domingo, 12 de noviembre de 2017

¡No pasarán! Historia de una transición intelectual

12/Noviembre/2017
Confabulario
Ángel Gilberto Adame

Octavio Paz dejó de publicar en el periodo comprendido entre 1934 y 1936, luego de haber obtenido cierta notoriedad con Luna silvestre, su primer poemario (1933). Durante ese lapso, vivió conflictos familiares que llegaron a su punto álgido con el fallecimiento de su padre el 10 de marzo de 1935; cursaba una licenciatura que no le satisfacía e iniciaba una relación tormentosa con Elena Garro. A pesar de estos factores, su avidez lectora se mantuvo intacta, lo que le permitió estar al tanto de los acontecimientos que derivaron en la Guerra Civil española.
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Cuando estalló el golpe de Estado en contra de la II República, Dolores Ibárruri, “La pasionaria”, pronunció un discurso mediante el cual exhortó a la población civil a tomar las armas en defensa del gobierno legítimo: “El mismo 18 de julio, por la noche, en nombre del Partido Comunista hablé al pueblo por la Radio del Ministerio de la Gobernación. Desde aquel momento, el ‘No pasarán’ se hizo carne de la resistencia del pueblo”1. Su intervención tuvo tal resonancia que se convirtió en un documento moral que atrajo el interés de gran número de intelectuales, entre los cuales se encontraba el joven Paz.
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Deseoso de participar en el debate ideológico que oponía al comunismo y al fascismo, Paz escribió una serie de poemas“¡No pasarán!”, “Oda a España”, “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”. El primero de ellos constituyó para él una renovación lírica y personal, pues le permitió descubrir la veta social de la poesía y le dio la oportunidad de figurar en la primera línea de la literatura latinoamericana. ¡No pasarán! se publicó en México por Talleres Gráficos de la Nación 2 bajo el sello de Simbad3 el 30 de septiembre de 1936, con un tiraje inusitado de 3 mil 500 ejemplares 4. El libro constó de ocho páginas, incluyó un epígrafe del historiador francés Elie Faure5 y una nota final en la que especificaba que las ganancias se donarían al Frente Popular Español por conducto de su similar constituido en México, una asociación conformada principalmente por exiliados y comunistas.
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Es altamente probable que, para la impresión, Paz contara con el apoyo de Vicente Lombardo Toledano, máximo representante de la izquierda durante el cardenismo y mentor de Octavio Novaro —fundador de Simbad— y de Enrique Ramírez y Ramírez, por aquellas fechas amigos íntimos del poeta.
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La recepción del texto fue sorpresiva, pues provocó una discusión que tuvo como centro las fronteras entre la literatura y las disputas ideológicas. Aunque otros escritores jóvenes –Arnulfo Martínez Lavalle y el propio Novaro– siguieron un proceder similar al de Paz e intentaron vincular su quehacer artístico con la guerra de España, ningún trabajo causó tantas reacciones como ¡No pasarán!. Incluso El Nacional 6, periódico oficial del gobierno, lo incluyó en su suplemento dominical del 4 de octubre.
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Una primera reseña apareció el 15 de octubre en El Porvenir, diario regiomontano, en donde se criticó que los Talleres Gráficos invirtieran su presupuesto en difundir poesía “de propaganda” mientras descuidaban los libros de texto. Se dijo también que el autor pertenecía a la corriente estridentista y el poema fue calificado como un folletín comunista7.
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El 31 de octubre, ¡No pasarán! figuró en la portada de la revista costarricense Repertorio Americano, acompañada de una ilustración antifascista de William Gropper, la cual fue remitida por el propio Paz. El editor en jefe de la publicación era Juan García Monge, quien impulsó su difusión a nivel continental.
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Rubén Salazar Mallén escribió, el 12 de noviembre, una nota para El Universal que incluyó fuertes críticas dirigidas a la novel poesía que se escribía en México: “La juventud, inepta unas veces y otras veces ávida, dejó de servir a la poesía para servirse de ella […] y brotaron, irrumpieron en el mercado literario esos versos con voluntad de cartel antes que de poesía”8. En respuesta, Futuro, dirigida por Lombardo Toledano, publicó en su número de diciembre un artículo en apoyo de los poetas jóvenes y en particular de Paz; en la nota se lee: “Rubén Salazar, no pasarán tus diatribas torpes al nuevo arte, la repugnancia de las intelectualidades sensatas del presente, como no pasarán a la historia de la literatura esos poetas de poesía decadente en que te atrincheras”9.
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Rafael Solana estuvo entre quienes acogieron con entusiasmo el poema de Paz: “‘¡No pasarán!’ […] lleva, en vez de su firma, la de todos nosotros. Agrupados en torno por la solidaridad y aprobándolo en cada una de sus sílabas. […] Por primera vez en la historia contemporánea un poeta ha podido hacer un poema revolucionario, con tendencias de propaganda, sin dejar de ser poeta. Ha dado Octavio Paz un ejemplo que seguramente será muy difícil de seguir”10.
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El 15 de enero del año siguiente, Bernardo Ortiz de Montellano, firmando bajo el seudónimo Marcial Rojas, escribió para Letras de México un artículo que tituló “Poesía y Retórica”. En su texto “cita los versos iniciales de ‘¡No pasarán!’ para compararlos desfavorablemente con el comienzo de ‘Galope muerto’, poema inaugural de Residencia en la tierra, el gran libro de Neruda que crea escuela a partir de su edición madrileña de 1935. Sin citar autores ni títulos, el crítico ve en los versos de Paz una superficial imitación retórica de la poesía auténtica del chileno”11. Su conclusión es que el autor busca un impostado dramatismo a través del empleo de ciertos adjetivos –desgarrados, febriles– y, aunque reconoce que la calidad de los versos se incrementa a medida que el poema se desarrolla, aduce que sólo los buenos lectores distinguirían las “diferencias entre la retórica y la poesía”12.
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Efraín Huerta escribió en El Nacional —dos días después del ataque de Montellano— un elogioso comentario al poema, argumentando que su valía radicaba en explorar nuevos senderos de la poesía rompiendo con las trilladas formas del modernismo; también aseguró que el texto de Paz había sido “producto de una decidida intervención con la sangre, las vísceras y el cerebro en la lucha social”13.
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Salazar Mallén retomó la discusión el 21 de enero: “El poema era una caja de palabras completamente vacía, era un aspaviento demagógico para ignorantes de la poesía. Lo que hubiera podido aprovecharse para forrar ideas poéticas, no forraba sino las más vulgares ideas políticas”. Sin embargo, fue generoso en sus palabras sobre “Raíz del hombre”, “un poema nuevo […] en que la lejanía de la política es cabal, en que se busca un camino de libertad por la poesía”; atributos que volvían a este libro un proyecto mejor y “verdadero”14.
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Guillermo Sheridan recuerda que, en medio de la controversia, Jorge Cuesta invitó a Paz a una comida a la que también acudieron los miembros más prominentes de “Los Contemporáneos”. Durante la velada, el joven poeta fue interrogado acerca de su quehacer artístico, en particular sobre su tendencia a asimilar la literatura con la política, práctica que el grupo encontraba inaceptable, pues ellos consideraban que el artista debía defender la razón y la verdad de la influencia de su época: “Las opiniones políticas que sostiene […] Paz tienen un relente colorado preocupante, y haberles permitido expresión poética en ‘¡No pasarán!’ amenazaba convertirlo en un poeta comprometido. Paz procura defender ‘¡No pasarán!’ ante un jurado que, de manera unánime, sostiene la opinión contraria. […] Se defiende como puede e insiste una y otra vez en que su escritura es insubordinable a la ideología y, menos aún, a su formulación teórica: ‘el realismo socialista’”15.
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Ramírez y Ramírez se sumó al debate sobre la legitimidad de la poesía social y señaló: “El estupor producido por ‘¡No pasarán!’ reside, en gran parte, en la equivocada credulidad de quienes piensan que la poesía, para ser tal, debe referirse exclusivamente al misterio de las palabras entrelazadas cabalísticamente”16. También dijo que en Paz se revelaba un poeta versátil capaz de escribir con la misma intensidad sobre la tragedia de España que sobre tópicos como la soledad y el amor.
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Huerta retomó el tema desde la tribuna del Diario del Sureste para aclarar que Paz no era un militante, por lo que, a su parecer, una lectura partidista del poema era una indolencia:
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No hubo demagogia en el “¡No pasarán!”, ni los comunistas nos hemos aprovechado “maliciosamente” para decir que Paz es de nuestro Partido. Paz nos ha dicho que no es político. Nosotros no intentamos que lo sea. Es, ¿qué más le podemos exigir?, un gran poeta que ha aceptado desde hace mucho tiempo los puntos más importantes, los fundamentales de nuestro programa de lucha. Está contra el movimiento fascista y contra su consecuencia: la guerra. No es un simpatizante común y corriente, puesto que ha dejado de pertenecer a las élites del fastidio y de la pedantería17.
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Alberto Quintero Álvarez fue, del grupo de los cercanos a Paz, el único que expresó una opinión crítica: “El poema […] es rápido, y no tiene sino destellos muy brillantes a lo largo de una sucesión en donde lo propuesto y lo circunstancial se constatan con fría emotividad”. Desde su punto de vista, ¡No pasarán! apenas lograba “prodigar circunstancias en un lenguaje más o menos emocionado, pero artificial”18.
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La relevancia de ¡No pasarán! le ganó a Paz una invitación al Segundo Congreso de Escritores Antifascistas en Defensa de la Cultura que inició en julio y tuvo como sedes las ciudades de Valencia, Madrid, Barcelona y París. Cuando supo de su convocatoria, residía en Yucatán y, en su correspondencia de los meses anteriores, había comentado con Elena Garro la confianza que tenía depositada en su trabajo poético y su adscripción estilística:
