lunes, 4 de enero de 2016

Polifemo bifocal / Del centenario de La sangre devota (1916)

Invierno/2015
Luvina
Ernesto Lumbreras

Para finales de 1915, el Plan de Guadalupe había triunfado en todos los frentes. La figura de su impulsor, Venustiano Carranza, se consolidaba en las exigencias de un país devastado que clamaba sosiego y reconstrucción, tranquilidad en el día a día, esperanzas de renacer tras el humo de la metralla. Para Ramón López Velarde, quien había arribado a la capital del país a comienzos de enero de 1914 —para no abandonarla jamás—, el año que concluía sumaba algunos adeudos que la Revolución le había arrebatado con saña.               Después del crimen contra su «héroe» político, Francisco I. Madero, el trastierro de su nutrida familia —de Jerez a la Ciudad de México en condiciones extremas— o el asesinato de su tío el cura Inocencio López Velarde por tropas villistas, días después de la Toma de Zacatecas, el escritor parecía divisar la famosa luz al final del túnel. Para este momento, con el Chacal Huerta en el exilio, Villa y Zapata reducidos a prófugos de la ley, los gobiernos de la Convención en jaque, la nación vivía un paréntesis de paz y definiciones. En sintonía con la situación personal del jerezano, en el segundo semestre de 1915 la Revolución Constitucionalista ganaba adeptos a su causa. Para el poeta, esos primeros dos años de vida en la capital —epicentro del acontecer de la República— fueron fructíferos en relación con su moderada estabilidad económica y el reconocimiento de su obra literaria. Con el padrinazgo de dos de los santones de la lírica nacional de aquel periodo, José Juan Tablada y Enrique González Martínez, un López Velarde de veintisiete años de edad se aprestaba a presentar sus cartas credenciales al Parnaso del Anáhuac con la publicación de su opera prima, La sangre devota.
     Editado en la imprenta de Revista de Revistas, dirigida por el poeta José de Jesús Núñez y Domínguez, en este semanario, ligado al periódico Excélsior, el zacatecano daría a conocer varias de las piezas que integrarían las páginas de su debut lírico. Con esos antecedentes, a los que habríamos de añadir los vaticinios y el chismerío en los cafés y en las tertulias, la colección velardiana había causado gran expectación desde su anuncio editorial. Por la reseña anónima de un crítico de la citada revista, deduzco que el libro comenzó a circular a finales de enero de 1916. Pocos días después, el 2 de febrero, Antonio Castro Leal comentaba el volumen en las páginas de El Nacional y remarcaba en su reseña que estos poemas «sorprendían, sobre todo, por su moderna visión de las cosas». En el mes de mayo, en la efímera revista La Nave, Julio Torri acusaba recibo del libro con una nota de tono campechano, la cual, al finalizar sus renglones ponía al joven bardo en los cuernos de la Luna: «López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue ayer Manuel José Othón».
     En ese 1916, después de un casi unánime reconocimiento entre el gremio y la crítica, el mal llamado cantor de la provincia mexicana —la más ciega y limitada lectura de su obra— comenzaría una indagación hacia el corazón de sombra de su lenguaje, del que regresaría con un discurso poliédrico e iridiscente donde, inevitablemente, el tema o la anécdota del poema se asumirían casi siempre como punto de fuga. La estética de su siguiente entrega, Zozobra (1919), provocaría deserciones de antiguos admiradores y simpatizantes; sin embargo, los más fieles lopezvelardianos notaron que el presumible enrarecimiento no era sino la búsqueda audaz y genuina de una sensibilidad extrema, insumisa respecto de cualquier zona de confort, aunque, también, abismal en su aventura de oscurecer el sentido de realidad de estrofas y poemas completos. El propio González Martínez amonestó estos «malabarismos» verbales de su nueva época; con el mismo tenor lapidario, su primer editor, Núñez y Domínguez, se sumó a la cargada de los descalificadores.
Pero mucho antes de que eso pasara, en 1909, Eduardo J. Correa, director del periódico católico El Regional,que circulaba en Guadalajara, le propuso a su joven colaborador, entonces estudiante de Derecho en San Luis Potosí, publicar sus poemas en una edición impresa en los talleres del diario apostólico. Apesadumbrado por pérdidas recientes, la de su padre el 8 de diciembre de 1908 y la ruptura definitiva con Josefa de los Ríos, mejor conocida como Fuensanta, en octubre de 1909, la invitación puso a remar a contracorriente al poeta cachorro a fin de ordenar el material poético que había escrito y publicado en los últimos dos años. Con toda seguridad en los primeros meses de 1910, López Velarde remite el manuscrito de la primera versión de La sangre devota a las oficinas de El Regional, ubicadas en la calle de Don Juan Manuel y de la Alhóndiga, es decir, en una de las esquinas de la actual manzana del periódico El Informador.
     La mayoría de los críticos del autor de «La suave Patria» apuntan que, a raíz de un ejercicio de autocrítica, el poeta retiró el original postergando la publicación
—con notorias transformaciones y notables añadidos— para seis años después. Por mi parte, y en apego a datos biográficos, y muy especialmente a la correspondencia entre Correa y López Velarde, editada y anotada magistralmente por Guillermo Sheridan, me atrevo a sumar algunos imponderables que cancelaron la edición tapatía de La sangre devota. Una vez que el periodista, y también poeta aguascalentense, recibió y leyó con atención la carpeta escrita de puño y letra del natural de Jerez —la balanza moral inclinada sobre la de los méritos estéticos—, se replanteó el ofrecimiento. No obstante que el diario contaba con un grupo de accionistas, el principal sostenedor era, ni más ni menos, el poderoso y acaudalado obispo, el Ilmo. Sr. Lic. D. José de Jesús Ortiz. El recién llegado director ¿pondría en juego no sólo su trabajo, sino además su nombre de buen católico en aras de la gloria de un poeta que confundía a menudo el alma y el cuerpo, el pecado y la virtud?
     Como se lee y sobreentiende en la correspondencia aludida, Correa da largas al tema de la edición y no enfrenta la situación tal y como es. En una carta le dice, de plano, que la calidad de la imprenta de El Regional no es de lo mejor y que buscará en Aguascalientes una mejor propuesta, insinuando que, en este nuevo escenario, el autor correrá con los gastos. En el funesto año de 1910, la situación económica de la familia del poeta, después de la partida del patriarca, era agónica; para colmo, López Velarde, el primogénito de la tribu, aún no concluía sus estudios y sumaba su mantenimiento a los gastos que sufragaban, en Zacatecas, sus tíos maternos. Asegura Luis Noyola Vázquez que, antes del tropiezo con la prensa católica, el estudiante de Derecho barajó posibilidades para editar su libro en San Luis Potosí, en un momento nada propicio para imprimir algo que no fuera el informe anual del gobernador.
     Con una portada de Saturnino Herrán, una gentil moza enrebozada con la iglesia de Churubusco a su espalda, lució la primera edición de uno de los clásicos de nuestra poesía.      De los treinta y siente poemas que integran el volumen, López Velarde recuperó trece textos del manuscrito original conservado en la Academia Mexicana de la Lengua. Fundamentalmente con poemas escritos entre 1914 y 1915, en los años iniciales de su segunda residencia capitalina, el jerezano redondeó la faena y concluyó La sangre devota; rabo y orejas, además de un arrastre lento para éste, su primer astado, en una tarde pletórica de pañuelos al viento, nervios y sol.


             «Un nuevo libro de versos: La sangre devota», en Revista de Revistas, 30 de enero de 1916.

sábado, 2 de enero de 2016

Fernando del Paso, muerte y resurrección de la novela

Enero/2016
Nexos
Alejandro Toledo

En el último tramo del siglo XX se hablaba en Occidente de la muerte de la novela, que habría conquistado sus grandes cimas en los años veinte y treinta (con Joyce, Proust, Virginia Woolf y otros) para luego transformarse en oscuros ejercicios experimentales cada vez más alejados de la trama y del lector (el mismo Joyce con Finnegans Wake, Beckett y el nouveau roman), objetos literarios de difícil acceso. Un poco de acuerdo con este paisaje, Salvador Elizondo describía un periplo que iba de la Odisea de Homero al Ulises de Joyce, como una vuelta a lo mismo, cual si un círculo se cerrara, y lo que seguía era la imposibilidad narrativa. Un texto suyo, “El grafógrafo”, parecía cifrar ese callejón sin salida: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía…”.

