las injusticias que brotan como pasto a mi alrededor. Cuánta razón había en sus palabras, “olvidarse de los otros”, que buena oportunidad para respirar un poco de calma.

Sentir miedo es como llenarse de humo por dentro, esta sensación descrita por Francisco Tario es perfecta para describir el miedo que a los conservadores nos causa el movimiento (sólo hay que ver el lodazal al que nos ha llevado el supuesto progreso). En fin: muerte, miedo, infelicidad, desgracias, se preguntarán de dónde proviene todo este melodrama: de ningún lado, sólo es que la mudanza me ha dejado exhausto.

Asco

07 de septiembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Si se me permite un aforismo no brillante, aunque certero, diré que un hombre es sólo la suma de sus vicios. Justo esas manías de las que no puedo escapar forman la esencia de mi modesta biografía. Mi tolerancia hacia los vicios ajenos es enorme siempre que no sean vicios criminales, como los relativos a la corrupción pública. ¿De dónde viene esta tolerancia? No nada más de la reflexión acerca de estos asuntos, sino de una tarde en que me encontré con mi padre en una cantina. Fue una sorpresa porque ninguno de los dos esperaba esa clase de encuentro. Cada uno se hacía acompañar por sus amigos y nuestro saludo fue tibio e incluso cortante. El pudor, el respeto o quién sabe qué sentimientos ridículos me impidieron sentarme a beber con mi padre alguna tarde antes de su muerte. Y me arrepiento. ¿Qué clase de prejuicios pueden atormentar a una persona para que cometa esa clase de tonterías? Siempre será un misterio.

El editor Carlos Barral, a propósito de un relato magnífico, La leyenda del santo bebedor, escribió que los abstemios son en realidad enfermos y que su vida es digna de conmiseración, pues desconocen el placer y el conocimiento profundo de las cosas que nos ofrece el vino. El borracho es experto en los estados del alma y los mundos que imagina son verdaderos en cuanto los vive con una intensidad demasiado humana. La noche oscura del alma se ilumina con unos buenos tragos y las personas se hacen más simpáticas y tratables. Y una cosa más: cuando se está ebrio no es sencillo ocultar la maldad o la mala semilla. En cambio cuántos abstemios son expertos en cultivar la hipocresía y en ocultar sus malas intenciones: el mundo está lleno de estas alimañas.

Los ebrios son la sal de la tierra, pero a condición de que sean simpáticos. Nada más abominable que esos bodrios parlantes llenos de traumas que acaparan la conversación y se ponen violentos a la menor oportunidad. Los tolero hasta cierto punto porque sé que la vida es justamente horror e inmundicia, pero en cuanto puedo me escapo en busca de horizontes menos inhóspitos. Me pregunto cómo es que se puede vivir sobrio en esta ciudad sin contagiarse de una torva locura. La mesura es necesaria para vivir, sin embargo planear la mesura es un tanto ingenuo. Llegar a una mesa anunciando que no se beberá más de dos copas es una bellaquería. Me recuerda un pasaje de la novela El desencantado, en el que una mujer dice: “detesto a la gente que lleva paraguas a los días de campo, porque temen que pueda llover. Los que hacen eso merecerían que les cayera encima un buen aguacero.” La mesura sólo es necesaria en un aspecto: bajo ningún motivo debe uno hacer daño a las personas que nos rodean. Hacerlo no es tener mal vino, sino mala leche.

Una digresión más como es mi costumbre: quienes no toleran los vicios y, sin embargo, soportan a las lacras políticas que los gobiernan no merecen en mi opinión ningún respeto porque un hombre tiene hasta cierto punto derecho a destruirse, pero no a dañar a quienes confían en él. Aparecen en mi memoria unas palabras de Peter Handke que vienen bien a cuento: “Hasta donde puedo recordar me asquea el poder y ese asco no es moral es físico, es una cualidad de cada célula del cuerpo.” Ese es precisamente la clase de asco que ni siquiera el vino puede mitigar.

Una vez que uno ha subido al santo tren de la bebida, el descenso a la tierra de los abstemios es insoportable. La gracia se disuelve de los rostros y no se ve en el paisaje más que rostros marchitos por las obligaciones y los fracasos. Es por esta razón que las recriminaciones provenientes de la salud no tienen cabida en el mundo de los santos bebedores. Se duerme en una habitación distinta, una a donde no llegan los ladridos ni los murmullos de la ratonera. Mi experiencia me alerta cada vez que una mala persona me invita a beber y declino amablemente. Hay personas que se deforman cuando toman licor y se transforman en basiliscos, los reproches colman su lengua, su necesidad de poder crece y hacen que el mundo se vuelva más amargo de lo que es.

