domingo, 14 de enero de 2018

Una carta inédita de Jorge Cuesta

14/Enero/2017
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

Una carta privada es un universo cerrado y para intentar descifrarlo hay que echar mano de varios elementos biográficos de los involucrados e incluso de algunas personas de su círculo íntimo. Aunque breve, esta carta de Jorge Cuesta contiene muchos puntos por dilucidar, los cuales la hacen sumamente interesante para entender mejor una etapa de su vida. El asunto central es su relación amorosa con Lupe Marín pero alrededor se desprenden varios temas más. Para empezar, la fecha no está completa, sin embargo, es fácil saber que se trata de 1928 pues ese año Cuesta viaja por única ocasión a París, como lo consigna la dirección del hotel al calce. Allá se reencuentra con el pintor Agustín Lazo y gracias a él conoce a Luis Cardoza y Aragón y al poeta peruano César Moro; también conocerá a algunos surrealistas como André Breton y Robert Desnos y —aunque no lo conoció—, leyó, admiró y tradujo la obra de Paul Éluard. Al regresar a México, Cuesta escribió sobre estos surrealistas o publicó traducciones de su obra en la revista Contemporáneos. El Octavio a quien está dirigida no es otro que Octavio G. Barreda, quien fue más que un amigo cercano y cómplice de las aventuras de los Contemporáneos. Este amigo se vuelve confidente al contarle sus cuitas amorosas y tal vez por eso la carta es de un tono desolado por lo mal que se siente en Europa cuando sus pasiones están en México.
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En un número anterior de Confabulario (núm., 188, 15 de enero de 2017), Ángel Gilberto Adame documentó con base en documentos judiciales las causales y las circunstancias del divorcio entre Jorge Cuesta y Lupe Marín el 19 de abril de 1933, pero toda la etapa previa del romance y el matrimonio lo recrea Elena Poniatowska en su novela sobre Lupe Marín Dos veces única (Seix Barral, 2015). Sin embargo, Poniatowska cae en varias imprecisiones a lo largo del libro lo cual resulta extraño pues tuvo información de primera mano al conocer y entrevistar a varios de los protagonistas y ha escrito algunos libros ambientados en esa época como Tinísima (1992; Seix Barral, 2016) o Juan Soriano. Niño de mil años (2000). EnDos veces única parece no haber ningún rigor cronológico, lo que le permite confundir hechos que no sucedieron cuando los hace coincidir o los inserta cuando no pasaron, por ejemplo, los Contemporáneos aún no se llamaban así en el capítulo que les dedica. Otros errores aunque mínimos pero que al ser tantos muestran el nivel de embrollo es que confunde el templo de san Pedro y san Pablo, donde Diego Rivera nunca pintó, con el Colegio de San Ildefonso. También escribe que Xavier Villaurrutia era “el más entendido en política” de los Contemporáneos, cuando en realidad era todo lo contrario pues Villaurrutia vivía en su mundo nocturno de sombras, ángeles y muerte; o que el grupo era “lidereado” por Salvador Novo, sin embargo, ese lugar le correspondería más a Jaime Torres Bodet pues al ser cercano de Vasconcelos era quien ideaba los proyectos editoriales del grupo y en cambio Novo estaba más cercano al grupo de Henríquez Ureña, enemigo de Vasconcelos, de manera que no publicó mucho en la revista que los bautizó y un par de años después cuando la mayoría de ellos estaba al amparo de Bernardo Gastelum en el Departamento de Salubridad, Novo estaba en otro grupo, el de Puig Casauranc, en la Secretaría de Educación. Concretamente sobre Cuesta, él no participa en la selección de la Antología de la poesía mexicana moderna (1928) porque está en Córdoba así que sólo escribe el prólogo y acepta firmarla; cuando está contando sobre la Antología menciona la crítica feroz a Vicente Lombardo Toledano, pero en realidad ese episodio se dio hasta los años treinta; tampoco destroza la poesía de López Velarde ni la de Villaurrutia, al contrario, las elogia y menos “hace polvo” la pintura de Lazo, la ensalza. De manera que más que esclarecer hechos la novela de Poniatowska abona al rumor y a la confusión.
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Cuesta está en París porque su familia lo ha enviado casi forzosamente para que de esa manera se olvide de Lupe Marín, quien había sido la segunda esposa de Diego (se casaron en julio de 1922 y poco después la pintó su fabuloso mural de San Ildefonso, “La creación”). La familia de Cuesta quiere que se olvide de ella no sólo porque es una mujer mayor para la época (tenía 32 años y él era un muchachito de 24), sino sobre todo porque aún está casada y tiene dos hijas pequeñas, así que querían evitar que su hijo se enamorara y viviera con una adúltera. Sin importarle la prohibición familiar, como él lo dice en la carta, al regresar a México se casa con Lupe y ella se separa de Diego (y Diego se va con Frida Kahlo). Es así como de pronto ambos matrimonios convivían muy de cerca pues vivieron en la misma casa, en la calle de Mixcalco número 12: Lupe Marín y Jorge Cuesta con las dos niñas, Lupe y Ruth, en el piso de arriba, y Frida y Diego abajo.
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Además de la renuencia de la familia de Cuesta, él y Lupe Marín tienen que enfrentarse a la oposición del propio Diego Rivera. A mediados de 1928 viaja a Rusia pero al parecer antes de irse y todavía desde allá lanza varios “denuestos” en contra de Cuesta. En sus sonetos satíricos contra Diego, “La diegada”, Novo abunda más sobre el romance que inició cuando los jóvenes poetas frecuentaban la cena semanal de los miércoles en la que Lupe Marín agasajaba a sus invitados con tamales (“simbólicos tamales obsequiaba / en la su cursi semanaria fiesta”); la frecuencia semanal hizo inevitable el enamoramiento y pronto engañó a Diego Rivera pues Novo no pierde oportunidad de tratarlo como “cornudo” o más precisamente “buey”; finalmente fue cuando “marchóse a Rusia el genio pintoresco” es que tuvieron tiempo para establecer su relación, cosa que sin duda no habrá agradado a Diego. Aunado a eso, los enamorados también tuvieron que enfrentar la negativa de la familia de Lupe, en particular de Carmen, una de sus hermanas y quien estaba casada con Octavio G. Barreda, precisamente el receptor de esta carta; de allí que en estas líneas, Cuesta se lamente por ya no poder contentarla con los libros que antes le habrían servido para ganarse su aprobación.
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En su ruta hacia París, Cuesta hace una escala en Londres donde se encuentra con José Gorostiza y Eduardo Luquín (no con su hermano Carlos, como escribe Poniatowska) quienes están con Barreda en la embajada de México en Inglaterra. Al igual que Barreda, los hermanos Luquín, Carlos y Eduardo, deberían ser considerados como parte del grupo de Contemporáneos, no sólo porque fueron grandes amigos y participaron en las actividades del grupo sino porque compartían el mismo espíritu vanguardista. Es probable que, como ellos y Torres Bodet y Gilberto Owen, Cuesta haya querido ingresar al Servicio Diplomático, como también lo quiso hacer Villaurrutia. O al menos eso se desprende de lo que escribe en la carta, pero una de las máximas del grupo era el “viaje alrededor de la alcoba”, es decir, el viaje en sentido metafórico no real, pues como escribió Owen lo ideal era “conservarse en el deseo del viaje, que es fecundo” y no en “el viaje realizado, que es ceniza”. París, escribe Cuesta, aún no le dice mucho porque sin duda está pensando en el amor por Lupe pero a su debido momento le dirá demasiado, como ya se dijo, gracias al encuentro con los surrealistas.
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Años después Lupe Marín publicó La única (Editorial Jalisco, 1938), una supuesta novela que era su versión del matrimonio con Cuesta. Entre las cosas que contaba, era que Cuesta se había acostado con su propia hermana, Natalia, y con ella había tenido un niño; en realidad, Cuesta se había acostado con la hermana de Lupe, Isabel (la imagen en la portada de Diego Rivera, a la manera de Salomé exigiendo la cabeza del profeta Juan Bautista: “Dadme la cabeza de Yokanaan”, representa a las dos hermanas sosteniendo a Cuesta decapitado sobre una charola). Con el tiempo, Lupe Marín se arrepintió del libelo y consciente de que lo que había contado sólo había contribuido a desprestigiar más a Cuesta, a todos sus conocidos les preguntaba si tenían un ejemplar, se ofrecía a comprarlo y acto seguido lo destruía.