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“No pasarán” y “Raíz” son productos de la misma sensibilidad, pero el segundo no los hiere en sus intereses de clase, en tanto que el primero les hace vivas y visibles su impotencia y su cobardía, su indiferencia. El “¡No pasarán!” les demuestra las verdaderas raíces de su odio a lo que llaman, tontamente, literatura de propaganda. Todas lo han sido. Y les demuestra que se puede hacer arte con todo y no nada más con su asquerosa putrefacción, con su venenosa afición a los colores, a las formas, a La Belleza en el aire19.
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Durante el Congreso, Paz participó en veladas poéticas con la lectura de ¡No pasarán!, siendo una de las más memorables la que llevó a cabo en Madrid el 14 de julio. Animado por ello, Manuel Altolaguirre editó Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre España, un pequeño libro dividido en tres secciones: “Bajo tu clara sombra”, “Raíz del hombre” y “Cantos españoles”. El volumen se publicó en Valencia el 31 de agosto, como parte de la Nueva Colección Héroe20.
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Mientras tanto, Salazar Mallén arremetió en contra de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), convencido de que a sus miembros los guiaba un sectarismo que atentaba contra el albedrío de la creación artística y sus medios de difusión. A su parecer, fue esta asociación la que motivó a Paz a escribir ¡No pasarán! y la que promovió su invitación a España: “Había que verlo a él, el auténtico poeta de Raíz del hombre, a la zaga de tipos sin valor artístico, sumido en una servidumbre humillante”21.
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El 26 de noviembre, Salazar Mallén dio a conocer una carta que le envió Paz compuesta por una serie de aclaraciones y respuestas a las críticas que éste había hecho en su contra:
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Por lo que se refiere al “inmundo halago” de mi poema “¡No pasarán!”, quiero decirte, por última vez y contigo a todos los que están detrás de ti o a tu lado, moral o ideológicamente, con la sospecha, el silencio o la mentira, que cuando publiqué ese poema no lo hice con ánimo venal o servil (servil: ¿a quién?) y que hasta la fecha no he obtenido, ni pretendido, ventaja material o espiritual de gobiernos, organizaciones o personas. No lo hice con ánimo de lucro y aclaro nuevamente, ni siquiera la invitación al Congreso de Escritores —invitación que, además humana y verosímilmente yo no podía suponer o calcular— partió, no del conocimiento de mi poema, sino del de mi libro Raíz del hombre, que, como sabes y lo has juzgado, no es un libro “político”, dotando a la palabra de la crueldad y rigidez que ustedes le otorgan en las ideas y en la práctica.
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La misiva mereció un extenso comentario, en el que Salazar Mallén incluyó una nueva invectiva acerca de su presencia en el Congreso: “La invitación la ganó con ‘¡No pasarán!’, con esa pobre cosa demagógica, sin valor poético, como él mismo, Octavio, lo reconoció una tarde”. También afirmó que sus vínculos con la Liga de Escritores eran evidentes. Concluyó atribuyendo los reclamos de Paz a su edad y a su inocencia, pues según él no era consciente de los intereses que lo utilizaban22.
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A finales de año, habiendo concluido la estancia de Paz en España, César Ortiz escribió un artículo para El Machete que tituló “Octavio Paz, esperanza de la poesía mexicana”, en el que exaltaba la imagen de la literatura nacional que el joven había representado con éxito en el extranjero y frente a algunos de los escritores más importantes del mundo23.
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Todavía en enero de 1939, desde las páginas de Futuro, Paz refrendó su simpatía con el pueblo español y llamó a la solidaridad entre los países hispánicos:
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España ha sido muchas veces un Estado, hasta un imperio […], pero pocas veces, muy pocas, ha logrado realizarse en una comunidad nacional, en una democracia que albergue todos los pueblos ibéricos. Las convulsiones internas de España han sido siempre contra la tiranía de la riqueza y en contra del despotismo del Estado central. Catalanes, gallegos o vascos, lo mismo que mexicanos, argentinos o cubanos, todos víctimas de un Estado que nunca pudo, por ajeno, por antihumano, ser íntegramente español o americano24.
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El 23 de mayo de 1943, José Revueltas publicó en El Popular una clasificación de la literatura mexicana: Primero agrupó a los poetas en helenizantes, a cuya cabeza colocó a Alfonso Reyes y a los cuales caracterizó por su aptitud intelectual pero también por su tendencia a buscar apoyos estatales; después se refirió a los europeizantes, liderados por Xavier Villaurrutia y preocupados exclusivamente por las tendencias estéticas procedentes del extranjero; otro sector que identificó fue el de los revolucionarios, quienes estaban a la espera de un cargo público; y por último, se incluyó a sí mismo entre los marxistas, interesados sobre todo en la realidad social y ajenos a los manejos burocráticos. Resulta al menos llamativo que en esta lista pormenorizada no figure Octavio Paz, a quien solo se refiere como un poeta de notable talento25, cuya orfandad lo llevaría, eventualmente, a abandonar el país.
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La historia de ¡No pasarán! es también la de una transición intelectual. Arroja luz sobre un Paz compañero de viaje de los comunistas que sucesivamente fue ampliando sus horizontes intelectuales hasta convertirse en un disidente y en un crítico frontal de la izquierda. El desarrollo de este hito biográfico explica por qué, de las sucesivas recopilaciones de su obra poética, Paz excluyó este y otros trabajos.
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Los motivos que conjuró para esta ausencia fueron, además de políticos, de carácter artístico: así se lo hizo saber a Héctor Tajonar en una entrevista concedida en 1984, en la que le dijo que, tiempo después de haberlo concluido, ¡No pasarán! le produjo la sensación desconcertante de haber sido escrito más por una necesidad íntima que por una aspiración poética. El poema apareció nuevamente en el tomo trece de sus Obras completas como un testimonio cabal de su trayectoria.
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1 . Ibárruri, Dolores, El único camino, Barcelona, Bruguera, 1979, p. 273.
2 . Gustavo Ortiz Herón era el director de Talleres Gráficos de la Nación a la fecha de publicación del poema.
3 . Además de ¡No pasarán!, Simbad editó otros tres títulos: Raíz del hombre (1937), también de Octavio Paz, y Canciones para mujeres (1936) y Palomas al oído (1937) de Octavio Novaro. El tipógrafo era Ángel Chapero. Rafael Solana comentó que el objetivo de la empresa consistía en “hacer ediciones modestas, sin llegar a indigentes, de obras al alcance de todas las fortunas, incluso intelectualmente hablando”. La opinión anterior se publicó en “Reseña de Canciones para mujeres, de Octavio Novaro”, Taller Poético, número 2, noviembre de 1936.
4 . Rafael Solana dijo sobre el tiraje de este volumen: “No se trata ya de una poesía de pequeños grupos, sino de un poema que sale a la calle, que se echa en medio del público, no solamente a producir un deleite espiritual al que tan poco afecta es la gente, sino a decir su verdad y hacer su propaganda”. Así lo hizo saber en el artículo “El año poético”, Diario del Sureste, 1 de enero 1937, p. 3.
5 . “España es la realidad y la conciencia del mundo”. Elie Faure (1873-1937) hizo de la Guerra Civil española un tema recurrente de sus ensayos, llegando a equipararla en importancia con la Revolución Rusa; incluso aseguró que el pueblo español había decidido oponerse a las oligarquías capitalistas. Para profundizar en sus opiniones sobre el conflicto, confróntese Meditations catastrophiques, Paris, Bartillat, 2006.
6 . El director del diario a esas fechas era Froylán C. Manjarrez (1894-1937).
7 . “Circula en Monterrey propaganda comunista”, El Porvenir, 15 de octubre de 1936, p. 4.
8 . Salazar Mallén, Rubén, “Poesía y juventud”, El Universal, 12 de noviembre de 1936.
9 . “Juventud, poesía…y fachismo”, Futuro, diciembre de 1936.
10 . Solana, Rafael, “El año poético”, Diario del Sureste, 1 enero de 1937, p. 3.
11 . Stanton, Anthony, “La poesía de Octavio Paz durante la guerra civil de España”, Actas XIV Congreso AIH (Vol. IV), El Colegio de México.
12 . Rojas, Marcial, “Poesía y retórica”, Letras de México, 15 de enero de 1937, p. 2.
13 . Huerta, Efraín, “El problema de la poesía”, El Nacional, 17 de enero de 1937.
14 . Salazar Mallén, Rubén, “Raíz del hombre”, El Universal, 21 de enero de 1937.
15 . Sheridan, Guillermo, Poeta con paisaje: Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, México, Era, 2004, paginado variable en formato virtual.
16 . Ramírez y Ramírez, Enrique, “La juventud de la poesía mexicana”, El Nacional, 9 de febrero de 1937.
17 . Huerta, Efraín, “Lady Jane y la poesía”, Diario del Sureste, 14 de febrero de 1937.
18 . Quintero Álvarez, Alberto, “Carta sobre la poesía de la juventud”, El Nacional, 11 de abril de 1937, p. 2.
19 . Carta de Octavio Paz a Elena Garro, 16 de abril de 1937 “Elena Garro Papers”, Biblioteca Firestone, Universidad de Princeton.
20 . Altolaguirre escribió en su nota introductoria: “Esta vez le ha tocado en suerte a la poesía, al volver su rostro adolescente, el encontrarse con que Octavio Paz, su poeta, tiene sus mismos años, más o menos. Los dos juntos, tan jóvenes, el poeta y la poesía, la vida y el arte en este caso, llegaron a España para cantar a nuestro pueblo en guerra. Los cantos españoles de Octavio Paz, bajo una clara sombra helénica, salen hoy a la luz, a todos los vientos, para que sean repetidos con fervor por nuestros valerosos combatientes”.
21 . Salazar Mallén, Rubén, “Cambio de táctica”, El Universal, 26 de agosto de 1937.
22 . Salazar Mallén, Rubén, “Correspondencia”, El Universal, 26 de noviembre de 1937.
23 . Ortiz, César, “Octavio Paz, Esperanza de nuestra generación”, El Machete, 4 de diciembre de 1937.
24 . Paz, Octavio, “Americanidad en España”, Futuro, número 35, enero de 1939, p. 18.
25 . Revueltas, José, “El Cascabel al gato”, El Popular, 23 de mayo de 1943.

