domingo, 10 de abril de 2016

Manifiesto del Crack (1996)

10/Abril/2016
Confabulario

POR PEDRO ÁNGEL PALOU
 I. La feria del Crack (una guía)
Las palabras más certeras sobre los retos que se le plantean a las novelas del Crack las iba a pronunciar, creo, Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio. En esas páginas, Calvino proponía una reflexión necesaria hoy, cuando la literatura y sobre todo la narrativa ven desplazado a su lector potencial por las tecnologías del entretenimiento: los juegos de vídeo, los medios masivos y, recientemente, para quien pueda solventarlos, los juegos de realidad virtual en los cuales oh, paradojas el desarrollo un individuo provisto de un modernísimo casco y un anatómico guante puede ver, oír e incluso palpar las aventuras que un disco compacto le proporcione.
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¿Cómo podrá competir, entonces, el narrador con sus escasos medios para granjearse a los lectores perdidos en ese vasto mundo de pocas tinieblas? Calvino, adelantándose, supo la respuesta: usando las más añejas armas del oficio digan lo que digan sobre la prostitución más viejo del mundo:
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La levedad. Calvino ponderaba esta virtud de la literatura, pensando que obras como
Romeo y Julieta, el Decamerón o el propio Quijote construían su poderosa maquinaria
narrativa en función de una extraña ligereza. O mejor: de una aparente sencillez. Era más
fácil manejar un terrible mensaje moral mediante este recurso. La aguda mirada, la ácida
crítica socia, se encuentran supeditadas a un ligero y fresco humor no exento también del más terrible de los sarcasmos. Decía Chesterton que el humor en literatura debe producir hilaridad, pero congelando la sonrisa en una mueca reflexiva que detenga el tiempo y desentierre el espejo.
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Primer territorio de la feria del Crack que con ustedes hemos visitado: El Palacio
de la Risa.
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La rapidez. Los teóricos de la comunicación saben desde hace tiempo que a la implosión de los información va aparejada la deflación del sentido. La guerra del Pérsico, la primera vía satélite, nos ilustró sobre esto; en realidad no supimos nada, aunque creíamos verlo y conocerlo todo. Sin embargo, no podemos negar que lo primero que asombra es la frialdad aterradora. Si poco después de principios de siglo el mundo se cimbró, y el verbo es gráfico, con el hundimiento del Titánic, hoy las tragedias de la guerra de Sarajevo ni impactan ni conmueven: informan.

Segundo territorio visitado: La Montaña Rusa.
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La multiplicidad. El Quijote es quizá la obra múltiple por excelencia en la historia de la literatura. Gargantúa le pisa los talones y el Tristam Shandy le lleva la maleta. Hoy, es ocioso apuntarlo, la propia realidad se nos arroja múltiple, se nos revela multifacética, eterna. Se necesitan libros en los cuales un mundo total se abra ante el lector, y lo atrape en nuestros anterior apartado usábamos este mismo verbo, pero aquí la estrategia es distinta. No es de vértigo, sino de superposición de mundos de lo ue se trata. Usar todo el potencial metafórico del texto literario para decirnos nuevamente: “Aquí están ustedes, encuéntrense”.
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Tercer territorio recorrido en la feria del Crack: La Casa de los Espejos.
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La visibilidad. Virtud última de la prosa, su textura cristalina. El propio Flaubert lo veía así: “Qué perro asunto es la prosa! Nunca acaba uno de corregir. Un buen fragmento de prosa debe de ser igualmente rítmico y sonoro que un buen verso”. No ocioso formalismo, sino búsqueda de la intensidad de la forma, uso a fondo de las virtudes magníficas del idioma castellano y de sus múltiples sentidos.
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Cuarto puesto de la feria: La Bola de Cristal.
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La exactitud. Calvino nos prevenía sutilmente que aisláramos los valores de los que hemos estado hablando. Y es con este último apartado que podemos ilustrar cómo no hay exactitud sin precisión, cómo no existe velocidad sin precisión y exactitud, y cómo es imposible la levedad sin el vértigo, la transparencia y la rapidez. Exacto es todo buen texto de prosa. Más aún, equilibrado. La añeja preocupación del fondo y la forma es gratuita cuando una obra literaria busca con devoción la exactitud. Lo sabía Conan doyle, para quien el efecto lo era todo. Para lograrlo, hay que recurrir a todo lo demás. Pero quizá la mayor enseñanza de esta propuesta de Calvino sea la de hacernos comprender que no es posible la exactitud de la obra literaria si ésta no se da naturalmente, conseguida sin esfuerzo. Picasso dixit: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”. ¿Qué queremos decir? Agilidad, poder de descripción (y describir es observar con la intención de hacer las cosas interesantes, como quería Flaubert, pero también seleccionar esas pequeñas grandes cosas, que no sólo forman parte de la vida, sino que son la vida) y ese ingrediente que permite al lector continuar sin descanso la lectura y aumentar su curiosidad. Ahí se revela la importancia que debe conceder el narrador de fin de siglo a la exactitud que implica poner la palabra precisa en el momento adecuado.
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Y con esto damos término al penúltimo lugar visitado: El Tiro al Blanco.
B
La consistencia. Italo Calvino planeaba escribir este apartado basándose sólo en el análisis de uno de los textos más hermosos de Melville, Bartelby, el escribiente. Este extraño personaje, empleado de una notaría, se niega poco a poco a participar de la existencia, repitiendo la frase “prefería no hacerlo”. Al final del relato, Bartelby es encerrado y muere repitiendo la sentencia, negándose incluso a comer. Consistente con su proyecto de vida y con su futuro, la novela del Crack se antoja como renovación desde el tradicional último espacio a visitar: recorrer nuevamente, y con la misma voluntad de naufragio, la feria del Crack, mostrada en el siguiente tetrálogo.
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1. Las novelas del Crack no son textos pequeños, comestibles. Son, más bien, el churrasco de las carnes: que otros escriban los bistecs y las albóndigas. A la ligereza de lo desechable y de lo efímero, las novelas del Crack oponen la multiplicidad de las voces y la creación de mundos autónomos, empresa nada pacata. Primer mandamiento: “Amarás a Proust sobre todos los otros”.
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2. Las novelas del Crack no nacen de la certeza, madre de todos los aniquilamientos creativos, sino de la duda, hermana mayor del conocimiento. No hay, por ende, un tipo de novela del Crack, sino muchos; no hay un profeta, sino muchos. Cada novelista descubre su propio pedigrí y lo muestra con orgullo. De padres y abuelos campeones, las novelas del Crack apuestan por todos los riesgos. Su arte es, más que el de lo completo, el de lo incumplido. Segundo mandamiento: “No desearás la novela de tu prójimo”.
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3. Las novelas del Crack no tienen edad. No son novelas de formación, y rehúyen la frase de Pellicer: “Tengo años y creo que el mundo nació conmigo”. No son, por ende, las primeras novelas de sus autores doce las tentaciones de la autobiografía, del primer amor y del ajuste de cuentas familiar pesan por sobre todas las cosas. Si la posesión más preciada del novelista es la libertad de imaginar, estas novelas exacerban el hecho buscando el continuo desdoblamiento de sus narradores. Nada más fácil para un escritor que escribir sobre sí mismo; nada más aburrido que la vida de un escritor. Tercer mandamiento: “Honrarás la esquizofrenia y escucharás otras voces; déjalas hablar en tus páginas.”
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4. Las novelas del Crack no son novelas optimistas, rosas, amables; saben, con Joseph Conrad, que ser esperanzado en sentido artístico no implica necesariamente creer en la bondad del mundo. O buscan un mundo mejor, aunque sepan que tal vez, en algún lugar que no conoceremos, tal ficción pueda ocurrir. Las novelas del Crack no están escritas en ese nuevo esperanto que es el idioma estandarizado por la televisión. Fiesta del lenguaje y, por qué no, de un nuevo barroquismo: ya de la sintaxis, ya del léxico, ya del juego morfológico. Cuarto mandamiento: “No participarás en un grupo en que te acepten a ti como miembro”.