La carta
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2 de julio [de 1928]
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Querido Octavio:
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Hasta hoy recibo dinero de mi casa, salgo de una escandalosa brujez que me tenía, junto con los acontecimientos que se desarrollaban simultáneamente, estupefacto y embrutecido. Ahora salgo de mi miseria y de mi angustiosa ignorancia.
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Encontré, al día siguiente de llegar a París, carta de Lupe [Marín] donde me decía que llegaría Diego [Rivera] el día 12 o 13 [de junio] y que me cablegrafiaría el resultado del encuentro. No me cablegrafió, sino tuve que esperar la carta donde me contara todo. Ayer me llegó y empieza a contarme cosas.
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Todo quedó arreglado. Ella se separará inmediatamente de Diego. Yo no sé si Diego se quede en México o se vaya. Yo regresaré enseguida, apenas tenga dinero de mi casa para el viaje. Ya me quisiera regresar hoy mismo. En llegando, como se dice, me caso con Lupe.
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Diego se soltó en denuestos contra mí. Yo espero encontrarlo en México todavía y tener con él una explicación, así sea innecesaria o así pueda ser inconveniente.
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Lamento, por un lado, tener que regresar tan pronto. Durante mi brujez ya había pensado en escribirle para ver si era posible arreglar lo de Martínez Vaca para quedarme en Londres pues nada me decía todavía París de importante. Todavía no me dice nada. Espero que empezará a decirme cuando ya esté a punto de embarcarme me arrimaré al mástil, como Ulises.
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Hoy saldré a buscar unos libros para Carmen [Marín]. Antes los hubiera mandado si hubiera recibido pronto el dinero. Es lo que mi brujez ha lamentado más. Y me da pena mandárselos ahora junto con las noticias que podrán hacer definitivo su disgusto de nosotros o su disgusto de mí. Ud. comprendió todo, así me imagino, hasta ver en cada uno de nosotros la falta de libertad para elegir. ¿Acaso por ser en este momento la más cercana, es la reprobación de Carmen la que me pesa más? Que el afecto que le tiene a Lupe, que la comprensión de Ud. y que el afecto que para ella tengo ya, puedan limitar su libertad de condenarnos.
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Salude a Pepe [Gorostiza] y a [Eduardo] Luquín. Los recuerdo con la más presente amistad.
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Tuyo,
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Jorge Cuesta

Salvador Novo, nuestro gran maestro de escritura

14/Enero/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

Salvador Novo, poeta, ensayista y cronista de la Ciudad de México, falleció hace 44 años, el 13 de enero de 1974. Poeta, prosista de lujo, como lo llamó Carmen Galindo, sus crónicas iban más allá de describir los acontecimientos de la ciudad y rendir pleitesía al presidente en turno; todos lo leíamos para aprender a escribir. Hasta ahora nadie ha superado la admirable fluidez de su prosa que hizo escuela. Son muchos los críticos que consideran que el mejor libro de Carlos Monsiváis es el que dedicó a su admirado Novo: Lo marginal en el centro, porque en realidad escribió su autobiografía.

Salvador Novo fue el primer escritor que conocí al llegar a México porque todos los domingos comía en la huerta de San Jerónimo de Raúl y Carito Amor de Fournier y al entrar a saludar a mis mayores, lo llamaba yo tío. A partir de mis 10 años nunca dejó de llamarme sobrina, hasta el año de la publicación de La noche de Tlatelolco, ya que se convirtió en defensor de Gustavo Díaz Ordaz y del PRI. Tanto él como Martín Luis Guzmán se alinearon del lado del gobierno que los mantenía y acusaron a los estudiantes encarcelados en Lecumberri, lo cual hizo que Carlos Fuentes los llamara La Traviata y El Rigoletto del año 68.

Recuerdo que en esas apacibles comidas en la huerta de San Jerónimo, en los dedos de las manos de Salvador Novo se turnaban varios anillos: uno precioso del sagrado escarabajo de Egipto, el otro, un sello oscuro que no alcancé a descifrar a pesar de que era del tamaño de un foco. No sabía yo nada de pelucas y no creo que en esa época llevara una roja o castaña o china o lacia. Tampoco supe si tenía las cejas depiladas. A los niños todo les parece bien. Sí recuerdo que Novo llevaba la batuta de la conversación y a ese gran jardín llegaron a lo largo de los años muchos de los constructores de México: Rufino y Olga Tamayo, Pablo y Natasha González Casanova, Ignacio y Celia Chávez, Gustavo Baz, quien había cabalgado al lado de Emiliano Zapata, y bellezas como Alfa Henestrosa, que vestía rebozo y enaguas antes de que lo hiciera Frida Kahlo. De todos, el mejor informado y el que se mantuvo en primer lugar del Tout Mexique fue el cronista de la ciudad Novo, quien era requerido en todos los acontecimientos de la vida nacional por los presidentes de la República en turno. Ya dirigía museos y organizaba conferencias y presumía que la RCA Víctor iba hacerle “un álbum de tres discos de long play, es decir, de dos caras, sobre la ciudad de México”. Nadie más solicitado que él. Hasta en espectáculos de Teotihuacán de luz y sonido, con música de Blas Galindo, y de Uxmal, con música del yucateco Daniel Pérez Ayala, se oía su voz. Novo aparecía en todas las revistas, lo fotografiaban en todas las crónicas de sociales, y como fundó La Capilla, salía en todas las carteleras. Asimismo, criaturita, tengo que atender las consultas del Jefe del Departamento y de otros secretarios de Estado que me dicen que mi presencia es indispensable. No pasa una semana sin que recurran a mi persona o rueguen que les dé mi opinión. Cronista todopoderoso de la ciudad, José Emilio Pacheco, Antonio Saborit y Sergio González Rodríguez se comprometieron a revisar sus gruesos tomos sexenales de La vida en México, sobre los regímenes de Cárdenas, Miguel Alemán, Ávila Camacho, Ruiz Cortines. Admiradores de su prosa y de su ingenio, los jóvenes no lo fueron de su servilismo, que el propio Novo justificaba con una frase al periodista Antonio Bertrán: Hoy no tengo que escribir más mercancía que dos cuartillas, que a razón de 15 minutos cada una me dejan libre prácticamente todo el día.

–Me gustaría que me hablaras de tu poesía, porque Nuevo amor es lo más bonito que has hecho.

–El Fondo de Cultura Económica publicará tres tomos completos de poesía: 20 poemas (1925), Espejo y Nuevo amor (1933), y poesías no coleccionadas posteriores a esas fechas. Además, mis Sonetos de Año Nuevo.

–¿Por qué has hecho poca poesía en los últimos años?

–Porque no es lo mismo hacer poesía que versos, versos hago muchos. Versos es hacer rimas, epigramas, cosas que respondan al concepto que se tuvo de la poesía hasta el siglo XX, que es meter los pensamientos y las emociones en los moldes de la métrica y manejar metáforas que terminan siendo familiares a toda la gente... En tanto que poesía ha sido, siempre para mí, un estado de trance, de inspiración de inevitabilidad. Inevitabilidad, fíjate bien.

–¿En ese momento nadie y nada en el mundo podrían impedir que escribieras?

–Sí, mi edad y mi enfermedad.

–¿Tu enfermedad te hizo escribir mucha poesía?

–No. Nada más matizó de mucha tristeza el soneto que envié a mis amigos en 1970.

–Entonces, ¿es cierto que el sufrimiento es un detonador de la escritura como la soledad?

–En mi caso no, criatura. Yo escribí cosas muy tristes cuando era niño. Casi todos mis poemas de adolescencia son tristes. Eso es lo que se consideraba poesía antes, la tristeza. ¡Mira, estos versos muy influidos de González Martínez que hice cuando tenía 14 años! Mira, qué tristes, pero tristes, tristes, te los voy a leer: Vieja alameda triste en que el árbol medita,/ en que la nube azul contagia su quebranto/ y en que el rosal se inclina al viento que dormita:/ te traigo mi dolor y te ofrezco mi llanto./ He vuelto. Soy el mismo. La misma sed me aqueja/ y embelesa mi oído idéntica canción,/ y soy aquel que ama el minuto que deja/ un poco más de llanto dentro del corazón./ He vuelto a tu silencio otoñal: he buscado/ vanamente mis huellas entre todas las huellas,/ y mi ilusión es una hoja muerta de aquellas/ que estremecía el viento y que el sol ha dorado./ ...Y mientras quiero acaso recomenzar la senda/ un mal irremediable consume los destellos/ del sol, vieja alameda, y te guardo mi ofrenda,/ tú contemplas mis ojos y miras mis cabellos.

