domingo, 4 de octubre de 2015

“No tengo por qué callarme ahora”

4/Octubre/2015
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

La casa de Hugo y Lucinda me conmueve. Ahora miro a la pareja, la primera, la de a de veras, Hugo y Lucinda el uno al lado del otro, hombro con hombro, los dos frente a mí, Lucinda, Hugo, el hombre y la mujer que forman “la familia del hombre”, la multitud que de ellos desciende, la que viene atrás; ellos son esa multitud de seres esperanzados, Hugo y Lucinda encabezan la manifestación y me pregunto por su amor y por lo que han vivido, sus largas misiones diplomáticas en Roma, Londres, Washington, Madrid, Río de Janeiro, Atenas, San Juan de Puerto Rico. ¡Con cuánta gallardía han representado a México!
[…]
Los recuerdos más sentidos y personales de Hugo son para el Actor’s Studio de Elia Kazan que en Nueva York lo convirtió en actor; para Ionesco y La cantante calva, que Hugo montó en el Teatro de la República en Querétaro; para Rafael Alberti, quien le hizo un poema; Félix Grande, especialista en flamenco; don Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Rita Macedo y Cecilia, que vivieron con él en Londres; José Carlos Becerra, el joven tabasqueño que salió de una curva en su coche camino a Brindisi y encontró la muerte; Sergio Pitol, Manuel Puig y su madre Male en Río de Janeiro; Carlos Drummond de Andrade y Joao Cabral de Melo Neto, y sobre todo para su gran, gran amigo Carlos Monsiváis.

“La inteligencia universal enriquecida por una memoria verdaderamente prodigiosa” de Carlos Monsiváis, es la que más falta le hace. Hugo y Lucinda albergaron a Monsi en la Inglaterra de John Lennon, “Give peace a chance”, “All you need is love”; lo cuidaron, consintieron, aguantaron y llevaron al cine durante meses. A José Gorostiza, “yo lo quise mucho”, como hoy busca a sus amigos en la Academia de la Lengua, Margit Frenk, Eduardo Lizalde y Jaime Labastida. También en Puerto Rico, Hugo hizo una muy buena amistad con Luce y Mercedes López Baralt y Carmen Dolores Hernández, así como Rosario Ferré y su prima Olga Nolla, que por desgracia murió.
Como es un extraordinario actor y sigue pareciendo un personaje chejoviano igualito al tío Vania de El jardín de los cerezos, el polaco Ludwig Margules sigue siendo para él una presencia. Con Gurrola montó Lástima que sea puta, y participó en Roberte ce soir, de Klossowski, una obra que causó escándalo y ahora podría figurar en Rosas de la infancia, de María Enriqueta.
[…]
Cuando Rafael Tovar y de Teresa invitó a Hugo Gutiérrez Vega a hablar ante el presidente Peña Nieto en el veinticinco aniversario del Conaculta, Hugo, hombre de izquierda, militante activo de Morena y partidario de Andrés Manuel López Obrador, respondió: “Con todo gusto, Rafael, pero diré lo que pienso. Toda la vida lo he hecho, no tengo por qué callarme ahora.”  “Claro, tienes absoluta libertad”, respondió el director del Conaculta. Hugo no quería escandalizar ni jugarle al radical, pero sí condenar la actual política de México regida por el PRI. Almeida Garret, el escritor favorito de Saramago, un constitucionalista portugués de mediados del siglo XVIII, llamó “barones” a todos los miembros de la política capitalista. Los barones son los jerarcas católicos, los banqueros, los empresarios, los senadores y diputados (que ahora reciben 225 millones de pesos por “subvención especial”). “Gobierno que deja comer de más a sus barones es mal gobierno”, dice Almeida Garret. El gobierno mexicano no sólo deja comer de más a sus barones, sino que se alía con sus socios, empresarios y políticos, para despojar al país de sus bienes.
Hugo habló de reformas constitucionales, sobre todo la energética, y de la necesidad de un debate con científicos e intelectuales para aprobarlas. Hasta la fecha, Peña Nieto ni siquiera ha respondido a las diez preguntas del mejor director de cine de México, Alfonso Cuarón, ni ha mostrado respeto por el acto de ciudadanía del ganador del Oscar.
La lista de premios que Hugo ha recibido no tiene fin y hasta aburre. ¿Dónde guardar tantas preseas, tantas copas, medallas, galardones y diplomas? Entre todos, el único que conserva a la vista es el de su hija Mónica, que en Londres tenía que ir al dentista. Como se portaba muy bien, no gritaba ni le mordía el dedo, al término del tratamiento el médico inglés le dio un diploma de letras doradas: “To Mónica Gutiérrez Ruiz, for distinguished conduct on the dental chair”. Hugo se enceló y reclamó: “Yo también quiero un diploma así.”
Siempre fue un jefe alto y hermoso, un rebelde al que expulsaron del PAN. Desde entonces, lo tachaban de comunista (como tachan a cualquier joven idealista) y lo corrieron por tener ligas con la Revolución cubana y por apoyar al líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo en su huelga de 1959. De la cárcel de Mérida tuvo que exiliarse a Belice. Y de ahí en adelante, joven fogoso y lúcido, siguió desafiando al sistema de prebendas y al tejido de corrupciones que caracteriza al México actual, como lo hizo en Querétaro, frente a los latigazos del todavía incomprensible y absurdo Diego Fernández de Cevallos.
Quien lo condujo por el camino de la diplomacia fue el gran poeta José Gorostiza, su amigo y compañero poeta. “Ponga tierra de por medio, Hugo; la derecha nunca es inventada”, le dijo el entonces presidente Adolfo López Mateos. “Una frase muy sabia, muy certera”, reflexionó Hugo en esos días de persecución y cárcel.
A sus ochenta años ejemplares, Hugo Gutiérrez Vega asegura que las mayores alegrías de su vida han sido sus nietos, verlos crecer. “Tengo uno que ya anda por los dieciocho años y es muy buen rockero, Bruno, hijo de Lucinda, y tengo a Rita, hija de Mónica, mi hija que murió a los cuarenta y cuatro años. Rita cumplió quince años y le gusta la pintura. También tengo a los tres de Fuensanta, que viven cerca de Nueva York: Gabriel, un futbolista muy exitoso, y los gemelos Nicolás y Fiona, quien se dedica a la danza. Nicolás es un filósofo desde que tenía nueve años. Gabriel también lo es, y me ha enseñado muchas cosas. Cuando era pequeño lo vi pasar a mi lado y le pregunté: “¿A dónde vas, Gabo?”
–Voy a mi cuarto a encerrarme para ver si entiendo.
Le respondí: “Voy a hacer lo mismo que tú. Voy a mi cuarto a encerrarme para ver si entiendo.”
*Fragmento del prólogo al libro Hugo Gutiérrez Vega, itinerario de vida,
de Angélica María Aguado Hernández y José Jaime Paulín Larracoechea