Como se percató Fernando del Paso (ciudad de México, 1935), en Latinoamérica el cuento era otro. El boom y sus secuelas llevaron aire fresco a la novela y la hicieron ejercitarse (con Rayuela, de Cortázar, que avanza a saltos, o Cien años de soledad, de García Márquez, como refundación de un tiempo mítico). Cuando se le preguntó sobre esa presunta muerte de la novela, Del Paso, que ya había publicado José Trigo (1966) y Palinuro de México (1977), respondió con buen humor que se trataba, en tal caso, de los funerales de la Mamá Grande.

Piénsese ahora en otras obras mayores de esa época, aún surtidor inagotado: en España aparece Larva (1983), de Julián Ríos; en México, Terra Nostra (1975), de Carlos Fuentes, y Crónica de la intervención (1982), de Juan García Ponce… Más que novelas, novelones, trabajos de muy largo aliento a los que se vuelve una y otra vez. Quizá este ciclo cierre, de algún modo (o se continúe, porque cada gran obra es un fin y un comienzo), con Noticias del Imperio (1987), que será no sólo un éxito de ventas inmediato, llevando lo experimental al gran público, sino que además cruzará varios mares, vía las ediciones simultáneas en México y España o las numerosas traducciones, e instala de nuevo a la novela en territorios como el europeo, en los que parecía haber estado a punto de extinguirse, reconstruyendo a la vez un viejo diálogo.

Según el acta del jurado del Premio Miguel de Cervantes 2015, éste se le concedió a Del Paso “por su aportación al desarrollo de la novela, aunando tradición y modernidad, como hizo Cervantes en su momento…”, porque con Cervantes nace en nuestra lengua (y en otras, pues no se entiende a Laurence Sterne sin Cervantes, por ejemplo) la vía de la novela experimental. Y el cervantismo de Del Paso queda expuesto, además de estar presente de modo práctico en sus novelas, en su Viaje alrededor de El Quijote (2004), que es eso, un recorrido por la crítica quijotesca, y que arranca de este modo, como si reescribiera aquella otra historia: “Alguien, de cuyo nombre no es que no quiera, sino que no puedo acordarme, descubrió las enormes, irreparables pérdidas que sufrió el Occidente tras su encuentro con América”.

Del Paso fue un cronista de Indias a la inversa: con la historia de Maximiliano y Carlota mostró a los europeos un espejo mágico-realista. De forma inesperada, eso que creían lejano y extravagante, en sus lecturas de los escritores del boom, se convirtió en parte sustancial de sí mismos… y la agonía de la novela se transmutó, para decirlo con Gorostiza, en una muerte sin fin; o, para convocar aquí a Cyril Connolly, en una tumba sin sosiego.



¿Estamos frente a un genio? The Unquiet Grave (1944), tal es el título original del libro del ensayista británico en el que Del Paso se encontró (o reencontró) con el personaje Palinuro; aunque hay también un Palinuro en La feria (1963), de Juan José Arreola, un poeta de Guadalajara de ese nombre que visita el Ateneo Tzaputlatena y de cuya asistencia a ese círculo intelectual pueblerino se cuenta lo siguiente: “El resto de la velada fue más bien melancólico. Después de un breve periodo de entusiasmo y euforia, Palinuro cayó en una somnolencia profunda, como el piloto de la Eneida, y se quedó dormido con sus hojas de papel en la mano. Poco después se deslizó suavemente desde la silla hasta el suelo, y no pudo leernos sus poemas” (pp. 114-115, Mortiz, Serie del Volador).

En efecto, se trata del piloto de Eneas que en una noche de tormenta es vencido por el sueño y cae al mar para ser luego arrojado a una playa, en donde lo asesinan. Connolly asume al personaje virgiliano como un alter ego; y desde Palinuro arma un discurso ensayístico (en la tradición del Virginibus Puerisque de Stevenson) desde el que se observa el arte y la vida. Ahí habrá leído Del Paso esto que lo confirmaba en su camino: “Cuantos más libros leemos, mejor advertimos que la función genuina de un escritor es producir una obra maestra y que ninguna otra finalidad tiene la menor importancia”.

Connolly aconseja a los autores no distraerse en otros oficios relacionados con la palabra y dedicarse sólo a aquello que es su meta. “Los escritores enfrascados en cualquier actividad literaria que no presuponga el intento de crear una obra maestra”, escribe, “son víctimas de sí mismos y, a menos que estos autoaduladores se limiten a considerar aquellas actividades como su contribución al esfuerzo de la guerra, tanto los valdría el pelar patatas”.

Con la arrogancia del autor de una primera obra maestra, se había presentado en sociedad Fernando del Paso al aparecer, en la naciente editorial Siglo XXI, José Trigo. Al anunciar esa novedad literaria, en el suplemento La Cultura en México, en lo que llamaban una apasionante incógnita de nuestras letras, se hacía esta pregunta: “¿Estamos frente a un genio?”. Ello, la posibilidad de haberse construido entre nosotros una novela total (o el intento por hacerla), generó en los críticos una curiosa distancia; y el mismo Del Paso se puso a la defensiva. Dijo alguna vez: “Me interesan los juicios sobre mi libro, y a ellos reacciono con respeto algunas veces, con desprecio otras, en ocasiones con agradecimiento y en ocasiones con risa… Por otra parte, de la misma manera que acepto el derecho de los críticos de pensar y declarar que José Trigo es un libro informe, disparatado, me reservo el derecho de pensar y declarar que los juicios de quienes así opinan abundan en adjetivos que reflejan sus propias cualidades”.

¿Habrá logrado Del Paso ese objetivo del libro total en su primer trabajo novelístico? En Joyce, el avance de lo sencillo a lo completo es paulatino: arranca con los cuentos de Dublineses, sigue con una ficción de base autobiográfica, Retrato del artista adolescente, y sólo entonces se enfrasca en el proyecto de Ulises y cierra luego con Finnegans Wake. Del Paso quema etapas y desde el comienzo intenta su Ulises, una novela estructuralmente compleja y temáticamente ambiciosa. Mas José Trigo es eso (un ejercicio joyceano) y otras cosas: están los asuntos históricos, la guerra cristera y el movimiento ferrocarrilero; y hay otras presencias: el mito original en el que se sustenta (el equivalente a la Odisea para Joyce en Ulises) es la mitología náhuatl, algo que se revela sobre todo en esa sección intermedia que es El puente; y están también, claro, Faulkner y Rulfo.

Desde la perspectiva actual podemos valorar el universo creado por Del Paso ya como un todo, pues sabemos cuál fue su inicio y hacia dónde llegó. Y cabe preguntarse qué lugar ocupa en ese cosmos José Trigo. ¿Será ya la novela total o sólo un primer intento por acometer esa empresa? Escribió José Luis Martínez en 1968 en la Revista de la Universidad: “De cierto puede decirse que José Trigo es una novela ardua y problemática y que acaso el tiempo nos dé la luz con que ahora no sabemos leerla u olvide su laboriosa fábrica”.

El tiempo la ha situado como un comienzo. En términos de escritura, implicó un sofisticado taller de creación literaria. Hay quien aún cree que se le nota demasiado lo joyceano (monólogo interior, juegos de palabras, técnicas distintas en cada capítulo…); y hay quien la celebra todavía como una primera obra maestra de su autor. Sabemos que en la ars poetica delpasiana circulan, por un lado, la compleja elaboración verbal; y, por el otro, el trasunto histórico, la exploración de pasajes de la historia, avenidas que en José Trigo están ya perfectamente trazadas.



La deriva. Sin saber lo que ocurriría más tarde en esos territorios de Nonoalco-Tlatelolco, explora Del Paso una geografía también marcada por la historia. Las páginas finales de José Trigo están llenas de anuncios de lo que sucedió después, en la Plaza de las Tres Culturas, y quizá este hecho hizo que su autor, que dedica Palinuro de México al movimiento estudiantil de 1968, no considerara es espacio para el momento final de su protagonista.

Se inscribe esa novela en una serie narrativa que tiene su importancia, la de la novela del 68, acaso tan significativa y tan nutrida como la novela de la Revolución. Se ha mencionado antes Crónica de la intervención, de Juan García Ponce, retrato de ese año festivo y fatal; y de él es también La invitación (1972), novela igualmente marcada por el sueño, según este epígrafe de Novalis: “El sueño se hace mundo, el mundo se hace sueño”.