II. Genealogía del Crack
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POR ELOY URROZ
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En su conocido ensayo México en su novela, el crítico norteamericano John S. Brushwood insistía en que Yáñez había establecido la tradición de la “novela profunda” en 1947 con la publicación de Al filo del agua. Posteriormente, en 1955 y dentro de la misma tradición, aparece Pedro Páramo, de quien el mismo Brushwood dice: “Es natural que algunos lectores pongan reparos a la dificultad de acceso a la novela y que algunos prefieran rechazarla en vez de esforzarse por entender lo que ella cuenta. Resulta comprensible la renuencia a una participación tan activa, pero a mi entender los resultados al final merecen el esfuerzo”. Lo que en ambos casos no deja de llamar la atención es, primero, el atinado adjetivo “profundo” para referirse a una tradición o pía cadena de novelas y de novelistas que, en su momento, sí entendieron “profundamente” el trabajo creativo como la más genuina expresión de un artista comprometido con su obra.
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Cuando Brushwood habla, por ejemplo, de “la dificultad de acceso” a ciertos libros, los autores del Crack piensan de inmediato en la novela “con exigencias” y “sin concesiones”; “exigencias” cuyos resultados, al final, “merecen el esfuerzo” y “concesiones” que no sirven a la larga sino para enflaquecer aún más el panorama de nuestra narrativa y para desanimar a los lectores honestos. El dilema, pues, con este grupo de novelas Crack es el de que, heroicamente, pretenden la hazaña de encontrar lo que Julio Cortázar denominó “participación activa” en sus lectores justo cuando una abominable “renuencia” es lo que vende y lo que a su vez consumen sus lectores. Así, la genealogía del Crack se va perfilando. El Crack deslinda y desbroza los libros de los que se siente deudor y también los libros de los que se siente anatematizador o inquisidor, pues son muchas las novelas que se irían a la hoguera sin reparo y sin perdón.
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Al lado de esta tradición que tiene su esplendor con Yáñez y Rulfo, como ya dijimos, los novelistas del Crack guardan reverencia por esas contadas obras llamadas Farabeuf, Los días terrenales, La obediencia nocturna, José Trigo, La muerte de Artemio Cruz y unas cuantas más. Pero, y desde entonces, ¿qué pasa? ¿Cuáles son esas otras obras ejemplares de nuestra literatura o, por lo menos, ¿cuáles son esos relatos en que nosotros, autores nacidos en los años sesenta, podemos hoy día abrevar o siquiera encontrar un modelo digno como para pretender quitarle la vida y, acto seguido, usurparle un trono? No los hay; han ido muriéndose de anemia y autocomplacencia. Los riesgos y el deseo de renovación han languidecido. Una laguna de varios lustros empantana de ausentismo el entorno de las letras, ya sea con novelistas que no escriben o, peor aun: con escritores que no pueden llamarse novelistas. Son pocas, siendo francos, las excepciones y sus novelas no pasan de ser buenas, repito: educadamente buenas, sin ningún terror que contravenga el insulso contrato social, la insulsa norma literaria.  La pía cadena de novelas legítimamente “profundas”, pues, sufre un descalabro cuando las editoriales grandes comienzan a titubear hace algunos años y prefieren venderle al público títulos apócrifamente “profundos”, apócrifamente literarios, dándoles así a los lectores cantidad inenarrable de “gatos por liebres” y desactivando de paso la avidez de exigencia que textos como Rayuela, La vida breve o Cien años de soledad redituaban. El fenómeno se vuelve hoy día tan portentoso y evidente que no queda sino decir que es un asunto lamentable. Sin embargo, los novelistas del Crack sueñan que en alguna parte de nuestra República Iletrada existe un grupo de lectores hartos, cansados,  ahítos de tantas concesiones y tantas complacencias. Ellos, ustedes, ya no pueden ser engañados. Las concesiones, repito, los desconcierta y no los lleva sino a pensar que su propia capacidad está siendo menoscabada. A ese grupo de individuos, ustedes, unos cuantos miles desgraciadamente, desean llegar las novelas del Crack, persiguiendo, repito, esa genealogía que desde los Contemporáneos (o quizás poco antes) ha forjado la cultura nacional cuando ha querido correr verdaderos riesgos formales y estéticos. No hay, pues, ruptura, sino continuidad. Y si hubiese alguna forma de ruptura, ésa sería sólo con la broza, el perjudicial Gérber actual, la literatura de papilla—embauca—ingenuos, la novela cínicamente superficial y deshonesta. De cualquier modo, lo cierto es que no importa todo lo que aquí yo diga o diga cualquiera de mis compañeros: las novelas del Crack al final hablarán por su cuenta.
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Allí están. Se llaman: El temperamento melancólico, Memoria de los días, Si volviesen sus majestades, La conspiración idiota y Las Rémoras. Si hay en ellas un común denominador, creo que es el riesgo estético, el riesgo formal, el riesgo que implica siempre el deseo de renovar un género (en ese caso el de la novela) y el riesgo que significa continuar con lo más profundo y arduo que tenemos, eliminando sin preámbulos lo superficial, lo deshonesto. Basta de subestimarlos a ustedes. Pero como dice el poeta Gerardo Deniz y en mi caso se ha vuelto una consigna: “El tiempo no cura. El tiempo verifica”. Esperemos a que el tiempo otorgue su última palabra al Crack.
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III. Septenario de bolsillo
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POR IGNACIO PADILLA
1. Cansancio y deshaucio

