domingo, 19 de marzo de 2017

Trances y trasiegos de la crónica mexicana reciente

19/Marzo/2017
Jornada Semanal
Jezreel Salazar

No es fácil encontrar una práctica social que muestre mejor que la crónica las interacciones que existen entre escritura y realidad. Esto quizá se deba a su ambivalente condición, al mismo tiempo referencial y subjetiva, informativa pero también experiencial. La crónica es un género que hace de la representación de las transformaciones del mundo su quehacer básico, pero a diferencia de la historia transmite la experiencia volviendo vívidos los sucesos, construyendo una retórica de la presencia que recrea, desde un punto de vista subjetivo, lo que le ocurre a una sociedad. Registrar el presente (narrarlo y describirlo), pero al mismo tiempo valorarlo críticamente, parece ser lo que caracteriza no la forma de la crónica sino su voluntad testimonial. Esta impronta no ha sido, sin embargo, la misma a lo largo del tiempo.
Cuando Carlos Monsiváis se propuso hacer la historia mexicana de las mudanzas padecidas por el género, buscó sus raíces en la Crónica de Indias, delineando un proceso marcado por el progreso civilizatorio. Ya desde su título, el ensayo “De la Santa Doctrina al Espíritu Público”, traza un telos optimista, que va de la crónica como arma de conquista, ejercicio del poder y negación de la otredad, hasta la perspectiva de un género que critica toda forma de dominación o exclusión, registra la liberalización de las costumbres y busca aproximarse a la comprensión de aquellos que se hayan en un margen social o cultural. Según Monsiváis, los conservadores “perdieron la batalla por el género”, de modo que la crónica adquirió alma liberal.
Durante más de tres décadas, ese modelo de periodismo detentado por Monsiváis, Elena Poniatowska, Vicente Leñero o Julio Scherer, funcionó de manera puntual. La crónica se desarrolló de la mano de nacientes espacios para la libertad de expresión (Excélsior, Unomásuno, La Jornada, Proceso…) que contribuyeron a sustentar el periodismo como actividad ajena al Estado e implicó un proceso de democratización de bienes culturales, vinculados a la masificación de la educación superior y a una ideología liberal. Además, el género ejerció labores de denuncia y reescritura de la historia oficial recuperando verdades borradas y estableciendo contramemorias críticas; permitió concebir el espacio nacional como espacio no unívoco, sino heterogéneo, remarcando diferencias y disidencias; y discutió el elitismo de la ciudad letrada y la supuesta autonomía de la creación artística, sosteniendo que la escritura literaria no podía estar separada de la arena pública. Toda una nueva generación de cronistas (José Joaquín Blanco, Jaime Avilés, Hermann Bellinghausen, Emiliano Pérez Cruz, Alma Guillermoprieto, Juan Villoro o Fabrizio Mejía Madrid) continuaron esta labor: construyeron imaginarios colectivos en torno a los cuales podían pensarse proyectos de nación alternativos; reordenaron imaginariamente los espacios urbanos que socialmente se hallaban escindidos; visibilizaron lo anónimo, lo ignorado y lo que parecía insignificante, creando una suerte de épica de lo trivial que discrepaba de las prácticas normativas hegemónicas (tanto en lo cultural como en lo político).
No obstante, en años recientes la crónica ha sufrido diversos trances y trasiegos que han desmantelado las certidumbres sobre las que se sustentaba el género. Las políticas de corte neoliberal, el fracaso de la transición democrática, la erosión de la visibilidad pública del intelectual, el regreso de la censura, el financiamiento desmesurado de los aparatos de comunicación social y la crisis institucional generalizada, han limitado el proyecto ideológico que había sostenido al género. Al mismo tiempo que gana espacios, atención y reconocimiento (cada vez hay más becas, antologías y premios centrados en diversas formas de periodismo narrativo), el principio de esperanza que se hallaba detrás de la crónica parece haber sido sustituido por la incertidumbre y la desazón propias de las inseguridades que habitan y definen al país. Si uno lee los textos de cronistas como Marcela Turati, Diego Enrique Osorno, Luis Guillermo Hernández o Alejandro Almazán, se percata que la dimensión pública del género sigue vigente, pero su ideología política ha dejado de sustentarse en una estética que propone al texto como espacio democratizador, incluyente y plural que ciudadaniza al lector. El telón de fondo tiene que ver con el desmantelamiento tangible de tejido social, el embate contra certezas y proyectos colectivos, así como con la crisis de ciertas ficciones que permitían la ilusión de un proyecto de modernización social, político y cultural. Hoy el liberalismo no puede ocultar sus límites, los discursos que habían privilegiado a la sociedad civil no encuentran asideros confiables y la disolución de lo nacional como proyecto viable es parte central de nuestras narrativas cotidianas.
Por ello hay un desplazamiento del campo de interés de lo cronicable: lo mejor del periodismo actual se encuentra en los textos que remiten al campo de la violencia, la nota roja y el crimen organizado, y de manera marginal en la crónica de viajes. Antes, se prestaba atención a otros fenómenos: personajes excéntricos, movimientos sociales, cambios en las costumbres, cultura popular. En los últimos años, las crónicas más iluminadoras son las que concentran su atención en el desmantelamiento de las instituciones, el abismo de la impunidad y la violencia sobre una sociedad cada vez más desamparada y desprovista de derechos. Aquí pienso, por supuesto, en los textos de Sergio González Rodríguez, Magali Tercero, Ricardo Ravelo, Carlos Velázquez o Fernanda Melchor. Asimismo, en los años recientes, Ciudad de México deja de ser el espacio privilegiado para narrar lo social. Existe una diseminación del género hacia otras regiones, sobre todo las afectadas por la violencia abierta, lo que modifica la tradición centralista del género, visibilizando márgenes antes poco atendidos.
Aunado a lo anterior son fundamentales las condiciones materiales en que se escribe hoy periodismo: México es actualmente uno de los países más peligrosos para el oficio. Además de las decenas de periodistas asesinados y desaparecidos, en la última década se han producido diversos ataques a instalaciones de periódicos y radioemisoras, y las amenazas contra reporteros y corresponsales no dejan de aumentar y de multiplicar la autocensura. Las nuevas plataformas digitales, por su parte, han provocado una crisis en el esquema de negocios de la prensa escrita, de modo que los criterios editoriales se han debilitado y los espacios de publicación de la crónica han debido cambiar. No sólo ha envejecido el formato en que se publicaron crónicas clásicas (periódicos, revistas, suplementos), sino que el lector de este tipo de textualidad ya no es el mismo: la emergencia de revistas especializadas en crónica (como Etiqueta Negra, Gatopardo, El Malpensante, FronteraD, Revista Anfibia), el surgimiento de portales noticiosos en línea que fomentan formas del periodismo independiente y la aparición de libros con crónicas que no fueron publicadas previamente en un medio periodístico, dan cuenta de las mutaciones en la circulación del género.
Todas estas novedades han modificado la forma misma de la crónica y son visibles en sus estrategias de escritura. Ignacio Sánchez Prado ha analizado el modo en que los nuevos cronistas enfatizan una perspectiva más individual y afectiva sobre las estéticas comunitaria, plurales y polifónicas previas. Por su parte, Juan Carlos Aguirre, al estudiar crónicas sobre la violencia, afirma la reducción del carácter epistemológico del género: los peligros de escribir periodismo en México y la necesidad de proteger a las fuentes, han acentuado los recursos del anonimato y la anécdota y, con ello, han limitado la precisión documental. Estos cambios son complejos y contradictorios, pues al mismo tiempo que observamos cómo, frente a la coerción política o criminal, la crónica reacciona ficcionalizándose, también puede apreciarse el fenómeno opuesto: el género deja de remarcar su carácter literario (acaso porque la estetización formal resulta innecesaria cuando ha ganado ya un lugar al interior del campo literario). Por eso mismo, en nuestros días son visibles líneas cercanas a la crónica que han reforzado su perfil informativo: el periodismo de investigación parece vivir un auge y los procesos judiciales que deben enfrentar los periodistas (otra forma de censura) ha llevado a gente como Lydia Cacho, Sanjuana Martínez o Jenaro Villamil a remarcar su “credibilidad” a partir del dato exacto y el respaldo documental.
Rossana Reguillo afirma que la crónica sustituyó al melodrama como matriz cultural, instalándose como forma de relatar “lo crónico” (que en nuestro caso sería el fracaso del proceso modernizador). Esto quizá explique otro fenómeno ligado a la crónica de los últimos años: la manera en que ha conjugado militancia y discusión ética. Un ejemplo clave es la organización Periodistas de a pie, que ha hecho múltiples esfuerzos por otorgarle un sentido ético al oficio (desde establecer protocolos de seguridad y manuales para escribir sin discriminación, hasta generar foros para discutir los límites de la libertad de expresión o crear redes para proteger a periodistas perseguidos). Importa remarcar su propuesta de narrar la guerra no desde el sinsentido y la espectacularización de la violencia, sino desde la dignidad de quienes la padecen, “con el fin de encontrar la reserva moral” que posee el país. Vemos ahí un periodismo que se conmueve y se compadece de los efectos perversos que tiene el poder sobre seres humanos que aparentan ser víctimas y victimarios, pero que padecen por igual (aunque no del mismo modo) el horror de nuestro tiempo. Un ejemplo clave de lo que digo es el sitio cadenademano.org, un trabajo periodístico coordinado por Daniela Rea y construido a partir de entrevistas a soldados que participaron en ejecuciones extrajudiciales. En un tiempo en donde los procesos de construcción y circulación de la verdad resultan muy delicados, los nuevos cronistas escriben desde la incertidumbre, pero también desde la compasión. El género no es el mismo, ni ofrece un futuro feliz, pero sigue registrando, desde la complejidad moral, las transformaciones de su tiempo 