De ese ciclo convendría citar también Si muero lejos de ti (1979), de Jorge Aguilar Mora; y Muertes de Aurora (1980), de Gerardo de la Torre… Mas la lista es larga y llega hasta el chileno Roberto Bolaño, que en el año 1999 publica Amuleto, con la historia de aquella mujer uruguaya que se quedó encerrada en los baños de la Facultad de Filosofía y Letras durante la toma por el Ejército de Ciudad Universitaria.

En Del Paso el movimiento estudiantil es un contexto; la esencia del 68 está concentrada en ese departamento que se sitúa frente a la Plaza de Santo Domingo, en el despertar erótico de Palinuro y su prima Estefanía y en las aventuras por el Centro Histórico del estudiante de la Facultad de Medicina con sus compinches.

Entre uno y otro libro, entre José Trigo y Palinuro de México, pasa el autor por una experiencia hospitalaria inesperada y un empleo bien remunerado en una agencia de publicidad, estancias de las que sale vivito y coleando. Renuncia a los bienes terrenales y se lanza, cargando con la familia, primero a una estancia como escritor en Estados Unidos y luego a un trabajo menor en la BBC de Londres, todo para lograr sacar adelante su segundo tabique. En éste mezcla la autobiografía con la ficción; es el mismo funámbulo de la palabra, y es a la vez otro. No necesita demostrar su genio, lo que algunos creyeron detectar en José Trigo; mas sus habilidades prosísticas siguen siendo sorprendentes.

No hay ya una construcción, como la pirámide de José Trigo; lo que el personaje de Virgilio dicta es una deriva: la de una generación que se deja arrastrar por los sueños y con ellos muere.

Palinuro de México no es una crónica del movimiento estudiantil; los personajes apenas participan en esos acontecimientos. Hay incluso quien la ha descalificado como parte de ese ciclo novelístico al contabilizar las pocas páginas que a éste se dedican… sin embargo, representa cabalmente lo que animaba al 68. Podría equipararse con Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, que tampoco se dedica a contar la Revolución, pero que lleva al lector a entender por qué se dio la revuelta. O se me ocurre un símil cinematográfico: la cinta Los soñadores (2003), de Bernardo Bertolucci, cuya trama transcurre mayormente en un departamento parisino, con el trasfondo del mayo francés. En los tres casos no se narra el día a día de esas jornadas; pero está ahí retratado, concentrado, el espíritu que les dio fuerza y sentido.



Lo históricamente verdadero. En los años ochenta del siglo pasado había la fama de dos autores de lengua española que asumían el reto de equipararse, en sus búsquedas narrativas, con James Joyce. Uno era Julián Ríos, y el otro Fernando del Paso. Se les consideraba entonces como figuras de culto; sus obras no se recomendaban a los lectores comunes: había que tener la costumbre de visitar las grandes cimas literarias para acometer esa escalada… Pero ello era parte de un malentendido que el tiempo ha terminado por diluir.

Cuando Del Paso publica Noticias del Imperio se convierte en un inmediato bestseller, sea por lo atractivo de los personajes Carlota y Maximiliano, o por ese monólogo enloquecido (a lo Molly Bloom) con el que se arma la novela. Ello hace que los recursos más extremos del autor sean asimilados. Siendo ardua su elaboración, en Del Paso siempre ha habido, como lo hay también en Joyce y Ríos, humor. Aunque sean novelas complejas estructuralmente, y donde se usan recursos como la variación formal o se plasman las corrientes interiores de la mente, al final se trata de libros en los que algo se está contando, y donde siempre se crean situaciones divertidas.

Fue un gran salto, de una ironía extraña, el que un escritor exquisito se convirtiera, repentinamente, en un autor exitoso comercialmente. Y en ello se ha apoyado la circulación de sus dos primeras novelas y los ejercicios literarios que ha realizado después. Como si se tratara del avance de un cometa, hubo un tramo en el que su andar fue solitario, o limitado a unos pocos acompañantes; pero de pronto esa vía extraña se convirtió en una enorme galaxia, quizá excesivamente poblada.

No sé si quienes se asombraron con Noticias del Imperio abordaron con el mismo entusiasmo José Trigo y Palinuro de México. El compacto tomito de Siglo XXI de José Trigo hacía ardua su lectura; hasta ahora, editada por el Fondo de Cultura Económica, ha encontrado un continente apropiado. En cambio, Palinuro de México se volvió una pareja extraña de Noticias del Imperio en su tránsito por diversos formatos comerciales…

Esa tríada da cuerpo a la obra de Fernando del Paso. Coinciden en el interés por asuntos históricos: la guerra cristera y el movimiento ferrocarrilero en un caso; el movimiento estudiantil de 1968 en el otro; y la invasión francesa y el reinado de Maximiliano y Carlota, por último. A Del Paso le gusta dialogar con una frase de Borges en la que se confronta lo históricamente exacto con lo simbólicamente verdadero. Parece haber preferido esto último en las dos primeras novelas, cuando altera las cronologías e incluso las geografías (al ubicar, por ejemplo, la Facultad de Medicina aún en el Centro Histórico, cuando ya existía Ciudad Universitaria) para dar realidad a sus ficciones. En Noticias del Imperio juega doble: realiza una investigación exhaustiva; refiere escrupulosamente los hechos, y sólo a partir de ese piso firme de historicidad es que se permite dar entrada a la fantasía. Es decir, intenta ser históricamente exacto y, a la vez, simbólicamente verdadero.

Del Paso es, sin duda, un autor que se desborda. Podría uno entretenerse en sus tres novelones; o empezar a frecuentarlo por aquello que escribió luego de su jubilación como gran novelista, incluida la pieza policiaca Linda 67 (1995), sus poemas adultos e infantiles, el ensayo literario e histórico o sus dibujos. Si fuera un parque de atracciones, diríamos que cuenta con tres grandes espectáculos (enormes montañas rusas, a lo Tolstoi o Dostoievski), y luego algunas secciones menores que tienen, no obstante, el sello maestro de su escritura.

Habría que ubicarlo, sí, con Julián Ríos, y a la estela de Joyce, en esa nómina peculiar de los escritores excesivos.

domingo, 27 de diciembre de 2015

La Revolución cubana y nuestros literatos

27/Diciembre/2015
Confabulario
Huberto Batis





En las oficinas de la revista Política, donde Carlos Valdés y yo empezamos a editar Cuadernos del Viento, también se reunían intelectuales como Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea y Luis Villoro. Ellos hacían una revista que se llamaba El Espectador, feroz contra el gobierno de Díaz Ordaz.



Además de su simpatía por la Revolución cubana y por los movimientos de izquierda en América Latina, Carlos Fuentes se había mantenido como simpatizante de Fidel Castro, aunque cuidadoso. En una ocasión lo habían invitado a una reunión literaria, musical, teatral con John F. Kennedy. Fuentes llegó en avión a Estados Unidos, pero lo detuvieron en la aduana. Dijeron que era un comunista, un castrista. Sin mostrar la invitación, aceptó que lo detuvieran, le impidieran el paso y lo regresaron a México. Al llegar dijo: “El señor Kennedy no manda en su país, ahí manda la CIA porque él me invita y la CIA no me deja entrar”. ¡Qué colmillo tuvo Carlos Fuentes al manejar este asunto porque Kennedy envió su avión personal a recogerlo, ordenó que lo llevaran en bandeja de plata, para salvar esa metida de pata!



En cambio, Emmanuel Carballo estuvo muy ligado a Cuba. De ahí trajo originales de escritores que luego iban a ser mal vistos por Fidel Castro y por los comunistas que se apoderaron de la revolución. Trajo textos, entre otros, de Reynaldo Arenas, a quien publicó. También fue muy amigo de la Casa de las Américas, que dirigía Haydée Santamaría, en donde fue juez de concursos literarios.



A Cuba habían ido, de mis conocidos, Juan José Arreola, Jorge Ibargüengoitia, Juan García Ponce, José de la Colina y Jaime García Terrés, entre otros. De regreso, García Terrés dedicó un número de la Revista de la Universidad a la Revolución Cubana, que confiscó el gobierno. Habían regresado entusiasmados pero también críticos de lo que empezaba a ocurrir en Cuba, como la ejecución de homosexuales y los juicios en contra de algunos escritores que el gobierno cubano no consideró suficientemente revolucionarios, como Heberto Padilla. Fue un escándalo mundial porque Padilla fue humillado y obligado a explicar lo inexplicable: no ser lo suficientemente revolucionario. ¿Cómo te retractas de eso? De ser un burgués, de ser un capitalista, todavía.