Si Pessoa pudo crear él solo toda una generación en una Lisboa dictatorial y yerma de literatura, fue, ideas aparte, por cansancio. Una mañana, después de un sueño intranquilo, Álvaro de Campos despertó para escribir: “Porque oigo, veo. Confieso: es cansancio.” Y en sus insomnios nació la gran poesía. De manera similar, creo ue vienen todas las rupturas, desde los más cotidianos desvaríos hasta las más cruentas y radicales revoluciones; no por ideologías, sino por fatiga. Por eso aquí también está de más buscar definiciones contundentes, teorías. Acaso sólo aparecerán algunos “ismos” extraños que tienen más de juego que de manifiesto. Ahí hay más bien una mera reación contra el agotamiento; cansancio de que la gran literatura latinoamericana y el dudoso realismo mágico se hayan convertido, para nuestras letras, en magiquismo trágico; cansancio de los discursos patrioteros que por tanto tiempo nos han hecho creer que Rivapalacio escribía mejor que su contemporáneo Poe, como si proximidad y calidad fuesen una y la misma cosa; cansancio de escribir mal para que se lea más, que no mejor; cansancio de lo engagé; cansancio de las letras que vuelan en círculos como moscas sobre sus propios cadáveres. De ese agotamiento viene un acta de defunción generalizada, no sólo literaria, sino aun de la circunstancia. No hablo de pesimismos o existencialismos impostados o trasnochados. Acaso siempre tenemos la ventaja de que el espíritu de la comedia, la risa y la caricatura, se volverán alternativas.
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2. Sobre la contienda ausente y otras definiciones en pensamiento negativo
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No es tan gratuito, como opinan algunos, el término siciliano de “generación sin contienda”. Esta allí la ironía para quienes hayan leído a Ortega y Gasset, y sepan que entre las características que él apuntaba para constituir una generación se contaba la contienda. Pues bien, la ausencia de contienda es uno de los pocos elementos que nos unifica, querámoslo o no. Y si algo está ocurriendo con las novelas del Crack, no es un movimiento literario, sino simple y llanamente una actitud. No hay más propuesta que la falta de propuesta. Dejaremos a otros más piadosos elaborarla en su momento, que sin duda lo harán. No es ésta la única definición en discurso negativo, no sólo es la falta de contienda: cual si fuésemos escolásticos definiendo a Dios o al infierno, sólo podría decirse que, más que “ser algo”, las novelas del Crack “no son muchas cosas”, son todo y nada, esa expresión con que Borges definió acertadamente a Shakespeare. A veces, las definiciones matan al misterio, y una literatura sin misterio no merece la pena ser escrita.
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3. Creacionismo para la escatología
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No nos engañemos: no hay en las novelas del Crack, ciertamente apocalípticas, originalidad escatológica. Sería injusto otorgarles esta línea, injusto con una larguísima tradición que, por cierto, no es precisamente mexicana. Por si esto no bastase, ya el fin de las ideologías y la caída del muro de Berlín se adelantaron mucho a la escritura; hace tiempo que nos dejaron por herencia un mundo formado de sufijos, sólo de sufijos que agregamos, a veces en serio y casi siempre en desesperada broma, a lo que ya existió, a lo que ya fue. Ya Beckett predijo una situación del género hace mucho tiempo, no con Godot, sino con su Final de partida. Como Hamm y Cov, no escribimos desde el apocalipsis, que es viejo, sino desde un mundo situado más allá del final. Si al parecer hay en estas novelas un afán creacionista, no en el sentido literal tipo Huidobro, sino en el amplio de Faulkner, Onetti, Rulfo y tantos otros, es porque se juzga necesario construir ese cosmos grotesco para tener mayor y más verosímil derecho a destruirlo. Y una vez destruido, sólo entonces, comienzan las novelas del Crack a aparecer dentro del imperio del caos.
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4. El cronotopo cero, o hacia una estética de la dislocación
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Este mundo más allá del mundo no aspira a profetizar ni a simbolizar nada. Acaso hay a veces trampas para un efecto de extrañeza en homenaje a Brecht y a Kafka, algo para lo grotesco, algo para la paráfrasis caricaturesca; en realidad, lo que buscan las novelas del Crack es lograr historias cuyo cronotopo, en términos bajtinianos, sea cero: el no lugar y el no tiempo, todos los tiempos y lugares y ninguno. Del comic hemos tomado lo que accidentalmente hicieran, hace más de medio milenio y en forma accidental, los refundidores del Amadís de Gaula y lo que, sólo hace cinco años, ha hecho el austríaco Ransmayr al situar a su Públio Ovidio Nasón frente a un ramillete de micrófonos. La dislocación en estas novelas del Crack no será a fin de cuentas sino remedo de una realidad alocada y dislocada, producto de un mundo cuya massmediatización lo lleva a un fin de siglo trunco en tiempos y lugares, roto por exceso de ligamentos.
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5. El nimbo y la palabra
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A la novela del Crack, pues, le queda renovar el idioma dentro de sí mismo, esto es, alimentándolo de sus cenizas más antiguas. Quede para otros, los que sí tienen fe, tratar el idioma con el argot de las bandas o con el discurso rockero, que ya sabe a viejo. Hay más libros aún por hacer. Por cortar hay tela en la peremiología, en la oralidad del rapsoda, en los arcaísmos y la lengua atávica, en la oralidad y el folclor, en la retórica juglaresco—clerical. Estos recursos, al menos, han mostrado una mayor resistencia al tiempo, y aunque parezca más difícil esta alquimia, sus resultados son más ricos.
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6. Elogio de los monstruos
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Ya nadie escribe novelas, o bien: ya nadie escribe novelas totales. Pero, me pregunto, ¿novelas para quién?, ¿totales para quién? ¿Se escriben acaso? Mejor será hablar de novelas supremas y de nombres como Cervantes, Sterne, Rabelais y Dante, con todos los que los han seguido abiertamente. Se trata de organismos, que no por gigantescos debieran asustarnos, que no por monstruosos debiéramos privarnos de ellos. Más soberbio me parecerá el autor que se aleje de esos gigantes aduciendo una incapacidad dudosa, que aquellos nosotros— que los asuman abiertamente, que se revuelquen con ellos. La literatura que reniega de su tradición no puede ni debe crecerse en ella. Ningún monstruo niega sus sombras. Novela o anti—novela, espejo contra espejo, sólo así es posible la ruptura en digna continuidad.
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7. Ruptura y continuidad
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No vale la pena agitar el frasco de las garrapatas. Esto es un juego, como todo lo que vale en la literatura. La palabra es una y la misma; la novela, digan lo que digan, viene de siempre y continúa. Rompiéndola, prevalece. En efecto, si no hay nada nuevo bajo el sol, es porque lo viejo vale para la novedad.
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IV. Los riesgos de la forma. La estructura de las novelas del Crack
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POR RICARDO CHÁVEZ CASTAÑEDA
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Lugares comunes como “las páginas nos hablan” o “el libro se defiende solo” se tornan pertinentes a la hora de evaluar una propuesta estética. Si un manifiesto es, en el mejor de los casos, un mapa para contornear lo que resulta obvio a una mirada medianamente atenta a los comunes denominadores, las obras representan los verdaderos reinos del compromiso con una postura y una proclama. Las cinco novelas Crack son precisamente el sitio donde ha de buscarse cuanto de pacto, de alma prometida y de ambición; cuanto de apuesta por una literatura, llamémosle, “profunda”, hay en el momento actual de estos escritores. Lo extraordinario ha sido la coincidencia. Las novelas fueron elaboradas sin consigna colectiva. Si posteriormente se agruparon hubo, por un lado, menos voluntad que destino compartido en el siempre voluble medio de las editoriales, y, por otro lado, lo más importante, una correspondencia de postulados, promesas y quizá, por qué no, incumplimientos. Exposiciones como ésta no hacen sino compartir nuestro asombro: desembocar en los accidentes episódicos de la época había sido, hasta ahora, el único punto de reunión en nosotros, autores nacidos a partir de los sesenta. Palabras más, palabras menos, lo que nos ha unido hoy es una misma condena, si se entiende que las novelas son ya, para bien o para mal, una demarcación y un voto de proceso. De aquí en adelante se trata sólo de recorrer y exprimir hasta sus últimas consecuencias la elección hecha. ¿Cuáles han sido los términos del convenio? ¿Cuál ha sido el juramento? Los libros son el único sitio donde han de buscarse las respuestas; sin embargo, es posible adelantar el mapa que toda declaración de principios desdibuja para facilitar las adhesiones y los agravios. Las novelas del Crack comparten esencialmente el riesgo, la exigencia, la rigurosidad y esa voluntad totalizadora que tantos equívocos ha generado. Si volviesen sus majestades, Memoria de los días, La conspiración idiota, Las Rémoras y El temperamento melancólico rehúsan cualquier fórmula masiva o probada. Corren el riesgo de ensayar. Podrá reclamárseles incumplimiento mas no insuficiencia en la ambición: explorar al máximo el género novelístico con temáticas sustanciales y complejas, sus correspondientes proposiciones sintácticas, léxicas, estilísticas; con una polifonía, un barroquismo y una experimentación necesarias; con una rigurosidad libre de complacencias y pretextos.
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De este modo, mientras una secta completa se encarga de narrar el fin del mundo en Memoria de los días, son las voces de los actores que irrumpen en la película que se filma en El temperamento melancólico, quienes nos dan cuenta de la soberbia infinita de un director que se asume como dios. O, en otro extremo, Si volviesen sus majestades involucra en el aparente orden de su historia principal un caos de historias engarzadas, lo mismo que las tres breves novelas que, al modo cervantino, interrumpen el viaje principal de Ricardo hacia Las Rémoras. Y en un último tour de force, La conspiración idiota apuesta por deletrear el secreto lenguaje de los niños con un léxico tan original como el que balbucea nuestro bufón en Si volviesen sus majestades. En las novelas del Crack ustedes encontrarán, pues, los alcances del proyecto pero también sus límites; las conquistas pero también sus desvaríos. Nada se soslaya, nada se modera, porque las apuestas que valen sólo contienen extremos, tan arriba y tan abajo se desee la escalada o la caída. Un libro así obligadamente es profundo y severo con sus lectores. La novela del Crack demanda pero ofrece. Se jacta de ser recíproca: cuanto más se busque, más se recibirá, con la certeza de que preexiste el iceberg para saldar cualquier deuda. Aquí se exige una precisión. Contra esas novelas mundo, voraces, que todo lo aspiran y todo lo exhiben; libros que se quieren científicos, filosóficos, de enigma, etcétera, a un tiempo, y que, como la vida misma, desecha tanto como ciñe sin transformarse, así las novelas totalizadoras del Crack generan su propio universo, mayor o menor según sea el caso, pero íntegro, cerrado y preciso. Los libros del Crack crearon su propio código, y lo han llevado hasta sus últimas consecuencias. Son cosmos egocéntricos, casi matemáticos, en su construcción y en su fundamento, absolutos en su urgencia de comprender las realidades seleccionadas desde todas las perspectivas, que en la literatura se traducen como multiplicación de registros e interpretaciones; no hay un vértice que no sea nude o no se cerque, como una red que es una combinación de lazos y agujeros.
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En fin, no se hace nada nuevo. Cuando más, desbrozar una estética olvidada en la literatura de México. Hemos elegido ascendencia y uno sólo de los mil caminos posibles. La proposición, pues, está hecha, escrita, y ahora publicada, porque cualquier diálogo en términos de propuesta literaria se realiza con libros: “las páginas nos hablan”, “los libros se defienden solos”. El Crack está listo para hacerlo.
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V. ¿Dónde quedó el fin del mundo?
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POR JORGE VOLPI
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Enfebrecidos, los bizarros miembros de la Iglesia de la Paz del Señor que aparecen en Memoria de los días, peregrinan hacia Los Ángeles, en busca de adeptos y aunque no lo sepan— hacia la destrucción de su mundo. La variada corte de personajes, a cual más excéntrico —el escribano, el sacerdote luchador, la reencarnación de la Virgen, las variantes de una perversa lotería narrativa—, recorre el mundo tratando de explicar a los incrédulos que el universo está a punto de desaparecer, tal como hace Carl Gustav Gruber, el aclamado director de cine de El temperamento melancólico. Algunos los escuchan, pocos los siguen, los más se burlan o los condenan. Habrá de ser un norteamericano loco, trasunto de David Koresh, quien desencadene una masacre entre los sectarios. Los científicos, como los críticos, creen tener la última palabra: el Juicio Final ha sido un engaño; objetivamente, nada ha cambiado. Lo que desconocen, lo que son incapaces de comprender, es que la inmolación ocurrida en Los Ángeles ha sido en realidad, la hecatombe tantas veces anunciada. Porque no tienen la entereza ni el valor suficientes para darse cuenta de que, parafraseando a Nietzsche, el fin de los tiempos no ocurre fuera del mundo, sino dentro del corazón. Más que una superstición decimal o una necesidad del mercado, el fin del mundo supone un particular estado del espíritu, lo que menos importa es la destrucción externa, comparada con el derrumbamiento interior, con ese estado de zozobra que precede a nuestro íntimo Juicio Final. Del mismo modo, sólo una casualidad milenarista ha hecho que otros peregrinos se dirijan también a esas tierras: Ricardo y Elías, absurdos siameses que se han inventado mutuamente sin saberlo, avanzan por la carretera que va de La paz hacia la frontera californiana, rumbo a esa misma Babel de inmigrantes, y de ahí quizás hasta Alaska. En un mundo múltiple, en el cual abundan las historias dentro de las historias, como en Si volviesen sus majestades, la estética de Escher o Borges parece llegar a sus últimas consecuencias en Las Rémoras, la novela y el pueblo de pescadores donde se celebra este ritual de reunificación. Somos seres divididos, o múltiples, quién lo duda: lo extremo aquí es que sólo la escritura es capaz de reintegrarnos con nuestros fantasmas, ello hace posible que los amigos imaginarios de la adolescencia aparezcan como creaciones reales, o, aun peor, como los autores de nuestros días. Escondido, el fin del mundo es aquí el inicio de la Utopía, el inicio de un mundo nuevo: al fin unidos, Elías y Ricardo, creador y creatura simultáneos, se detienen a mitad del desierto y, mientras orinan a la vera del camino, contemplan el espacio inabarcable el fin, el principio del universo— que aún tienen por delante. No es otra cosa lo que ocurre con la pandilla de viejos adolescentes que emprende La conspiración idiota. Varios adultos se dedican a recordar sus aventuras de niños, en especial el destino de Paliuca, el más extraño de todos, quien de pronto, muchos años atrás, decidió que tenía que ser bueno. Se reúnen entonces en vagas tertulias tratando de desentrañar el pequeño misterio que los une a Paliuca. Sin embargo, la aparente obviedad de la trama esconde un secreto: la verdad no existe, lo único que importa es la experiencia interior de los personajes, quienes apenas consiguen explicarnos quiénes son. El estilo y la textura sintáctica de las frases tal como acontece con el lenguaje desfasado del Senescal de Si volviesen sus majestades—, son los que trastocan las convenciones para revelarnos, una vez más, que el fin del mundo ocurrió hace mucho, en esa zona innominada y abstrusa que separa la inocencia de la crueldad, la infancia de la madurez. Uno tampoco podría creer que es coincidencia que ese fiel Senescal del reino traslúcido abandonado por sus Majestades, sueñe permanentemente con viajar a las tierras de Kalifornia con K, puesto que en este mundo las letras han terminado por sustituir a la sociedad— para consagrarse, al fin, a su pasión cinematográfica. Pero así es: Kalifornia aparece como topos recurrente de la pasión finisecular, espacio de masacre o de fuga. Pero, a  diferencia de sus congéneres de Memoria de los días o Las Rémoras, el Senescal no llegará nunca a rozar su sueño. Porque, oh dolor, el fin del mundo es él mismo. En su túrbida figura, su exquisito sadomasoquismo con el bufón, y su lingua franca que recuerda o más bien trastoca el español del “infame Avellaneda”, cabe el universo entero con todo y sus Majestades idas— y por tanto, también, horror de horrores, su feraz destrucción. El fin del mundo es también esquizofrenia, fantasía, big crunch hipocondríaco. La conclusión no puede extrañar a nadie: el Senescal no ha hecho otra cosa que buscar, a lo largo de las frases y el delirio, como un Rumpelstiltskin oligofrénico, su identidad, la misma que podrían tener casi todos los personajes Crack: de aquí en adelante su nombre será Caos.
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Por su lado, Carl Gustav Gruber, el famoso e inexistente director de cine alemán, comparte con Elías, el escribidor de Las Rémoras, y con Amado Nervo, el Pluma de Oro de Memoria de los Días, tan privilegiada característica: artista por fuerza, todo lo que tocan sus manos se convierte en cadáver. ¿No es la infertilidad, sin ir más lejos, el verdadero fin del mundo? ¿La mediocridad, el olvido? Gruber filma, obsesion ado, su última película: tiene cáncer y, lo que es peor aún, es capaz de contagiarlo a sus actores a través de sus palabras, de su atroz temperamento melancólico. Contrata, con esta misma obsesión por lo perfecto, su séquito de últimos hombres otra cofradía, otra hermandad como en La conspiración idiota—, pero que se distingue, en este caso, por su maleabilidad exacerbada. Todos se sienten, o son, artistas, como Gruber. Todos están dispuestos a vender su alma por tan noble causa. Y todos pagarán por ello. El fin del mundo puede creerse y predicarse, como en Memoria de los días; puedetratar de alcanzarse en automóvil o ferry, como en Las Rémoras; puede rememorarse y reconstruirse en la infancia y el pasado, como en La conspiración idiota; puede  provocarse en uno mismo, hasta la locura, como en Si volviesen sus majestades; y puede, también, otorgarse como una infame Caja de Pandora a los demás, como en El temperamento melancólico. Sea como fuere, en cualquiera de los casos, nadie escapa a esta última enfermedad, a este quinto jinete, a esta plaga y este divertimento: a este postrer estado del corazón.
Ciudad de México, julio de 1996