A Novo le entra un ataque de risa.

–¡Uy, uy, uy! ¡Cuánta melancolía! ¿Oíste? ¡Uy, qué cosa!

–¡Ay!, ¿por qué te burlas?

–¡Me burlo de mis 14 años!

–Y, ¿por qué te leíste a ti mismo con tanta ironía?

–Ah, ¿querías tú que me tomara en serio?

(Salvador Novo se leyó haciendo muecas. Puso ante sus ojos unos pequeños vidrios a la manera de impertinentes o monóculos, levantó las cejas y rió en forma despiadada.)

–En cambio, en mi libro 20 poemas estoy lleno de alegría y de metáforas nuevas, sorprendentes. ¿No te gusta esto?: Los nopales nos sacan la lengua... ¡Es pura pintura!, ¿verdad? Entonces tenía yo 21 años y era muy alegre... Fui muy feliz a los 20 años; empecé a disfrutar la vida. De niño fui tristón, imagínate, un niño encerrado, hijo único. ¿Quieres que te lea Los nopales nos sacan la lengua? Mira qué bonito: Los nopales nos sacan la lengua;/ pero los maizales por estaturas/ con su copetito mal rapado/ y su cuaderno debajo del brazo/ nos saludan con sus mangas rotas. ¿Quieres que te lea mi Epigrama a Bernardo Reyes. ¿Sabes quién es? Un gordo, chaparrito. Me asalta duda lacerante/ frente a tan reducido ente/ embajador tan competente/ y personilla tan pedante./ Es de los reyes descendiente/ eso lo sé; ¡pero no atino/ si será de Alfonso sobrino/ o sencillamente sobrante.

–¡Ay pobre! Entonces eras un niño triste.

–Sí, ¿por qué te llama la atención? Era un niño demasiado protegido, aislado de los demás, solo en un jardín. Mi padre murió. ¿No has leído Epifanía? Salvador Elizondo dijo que era mi mejor poema: Un domingo/ Epifanía no volvió más a la casa./ Yo sorprendí conversaciones/ en que contaban que un hombre se la había robado/ y luego interrogando a las criadas,/ averigüe que se la había llevado a un cuarto./No supe nunca dónde estaba ese cuarto/ pero lo imaginé, frío, sin muebles,/ con el piso de tierra húmeda/ y una sola puerta a la calle./ Cuando yo pensaba en ese cuarto/ no veía a nadie en él./ Epifanía volvió una tarde/ y yo la perseguí por el jardín/ rogándole que me dijera qué le había hecho el hombre/ porque mi cuarto estaba vacío/ como una caja sin sorpresas./ Epifanía reía y corría/ y al fin abrió la puerta/ y dejó que la calle entrara en el jardín.

–Oye, Salvador, ¿y ahora tu cuarto sigue vacío como una caja sin sorpresas?

–No, ahora está lleno de sorpresas. No tengo hora para escribir. No se tienen horas para el parto. Me sobreviene el parto a medianoche, a medianoche escribo. Los versos sí se pueden escribir a cualquier hora, la poesía no. No desprecio los versos, pero digo que sólo se necesita oficio para ponerse a hacerlos. Hago muchos. Ahorita mismo puedo leerte unos; son divertidos, yo me divierto haciéndolos, pero no son poesía.

–Alguna vez me dijeron Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco que tus sonetos eran de una lucidez aterradora.

–Sí, sí, son como de Quevedo. Los hice a los 20 años. Siempre a los 20 años hace uno esas cosas. Me divierto mucho. ¡Es una forma de reírse, a costa de los demás y a costa de sí mismo, porque recuerda que hice muchos en contra de mí mismo! Ahora ya no los hago.

–¿Por qué? ¿Ahora eres más bueno?

–No, claro que no.

–¿Eres igual de malo?

–Sí, soy muy malo. Bueno, soy menos irritable. Aguanto un poco mejor la estupidez humana, pero no mucho. Al mismo tiempo que mandaba el soneto de Año Nuevo, mandaba otro privado, muy grosero, groserísimo. Un año le mandé uno a Alfonso Reyes, y él me envió otro, que es probablemente una de las últimas cosas que escribió, el 11 de diciembre de 1959. Durante tres años mandé sonetos groseros, ya después no. Mira, ahorita acabo de mandar traer una corbata negra porque tengo que ir a Félix Cuevas. Murió la mamá de Miguel León Portilla. Quiero ir a verlo. Todas las mañanas o casi todas camino en los Viveros, pero me interrumpen…

–¿Te pesa la celebridad?

–Cuando me preguntan: ¿Es usted Salvador Novo? respondo: ¡Pues qué remedio tengo! Ay, ¿no me puede dar su autógrafo? Mientras no sea en un cheque. Después me envían a sus niños para que los salude. Los niños vienen hacia la banca, se me quedan viendo. Firmo otros autógrafos, y cuando se ha cumplido la media hora de ejercicio diario, salgo de los Viveros.

–Con tu fama a cuestas.

–Y mis emociones. Porque son más los sobresaltos y los sustos que el ejercicio. Y el teléfono. Entre las cosas que tengo programadas para hoy está la cena de la Cruz Roja, a las ocho, cena sentados con tarjeta, y todas las ceremonias que suscita mi sola presencia… Si me invitan por teléfono tengo posibilidad de negarme. No puedo, no es posible. Yo no preví que fuera a perjudicarlos en tal forma. Lo siento muchísimo. Bueno, quizá pueda ir. Tengo mi chofer esperándome y quizá pueda salir de la cena de la Cruz Roja a las nueve y media para ir a Bellas Artes. No preví que iba a tener tanta importancia mi presencia. ¡Ah, si va Pellicer, pues con él tienen la estrellota, porque yo no puedo violentarme en esa forma! Perdónenme y denle toda clase de excusas a los organizadores del homenaje a Amado Nervo (cuelga el teléfono). ¡Fíjate, una ceremonia a Amado Nervo en la Manuel M. Ponce! Pero yo no puedo fallarles a los de la Cruz Roja.

–Oye Salvador, ¿te tiene miedo la gente?

–Pues una miedo y otra odio. Oscilo como Aristóteles entre el terror y la compasión. Espérame voy a tomar agua…

Por ese remolino de compromisos políticos Novo canjeó su admirable los que tenemos unas manos que no nos pertenecen/ grotescas para la caricia, inútiles para el taller o la azada/ por una mortífera venta al lodoso poder, pero la pureza de su prosa –salvada entre otros por Monsiváis– hace de él, como dijo Sergio González Rodríguez, un “provocador lúcido, un satírico radical, un perseguidor de la inteligencia maligna (…)”.

“Juguemos al pendejo, vida mía”, un soneto de Salvador Novo para celebrar el Año Nuevo