sábado, 3 de octubre de 2015

Estar aquí y estar de viaje

3/Octubre/2015
Laberinto
José Javier Villarreal

Tuve la enorme suerte de conocer a Hugo y a Lucinda, de comer con ellos, de caminar, conversar y entregarme a un estado de contemplación en que el cariño de ella y la magia sapiencial de él hacían que me encontrara cómodo en cualquier sitio u hora que compartiera con ellos. La penúltima vez Hugo habló sobre Wilde, y Lucinda, pasado un buen rato, me lo encargó y se retiró a descansar. Lucinda era la presencia que nos construía el paisaje propicio, la zona afectuosa, donde el milagro era cosa de tiempo. Hugo me contó todo sobre Wilde y, a la menor provocación, desplegó un mapa sobre la poesía griega, polaca, rumana, y yo no hice más que asombrarme y asombrarme. La última vez que los vi mi amor y respeto por ellos ya era total y gozoso. Hugo y Lucinda se convertían en mi familia cuyo afecto e inteligencia me vulneraban. Hugo ahora ya no está, pero su poesía y Lucinda nos guían como la prueba de vida que son, que me son tan necesarios. A finales de 2013 tuve la suerte de leer y presentar Los pasos revividos (Vaso Roto Ediciones, Madrid, 2013, 112 pp.), libro que me acompaña y protege. Ahora, en este septiembre que finaliza de 2015, lo releo como la veta de luz y vida que es. Nuestra deuda con Hugo es inmensa, como su sabiduría y cordialidad. Me quedo con esos poemas suyos que ahora, desde hace tiempo, son nuestros.

***
He leído con atención, que es decir, con mucho detenimiento, Los pasos revividos, de Hugo Gutiérrez Vega. Las lecturas se han repetido bajo el pretexto de una mejor compresión; pero estas reiteradas lecturas —pluma en mano— han estado condicionadas por el deseo, un placer de ir recorriendo y haciendo mía la isla cantada. La isla se me ha vuelto conocida, y bajo esa proximidad me alude. Es y no es, pero es una geografía tan íntima que me produce vértigo, una sensación de inseguridad, un estado de desasosiego próximo a todo paraíso perdido. Pero no podemos seguir avanzando, si es que lo estamos haciendo, sin aferrarnos a la única tabla que flota sobre la superficie del océano, la voz del poeta, la expresión que domina con su presencia:

            Hoy he sentido un amor terrible, un poco deshabitado, tenuemente
desesperanzado… un amor como esos días de lluvia sobre el mar, con los perfiles
desdibujados y la niebla apoderada del horizonte gris. Pero es un amor y por eso
importa. Las palmeras se inclinan al paso del viento, apenas hay jirones de azul y
por obra y gracia de ese amor sin forma sigo escribiendo mientras la noche
encuentra su camino.