Juan García Ponce iba a ser juez en una ocasión de los concursos de Casa de las Américas. En una reunión de esos concursos había conocido a Marta Traba, esposa de Ángel Rama. Traba era una crítica de arte muy famosa y su esposo el crítico literario de la revista Marcha, de Uruguay. García Ponce me contó que para verse con Marta Traba en el Hotel Hilton había pretendido ir a su cuarto. Tocó y entró en su habitación, pero rápidamente llegaron unos milicianos que les dijeron que no se podían reunir en una habitación, que debían salir a platicar en público. Y el mejor lugar que encontraron fue la plataforma de los clavados en una alberca, donde se acostaron. No sé qué más pasó, Juan sólo me contó que ahí pudieron burlar la mirada de los vigilantes.



Por esas fechas había jóvenes latinoamericanos en estos círculos. Algunos eran adictos a la Revista de la Universidad, como el cuentista Augusto Monterroso, que había llegado a México cuando el gobierno de Jacobo Árbenz lo nombró en un puesto en la embajada de Guatemala en México. Tengo que contarles cómo nació el cuento de “El dinosaurio”. El Dinosaurio era una persona real. Le decíamos así porque era grandote. Se llamaba José Durand, escritor y filólogo peruano que pasaba temporadas entre México, Estados Unidos y Perú. En una casa vivían varios latinoamericanos. Durand iba a visitarlos y se ponían hasta atrás. Una noche Monterroso dijo: “Estoy muy cansado. Me voy a dormir”. Cuando despertó, “El Dinosaurio todavía estaba allí”… hasta atrás, José Durand. Entonces Tito dijo: “¡Chin! Hice un cuento genial. La realidad me dio un cuento genial”. Era una bobada, un cuate al que le decían El Dinosaurio. Qué genialidad de Tito para convertirlo en un cuento hoy de fama universal. El mejor cuento breve que se ha escrito es casi un accidente de la literatura. Eso lo viví yo, cuando Tito me lo contaba, yo no lo podía creer: “Hay tesis sobre ese cuento, libros enormes. Todas las implicaciones que tiene de todos los posibles orígenes, un asunto baladí”.



En México hubo repercusiones por la Revolución cubana. A principios de los 60, el director del periódico Novedades pidió la renuncia de Fernando Benítez al frente del suplemento México en la Cultura. ¿Por qué? Por haber alabado a la Revolución cubana. El Novedades, que dirigía Ramón Beteta —que había sido secretario de Hacienda en el gobierno de Miguel Alemán— lo consideró un error y pidió su salida. Nos fuimos todos los colaboradores con él. El presidente Adolfo López Mateos todavía alcanzó a darle a Benítez un dinero para que intentara salvar su suplemento, y con ese dinero se fue a hacer La Cultura en México, se lo dio a José Pagés Llergo para que empezaran a pagar los suplementos insertos en la revista Siempre!. Todo mundo le decía a Benítez que por qué con ese dinero no hacia su publicación independiente. Él dijo que no, que era mejor que fuera un suplemento inserto en una publicación de circulación nacional, en una revista tan conocida y leída como Siempre!.



Oficialmente, la salida de Benítez de Novedades fue por ese número dedicado a la Revolución cubana. Pero en el fondo había un pleito entre Benítez y el reportero Carlos Denegri, del Excélsior. Mientras Denegri atacaba a Beteta, Benítez lo defendía. Y cada que lo defendía, Denegri atacaba más. Beteta le dijo: “Ya no me defiendas, compadre, porque recibo más cañonazos”. No sé qué pleito había entre ellos. Sólo sé que Denegri lo atacaba. Total que Beteta estaba muy molesto con Benítez. Lo de la Revolución cubana fue un pretexto para deshacerse de él.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Guillermo Tovar de Teresa y la crítica literaria

26/Diciembre/2015
Laberinto
Evodio Escalante

A los críticos literarios no nos gusta que los “fuereños” se entrometan en nuestros asuntos. Conjeturo que a ello se debe a que haya transcurrido sin consecuencias la aparición del importante “Hallazgo en torno a los Contemporáneos” (Vuelta núm. 206, enero de 1994) que dio a conocer hace ya poco más de veinte años el historiador Guillermo Tovar de Teresa. El texto, empero, resulta notable no solo por la temeridad que representa pisar terrenos supuestamente ajenos, sino porque contiene una doble y se diría perentoria invitación: a que se reconozca el papel de Jaime Torres Bodet como orquestador de la famosa Antología de la poesía mexicana moderna que habrían publicado los Contemporáneos en 1928, y a que se inicie entre nosotros, tomando como base las aportaciones de Samuel Ramos en su libro Hipótesis (1928), un ejercicio de “crítica de la crítica” que logre otorgarle a esta disciplina una dimensión a la vez artística y filosófica. De esta manera, según el diagnóstico de Ramos, se podría superar para siempre “la crítica inconcluyente del erudito; la pedante y dogmática del académico; o bien la incomprensiva y frívola de los críticos de salón”. No está por demás añadir que Ramos fue, ni más ni menos, el filósofo del grupo Contemporáneos.

Investigador acucioso, lector sagaz y disciplinado, Tovar de Teresa capta un cambio que se habría producido en la temperatura de la época. Desdeñada y menospreciada durante muchos años, la figura de Torres Bodet parecía entrar en una etapa de revaloración. La mejor prueba de ello es que el siempre influyente Octavio Paz, pese a los malentendidos y desencuentros con el funcionario y el escritor de los que él mismo informa, acepta la invitación que le hace El Colegio de México para abrir con una conferencia magistral acerca de Torres Bodet el congreso en torno a Contemporáneos celebrado en marzo de 1992. La disertación de Paz, que publican Rafael Olea Franco y Anthony Stanton en el libro Los Contemporáneos en el laberinto de la crítica (1994), pese a ciertas notas contradictorias, es un abierto elogio del poeta, el narrador, el memorialista y el eficaz funcionario que fue Torres Bodet.

En su ensayo, Tovar de Teresa da cuenta de esta conferencia de Paz y se sigue de frente para afirmar que a Torres Bodet se debe la aparición de la Antología de la poesía mexicana moderna. Fue, como asevera Tovar, “la única audacia que Torres Bodet llevó a cabo como crítico literario”, no importa que después se arrepintiera de ella. La audacia, como todos recuerdan, más allá de la labor recopilatoria en la que varios intervinieron, consistió en haber persuadido a un escritor por entonces desconocido (Jorge Cuesta) a que firmara la recopilación como si fuera propia, y que agregara un breve prólogo pertinente. Las reseñas chillaron: es una antología que vale lo que Cuesta. ¿En que basa Tovar su aseveración? En que cayó en sus manos el ejemplar de la Antología que habría pertenecido a la biblioteca de Jaime Torres Bodet y encontró que ésta contenía, en cada una de las notas de presentación de los autores seleccionados, inscripciones de puño y letra del autor de Cripta indicando quién las habría redactado. Las iniciales corresponden todas ellas a miembros del grupo Contemporáneos: JTB (Jaime Torres Bodet), EGR (Enrique González Rojo) y XV (Xavier Villaurrutia). La nota perteneciente a Francisco A. de Icaza se habría quedado sin iniciales, lo que da pie para que se conjeture que bien pudo haberla redactado Bernardo Ortiz de Montellano, al parecer también involucrado en el proyecto.

La tesis de Tovar la confirma la publicación que hiciera Fernando Curiel de Casi oficios. Cartas cruzadas entre Jaime Torres Bodet y Alfonso Reyes (El Colegio de México/  El Colegio Nacional, México, 1994). En misiva que le dirige el primero al segundo, cuando éste era embajador de México en Argentina, con fecha del 6 de octubre de 1927, aparece este párrafo sin duda revelador: “le diré —muy en confianza— que estamos trabajando algunos amigos y yo en la composición de una antología de la nueva poesía mexicana. En ella ocupará usted el lugar que merece, es decir, no agrupado entre los escritores del intermedio desaparecido, como algunas opiniones quisieran, sino entre los poetas de hoy, entre los absolutamente nuevos”. Poco importa que en el libro la promesa no se cumpliera, y que Reyes quedara en efecto entre los del “intermedio”. Aquí lo decisivo es el papel de Torres Bodet como orquestador del producto.