14/Enero/2017
La Jornada Semanal
Jair Cortés

Figura capital de la literatura mexicana, Salvador Novo (Ciudad de México, 1904-1974) se distinguió por su incisiva y profunda mirada sobre los temas que atañen no sólo al individuo sino a la sociedad; su obra, extensa y variada a nivel temático y formal, es una de las más ricas en el panorama de nuestras letras sobre todo porque (en una parte considerable) da continuidad a un tono poco frecuentado por los poetas mexicanos: el humor. Novo, quien perteneció al Grupo sin grupo, como se conoció a los Contemporáneos, encontró en la sátira una de sus muchas formas expresivas sin que dejase de lado el rigor que exige la forma más perfecta en la poesía: el soneto.
En su Antología personal. Poesía 1915-1974, en la que incluye poemas escritos desde su infancia hasta su madurez, Novo escribe una nota crítica sobre el soneto en la que resume su historia y concluye lo siguiente: “Así llega el soneto hasta nuestros días de silvas vergonzantes: de ‘verso libre’o ’blanco‘ en largas tiradas cuya utilería de metáforas y adjetivación ha de parecer dentro de algunos años tan cliché y obsoleta como hoy nos lo parecen las ’odas‘ del siglo XVIII o del XIX. Y él se salva de ese envejecimiento. Como el siglo XV, como después, como mañana, representa y encarna la perfección concreta de la idea poética plasmada sin falta ni sobra de elementos estructurales y ornamentales.” Esta entrega y apuesta por la permanencia del rigor formal y conceptual del soneto se ve reflejada en los tres últimos poemas que clausuran su Antología personal: “Tres sonetos sobre sí mismo”, en donde Novo transparenta su madura condición reflejada en un desdén hacia el mundo en el que sólo importa (muy poco) la poesía, como se refleja en el primer soneto fechado en 1959: “Juguemos al pendejo, vida mía;/ verás qué bonito, cuando a huevo/ tienes que celebrar el año nuevo/ con sonetos y muecas de alegría./ Verás qué lindo, cuando cada día/ (al surgir en oriente el rubio Febo)/ sientes que el mundo ya te importa sebo/ y un ardite nomás la poesía./ Acaso te amanezca alborotada – otrora erecta, dura y agresiva– / la dulce prenda, por mi mal hallada./ No te hagas ilusiones. Pensativa/ en cuanto expulses la primera miada,/ se volverá a arrugar, triste y pasiva.” Un soneto que equilibra la tensión verbal entre lo coloquial (“a huevo”, “alborotada” y “miada”) y lo culto (“el rubio Febo” y “otrora erecta”) para hacer manifiesta la ironía del año que comienza con vanas ilusiones y obligatorios festejos donde gobierna la apariencia pública que contrasta, en la íntima soledad, con la disminuida condición sexual del pene que sólo se estimula para orinar. Un inesperado y provocador soneto para comenzar el Año Nuevo mexicano: un 2018 en el que se despejará la duda sobre si la nación mexicana se levantará o seguirá siendo “triste y pasiva”.

sábado, 13 de enero de 2018

José Luis Martínez (1918- 2007): La serenidad en la zozobra

13/enero/2018
Laberinto
Ernesto Lumbreras

Las empresas literarias llevadas, siempre a buen puerto, por José Luis Martínez (Atoyac, Jalisco, 19 de enero de 1918–Ciudad de México, 20 de marzo de 2007) son un legado en muchos sentidos de orden y refundación, fuente y basamento necesarios para nuevos trabajos y exploraciones, una avanzada que traza y edifica las primeras manzanas de una urbe. Los estudios de época, las biografías, las obras antológicas, las ediciones anotadas o las panorámicas de literatura mexicana realizados por el escritor jalisciense destacan no solo por el soporte bibliohemerográfico exhaustivo y siempre al día o por la exposición cenital y amena de sus argumentos, libre de la petulancia y la jerigonza académicas; resalta como uno de sus atributos mayores, el espíritu de generosidad, concordia y complicidad con el lector desconocido, propiciados por un prosa ensayística sin veleidades de artista pero con el apremio de la transparencia del preceptor. En sus libros, Martínez no pretende convencer ni polemizar; su propósito cardinal es ampliar y profundizar la conversación, traer a la mesa documentos, testimonios y enfoques meritorios que aporten sustento y coherencia a la discusión.

En su vasta obra, uno de los filones sustantivos que atrajeron su atención y curiosidad fue lo que el mismo denominaría como “la expresión nacional”, una suerte de fragmentos heterogéneos, disímbolos y dispersos que ciertas figuras pensantes de la época colonial y del siglo XIX observaron con incomodidad y fascinación, con desconcierto y sorpresa. Sus monumentales indagaciones en torno a la vida y a la obra de dos presencias —antagónicas y excluyentes en la historia de México según el dictum del momento— como Nezahualcóyotl y Hernán Cortés pusieron en jaque, una vez más, la hegemonía maniquea de separar dos de los afluentes esenciales de la cultura mexicana. Con amorosa delectación, José Luis Martínez se esmeró en reunir esa pedacería de pensamientos y sentimientos que todavía, entrado el siglo XX, no encontraban pleno acomodo en la convocatoria de la construcción nacional. En libros como La emancipación literaria de México (1955) o La expresión nacional (1955), propone una guía confiable y atractiva para recorrer y valorar las obras literarias de autores decimonónicos a los que habría que regresar —en la hora crítica de nuestro presente— al momento de reflexionar sobre las particularidades de la literatura mexicana. Estas preocupaciones, incluso, se ven reflejadas en el índice de El ensayo mexicano moderno (1958), donde figuran textos como “Origen y carácter de la literatura mexicana” de Luis G. Urbina, “La arquitectura colonial de México” de Jesús T. Acevedo, “Novedad de la Patria” de Ramón López Velarde, “Palinodia del polvo” de Alfonso Reyes, “Meditaciones sobre México” de Jesús Silva Herzog, “México en busca de su expresión” de Julio Jiménez Rueda, “Psicoanálisis de México” de Samuel Ramos, “El silencio de Cuauhtémoc resuena aún” de Jaime Torres Bodet”, “El clasicismo mexicano” de Jorge Cuesta, “Cortés y Cuauhtémoc: hispanismo, indigenismo” de Andrés Iduarte, “Introducción a la historia de la poesía mexicana” de Octavio Paz, “El carácter del mexicano” de José Iturriaga, “Utopías mexicanas” de Gastón García Cantú, por citar las piezas ensayísticas donde bulle el sino de México y lo mexicano.

Desde luego, el afán primero y el último de José Luis Martínez fue la historia de la literatura mexicana, y dejó a otros las disquisiciones sociológicas, antropológicas o filosóficas sobre las entelequias del ser nacional. Del pasado de nuestras letras patrias fue un viajero frecuente, conocedor de escuelas y generaciones, de manifiestos y aconteceres, de publicaciones y demás parafernalia. Sin embargo, frente a la literatura de sus contemporáneos, la valoración y la exégesis respectivas, Martínez vaciló y dio palos de ciego. La frontera de sus dominios estuvo marcada por dos cimas pretéritas, Ramón López Velarde y Alfonso Reyes, autores que frecuentó por décadas, estudió con rigor y método, transfiriendo su devoción analítica a volúmenes magistralmente anotados.

Muy posiblemente, el ensayo de Xavier Villaurrutia sobre la poesía del autor de “La suave Patria” —publicado primero en Poemas escogidos (1935) y luego en El león y la virgen(1942)— llamó la atención del entonces joven escritor, mérito del bisturí y la audacia por desterrar convenciones del crítico de Nostalgia de la muerte en torno de una obra a la que sobraba leyenda y faltaba examen. En el atardecer de los treinta, Martínez había arribado a la Ciudad de México en compañía de Alí Chumacero y Jorge González Durán con la finalidad de estudiar y poner a prueba su pluma literaria. Los astros fueron propicios en su nueva y definitiva residencia pues, a dos años de su llegada, esta triada de novísimos dirigía una bella revista, Tierra Nueva, auspiciada por la UNAM y que se mantendría en circulación hasta diciembre de 1943, el mismo año en que el autor de Hernán Cortés(1990) comenzaba su exitosa carrera como funcionario público al aceptar la secretaría particular ofrecida por Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública.

Por esos años, mientras definía y afinaba su vocación de crítico literario, José Luis Martínez se desengañaba de sus posibilidades como poeta tras la publicación de Elegía por Melibea y otros poemas (1940) —en el número 3 del suplemento de Tierra Nueva—, situación muy distinta a la de Chumacero tras la edición de Páramo de sueños (1940), en el número 6 de la misma revista. Quemadas las naves de la creación lírica, sumaría al atanor de afinidades y de influencia en el ámbito del ensayo, además de la de Villaurrutia, el modelo humanístico de Reyes y el diplomático de Torres Bodet, amén de una lista de autores que crecería sin angustia, a semejanza de su mítica biblioteca. En este mismo periodo, con toda seguridad, se adentraría en cuerpo y ánima a los misterios y a las realidades de la obra de López Velarde; por eso, con la autoridad de un iniciado, acepta la invitación de la revista El hijo pródigo que se propone recordar al poeta zacatecano, en su número 39 del mes junio de 1946, a 25 años de su prematura despedida del mundo de los mortales. En esas páginas, Martínez escribirá el ensayo “Examen de López Velarde”, que abre la edición conmemorativa y que se convertirá en los años por venir en un palimpsesto o work in progress de sus asedios velardeanos, el cual habrá de coronar y concluir con la segunda edición de Obras de Ramón López Velarde (1990).