Crack (una viñeta)

10/Abril/2016
Confabulario
Pedro Ángel Palou

Nada peor que ver otros tiempos con nostalgia, cuando eso ocurra mejor ir a darle de comer a las palomas. Si el Crack, ese grupo de novelas, y de amigos, y esa idea compartida de que la literatura puede ser solidaria y no solitaria tiene alguna validez en 2016, veinte años después es por lo que contribuyó al desmantelamiento de las formas de consagración de lo literario en México, por un lado y por las obras individuales que produjo, del otro. Aunque ya algunos seamos cincuentones, ese espíritu juvenil que buscó romper con el establishment literario y editorial en México no claudica. En 1994, cuando se empezó a fraguar la idea de lanzar colectivamente una serie de cinco novelas –después de la fiesta decembrina de editorial Planeta–, los jóvenes firmantes teníamos cosas, muchas, en común. Los cinco habíamos escrito novelas complejas, largas, apocalípticas, polifónicas y a todos nos habían pedido que les quitáramos cincuenta o cien páginas si queríamos publicarlas. Nunca nos especificaban qué páginas, era sólo que la extensión asustaba. Ante el rechazo compartido decidimos compartir suerte editorial. Un manifiesto pero firmado individualmente (cada quien se hacía responsable de su parte) coronó la salida de los libros y un acto público fue el remate. Se ha escrito mucho con lo que ocurrió al día siguiente: la descalificación. Y se debió en gran medida a que la prensa reportó el hecho cambiando un nombre. Allí donde el manifiesto decía modestamente las novelas del Crack la fuente cultural escribió la generacióndel Crack o el grupo del Crack. Algún crítico dijo que como las novelas se habían editado en paquete y él no leía en paquete no se molestaría con reseñarlas. Muchos otros en cambio sospecharon atrás del gesto acaso ingenuo de los cinco.
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Lo curioso, entonces, es que el gesto vanguardista –el manifiesto– superara inicialmente al texto –las novelas– y estas fueran ignoradas casi del todo. En México se podía pertenecer a grupos literarios con la condición de declararse independiente de ellos. Se podía pertenecer a Vuelta pero los epígonos de Paz declaraban una y otra vez no pertenecer a grupo literario alguno. Para quienes habíamos leído La mafiade Luis Guillermo Piazza, las cosas parecían distintas. A nuestro editor la empresa en Nueva Imagen hasta donde tengo entendido incluso le costó el puesto. El establishment de la época no le perdonaba a unos chamacos la osadía de autodenominarse (así salió en todos los periódicos, como si fuera sospechoso ponerse un nombre, comparándonos con el autodenominado EZLN, guardadas las proporciones, claro). La mas hilarante reacción vino de Salvador Elizondo en unomásuno. Al preguntarle sobre el Crack dijo, tajante: “No creo que esos muchachos fumen Crack, se ven muy fresas”. Recuerdo también la frase divertida de Guillermo Fadanelli: “más bien será el grupo del frack, por las corbatas que muchos usábamos en aquella época. Cuando Volpi y luego Padilla ganan sus premios en España esos motes de burla pasaron a ser: “los inventores del nazismo mágico”, debido a la temática de las novela, aunque la de Nacho suceda en la llamada Gran Guerra. En fin. Lo que quiero decir es que en un medio que ya se volvía mediático las novelas no se leyeron. Ni las siguientes.
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No toca a los autores, por supuesto, decidir sobre el valor de sus obras. Eso lo dice el tiempo. Y lo dicen los lectores. Lo que el Crack, sin embargo abrió a mi juicio fue un renovado cosmopolitismo. Se puede escribir de lo que sea, desde donde sea. Desde Tacámbaro se puede escribir una novela sobre Kenia. Lo mexicano –y lo latinoamericano– no tiene por qué ser exótico. Y además son los lectores –no los antiguos medios de consagración, las mafias, las pertenenecias secretas a cofradías– lo que determina la perdurabilidad de una obra, de unos nombres.
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¿Qué conservamos? La amistad, por supuesto, la creencia en la buena literatura, la exigente, la que apela a lectores cómplices, la que va haciéndose oír poco a poco en el concierto de las muchas voces. No claudicamos en un compromiso con la prosa, con el tema, con el lector. Lo demás no importa. Los libros se van escribiendo y algunos salen mejor que otros. Se trata de un compromiso ineludible, vocacional, que nos mueve los dedos sobre las teclas con la misma fuerza y la misma pasión, con los mismos bríos pero con mucha mayor responsabilidad y madurez que en 1996. Larga vida a la literatura, nuestra enfermedad.

