domingo, 13 de diciembre de 2015

Cuadernos del Viento

13/Diciembre/2015
Confabulario
Huberto Batis

Carlos Valdés (1928-1991), con quien fundé Cuadernos del Viento, también era de Guadalajara y muy amigo de Emmanuel Carballo. Él nos presentó en El Colegio de México en una reunión de becarios de don Alfonso Reyes; se habían conocido en un concierto en el Teatro Degollado y eran condiscípulos del Instituto de Ciencias de Guadalajara. Intentaron hacer una revista que se iba a llamar Dadá. Valdés era hijo de una familia de mineros e industriales, y su papá había sido vendedor de todo; él trabajaba en una imprenta que hacía etiquetas de todo tipo: chocolate, tequila… Su mamá era lectora, igual que su abuelo materno. De ahí venía su afición por la literatura.

Carballo había llevado a Carlos Valdés a la Revista de la Universidad de México, en donde él y Carlos Fuentes eran jefes de Redacción. Cuando ellos se dedicaron a la Revista Mexicana de Literatura, Jaime García Terrés, director de la Revista, nombró jefe de Redacción a Juan Martín y como secretarios a Juan García Ponce y a Carlos Valdés. Luego García Terrés me encargó la revisión de estilo y la corrección de pruebas. Para mí ese fue una gran oportunidad. Tenía que leer dos o tres veces el material tan rico con el equipo que había en la Imprenta Universitaria y me ayudé a la formación de páginas.

Carlos Valdés era cuentista y novelista. Tenía un relato de un hombre que se enamoraba de un maniquí en una tienda de aparatos ortopédicos que estaba en el Centro. Era una mezcla sádica, masoquista, erótica de un maniquí al que le ponían una pierna de palo, y sin un brazo, un maniquí al que se le veía el cerebro y tenía un corte por donde podían sacarle el corazón y otros órganos. Su primer libro se llamóAusencias y se publicó en una colección que dirigía Juan José Arreola que se llamó Los Presentes. Arreola los cosía él mismo y los planchaba para que quedaran mejor. Estaban hechos a mano, como un arte, pero en realidad era pobreza; no tenían dinero para pagar una imprenta que cosiera los libros.

Yo estaba en primer año de la Facultad de Filosofía y Letras y escribía cuentos y poemas que publicaba donde podía. Por ejemplo, en el suplemento cultural de El Nacional, que dirigía el poeta Juan Rejano o con Sergio Galindo en la Universidad Veracruzana. Pero Carlos Valdés y yo empezamos a quejarnos de que no teníamos dónde publicar y decidimos hacer una revista a la vez de independizarnos de nuestras familias. Nuestra revista se llamó Cuadernos del Viento. Debió haber sido Cuadernos al Viento porque queríamos decir: “que el viento nos lleve a todo partes”. Pensábamos ponerle Ehécatl, como se dice “viento” en náhuatl, que hubiera sido peor todavía. Por suerte se impuso la cordura. Con todo este aprendizaje nos organizábamos en la imprenta de Manuel Marcúe Pardiñas, donde se hacía Política, una revista muy crítica al presidente Díaz Ordaz.

Decidimos que la suscripción anual a Cuadernos del Viento costaría 50 pesos. Un ojo de gringa –así le decían a los billetes de 50 porque eran azules–, era mucho dinero. Mis condiscípulas vendían las suscripciones a sus familiares, amigos y a los profesores. Publicamos poesía desde el primer número, pero lo que nos llamaba más la atención era la narrativa. Seguimos como modelo unir gente de todas las creencias, partidos, estéticas y rumbos, que no hubiera predilección de ninguna especie. Optamos por hacer una revista de jóvenes, abierta a todo. En Cuadernos del Viento empezamos a publicar incluso novelas por entregas, como se había usado en el siglo XIX.

La publicidad nos la dieron la UNAM, Bellas Artes, la Secretaría de Hacienda, el Fondo de Cultura Económica, Editorial Era y la editorial Joaquín Mortiz. Pagaban mil pesos por página y eso nos ayudó a cimentar la parte económica de la revista. El segundo año nos dimos cuenta de que debíamos intensificar la publicidad. Vender una revista en las librerías es una ilusión. Nadie compraba revistas en las librerías. Para estar en puestos de periódicos debíamos tirar más de mil ejemplares y la Unión de Voceadores pedía un número gratis que ellos iban a vender sin pagarte nada.