Como nuestros críticos e historiadores de la literatura, sin embargo, parecen todavía no acusar recibo de la documentada tesis de Guillermo Tovar de Teresa, reciclo en su memoria este asunto puntual con la esperanza de que se registren sus consecuencias. ¿Es mucho pedir?

El otro asunto, más abierto y complejo, tiene que ver con el ejercicio de la crítica literaria. Tovar postula la necesidad de una “crítica de la crítica” que tendría que apoyarse en postulados filosóficos. Para tal efecto, retoma algunas de las ideas de Benedetto Croce tal y como las recicla entre nosotros el traductor de su Breviario de estética (Editorial Cultura, México, 1925), Samuel Ramos. Aunque me parece difícil de demostrar que, como quiere Tovar, las notas de presentación de la mencionada Antología corresponden a las ideas de la crítica difundidas por el pensador italiano, no hay duda de que da en el clavo cuando se inconforma con una crítica que prefiere ceñirse al valor de las definiciones, y que al objeto mismo (la obra de arte, el milagro) prefiere la idea del objeto. El crítico debe discernir, en lugar de imponer, y falla cuando por intolerancia o por megalomanía se concibe a sí mismo como “juez supremo de todas las cosas y único dueño de la verdad”. Aunque el gusto y la exégesis (el comentario) son antecedentes indispensables, el crítico literario debe aproximarse a la intuición del artista con el objeto de transformar su intuición enpercepción, para con ello darle a su acto de juzgar “su carácter de operación espiritual e intelectual”. Esto significa que el crítico se obliga “a ser artista y filósofo”, superando así las limitaciones de la crítica del erudito, la académica y la de salón.


Sin duda, a Tovar le impresionaron estas líneas de Ramos, en el prólogo al libro antes citado: “La crítica marca el instante en que un movimiento artístico e intelectual toma conciencia de sí mismo y trata de precisar sus ligas con el pasado y el presente, y busca su orientación en el porvenir”. Ello la convierte en alimento indispensable de todo artista que se respete, pues le ayuda a situarse en el puesto que le corresponde dentro de un determinado momento histórico. Pero hay más. Para Ramos, “el ejercicio de la crítica presupone amplia documentación histórica y trabajos de exégesis, pero en su resultado final implica un acto de pura inteligencia” (cursivas mías). Según Ramos, pero creo que igualmente esto está implícito en el texto de Tovar, “el hombre erudito y estudioso, pero sin un talento superior, no puede ser crítico”. Puedo resumir así la exhortación de Guillermo Tovar de Teresa: para entender a Contemporáneos correctamente, primero hay que entender el impacto que en ellos habría tenido la estética de Croce y su divulgación en México por Ramos.

martes, 22 de diciembre de 2015

Carta a Juan Rulfo

Diciembre/2015
Letras Libres
Fernando del Paso

¿A que no sabes con qué me salieron el otro día, Juan? Ni te imaginas. No sabes las cosas que dice la gente cuando no tiene nada que decir. Pues fíjate que andaba yo por París, porque te dije que venía a París, ¿no es cierto? Bueno, te lo estoy diciendo. Andaba yo por aquí. No te diré que muy quitado de la pena porque ahorita tengo varios problemas que no viene al caso contar, cuando de sopetón, así, de sopetón, me dicen que nos habías dejado: que te habías ido.

Mira, tengo que confesarte que cuando me lo dijeron estaba tan hundido en mis preocupaciones, como te decía, que casi no me di cuenta cabal de lo que me estaban contando. Y después, fíjate lo que son las cosas, esa misma noche, yo di la noticia por la radio. Yo, imagínate, Juan, diciéndoles a todos lo que yo mismo no había entendido. Porque lo que me dijeron no fue que se había ido el escritor Juan Rulfo, no; lo que me dijeron fue que se me había ido un amigo. Y yo no lo supe sino poco a poquito, poco a poquito y de repente también, sí, de repente, cuando escuché tu voz, cuando puse el disco de Voz viva de México de la Universidad donde leíste “Luvina” y “¡Diles que no me maten!”. Y esa voz me caló muy hondo. Porque esa voz, esa voz, yo la conozco muy bien.

Perdóname, Juan, perdóname si no te escribí nunca, pero como me habían dicho que tú jamás contestabas una carta, pues yo dije: Entonces para qué le escribo. Y ahora me arrepiento; me arrepiento, Juan. Ahora quisiera que tú hubieras tenido varias cartas mías aunque yo no tuviera ninguna tuya. En serio. Me arrepiento porque yo tuve la culpa. Yo fui el que me fui de México, ¿no? Y no te escribí. Me duele porque no se pueden pasar tantos años, creo que dieciséis desde que salí, sin escribirles a los amigos, ¿no es cierto? No es cuestión nada más de decir, como fray Luis, “como decíamos ayer”, porque no, no fue ayer, sino hace muchos años cuando nos reuníamos una y hasta dos veces por semana, ¿te acuerdas?, en el café del sanatorio Dalinde. Allí se nos iban las horas. ¡Qué las horas! Ahí nos pasábamos años y felices días platicando y fumando como chacuacos. Quien nos hubiera visto, a veces tan serios, habría pensado que nomás hablábamos de literatura. Y sí, claro, platicábamos de Knut Hamsun y de Faulkner y de Camus y de Melville, todo revuelto. De Conrad, de Thomas Wolfe, de André Gide. Nunca conocí a nadie que hubiera leído tantas novelas. ¿A qué horas las leías, Juan? Se me hace que a veces hacías trampa. Pero también te decía, ¿te acuerdas?, nos dedicábamos al chisme como dos comadres, ni más ni menos.

Y a veces, de pronto, tú te ponías a hacer literatura sin darte cuenta. Te ponías a contarme historias que yo no sabía si eran ciertas o eran puras invenciones, o si se iban volviendo ciertas cuando las estabas inventando. Me acuerdo muy bien, Juan, muy bien, como si te estuviera oyendo.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Cuadernos del Viento

13/Diciembre/2015
Confabulario
Huberto Batis

Carlos Valdés (1928-1991), con quien fundé Cuadernos del Viento, también era de Guadalajara y muy amigo de Emmanuel Carballo. Él nos presentó en El Colegio de México en una reunión de becarios de don Alfonso Reyes; se habían conocido en un concierto en el Teatro Degollado y eran condiscípulos del Instituto de Ciencias de Guadalajara. Intentaron hacer una revista que se iba a llamar Dadá. Valdés era hijo de una familia de mineros e industriales, y su papá había sido vendedor de todo; él trabajaba en una imprenta que hacía etiquetas de todo tipo: chocolate, tequila… Su mamá era lectora, igual que su abuelo materno. De ahí venía su afición por la literatura.

Carballo había llevado a Carlos Valdés a la Revista de la Universidad de México, en donde él y Carlos Fuentes eran jefes de Redacción. Cuando ellos se dedicaron a la Revista Mexicana de Literatura, Jaime García Terrés, director de la Revista, nombró jefe de Redacción a Juan Martín y como secretarios a Juan García Ponce y a Carlos Valdés. Luego García Terrés me encargó la revisión de estilo y la corrección de pruebas. Para mí ese fue una gran oportunidad. Tenía que leer dos o tres veces el material tan rico con el equipo que había en la Imprenta Universitaria y me ayudé a la formación de páginas.

Carlos Valdés era cuentista y novelista. Tenía un relato de un hombre que se enamoraba de un maniquí en una tienda de aparatos ortopédicos que estaba en el Centro. Era una mezcla sádica, masoquista, erótica de un maniquí al que le ponían una pierna de palo, y sin un brazo, un maniquí al que se le veía el cerebro y tenía un corte por donde podían sacarle el corazón y otros órganos. Su primer libro se llamóAusencias y se publicó en una colección que dirigía Juan José Arreola que se llamó Los Presentes. Arreola los cosía él mismo y los planchaba para que quedaran mejor. Estaban hechos a mano, como un arte, pero en realidad era pobreza; no tenían dinero para pagar una imprenta que cosiera los libros.