El Crack o la renovación de la novela mexicana

10/Abril/2016
Confabulario
Leopoldo  Lezama

Mucho se ha especulado sobre cuándo comenzó el movimiento del Crack, si en la célebre lectura del manifiesto y presentación del primer conjunto de novelas en agosto de 1996, o en 1994, cuando Ignacio Padilla, Eloy Urroz y Jorge Volpi publicaron Tres bosquejos del mal. En las oficinas de la dirección del Festival Internacional Cervantino, Jorge Volpi, en entrevista para Confabulario, aclara esta duda: “Todo comenzó en la preparatoria, en el Centro Universitario México a finales de los ochenta. Ahí nos conocimos Eloy Urroz, Ignacio Padilla, Alejandro Estivill y yo. A todos nos interesaba la literatura y escribíamos narrativa, salvo Urroz, que escribía poesía. Entonces escribimos Variaciones a un tema de Faulkner”. Para 1996, ninguno de los fundadores, y los que se integraron posteriormente (Pedro Ángel Palou, Ricardo Chávez Castañeda y Vicente Herrasti) eran escritores desconocidos; todos habían publicado un par de libros, y algunos ya habían sido premiados. El interés de aquellos jóvenes que hacia 1989 se reunían en sesiones literarias sabatinas dio un vuelco cuando sus obras llegaron al entonces director editorial de Planeta, Sandro Cohen, quien rememora su contacto inicial con los libros del Crack: “El manifiesto fue parte del lanzamiento, pero el proyecto venía desde antes. Cuando yo trabajaba en editorial Planeta en tiempos en que estaba frente al Parque hundido, por ahí del año 95, Eloy Urroz, quien había sido mi alumno en las becas INBA-FONAPAZ, me trajo un altero de libros y me dijo: estas novelas forman parte de una empresa literaria, pues nosotros compartimos algunas ideas estéticas y literarias importantes. Y me dijo: hay una novela de Jorge, otra de Ricardo, de Nacho, de Pedro Ángel y una mía, y pues a ver qué te parecen. En eso yo me cambié de trabajo y me fui a Grupo Patria Cultural con todas las novelas. Me las llevé porque ahí no les interesaban”.
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La presentación en grupo y la exposición de sus posturas estéticas desató la incomodidad en un medio que no estaba (ni está) acostumbrado a replantearse la literatura desde sus cimientos. Son numerosos los escritores y críticos que señalaron a los autores del Crack y muchos los calificativos; desde luego, la mayoría iban dirigidos más hacia las personalidades que a sus obras. Cohen recuerda esta etapa de ataques: “Las pedradas comenzaron al interior de Grupo Patria Cultural, porque el hijo del director general, que no era literato ni sabía nada de libros más allá de venderlos, dijo que las novelas eran muy malas. Y yo protegí el proyecto, porque Nueva Imagen estaba moribunda: publicaban libros de Guadalupe Loaeza. Y yo llegué e hice lo que hice antes en Joaquín Mortiz, que fue revivirla con buenas novelas y libros de cuento. Entonces decidimos revivir Nueva Imagen con los libros del Crack, y sí revivió”. A pesar de la buena aceptación de los lectores, relata Cohen, las reacciones llegaron en cascada. “Esto fue por la naturaleza suicida muy mexicana de: si yo no destaco que no destaque nadie. ¿Y éstos quién se creen? ¿Se creen Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia?”
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En pocos años, lo que comenzó como un proyecto, se vio consumado con el reconocimiento general. Jorge Volpi ubica el punto de arranque: “En 1999 me dieron el Premio Biblioteca Breve que había consagrado a varias figuras del Boom. Un año después a Ignacio Padilla le dieron en España el Premio Primavera de Novela por Amphitryon. Entonces la perspectiva sí cambió bastante porque nuestras novelas se empezaron a leer internacionalmente”.
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A lo largo de dos décadas, los escritores del Crack, como en su momento hicieron Rulfo y Fuentes, han dado un rostro a la novela mexicana. Las traducciones hablan por sí mismas, y en los casos de Padilla y Volpi, por ejemplo, sus libros han llegado a más de veinte lenguas.
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Un grupo, una tradición, una postura
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Más allá de asumir la herencia de una élite cultural, al Crack le interesa el procesamiento y la formación de novelas con nuevos parámetros de escritura. Y si esta tentativa empató con el Boom en la búsqueda de nuevas formas expresivas, se aleja de sus afanes identitarios, o de aquella intención de tratar “los temas de América con un lenguaje americano”. No obstante, su deuda con figuras como Jorge Luis Borges y Carlos Fuentes es grande. Con el prosista mexicano, particularmente, hay un intercambio muy estrecho. Pedro Ángel Palou escribió en “Pequeño diccionario del Crack”: “Gracias a él se acabaron los complejos de inferioridad. La generosidad literaria sin ambages, sin pretensión alguna. También a él le extrajeron el corazón en la pirámide de los criollismos. ¿Un mito puede estar vivo? Fuentes nos enseña a reescribir nuestros mitos, y él mismo se reescribe, nos obliga a reconocerlo como si fuera nuevo”. El autor de Terra Nostra, asimismo, reconoce la importancia del Crack en la historia de nuestra narrativa. En su ensayo “Estirpe de novelistas”, escribe: “Las prohibiciones nacionalistas del pasado fueron superadas, pos-Elizondo, por el grupo autodenominado el Crack”. Y en su último libro de ensayo, La gran novela latinoamericana, Fuentes incluye a los narradores mexicanos en el canon de la gran novela latinoamericana de las últimas décadas: “La del Crack es la primera generación literaria que se da un nombre después del Boom. Hizo bien en establecer un espacio, no para negar una tradición sino para hacernos ver que había una nueva creación”.
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En cuanto a la literatura mexicana, Jorge Volpi apunta en su postmanifesto: “Contra la banalidad del nacionalismo y las etiquetas. Al menos en este punto la lucha no ha variado”. Y si algún nacionalismo acuñó el Crack, es el de una tradición de lo que ellos consideraron lo más logrado, lo más hondo de la literatura mexicana (el grupo Contemporáneos, los narradores de la Generación de Medio Siglo). Sandro Cohen también habla de las influencias: “Iban por la corriente de Borges, García Márquez, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, Vargas Llosa, desde luego Cortázar, y la gente que quería reinventar la novela latinoamericana. Y eso cae muy mal en un ambiente mediocre”. No se buscó el gran púbico sino un tipo de lector. Ante lo efímero, el afán de trascendencia, ante la liviandad de lo establecido, la apertura. Y si lo comercial se ha obstinado en homogeneizar y empobrecer las voces literarias, el Crack apostó por la diversificación, la riqueza expresiva, la exploración del lenguaje. Esta praxis buscó contrarrestar la superficialidad de lo que Ignacio Padilla llamó la “literatura-Gerber” (“papilla-embauca-ingenuos”), pues cualquier directriz impuesta desde márgenes comerciales no podría generar una verdadera estética. El término de “novela profunda” de John Brushwood, y que según él, en México lo inicia la publicación de Al filo del agua de Agustín Yáñez en 1947 (y cuyo estado magistral llegaría en 1955 con Pedro Páramo), en realidad los escritores del Crack lo asumen de una manera más amplia: se trata de “Escribir una literatura de calidad; obras totalizantes… y lingüísticamente renovadoras; libros que apuesten por todos los riesgos, sin concesiones”, versa el manifiesto de 1996. También recuerda Cohen, que al presentar las novelas en Planeta, Urroz marcó muy bien el tipo de trabajos que entregaba: “Y me dijo Eloy: rechazamos la literatura fácil, que en aquel momento se llamaba la literatura light. Ellos se declaraban en contra de esto, porque era toda la moda y ya les daba salpullido los libros light que todo mundo pedía. Y ellos querían hacer una literatura, no difícil, pero sí con todas las complejidades necesarias para expresar una realidad”.
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Cuando Jorge Volpi ganó el Premio Biblioteca Breve de Novela, uno de los jurados (que lo había sido también en la antigua época), Guillermo Cabrera Infante, calificó a En busca de Klingsor como una obra maestra de “la ciencia fusión”: una novela que había logrado reunir con brillantez la ciencia, la historia y la literatura. Al hacer un recuento de estos elogios, Volpi es modesto: “La verdad no sé si logré eso. Pero sí puedo decir que En busca de Klingsor fue una novela muy planeada y con mucha investigación detrás”.
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El Crack: una novelística
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¿Qué clase de libros se presentaron como parte de esta novedosa corriente narrativa? Sandro Cohen recupera la impresión que le causaron las novelas: “A mí me gustaron mucho porque no se parecen entre sí para nada; estilísticamente son muy diversas. Lo que tienen en común, a diferencia de lo que se hacía en esa época, es que cada obra de ellos es un universo que funcionaba autónomamente. La literatura light es un pegoste, una realidad prefabricada y eso es como las cajas de chocolates de Sanborns. Si quieres hacer un regalo, no le pienses mucho: vas a Sanborns, compras una caja de chocolates y eso lo regalas. Y ellos sembraron su propia cocoa; cosecharon su propio producto con sus propios terminados y su propio empaque”.
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Tanto en Si volviesen sus majestades, de Padilla, como en Memorias de los días de Palou, encontramos obras asentadas en leyes estructurales propias. Las Rémoras de Eloy Urroz y La conspiración idiota de Chávez Castañeda experimentan con la concepción de mundos cerrados, ya sea desde la invención de personajes y lugares (Las Rémoras), o en la reconstrucción del pasado por medio de la memoria colectiva. El temperamento melancólico, de Volpi, también exige una lógica propia en los delirios del cineasta Carl Gustav Gruber, quien desea realizar su obra maestra sobre el Juicio final. Todas son novelas que esbozan su propia cosmología y delimitan sus reglas de juego. Sobre el tema compartido más evidente, lo apocalíptico, Jorge Volpi reflexiona: “Era lógico que esto nos preocupara, pero yo pensaría desde una óptica más social, pues vivimos la crisis de finales de los noventa. Y es que a todos nos tocó un país sumido en una grave crisis financiera y política. Son los años del declive del PRI y el alzamiento zapatista. Y esta sensación de catástrofe se vio reflejada en nuestras novelas”.
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Más allá del caótico telón de fondo, en el imaginario del Crack hallamos el gran motivo de la invención. Esta novelística (para rescatar un término del Boom), a lo largo de una producción voraz y casi siempre inclasificable, está constantemente reflexionando sobre la naturaleza de la escritura: se trata de volver a la creación como esencia y principio activo de la empresa narrativa.
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Volpi: la transgresión evolutiva
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Jorge Volpi habla de sus obsesiones más recurrentes: las posibilidades del ejercicio novelístico, los laberintos multiformes de la mente, la historia, la locura. Recordamos que esta última, es el motivo de su primera novela: “Antes de A pesar del oscuro silencio —acota Volpi— hice una novela que jamás publiqué. Me atraía Jorge Cuesta pero también el personaje que fue Lupe Marín. Me interesaba la circunstancia de un hombre que se plantea la escritura como su carta última ante la vida, que en este caso fue el ‘Canto a un dios mineral’”. Mencionamos que en este relato hay un estilo lírico, deslumbrante, que roza el sopor de la demencia: “Cada palabra, cuidadosamente destilada, urde más que una herida; en ella —un límite cercano al precipicio—, ha depositado su lucidez y su llanto”, escribe acerca del gran poema de Cuesta. Ahondamos en el estilo, en la manera íntima de empatar con estados alterados de la conciencia: “Fuera del tiempo, fuera de la razón. Su debilidad, por llamarla de algún modo, consistía en haberse sustraído al devenir”. Y a la pregunta de por qué no escribe poesía, Volpi sonríe: “No lo sé. Lo que sí puedo decir es que mis temáticas poco a poco las he ido abandonando. Pero la locura es algo a lo que seguramente siempre voy a volver”.
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La historia y sus episodios oscuros también desfilan en esta maniobra de ficcionalización: en la llamada trilogía del siglo XX (En busca de Klingsor, El fin de la locura y No será la tierra), la historia aparece como un conjunto de episodios reconfigurados por la imaginación, ya sea en la ocupación de la Alemania nazi por los Estados Unidos, en la Francia de 1968 o en los años de la caída de la ex Unión Soviética. En un pasaje de En busca de Klingsor, el físico y agente Francis Bacon duda sobre el suicidio de Herman Göring: “¿Algún día llegaremos a saber realmente la verdad? Sólo tenemos la verdad que somos capaces de creer”. Y si esta “verdad” que fluye en la espesa corriente de la historia depende del carácter de certeza que le otorgamos, ¿no es también entonces un constructo? ¿No acaso se cree en la historia como se cree en los gigantes y en los molinos de viento? Al leer No será la tierra nos queda la sensación de haber llegado al lugar donde todos los caminos se cruzan. Estamos ante una novela mayor, el canto intelectual del derrumbe de un siglo. En esta obra monumental y polifónica (como habían invocado los ideales del Crack), se mezcla el drama de un siglo agonizante con el de la caída de sus grandes ideales. Queda la certeza de que la pérdida de valores humanos ha llegado a su estado más crítico. ¿Y qué resta sino reimaginar la historia? ¿Qué se puede hacer sino trastocar la tragedia de una civilización que se consume con el la imaginación que se esfuerza en reedificarla? Aquí nos adentramos en la visión de un novelista que ha merodeado los subterráneos de la historia moderna: “A esta etapa se la ha llamado así: un réquiem. Y pienso que es la historia del siglo XX, pero también la posibilidad de observarla desde diversos puntos de vista, de ironizar, de jugar. Y quizás sí, No será la tierra sea una de mis mayores tentativas”. Volpi escribió una de las grandes novelas sobre el triunfo del capitalismo, y lo hizo mediante un conjuro que va de la intimidad de la historia a la intimidad del espíritu humano: porque si la historia logra reescribirse bajo el filtro de la estética, entonces algo subsistirá, algo brillará de los escombros.
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La batalla por la calidad
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Si uno atiende las contraportadas de los libros publicados en 1996, leemos el anuncio de una nueva corriente que está “transformando la literatura mexicana”. Sandro Cohen admite: “Eso fue culpa mía. Yo escribí los textos de las cuartas y todo lo que salió en la editorial en los años que yo estuve. Era muy consciente del aspecto mercadotécnico porque había que vender los libros, porque era una empresa privada y también se trataba de vender los libros con textos que no fueran mentirosos y a la vez llamaran la atención de lo que era el Crack”.
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¿Cómo se venden novelas de calidad en un hábitat editorial donde priva casi exclusivamente lo comercial o lo coyuntural? Cohen cuenta su propia experiencia: “Presenté las novelas porque había que presentarlas. Había que vender cada proyecto, porque si los vendedores decían que no, no se publicaban los libros. La gente menos culta es la que toma la última decisión. Así era en Grupo Patria. No así en Planeta: ahí tenía el apoyo total de mi jefe. ¿Cómo le hice entonces? Pues vendí el producto: no son libros fáciles pero el hecho de presentarlos en grupo creará un impacto mercadotécnico positivo. Y vendimos. Yo era el editor y en el caso del Crack fui una imposición estética”. Jorge Volpi también recuerda cómo se vivía entonces el mundo editorial y la dirección que ellos tomaron: “Estábamos en contra de autores como Ángeles Mastretta e Isabel Allende, no por parecernos escritores fallidos, sino porque eran malos epígonos de García Márquez. También estaba el Realismo sucio norteamericano, y nosotros íbamos en otra dirección”.
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Eloy Urroz ha subrayado que después de 1975, tras la publicación de Terra Nostra, Segundo sueño y Palinuro de México, “obras capitales de nuestras letras”, en los años posteriores, específicamente en los ochenta y principios de los noventa, (y por supuesto enumera excepciones notables: Sada, García Ponce, Ruy Sánchez, entre otros), no hubo una novela mexicana que se le equiparara a Rayuela, Paradiso, Sobre héroes y tumbas, Cien años de soledad. Y aclara que si algo puede valorarse del Crack, es no tanto haber escrito las grandes novelas de la literatura latinoamericana, sino “haber deseado” escribirlas. Es inevitable pensar en autores de esos años: David Martín del Campo, Jesús Gardea, David Toscana, Daniel Sada. Repasamos estos nombres con Jorge Volpi: “De estos que mencionas tengo muchas afinidades. Con David Toscana, por ejemplo, tengo una gran relación tanto personal como con sus novelas. A Sada lo he leído con mucho interés”. Cohen contextualiza la producción novelística en los años del Crack: “Estaba Daniel Sada… Y por ejemplo, Enrique Serna con unos años menos, cabría perfectamente en el Crack porque es de esa solidez y es dueño de su pluma.”
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El legado
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¿Qué nos legó el Crack? Sandro Cohen hace un esfuerzo por sintetizar medio siglo de literatura latinoamericana: “Yo les agradezco el haber sacado la novela mexicana del congelador comercial light. Por un lado fue una época nefasta para la literatura; por otro lado, pudiéramos decir que bajó la novela de la incomprensión que se había originado en los años 60 y 70, con una serie de novelas ilegibles. Porque después del éxito del Boom, hubo una especie de Contra-Boom que buscaba enrarecer exageradamente los ambientes narrativos. Mientras más difícil se escribiera, más inteligente se era: y eso es un error, se hicieron novelas horribles. También hubo novelas muy buenas: Mempo Giardinelli, por ejemplo. Cuando publicó Luna caliente fue un gran respiro y con veinte años menos, Mempo también pudo ser un craquero”. Entonces, si existieron buenas novelas en la época del Crack, ¿qué los diferencia del resto? Cohen tiene una respuesta para esto: “Las novelas del Crack son legibles: no son fáciles; pueden ser densas, como Si volviesen sus majestades. Pero la gran diferencia es que con los escritores del Crack se gozan las dificultades, hacen que sean legibles, comprensibles y gozables. No tienen ese complejo de inferioridad frente al Boom que llevó a muchos a hacer novelas súper complejas que nada más ellos entendieron. Sabían que eran buenos escritores”.
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Pasa una ambulancia, en el departamento ubicado a unas calles del Ángel de la Independencia se hace un silencio. El editor medita en voz alta sobre lo que hace un gran novelista: “Hace falta un gran escritor para que no se lo trague la moda: cualquier tema es bueno, pero si no es un buen escritor, el tema se lo puede tragar por entero. Hablamos de narcotráfico, de feminicidios, lo que quieras. Un buen escritor se va a meter en ese mundo pero va a recrear otro mundo a partir del que está evocando. Fíjate en Volpi, fíjate en Urroz. Pero eso es un gran escritor”.
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Insiste Cohen en que hoy en día se hacen novelas de coyuntura, reportajes políticos a los que se le pegan algunas fotos y se presentan como literatura de vanguardia: “¡A otro con ese cuento!”, exclama. Jorge Volpi también da su punto de vista sobre la literatura coyuntural y la tendencia de editoriales y novelistas a perseguir ciertas temáticas: “Pienso que es normal que se escriba sobre feminicidios, migrantes, narcotráfico, porque es lo que a los escritores les ha tocado vivir. El problema no está en los temas, porque se pueden hacer buenas novelas con esos temas”.
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En su oficina de la dirección del Festival Cervantino, Volpi tiene sueño: admite que no duerme mucho y que la burocracia, como la academia, quita tiempo de escritura. Habla del reciente fallecimiento de su padre y que esta profunda conmoción es un impulso para la elaboración de una futura novela. Admite también que su madre le ha hecho notar que en sus novelas todas las historias de amor son malogradas. Han pasado veinte años. ¿Qué piensa del Crack?
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—Ya envejecimos. Ya no somos los mismos. Pero creo que seguimos conservando la pasión por la novela.
—Usted va a la mitad del camino.
—Ojalá así sea.
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Ya es casi de noche, aún vital a pesar de la extensa charla, Sandro Cohen expone lo que a su criterio, es el aporte fundamental de los escritores del Crack: “Me da mucho gusto que no hayan defraudado no sólo a mí sino al país y al idioma. Creo que son muy dignos representantes del mundo creativo del idioma castellano”.