La narrativa de Amado Nervo: una antología

12/Noviembre/2017
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

En mayo de 2019, en poco más de un año, se conmemorará el centenario del fallecimiento de Amado Nervo. Gracias ante todo a la tarea detallada de Gustavo Jiménez Aguirre, su mejor especialista, se ha recuperado y ha vuelto a circular en amplia medida la obra de Nervo en las dos últimas décadas. A esto habría que añadir que Jiménez Aguirre ha sido, en otros ámbitos, el alma principal en estudios y divulgación de la novela corta a través de estudios y compilaciones, y últimamente ha publicado una atractiva antología de la crónica mexicana decimonónica.

Salvo en la academia y tal vez en sus estados, nuestros escritores modernistas de la transición de siglo están lejos de ser mínimamente leídos. Es una paradoja que el poeta en lengua española más atendido por los lectores en las dos primeras décadas del siglo xx, admirado aun por las élites en aquel tiempo, viviera para poetas y críticos a través de las generaciones siguientes, en una casa olvidada y oscura, donde apenas entraba la luz. Sin embargo, como señala Gustavo Jiménez Aguirre, “su nombre y parte de su obra literaria se preservaron en la cultura popular y de masas”. En otro orden de predilecciones resulta también paradójico que en estas dos úl-timas décadas, Nervo haya sido más admirado por la crítica y la academia como prosista que como poeta. Un aparte: en sus crónicas, cuentos y novelas cortas no es dable hallar, o en grado mucho menor, al alma herida que encontramos en su poesía íntima y a menudo moralista.

Nada más lejos de él que el polemista incendiario. Ante la crítica, pese a ser vulnerable, se impuso el si-lencio, pero en determinado momento, como en el apéndice de su nouvelle, El donador de almas (1899), en un breve capítulo adicional, se quejó implícitamente. Las flechas envenenadas podían herirlo profundamente. En el antedicho apéndice entablan un diálogo Zoilo y Él. Zoilo, como suele llamársele al crítico fatuo que se cree proclamador y negador de famas, y Él, es decir, Nervo. Ante las pregunta de Zoilo de por qué “calla siempre”, lo cual es una suerte de acatamiento, Él responde que es porque cree en la labor y el silencio: “En la primera, porque triunfa; en el segundo, porque desdeña.”

Hace unos meses, en una coedición de Penguin Random House Mondadori y la unam, se publicó una notable antología de sus ficciones: El bachiller, El donador de almas, Mencía y sus mejores cuentos. La selección, prólogo y cronología es de Gustavo Jiménez Aguirre y la edición y notas de él, de Jorge Pérez Martínez y Salvador Tovar.

Católico, Amado Nervo creía asimismo en el espiritismo y la magia, que, como el catolicismo, guardan un fondo de misterio. Nunca le parecieron orbes contradictorios. O dicho por Alfonso Reyes centrándolo en su fe cristiana: “Como aquél que pierde su costumbre de beber y destila el agua de los otros alimentos que absorbe aún, Nervo busca la emoción religiosa a través del espiritismo y la magia”1. Dentro de su lite-ratura quizá los dos géneros literarios dilectos de Nervo –en los que mejor destacó– fueron el del horror y el fantástico. Alfonso Reyes2 subrayó que la impronta de todo eso le surgió desde lo vivido en la casa familiar de la infancia, tal vez, en especial, con las historias de la abuela, importancia que el mismo Nervo llegó a señalar. Una de estas historias –que parte de la repetida leyenda del tesoro enterrado– la hallamos aquí incluida en su cuento “Las varitas de virtud”.

Salvo excepciones, temáticamente en su narrativa Nervo tuvo un gusto morboso por la muerte y por lo sobrenatural (apariciones, trasmigraciones, reencar-naciones, fantasmas), por la sombría y destructiva vida eclesiástica, por los juegos de identidad en el que no excluyó el doble, y por la desdicha amorosa o el amor que no acaba de cumplirse, o al menos, no del todo. En varios cuentos es notable su preocupación por la ciencia (como experimentos crueles o la posibilidad de dominio de nuevas razas que ya no sería la humana), y creemos que uno o más de ellos podrían ser incluidos en antologías internacionales del género. Admirador ante todo de l’esprit francés y de la tradición española, adicto a los latinos, también leyó con provecho a Poe, a Hoffmann, a h. g. Wells y al flamenco Maeterlinck. En los cuentos seleccionados se puede advertir en variados momentos la huella de franceses como el Baudelaire de los Pequeños poemas en prosa; de Flaubert y de Guy de Maupassant. Un buen número de ficciones con trasfondo histórico se encuentran entre lo mejor de él, como Mencía o el arrebatado “Las casas”.



Del modernismo a la modernidad




Salvo instantes modernistas, el estilo en la poesía y la prosa de Nervo es sencillo, libre de adornos, un estilo donde, como en el caso de Manuel José Othón, se inscribió en el modernismo por los años en que le tocó escribir y no por el estilo y las formas poéticas y literarias a las que se abocó, ese modernismo del cual Rubén Darío fue el indiscutible sismógrafo. En esto quizá debería hablarse de la escritura de Nervo como de transición entre el modernismo y la modernidad3. Su notable prosa, con su economía de medios y delicioso humor, ya era perceptible desde sus ligeras y amenas crónicas sinaloenses (Lunes de Mazatlán (1892-1894)4, en las cuales, en dos o tres cuartillas, comentaba sobre diversos asuntos: la vida del lugar y los espectáculos teatrales y musicales, o dibujaba cuadros citadinos, o hacía en alguno reflexiones políticas e incluso llegó a redactar gacetillas frívolas que parecen notas de sociales. Sin embargo, en buen número de sus cuentos y nouvelles, Nervo cae con alguna frecuencia en defectos habituales en narradores de la época: referencias históricas, artísticas y literarias profusas, digresiones, lo explicativo, el mal adjetivo que debilita o anula la buena frase, líneas ampulosas, moralejas explícitas, interrupciones para dirigirse al “amigo lector”…

Arreola opinaba que el cuento debía ser un objeto orbicular; lo mismo podría decirse de su pariente consanguíneo la novela corta, que era en ficción la forma que Nervo prefirió en la narrativa. El nayarita escribió en su citado apéndice de El donador de almas: “Nuestra época es la de la nouvelle… y el viento hojea los libros.” No había libro de él, decía, que no se leyera en media hora. Con todo, creemos que Nervo fue en la ficción más un cuentista; sus novelas cortas son episódicas, o como diría Borges, una sucesión de cuentos.