Yo estaba en primer año de la Facultad de Filosofía y Letras y escribía cuentos y poemas que publicaba donde podía. Por ejemplo, en el suplemento cultural de El Nacional, que dirigía el poeta Juan Rejano o con Sergio Galindo en la Universidad Veracruzana. Pero Carlos Valdés y yo empezamos a quejarnos de que no teníamos dónde publicar y decidimos hacer una revista a la vez de independizarnos de nuestras familias. Nuestra revista se llamó Cuadernos del Viento. Debió haber sido Cuadernos al Viento porque queríamos decir: “que el viento nos lleve a todo partes”. Pensábamos ponerle Ehécatl, como se dice “viento” en náhuatl, que hubiera sido peor todavía. Por suerte se impuso la cordura. Con todo este aprendizaje nos organizábamos en la imprenta de Manuel Marcúe Pardiñas, donde se hacía Política, una revista muy crítica al presidente Díaz Ordaz.

Decidimos que la suscripción anual a Cuadernos del Viento costaría 50 pesos. Un ojo de gringa –así le decían a los billetes de 50 porque eran azules–, era mucho dinero. Mis condiscípulas vendían las suscripciones a sus familiares, amigos y a los profesores. Publicamos poesía desde el primer número, pero lo que nos llamaba más la atención era la narrativa. Seguimos como modelo unir gente de todas las creencias, partidos, estéticas y rumbos, que no hubiera predilección de ninguna especie. Optamos por hacer una revista de jóvenes, abierta a todo. En Cuadernos del Viento empezamos a publicar incluso novelas por entregas, como se había usado en el siglo XIX.

La publicidad nos la dieron la UNAM, Bellas Artes, la Secretaría de Hacienda, el Fondo de Cultura Económica, Editorial Era y la editorial Joaquín Mortiz. Pagaban mil pesos por página y eso nos ayudó a cimentar la parte económica de la revista. El segundo año nos dimos cuenta de que debíamos intensificar la publicidad. Vender una revista en las librerías es una ilusión. Nadie compraba revistas en las librerías. Para estar en puestos de periódicos debíamos tirar más de mil ejemplares y la Unión de Voceadores pedía un número gratis que ellos iban a vender sin pagarte nada.

Valdés también era un iluso. Quería triunfar por sí mismo. Tenía una mujer que sabía inglés. Ella le traducía sus textos y los enviaban a Estados Unidos, a ver dónde pegaban, pero no pegaban en ninguna parte. Quería que Cuadernos del Viento se convirtiera en una empresa y no había manera de convertirse en nada importante. También era muy fantasioso. Cuando vivíamos juntos abría la ventana y gritaba hacia la noche: “Te amo, te amo”. “Mira, han contestado por ahí”, decía. Pero lo que le contestaban era: “¡Chinga a tu madre, cabrón! ¡No estés chingando!”. Y en una ocasión me dijo: “Tocan la puerta. Debe serLa Inesperada. ¡Ah, Inesperada! Adelante, pase usted”. Y entró un fantasma y cerró la puerta. Y dijo: “Mira, ha llegado La Inesperada”. Y así un día llego una mujer con la que se casó. Pero yo lo hice antes, y él se tuvo que cambiar al otro piso.

Cuando terminó el primer año de Cuadernos del Viento apareció una crítica de Juan Vicente Melo en laRevista Mexicana de Literatura que tituló irónicamente “Lo que el viento se llevó”. O sea, los Cuadernosse perdieron en la nada, el viento se los llevó, arrasó con todo. Melo pertenecía al grupo de la Revista Mexicana de Literatura, que para ese entonces dirigía Juan García Ponce con un selecto grupo en la Redacción, donde estaban Jorge Ibargüengoitia, Inés Arredondo, José de la Colina, Gabriel Zaid, Rita Murúa y otros.

Decía que para qué hacíamos una revista de mil ejemplares cuando estábamos diciendo que el viento nos llevara. Nos criticó ferozmente, pero desde el punto de vista elitista por publicar a artistas desconocidos y plebeyos, como José Agustín,  Parménides García Saldaña y Gustavo Sainz, en vez de publicar a Juan García Ponce, Salvador Elizondo. No es que fuéramos democráticos, pero estábamos en contra de los grupos cerrados. El grupo de Jaime García Terrés era cerrado, el grupo de la Revista Mexicana de Literatura era cerrado. El de Benítez, México en la Cultura, era la mafia, cerradísimo. A Benítez le decíancapo de la mafia.

Poco después Carlos Valdés abandonó la revista. Se sintió afligido por la burla de Melo, a quien yo contesté línea por línea. Seguramente en la Revista de la Universidad le hacían burla, siempre en broma, pero eso duele. Sentí mucha tristeza que no apareciera el nombre de mi compañero de aventura y lo mantuve un tiempo. Eso fue el segundo año. La revista duró cinco años más. Nadie llegó a ocupar el lugar de Carlos y me di cuenta de que tenía que hacer la revista yo solo. Nadie me ayudaría. Al final invité a Esther Seligson a que me ayudara a conseguir suscripciones, anuncios y a administrar el dinero de la revista.

Seguí haciendo Cuadernos del Viento y después me invitaron a la Revista Mexicana de Literatura, la que nos había criticado. Ahí éramos los exquisitos y nos permitíamos rechazar textos de escritores valiosísimos de todo el mundo. A mí me publicaban  colaboraciones, traducciones y lo que podía conseguir. García Terrés tenía celos de que nosotros publicáramos materiales que él podría publicar en laRevista de la Universidad.

Al final mis maestros Agustín Yáñez y José Luis Martínez llegaron a secretario de Educación y a la dirección de Bellas Artes. Me fui a trabajar con ellos, cuando me encargaron la Revista de Bellas Artes; decidí dejar Cuadernos del Viento a un grupo de compañeros míos. Nunca se pusieron de acuerdo y la revista se perdió. Había iniciado la segunda época de dos números.

Los cambios de las instituciones políticas, de gobierno, alteran las cosas. En  1966 viene la caída del rector Ignacio Chávez y la llegada de Barros Sierra. El cambio del rector cambia al director de Difusión Cultural y éste cambia las políticas culturales. Eso ha sido siempre. Jaime García Terrés fue nombrado embajador en Grecia y dejó la Revista de la Universidad en otras manos. Fue cuando llegó Gastón García Cantú a tratar de “poner orden” y vino la persecución de Juan Vicente Melo, quien dirigía La Casa del Lago, espléndidamente.

Vientos de Fronda empezaban a soplar.

El caos de adentro

13/Diciembre/2015
Confabulario
Geney Beltrán Félix

Treinta y dos cuentos publicados en 18 años, entre 1959 y 1977. Después de eso, el silencio.

Un silencio de tres décadas: se vio roto sólo una vez, en 2008, con la aparición de cinco nuevos textos.

Así, con una muy compacta producción narrativa, Amparo Dávila (Pinos, Zacatecas, 1928) se ha vuelto un nombre siempre vivo en las antologías y los recuentos de la ficción breve del siglo XX mexicano. No ha sido su obra aquilatada, es cierto, como la de una autora central, en esa altura irrefutable donde pululan los nombres de Juan Rulfo o José Revueltas. Su sitio es más discreto, un poco, diríamos, en las esquinas del dominio literario; pero es permanente.

Su primer libro, Tiempo destrozado, sale de las prensas del Fondo de Cultura Económica en 1959, y la da a conocer como una escritora de medidos recursos: una prosa directa y transparente, nunca distraída de su función de narrar, y una concepción clásica del cuento: narraciones redondas armadas con herramientas modernas (el discurso indirecto libre, sobre todo), que buscan y desarrollan un efecto único, sin nada que falte ni sobre; sin audacias ni caídas.

En este esbozo no se consigna, sin embargo, lo que vuelve distintiva la prosa de Dávila, su vocación inusual. No hay en sus páginas regionalismo, ni una crítica social explícita; su enfoque de la vida urbana se da más que nada en las esferas domésticas, no se le delata interés por escenarios ni búsquedas cosmopolitas. Su intuición narrativa vendría de otro cauce: el terror psicológico modulado por las formas de la literatura fantástica europea del XIX.