En el centenario natal de Juan Rulfo: homenaje de la Filey en Yucatán

19/Marzo/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

Para sacar provecho a Rulfo hay que escarbar mucho, como para buscar la raíz del chinchayote. Rulfo no crece hacia arriba sino hacia adentro. Más que hablar rumia su incesante monólogo en voz baja, masticando bien las palabras para impedir que salgan. Sin embargo, a veces salen. Y, entonces, Rulfo revive entre nosotros el procedimiento de ponerse a decir ingenuamente atrocidades, como un niño que repitiera las historias de una nodriza malvada. Todo empieza con la canción de la pitaya a la que Rulfo le tiene muy buena voluntad y le chispea en los ojos, verde, como la milpita tierna que a veces despunta allá, en la barranca de Apulco donde se crió:

“En la cárcel de Celaya

estuve preso y sin delito

por una infeliz pitaya

que picó mi pajarito;

mentira no le hice nada,

ya tenía su agujerito.”

Allí ’onde raya Rulfo, ¿quién raya? Naiden. Y, ¿después de naiden? Más naiden. Porque así como lo ven, todo engarruñado y escuálido, la mirada huidiza y desconfiada, Rulfo ha escrito dos libros: El llano en llamas y Pedro Páramo. Esas 325 páginas rayaron de una vez por todas la literatura mexicana.

“Hermosa flor de pitaya

blanca flor de garambullo.”

–Juan, ¿por qué cantas eso?

–Por infeliz.

–Infeliz la pitaya, ¿no, Juan?

–También yo.

–Infeliz Pedro Páramo, ¿no, Juan?

–Ese sí fue un desgraciado.

Por algo Pedro Páramo se llamaba Los murmullos, porque eso es lo que se oye en toda la novela, un rumor de ánimas en pena que vagan por las calles del pueblo abandonado. Rulfo se parece a esos hombres temerarios que aceptan la cita del fantasma y se ponen a hablar con él a medianoche: En nombre de Dios te digo, si eres de este mundo o del otro, y que luego amanecen medio atarantados, todavía con el temblor del miedo sacudiéndoles el cuerpo y sin ganas de conversar ya con los vivos. El propio Rulfo tiene mucho de ánima en pena, y sólo habla a sus horas, en esas horas de escritor serio y callado, tan distinto de todos aquellos que no dejan escapar la menor oportunidad de ser inteligentes. A Rulfo no le gusta hablar de sí mismo, porque se ha dado por entero a las voces de su pueblo, a los murmullos de Comala que todos los días se abren paso en él, trabajosa y torpemente, porque Rulfo apenas les ayuda a expresarse, los tira a media calle a ver si logran atravesarla, los avienta en un petate y los ataranta de calor hasta que dan la última bocanada. Todas las tierras de Rulfo parecen zonas de desastre abatidas por la sequía. Los personajes titubean, buscan poco a poco su lenguaje de labriego, sus duras palabras de piedra y de lodo, traduciendo otra vez el alma humana, repitiendo sus giros, insistiendo en la idea fija: malos y buenos en la inocencia de su índole a medias cortesana y salvaje.

Rulfo siempre tiene un aire de poseído, y a veces se percibe en él esa modorra de los médiums: anda a diario como sonámbulo cumpliendo de mala gana los menesteres vulgares de la vida despierta. Con el oído atento, deja pasar todos los ruidos del mundo, en espera del mensaje preciso, de la palabra que otra vez ha de ponerlo a escribir, como un telegrafista en espera de su clave. En sus cuentos han hablado muchas almas individuales, pero en Pedro Páramo puso a hablar a todo un pueblo, las voces se revuelven una con otra y no se sabe quién es quién. Mas no importa. Las almas comunicantes han formado una sola: vivos o muertos, los personajes de Rulfo entran y salen por nuestra propia alma como Pedro por su casa.

–¿Y Efrén Hernández, Juan?

–Ese, lo sabes bien, ya murió.

–¿Y Cleofas?

–También.

–¿Y Agustín Yáñez?

–Murió. ¿Por qué me lo preguntas si ya lo sabes?

–Pero tú estás vivo y tú eres un gran escritor.

–Pues yo siento que soy un pobre diablo, así es el sentimiento que tengo; soy todo deprimido y marginado.

Foto
Juan Rulfo nació en Sayula, Jalisco, el 16 de mayo de 1917, y falleció en la Ciudad de México el 7 de enero de 1986Foto Luis Humberto González
–Eres más ocurrente que eso, Juan.

–Eso sí, tengo mis ocurrencias. Pero lo que no me gusta es la gente, hablar en público, no me siento bien, nada bien. Me entra el pánico, me deprimo mucho, por eso te digo que soy deprimido, me entra la depresión baja y siempre tengo la presión baja, entonces me entra una depresión más baja que la depresión.

En 1970, cuando le dieron el Premio Nacional de Literatura, produjo con su voz cascada un discurso totalmente rulfiano: No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre era una pura nada. No algo, ni cualquier cosa, sino una pura nada. Y yo me siento así en este instante; quizá porque conociendo lo flaco de mis limitaciones jamás elaboré un espíritu de confianza; jamás creí en el respeto propio.

Allá en Comala he intentado sembrar uvas; no se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces.

Para eso de las entrevistas, Rulfo es como los arrayanes y los naranjos que se dan en Comala. Cuando le hice la primera pregunta, en enero de 1954, me quedé media hora esperando la respuesta. Me miraba lastimosamente como miran esos perros a quienes se les saca una espina de la pata. Y al fin comencé a oír la voz de los que cultivan un pedazo de tierra seco y ardiente como comal, áspero y duro como pellejo de cava.