Sin embargo, inmediatamente después de lo es-crito sobre el gran momento de la novela corta, Nervo augura que el cuento será “la forma literaria del porvenir”. Quizá, si ahora viviera entre nosotros, ante la avalancha de los últimos treinta años, escribiría que la forma literaria del porvenir es la minificción. No está de más resaltar que en su relato-ensayo “Brevedad” 5, recuperado por Reyes y el cual anticiparía textos borgeanos6, preconizó por una máxima concisión.

Nervo escribió once nouvelles, de las cuales Jiménez Aguirre eligió tres en su selección. En ellas, por una u otra vía, una mujer debe, contra su voluntad, sacrificar su amor o sacrificar su alma. Quizá la más intensa de las tres y con un final escalofriante –no necesariamente la mejor– sea El bachiller, el cual es un oscurí-simo retrato de lo que puede llevar una de las exigencias más sombrías del catolicismo y uno de sus grandes desatinos: la imposición del celibato. La emasculación de Felipe para no tener el amor de la joven a la que ama y lo ama es una metáfora despiadada de la sustitución de las bodas terrenales por las bodas con Cristo.

Lo macabro y lo espeluznante no estuvieron lejos de las obsesiones de Nervo. No es otro el caso de cuentos como “Ellos” y “Los congelados”, y uno, que es quizá su obra maestra, “El automóvil de la muerte”. En “Ellos”, Nervo hace relatar al personaje –alguien dentro de él– acerca de la pérdida en el hombre de la carne, en la vida y en la muerte, comido parsimoniosamente por seres invisibles, igual que el hombre come bueyes, vacas y terneras; en “Los congelados” un doctor relata cómo los seres humanos pueden conservarse por largos períodos de tiempo en el hielo, pero la seguridad final en su vuelta luego de breves o largos períodos es azarosa; en “El automóvil de la muerte”, lo que al principio causa tristeza y piedad hacia los campesinos afectados, se vuelve de parte de estos un acto salvaje de calculada venganza que termina en una escalofriante tragedia que la pagan quienes no la deben. La combinación de patanería ignara, frivolidad elegante y criminalidad sin contrición es de una exactitud sobria.

La inmortalidad del alma, o si se quiere, la posesión de dos almas en un cuerpo, o dos almas que son un alma, es el asunto principal de El donador de almas, la novela favorita de Jiménez Aguirre. En mi criterio su principal virtud es abrirle caminos a la novela fan-tástica en México, sobre todo en aquella transición de siglo que prefería el realismo y el naturalismo.

Variando el tema sustancial de La vida es sueño calderoniana, Nervo hace un juego de siglos históricos en Mencía (1907), quizá su mejor novela corta. No es raro que la ficción histórica en una primera versión se llamara “Un sueño”, pero por fortuna Nervo no obvió un título que ya señalaba el tema principal y los tejidos de la trama. En el proemio Nervo aclara: “Es sí, un ‘cuento con ambiente histórico’, como diría un italiano. Lo que pasa en él, ‘pudo haber sido’.” Aquí Nervo combina un juego de dos geografías y un juego de dos vidas: un rey en el siglo xx se convierte a través de un sueño en un orfebre toledano del siglo xvi, casado con una mujer bella, acaso perfecta. Al orfebre le es dable conocer a Domeniko Theotokópoulos (El Greco) y al rey Felipe ii. El relato contiene una agradable ambientación con las páginas descriptivas de la ciudad de Toledo y se goza el gusto de Nervo por cuadros que habrá visto en el museo del Prado en su estancia madrileña, en especial de Tiziano, y cuadros famosos de El Greco que habrá visto en Toledo, entre ellos el Entierro del conde de Orgaz7. En uno de los momentos más emotivos, Mencía, la muchacha toledana, con sus veinte años bellísimos, trata de que el orfebre no se duerma para que no se desvanezca y vuelva al siglo xx y la deje sola. Como en el drama de Calderón, en la nouvelle el sueño es tan real como la vida.

Mencía está lejanamente emparentada con los cuentos “Las Casas” y “La novia de Corinto. “La novia de Corinto” versa sobre una joven de dieciocho años que muere sin conocer el amor. La entierran. Un joven llega a su casa. La muchacha vuelve de la muerte y previsiblemente entra a la habitación del joven con quien convive tres noches. Le da la clásica sortija para asegurarle que volverá. Es descubierta por una nodriza, que avisa a los padres, quienes van a buscarla la noche siguiente. Los recibe con frialdad. Le piden que regrese. Cae y muere de nuevo. La quieren volver a enterrar en su tumba, pero hechos adversamente funestos lo impedirán. De su ficción “Las casas” Jiménez Aguirre escribe con agudeza: “El tratamiento fantástico de este relato, la trasmigración de almas y la duplicidad de personalidades adquieren matices siniestros en un par de historias incluidas en este volumen: ‘Los mudos’ y ‘El del espejo’.” En la selección de Gustavo Jiménez Aguirre hay también poemas en prosa (“El país en que la lluvia era luminosa” y “Las nubes”) o fábulas (“La última guerra“ y “El obstáculo”). Leyendo las ficciones, da la impresión de que Nervo no sólo creyó en una o varias vidas después de la muerte, sino que en la vida que nos toca vivir sintió que vivimos varias vidas.



El oficial de su oficio

Rubén Darío, en un soneto en alejandrinos, escribió sobre el amigo mexicano: “¡Bendita sea y pura la canción del poeta/ que lanzó sin pensar su frase de cristal!...”; en 1919, a la hora de su muerte, Ramón López Velarde lo llamó “el poeta máximo nuestro” y confesó: “Yo amaba de tal modo a nuestro as de ases, que cuando lo sentí desleírse, dejé su lectura”; “Qué buen oficial de su oficio”, exclamó Alfonso Reyes, también en 1919, en su conmovedor y hondo ensayo “Los caminos de Nervo”. Con el rescate y con su trabajo filológico y de divulgación impresa y digital de sus narraciones, poesía y crónicas, Gustavo Jiménez Aguirre ha vuelto a circular espléndidamente un Nervo total. Podrán gustarnos más unas u otras (nosotros preferimos la narrativa y la crónica), pero un siglo después de su fallecimiento, Nervo ha pasado con fortuna la prueba literaria del tiempo. Es nuestro allegado, nuestro contemporáneo •



Notas:

1. En el prólogo a la antología, Jiménez Aguirre añade sobre el asunto: “Para la heterodoxa espiritualidad de Nervo fueron determinantes lecturas y prácticas espiritistas, teosóficas, ocultistas e hinduistas que difunde con amenidad en crónicas, artículos y narraciones de varia extensión, incluso en minificciones como ‘Fotografía espiritista’ y ‘El obstáculo’”.

2. Cuando Reyes evoca a Nervo como persona, hay una honda nostalgia triste. Lo recuerda reservado y melancólico, pero con un espléndido sentido del humor. Don Alfonso se identificaba plenamente con “la cortesía suave” del nayarita. No creo que políticamente se hallaran muy distanciados.

3. En México, en poesía, la primera obra moderna –lo repitió la crítica a lo largo del siglo xx– fue la de López Velarde; la primera novela moderna fue Los de abajo (1916) de Mariano Azuela.

4. Debemos también el detallado rescate, claro, a Gustavo Jiménez Aguirre.

5. Ensayos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1922.

6. ¿Habrá leído el texto Borges? El relato versa sobre un califa que pide a los sabios del reino que reúnan la ciencia de la humanidad en algo que puedan cargar diez camellos; insatisfecho ante la copiosidad, pidió que lo dividieran en diez para que los cargara un solo camello; insatisfecho aún por el exceso, encargó que encontraran un solo libro que compendiara toda la sabiduría, el cual lee y relee; aún lejos de la satisfacción, les solicitó que se concentrara toda la sabiduría humana en una sentencia, una sola, que pudiera escribirse “en la gran esmeralda de una sortija”. La sen-tencia, una vez escrita, apuntaba por un lado, a la creencia absoluta en la infalibilidad de Alá, y por el otro, a no fiarse de las mujeres.