Ahora sé que lo que me ata y llama es la poderosa fuerza del amor. Es el Mediterráneo, pero es un espacio plomizo que se funde, que me hace suyo. La línea del horizonte está muy cerca, tanto que la podemos tocar con la punta de los dedos. Todo se acerca, los rostros, las voces, los cuerpos, los gestos y sus silencios; pero lo que más se carga es la ausencia que se remansa en estos cantos, en estas islas que conforman la presencia incuestionable de una isla que es el escenario sentimental donde transcurre mi aventura. Estoy ante presencias, sujetos que me rodean. La diáfana luz que creí percibir en un principio se me ha vuelto gris; los paisajes —tanto interiores como exteriores— obedecen a una luz opaca que difumina y evidencia como en esas tomas lluviosas, otoñales e invernales que veo en las películas de Angelopoulos, que me rodean en los monólogos de Ritsos, en ciertos poemas de Seferis o en algunos umbrales de Cavafis. No cito a Elytis por parecerme obsesivo en su resolana. No creo estar divagando, al contrario, me estoy arropando en un espacio que Hugo Gutiérrez Vega me presentifica, me impone, despliega al transitar esta estación de Amorgós, primer apartado de la arquitectura de este libro. Pero no olvidemos, yo no puedo hacerlo, que es el amor lo que nos mueve; entonces, el yo poético, que somos quienes leemos, dice: “me dejó, adolorido y deslumbrado, a merced del misterio”. El tono va subiendo, lo invisible se manifiesta y nos trastoca, lo implícito se adueña de un discurso que rebasa la anécdota y los personajes nos delatan, nos integran. Ya estamos a merced de todos nuestros fantasmas.

Soy rico y poderoso, señor extranjero,
el más rico y el más poderoso
de esta casa en donde vivo solo.

Murilo Mendes, en un memorable y sabio aforismo, sentencia: “Todos tienen una misión, pero no todos tienen una misión excepcional”.
Hay una edad, un momento en el camino de la vida, en que nos encontramos pasos adelante de ese justo medio, de esa promesa que se nos va quedando atrás. Es el otoño, la ruta que nos lleva bajo “Los soles griegos”, segundo apartado en el que las concesiones brillan por su ausencia. La ausencia se nos ha vuelto vida, memoria que nos sostiene. La vida de todos los días se nos muestra ya que

            Las sinrazones nos permiten vivir todos los días como si fueran los únicos. Son
intransferibles, pero no siempre sabemos identificar lo irrepetible de sus rostros.

Cada día tiene impenetrable originalidad que su misterio rebasa las precisiones del
calendario, va más allá de las predicciones, oráculos y horóscopos.

No hay nada más misterioso que el día de mañana.

Por eso lo esperamos, sabiendo que nuestros ojos, si lo logran, inauguran, con el
primer sol, un mundo siempre desconocido.

Debemos llegar sin miedo a ese acontecimiento,
pues los días son totalmente nuevos,
pero también absolutamente inocentes.

Y ante esta claridad el poeta canta la vida de todos, de esa inmensa mayoría que no sabe del poeta ni del poema, pero que un día, en esta o en otra vida, con conciencia o sin ella, se leerán en la épica íntima del discurso lírico, de ese testimonio sentimental que nos aglutina, aquello que al decir de Quevedo “permanece y dura”; esa memoria emocionada que puebla el mundo del sujeto, ese cruce de miradas donde la epifanía se hace presente. El milagro, el milagro de la vida cotidiana, aquella que transcurre y sostiene y da sentido al mundo; ya que ahora sabemos que

Una columna trunca, rota, sola
basta para sentir una ciudad.

La intensidad del lenguaje ha hecho que las frases, los golpes de voz, las metáforas e imágenes, nos sean intraducibles. El lenguaje poético ha optado por el verso, sin desdeñar la prosa, por la agudeza y la síntesis. Los poemas ya no hablan, presentan todo aquello que nos rodea y constituye, una sentimentalidad desde dónde habitar el mundo. La belleza es tal que nos duele, se nos descubre como la huella viva de lo terrible, pero el poema, desde su composición, da forma, presentifica un rostro que nos ve y, a veces, vemos. La materia, que es la lengua, produce aquello que no estaba antes, pero que ahora, al haber leído el poema, nos acompaña, es nuestro. Más realidad a nuestra realidad.

            Supongo que a veces
            te duele esta belleza
            y lloras ante el espejo fascinado.
            Ten compasión de ti misma
            y de todos los heridos por tu vista.
            Agradece al cielo esta belleza
            y entrégala a los ojos del mundo
            con la terrible sencillez
            de las orquídeas que se abren
            en la noche de la selva,
            rodeadas de serpientes.