domingo, 3 de abril de 2016

La escritura invisible

3/Abril/2016
Confabulario
Alberto Chimal

Hace algunas semanas –durante un acto en una feria del libro; los detalles son irrelevantes– escuché a alguien preguntar si la escritura de minificciones no era algo sintomático de nuestra época. Si no se debía (lo repito como lo recuerdo) al auge de las comunicaciones digitales y en concreto de las redes sociales, que habría dado origen a una escritura fácil, desprovista de rigor y en general de nula calidad literaria, al contrario de la de un novelista.

Le contesté que no lo creía, y también que no se debía olvidar el hecho de que una gran cantidad de novelas –en realidad la mayoría– se escribe con poco o ningún rigor y es en general de nula calidad literaria. La discusión no siguió, pero desde luego esas palabras dejan ver prejuicios que existen todavía entre muchos lectores.

Los especialistas en minificción se han visto obligados a criticar esos prejuicios desde que empezaron a reconocer la práctica de la narrativa brevísima como algo distinto de la del cuento: un género en sí mismo, con rasgos propios que permiten reconocerlo. Y, como mínimo, ese reconocimiento comenzó en 1959, con la publicación de Obras completas y otros cuentos de Augusto Monterroso, que contiene las siete palabras de “El dinosaurio”. La popularización del uso de internet comenzó hasta mediados de los noventa, casi cuarenta años después, y para entonces la minificción estaba bien asentada en la literatura en castellano. No sólo tenía precursores reconocidos previos a Monterroso –de José Antonio Ramos Sucre o Julio Torri hasta Luis Vidales, Carlos Díaz Dufoo (hijo) o Nellie Campobello– y maestros indiscutibles como Juan José Arreola, José de la Colina, Ana María Shua o Guillermo Samperio: una cantidad notable de trabajos tanto de autores profesionales como de aficionados se podía encontrar en libros, periódicos y revistas, y ya se habían publicado varios de sus libros canónicos, incluyendo las antologías Cuentos breves y extraordinarios de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares y El libro de la imaginación de Edmundo Valadés.

La idea de que la minificción se deriva del uso de Internet es un error, pues, debido a la desmemoria y quizá a la frecuencia con la que actualmente podemos encontrar en línea diferentes escrituras brevísimas.

Tampoco es que el paso de la minificción al mundo digital haya dependido de las redes sociales: por el contrario, se dio casi de inmediato, cuando las páginas web aún debían codificarse a mano y sin esperar la aparición de la tecnología de los blogs y o los primeros proyectos en línea de los grandes consorcios editoriales. Por ejemplo, uno de los primeros sitios literarios importantes de la red en español fue Ficticia (www.ficticia.com), fundado en 1999 por el narrador y periodista Marcial Fernández y todavía en línea, en cuyos foros se organizaron muy pronto talleres y concursos de microrrelato. Otras revistas, páginas personales  y colecciones tempranas –la mayoría, por desgracia, alojada en servidores gratuitos ya desaparecidos– incluyeron también minificción en sus contenidos de entonces.

Por supuesto, la facilidad creciente de publicación a la que ha llevado el desarrollo de las tecnologías de Internet sí ha ocasionado una especie de explosión de la escritura de narraciones brevísimas. Pero este crecimiento, al menos en el caso de la minificción, fue en principio un traslado desde el mundo impreso al digital y no una reinvención. Las características esenciales de la narrativa brevísima siguieron siendo las enunciadas desde el siglo pasado, que el narrador y académico mexicano Rogelio Guedea –apoyado en estudios de Lauro Zavala y Javier Perucho, entre otros– resume así en el prólogo a su antología El canto de la salamandra (2013): textos anfibios —como las salamandras—, que pueden verse contaminados por otras especies —aforismo, viñeta, poema en prosa, cuento— y breves —de no más de 200 palabras—, que apelan tanto a la pulsión epifánica, a los contrapuntos inter y metatextuales, así como también al recuerdo, la ironía o la metáfora.

Se debe recordar que las transformaciones de la escritura, la lectura y en general la relación de las culturas con el lenguaje, si se deben a cambios tecnológicos, son precisamente como esos cambios: siempre más lentas y complejas de lo que quisiéramos creer cuando las miramos en retrospectiva. En los años ochenta, cuando Gabriel García Márquez reveló que había comenzado a usar una computadora para escribir, muchos autores de aquel momento declararon con indignación que jamás abandonarían sus cuadernos argollados y sus Olivetti Lettera para utilizar aquellos aparatos absurdos. Su actitud parece risible ahora, pero el proceso de aclimatación a la nueva tecnología no podía ser de otra manera. De hecho, el principio del siglo XXI estuvo todavía marcado por un deseo de “normalizar” el uso de internet: volverlo menos extraño y menos inquietante para las grandes poblaciones formadas lejos de la informática. Era inevitable que las primeras tentativas de nuevos usos de la tecnología fueran adaptaciones del nuevo medio a las prácticas antiguas (o intentos de adaptación) y no al revés.

Por ejemplo, aquel fue el tiempo de la primera proliferación de la “novela por internet”, que se entendía como prolongación del género literario más convencional y que no pudo, en realidad, hacer que los nuevos medios de entonces se ajustaran a su forma, su extensión y su necesidad implícita de una lectura sostenida y constante. En cambio, la importancia que se daba entonces a la necesidad de crear contenidoque pudiera verse de un solo vistazo en una pantalla parecía ideal para la minificción existente entonces, y ésta pasó a la red con pocos sobresaltos.