7. José Juan Tablada, en el artículo del 19 de mayo de 1919, “Amado Nervo”, que escribió a la muerte del poeta nayarita (Obras completas v, Crítica Literaria, pp. 310-311), dijo que Nervo parecía un “melancólico caballero de El Greco, de los mismos que decoran, con mística elación el ‘Entierro del conde Orgaz’.” Pero en enero de aquel 1919, al llegar a Bogotá como diplomático de la embajada de México en Colombia, entrevistado por el reportero Eduardo Castillo para El Espectador, a una pregunta sobre Nervo, repuso: “La filosofía Nervo como poeta es una filosofía propia de cocineras.” Cuatro meses después, a la muerte del poeta, llevó su opinión al polo opuesto: Nervo tenía el “genio poético”.

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Juan Rulfo en la mirada de los otros

12/Noviembre/2017
Jornada Semanal
Héctor Perea

En un saloncito de espera
 Cuando a uno no le tocaba exponer, hecho que de por sí relajaba los nervios, el mayor atractivo de las reuniones de los miércoles era la esporádica sesión previa al taller. En ese año de 1980, último en el que Juan Rulfo formaría parte del cuerpo de asesores, el Centro Mexicano de Escritores se encontraba en la calle San Francisco, en una casa típica de la Colonia del Valle.
Durante los pocos minutos de espera previos a la reunión de trabajo, becarios y tutores compartíamos una breve charla en el saloncito de entrada con vista al jardín. Este ejercicio de paciencia, que podría haber supuesto un momento incómodo para todos, para sorpresa de los escritores incipientes resultaría siempre la puerta de acceso al universo privado de los autores consagrados: Rulfo, Salvador Elizondo y Francisco Monterde –autor colonialista y el más callado de los tres. Y como tal se constituiría en una fuente extra, inesperada y casi inagotable, de formación literaria y, sobre todo, vital, mucho menos agobiante que las lecturas bajo lupa de los materiales en proceso de maduración.
Durante ese invaluable encuentro cotidiano, sin medios masivos de por medio ni estira y afloja críticos, los tres grandes acostumbraban charlar sin tapujos de sus asuntos y a responder de la misma forma a nuestras ingenuas inquietudes. Más de un secreto íntimo se reveló entonces –sobre todo cuando Rulfo le pidió a Elizondo que completara pasajes de su Autobiografía precoz del ’66; cosa que el autor de Narda o el verano hizo, desde luego, con mirada y sonrisa chispeantes. Pero también en las pláticas de antesala aparecieron algunas de las aspiraciones originales y las pasiones ocultas de los asesores que, en esos años, no eran todavía motivo de la crítica académica o ensayística. Elizondo habló, por ejemplo, de su cine de autor, práctica frustrada apenas tras la primera incursión con Apocalypse 1900, obra en francés y casi desconocida, aunque fuera ya de culto; o acerca de su pintura y los dibujos que ilustraban las páginas de su Diario. Todos ellos, ejercicios secretos y muy personales, permanecían aún sepultados bajo el peso de su riquísima y enigmática obra escrita. Monterde, el histórico don Francisco, el erudito polígrafo de trato amable y justo, apenas mencionaría alguna anécdota de otros tiempos para concentrarse en los asuntos del estilo literario y la gramática, esenciales para los autores en formación. Juan Rulfo, por su parte, narró entonces en tono bajo y titubeante, con voz emocionada, algunos de los viajes que habían motivado muchas de sus fotografías; hizo bromas sobre sus múltiples chambas o acerca de las muy variadas incursiones cinematográficas, en las que además de haber ejercido el papel de argumentista y guionista, y sus libros de temas de adaptación, se había visto orillado a la actuación. Actividad, esta última, que parecía más bien haber sufrido.
En algún momento de esas charlas sueltas, sin pies ni cabeza, llenas de humoradas que se interrumpían con el obligado paso a la mesa de disección literaria, Rulfo mencionó de paso y sin darle demasiada importancia un pequeño ensayo escrito a principios de los setentas dentro del cual, en apenas tres párrafos, había homenajeado a Elvira Gascón en plan de dibujante. Conocedor de las viñetas con que la artista soriana había ilustrado el libro póstumo de cuentos Vida y ficción, de Alfonso Reyes, al día siguiente busqué el sintético halago que Juan Rulfo, un virtuoso de la lente, había hecho de una apasionada del dibujo, la caricatura a líneas y el muralismo. Me inquietaba saber cómo se habían encontrado ambas formas de mirar, tan distintas en apariencia, tan similares en la práctica, sobre todo por lo escueto y poético de sus muy personales propuestas.

Las instantáneas: ficción y realidad

Durante esos pocos meses de tutoría Rulfo, absorto en algo que los becarios no alcanzábamos a descifrar, mostraría siempre, como colofón de su medida elocuencia, una mirada extraña. Mi amiga Olga Cáceres, fotógrafa que colaboraba en la preparación de un número especial de la revista Casa del Tiempo dedicado a los treinta años del Centro, capturó esa mirada en una de las imágenes que finalmente no sería publicada en la revista sino, trece años después y un poco incompleta, en la portada del libro El arriero en el Danubio, de Alberto Vital. Olga me la había regalado en una impresión de prueba recién salida del labora-torio, lo cual hizo más personal y valioso el obsequio. A pesar del gusto que me daba tener una foto singular del entonces asesor, tardaría yo mucho tiempo en sentir, aunque sin llegar a descifrar, las resonancias pro-fundas de esa aproximación al estado anímico de Rulfo.
En el trabajo sobre Elvira Gascón el autor de El Llano en llamas, al hablar de las virtudes de una artista delicada que, inspirada en el pensamiento griego había no obstante descreído de las observaciones de Eurípides –citadas por Rulfo– acerca del cuerpo del hombre visto como su propia tumba; o sobre la idea griega de que el amor hacia los demás era sólo un sueño, algo fuera de la razón, aseguraba que la española había dedicado buena parte de su existencia a “trazar en dibujos lineales todos los atributos de la vida”. Por otro lado, y quizá sin proponérselo, en su pequeño pero intenso ensayo sobre la artista, Juan Rulfo había logrado un fiel retrato de sí mismo. Del escritor que presumió siempre un afinado tino visual. Allí estaba el fotógrafo que desde un extremo en absoluto opuesto sino complementario de su asombrosa creación narrativa miraba atento a la dibujante y participaba de la sensibilidad de una obra, suerte de ilusión, de alucinación “donde todo parece tener un mágico significado”. En sus propuestas fotográficas Rulfo, al igual que la pintora, conseguiría extraer de muchas de las imágenes tomadas a los otros, a la naturaleza y a las cosas más cotidianas, rasgos esenciales de la existencia.
En los aguafuertes de la serie La minotauromaquia, de Picasso, o en las ilustraciones de Gascón al fragmento de la Ilíada en versión de Alfonso Reyes, sentimos que tanto los artistas referidos como el traductor de Homero muestran una visión tan universal de lo que tocan, que los convierte en parte de la misma cultura que han buscado interpretar. De la misma forma, al ver las fotografías de Rulfo sobre el campo mexicano sentimos que no hay diferencia alguna entre el tiempo vivido por el escritor y el histórico, el de la revolución efectiva, que para el momento de las fotos era ya pasado. En sus imágenes el tiempo pareciera comprimirse, fusionarse por un momento: justo el que tarda la captura de la instantánea, en el sentido más puro del término. Por lo mismo, resulta en cierta forma natural toparnos con el hecho de que entre los stills rulfianos de La Escondida, de Roberto Gavaldón, y la cinta misma, se establece un ambiente familiar, una indudable línea consanguínea. De pronto, como en su narrativa, en las fotos de Rulfo ficción y realidad son una. Pasado y presente también.