Estamos viendo porque asistimos al cuadro, porque vemos el poema y el jardín está ahí con su fuerza constante.
Hablamos de una isla, luego de una épica íntima, particular; ahora estamos, tal parece, ante el caudal de lo social, de lo que involucra a toda una comunidad. Pienso en ciertos poemas de Seferis en que la tradición se remansa, en Cernuda con sus alter egos que pronuncian el soliloquio que a todos nos atañe, en los personajes históricos que se mueven en los monólogos de Álvaro Mutis. Sin embargo, en “Cantos del despotado de Morea”, tercera y última sección del libro, la paradoja nos hace presa de su peso y sabiduría. De pronto me da por pensar en Tamerlán el grande, de Cristopher Marlowe; en ese dolor tan hondo que no le cabe al protagonista y tiene que compartirlo con el pueblo todo por medio del horror y la barbarie. Aquí se trata de una negación, de una derrota que no se puede asumir y se confunde con una pesadilla que se ha de disipar con la llegada del alba. Ahora me da por pensar en el Cantar de Roldán, del abad Turoldo; otro poema a partir de una derrota poblado por héroes históricos y literarios que nos cantan desde el dolor. Pero la pesadilla es la historia sentimental de una voz que va recogiendo todo a su paso, un río emocional que se involucra con todos los sedimentos, con los materiales que el río arrastra. Volvemos a lo íntimo, a ese rostro que nos ve y vemos en el reflejo del poema. Las grandes aventuras, que no fueron —ciertamente— tan grandes, pero sí hondas en sus consecuencias, han pasado y son nuestra historia. Estamos más allá de la mitad del camino de nuestra vida y las cicatrices nos otorgan una corporeidad emocional desde la cual es posible pronunciar versos tan densos, fuertes y necesarios, como los siguientes, líneas medulares que nos obligan al silencio, al eco de todo lo vivido y con lo cual habremos de continuar:

            pero pensar en los demás,
            en los arrebatados por la muerte,
            es pensar en nosotros.
            Somos el mismo río que va pasando,
            lo dicen los poetas,
            el río es inmenso y en su seno oscuro
            habitan las tinieblas,
            sin embargo, debe haber una luz imperceptible
            al fondo del fracaso,
            una luz que encendieron los amores,
            una luz que vacila y permanece.

No me queda la menor duda de que esta “luz que encendieron los amores”, “que vacila y permanece”, es la que alumbra y canta lo nombrado y celebrado en este libro de Hugo Gutiérrez Vega. Las historias que se han decidido y conforman la arquitectura de Los pasos revividos hablan de un viaje, de un estar y de una exposición; también creo que el viaje es un pretexto afortunado, que el estar es una circunstancia y la exposición una forma de vida; considero que este libro va mucho más allá de estos accidentes, ahonda en un vacío donde el gesto entre el lector y el autor se nos vuelve impostergable, y es así como lo vamos llenando, primero, con nuestra voz, después, con una historia sentimental que solo a cada uno de sus lectores compete.
Me congratulo de ser un lector más de este libro, de haber conocido a su autor, de estar bajo su tutela y guía. Me congratulo de ser contemporáneo y cómplice de esa pasión que sin duda es y seguirá siendo Hugo Gutiérrez Vega.

Hugo Gutiérrez Vega: “La muerte personal llega y ni cuenta nos damos”

3/Octubre/2015
Laberinto
Iván Trejo

En febrero de 2014, tras varios meses de no verlo, me reencontré con Hugo Gutiérrez Vega en la Capilla Alfonsina de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Bromeó sobre la edad (la semana anterior había cumplido 80 años), platicamos con gran ánimo con los poetas Minerva Margarita y José Javier Villarreal y acordé con él esta entrevista para el día siguiente en el Hotel Ancira. Al llegar al hotel, Lucinda, su esposa, amable como siempre, me pidió que subiera a la habitación, donde el autor de Los pasos revividosplaticó conmigo durante dos horas. Aquí presentamos un fragmento de aquella charla en la que advertí que su memoria era lluvia inextinguible.

¿A qué jugaba cuando era niño?
Era un poco solitario. Nací en Guadalajara pero muy chicos nos fuimos a Lagos de Moreno. Mis primos eran charros aguerridos, capaces de suertes prodigiosas; yo me escondía debajo de la cama. Un día me perdonaron y un tío dijo: “Está bien, denle oportunidad de que tire un píalo”. Me dieron la reata, cerré los ojos, la aventé y lacé a la tía Elena. A raíz de esa aventura, el dictamen de mí tío fue categórico: ese pendejo que se vaya a leer.

¿Cuál es el primer recuerdo de su educación sentimental?
Una prima. Con las primas se hacían comparaciones de lo que uno tenía y ellas no, y no se llegaba generalmente al extremo final. Poco después vino una sirvienta encantadora, porque fue la iniciadora, con una paciencia infinita lo sacaba a uno adelante. Se llamaba Margarita.

En Lagos de Moreno, Francisco González León significó el primer contacto con un poeta vivo, en la farmacia donde trabajaba.
González León era un poeta extraordinario, escribía en papel estraza y lo guardaba en un cajón de la botica, hasta que un día llegó Ramón López Velarde y dijo: “A ver, enséñeme esos poemas, ¿me los regala?”. Se los llevó a México y con ayuda de Pedro de Alba los publicó con el título de Campanas de la tarde. González León era un simbolista tardío.