Hay en los cuentos de Amparo Dávila esa pausa de ambigüedad o vacilación —que Tzvetan Todorov señala como propia de la ficción fantástica—, durante la cual quien lee se cuestiona: ¿es real o imaginario lo que se me cuenta?, ¿responden estos hechos a la lógica de la razón o a una escala sobrenatural? Sea en tercera o en primera persona, una particularidad se sostiene en el hilo narrativo de Amparo Dávila: el punto nodal desde el que se genera la historia es la percepción del personaje. Todo o casi todo se juega desde la aprehensión insuficiente de los sentidos (antes que nada, el oído y la vista).

En algunos casos —no los más abundantes—, hay indicios claros de que el entorno amenazante no lo es tal, sino que así es registrado en virtud de la alteración paranoide del protagonista. En esa vena leemos la historia de un joven oficinista que entra en pánico ante la visita de un hombre imprevisto; una tras otra, las prospecciones que nacen en su mente antes de siquiera verlo o conversar con él lo hacen suponer fatídicas consecuencias para su futuro: su madre ha muerto, le han endosado un desfalco en su empleo, la familia de su novia quiere romper el compromiso nupcial (“Un boleto a cualquier parte”, de Tiempo destrozado). En otras páginas, una mujer soltera se ve seguida en la calle por un hombre, amabilísimo por lo demás, quien, según ella teme, habrá de intentar violarla (“Tina Reyes”, de Música concreta, 1964). Más que un viso humorístico ante la desbocada imaginación de habitantes comunes y corrientes de la gran ciudad, lo que subyace a la trama es algo más sigilosamente grave: las presiones sociales —como las del matrimonio y el éxito económico— se incrustan en la psique del individuo hasta impedirle un vislumbre mesurado de la realidad. Tina Reyes, por ejemplo, al no haberse aún casado, va por la vida con una intermitente sensación de fracaso e insatisfacción sexual: “qué pena, qué mala suerte que ese cuerpo, tan bien hecho, se marchitara a la sombra de la soledad, sin conocer ni una caricia”.

Si el temor ante las presencias del afuera puntea el tránsito dislocado de estos personajes, hay otros ejemplos, más nutridos, en que el miedo viene provocado por figuraciones domésticas de la otredad. Una fuerza siniestra ha penetrado en el sitio de la seguridad y el descanso: la casa propia, la misma recámara incluso. Surge así otra capa, inestable y hostil, de la diaria existencia: noche tras noche, el personaje cree escuchar o ver algo que se rehusaría a cualquier aclaración lógica. Puede tratarse de ruidos de ratones que nunca sucumben a la menor trampa o de un espejo que a medianoche cesa de reflejar las formas y deviene un pozo negro (“La señorita Julia” y “El espejo”, de Tiempo destrozado), de la voz de una costurera que quién sabe cómo semeja el croar de un sapo, o de sombras indiscernibles en la oscuridad de una construcción antigua (el extraordinario “Música concreta” y “El jardín de las tumbas”, de Música concreta). Ya no hay modo de retomar el sueño, y todo en la vida se fractura, sin que la luz del sol sea poderosa para diluir el espesor de estas perturbaciones. Ante los gestos de duda de amigos y parientes, que sospechan un desorden puramente nervioso, los personajes no llegan a conocer otra respuesta sino el decaimiento y el fatalismo.

Aunque estos cuentos dejan resquicios abiertos para una interpretación sobrenatural (y hay ejemplos en los que la hesitación de lo fantástico queda definitivamente del lado de lo maravilloso, como en “Estocolmo 3”, de Árboles petrificados, 1977),  creo pertinente leerlos como agudas metáforas del insomnio. Los afanes y exigencias de la ciudad moderna han roto con los antiquísimos ciclos de la vida humana mandados por la luz del día: las horas del dormir se ven crecientemente aminoradas. A la par de este desajuste, el ser humano no ha logrado dejar atrás su pavor atávico de la oscuridad, ese trecho azaroso en que la sola pervivencia está en peligro ante inasibles potestades. Y más aun: la imposibilidad de dormir y descansar viene espoleada por inseguridades en la familia y el trabajo, por abandonos, pérdidas, quebrantos de cara a patrones de vida y conducta propios de la existencia urbana o en general exigidos por las convenciones sociales, y que resultan difíciles de cumplir en su entereza para cierta clase de temperamentos sensibles. En “Música concreta”, Marcela, abatida al descubrir el adulterio de su esposo, trasfigura en su mente los rasgos de la supuesta amante, una costurera, hasta dotarlos del cariz avieso de un anfibio. El croar de su adversaria de amores certifica su derrota ante la presión de sostener viva su unión; ese sonido deviene una música atroz, densa hasta casi llegar a la materialidad y volverse, así, perceptible para otras personas. La madre del narrador en “El espejo”, por su parte, tiene las visiones nocturnas a partir de que su hijo, con quien lleva un vínculo de tufo incestuoso, la recluye en un hospital para salir a un viaje de semanas. El insomnio, así, se proyecta en horripilantes presencias invasivas que los protagonistas no reconocen como nacidas de sí y que, al paralizarlos con la sugestión de estar encarando potencias espectrales, los destrozan por dentro.

Ahora bien: no todo ocurre en el ominoso flujo de la noche. Hay otros cuentos de Amparo Dávila en los que la otredad enemiga tiene energía y voluntad bajo la luz. Se trata en estas instancias de un ser nunca dibujado con precisión, al que se le han franqueado las puertas de la casa. Pudiera ser un niño recogido por caridad o un par de mascotas indomeñables (“El huésped” y “Moisés y Gaspar”, de Tiempo destrozado) o un hermano nacido con vehementes trastornos mentales (“Óscar”, de Árboles petrificados). No es dable siquiera describir los rasgos de estos seres, mitad animales mitad humanos, porque, además, se hallan siempre pujantes, en movimiento, y esa impulsividad da pie a la ansiedad y el pánico. Hay un punto ciego en su existencia que abona a la percepción exigua, descompuesta, de quienes los sufren: lo único cierto y contundente son las repercusiones tremebundas que dejan en el ánimo y el vivir de sus anfitriones. No es arduo identificar en estas agresivas formas de la otredad desdoblamientos de la propia psique; en ellas cobrarían carne aparente los ímpetus de autodestrucción con que el individuo desea fustigarse por faltas no asumidas como tales, o por lo menos no desde la consciencia: el odio al esposo (“El huésped”), la inclinación incestuosa entre hermanos (“Moisés y Gaspar”), el haber abandonado a la familia para mudarse a la gran ciudad (“Óscar”). El ejemplo más escabroso de estas existencias se halla, creo, en “Alta cocina”, de Tiempo destrozado, uno de los textos más antologados de la autora; en dos apretadas páginas, un hombre recuerda cómo, en su infancia, unos inquietos animalitos, jamás delineados con presteza, aullaban interminablemente mientras se les cocinaba, pues no eran otra cosa que el delicioso alimento preferido de su familia y de todo el pueblo.

Es posible, así, identificar en esta ficción una deriva: la identidad se halla sujeta a un proceso de vulneración. Esta pauta conoce en la obra de Dávila, en efecto, otras variantes. La escisión interior puede darse, con el recurso tradicional del Doppegänger, en un caso de violencia de género: un amante despechado ve cómo otro hombre, un Mr Hyde de sí mismo, asesina a la mujer que se ha resistido a consentir sus avances (“Final de una lucha”). Otros ejemplos son el de un hombre aturdido por la obligación de buscar un nuevo departamento y quien entrevé la ensoñación escapista de convertirse en árbol (“Muerte en el bosque”, de Tiempo destrozado), o el de un voraz hombre de negocios que luego de una férrea enfermedad, cuando ya se ha obsesionado con la noción de su propia muerte, cree ver en la calle el paso de su cortejo fúnebre (“El entierro”, de Música concreta). No hay una inclinación por el diálogo interior ni por el certero conocimiento de sí en estos personajes; su vida anímica está subyugada por instintos básicos de ataque o huida que poco a poco suprimen hasta el mínimo imperio de sus dotes racionales.