Eso fue hace 63 años. Rulfo era gordito y a él –el árbol escueto de El llano en llamas– le gustaban mucho los sabinos del Paseo de la Reforma. Después se hizo famoso y eso ya no le gustó tanto, porque la fama ataranta. Pero en esos años, cuando caminaba por las calles de Tíber, de Duero, Ganges, Nazas y Guadalquivir (el Fondo de Cultura Económica estaba en la calle de Pánuco) no se le veía por ningún lado la tristeza. Luego se hizo el escritor más triste de todo el continente latinoamericano, de la Patagonia a Alaska, y nosotros, años después, hemos seguido arropándolo para poder conservar esa gran tristeza que hace de él un ánima en pena, la de Pedro Páramo, cayéndose como montón de piedras sin Susana San Juan, la de las mujeres enlutadas de Anacleto Morones, la de la niña Tacha que pierde la vaca en Es que somos muy pobres, la de nuestro presente ahora mucho peor que antes, la del migrante fracasado en su Paso del norte.

Como Pedro Páramo, Rulfo camina entre la sequía y es hombre de pocas palabras, árido, hosco, desalentado. Porque a Rulfo todo parece desalentarlo, la vida, los honores, el trato con los demás y sobre todo las entrevistas. Yo creo que desde siempre se siente extraño, no sólo en la capital sino en el mundo. Y es que salió de una barranca muy honda, la de Apulco, y de allí también, con mucho trabajo, fue sacando los recuerdos y desde entonces, al hilvanarlos en dos libros prodigiosos, algo se le desacomodó por dentro, quizás el alma.

Yo vivo muy encerrado siempre, muy encerrado. Voy de aquí a mi oficina y párale de contar. Yo me la vivo angustiado. Yo soy un hombre muy solo, solo entre los demás. Con la única que platico es con la soledad. Vivo en la soledad. Ya sé que todos los hombres están solos, pero yo más. Me sentí más solo que nadie cuando llegué a la Ciudad de México y nadie hablaba conmigo, y desde entonces la soledad no me ha abandonado. Mi abuela no hablaba con nadie, esa costumbre de hablar es del Distrito Federal, no del campo. En mi casa no hablamos, nadie habla con nadie, ni yo con Clara ni ella conmigo, ni mis hijos tampoco, nadie habla, eso no se usa; además, yo ni quiero comunicarme, lo que quiero es explicarme lo que sucede y todos los días dialogo conmigo mismo mientras cruzo las calles para ir a pie al Instituto Nacional Indigenista, voy dialogando conmigo mismo para desahogarme; hablo solo. No me gusta hablar con nadie.

–Como le haces al cuento, Juan.

–Hace mucho que no los hago.

sábado, 18 de marzo de 2017

Juan Rulfo en el cine

18/Marzo/2017
Laberinto
Roberto García Bonilla

I
El cine fue esencial para Juan Rulfo (1917-1986) desde los años del orfanatorio Luis Silva, en Guadalajara (1927-1932), cuando los domingos abandonaba la reclusión. Su hermana Eva recordaba que no le gustaba jugar: “se la pasaba hecho bolita en un equipal. Todo el día leía, y mi abuela Tiburcia determinó: este muchacho tiene vocación de padre”.[1]

Una huelga estudiantil, que se prolongó por casi dos años, le impidió estudiar en la Universidad de Guadalajara; entonces ingresó al Seminario Conciliar del Señor San José de la arquidiócesis de Guadalajara, donde fue admitido en el segundo grado, tal vez porque ya estaba por cumplir 16 años. En esa época, sobre todo después de interrumpir su vida como seminarista por reprobar el tercero de Latín, comenzó a tomar fotografías, ganando incluso premios en la revista Jueves de Excélsior y El Informador. “Tenía una camarita Agfa de cajoncito —evocó el escritor—. Me costó once pesos de segunda mano. El revelado y las impresiones me las hacían en los laboratorios Julio, en Guadalajara. Estaban frente al cine”. No hay duda, como ya lo han establecido algunos estudiosos como Beatrice Tatard y Eduardo Rivero, que la práctica fotográfica preliteraria de Rulfo tuvo estrecha relación con su proyecto escritural.[2] Por más que repitiera que la literatura era un pasatiempo que compartió con su otra “gran afición, la fotografía”, la fotografía (cuyos componentes esenciales son la luz, el movimiento y la composición) sirvió como contrapunto de la escritura.[3]


Tres lustros más adelante, ya en la Ciudad  de México, le escribía a su novia, Clara Aparicio, sobre películas como La escalera de caracol, de Robert Siodmark; Larga es la noche, de Carol Red; ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra; y Siempre te he amado, de Frank Borzaga. También conoció actores y actrices en las reuniones, las tertulias y fiestas entre intelectuales y creadores de la república de las letras o del ámbito de la fotografía, donde era un personaje conocido, aunque se le imponía la reserva y con frecuencia ocultaba que era escritor.

II
A la distancia se puede advertir que el reconocimiento de Rulfo como escritor emergió de manera paulatina y rotunda.Pedro Páramo había llegado a Europagracias a la traducción de Mariana Frenk,  los  textos de Carlos  Fuentes (enL’Esprit des Lettres, 1955) y del vasco Carlos Blanco Aguinaga, cuyo ensayo “Realidad y estilo de Juan Rulfo” (publicado, medio año después que la novela, en el primer número de laRevista Mexicana de Literatura) fue la mayor referencia de la crítica rulfiana a lo largo de, por lo menos, tres lustros. En España, sin embargo, un comité censor, encargado de dictaminar Pedro Páramo, la prohibió “en bloque y sin apelación posible”, el mismo año de su publicación (1955).

Rulfo se propuso diversificar su proyecto creativo, quiso integrar su sapiencia y oficio como fotógrafo y escritor al ámbito cinematográfico. Inmediatamente después de publicar su libro de cuentos El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo incursionó en el cine: entre finales de 1955 y principios de 1956 estuvo en la filmación de La escondida de Roberto Gavaldón (1909-1986) a partir de un guión de la novela de Miguel N. Lira escrito por José Revueltas y Gunter Gerzso donde fungió como “supervisor de verosimilitud histórica”. Entretanto, realizó retratos de María Félix, Pedro Armendáriz, Jorge Martínez de Hoyos y Miguel N. Lira.

Meses después, Gavaldón y Rulfo tomaron su cámara para filmar y capturar instantes de acciones o gestos en la realización del documental Terminal del Valle de México. Paulina Millán observa el vínculo entre la fotografía fija y en movimiento, “pero sobre todo en el posicionamiento de la cámara”. Ambos recorrieron las terminales y “sobre los techos de los vagones en movimiento se situaron. […] Juntos sobrevolaron en helicóptero o avioneta la Ciudad de México, los patios de Nonoalco y la Terminal del Valle de México”.[4] Rulfo utilizó la infraestructura de los elementos técnicos de la filmación del documental para realizar cerca de 140 fotografías de los trenes y las  estaciones de ferrocarril, en cuyo segundo plano destaca el horizonte urbano o rural.[5]

Sin trabajo estable, Rulfo se ganaba la vida haciendo guiones y adaptaciones comerciales. También fungió como supervisor en las filmaciones, labor que en la década de 1950 la Secretaría de Gobernación solicitaba para evitar escenas que dieran una imagen denigrante de México. El escritor Jorge Ferretis, director de Cinematografía, pidió a colegas del ámbito de las letras que realizaran estas funciones. Entre ellos estaban, además de Rulfo, Elena Garro, Archibaldo Burns, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Emilio Carballido y Xavier Villaurrutia. Sobre su trabajo como supervisor, Rulfo recuerda: “Se supone que tenía que vigilar que todos los indios, los campesinos que salieran en la pantalla, llevaran huaraches, para que no fuera a pensar la gente que en México andan descalzos, y terminaba haciendo que les compraran huaraches a todos los del pueblo”. Fernando Benítez llegó a recordar que Rulfo fue dictaminador de guiones e inspector de filmaciones extranjeras. Como guionista, el escritor jalisciense participó en Paloma heridaoriginalmente Río arriba (1962), con argumento de Emilio El Indio Fernández. El investigador Eduardo de la Vega la considera una “grotesca” y “decadente” película en la que el nombre de Rulfo aparece en los créditos en calidad de co-guionista.