Las miradas atrapadas

Hay muchas instantáneas emblemáticas de Juan Rulfo que, como siempre se ha dicho, muestran un retrato naturalista, con vislumbres de fantasía, del México del campo y la ciudad. Y pertenecen no sólo al momento en que el autor desarrolló su obra sino al tiempo sin tiempo de su país. Por lo general, sus fotos son asimismo continuación de una narrativa rica y compleja que ha permitido traslados cinematográficos tan diversos entre sí que, a pesar de tener la misma fuente de inspiración, parecieran versiones discordantes, mundos absolutamente opuestos inclusive. Baste recordar las adaptaciones de Pedro Páramo rea-lizadas por Carlos Velo y José Bolaños. La segunda, El hombre de la media luna, con música de Ennio Morricone y escenografía de Pedro f. Miret, es prácticamente una cinta de vampiros. O el argumento original de Rulfo para el cortometraje El despojo, dirigido por Antonio Reynoso, frente a la pequeña prosa poética del autor, escrita cuando la película estaba ya concluida y en el mismo tono de los cuentos de El Llano en llamas, para ser leída por Jaime Sabines en La fórmula secreta, de Rubén Gámez, película crítica de la modernidad, contrapuntística al extremo, cercana a los clips publicitarios y, desde luego, de corte surrealista. Estas dos cintas breves serían consideradas por Jorge Ayala Blanco como “obras maestras olvidadas de nuestro cine”.
A propósito de lo anterior, y de vuelta con sus fotografías, hay una de las tomas del escritor, no la más representativa de su trabajo ni la mejor desde el punto de vista técnico o compositivo, que en realidad lo que hace es inventar una fantasía singular descansada sobre la realidad contundente. Así pasaba, en plan humorístico, en aquella escena de Mon oncle, de Jacques Tati en que la fachada de una casa moderna, convertida en rostro, vigilaba todos los movimientos de Monsieur Hulot. En el caso de la foto de Rulfo, la realidad sería la de una ruinosa postrevolución. Esta imagen captura y recrea un auténtico objet trouvé, un coup d’oeil surrealista que recuerda el logrado por Manuel Álvarez Bravo en su interpretación de la óptica moderna. O debería decir, de anredom acitpó al, título invertido del lugar, tal como figura en la propia foto –y en muchos grabados de Picasso, en relación con la fecha u otros datos puestos directamente sobre la placa o la piedra. La fantasía de Álvarez Bravo, hecha a partir de la imagen de una tienda rebosante en ojos recordará a su vez el Estudio fílmico, de Hans Richter, de 1925. Todas estas propuestas tratan en el fondo de lo mismo: del apresamiento de miradas simultáneas que tras confluir en los ojos de los artistas lo hicieron luego, lo hacen hoy, en los del espectador.
En el caso de la foto de Rulfo se trata de la toma del muro solitario de una iglesia virreinal, sostenido en pie por un contrafuerte de época. En la toma no hay más, en apariencia, que lo descrito por mí de manera fría y objetiva. Aunque en ella podríamos descubrir también, sobre esta espalda de pared y gracias a la postura y encuadre adoptados por el fotógrafo, un rostro visto casi de frente, en el que los ojos de buey en óvalo hacen las veces de ojos humanos y el contrafuerte, parcialmente iluminado, las de nariz. ¿Se trata de la representación de una máscara michoacana o, al menos, de una careta con función ritual? ¿O de una carita sonriente totonaca o un enorme Judas de pueblo? En verdad, pareciera sólo un retrato de nadie; creado, prácti-camente, de la nada. Un artificio puro hecho de elementos arquitectónicos del que podría desprenderse cualquier interpretación por parte del creador o el espectador para ser luego adaptada a todos los instantes mexicanos.
A pesar de la consigna de no preparar las fotos anticipadamente, sino trabajar bajo el poder de los impulsos, Álvarez Bravo logró en 1955 una fotografía de estudio de Rulfo verdaderamente singular. En ella, y al contrario del espíritu de aquel otro objet trouvé, la toma referida a la óptica, el escritor aparece dentro de un escenario preparado y justo en la zona áurea de la imagen. El lugar está recubierto de madera rústica y el escritor posa tras un objeto de piedra o leño que representa una cabeza sobrehumana, quizá un cráneo ritual. El autor de El Llano en llamas ve la figura con mirada reconcentrada, aséptica. Pero lo que pareciera observar no es en realidad la expresión vacía de la misma; ni sus ojos redondos, como muertos; ni su dentadura completa, perfecta, descarnada. Y esto, porque no ve la pieza de frente. Lo que Rulfo analiza, o sobre lo que deja vagar la mirada, es el espacio absurdo, sin fron-teras reales, que se extiende entre la parte media del cuello y el inicio de la nuca. Aunque cabe la posibilidad de que me equivoque por completo en la interpretación de la foto, y que los ojos del escritor estén perdidos en un sitio sin tiempo ni espacio. En un lugar sin lugar. El más apropiado para los ojos únicos de Rulfo, que semejan en su inmovilidad aquellos otros dibujados a líneas sobre los párpados de Kiki de Montparnasse en el cortometraje de Man Ray de 1926. Los originales de estos ojos femeninos los descubriremos sólo, desnudos, cuando la modelo y artista francesa alce las cortinillas de piel para mirarnos a través de la pantalla. Aunque sea por un instante, antes de caer nue-vamente en el letargo de los ojos fingidos.

La mirada indescifrable

La instantánea de Álvarez Bravo me lleva natu-ralmente a otra de Ray, el vanguardista esta-du-nidense que exploró con Kiki muchas de las po-sibilidades poéticas y rupturistas de la imagen fotográfica. La impresión a la que me refiero, emblemática del trabajo de ambos y que de hecho forma parte de una serie, muestra la cabeza de ella recostada sobre una mesa y con los ojos cerrados. Sus rasgos replican allí los de una figura africana de madera oscura. Kiki sostiene verticalmente la pieza con su mano izquierda. La descansa sobre la mesa mientras insinúa la desnudez completa de su cuerpo, sólo visible a partir del brazo y parte del torso. La mirada oculta por los párpados manifiesta un enigma similar al de la mirada perdida o ensimismada de Rulfo en la foto de Álvarez Bravo. Las manos en las dos tomas tienen una clara presencia y un volumen esencial en la sólida composición de las fotos. Están vivas y actuantes, aun con la inmovilidad abso-luta que exhiben. Curiosamente, donde mejor se observa la cercanía entre estos trabajos es en un homenaje a Man Ray del fotógrafo de modas Gaetan Caputo. En el mismo, el fotógrafo belga retoma en su parte me-dular el tema de la instantánea vanguardista, pero cambia la cabeza africana por una calavera negra, sostenida en la mesa por la mano de la modelo actual. Los dedos de esta mano figuran con las uñas pintadas de negro, como los labios de Kiki y de la nueva modelo, casi un siglo más joven que la amiga de Man Ray y Alfonso Reyes. Todavía Caputo usará la calavera en un par de fotos más con tufillo eisensteniano. Éstas sí, inmersas en el universo frívolo de la moda.
La imagen con Rulfo, personaje en segundo plano, aunque central en la toma del fotógrafo mexicano, tiene algo más, inquietante, que no percibiría yo sino hasta el día en que me topé de nuevo con la vieja foto, muchos años después de que me la regalara Olga Cáceres tras una de las sesiones del Centro Mexicano de Escritores. La de Álvarez Bravo era de 1955, año de la edición de Pedro Páramo y en dos posterior a la publicación de El Llano en llamas. La de mi amiga, de 1981, año en que el puertorriqueño Francisco Rodón hizo a Rulfo un retrato al óleo con carácter de aguada y Daisy Ascher publicó la foto en que el escritor mira en silencio una tumba semidestrozada, quizá también saqueada.
A pesar de los casi cinco lustros transcurridos entre la toma de Álvarez Bravo y los otros retratos mencionados en que se exhibe con exactitud el mismo giro y la suave inclinación del rostro, la mirada indescifrable se conserva casi intacta en todos los trabajos. Lo cual podría hacer extensible a estas obras, en cierta forma, una de las interpretaciones posibles de la foto con el cráneo descarnado, en el sentido de que los ojos del escritor, en ella como en las demás versiones, no ven lo que parecieran mirar, pues se dirigen más allá del objeto o, al contrario, hacia las profundidades enigmáticas del que mira. En todas las imágenes se muestra además lo que podría ser una profunda tristeza o nostalgia en Juan Rulfo. O una reconcentración absoluta en su espacio más íntimo.
“¿Qué país es éste, Agripina?”, pregunta el personaje en “Luvina”, el cuento que anunciaba ya a Pedro Páramo. ¿Y qué país, qué mundo observaba Rulfo desde su muy personal universo durante la pose de las fotos y la pintura referidas?
En 1966 Oswaldo Guayasamín retrató una vez más a Juan Rulfo. A principios de esa década el artista había comenzado una de sus series más contestatarias frente a la injusticia humana: La edad de la ira. Si temporalmente la pintura se enmarcaba dentro de este conjunto, en cuanto a estilo y sentido del acercamiento, la obra parecería más bien un puente entre el mismo y La ternura, la siguiente serie de Guayasamín. Y es que en la obra sobre el escritor el ecuatoriano había plasmado al Rulfo que habiendo vivido –como él mismo– tiempos en verdad difíciles, en el fondo lo que mostraba era una expresión facial contraria tanto al sufrimiento descarnado como a la bondad sublime características de ambas series. Lo que el autor de El gallo de oro exhibe en este retrato es la misma postura enigmática, desapasionada, críptica de las fotos señaladas o de la pintura de Francisco Rodón. Sus rasgos faciales son, de nueva cuenta, los de quien lo ha visto casi todo; aunque, también, del que no ha logrado asimilar por completo las repercusiones de algo oculto entre los pliegues de la vida. Quizá aquello que traslucen muchas páginas de su obra escrita. Páginas en ocasiones sutiles, a veces tremendas, y en las que el autor pareciera afirmar, a nivel de susurro –de murmullos–, un desconcierto, una rabia contenida.
En la mirada de los otros se han reflejado los ojos del propio Rulfo. El escritor de narrativa breve y contundente, el fotógrafo de encuadre único que mientras se abría de capa en aquel saloncito de espera del Centro Mexicano de Escritores anunciaba ya su inminente retiro como tutor, chamba que había ejercido por dieciocho años. Y lo hizo con un simple guiño: lanzando la mirada fuera de cuadro en la foto generacional de 1980 