Después se van a la Ciudad de México. Muchos años después formó parte del cuerpo diplomático de la embajada de México en Roma.
Tenía 28 años, llegamos a Roma en agosto de 1963. Regresamos a México en diciembre de 1965, cuando me nombraron rector de la Universidad de Querétaro. En Roma fui agregado cultural. El embajador era Rafael Fuentes, padre de Carlos Fuentes. Mi amistad principal en Roma fue Rafael Alberti.

¿Cómo eran las tertulias en casa de Alberti en esos años?
Maravillosas. Rafael era un histrión en el mejor sentido de la palabra. Concurrían además Pasolini, Vittorio Gassman, Vittorio Sereni, Alfonso Gato, Renato Guttuso, los españoles de paso por Roma, sobre todo comunistas. Alberti tenía casa abierta, era generosísimo, lo mismo María Teresa León, su mujer, y Aitana, su hija. De repente, a la mañana siguiente de una fiesta oíamos un quejido debajo de un sofá. Alguien se había quedado a dormir, salía de debajo del sofá, nos saludaba amablemente y se iba. Entre otros refugiados estaba Miguel Ángel Asturias, que llevaba una gran amistad con Rafael Alberti, Jorge Amado, los viejos comunistas.

En esos años van a parar a Rumania. ¿La visita tuvo qué ver con la toma de poder de Maurer?
Con Maurer vino una especie de dictablanda. Era de mano suave, mucho más inteligente que los anteriores. Los rumanos empezaban a ver teatro de Ionesco. Se pusoRinoceronte, Radu Beligan actuaba ese papel. Yo había traducido La carta perdida de Ian Luca Caragiale. Obviamente, Rafael influyó para que me invitaran, él iba también. Llegando a Rumania me enteré que los otros compañeros de viaje eran Neruda y Asturias. Recorrimos Rumania de lado a lado. Un muchachito que apenas había traducido una obra y tenía un libro de quince poemas, muchos de ellos plagios de Marinero en tierra, no podía hacer otra cosa que escucharlos y cargar las maletas. De regreso a Roma vi a don Gonzalo Losada, editor de la mitológica Losada de Buenos aires, quien me dijo: “Yo sabía que los mexicanos eran hábiles, pero no tanto. Mis lectores de poesía son Neruda, Alberti y Asturias y usted les cargó las maletas por toda Rumania; no van a poder decirle que no”. Ahí salió Buscado amor.

¿Quiénes eran los poetas italianos más cercanos a usted?
Sobre todo Pasolini. Conocí a Quasimodo, que era un personaje difícil; acababa de recibir el Premio Nobel y era más bien insoportable, muy arrogante. En cambio a Ungaretti lo traté bastante: era un viejito encantador, brincón y enamorado como Alfonso Reyes. Conocí a Montale, fui a verlo a Milán, le hice dos o tres entrevistas y hablamos sobre todo de la época fascista. Fue de los pocos intelectuales que no aceptó la credencial la tessera del partito. Conocí también a Cardarelli. A Umberto Saba no, me hubiera gustado, pero ya había muerto, igual que Dino Campana.

Durante su estancia en Roma fundó una compañía de teatro.
El grupo de teatro latinoamericano de Roma estaba integrado por dos actrices argentinas, un actor mexicano, que era mi caso, un actor puertorriqueño, una actriz venezolana y un actor venezolano. Trabajábamos en un teatro de corte que se llamaba Goldoni. Logramos alquilarlo a buen precio. La dueña era una inglesa excéntrica que salía por la mañana en patines a comprar cosas al mercado. Le caímos bien y nos rentó el Palazzo Altemps, a dos cuadras de la Piazza Navona.

Incluso llegó a actuar en una película de Pasolini.
Estaba filmando El evangelio según San Mateo. Le dije que quería trabajar con él y me citó al día siguiente en Cinecittà. Llegué muy temprano pidiendo mis líneas. Me entregaron unas alpargatas, una túnica y un tarbush. Me dieron un sándwich y una naranjada y me subieron a un camión con un grupo de gente. Yo esperaba mis líneas. Llegamos a un bosque de pinos mediterráneos, nos dieron instrucciones: caminen y al llegar al final del bosque desaparezcan por esta ladera. Yo pregunté por mis líneas, se me quedaron viendo y dijeron que obedeciera. Cuando se estrenó la película yo me buscaba como desesperado, pero no, mi papel fue como lo describe Lucinda: sombra que pasa en la lejanía.