III
En El gallo de oro y otros textos para cine aparece el texto que sirvió para el cortometrajeEl despojo, de un poco menos de un cuarto de hora de duración, dirigido por Antonio Reynoso (1960). Es el primer experimento de ficción aleatoria observa Jorge Ayala Blanco que concibió el cine mexicano independiente: “Juan Rulfo iba imaginando incidentes y urdiendo diálogos sobre la marcha, durante el rodaje, en el inminente hacerse y deshacerse de la materialidad ficcional”. 
El texto de La fórmula secreta (o Coca Cola en la sangre, 1964)leído en off por Jaime Sabines, se dice que fue escrito por Rulfo cuando ya se había filmado la película, dirigida por Rubén Gámez. Este  mediometraje con premios en el Primer Concurso de Cine Experimental como Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Edición y Mejor Adaptación Musical se ha considerado una de las seis mejores películas del cine mexicano: es una sorprendente fusión y coexistencia de temas esenciales para Rulfo: el mundo rural y la Ciudad de México desde la alienación y la explotación de campesinos y obrerosa los que se añade la irrupción del American way of life. Imágenes delirantes se sobreponen cíclicamente: el Zócalo capitalino, paisajes rurales yermos, imágenes de campesinos que ascienden un cerro, una transfusión de Coca Cola como si fuera sangre. Son diez episodios —como los llama Jorge Ayala Blanco con diversas anécdotas: flashazos sobre imágenes en la iglesia de Tonantzintla, un hombre cargado en un camión de redilas como saco de papas, una madre que bendice a su bebé, un jinete que transita por el Centro Histórico de la capital y persigue a un hombre que camina por la solitaria calle hasta que lo enlaza y lo azota contra la banqueta, un hombre que degüella y destaza a una res (con intermitencia se ve cómo brota y se desliza la sangre del animal, cuya mirada es la de un ángel mancillado; al fondo se observa a una pareja fogosa que se besa).

El ensueño de manera natural se poetiza por la estructura del texto de Rulfo y se intensifica entre la salmodia y el drama con la sonoridad de la voz de Sabines. El textoversificado por Carlos Monsiváis— está en yuxtaposición con las imágenes del ángel con mirada suplicante. El texto de Rulfo se escucha paródico (“Ánimas benditas del purgatorio/ ruega por nosotros/ tan alta que está la noche y ni con qué velarlos/ ruega por nosotros”). La sucesión de imágenes y la narración poética se complementan y parecen haber sido concebidas de manera simultánea. 

Ciertamente, como ha precisado Ayala Blanco, de los diez episodios de los cuales se conforma la película, solo dos tienen texto. Es sorprendente, casi inefable, observar cómo Gámez crea un mundo vinculado no por una continuidad de tiempo y espacio, sino por hilos y jirones de remembranzas del mundo infantil y afectivo de Rulfo, sin dejar fuera elementos como la soledad, la miseria; en suma, la desolación y la pérdida. Es el extravío y la fragmentación de la existencia, que el escritor traslada a la estructura con ausencia cronológico-lineal del tiempo y el espacio, advertibles de modo particular en Pedro Páramo. El tiempo es circular y la invención nace en el habla, partiendo de imaginarios visuales de nuestra cultura rural a partir de los campesinos del Bajío y se generaliza como el habla del campesinado mexicano. Se añadieron imágenes del centro del país y de personajes citadinos provenientes del proletariado.

En La fórmula secreta el universo es cíclicamente cerrado. La utilización de la música de Vivaldi (además de la de Stravinski y Leonardo Velázquez) crea una atmósfera aún más etérea que espiritualiza las escenas y paradójicamente también las torna agrestes. Es una suerte de réquiem fugaz en la terrenalidad, pero solo en un tiempo anímico. Hay un choque entre la aspiración enaltecedora y el desmoronamiento de las estructuras convencionales (sociales e ideológicas) del mundo.

“El gallo de oro”, texto que da nombre al libro, es el más extenso. Los lectores esperaron 24 años, después de Pedro Páramo, gracias a la persuasión del pintor, editor y diseñador Vicente Rojo,[6] quien venció las reticencias del escritor que hablaba muy mal de su texto. Ya Mariana Frenk-Westheim recordó que Rulfo le comentó: “lo escribí sobre las rodillas”.[7]
Este texto es, en rigor, la segunda novela del escritor de Apulco, aunque en 1980 se publicó con apariencia de guión de cine por Ediciones Era. Así se explica que incluso los lectores especializados dieran poca importancia al texto que Rulfo entregó al productor Manuel Barbachano. Lo había elaborado entre 1962 y 1964.

En uno de los momentos más complejos de su vida, Rulfo comentó a José Emilio Pacheco en una entrevista ya célebre (1959): “Hace tres años el cine asesinó mi cuento ‘Talpa’, lo despedazó en una película abominable. La posición ideal ante el cine es la del gran escritor cubano Alejo Carpentier. Vendió sus tres novelas, El reino de este mundoLos pasos perdidosEl acoso, y se encargó de la supervisión. Así la obra queda en libro y pasa a un público vastísimo mediante imágenes que el propio novelista ha vigilado”. 

Ahora se tienen más detalles sobre la estrecha colaboración entre Rulfo y Gavaldón antes de la filmación de El gallo de oro. El director convivió con el escritor y tuvo oportunidad de conocer temas que distinguieron su literatura (la pobreza, la pérdida, la búsqueda de lo propio). El azar se concentra en los protagonistas: Bernarda Cutiño La Caponera, una cantante en palenques y ferias. Y Dionisio Pinzón, un gallero que se enriquece de la noche a la mañana: proviene de la precariedad que padece cualquier pregonero. A decir por los borradores de la novela, publicados en Cuadernos de Juan Rulfo en 1994, este nombre es casi idéntico al del protagonista de la mítica novela La cordillera, de la cual existe, incluso, una reseña. Cuando estaba a punto de irse a la imprenta, Rulfo la recogió de la editorial (FCE).

La versión de Gavaldón tuvo a Lucha Villa e Ignacio López Tarso como protagonistas. La fotografía fue de Gabriel Figueroa y no es coincidencia que también haya participado enLos olvidados (1950) de Luis Buñuel y en la primera adaptación de Pedro Páramo, dirigida por Carlos Velo (1967). ¿Por qué Gavaldón terminó haciendo una película complaciente, por qué si Rulfo tenía experiencia como fotógrafo de cámara fija y, además, sabía los detalles que había que cuidar las imágenes, admitió una película tan complaciente, sobre todo, para la taquilla? ¿Por qué no se tradujo la experiencia, la amistad entre Rulfo y Gavaldón en un versión más sobria, realista y menos festiva?

Bernarda Cutiño es, junto a Susana San Juan, el personaje más indómito de la obra rulfiana: su irreverencia, su instinto de emancipación y la libertad sexual alcanzan la subversión. Al amor imposible de Pedro Páramo le costó pasar de la cordura a la locura, desde donde se manifestó sin la discreción que las mujeres debían mantener. A La Caponera, la libertad, la insumisión y el desapego de los hombres, la llevan a la errancia sin concesiones. Ese anhelo de libertad sin límites la vuelve víctima de la pasividad y el aislamiento que le exige estar junto a su marido para que gane las partidas de juegos de azar. Termina así por fungir como amuleto, pero la pasividad y la vida sedentaria aceleran su alcoholismo. Se queda dormida y muere mientras el gallero intenta, ya en la ruina, reponerse de las pérdidas.
El gallo de oro de Roberto Gavaldón (1964) es una película fallida. Está inmersa en el folclorismo superficial, en el encuadre de la tarjeta postal de un México rural idealizado, los azules firmamentos en esplendor del campo mexicano de Gabriel Figueroa, la feria y los palenques aseados, las vestimentas límpidas de los transeúntes. Y un Dionisio Pinzón (Ignacio López Tarso), benigno e ingenuo. La Caponera (Lucha Villa) es la plenitud candorosa que concentra una desequilibrada atención en la película, al interpretar canciones de José Alfredo Jiménez. Es evidente que también se quería proyectar aún más su carrera como cantante del género ranchero.
 