En ese texto matriz, el ensayista novel muestra en potencia la perspectiva y la estrategia del abordaje, sello personal de sus futuras indagatorias críticas. Para empezar, rehúye ensalzar la “sencillez provinciana” del poeta a descargo de una línea de investigación que intente “explicar los secretos y la raíz de su magia”. Expone a continuación la trayectoria vital de López Velarde y hace un recuento de las recopilaciones y de los estudios realizados a la fecha, reconocimiento siempre ejemplar y caballeroso de José Luis Martínez al dar el crédito y el mérito al trabajo de otros estudiosos de la obra del jerezano. Más tarde, incorpora una serie de capítulos donde aborda “su obra y su tiempo”, su intrépida “evolución espiritual”, el “sentimiento de lo frustrado” como sino y divisa, el íntimo binomio del “amor y la muerte”, “la creación poética” como combustión ósea, las tutorías categóricas de “Baudelaire y Virgilio” para concluir con un balance en torno de su “legado” de contradictorio estrépito y sordina. Pasaran otros 25 años para que el jalisciense, comisionado por los altos mandos de la cultura del gobierno de Luis Echeverría, preparara la primera edición de la obra del autor de La sangre devota para publicarse en la Biblioteca Americana del FCE en 1971entonces, ordenará las notas de sus lecturas y relecturas lópezvelardeanas, actualizará la bibliografía a la que se han sumado los trabajos de Antonio Castro Leal, Elena Molina Ortega, Octavio Paz, Allen W. Phillips, Luis Noyola Vázquez y Emmanuel Carballo, pondrá al día la cronología del poeta al tiempo que revisará su ensayo de El hijo pródigo, al que hará los pertinentes añadidos y las mínimas correcciones para incluirlo a modo de presentación.

Con dicho bagaje y un fichero que crecía y crecía, no hay duda de que José Luis Martínez era, en 1987, una de las tres autoridades especializadas en la materia, por lo que fue designado por Miguel de la Madrid —con beneplácito del gremio literario— para presidir la Comisión Conmemorativa del Centenario de Ramón López Velarde al año siguiente. Frente a tal acontecimiento en puerta y con múltiples hallazgos de poemas juveniles, crónicas, cartas, notas y declaraciones periodísticas, las Obras del zacatecano merecían un aumento de índice y de grosor de lomo. Por eso, de nueva cuenta, el llamado por Gabriel Zaid “curador de las letras mexicanas”, emprendió la misión de incorporar y anotar los rescates literarios, de actualizar la cronología bibliográfica, de realizar estudios comparativos entre borradores y obras concluidas, incluso, de enmendar juicios y erratas de la edición anterior. Tiempo después, en 1998, con la expectativa de “internacionalizar” al poeta más leído y estudiado en México, José Luis Martínez es el encargado de la edición crítica de Obra poética publicada en la colección Archivos de la UNESCO, que replica con mínimas variantes el aparato crítico de las Obras del FCE y al que se incorpora una amplia sección de facsímiles manuscritos del poeta, además de casi un centenar de textos críticos de autores de diversas generaciones y nacionalidades.

Ambos libros, de casi un millar de folios, son visita obligada para un lector interesado en conocer a cabalidad a uno de los máximos poetas de la lengua castellana, tan extraño y complejo como el mejor César Vallejo, tan poco estimado fuera de México no obstante el interés de Jorge Luis Borges y Pablo Neruda o la lectura crítica de estudiosos de la poesía hispanoamericana como Saúl Yurkievich y Guillermo Sucre. Más de medio siglo dedicó José Luis Martínez a ordenar la poesía, la prosa, los papeles personales, el anecdotario y los estudios literarios de uno de los fundadores de la poesía moderna de México, labor paciente y rigurosa, atenta a los mínimos detalles y a la previsión de un mejor contexto crítico donde la obra velardeana expusiera y expresara su máximo poder de seducción y asombro, de fantasía y misterio. En la víspera de la próxima conmemoración del centenario de la muerte de López Velarde, en junio del 2021, los discípulos del autor deNezahualcóyotl (1972) emprenderán, ya sin la guía del maestro, la actualización de uno de sus legados literarios, el más inestable e insumiso a toda tentativa taxonómica o de institucionalización y, quizá por lo mismo, el más entrañable y felizmente inacabado.

La muestra fotográfica José Luis Martínez: rostros de la palabra rescata algunos encuentros del escritor jalisciense con personajes como Arthur Miller, Salvador Novo, Wolf Ruvinski y Jaime Torres Bodet. Forma parte de la celebración por el centenario del nacimiento de José Luis Martínez, organizado por la Coordinación Nacional de Literatura y la Secretaria de Cultura. Será inaugurada el martes 16 en el Centro de Creación Xavier Villaurrutia, con una tertulia sobre el legado del crítico, historiador y ensayista en la que participarán Rosa Beltrán, Liliana Weinberg y Leticia Chumacero.

El jueves 18, en la Biblioteca México, la celebración continuará con la mesa José Luis Martínez, cien años, con la participación, entre otros, de Enrique Krauze, Eduardo Lizalde y Adolfo Castañón.

Habrá otros encuentros, en la Capilla Alfonsina y en el Palacio de Bellas Artes, en torno al legado de quien fue también diplomático ejemplar y funcionario cultural, sobre el que la revista Biblioteca de México publicará un número especial. (LD)

sábado, 6 de enero de 2018

Frankenstein, El ángel infeliz

6/Enero/2017
Laberinto
Richard Holmes

“Y ahora, una vez más”, escribió Mary Shelley en su prólogo a la edición de 1831 deFrankenstein o el moderno Prometeo, “pido a mi horrible progenie que salga y prospere”. De cierto, lo ha hecho, pero en maneras, y por razones, que ella jamás habría podido anticipar. Al día de hoy, una búsqueda en Google arroja más de 60 millones de resultados para la búsqueda del término “Frankenstein”, más que para Macbeth, de Shakespeare. Se han hecho más de 300s ediciones de la novela original, más de 650 adaptaciones gráficas o en tiras cómicas, alrededor de 150 versiones o parodias, al menos 90 películas (incluyendo el clásico dirigido por James Whale en 1931 y protagonizado por Boris Karloff), además de unas 87 adaptaciones teatrales. Se ha vuelto una lectura requerida en escuelas, y referencias a “Shelley” hechas en el salón tienen más probabilidades de aludir a Mary que a Percy Bysshe (el hoy eclipsado autor de Prometeo liberado). En los noticieros, la palabra “Frankenstein” es una fórmula estandarizada para hablar de experimentos científicos descarrilados o para advertir de los riesgos que implica cualquier “amenaza” proveniente de la ciencia, desde energía nuclear hasta la investigación en células madre y modificación genética. En pocas palabras, su monstruo se ha vuelto un mito moderno.

Esta prosperidad mítica, cualquier cosa que hoy pueda significar, llegó lentamente. Los tres volúmenes de la novela original de Mary Shelley fueron publicados de manera casi secreta por la editorial londinense Lackington and Co., asentada en Finsbury Square, en 1818. Su aparición causó poco revuelo. Ya había sido rechazada por el famoso editor de Byron, John Murray. Produjo tal sensación de extrañeza, que las pocas personas que la reseñaron tenían para sí que el autor debía ser el padre de Mary, el reputado filósofo anarquista William Godwin o, posiblemente, como dijo el gran Sir Walter Scott enBlackwood, el esposo de Mary, el peligroso poeta ateo. Con frialdad, el Quarterly Reviewapuntó: “nuestro gusto y nuestro juicio se ven igualmente perturbados por esta clase de escritura… El autor nos deja con la duda de que acaso sea tan insensato como su héroe”.

De haber adivinado que el autor era, de hecho, una mujer joven (de tan solo 18 cuando empezó la primera versión), sin duda el consenso desaprobatorio de la crítica habría tenido mayor estruendo.

Es de sorprender que, incluso, se haya escrito el libro. La idea inicial tuvo un nacimiento pesadillesco, en medio de una ya célebre sesión de historias de fantasmas de la que tomaron parte el matrimonio Shelley y Lord Byron, en la villa Diodati del lago Ginebra, en junio de 1816. Esa sesión quedó registrada por la misma Mary Shelley y apareció en el diario que llevaba por entonces el asistente médico de Byron, el doctor William Polidori, un experto en sonambulismo (“Una conversación acerca de principios, sobre si el hombre debía considerarse un mero instrumento… doce en punto, se comenzó plenamente a hablar de fantasmas… todos comienzan con sus historias, excepto yo”).