Lo que deploraba la persona que mencioné al comienzo de esta nota eran las adaptaciones actuales de la escritura brevísima, que van en dirección opuesta a las de hace veinte años: procesos todavía en marcha de mutación, diversificacióndifuminación y trivialización. Todos estos fenómenos han llegado después de los primeros años de popularidad de los navegadores de internet, a causa de cómo ha cambiado nuestra forma de relacionarnos con los medios digitales.

La mutación más notable de la minificción actual tiene que ver con su tamaño: la mayor parte de los microrrelatos nativos de internet son hoy mucho más breves que sus antecesores impresos. Las 200 palabras propuestas por varios autores como límite más o menos arbitrario de una minificción caben perfectamente en la mayoría de las plataformas digitales, pero lo común es encontrar, más bien, párrafos mínimos, renglones solitarios, o sólo unas pocas palabras, adosadas a veces a una imagen o una etiqueta (hashtag). Hay quienes encuentran estímulo, en lugar de constricción, en el límite de 140 caracteres que es el rasgo más distintivo de la red Twitter; otros recuerdan el cuento de seis palabras atribuido (al parecer erróneamente) a Ernest Hemingway y crean variaciones numerosas de exactamente la misma longitud.

Y hay un fenómeno paralelo aún más interesante: quienes escriben minificción en línea no son solamente autores ya consagrados que migran del papel a las pantallas, ni tampoco nativos digitales que avanzan en sentido opuesto, es decir, de darse a conocer en línea a buscar validación o (beneficio económico) publicando libros. Entre unos y otros hay muchos autores aficionados, que no provienen de los medios tradicionales, no quieren llegar a ellos y de hecho rara vez tienen interés en convertirse en escritores profesionales. Esto es una diversificación de la escritura mínima, que se abre ahora a personas ajenas a los especialistas pero con prácticamente las mismas facultades que ellos para publicar en línea. Y es un fenómeno que sólo ocurre en los primeros tiempos de las tecnologías de medios, antes de que éstas sean cooptadas por gremios o sectores empresariales que las cierren y las vuelvan excluyentes. Podemos ver a este nuevo tipo de autores en comunidades digitales –unas veces espontáneas y otras organizadas, unas veces estables y otras no– cuyos miembros escriben entre todos sobre temas de su preferencia y en general mantienen sus publicaciones en internet: aunque algunas puedan pasar después a libros digitales o hasta impresos, la intención no es siquiera colocar los textos creados en un depósito digital “permanente”, para que no se pierdan en las constantes actualizaciones de las redes sociales. Este desinterés pone en entredicho las ideas convencionales sobre la permanencia de la escritura; las fuentes de muchos de esos textos brevísimos, al ser referencias de la cultura pop o rehechuras de ideas de moda, fuerzan a reconsiderar nuestras nociones de autoría y apropiación.

Al mismo tiempo, las fronteras entre la minificción y otras formas de escritura brevísima, de por sí difíciles de precisar, se vuelven aún más imprecisas cuando se observa que las comunidades en línea más grandes llegan a escribir textos legibles como minificción, acaso, sin proponérselo: sin otra aspiración que distraerse o jugar como parte de sus interacciones diarias en las redes. Se puede ver esta difuminación en juegos de ingenio, creación de memes, simples conversaciones y conflictos entre individuos; todas las herramientas de la minificción citadas en la definición de Guedea –referencias inter y metatextuales, memoria, metáfora, epifanía y, por encima de todas las demás, ironía– han sido adoptadas por personas que no conocen la minificción ni intentan practicarla. La narrativa brevísima, que en ciertas partes de la red se desarrolla, se trivializa en otras: se desliza a la expresión velada (pasivo/agresiva) del desencanto, la frustración o los enojos cotidianos, tan frecuente en interacciones en línea. Su carácter anfibio lo vuelve fácil.

Esto no significa que el anterior sea el aspecto más importante de las transformaciones actuales de la minificción. Lo es, en cambio, el resto de sus mutaciones, que son numerosas y abundantes por la facilidad que ofrece la red para la publicación, la revisión y hasta la eliminación de lo escrito. Por ejemplo, están los textos que, al llegar al límite del aforismo, se concentran en la textura misma del sustrato digital, y se convierten en un comentario de su propio contexto, del propio presente de la enunciación, como ocurre con los textos en Twitter de Cristina Rivera Garza y de una estela de autores más jóvenes, en especial ensayistas y poetas, que la siguen.

Esos textos limítrofes coexisten con otros que siguen atribuyéndose el deseo de ficcionar. Siguiendo la estela de las escuelas hispanoamericanas del microrrelato –muy diferentes de las de otros idiomas, y también a las de la narrativa impresa de la actualidad–, la minificción en sentido estricto de la red suele dividirse entre a) experimentos literarios donde destacan la intertextualidad y la imaginación fantástica, y b) estampas realistas con una mezcla de observaciones puntuales y conclusiones sentenciosas. Entre los creadores de estas variedades de historias se ha vuelto un modelo el trabajo de un narrador del primer grupo: José Luis Zárate, escritor que está llegando al canon desde los márgenes y justamente a causa del reconocimiento que reciben sus minificciones, creadas en series abundantes e ingeniosas, lo mismo alrededor de William Shakespeare que de Godzilla o de metáforas tomadas de la ciencia. Muchos de los que estamos en sus alrededores hemos seguido rutas diferentes, pero en cualquier caso nos anima el mismo impulso: aplicar el rigor particular de lo muy pequeño, por invisible que pueda resultar a algunos, en la creación de los pequeños reflejos de realidad que llegan a ser las minificciones plenamente logradas. Condensar el sentido de una realidad exterior (o interior) en lecturas que siempre se completan en los instantes posteriores a terminarlas, cuando la conciencia de quien lee alcanza al último eco de las palabras escritas y termina por ensamblarlas en una revelación o un sentido que parecía invisible.

Imprenta Universitaria

3/Abril/2016
Confabulario
Huberto Batis

En la Imprenta Universitaria trabajé diez años hasta que el rector Javier Barros Sierra —por recomendación de Gastón García Cantú— me nombró director de Publicaciones en lugar de Rubén Bonifaz Nuño, que pasó a dirigir la Coordinación de Humanidades.

Ahí tuve como compañeros a Marco Antonio Montes de Oca y a Eduardo Lizalde, que era el subdirector. Nunca iban a trabajar, pero sí mandaban a cobrar con “carta poder”. La oficina de Lizalde estaba enfrente de la mía, siempre cerrada. Un día retuve sus sobres y exigí que vinieran personalmente. Les pedí que me ayudaran. Como Lizalde se negó aduciendo que ellos eran poetas, lo puse “a disposición” de personal. María del Carmen Millán logró hacerlo asistir a la Universidad, pero Montes de Oca fue a llorarle al rector diciendo que yo era un enfermo del trabajo, un workaholic. El rector le pidió que hiciera un esfuerzo y encontrara tiempo en su tarea poética para asistir a su escritorio en la imprenta.

Le dije al rector Barros Sierra: tengo una serie de aviadores, entre ellos varios bailarines y pintores. A todos los corrieron. Me eché treinta enemigos dolorosamente y otra vez me llamaron workaholic porque los quería hacer trabajar. Todos a los que yo corría Bonifaz los rescataba y les daba aviadurías en la Coordinación de Humanidades. Siempre me decía que era un fascista, luego me llamó socialista. El mismo rector decía: “Batis es muy conflictivo”.

Había una viejita que en vez de trabajar regaba macetas en su cubículo. Iba provechosamente todos los días a regar sus violetas. Era hija de don Antonio Caso y nada más por eso le daban trabajo. Y no hacía nada. Tenía un libro de Amado Nervo abierto en el escritorio. Me decía el señor rector: “Es hija de don Antonio Caso, ¿qué hacemos con ella? Consérvala hasta que se muera”.

En la Imprenta había cantidad de horrores. Un día llegué y me dijeron: “Ven a ver a la imprenta”. En un tablón alto tenían dos ataúdes. Uno decía “Huberto Batis”, con velas prendidas y el otro con el nombre del jefe de la imprenta. Era un tipo que se llamaba Ramón Luna Soto. A él un día lo agarraron, lo encueraron, le pusieron tinta en las nalgas y se las imprimieron en pliegos y los pegaron en las paredes. No nos querían porque los obligábamos a trabajar.

En otra ocasión me encontré a un tipo que estaba cortando papel en una guillotina. Yo iba con unas personas que estaban de visita y me preguntaron: “¿Qué está haciendo ese señor?” Le pedí a ese empleado que nos explicara y nos dijo: “Estoy haciendo viruta”. ¿Por qué lo hacía? Porque una conquista del proletariado era que podían vender la viruta para repartirse la “lana” entre ellos. Me cayó el veinte. Los libros viejos, del año pasado, los cortaban en tiritas. Había un subdirector que tenía cuatro linotipistas a su cargo, pero ellos en lugar de usar el horno de linotipo para su trabajo lo usaban para cocinar mole de olla. Un día pasé y me invitaron: “¿No quiere un caldo?” Les dije que sí. “¿Y una cervecita?” “Pues viene”. Y ahí estaba yo echando un trago de cerveza y un caldo creyendo que era permitido hasta que vi en qué utilizaban su linotipo.

Me quejé con el rector y le dije: “¿Qué hago? Están haciendo mole de olla en el horno y tomando cervezas, haciendo viruta?” La sociedad de préstamos de los empleados vendía por su cuenta libros con el sello de la UNAM. Me enteré cuando a Octavio Paz no le gustó un libro que le publicamos. Me pidió que le cambiara el forro y entonces le pusimos una camisa roja. Días después fui al Centro y vi que el libro sin camisa estaba en todas las librerías: hacían una edición y la vendían por su cuenta. Llevaban doble contabilidad.

Al director de la imprenta también le cortaron el escroto con un cúter. Fue una herida pequeña. Le dijeron: “Si sigues con eso te cortamos más, hijo de la tal”. Él me mostró la herida cuando fuimos al departamento jurídico. ¿Qué haces contra eso? ¿Quién fue? ¡Quién sabe! ¡Fuenteovejuna, todos a una!