El gallo de oro, antes de ser el texto que Rulfo entregó a Barbachano Ponce para su utilización como guión y cuya adaptación final realizaron Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes—, era una novela corta, El gallero, escrita entre 1956 y 1958: “la terminé, pero no la publiqué porque me pidieron un scriptcinematográfico y como la obra tenía muchos elementos folclóricos, creí que se prestaría para hacerla película [dijo Rulfo a Luis Leal en 1962]. Yo mismo hice el script, sin embargo, cuando lo presenté me dijeron que tenía mucho material que no podía usarse. El material artístico de la obra lo destruí. Ahora me es casi imposible rehacerla”.[8]Sobre el proceso de adaptación del texto, Miguel Barbachano Ponce anotó: “Vi a Juan por vez primera en mi vida acurrucado en la búsqueda de la inspiración. […] Recuerdo que escribía en un magro cuaderno de hojas imprecisas algún párrafo que vendría a redondear una página más de El gallo de oro, guión que trabajaban en un cuarto vecino Carlos Fuentes, Gabo García Márquez, Carlos Velo y mi hermano Manuel”. Y el propio Rulfo declaró alguna vez: “Recuerdo que García Márquez, quien estaba trabajando en la adaptación de El gallo de oro, renunció cuando pensó que estaba traicionando el libreto. Fue un acto muy honesto el suyo”.[9] El autor de Cien años de soledad, por su parte, evocó el texto que le dieron: se conformaba de “16 páginas, muy apretadas en un papel de seda que estaba a punto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. […]. El lenguaje no era tan minucioso como el resto de la obra de Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel volaba por todo el ámbito de la escritura”.[10]

La versión de Arturo Ripstein de “El gallo de oro”, El imperio de la fortuna (1985),protagonizada por Ernesto Gómez Cruz y Blanca Guerra, entrega un Dionisio bravucón, fanfarrón y rencoroso, y una Caponera bravía, incólume y torturada. Es una versión más cercana a la atmósfera que rodea al texto rulfiano. Alcanza una sordidez que sombrea con áspero realismo la vida rural mexicana. Fiel a sus principios, Ripstein, como en casi toda su filmografía, deja ver sobre todo la maldad irremediable de la condición humana, que vive condenada entre instantes aciagos y culpas siempre inexplicables. Creemos que si Rulfo la hubiera visto no se habría decepcionado. No deja de ser cierto que hay momentos en que el infortunio alcanza lo esperpéntico. La historia es un drama que se libera en la figura de La Pinzona, que seguirá los pasos nómadas y sin destino de su madre, La Caponera. La adaptación del guión de Paz Alicia Garciadiego es sobria, respetuosa del texto, y confiere elementos descriptivos que enriquecen, para empezar, el entorno de San Miguel del Milagro.
IV
La brevedad de la obra de Rulfo es inversamente proporcional a la cantidad de adaptaciones que se han hecho a sus textos, no solo desde la literatura sino a partir de disciplinas tan disimiles como el teatro, la música, la danza y el cine. La primera adaptación de una obra de Rulfo fue, como ya se ha visto, de “Talpa” (La manda. Con este nombre existe un ballet del coterráneo de Rulfo, Blas Galindo, de 1951). Es la primera adaptación al cine y se estrenó en 1955, el mismo año de publicación de Pedro Páramo. Entre ese año y el 2000, consigne cerca de medio centenar de obras (largometrajes, mediometrajes, cortometrajes, videos, además de producciones para televisión y documentales alrededor del escritor; no se incluyen los espectáculos escénicos ni las obras de teatro). 

Habrá que mencionar, al menos, algunas producciones cinematográficas como El rincón de las vírgenes (1972) de Alberto Isaac; la segunda versión de la novela de Rulfo: El hombre de la Media Luna (1976) de José Bolaños, y de él mismo, Que esperen los viejos(1976); Tras el horizonte (1984) y Los confines (1988), de Mitl Valdés; Nepomuceno Juanito (1991) de Jorge Bolado; y Tequila de Rubén Gámez (1991). 

La investigadora Gabriela Yanes Gómez, quien realizó un recuento pionero sobre la filmografía en torno a Rulfo (1996), observó que “las producciones independientes universitarias o académicas son las que con mayor imaginación se han acercado a la obra de Rulfo”.[11] Este aserto, con algunas excepciones, se sigue probando. 

A modo de conclusión a este breve seguimiento alrededor de cuanto la obra y la persona de Juan Rulfo han llevado al cine (no debe olvidarse la aparición de Rulfo, como jugador de dominó, en la película En este pueblo no hay ladrones —1964— que, basada en un cuento de García Márquez, dirigió Alberto Isaac), se deben observar los trabajos de Roberto Rochín Naya, Jaime Ruiz Ibáñez, Juan Carlos Rulfo y Carlos Velo. Los cortometrajes de Roberto Rochín, Un pedazo de noche (1991) Paso del Norte (1995),son excepcionales por la pulcritud con que los respectivos guiones se ciñen a las obras originales. Además, la recreación de los ambientes y la atmósfera son precisas. Son relevantes, porque estos dos textos son los únicos en los que la Ciudad de México está presente, lo cual no significa que Rulfo haya minimizado su importancia sino que la integra al resto de sus textos de una manera cautelosa. En 2004, Rochín filmó Cleotilde en color  a partir de un borrador del escritor. El reparto era muy llamativo (Pedro Armendáriz Jr. y Ana Claudia Talancón), aunque el resultado no alcanza la profundidad necesaria; los protagonistas denotan cierta impostación. Los tres cortos, ya juntos, aparecieron como largometraje con el nombre de Purgatorio (2010).

Rochín es un preciosista de la imagen, logra que las escenas aparezcan con la naturalidad que las narraciones aun la adaptaciones— lo exigen. Algo semejante ocurre con el cortometraje Agonía (1991), de Jaime Ruiz Ibáñez, quien hace una adaptación libre del texto “Los girasoles”, protagonizado por Arcelia Ramírez e Ignacio Guadalupe: Lucio Muñoz asesina a Pedro Jiménez, que mientras agoniza es recordado por Lucio. Imagina que huye y en su evocación justifica los motivos que lo llevaron a disparar contra el cuerpo de su víctima, que a su vez mancilló el honor de su hermana. Lucio debe limpiar la afrenta porque su madre, antes de morir, le pidió que cuidara y defendiera a la joven. La memoria de la madre, hecha deber, la venganza, la culpa, la violencia y la pérdida son temas que recuerdan a Dolores y Juan Preciado, y al cuento “¡Diles que no me maten!” y, de manera indirecta, a “Talpa”. La atmósfera es elemental y rotunda, con excepción de la armónica que musicaliza y “folcloriza” el ambiente.
Juan Carlos Rulfo, el hijo menor del escritor, entendió muy bien el sentido de la recuperación de la memoria en su padre: la memoria no solo como un archivo histórico sino como un ente que desde la evocación y el recuerdo revitaliza, más aún, reinterpreta, hechos y, con ello, existencias individuales e historias colectivas. En El abuelo Cheno y otras historias (1993) el cineasta va en busca de los rastros de su abuelo que fue asesinado cuando su padre tenía seis años. Y ese hecho marca la vida del futuro escritor. Va hasta la hacienda de San Pedro Toxín y sus alrededores y entrevista a sobrevivientes de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, quienes cuentan cómo vivía, cómo era el hacendado. Lo revelador, junto con el anecdotario, es la recreación del habla; los diálogos y monólogos se vuelven historias de vida que podrían ser historias fantásticas. El cineasta enfatiza cómo hablan, además de cuánto dicen los ancianos. Asimismo, deja ver al espectador las geografías: la topografía, el ambiente y la domesticidad de quienes hablan. Un talente de nostalgia, lejos del sentimentalismo que, en cambio, se atisba, por instantes, en Del olvido al no me acuerdo (1999), la búsqueda de las huellas visibles de su padre, que alterna las declaraciones de amigos y conocidos, así como el recorrido de la madre del cineasta, quien trae al presente instantes significativos de sus encuentros con el joven Juan Pérez Vizcaíno y cómo se convirtió en Juan Rulfo. La intimidad como escenario ambiental es uno de los logros significativos de estas dos cintas. Las sonoridades son muy relevantes para Rulfo. No es fortuito que uno de los nombres previos de la novela de Rulfo haya sido Los murmullos. También es revelador que el personaje central, al concluir la primera parte de la novela, muera, precisamente, por efecto de los murmullos.