Pero la redacción de las 72 mil palabras del primer borrador duró cerca de once meses, hasta mayo de 1817, un lapso en el que la hermanastra de Mary, Claire, gestó y dio a luz, en secreto, a un bebé ilegítimo de Byron, en el poblado de Bath; su media hermana, Fanny–Imlay, se suicidó con una sobredosis de opio en un hotel de Gales y la esposa legal, aunque abandonada, de Percy Bysshe, de nombre Harriet Shelley, se quitó la vida “en avanzado estado de embarazo” (de acuerdo con The Times), arrojándose al lago Serpentine. Mary, por su parte, se enteró de que ella misma estaba embarazada. El manuscrito de Frankenstein llegó a las manos del editor apenas cinco semanas antes de que naciera el bebé.

El hecho de que Mary persistiera en la elaboración de su historia, a través de tantos dramas domésticos, y que investigara con diligencia para autores como Erasmus Darwin y Humphry Davy, es algo sobresaliente. Aunque no es de sorprender que temas dolorosos de la adultez como el nacimiento y la muerte, los terrores y las responsabilidades de la maternidad, los padecimientos de los seres marginados y rechazados tiñeran como sangre su imaginación juvenil.

Se tiraron solo 500 ejemplares de la edición de 1818 de la novela. Su popularidad comenzó apenas con las primeras adaptaciones teatrales. Presunción: o el destino de Frankenstein fue escenificada por primera vez en la English Opera House en julio de 1823, en medio de una publicidad escandalosa (“¡No asistan con sus esposas, sus hijas, ni sus familias!”) y una enorme afluencia de público. Siguieron cinco adaptaciones escénicas distintas, entre 1823 y 1825, que llevaron Frankenstein a París, Berlín y, eventualmente, Nueva York. En Londres, Mary Shelley asistió a una de ellas: “¡He aquí que soy famosa! ha tenido un éxito prodigioso como drama… ¡En las primeras representaciones hubo alboroto y todas las damas se desmayaron!”

El alboroto, de alguna manera, no ha decaído hasta hoy. La producción que hizo Danny Boyle para el escenario del National Theatre en Londres (con Benedict Cumberbatch y Jonny Lee Miller alternándose en los papeles de la Creatura y el Creador), tuvo un enorme y controversial éxito en 2011. En especial, resultó memorable por la sorpresa que implicaba, al inicio de las acciones, la salida a escena del actor que interpretaba a la Creatura, quien emergía completamente desnudo de un enorme útero pulsante, antes de pasar varios minutos entre estertores, mientras despertaba a la vida frente a una audiencia pasmada.

No dejan de aparecer adaptaciones y referencias literarias a la novela, tanto rigurosas como informales. Apenas el pasado otoño fue estrenada en el teatro Garrick, de Londres, una versión para teatro basada en El joven Frankenstein, de Mel Brooks y Gene Wilder, que fue publicitada como “la nueva comedia musical”. Otra versión musical apareció, fuera de Broadway, en el Teatro St. Luke. En las primeras páginas de la decimocuarta novela de Salman Rushdie, The Golden House, se presenta a su misterioso protagonista, Nerón Golden, con este apunte al margen: “A veces, cuando yo lo miraba, me acordaba del monstruo del doctor Frankenstein, un simulacro de ser humano que jamás conseguía transmitir humanidad” (traducción de Javier Calvo). Una imagen que, por supuesto, está inspirada por las imágenes cinematográficas, más que por la novela: la índole de lo que es “auténticamente humano”, el problema de si esta humanidad se refleja mejor en la Creatura o en Victor Frankenstein (nunca el “doctor” Frankenstein en la novela), es precisamente el dilema de la obra de Mary.

2

¿Cómo podríamos volver, 200 años más tarde, a la novela misma, tan distinta de la mitología multidisciplinaria que ha originado? La estructura literaria, de gran complejidad, consiste en tres autobiografías superpuestas, la del explorador Robert Walton, la de Frankenstein y la de la misma Creatura, ingeniosamente insertadas una en la otra, cada una llevada por una voz individual, en un marco temporal distinto y con una visión diferente del experimento y sus terribles consecuencias. Parece también combinar varios géneros: melodrama gótico, ciencia ficción exuberante, fábula satírica, parábola moral apasionada e incluso (especialmente a través de la soberbia evocación de las montañas y regiones polares) una historia romántica de aventuras, con su escenografía panorámica. 

Frankenstein está plagada de la retórica épica del Paraíso perdido de Milton, las imágenes alienadas de la “Balada del anciano marinero” de Coleridge y la magia natural de “Tintern Abbey” de Wordsworth (las tres, de hecho, están citadas en la obra). Son bien discernibles, asimismo, varios debates filosóficos en los que se enfrentan la esperanza y la arrogancia científicas, la amistad y la traición, el amor y la soledad. La Creatura, desesperada, discute furiosa con Frankenstein en el inhóspito Mer de Glace, en Chamonix, acerca de las razones (y la responsabilidad moral) para hacerle una compañera femenina: “¡Creador mío!, hazme feliz; dame la oportunidad de tener que agradecer un acto bueno para conmigo; déjame comprobar que inspiro la simpatía de algún ser humano; no me niegues lo que te pido”.

El interés académico en estos temas, así como en la forma de la obra, es relativamente reciente. Como escribió Timothy Morton en su exhaustiva antología Frankenstein: A Sourcebook, de 2002 (en la que se incluye desde una clase de anatomía en la era de la regencia, al inicio del siglo XIX, hasta la teoría de género contemporánea), se trata de una nueva industria que “ha florecido desde la década de 1980”. Por ejemplo, ahora se acepta que hay al menos tres versiones principales de la novela que, aunque estructuralmente similares, tienen diferencias lingüísticas significativas y distintos alcances dramáticos. Parece que Mary no dejó de reflexionar acerca de cómo podía mejorarla. En 1823 escribió: “si llegara a haber otra edición de la obra, debería reescribir los primeros dos capítulos. La acción es sosa y está mal dispuesta. El lenguaje, a veces, infantil”.

La primera versión fue escrita a gran velocidad en dos cuadernos genoveses, en gran parte durante el invierno de 1816 a 1817, pero no se publicaría sino hasta 2008, en una edición meticulosa de Charles E. Robinson, el académico especializado en Shelley. El estilo es audaz y directo. Acaso haya sido iniciada como una narración corta, a partir de la famosa primera línea del cuarto capítulo: “Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos”.

La segunda, que comienza y termina con la expedición al Ártico de Robert Walton, fue revisada con cuidado por Mary, levemente editada por Percy y publicada en 1818. El estilo tiene más riqueza y abundan las digresiones. Aún se debate en el entorno académico la contribución de Percy (alrededor de 5 mil palabras). Una reedición de esta versión, con algunos cambios menores, apareció en 1823 en dos volúmenes, a solicitud del padre de Mary, William Godwin. Fue la primera en llevar la firma de Mary Shelley.

La tercera versión, de 1831, fue revisada desde la raíz exclusivamente por Mary. Es más extensa y de tono más oscuro. El joven e idealista Frankenstein sufre un cambio sutil y es ahora una figura torturada y condenada. Esto se refleja en la “introducción de la autora”, en la que se retrata la noche de historias de fantasmas en la villa Diodati, enlaza las “muchas conversaciones” que tuvieron lugar esa ocasión con sus lecturas científicas posteriores (detalladas en los diarios compartidos de los Shelley) y describe la pesadilla que, de acuerdo con ella, inspiró la novela.

La introducción de 1831 arroja luz al momento crucial del nacimiento de la Creatura, el cual se ha vuelto parte central del mito de la ciencia como fuerza maléfica, sobre todo en el cine, con el grito histérico de “¡Está vivo! ¡Está vivo!”, una línea que jamás escribió Mary Shelley. En la novela, el primer momento de su existencia lo registra Frankenstein, en dos párrafos de terrible claridad. Luego, en una evocación nebulosa a cargo de la misma Creatura, en Mer de Glace. El tercer registro se da de forma retrospectiva, en la propia voz de la novelista. Paradójicamente, es el más memorable y perturbador: “Vi —con los ojos cerrados, pero en una nítida imagen mental— al pálido aprendiz de artes profanas, arrodillado junto al objeto que había ensamblado. Vi al horrible espectro de un hombre tendido que luego, como por la obra de un motor poderoso, cobraba vida y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural… El éxito aterrorizó al artista, quien huiría de su obra repugnante, atacado de horror”.