Mientras estaba en Inglaterra, José Carlos Becerra compró un carro para ir a visitarlo.
Carlos estuvo una temporada con nosotros en Inglaterra cuando recibió la beca Guggenheim. Yo le dije: “Toma el tren, el Europass”, pero él quería detenerse en una piedra, en un camino, y se compró un Volskwagen usado en malas condiciones. Manejaba muy mal. Primero fue a España, nos mandó varias cartas, la última fue una postal. Lucinda le estaba pasando a máquina Fotografía bajo un tulipán, una prosita sobre Calcaneo Díaz, un héroe tabasqueño que era familiar de José Carlos. En la postal decía: “Carissima, por favor envíale el prólogo a mi prima Angelita, estoy cansado de esta absurda errancia de ciudad en ciudad, lo que necesito llegando es un departamento como el de Luisita, ojalá que me presentara en Roma con il commendatore Hugo, suo marito”.
Recibimos la postal días después de que murió. Esperaba con ansia una carta de Lezama Lima, le había enviado Relación de los hechos. Nos hablaba por teléfono preguntando por la carta de Lezama y yo le decía: “Ten paciencia, Lezama escribe muy lento, piensa muy bien las cosas, es un perfeccionista”. Por fin llegó ocho días después de la muerte de José Carlos, diciéndole, entre otras cosas: “Su voz es una de las más originales y profundas de la lírica española actual”.
Lucinda y yo le enviamos esa carta a José Emilio Pacheco y a Gabriel Zaid que prepararon la poesía póstuma de José Carlos. Le dieron el título de El otoño recorre las islas, que es un verso de Lezama.

Después del lamentable fallecimiento de su hija, ¿ha podido retomar la escritura?
No he acabado de retomarla totalmente, pero me estoy acercando a ella con cautela. Escribí un poema sobre la muerte de mi hija, un poema muy doloroso que dudo en publicar. Me quedé seco por tres años y medio, estoy tratando de retomarlo. Cada vez que hablábamos, Juan Gelman me decía: “¿Cómo vas? ¿Qué escribes?”

2014 comenzó con un enero negro. Partieron varios de la generación del treinta. Mi camada se va quedando sin maestros. ¿Considera que la generación de los cincuenta está a la altura?
Creo que de momento no, tal vez lo esté dentro de algunos años. Hay gente muy valiosa en proceso de maduración. Efectivamente, se fueron Rubén Bonifaz, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Félix Grande, Paco de Lucía, Tomás Segovia, Mariano Flores Castro. Ahora que me hicieron un homenaje en Guadalajara, dije: “Huesuda, deja en paz a los poetas, dedícate a los diputados, que son más aburridos”.

A los 80 años, ¿piensa en la muerte?

Siempre, desde hace muchos años, pero cada vez con menos angustia. A mí lo que me duele es la muerte de los seres que amo. Decirle a alguien “Te amo” significa: tú no debes morir. Decía Gabriel Marcel: “Y decía el negro cubano, pensar que llegar a quererte es creer que la muerte se puede evitar”. La muerte de los seres queridos es lo que realmente nos mata. La muerte personal llega y ni cuenta nos damos, pero la muerte de los seres que uno ama nos disminuye.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Hugo Gutiérrez Vega, el poeta trashumante asido a la esperanza

30/Septiembre/2015
La Jornada
Javier Aranda Luna

Se fue el poeta con su casa de humo, con sus versos sobre las personas pequeñas y que huía del canon de lo grandilocuente. El poeta viajero que llevó el pasillo con macetas de su abuela a todas partes. El poeta de travesías imposibles de seguir porque sus viajes eran viajes interiores y su Grecia era sólo suya con diosas de la antigüedad y putas de todos los días. Se fue el poeta a quien la vida derramó su cornucopia sobre sus zapatos; el poeta de un auto, dos trajes, 10 pañuelos y que podía comprarse corbatas nuevas y vivir en un modestísimo departamento de Copilco.

Entrevistar a Hugo Gutiérrez Vega para la televisión era una tarea casi imposible. Tan reducidos eran los espacios de su departamento que había que mover sillas, mesas y valerse únicamente del equipo indispensable. Pero cómo cambiaba el espacio cuando llegaba el poeta. Las paredes se expandían con una carta de Alberti, con la dedicatoria de un libro de Monsi, su amigo, su cómplice de tantos años.

–¿Cuándo se conocieron?

–Aunque suene imposible, en un concurso de oratoria. Los dos éramos muy jóvenes.

Añade que Carlos era comunista y yo presidente del Consejo Juvenil del PAN.

–Un milagro.

–Un milagro muy fructífero para mí.

Una de las ramas más excéntricas de la poesía mexicana contemporánea la impulsó Renato Leduc. Con viejas formas inauguró nuevos caminos para la sensibilidad poética: ¿Quién no insinuó a su prima con violetas / u otra flor, esperanzas tan concretas/ cual dormir una noche entre sus tetas? Pareciera que Leduc se acerca a los grandes temas para demolerlos a carcajadas o desgranar su profundidad desde la cotidianidad de las cosas. Sólo así entiendo su Prometeo sifilítico y esa reflexión sobre el tiempo que se hizo canción y devoró al poeta.