Valdés también era un iluso. Quería triunfar por sí mismo. Tenía una mujer que sabía inglés. Ella le traducía sus textos y los enviaban a Estados Unidos, a ver dónde pegaban, pero no pegaban en ninguna parte. Quería que Cuadernos del Viento se convirtiera en una empresa y no había manera de convertirse en nada importante. También era muy fantasioso. Cuando vivíamos juntos abría la ventana y gritaba hacia la noche: “Te amo, te amo”. “Mira, han contestado por ahí”, decía. Pero lo que le contestaban era: “¡Chinga a tu madre, cabrón! ¡No estés chingando!”. Y en una ocasión me dijo: “Tocan la puerta. Debe serLa Inesperada. ¡Ah, Inesperada! Adelante, pase usted”. Y entró un fantasma y cerró la puerta. Y dijo: “Mira, ha llegado La Inesperada”. Y así un día llego una mujer con la que se casó. Pero yo lo hice antes, y él se tuvo que cambiar al otro piso.

Cuando terminó el primer año de Cuadernos del Viento apareció una crítica de Juan Vicente Melo en laRevista Mexicana de Literatura que tituló irónicamente “Lo que el viento se llevó”. O sea, los Cuadernosse perdieron en la nada, el viento se los llevó, arrasó con todo. Melo pertenecía al grupo de la Revista Mexicana de Literatura, que para ese entonces dirigía Juan García Ponce con un selecto grupo en la Redacción, donde estaban Jorge Ibargüengoitia, Inés Arredondo, José de la Colina, Gabriel Zaid, Rita Murúa y otros.

Decía que para qué hacíamos una revista de mil ejemplares cuando estábamos diciendo que el viento nos llevara. Nos criticó ferozmente, pero desde el punto de vista elitista por publicar a artistas desconocidos y plebeyos, como José Agustín,  Parménides García Saldaña y Gustavo Sainz, en vez de publicar a Juan García Ponce, Salvador Elizondo. No es que fuéramos democráticos, pero estábamos en contra de los grupos cerrados. El grupo de Jaime García Terrés era cerrado, el grupo de la Revista Mexicana de Literatura era cerrado. El de Benítez, México en la Cultura, era la mafia, cerradísimo. A Benítez le decíancapo de la mafia.

Poco después Carlos Valdés abandonó la revista. Se sintió afligido por la burla de Melo, a quien yo contesté línea por línea. Seguramente en la Revista de la Universidad le hacían burla, siempre en broma, pero eso duele. Sentí mucha tristeza que no apareciera el nombre de mi compañero de aventura y lo mantuve un tiempo. Eso fue el segundo año. La revista duró cinco años más. Nadie llegó a ocupar el lugar de Carlos y me di cuenta de que tenía que hacer la revista yo solo. Nadie me ayudaría. Al final invité a Esther Seligson a que me ayudara a conseguir suscripciones, anuncios y a administrar el dinero de la revista.

Seguí haciendo Cuadernos del Viento y después me invitaron a la Revista Mexicana de Literatura, la que nos había criticado. Ahí éramos los exquisitos y nos permitíamos rechazar textos de escritores valiosísimos de todo el mundo. A mí me publicaban  colaboraciones, traducciones y lo que podía conseguir. García Terrés tenía celos de que nosotros publicáramos materiales que él podría publicar en laRevista de la Universidad.

Al final mis maestros Agustín Yáñez y José Luis Martínez llegaron a secretario de Educación y a la dirección de Bellas Artes. Me fui a trabajar con ellos, cuando me encargaron la Revista de Bellas Artes; decidí dejar Cuadernos del Viento a un grupo de compañeros míos. Nunca se pusieron de acuerdo y la revista se perdió. Había iniciado la segunda época de dos números.

Los cambios de las instituciones políticas, de gobierno, alteran las cosas. En  1966 viene la caída del rector Ignacio Chávez y la llegada de Barros Sierra. El cambio del rector cambia al director de Difusión Cultural y éste cambia las políticas culturales. Eso ha sido siempre. Jaime García Terrés fue nombrado embajador en Grecia y dejó la Revista de la Universidad en otras manos. Fue cuando llegó Gastón García Cantú a tratar de “poner orden” y vino la persecución de Juan Vicente Melo, quien dirigía La Casa del Lago, espléndidamente.

Vientos de Fronda empezaban a soplar.

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