El legado de Juan Bañuelos se liga a la selva de Chiapas y al zapatismo

12/Noviembre/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

El 29 de marzo de este año murió Juan Bañuelos, a los 86 años, de una neumonía. Fue un gran maestro y escribió varios libros de poesía: Espejo humeante, No consta en actas, Destino arbitrario, Escribo en las paredes, Vivo, eso sucede. La última vez que lo vi fue en una marcha en Hermosillo, Sonora, acompañando a los padres de familia de los niños de la Guardería ABC. Después de que 49 niños murieron en un incendio que escandalizó a toda la República Mexicana, Juan y yo protestamos en la calle, visiblemente conmovidos. El obispo Samuel Ruiz, de Chiapas, ofició una de las misas más bellas que he atendido, bajo un cielo oscuro de tristeza. Muchas parejas la escucharon abrazados. Juan y yo contamos en voz alta, por lo menos seis veces, hasta el número 49 sin saber que años más tarde contaríamos hasta el número 43 por los estudiantes normalistas de Ayotzinapa.

Juan fue un gran maestro de poesía y de prosa; a lo largo de su vida dio talleres y siempre generoso enseñó a muchos jóvenes a escribir. Escrupuloso, también aceptó ser jurado de varios certámenes de poesía. Quienes lo conocieron lo llamaron maestro, así lo llamaba su amiga Rosario Castellanos, chiapaneca como él, porque Juan era el único que iba a visitarla al hospital cuando ella estuvo internada casi un mes por tuberculosis.

Otra de sus facetas importantes y al parecer hoy olvidadas es haber sido integrante destacado de la Comisión Nacional de Intermediación (Conai), instancia mediadora de la sociedad civil en el conflicto de Chiapas, al lado de don Samuel Ruiz, doña Conchita Calvillo, viuda de Nava, el de San Luis Potosí; el poeta Óscar Oliva; Juanita García Robles, esposa del Premio Nobel de la Paz, Alfonso García Robles; Alberto Szekely; Raymundo Sánchez Barraza, y Pablo González Casanova. Los delegados zapatistas creyeron tanto en Juan como en Pablo, colaborador de La Jornada, y en muchas fotografías pudimos ver sus confiables y solidarias figuras acompañando al comandante Tacho o al comandante David, ida y vuelta de la selva a San Andrés Larrainzar y a San Cristóbal de las Casas. En el momento álgido de la guerra, fueron los únicos que podían cruzar las zonas ocupadas.

Lejos quedó la época, en los años sesenta, en que Juan Bañuelos formó, con Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley, Óscar Oliva y Eraclio Zepeda la llamada Espiga amotinada. Tres de ellos chiapanecos (Bañuelos, Oliva y Zepeda) conformaron un muy leído libro de poesía publicado por el Fondo de Cultura Económica.

Revolucionario y generoso

Que Juan Bañuelos fuera revolucionario se debe quizá a que lo traía en la sangre. Su abuelo, el general villista Félix J. Bañuelos, lo antecedió. Rebelde, generoso, inteligente, Juan Bañuelos, el poeta, se dio a conocer con su primer libro en 1960 y conservó desde joven los mismos ideales. Donó su premio chiapaneco de poesía a los desheredados, en 1984, para que don Samuel Ruiz, el obispo más querido, lo repartiera entre los chiapanecos más necesitados. Diez años más tarde, a partir de 1994, prácticamente se instaló en San Cristóbal. Estudioso de etnología, fue sin lugar a dudas el miembro más dinámico de la célebre CONAI, porque era el que mejor conocía las etnias y, maya al fin, estuvo en contacto desde niño con esa cultura. No le fue difícil entregarse a la causa social de su estado.

Los sucesivos encuentros que los miembros representativos del EZLN Tacho, David, Fernando, Rubén y Zebedeo tuvieron con él, lo enriquecieron. Bañuelos comprendió mucho de su lenguaje y los defendió contra el gobierno, que reconvino a los delegados de la selva: Ya no nos hagan perder tiempo, por culpa de ustedes y sus indecisiones hace tres meses que estamos platicando y no avanzamos en nada. Esto es una gran pérdida de tiempo y se está haciendo daño a los indígenas que ustedes dicen defender. Los delegados indígenas respondieron: Dicen que han perdido tres meses o más y nosotros tenemos muchos siglos de no recibir respuesta, de tal manera que si nosotros pudimos esperar más de 300 años, ese relojito que ustedes traen en la muñeca no marca nuestro tiempo, es sólo suyo, y ahora ustedes también van a tener que esperar.

Tres veces más difícil

Juan Bañuelos entendió el concepto del tiempo indígena y recogió la palabra telular, como los campesinos llamaban al celular. Muy conscientes de la realidad, alegaron que quienes venían de la capital tenían sus helicópteros, sus radios y sus automóviles y que ellos tenían que hacer la consulta a pie y ahora comenzaron ya las lluvias y es tres veces más difícil porque eran incapaces de traicionar a sus hermanos y tomar una sola decisión sin consultarla con las bases, las comunidades, sus compañeros de lucha.

Para Juan Bañuelos, Juanita García Robles y Conchita Nava, la experien- cia del diálogo con los indígenas de Chiapas (a la sombra de don Samuel Ruiz) fue única y se solidarizaron en cuerpo y alma con las causas zapatistas. Aguantaron lluvias y muchas horas de deliberaciones en plena selva. Aguantaron mucho más que los integrantes del Grupo San Ángel, fundado en 1994 por Jorge G. Castañeda, Carlos Fuentes, Demetrio Sodi de la Tijera, Enrique González Pedrero, Teodoro Césarman, Alfredo del Mazo, Amalia García, Gabino Fraga, Federico Reyes Heroles, Adolfo Aguilar Zínser, Javier Livas, Manuel Camacho, Lorenzo Meyer, Ricardo García Sainz, Joel Ortega, Tatiana Clouthier, Vicente Fox y Elba Esther Gordillo, que también se interesaron en el zapatismo chiapaneco. Del grupo San Ángel llegaron a Chiapas Amalia García, Julieta Campos, Javier Wimer (fundador del Instituto del Asilo) y Demetrio Sodi de la Tijera, que denunciaron los peligros que corren los campesinos, ya que ellos mismos se enfrentaron a toda clase de dificultades y hasta viajaron en avioneta, cosa muy azarosa en aquellos años. Amalia García, muy valiente, comentaba con sentido del humor: Está muy bien que estos chilangos vengan a probar algo de lo bueno. La gente del Grupo San Ángel pudo darse cuenta que la vida en Chiapas es muy dura, ya que que los indígenas luchan por salir adelante entre el Ejército, la Iglesia Evangélica y arriba de todo el PRI.

Para Cecilia Bañuelos, hija del poeta, su padre trabajó toda su vida con jóvenes, a quienes enseñó a escribir en talleres en casas particulares y en la Universidad de Tlaxcala, en los que corregía cada poema y cada cuento con heroica paciencia. Incansable, no le molestaba quedarse hasta altas horas de la noche dialogando con estudiantes que disfrutaban su lucidez y su creatividad. Según la escritora y funcionaria cultural Silvia Molina, además de luchador social, Juan Bañuelos siempre fue muy firme en sus ideas. La naturaleza de Chiapas, la amistad con Rosario Castellanos y con Jaime Sabines –una de las grandes figuras de la poesía mexicana–, el alejamiento de sus compañeros de la Espiga amotinada (Óscar Oliva, Eraclio Zepeda, Jaime Augusto Shelley y Jaime Labastida) lo hizo entregarse cada vez más a la justicia social que cantó en su poesía.