Hugo Gutiérrez Vega viene de esa tradición donde los poetas se expresan con las palabras de todos los días y donde el humor fija imágenes: ‘Yo seguiré representando mi farsa/ Quédate en la tribuna aquilina/ y que una trompeta ronca/ te despida del planeta./ Desde la fosa común te saludaré con mi corbata./ Hasta tu mausoleo llegaran mis proyectiles:/ pasteles de crema,/ helados de frambuesa”.

Para Monsiváis Gutiérrez Vega fue un romántico y un irónico demoledor de dogmas y pretensiones. Renuncia al despliegue de los recursos heredados del saber neoclásico... y de la tradición rápidamente determinada por la obra del grupo Contemporáneos.

El alimento del poeta es la vida de todos los días. Su música, la que se escucha en la calle. De allí su tono de confianza intimista que lo mismo da para ironizar sobre el paso de los días que para burlarse de sí mismo. Yo nací en un mundo tan solemne,/ tan lleno de conmemoraciones cívicas,/estatuas,/ vidas de héroes y santos,/ poetas de altísimas metáforas/ y oradores locales,/ en la ciudad que tiene siempre puesta/ la máscara de jade y de turquesa/ y como ahí nací/ debería callarme el hocico/ y pintar solamente en los retretes.

Como puede verse en su poesía reunida en Peregrinaciones 1965-2001, Hugo Gutiérrez Vega refrendó de manera constante su compromiso de hablar claro, digamos sin repostería literaria, del milagro que se encuentra en la vida menuda. Lo sorprende un haz de luz, una luna en Salamanca, una película, un cómic, un gato, la vida de una puta, un ajetreo de pájaros en una rama de pirul.

Foto
Durante las exequias del poeta Hugo Gutiérrez Vega (1934-2015), esta fotografía estuvo colgada en la pared tras el féretro; luego, la familia se tomó una selfie rodeando la foto y el ataúd; en esa imagen, el entonces embajador en Grecia y su hija Mónica, fallecida hace algunos años, posan frente a un antro griego: The CatFoto Pablo Espinosa
Y esa constancia de vida fijada en los poemas es la voz de la tribu porque, escribe Gutiérrez Vega, mis palabras son tuyas y de todos./ Lo único que hace la poesía es cantar lo que a todos pertenece.

La labor del poeta entonces es contar y cantar, dejar constancia de lo vivido. Pero lejos del tono heroico (muchos escriben para levantar el pedestal que los hará visibles dentro de mil años) el poeta se vale del humor y de la ironía para elaborar su bitácora.

El autor de Una estación en Amorgós no sólo huye de los aspavientos literarios; también huye, como ha escrito Monsiváis, de los temas consagrados. Véanse si no los Poemas para el perro de la carnicería o la ya famosa Oda a Borola Tacuche de Burrón, de la que tomo estas líneas: Esta ciudad desparramada y rota tiene en usted, Borola, la cumbre de la risa exasperada; los chorromillonarios (veo a Cristeta, Boba Licona y al sofocado Pierre) evitan que el encomio boroliano se vista de colores maniqueos.

Para Gutiérrez Vega no hay tema intratable. Y el aguijón de su ironía fustiga con frecuencia, como he dicho, al propio poeta: ...perdón por este balar en primera persona.

El pasado 30 de julio visité a Hugo Gutiérrez Vega por última vez en su pequeño departamento. Lo acompañaba su inseparable Lucinda, su compañera de tantos viajes y de la vida. El poeta me repitió entonces cuánto extrañaba a su amigo Carlos Monsiváis, sus análisis del día a día, sus lecturas extravagantes, su devoción por La Biblia del oso, que no es otra que la de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, dos perseguidos políticos si somos exactos, y que se la había inoculado por su sonoridad del siglo de oro.

Le pregunté que si seguía pensando que el lenguaje del poeta, siendo un lenguaje de poder, era un lenguaje político y me repitió lo que me había dicho tiempo atrás: que el lado opuesto del lenguaje del poeta era el lenguaje del político. Ambos son poderosos por sus consecuencias, pero uno nos acerca a la vida y el otro, por lo general, nos aparta de ella.

–¿Por qué escribir entonces en un mundo donde la política todo lo permea?

–Por necios o atolondrados o porque en el balance final el poeta cree, como Camus, que existen en el hombre más motivos de compasión que de odio.

Se fue el poeta con su casa de humo, el escritor trashumante de los viajes interiores y las travesías por el mundo. El poeta del decir sencillo que nos acercó, a veces con el estilete de la ironía, al misterio de las cosas. Dejó lugares, personas amadas, sillas hospitalarias, las tazas del café de la mañana y tal vez gran parte de su corazón se quedó en esta isla de condominios donde lo conocimos.