V
Se ha repetido que la primera versión cinematográfica de Pedro Páramo, realizada por Carlos Velo, fue un rotundo fracaso. El mismo director admitió que su error fue haberla puesto a consideración de sus colegas. Lo cierto es que el director español se documentó desde muchas perspectivas antes de empezar a filmar la película basada en la novela más importante del siglo XX en México. Había hecho un reconocimiento en todos los ámbitos, aunque también aceptó que hubo escenas fundamentales que al final no pudo filmar ya que se dejó llevar por la opinión del equipo de producción. Las dos escenas aluden a la sexualidad. La primera refiere cuando Pedro Páramo y Susana San Juan, adolescentes, se encuentran en el río: “me parecía importantísimo que Pedro Páramo se acordara toda la vida de aquella Susana San Juan que después se fue con su papá y él se da cuenta que su papá no se la va a dar porque está con ella. Todo eso tiene un fondo precioso de amor tremendo”. La segunda escena se refiere a Donis y su hermana. Son incestuosos: “No es que pensara mostrar el sexo de los dos hermanos, pero sí pensaba en dos cuerpos adolescentes, dos cuerpos inocentes que ni saben que van a hacer el amor”. Pero como la producción postergó la filmación de la primera escena, y al final ya no había tiempo ni tampoco presupuesto, Velo relegó la segunda escena, además de que le insistieron que la censura no se lo permitiría. Velo estaba convencido de que esa primera secuencia le habría dado “una gran belleza a la película”. En un momento en que empezaba la crisis del cine mexicano, se contaban las horas y los días de cuanto se gastaba.

Uno de los errores de la película, más allá de las deficiencias de actuación (con un vacilante John Gavin como Pedro Páramo), fue ceñirse a un realismo que en la novela parecía hiperrealismo esquemático. Cuenta el director que Rulfo le propuso que hiciera la película como documental, “donde los personajes fueran reales”. Rulfo también estuvo en desacuerdo con el guión en el que trabajaron Carlos Fuentes y Manuel Barbachano; en menor medida también colaboraron José Revueltas y Juan de la Cabada. El autor se irritó porque la continuidad que estableció Velo alteraba la historia hasta volverla muy distinta a la del original, pero el director se propuso dar continuidad a Juan Preciado, quien, como Telémaco, va en busca de su padre. Velo aceptó que en la realización también fallaron los cambios de tiempo, debido a que “el tema era largo y el ritmo de la edición era bastante rápido. [...] Esto al público lo confundía y al autor le molestó”.
En perspectiva muy general, algunos de los directores que más se acercan a la esencia de la literatura rulfiana son Antonio Reynoso (en El despojo), Mitl Valdés (en Los confines), Roberto Rochín (en Un pedazo de noche y Paso del Norte), Jaime Ruiz (en Agonía), y desde una perspectiva biográfica, Juan Carlos Rulfo (en El abuelo ChenoDel olvido al no me acuerdo). Sin duda, el caso más sorprendente y en muchos momentos prodigioso es el de Rubén Gámez con La fórmula secreta, y el más cercano el de Carlos Reygadas con Japón (2003). En esta película las huellas de Rulfo son palpables en el abandono, la búsqueda interior, el deseo sexual relacionado con la pulsión de muerte, y desde luego en la fotografía. El espíritu de Juan Rulfo está también en algo que parece inverosímil: cuenta Reygadas que unas imágenes captadas por el escritor —concretamente un cañón fotografiado hace más de cuatro décadas— coincidieron con el lugar de la filmación de Japón.



[1] Juan Antonio Ascencio, Un extraño en la tierra, Debate, México, 2005, pp. 76-77.
[2] Veáse Eduardo Rivero, Juan Rulfo, el escritor-fotógrafo, Universidad de los Andes, Consejo de Publicaciones, CDCHT, Venezuela, 1999, p. 74; Beatrice Tatard, Juan Rulfo photographe, L’Harmattan, París, 1994.
[3] Veáse Béatrice Tatard, “L’imaginaire visuel de Juan Rulfo: synthèse comparative entre iconographie et oeuvre littéraire”, en America, 1999, pp. 175-176.            
[4] Paulina Millán, “Rulfo, entre vías y trenes”, En los ferrocarriles. Juan Rulfo. Fotografías, RM, México, 2014, p. 31.
[5] Ibid., p. 29.
[6] Jorge Ayala Blanco, 1987: 9-17, 117-120, 131-134.
[7] Roberto García Bonilla, 2003b: 8.
[8] Luis Leal, “El gallo de oro de Juan Rulfo: ¿guion o novela?”, en Foro Literario, Montevideo, 1980, p. 35.
[9] Miguel Barbachano Ponce, “Juan Rulfo”, en Excélsior, 15 de enero de 1986, p. 2; Heriberto Fiorillo, La Jornada Semanal, México, 28 de enero de 1996, p. 20.
[10] Gabriel García Márquez, “Breves nostalgias sobre Juan Rulfo”, en Juan Rulfo. Homenaje nacional, INBA, México, 1980, p. 32.
[11] Gabriela Yanes Gómez, Juan Rulfo y el cine, Universidad de Guadalajara-Universidad de Colima, Guadalajara, 1996, p. 13.

sábado, 4 de marzo de 2017

Como los matrimonios viejos

Primavera/2017
Luvina
Eduardo Antonio Parra

Cada vez que pienso en mis nexos de lector con la obra de Juan Rulfo me invade una mezcla de sensaciones cuyos ingredientes son la perplejidad, el ridículo, el cariño, la admiración absoluta y el orgullo. Supongo que a otros lectores les ocurre lo mismo. Me refiero, por supuesto, a lo de la mezcla de sensaciones, no a los elementos que la integran, pues éstos tienen más que ver con experiencias personales, con la biografía y el carácter de cada quien, que con la obra en sí. Toda obra de arte genuina, no importa el género al que pertenezca, es capaz de despertar en quien la contempla, la lee o la escucha una serie de emociones y sensaciones diversas, en ocasiones incluso contradictorias, que se relacionan de modo íntimo con el momento, o los momentos de vida por los que atraviesa el espectador. Y si la relación es larga, es decir, si los acercamientos a dicha obra se repiten a lo largo de los años —como me ha ocurrido con Pedro Páramo y El llano en llamas—, se establece una suerte de convivencia semejante a la de los matrimonios viejos: han experimentado todos los estados de ánimo, han transitado de la felicidad al sufrimiento y viceversa, han caído en la costumbre para revivir de cuando en cuando momentos de intensa alegría y al final consiguen convivir en santa paz. Este año Juan Rulfo cumple un siglo de haber nacido. Su obra acaba de rebasar las seis décadas. Mi relación con ella, como lector, lleva alrededor de treinta y cinco años. Se inició, como quedó anotado más arriba, a través de la perplejidad.