Observo en este quebrantamiento de las claves esenciales que sostienen la identidad una lectura crítica de dos pilares de la sociedad moderna en que el México capitalista del medio siglo —en plena fase de estabilidad social, crecimiento urbano y galopante industrialización— se estaba convirtiendo: el matrimonio y el trabajo. Es frecuente hallar en Dávila a mujeres infelices por vivir en uniones desastradas, sin pasar nunca por la ternura y con una fatigosa cuenta de labores y cuidados domésticos (“Representaba para mi marido algo como un mueble, que se acostumbra uno a ver en un determinado sitio”, informa la narradora de “El huésped”). En “El último verano” (de Árboles pretrificados), un ama de casa ya llena de hijos queda embarazada; afligida, piensa que un bebé más no implica sino más cansancio y desasosiego. Luego de abortar, sin embargo, en un delirio forjado por la culpa se ve atacada por animales extraños en los que habría subsistido la vida del feto. Aunque la sociedad las señala como metas para la felicidad de cualquier adulto, la conyugalidad y la familia se dejan ver al fin como trampas que asfixian y propician la anulación del individuo, sobre todo de la mujer, en mucho por no contar con parejas comprensivas sino con esposos machistas y desentendidos. Algo similar se da con el trabajo: Dávila pone mayormente la mirada del lado de quienes —mujeres u hombres— viven explotados al hallarse bajo la presión de evitar el despido para no perderse en la precariedad; su dedicación a la oficina, por más que ejemplar, no los exime de la sospecha, el desvío, la posible falla inadvertida y fuera de su control.

No es menor el mérito de Dávila: en tres breves tomos registró, con espeluznantes metáforas, los desarreglos de la mente a que da nacimiento una sociedad fracturada en sus ámbitos nodales, el hogar y el empleo. La movediza imaginación de la autora zacatecana, quien con tardía justicia recibe este martes 15 la Medalla de Oro de Bellas Artes, sigue siendo expresiva de los poderes con que la palabra literaria divulga la fiereza del terror a que la psique humana se ve sometida en los inclementes, inmorales entornos de la vida moderna. Como dice un misterioso personaje del cuento “El patio cuadrado”: “el caos de adentro se proyecta siempre hacia afuera”.

Manuel Puig a un cuarto de siglo de su muerte

13/Diciembre/2015
Jornada Semanal
José María Espinasa

Hace veinticinco años, en 1990, murió en Cuernavaca Manuel Puig (1932). El autor de Boquitas pintadashabía escrito con su obra maestra El beso de la mujer araña en 1983, el cerrojazo de la época dorada delBoom latinoamericano, iniciado en 1963, con La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa (1936), él único sobreviviente de ese período dorado en el que abundaron las obras extraordinarias. Los cinco lustros transcurridos desde su fallecimiento, a la vez que han señalado el papel que Puig tuvo en aquel momento narrativo, también han hecho que nos olvidemos un poco de él. Algunos libreros y editores me dicen que tiene lectores constantes y que sus libros siguen circulando; mi sensación es sin embargo que se le lee poco y está un tanto olvidado.
Puig, discretamente, había buscado en nuestro país refugio contra las amenazas que pendían sobre él en la Argentina de la violencia y la dictadura, y en el clima benigno de la ciudad de la eterna primavera una defensa contra su frágil salud. Debió ser doloroso para él sentir que no podía ni vivir en ni regresar a su país, pues es evidente que más allá de su actitud y formación cosmopolita estaba muy ligado a su tierra.
La muerte temprana de Puig, cuando aún no cumplía sesenta años, lo ha hecho conservarse como elautor joven del Boom, con una frescura admirable en sus libros y una condición de niño travieso permanente, algo que comparte con un amigo y compañero de aventuras cinematográficas, Fernando Vallejo, outsider fascinante del período posterior a El beso de la mujer araña. Para los autores del Boom, el cine es una fascinación y un espejismo, un camelo y una trampa, una vocación imposible que sin embargo condiciona y fertiliza su escritura. Vargas Llosa tuvo en algún momento la tentación, desafortunada, de dirigir la adaptación de Pantaleón y las visitadoras; Gabriel García Márquez intentó una y otra vez ver en la pantalla sus ficciones con la misma calidad que en el texto y lo consiguió a cuentagotas; Cabrera Infante, como Puig, pero de manera muy distinta, hizo del celuloide y su trivia la savia vital de sus libros y su vida. Bioy Casares, Carlos Fuentes, José Donoso…, quién no tuvo un momento de idilio con el cine que condicionó sus novelas.
Puig estudió cine en Roma para descubrirse novelista y El beso... es uno de los homenajes literarios más profundos al invento de los hermanos Lumière. Qué admiraban esos novelistas en la pantalla: ¿las posibilidades técnicas de otra forma de la narrativa, los arquetipos que creaba en el imaginario popular en su breve existencia, las posibilidades de alcanzar un público de enormes proporciones, el placer recuperado de una Scherezada colectiva? De todo un mucho.
Para el narrador argentino el cine clásico de Hollywood, pero también el cine de rumberas, el tango y la canción ranchera daban un tono delirante al sentido trágico que muchas veces se perfila en las películas y en las canciones. Hay en esa cultura popular una retórica que entusiasma y dota de colores y anécdotas al escritor que busca sin duda esa condición, en palabras de José Alfredo Jiménez, de un mundo raro.
No entenderíamos la literatura, y en especial la escrita en español, sin esa fascinación cinematográfica. Y, sin embargo, el tiempo, su manera de ocurrir y de durar no era la misma, de allí que sea muy difícil llevar sus novelas a la pantalla. Tal vez la mejor adaptación de obras del Boom sea El lugar sin límites, dirigido por Arturo Ripstein, en la que Manuel Puig colaboró como guionista. Lo que hace una buena película, como una buena novela, no son las virtudes de su anécdota, sino la elección de un tiempo narrativo, de una forma de la duración. Así, la pregunta que no nos han respondido ambas formas narrativas –cine y texto– es cómo abordar el guión cinematográfico. Su carácter de instrumento subsidiario de una obra futura (la película) lo condena a tener un carácter embrionario y no poder ser juzgado en sí mismo.
A la vez, guionistas como Hugo Argüelles o Rafael Azcona es evidente que tienen una condición de autor en sus libretos, por no hablar de Dalton Trumbo en inglés o de Marguerite Duras en francés. Si un buen guión da una mala película, nos obliga a olvidarnos de la última para recuperar el primero como obra autónoma. Y si un guión da una buena película solemos olvidarnos de él. Complejo callejón sin salida. Y hay además un problema adicional: los guiones no filmados, peculiar trastienda de los escritores que no alcanza el interés sino en muy contados casos, de los diarios, cartas y borradores de novelas no concluidas.
En algunos casos es natural: Josefina Vicens es autora de dos novelas y los muchos guiones que firmó es probable que no los escribiera ella sino acaso sólo los supervisaba. José Revueltas trabajó en el cine y si bien esa cercanía influyó en algunas técnicas narrativas de sus novelas, siempre lo consideró un trabajo alimenticio y por eso no forman parte de sus “obras completas”. Puig, en cambio, sí tuvo en sus trabajos para el cine una relación vocacional muy intensa en la que se jugaba no sólo su anhelo juvenil, sino toda una estética formada por la frecuentación de la sala de cine. Es decir: una mitología.
El guión es entonces un estado larvario de la obra, un acto en potencia de aquello que le dará cumplimiento, pero cuando ese guión no se filma o cambia de estatus por la muerte del autor y se vuelve texto póstumo, su potencia implota y nos permite vislumbrar qué es lo que buscaba un autor en su obra futura y ya no escrita, pero también en la escrita previamente. El carácter provisional del guión hace que el escritor esté más expuesto, más visible, más desnudo en sus intenciones.
¿Ha cambiado la actitud de los escritores ante el cine? No en realidad, aunque la fascinación ha tomado otros rasgos. Sigue siendo, sin duda, una referencia inmediata de los múltiples cauces narrativos contemporáneos. Se mantiene también, aunque de manera restringida, como un espacio laboral, aunque son menos los escritores que aspiran a dirigir películas. También ha cambiado la manera de mirar sus mitologías. Pueden ser incluso los mismos referentes, por ejemplo, Rita Hayworth. En 1968, Puig se dio a conocer como novelista con La traición de Rita Hayworth. Hoy, casi cincuenta años después, Sandra Lorenzano publica La estirpe del silencio. Dos espléndidas novelas con el mismo referente y un tono y una actitud absolutamente distintos.
Estas desordenadas reflexiones sobre el cine, la literatura y el guión responden a la reciente lectura deAmor del bueno y otras tramas mexicanas, guiones que la Secretaría de Cultura de Morelos y el Conaculta han puesto a circular en estos días en libro. Y como una manera de recordar a uno de los grandes narradores de nuestra lengua a veinticinco años de su muerte