La fascinación que despierta este momento de alumbramiento ominoso y el lugar subsecuente que ha ganado la Creatura como hijo rechazado o desamparado (más que un mero monstruo) se encuentra presente en muchas interpretaciones modernas, no solo de orden feminista.* Cuando se escenificó el ballet Frankenstein en la Royal Opera House de Londres, en mayo de 2016 (luego se montaría en San Francisco), el director Liam Scarlett hizo una observación aguda dirigida al presente: “mucha gente tiene una imagen estereotipada de lo que, asumen, es Frankenstein… De hecho, no creo que muchos conozcan de verdad el alma y el corazón de la historia. Trata esencialmente del amor… [La Creatura] es como un niño…, busca con desesperación un padre o un ser querido que le lleve a conocer el mundo y le enseñe todo lo que necesita saber”.


3

¿Cómo podríamos, entonces, responder mejor a la “abominable progenie” de Mary, después de sus tantas, desconcertantes, mutaciones? Dos ediciones anotadas de la novela aluden directamente al asunto, pero de forma drásticamente distinta y con resultados dispares (ninguna debe confundirse con la edición clásica de Harvard University Press, Annotated Frankenstein, de 2012). La primera, editada por David Guston y otros (a la que podríamos referirnos como la edición del MIT), se describe como “anotada para científicos, ingenieros y creadores de toda clase”. En realidad, está dirigida principalmente a estudiantes universitarios y presenta la versión de 1818 cargada con una serie exhaustiva de notas al pie, todas en tono serio y algunas con un giro decididamente filosófico: “¿Quiénes somos, en realidad? ¿De qué estamos hechos? ¿Qué es el yo? ¿Qué es lo que hace de la Creatura un monstruo?” Estas notas son la aportación de unos 40 escritores y académicos, varios de ellos pertenecientes a las áreas científicas de la Universidad Estatal de Arizona (las preguntas recién citadas fueron planteadas por C. Athena Aktipis, del Departamento de Sicología). La edición se vuelve un agitado simposio, pero consigue crear una “conversación crítica de largos alcances”, aun si a ratos recuerda a una imitación sobria de aquellas desenfrenadas noches de Diodati.



Resulta interesante ver qué partes de la novela atraen más la atención de cada uno de estos especialistas. Las notas abundan más en los primeros capítulos (el tercero y el cuarto, sobre todo), con descripciones de la educación científica de Frankenstein en Ingolstadt y su “taller de creaciones inmundas” (al menos 22 notas en 14 páginas). A veces parece a punto de volverse más una cacofonía que una conversación: momias egipcias, René Descartes, ladrones de tumbas escoceses, médicos nazis, Craig Venter y el Proyecto Genoma se aglomeran ahí. Aunque pueden encontrarse también, más dispersas, excelentes piezas cortas acerca de robótica, inteligencia artificial, Luigi Galvani y el desarrollo de la electricidad, medicina regenerativa y, por supuesto, las posibilidades enteras de expandir las capacidades humanas.

Algunas reflexiones aparentan ser más inquietantes de lo planeado. Una de ellas, firmada por Ed Finn, director del Centro para la Ciencia y la Imaginación de ASU, es bastante conspicua y comienza: “La ciencia ha aspirado desde siempre a mejorar el cuerpo humano, a crear nuevos cuerpos o a exceder nuestros límites biológicos naturales. El ejército de Estados Unidos se involucra en áreas de investigación diversas para potenciar el desempeño de los soldados, desde exoesqueletos eléctricos que les darían fuerza sobrehumana hasta interfaces conectadas directamente al cerebro que permitirían a los pilotos volar aeronaves con el solo pensamiento”. Sigue con referencias a lentes de contacto, marcapasos, antibióticos, modificación genética, robótica y replicantes. Finaliza hablando de Terminator y Blade Runner, con una provocación estilizada: “¿Qué consecuencias tendrá un mundo en el que convivan humanos con superhumanos?”

Hay también meditaciones profundas y extensas en torno a temas como la actitud del romanticismo hacia la esclavitud, la naturaleza y lo silvestre, la identidad y el alma, así como los lazos formados por la amistad y la simpatía. Esta última palabra aparece más de 35 veces en la novela, y pone de relieve la profunda ambigüedad con que Mary presenta a la Creatura: ¿es inocente o salvaje, humano o monstruo, enloquecido o intrínsecamente malvado?

Por ejemplo, cuando comete su primer asesinato, contra el pequeño William Frankenstein, ocurre aparentemente sin premeditación ni alevosía. De acuerdo con la autobiografía de la Creatura, es parte de una búsqueda inocente y desesperada de amistad. (Es ya consciente de su apabullante fealdad y ha sido rechazado por la bondadosa familia De Lacey, se le ha golpeado con violencia e incluso le han disparado.) “De pronto, mirando a [William], me atrapó una idea: que esta pequeña criatura estaba desprejuiciada, había vivido demasiado poco tiempo para haber adoptado el horror a la deformidad. Si, entonces, pudiera tomarlo y educarlo como mi compañero y amigo, podría no encontrarme tan solitario en este mundo tan poblado”.

¿Qué tanto aceptamos de esta explicación? Esta inquieta ambigüedad (el paria abandonado contra el demonio vengativo) se despliega en toda la novela, llevando la compasión del lector de una dirección a otra, tal como le sucede a Frankenstein. Es una dinámica crucial, que oscila imaginativamente entre los polos del rechazo y la empatía. “¿Debo ser considerado el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí?” Lograr algo como esto es una virtud característica de la ficción, más allá de plantear cuestiones técnicas.

Es también aquí donde Shelley muestra una mayor ambición retórica, al retomar el elevado lenguaje del Satán de Milton para dar vida al gran debate ético entre el Creador y su Creatura, que alcanza su punto más álgido en el pasaje de Mer de Glace. Paradójicamente (y a diferencia de lo que sucede en todas las adaptaciones cinematográficas), es el “monstruo” quien ahora se muestra más elocuente y humano, con un discurso que recuerda el aria de una ópera: “Oh, Frankenstein… Recuerda que soy tu creatura. Debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien niegas toda felicidad. Dondequiera que mire, veo dicha, de la cual solo estoy excluido de forma irrevocable. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido. Concédeme la felicidad y volveré a ser virtuoso”.

En general, la edición del MIT es llana y deliberada, con una introducción breve de Charles Robinson, una discusión final en tono interrogativo y siete ensayos especulativos (notablemente, “Frankenstein, Gender and Mother Nature”, de Anne K. Mellor, y “I’ve created a monster!”, de Cory Doctorow). Sin duda, tiende a tratar la novela como un artefacto para pensar, más que como una experiencia imaginativa a ser explorada. Con todo, a pesar de su carga pedagógica, se enfrenta con decisión al reto que se coloca en el corazón de la novela (que todos los “científicos e ingenieros” tendrían a bien considerar): ¿cuál es la naturaleza auténtica de la Creatura de Frankenstein y cuál es el deber de Frankenstein hacia ella?


4

En comparación, la edición de Leslie S. Klinger es un trabajo ostentoso, abundante en recursos de lo más variado, con un estilo a veces entretenido y lleno de ilustraciones fabulosas. Klinger ha realizado ediciones anotadas de Drácula y las novelas de Sherlock Holmes (lo que podría levantar sospechas acerca de su seriedad), pero el trabajo es admirable. En primer lugar, aunque también parte de la versión predilecta, la de 1818, logra la proeza de incluir en los márgenes todo lo reescrito por Mary para la versión de 1831, así como los textos alternativos de 1823, conocidos como el texto Thomas. Hay una larga introducción acerca del contexto histórico y una lista de ensayos (entre ellos, otro de Mellor acerca de ingeniería genética). Los márgenes también son utilizados como un compendio enciclopédico o hipertextos, con glosas sobre los personajes, topónimos, referencias literarias e ideas filosóficas que se incluyen.