Creo que Juan Rulfo ha derramado
su influencia mucho más por el norte de México
que por el resto del país

Acababa de terminar la secundaria y me hallaba en esa etapa mágica en que la literatura comienza a ejercer su mágica seducción sobre la mente, que exige un nuevo libro apenas se ha llegado a la página final del anterior. Nadie me lo recomendó. Mis maestros de literatura, que se limitaban a seguir un programa mediocre, jamás mencionaron el nombre de Juan Rulfo. Tal vez me atrajo el título al visitar una librería. Acaso fue la portada de Pedro Páramo en la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica: un dibujo garabateado sobre un fondo amarillo cuyas líneas se enroscaban y empalmaban para crear una figura fantasmal. Lo compré y lo llevé a casa. No recuerdo si lo comencé a leer ese mismo día o un tiempo después, pero las que sí se quedaron grabadas en mi memoria para siempre fueron las palabras iniciales de la novela: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». La escena completa de Juan Preciado entablando con el arriero Abundio una conversación misteriosa, enigmática. Y enseguida, al concluir el primer fragmento, la perplejidad: ¿de qué se trata esto? ¿Quiénes son estos personajes? ¿Por qué no sigue la historia? ¿Quién es la que está hablando ahora?
     Con el paso de los años y con nuevas lecturas comprendí que mi primera experiencia en el interior de las páginas de la única novela de Rulfo fue todo menos novelística. Fue, más bien, algo semejante a una lectura poética: no comprendí la historia, me perdí infinidad de veces entre fragmento y fragmento, no sabía a cabalidad de qué me estaba hablando el autor, y sin embargo sabía —intuía— que me hallaba ante algo grandioso, artístico, donde el ritmo de las palabras, su cadencia, su sonido, imantaban mi mirada al grado de no permitirle despegarse de las líneas a pesar de que las imágenes, los diálogos y las escenas se reborujaban en mi cerebro hasta plasmar en él un garabato muy parecido al dibujo de la portada. Recuerdo que al llegar al final, «se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras», cerré el volumen y sentí que había realizado una hazaña: algo así como encontrar la salida de un laberinto tras sufrir interminables instantes de angustia entre sus corredores. Perplejo, pero salí. Poco después, un amigo con muchas más lecturas que yo me preguntó si me había gustado Pedro Páramo. Al responderle que creía que sí, pero que no sabía si la había entendido, dijo: «No hay nada que entender. Todos están muertos. Eso es lo chingón».        
     No fui un lector precoz, como puede advertirse, y mi trato con la literatura mejoró de modo muy paulatino durante la adolescencia. Leía sin conocimiento, sin dirección y casi sin recomendaciones, pero convencido de que con el tiempo podría orientarme entre los libros. Ya en la preparatoria, de vez en vez entraba en la biblioteca —siempre sola— a recorrer los estantes por si había algún título que me atrajera. Fue en una de esas ocasiones cuando me topé con un pequeño volumen firmado por el mismo autor de Pedro Páramo: El llano en llamas. Lo dudé un poco, acaso recordando la perplejidad en que me dejara el primer acercamiento al autor. No obstante, en los meses transcurridos había aumentado mi acervo literario, lo que me decidió a llevarlo a una mesa. Lo abrí. Inicié la lectura y la encontré más sencilla, fluida, comprensible. Una historia que hablaba de los campesinos defraudados por el gobierno durante el reparto de tierras prometido por la Revolución. Al terminar el fragmento la historia dio un giro: ya se trataba de otra cosa. No me sorprendí, había leído Pedro Páramo y sabía que así se las gastaba el autor: solía descoyuntar la línea argumental sin aviso, como poniendo a prueba a los lectores. Ya regresaremos al tema del reparto, pensé. Sin embargo, en cada capítulo de la novela el escenario, los personajes y la trama cambiaban por completo. A medio libro volví a sentirme perplejo. Lo dejé para retomarlo más tarde. El maestro de Literatura Hispanoamericana me vio salir de la biblioteca y me preguntó qué estaba leyendo. A un autor rarísimo, le dije. Juan Rulfo. Me preguntó si leía Pedro Páramo. No, ésa ya la había leído antes, ahora estaba con otra novela de él, El llano en llamas. Pero no conecta ninguno de los capítulos, al menos hasta lo que llevo, unos tratan de algo y otros de cosas distintas, le dije. Sonrió. Luego soltó la carcajada. Me sentí ridículo, y la sensación se fue recrudeciendo en mi interior mientras el maestro me explicaba las diferencias entre una novela y un libro de cuentos, diferencias que, según él, debía haber aprendido desde la secundaria. Cuando regresé a la biblioteca para concluir la lectura del libro la sensación de ridículo me acompañaba y, a pesar de que las historias cortas del autor me impactaron por su fuerza, siguió conmigo durante varios años más, cada vez que pensaba en mi primer acercamiento a los cuentos de Juan Rulfo.
     Quizá las dos experiencias referidas influyeron para que con los años volviera una y otra vez a recorrer las páginas de los dos libros de Rulfo. Tal vez volví a ellos porque durante mis estudios de Letras entendí que se trata de las cumbres más altas de la literatura mexicana. Uno de mis maestros decía que, así como la historia universal se divide en «antes de Cristo» y «después de Cristo», nuestra literatura se divide en «antes de Rulfo» y «después de Rulfo». O acaso siempre releo El llano en llamas y Pedro Páramo porque simplemente no soy capaz de evitarlo: el hechizo de su lenguaje es tan poderoso que me hace sucumbir de nuevo sin remedio. En mi vida de lector con ningún otro título he sostenido tratos tan constantes como con estos dos.
     Recuerdo, por ejemplo, una lectura con cuaderno y pluma al lado, no sólo para anotar las frases más poéticas, sino para dejar registradas mis observaciones acerca de la manera en que inician y concluyen los fragmentos de Pedro Páramo, apuntes que me llevaron a reflexionar sobre la idea de este libro como «la novela de un cuentista». Había escuchado o leído la frase expresada con intenciones peyorativas refiriéndose a una obra de otro autor, para calificarla de insuficiente o de que no mostraba los alcances necesarios para ser calificada de «novela». Por supuesto, quien la había dicho era un crítico de esos que consideran a la novela el «género mayor», cosa con la que no coincido. Por eso leí de ese modo Pedro Páramo, y encontré que, a causa de las estrategias narrativas, de la fuerza del arranque de cada uno de sus fragmentos, de la contundencia en el cierre de los mismos, de la economía de su lenguaje, de la manera en que en ella se hace de la «sustracción» una técnica encaminada a la búsqueda del arte, de la experimentación como recurso para conseguir el máximo de precisión, a causa de todo ello se podría decir con certeza que la mayor obra de la literatura mexicana del siglo xx es «la novela de un cuentista».
     Hubo un momento, de seguro tras una nueva relectura, en que empecé a preguntarme por los orígenes de los relatos de Juan Rulfo. Sabía, porque varios comentaristas lo señalan, que el autor había volcado en las páginas muchas de sus experiencias y rasgos autobiográficos, como el asesinato de su padre y sus sueños de desquite en el cuento «Diles que no me maten» o en «El hombre». O como la atmósfera en que vivió su región de origen durante la Guerra Cristera. O como la pintura del paisaje del sur de Jalisco. Sí. Pero, ¿de dónde venía el lenguaje de Rulfo?, ¿de dónde sus técnicas y estructuras?, ¿cuál había sido su aprendizaje literario? Entonces, orientado por algunos de sus biógrafos, emprendí la caza de sus precursores. No fue difícil, por lo menos en lo que a los mexicanos se refiere. Es evidente que Cartucho, de Nellie Campobello, fue fundamental para la concepción de Pedro Páramo. Otra «novela de cuentista» o, si se quiere, una novela conformada por múltiples cuentos cortos. También, basta leerla para darse uno cuenta, El resplandor, de Mauricio Magdaleno, tuvo que haber «golpeado» a nuestro novelista. Los relatos —o tal vez tan sólo los consejos— de Efrén Hernández, por su amistad cercana, tuvieron que influir también mucho en él.