Qué mala suerte cuando uno se las encuentra.

Tacaños

31 de agosto de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Si el dinero marcha hacia el norte yo camino hacia el sur y si va hacia oriente me toma caminando en sentido contrario. Nada más no coincidimos. La cuestión es que mi sentido económico es tan torpe como el avestruz que quiere levantar el vuelo. La verdad es que no le encuentro gracia a acumular bienes y siempre que puedo reparto todo lo que me cae en las manos. Es un defecto personal y espero que mis amigos se enemisten conmigo antes de morirme porque en caso contrario les tocará pagar mi ataúd. En fin, quienes no poseen nada se pueden dar el lujo de ser generosos.

Esto de vivir con lo más mínimo es una obsesión que me acosa desde siempre. Como no tengo talento para ganar más de la cuenta entonces me invento una filosofía de acuerdo con mi condición. La tacañería es uno de los defectos más odiosos de las personas porque tarde o temprano termina contaminando todos sus actos. Los gestos de estreñimiento que los tacaños hacen a la hora de pagar la cuenta muestran que se les ha podrido el alma. Todo el placer que provoca una buena conversación se va a la coladera justo en ese momento. La simpatía se corrompe cuando el que tiene dinero se muestra reacio a ser generoso. Y, sin embargo, qué ingenuidad pensar que puede ser de otra manera.

Los argumentos que usan los tacaños para escatimar su dinero suelen ser patéticos y desmesurados. No me imagino a qué clase de felicidad se hallan condenados si su roñería les impide caminar en el mundo con ligereza. El malestar que me provoca su presencia crece con los días y en mi personal bitácora de valores la tacañería se halla en el mismo nivel que la deslealtad. Aún así me gustaría hacer una excepción con la gente pobre. No sé si existan tacaños pobres, pero en caso de que así sea están perdonados de antemano. Tienen derecho a defender con los dientes lo poco que tienen y cicatear para ellos es más bien un acto de desesperación.

Los codos son tan viles que pueden compartir una mesa con personas pobres y comer y beber opíparamente sin ningún remordimiento, cada moneda invertida en su satisfacción les provoca un dolor placentero, una felicidad incompleta y áspera. El tacaño visita poco el excusado e incluso esos momentos de liberación le causan un inmenso desasosiego. Su estómago es una caja fuerte y sus intestinos son estrechos y congestionados. Es un sistema cerrado perfecto: todo va hacia sí mismo. El tacaño del alma transmite un sentimiento de miseria que incluso poco tiene que ver con lo económico, es más una sensación de desaliento y asco al mismo tiempo. La vida para estos seres no es derrochar, sino acumular: pelea más que perdida cuando llega la muerte.

Que una persona pueda meter en su cuenta de banco miles de millones de pesos de manera legal no es digno de admiración, sino sólo una muestra de que las leyes están mal hechas. Lo que sería motivo de admiración es que devolvieran ese dinero, pero el millonario es tacaño por constitución y sus acciones filantrópicas no son más que cortinas de humo para disimular su inmenso botín. En su particular sistema decimal la generosidad, la mesura y el saber vivir en común están desterrados. Es éste un caso especial de tacañería por omisión. Que admiremos a una persona porque aparece en una lista de millonarios importantes es un símbolo de primitivismo y en lo personal me causa desconsuelo y un enorme desaliento.

El caso ridículo está representado por el tacaño que se convence a sí mismo de que no lo es. Se ha acostumbrado a su parquedad y posee extrañas concepciones de justicia. Está en guerra contra los otros porque ve en ellos enemigos potenciales, ladrones, vividores, ratas que roerán su estómago (su bóveda bancaria) y lo dejarán desnudo. Es curioso que se use el término disparar como sinónimo de invitar. Cuando el tacaño dispara, en realidad quiere asesinar a su invitado. Uno de los escritores más derrochadores y generosos que han existido nunca, Joseph Roth, bromeaba cuando la gente le preguntaba por qué razón se había convertido al catolicismo siendo un viejo. Decía que su decisión era parte de una estrategia: prefería que con su muerte fueran los católicos y no los judíos quienes perdieran a un adepto. Y así fue.