El trasfondo social e histórico es la consideración principal. Así, estas notas al margen contienen, por ejemplo, extensas notas sobre la Universidad de Ingolstadt, el láudano, turismo alpino, las controversias vitalistas y la discusión entre los anatomistas Hunter, Abernethy y Lawrence, la Phisiognomía de Lavater, las Conferencias de Davy, además de la Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft. Hay citas profusas tomadas de la guía Baedeker y de la Guía de Suiza, de Murray.

En conjunto, estas notas superan el millar. Todas son reveladoras y ocasionalmente de una excentricidad maravillosa. Es digna de apreciarse la historia del asilo francés de Salpêtriére, brillantemente condensada en tres páginas, a partir del hecho de que Frankenstein pudo haber sido internado temporalmente en un manicomio. Pero es más difícil justificar una historia del golf en el poblado escocés de St. Andrew, una crónica del entierro de Pocahontas en Gravesend, en la ribera del Támesis, o el relato completo del capitán Bligh y el motín del navío Bounty, con todo y mapa. Una historia detallada del Satán de Milton en El paraíso perdido o del albatros que aparece en el “Anciano marinero” de Coleridge, podrían haber sido más pertinentes.

Las ilustraciones son espectaculares y abundantes: retratos, facsímiles, manuscritos, grabados, caricaturas, portadas de primeras ediciones, carteles de teatro, fotogramas de cine, guías urbanas y obras del paisajismo de la época. No escasean las sorpresas, desde reproducciones de la Micrographia de Robert Hooke, hasta grabados de Gustave Doré y fotografías de los polos, tomadas el siglo pasado por Frank Hurley. Hay también un atractivo catálogo de cuarenta películas sobre Frankenstein (“apenas una selección de las más relevantes… aunque en este género, ‘relevante’ pocas veces se refiere a una obra de calidad”). Comienzan con una mención honorífica: la casi desconocida película silente, de quince minutos, que grabó Edison en 1910. Muchas se acompañan de sus carteles sensacionalistas. Pero se agradece la parquedad de los comentarios críticos. Carne para Frankenstein, de 1974, es despachada con un solo enunciado: “La cinta casi incoherente de Warhol incluye zombis, evisceraciones y sexo”.

El riesgo de esta proliferación de datos secundarios es que distraiga de la novela misma. Por momentos se siente como un paseo en canoa por un río agitado, con un guía de turistas locuaz que va señalando todo el tiempo las bellezas naturales a ambos lados. Aun así, el efecto de incluir el texto de 1831 y las notas intermedias que hizo Mary en 1823 es asombroso. Por ejemplo, Mary se dio cuenta de lo extraño que resultaba el hecho de que Frankenstein trabajara con pasión tantos meses en su Creatura, sin jamás anticipar su fealdad repulsiva hasta el momento en que cobró vida. Esa fatal deformidad, que se volvería su maldición, es crucial para el destino de la Creatura y mueve a cada momento la trama de rechazo y venganza. ¿Cómo podían explicarse su ceguera científica y su fracaso ético para adivinar lo que sucedía entre sus propias manos?

En las notas de 1823 (el texto Thomas, una serie de agregados manuscritos que Mary le entregó a una amiga suya en Italia), ella empieza a explorar una explicación sicológica para esta obsesiva estrechez de miras. A la observación simple aparecida en la versión de 1818 (“Me sentía nervioso a un grado extremadamente doloroso”), ella agrega esto: “Mi voz se quebraba, mis manos temblorosas se negaban a completar su tarea; me había vuelto retraído como una adolescente enamorada, el temor y la pasión ardiente se alternaban en mí, en lugar de una sensación íntegra y una ambición moderada”. Este aspecto histérico, traumático y torturado de la personalidad de Frankenstein, con sus rasgos implícitos de problemas sicosexuales, se habrían de desarrollar con mucho mayor detalle en la versión final de 1831, algo que la edición de Klinger permite ver con claridad.

Muchas voces afirmaron, en su momento, que estos cambios eran meramente estilísticos y no aportaban nuevas ideas o circunstancias. Ahora sabemos que ella había estado pensando en estas modificaciones desde 1823 y resultan evidentes desde los primeros capítulos que presentan de una forma más compleja la relación de Frankenstein con su amado padre, con su prometida Elizabeth y con su gran amigo Henry Clerval. En especial, se vuelven más sombrías las profundidades de su educación científica a cargo del profesor Waldman, en Ingolstadt: “Tales fueron las palabras del profesor. Mejor, tales fueron las palabras que el destino pronunció para destruirme. Mientras él hablaba, yo sentía cómo mi alma entraba en contacto con un enemigo palpable”.

Shelley también transforma la amistad final de Frankenstein con el capitán de los mares árticos Robert Walton (que abre y cierra la novela). Walton ahora es la imagen especular de un colega científico que lleva su trabajo al extremo: “¿Compartes mi insensatez? ¿Has bebido también de ese cóctel tóxico?” Hay pasajes que han sido reescritos de forma magnífica, en los que se describen entornos alpinos y sirven ahora para enfatizar la fuerza y la crueldad con que la Madre Naturaleza oprime a Frankenstein, las “inmensas montañas y precipicios que se proyectaban en torno mío” y el hecho de que él también está impelido por “el trabajo silente de leyes inmutables”.

En un influyente estudio de 1988, Anne Mellor argumenta que el conjunto de los cambios hechos en la versión de 1831 hace de Frankenstein un ser más débil y alucinado, “el peón de fuerzas que rebasan su conocimiento y su control”, ahora a merced de lo que llama “el Ángel de la Destrucción” y que esto refleja el deterioro de lo que inicialmente era una fe optimista de Mary en la ciencia. Esto suena cierto, tomando en cuenta que, para 1831, los miembros del grupo que formaban Percy Bysshe, Byron y Polidori llevaban muertos varios años y ella se movía en otros círculos.



Los ensayos que escribe Mellor para estas dos nuevas ediciones, como sus anteriores trabajos, provocan reflexiones profundas. El pecado y el error de Frankenstein, sugiere ella en una frase extraordinaria, es “su fracaso para adoptar a su creación como un hijo”. La naturaleza “castiga a Víctor impidiéndole crear a un niño normal”. Desde su punto de vista, esto constituye una advertencia sobre las “consecuencias involuntarias de la intervención ingenieril con el genoma humano” para los genetistas contemporáneos.

Sin embargo, volvemos a toparnos con la ambigüedad perdurable de la extraordinaria ficción de Mary Shelley. Una interpretación alternativa del texto de 1831 es que Frankenstein se vuelve de hecho una figura fáustica más consciente, mientras que la Creatura deviene una voz más elocuente sobre los derechos humanos que son negados. El científico es menos ingenuo y la Creatura menos monstruosa. Ambos sufren más por su conocimiento de lo que han hecho y las posibilidades que han perdido, como lo atestigua trágicamente el explorador Walton. “Han sido succionados sus pensamientos y cada sensación de [su] alma” por el relato.

Las ambiciones científicas iniciales de Frankenstein fueron siempre intensamente idealistas y benevolentes, y esto permanece tanto en la versión de 1818 como en la de 1831: “Vida y muerte me parecían vínculos ideales, que debía trascender para arrojar luz en nuestro mundo oscuro. Una nueva especie me bendeciría como su creador y fuente… Con el paso del tiempo, tal vez… podría renovar la vida donde la muerte aparentemente hubiera entregado un cuerpo a la corrupción”.

A partir de los avances científicos en todas las áreas, pero especialmente en la medicina, la cirugía y la biotecnología, acaso debiéramos volver a pensar en el mito escabroso y releer esta novela prodigiosa, siempre joven, de una forma nueva. Como Frankenstein susurra a Walton con su último aliento, tanto en 1818 como en 1831: “He sido destruido por estas esperanzas, aunque acaso otro pueda salir victorioso”. 

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*Ver, por ejemplo, las variadas perspectivas que brindan Sandra Gilbert y Susan Gubar en “Mary Shelley’s Monstrous Eve” (1979); Mary Poovey en “My hideous progeny: the Lady and the Monster” (1984); Anne K. Mellor en “Possessing nature: the female in Frankenstein” (1988) y Bette London en “Mary Shelley, Frankenstein and the spectacle of masculinity” (1993). Todos aparecidos en Frankenstein: Norton Critical Edition (2012).

Traducción de Atahualpa Espinosa.
© The New York Review of Books (Distributed

by The New York Times Syndicate)