     Sin embargo, la búsqueda, el rastreo de sus lecturas de autores extranjeros fue más difícil y más interesante. Siguiendo las páginas de Un extraño en la Tierra, de Juan Asencio, biografía no autorizada (carajo, ¿quién tendría que «autorizar» la biografía de un hombre público?), di con los dos autores que, desde mi punto de vista como lector —no como especialista—, influyeron en Juan Rulfo acaso más que cualquier otro. No Faulkner ni Hansum, como muchas veces escuché decir, aunque la narrativa de nuestro autor tiene rasgos de ambos, sino el francés Jean Giono y el suizo Charles-Ferdinand Ramuz. Tras fatigar durante meses las librerías de viejo de la Ciudad de México, encontré en Donceles una novela de cada autor en ediciones de los años cuarenta (ya después encontraría otros títulos).
     Cumbres de espanto, de Ramuz, fue un hallazgo estremecedor: desde las páginas iniciales me encontré inmerso en una atmósfera rulfiana, es decir, sentía que estaba leyendo algo de Rulfo, o por lo menos muy cercano a él. No importaba que se tratara de una historia distinta, de otro país, de otro lenguaje, otro ritmo, la atmósfera era tan misteriosa y opresiva como en Pedro Páramo, los giros poéticos eran similares, la visión del mundo del autor muy semejante: desolada, melancólica, llena de una nostalgia ontológica irremediable. Después supe que no fue Cumbres de espanto, sino Derboranza, la que más había impactado al narrador jalisciense, pero no me importó tanto: había encontrado a uno de sus autores clave y el parentesco era innegable.
     De Jean Giono, el primer libro con que me topé se titula Batallas en la montaña. Si bien la semejanza entre esta novela y la obra de Rulfo resultaba mucho más tenue, en determinada página tuve un encuentro iluminador. La historia narra una inundación en un valle rodeado de montañas; los habitantes del valle, al ver cómo el agua comienza a subir, huyen hacia lo alto desesperados por salvar la vida. Una pastora presencia la llegada a lo alto de un hombre de traje que viene en shock y lo interroga. ¿Por dónde ascendió?, lo cuestiona. ¿Vino a campo traviesa o pasó por las aldeas? El hombre, con cara de loco, no responde. Entonces la pastora le pregunta: «¿No oyó ladrar a los perros? Si oyó ladrar a los perros es que pasó por las aldeas. ¿No oyó ladrar a los perros?». Según Juan Asencio, Rulfo admiraba principalmente una novela breve de Giono titulada Ese bello seno redondo es una colina, que conseguí después junto con otros títulos del francés, pero resulta evidente que el jalisciense conocía muy bien la primera, y toda la obra de Jean Giono, por lo menos la que había sido traducida al español.
     La biografía Un extraño en la Tierra, de Juan Asencio, es la que más me ha gustado de las que he leído, aunque sólo gozó de una edición, tal vez por ser no autorizada (¿por quién?). Me gusta porque en ella se muestra a un Juan Rulfo muy humano, es decir, con sus muchos defectos y virtudes, entrañable, fuerte y débil a la vez, y porque, a través de sus conversaciones con el autor, se puede trazar un mapa más o menos preciso de sus lecturas, de sus aficiones, de su alimento como escritor.      Además, el título me parece un verdadero acierto y me recuerda algo que mencionó el recién desaparecido Ricardo Piglia durante una conversación de sobremesa. Al preguntarle cuál había sido su reacción después de leer Pedro Páramo por vez primera, Piglia me miró divertido y contó que él y otros amigos aspirantes a escritores habían leído el libro muy jóvenes, y que cuando lo comentaron lo único que pudieron decir fue: «Che, este tipo es un extraterrestre». Me gustó la respuesta, sobre todo viniendo de un argentino, porque en lo personal siempre he pensado lo mismo de Jorge Luis Borges.
     Después de varios años de trato continuo con la obra narrativa de Juan Rulfo, mis emociones de lector se estabilizaron y dejaron atrás la perplejidad y aquella sensación juvenil de ridículo que me provocó haber confundido su libro de cuentos con una novela. Entonces lo que comenzó a dominar fue el cariño, primero, y la admiración absoluta después. Al convertirme en escritor, tanto El llano en llamas como Pedro Páramo me acompañaban mentalmente siempre en el momento de empuñar la pluma, al grado de que me fue señalada sin reparos su influencia. A veces alguien me pregunta si no me molesta que la señalen. Respondo que no, pero que tampoco me parece que sea nada extraordinario, pues estoy convencido de que la narrativa rulfiana, de una u otra manera, ha influido en casi todos los narradores mexicanos contemporáneos. Al ser el centro de nuestro canon doméstico, resulta ineludible.
     Esa influencia, esa fuerza gravitacional que nos hace girar a todos alrededor de la obra de Juan Rulfo, puede no ser tan evidente en muchos autores, pero en otros es bastante visible. Durante años se dijo que la obra de escritores como Jesús Gardea y Daniel Sada no habría sido posible sin El llano en llamas y Pedro Páramo. Estoy de acuerdo. En varias conversaciones, Daniel Sada incluso aventuró que el autor jalisciense bien podría haber sido un narrador norteño que había equivocado su lugar de nacimiento. Lo decía en son de broma, pero en serio. Luego añadía que, si bien sus asuntos y temas correspondían a la historia del occidente de México, sus ambientes, sus atmósferas, el carácter y el lenguaje de sus personajes (más el ritmo y la parquedad que los términos en sí) eran muy semejantes a los de las geografías norteñas. En lo particular, por un tiempo creí que Daniel hacía esos comentarios llevado por el cariño que sentía hacia la obra de Rulfo, a quien consideraba, más que un maestro a secas, uno de sus maestros. Sin embargo, ahora estoy convencido de que tenía razón.
     Creo que Juan Rulfo ha derramado su influencia mucho más por el norte de México que por el resto del país. Y que esa influencia resulta fácil de detectar —más allá de los homenajes directos que hasta ahora han hecho Élmer Mendoza, en Cóbraselo caro, y Cristina Rivera Garza, en Había mucha neblina o humo o no sé qué— en infinidad de novelas y relatos de autores que van desde los mencionados Gardea y Sada, que empezaron a publicar en los años ochenta, a narradores jóvenes como Antonio Ramos Revillas y Luis Felipe Lomelí, que se hallan en plena producción. ¿Dónde puede localizarse esa influencia? En cualquier aspecto, desde el fraseo, los juegos de ritmos, los ambientes, la visión desolada del mundo, el uso de las técnicas. Por supuesto, la narrativa del jalisciense irradia a todos en todas las latitudes de la lengua española. Quien lo dude sólo tiene que abrir las páginas de una novela como En el lejero, del colombiano Evelio Rosero, para comprobarlo.
     En lo personal, el trato constante con los dos libros narrativos de Juan Rulfo me ha otorgado muchas satisfacciones y bastantes frutos. Volviendo a sus páginas siempre me topo con hallazgos nuevos y, además, cada nueva lectura me hace comprender más a fondo el arte literario en general. Aún ahora, procuro leer Pedro Páramo y El llano en llamas por lo menos una vez cada año, aprovechando que se pueden despachar de una sentada. Como en los matrimonios viejos, aunque de pronto me parece que los conozco demasiado, al regresar a ellos me doy cuenta de que todavía guardan secretos que tardaré en desentrañar. En cuanto a las emociones o sensaciones, después de pasar por la perplejidad inicial, por el ridículo, por el cariño y la admiración, desde hace tiempo me he instalado en el orgullo que me despierta contar entre nuestras letras mexicanas con dos obras maestras tan contundentes y ser compatriota de un escritor como Juan Rulfo, por extraño que sea para esta Tierra, por extraterrestre que parezca cuando lo leemos.