Flores negras

24 de agosto de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Mi dilema es un viejo dilema y no me pertenece del todo: me siento a escribir esta nota con la conciencia de que pierdo mi tiempo de un modo descarado. No le encuentro sentido a escribir en un diario acerca de literatura o arte cuando en el ambiente común se respira un aire de odio y desesperanza. Las miserias comunes, esas que según Rousseau unen a las personas y permiten estrechar los lazos humanos, aumentan en el presente hasta un punto en el que casi anulan las posibilidades de la creación. No recuerdo haber vivido antes una sensación tan intensa de inutilidad. Se me dirá que el mejor momento para que un escritor saque partido de la realidad es justo cuando las desgracias suceden, pero eso no me convence. En todo caso quiero que las desgracias me sucedan a mí, no a los demás.

Qué cómodo sería sentarse, como pintor de alameda, a esperar que el mundo desfile ante mis ojos, pero no es este mi caso. Los otros no nos dejarán en paz mientras sean desgraciados, de ninguna manera tendremos tanta suerte.

Desde hace cuatro décadas escucho decir a los presidentes que debemos apretarnos el cinturón para soportar una nueva crisis (la metáfora del cinturón es esclarecedora y sugerente pues el cinturón podría apretarse en la cintura o en el cuello, según las circunstancias). A estas declaraciones siguen reacciones de protesta, nace un oso panda y se publican libros donde se exponen las causas de la miseria. Varios años más tarde vuelve a representarse la misma comedia, escena por escena y es entonces cuando nos damos cuenta de que el tiempo no transcurre en lo concerniente a la evolución de las cosas comunes. Es curioso que uno se quede calvo, se consuma por una enfermedad o pierda a sus amigos mientras que la corrupción política siempre se mantiene joven.

Un escritor es en la actualidad un ser bastante extraño: escribe, al menos eso está claro, pero no tiene compromisos que le sean impuestos por una sociedad o una época. Él mismo se impone sus tareas y consume su vida intentando cumplirlas. Esto parece ser un asunto rebasado en las sociedades modernas y liberales: el asunto del escritor o el artista comprometido. Estamos hartos de esa querella un tanto ridícula. Y, sin embargo, el desasosiego regresa no en forma de la pregunta “¿Tiene el escritor o el artista un compromiso con su comunidad?”, sino en la forma de un predicamento íntimo que pone en entredicho el valor común de sus obras. En otras palabras: ¿para qué escribir novelas si cada palabra que aparece viene muerta? Y es así porque las obras “nacen” precisamente en un espacio común que está tan muerto que no es capaz de imaginar soluciones a sus problemas de justicia más agobiantes.

Si las décadas se suceden y las crisis económicas y de justicia continúan, es que los fundamentos o cimientos no funcionan. Hasta un niño podría señalar en qué consisten los abusos y las causas de un estado de cosas semejante. La confianza en el otro está destruida de pies a cabeza y mientras ese lazo no sea restablecido, la tribu o la comunidad estará continuamente derrumbándose. Es una tarea utópica: en el caso de México son muchos países dentro de uno que no existe. Los políticos o empresarios voraces no renunciarán a sus prebendas y por lo tanto nunca comenzarán a trabajar realmente. Es también desalentador presenciar tantas muertes inútiles que se producen con el supuesto fin de hacer respetar las leyes cuando es notorio que las normas a respetar son idiotas o ideales en el peor sentido del término. Los vicios cruzan las paredes a su antojo: ¿que nadie ha enseñado a los gobernantes esta sencilla regla de vida?

El desánimo crece en ambas direcciones: hacia lo exterior en forma de fracaso social y hacia lo interior en conciencia de arte muerto. Justo así nació la tradición romántica en las artes: la decepción que provocó en tantas personas el presenciar que tras las revoluciones o el anuncio de una nueva época la miseria política continuaba. ¿pero a quién puede importarle una definición en este momento? A nadie. Si tantas obras dedicadas a la realización de la buena convivencia humana han servido para tan poco (desde Séneca hasta Habermas, desde Rousseau hasta Rawls, desde Iván Illich hasta Octavio Paz), ¿qué pueden hacer unas pataletas escritas en un diario de un país que no es país?