Sin lugar a dudas, su cariño más duradero fue por su hija Cecilia, quien lo acompañó hasta el último momento. Para ella escribió el poema Grecia, siglo V, AC del libro Vivo, eso sucede:

Ella me mira.

Desde sus ojos de novilla, mi hija

ve caer el silencio como palomas mal heridas

(los adultos se fueron después de haber comido).

La miro recordando Varadero

porque hay un arco f1exible en su mirada

que se curva en el agua y derrama el azul hasta las playas,

aquellas playas

donde bailé lo ya bailado,

donde heredé lo ya heredado,

sobre un mantel de realidades,

donde se sabe el orden de nuestros destinos

y qué día tienen que cumplirse,

allí donde la hoz de la caña

corta el bastión de las sombras.

Donde los granos de azúcar que han regado

endulzan el agua de mis ojos.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Morirás lejos, de José Emilio Pacheco

5/Noviembre/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

Desde muy joven José Emilio Pacheco fue un caso de vocación literaria extraordinario. La ilusión de su padre era que su único hijo estudiara derecho y heredera su notaría, pero bajo su timidez y su espíritu de obediencia, José Emilio ocultaba una rebeldía honda y dolida. La gran rebeldía que proviene de la poesía, la de los artistas verdaderos. Su visión desencantada del mundo lo hizo llegar sin remedio a la brutal orilla. A los 23 años era un traductor excepcional de Mallarmé, Rimbaud, Marcel Schwob, Quasimodo, Beckett, Apollinaire, Walter Benjamin, Tennessee Williams Truman Capote, Harold Pinter, Oscar Wilde, Edgar Lee Masters, William Faulkner y los cuartetos de T.S. Eliot cuya traducción impactó a mi amigo Javier Aranda, cuando muchos en México ni hablaban de esos cuartetos y ni siquiera se dignaron comentarlos.

Estar frente a él era una responsabilidad, un enfrentarse consigo mismo, la posibilidad de no caer en la rutina ni de hacer concesiones. José Emilio vivía angustiado por la discriminación, la injusticia, la infelicidad del otro. Ninguno de los que llamábamos a José Emilio profeta del desastre, se dio cuenta que escribía la historia de nuestro futuro. Quizá su abuela lo adivinó, su abuela Emilia Abreu de Berny, su Sherezada allá en Veracruz, la que le contaba en la noche todo lo que alimentó su imaginación, la que abrió las compuertas a la creatividad, la que le dio la pasión por las letras, la que intentó explicarle el mundo.

Su novela Morirás lejos cumple 50 años este 2017. La primera edición en Joaquín Mortíz es de 1967 y soy de las pocas privilegiadas en tener un ejemplar. Justo un año antes de la matanza de Tlatelolco, José Emilio Pacheco, tan visionario como buen poeta, puso sobre la mesa una de las peores tragedias que ha sufrido la humanidad: el exterminio de más de seis millones de personas por el sólo hecho de ser o pensar diferente. No es casual que retomemos esta novela en los tiempos que corren: tiempo de murallas, alambrados, razias y deportaciones y, en México, tiempo de Tlatlaya, Nochixtlán, Ayotzinapa.

No busca un lector, sino un coautor

Cuando apareció Morirás lejos, muchos se sorprendieron de que un mexicano –sin ser judío– se ocupara de un tema tan atroz y que lo hiciera, además, introduciendo una serie de recursos literarios que la crítica calificó de experimentales porque en esta novela el narrador busca, más que un lector, un coautor. Pacheco, dueño de una inmensa cultura, trata en poco más de un centenar de páginas la historia de persecución del pueblo judío y va de la destrucción del templo de Jerusalén, por orden de Tito Flavio, al exterminio en los campos de concentración de Auschwitz-Birkenau, Treblinka y tantos otros.

La historia editorial de Morirás lejos muestra un autor inconforme. Hubieron de pasar 10 años para que Pacheco se decidiera por una segunda edición, que corrigió al grado de que el crítico argentino Raúl Dorra habla de la edición de 1977 como de una nueva versión y Jorge Ruffinelli de casi otra novela, después de esa no apareció sino casi cuarenta años después, cuando la editorial ERA y El Colegio Nacional la reditaron, en 2016, para beneplácito de lectores y sobre todo de académicos y estudiantes de literatura que hasta entonces la buscaban como aguja en un pajar.

La trama de Morirás lejos es un acertijo de escenas que se cruzan. Van, vienen y se detienen en una banca del Parque México en la que un hombre lee El aviso oportuno, de El Universal, mientras otro lo observa desde su ventana. La historia confunde al lector, que trata de resolver el enigma de perseguidor y perseguido. ¿Quién es alguien? ¿Quién es eme? ¿Quién vigila a quién? ¿Quién persigue a quién? ¿Quién se vengará de quién? Alguien –con mayúscula– quizá represente a las miles de víctimas dispuestas a todo una vez que dan con la guarida de su verdugo y eme –con minúscula– devela la personalidad del que, tal vez sin ser anónimo, desea permanecer como tal.

La persecución de los judíos desde la época de los romanos hasta su casi exterminio durante la Segunda Guerra Mundial es el tema de Morirás lejos, novela a la que hay que volver no porque cumpla medio siglo, sino por su vigencia, su calidad literaria y porque en ella José Emilio Pacheco reflexiona sobre temas como los crímenes de lesa humanidad, el autoritarismo, la persecución, la venganza y, sobre todo, la falta de memoria: Nada sucedió como aquí se refiere. Pero fue un pobre intento de contribuir a que el gran crimen nunca se repita. ¿Qué pensaría hoy José Emilio Pacheco al oír los discursos anti-migrantes, anti-musulmanes, anti-latinos del presidente Donald Trump? ¿Qué reflexión le provocaría la sola idea de un muro fronterizo? ¿Qué pensaría al enterarse que una mujer mexicana se refugia en el sótano de una iglesia en Colorado para evitar la deportación y que un hombre de 40 años se suicidó en Tijuana tras ser expatriado? Quizá escribiría una nueva versión de Alguien y eme en la cual no habría ni perseguidor ni perseguido, sino un diálogo que uniera dos mundos aparentemente irreconciliables.

José Emilio sabía que no hay nacionalidades ni aduanas ni pasaportes que nos distingan, porque el hombre es uno y todos. En Irás y no volverás (apenas una variante de su Morirás lejos) escribe en el poema que da título al libro: Eres la tierra entera/ A todas partes/ vamos a no volver. Ojalá y releyendo a este gran escritor comprendamos que en la otredad y en la memoria está la respuesta a todos nuestros males.

Ahora, en la Universidad de Maryland tuve la gran oportunidad de rendirle homenaje, el miércoles primero de noviembre ante un público fervoroso, compuesto de maestros y alumnos graduados que lo recordaban (a pesar de haber conseguido un puesto en otras universidades) y contaban muchísimas anécdotas de su vida en Washington. Pude contarles cómo trabajamos juntos en el suplemento México en la cultura y cómo, desde entonces, ya era un joven maestro. Mientras Monsiváis decía con su implacable sentido crítico ante tal o cual artículo: Tíralo a la basura, José Emilio se compungía y aunque fueran las ocho de la noche se ponía a rescribirlo con su letra de puras mayúsculas como si de ello dependiera su vida. Jamás lo vi ofender a nadie, aunque sí tenía sentido del humor (una capacidad de crítica literaria infinita) y captaba en unos cuántos segundos el grado de inteligencia de su interlocutor. Ninguna posibilidad de que José Emilio fuera snob. A veces usaba la palabra que tantas veces le oí a Octavio Paz: atroz, pero se refería a un acontecimiento nunca a un texto. Siempre creyó que lo peor estaba aún por venir en la política y finalmente en nuestras vidas. ¿Estás bien, Elena? preguntaba tras la interrogación afectuosa en sus anteojos redondos.

Obra editorial con todas las respuestas

Su Inventario refleja su interminable generosidad y también hace patente que a él la vida le penetraba como a un silicio. No solo la suya, la de todos. Nadie escribió tanto sobre los terremotos como él, buscó y rebuscó respuestas. Vicente Rojo, Monsiváis y yo lo llamábamos profeta del desastre y resulta que se nos adelantó en todo. Lo que predijo es ahora nuestra realidad. Supo lo que iba a acontecernos, su voz enronquecida nos lo advirtió mientras sonreíamos, tontos, ante su admonición. (Debería habernos dado de bastonazos). Marcelo Uribe, su editor, quien siempre estuvo a su lado, se preguntó también cómo era posible que JEP nos diera tanto. Y hoy que no encuentro la salida y busco qué se hace a la hora de morir (como preguntaba Rosario Castellanos) encuentro en la obra universal, literaria, histórica, editorial de José Emilio casi todas las respuestas.