Cuando le dije al rector, mandó a un jefe de personal interno. Trajeron a los linotipistas a la dirección. Estaban enfrente de mí. Los encerraron para que firmaran su renuncia. Tenían más de treinta años trabajando y los querían jubilar “a huevo”. Como no querían firmar se los “surtieron”. Escuché cómo los golpeaban y cómo gritaban. “¡Están golpeando a la gente!”, reclamé a las autoridades, que me respondieron: “Usted se quejó y cuando ponemos remedio se queja. ¿Quién le da gusto?” Luego les dieron trabajo de jardineros. Cuando yo pasaba me mentaban la madre y ya sabía que eran los ex linotipistas.

El secretario general, Fernando Solana —un político horrendo—, me regañaba: “Cálmese. ¿No está viendo? No haga una tempestad en un vaso de agua. Sea político, no un dictador.” Un día llegué a la Imprenta y todo el edificio estaba vibrando. Parecía que se iba a caer porque tenían encendidas todas las máquinas. Pregunté qué estaba pasando y me respondieron: “Están trabajando”. Me fui. Si me quedaba ahí me iban a hacer pedacitos.

Hoy la Imprenta ya no existe. El rector Jorge Carpizo acabó con ella cuando supo de todas esas porquerías. Ordenó que todas las facultades hicieran sus propios libros. Desde entonces se repiten los mismos vicios en cada facultad y hacen unos libros horribles.

Cuando me nombraron director de la Imprenta, me hicieron una comida, me pusieron dos chavas guapas, una a cada lado. Ahí estaba Tito Monterroso, que me escribió un recado en una servilleta. La pasaron de mano en mano, y me la dieron esas mismas muchachas. Decía en su recado: “No vas a poder con las dos. Pásate una”. Se había dado cuenta que me habían puesto dos chavas para irse conmigo si yo deseaba. Eran empleadas de ahí o hijas de empleados. Te las sirven en bandeja de plata. Y si aceptas te fregaste, te corrompes. Así pasa en todo el país.

viernes, 1 de abril de 2016

La trampa del ensayo

Abril/2016
Nexos
Jesús Silva-Hérzog Márquez

¿Será el ensayo siempre una trampa? ¿Una manera de bordear el mundo sin acceder a él? ¿Una elocuente evasión? El ensayista se entrega a las orillas: no intenta demostrar nada, apenas mostrar. El ensayo es la fuga de la tangente: rozar el globo y huir. El entendimiento es un reconocer los límites, dice Montaigne en su ensayo sobre Demócrito y Heráclito. El paseante no se empeña en sujetar el mundo. Su mirada se detiene en el fragmento. “Escojo al azar el primer argumento con que doy, porque todos los considero buenos por igual y nunca me propongo seguirlos enteros, ya que no veo el conjunto de nada. Entre las cien partes y caras de cada cosa, me atengo a una, ya para rozarla, ya para rascarla un tanto, ya para penetrarla hasta los huesos”. El ensayista juega al argumento, lo adopta por azar y sin firmar contrato con él. Tan pronto encuentra motivos para soltarlo, lo abandona. El ensayo roza y rasca. Punza también, pero su aguja penetra solamente un milímetro del cuerpo.
Bien conocida es la descripción del ensayo como un centauro. Alfonso Reyes lo vio así, como el hijo mestizo del arte y de la ciencia. Un estilo y una inteligencia que forman parte de nuestra cultura moderna, “más múltiple que armónica”. Todo cabe en su jarrito, sabiéndolo desacomodar. La divagación, es decir, el desorden, adopta pose de método. Meneo: brinco, retroceso, giro. Sin itinerario, el ensayista sigue el capricho de sus antojos. Un centauro fue también el padre del ensayo. La inteligencia de Montaigne fluía en el trote de su caballo. Su sueño era vivir montando: “mejor pasaría yo la existencia con el trasero en la montura”. El jinete sale de su escondite en la torre para pasear: sabe bien de lo que huye pero no tiene idea de lo que busca.
En otra criatura pensaba Chesterton cuando pensaba en el ensayo. No venía de la mitología pero estaba cargada de símbolo. El ensayo, dijo, es una víbora. Su desplazamiento es líquido: ondulante, ágil, peligroso. “El ensayo es como la serpiente, sutil, graciosa y de movimiento fácil, al tiempo que ondulante y errabundo”. El enorme católico advertía, por puesto, otro elemento de la serpiente: ser el animal de la tentación. Ensayar es probar, sugerir, tentar. La serpiente atrae a su víctima. Para engullirla ha de seducirla primero. Chesterton pinta con esa imagen al ensayo como el engañoso arte de la irresponsabilidad. La víbora, desprovista de garras y de tenazas parece un hilo de aire que juega inocentemente en la arena. Es, en realidad, una bestia mortífera que puede devorarnos de cuerpo entero. El ensayo: arte de la evasión, estafa.
Sigamos con Chesterton: el ensayista se escuda en la naturaleza de su oficio para rehuir la responsabilidad de sus palabras. Anuncia que no lo sabe todo y que apenas esboza conjeturas. Esto puede ser cierto y puede no serlo. Así, el ensayista necesita convertir a su lector en cómplice; imponerle su código de alusiones, eufemismos, esbozos e insinuaciones. Ahí está el peligro que advierte el ortodoxo: si el ensayista trata de asuntos sociales lo hace con el permiso de no ser sociólogo. Si menciona a Darwin, enfatizará su ignorancia de las ciencias biológicas. Soy ensayista, no presento una conclusión, tan sólo sugiero un enfoque. Que no hay que leerlos a la letra nos advierten siempre. Aficionados que denuncian el encierro de los especialistas, los divagadores se deslindan de su idea tan pronto la presentan.
El vicio del ensayo, escribe Chesterton, es el vicio de la modernidad. El hombre medieval no pensaba sino para concluir. Partía de una certeza para llegar a otra. Los doctores medievales adoptaban una tesis y se dedicaban a probarla. Sólo entonces soltaban la pluma. El hombre moderno piensa para pensar y no se siente obligado a llegar a una conclusión. Son los medievalistas contemporáneos los que concluyen, los que se comprometen a demostrar la solidez de su argumento, los que presentan sus ideas en forma de tesis. La víbora siempre se sale por la tangente.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Desventuras de Elena Garro

30/Marzo/2016
La Jornada
Vilma Fuentes

Escapar a las Elenas era más fácil prometérselo que cumplirlo. Había vivido la experiencia en la Ciudad de México a finales de los años 60 del siglo pasado, a partir de nuestro primer encuentro frente a la embajada de Bolivia, donde un puñado de personas protestábamos contra el encarcelamiento de Régis Debray. Desde ese mediodía, me convertí en una asidua visitante a su casa en Las Lomas, al lado de Juan de la Cabada, Juanito, como lo llamaba nuestra anfitriona.

Elena Garro irradiaba un encanto cautivante. Quienes cruzaban por su órbita eran atraídos y devorados, a la manera de los astros que aproximan las estrellas muertas, en cuya vida acabada se vuelven agujeros negros. Pero Elena, en esa época, no tenía nada de muerta. Al contrario, respiraba la vida por todos sus poros. Como exhalaba su imaginación, víctima ella misma de sus criaturas y delirios.

Me acerqué a ella, creía, de manera voluntaria, decidida a observar la vida de la gran escritora que representaba para mí Elena Garro. Me encontré, sin quererlo, con un ser fascinante, un personaje novelesco: la protagonista de un libro de aventuras. En realidad, creo ahora, me vi atrapada por una fuerza gravitacional que ella emanaba.

Nos veíamos a diario. Tuvieron que irse del país en un autoexilio para que dejase de verlas. Era 1968. De alguna manera, viví su huida: los muchachos que ayudaron a las Elenas a salir de México venían por las noches a nuestro departamento para relatarnos, paso a paso, la escapatoria de las Elenas. A escondidas. Nunca entendí de quién se ocultaban en ese clandestinaje organizado a petición suya por nuestros amigos para protegerlas, pues yo no lograba ver quién o quiénes las perseguían.

No pasó mucho tiempo sin encontrarnos. Ya en París, durante una exposición de José Luis Cuevas en una galería de la rue de Seine, me vi sitiada entre dos rostros que se pegaban al mío: ¿Te acuerdas de mí?, Tenemos tantas cosas que contarte… ¿Cómo reconocerlas cuando no conseguía ver más que un trozo de piel frente a mis ojos, tan cerca sus caras de la mía? Tampoco lograba comprender lo que decían: hablaban al mismo tiempo, una a gritos, la otra en un murmullo, el sonido de sus voces se encimaban en mis oídos. Sus voces, sí, yo las conocía. Eran ellas: las Elenas. De momento, brinqué de gusto, las abracé, me dejé envolver en sus brazos y volví a caer bajo el embrujo de su canto de sirenas. Nos vimos semana tras semana durante su estancia en París.

Me telefoneaban a cualquier hora, sin importarles que tuviera la cabeza cubierta de champú o fuesen las tres de la madrugada: ¿cómo decirles que estaba ocupada o que dormía cuando Elenita me decía que su madre tenía la cabeza metida en el horno e iba a abrir el gas? ¿O que Elena ya tenía la cuerda alrededor del cuello y amenazaba con ahorcarse colgada de una viga?

Una mañana rebasaron los límites: Helena Paz me avisó que su madre había logrado suicidarse. Me pidió que pasara a la embajada a ver a un primo suyo y pedirle dinero para el entierro. Cuando llegué a casa de las Elenas, encontré una Elenita eufórica. Me arrancó los billetes de la mano gritando: ¡Milagro, milagro! La Virgen del Pilar me escuchó y mamá resucitó.

Y yo que casi había jurado al primo que Elena Garro había fallecido, si acaso no juré, con toda mi buena fe en las Elenas, que había tocado el cadáver. A pesar mío, era cómplice de la… estratagema. Me juré no volver a verlas y, una semana después, cenábamos juntas en un restaurante chino.

Elena hizo señas: debíamos observar a las dos meseras asiáticas.

–Son menores de edad. Las explotan –dictaminó Elena Garro.

Me vi envuelta en su delirio: era necesario salvarlas de la trata de blancas, sacarlas de la esclavitud. Dicho y hecho, Elena armó un escándalo, exigió la liberación de las chicas. El dueño no logró entender de qué hablábamos. El escándalo aumentó.

Terminamos en el comisariado, donde se nos fue toda la noche. Juan Soriano, cuando supo la aventura, comentó riéndose: Esa es mi Elena.