Estas son las últimas líneas de Antes de partir: “Esposa, amiga, amante de siempre, tú la más fuerte de esta casa de humo, señala el rumbo. Yo apenas puedo hacer los movimientos necesarios para alejarnos. Nos sostienen los días aquí pasados, las cosas descubiertas en las amanecidas o bajo la luz de la luna, de todos los veranos, y este amor asido al ‘árbol de la esperanza’”.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Hugo Gutiérrez Vega

27/Septiembre/2015
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

Hace unos meses, sentados en la gran sala de Chema y Lilia Pérez Gay, en una reunión de trabajo de más de 30 personas, de pronto entró un hombre muy elegante que llevaba un bastón en la mano y de cuyo rostro colgaba una esponjosa barba blanca. Todos al unísono nos pusimos de pie. ¿Quién era? ¿El papa? ¿Benito Juárez? ¿Un actor de cine? ¿Santaclós? ¿Un poeta? ¿Un ángel de la guarda? ¿Un estadista? ¿Un profeta? ¿El mago Merlín o todos a la par unidos? Después de que lo abrazamos, le ofrecimos un asiento. Aquí junto a mí. A mi derecha. A mi izquierda. Este sillón es más cómodo. ¿Quién era? ¿Por qué le llovía el afecto y el reconocimiento? Le rendíamos pleitesía porque a todos nos inspira respeto. Lo requeríamos a nuestro lado. Era la imagen misma de la civilidad. ¿Quién era? Ustedes seguramente lo han adivinado. Su nombre, don Hugo Gutiérrez Vega.

El personaje de El tío Vania, de Chéjov, o el de Las tres hermanas o El jardín de los cerezos, así como lo ven hoy, con su cabellera blanca, la distinción de todos sus movimientos y la de su voz inconfundible es Hugo Gutiérrez Vega. Cuando conoció en Querétaro a Lucinda, su esposa, muy respetuoso, se inclinó para pedir su mano. Entonces no tenía el pelo blanco. Hoy por hoy es un hombre más hermoso aún, porque la inteligencia y la bondad embellecen su espíritu y nos regala domingo tras domingo su buena prosa y su poesía.

Gutiérrez Vega pertenecía al PAN de Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna, cuando los jóvenes panistas todavía creían que podían cambiar al país. Ese PAN nada tenía que ver con el PAN de ahora, oportunista y capaz de pactar con el enemigo. Muy joven, Gutiérrez Vega fue rector de la Universidad de Querétaro, y muy joven también, al iniciar su gestión, reclamó para la universidad el patio barroco al lado de la parroquia de Santiago, en el que el señor cura criaba cerditos y gallinas. Cuando la Secretaría de Patrimonio Nacional se lo concedió, una multitud enardecida por el señor cura atacó a la universidad y, por supuesto, al joven Gutiérrez Vega al grito de: ¡Arriba Cristo Rey, abajo los comunistas!, y eso le costó a Hugo salir de la universidad después de haber abierto la escuela de sicología y la de idiomas.

Hugo es un innovador, un liberal, un hombre que sabe pensar y sabe actuar. En el Querétaro mojigato de los años 30, en el que los hijos de familia apenas si se atrevían a levantar los ojos a la hora de comer y mucho menos contradecían a sus padres, Gutiérrez Vega logró un cambio bárbaro de mentalidad y los estudiantes se volvieron más inteligentes y más creativos. Lograr la libertad en una sociedad conservadora como la de los estados del centro de la República es una hazaña que cuesta años de trabajo y de constancia. Claro que muchos rechazaron a Hugo Gutiérrez Vega, lo consideraron demasiado moderno, demasiado atrevido, demasiado manga ancha, demasiado innovador, demasiado volcánico.

El entonces gobernador del estado, que reconocía el talento y apreciaba al joven fogoso y liberador, lo ayudó a convertirse en agregado cultural en Roma, cuando don Rafael Fuentes, padre de Carlos Fuentes, era embajador y así empezó don Hugo –como todos lo llaman ahora– su carrera diplomática. Allá, en Roma, Lucinda y sus niñas fueron felices en la Vía Lanccani número 69, interior 5. Cuando entraron al departamento amplio y asoleado, el portero les explicó que estaba amueblado estilo Impero Messicano y al verlos tan guapos, les preguntó que si ellos eran emperadores.

Al regresar a México de Italia, de vacaciones, el Consejo Universitario de Querétaro llamó de nuevo a Gutiérrez Vega para volver a elegirlo rector.

–Don Hugo, usted le hace mucha falta a la universidad.

Sí, Hugo es un hombre que hace falta.

Hugo habla italiano, inglés, francés, un poquito de griego, unas palabritas de rumano. Todos los países en que fue embajador le regalaron su idioma, que él atesoró.

En Londres, Carlos Monsiváis vivió en su departamento y Lucinda recuerda cómo se sobresaltaba en la mañana cuando lo despertaba. Carlos, se te hace tarde para llegar a dar tu clase en la universidad. Como Hugo y Lucinda tenían tres hijas pequeñas, cuando Monsiváis se despidió para regresar a México, le dijo: Lucinda, para mí esta ha sido una experiencia irrepetible, nunca volveré a vivir con niños.

Lucinda cuenta que después de dar su clase en Londres, Carlos salía con Hugo al cine toda la noche a ver al hilo tres películas de Humphrey Bogart. Regresaban a las dos de la madrugada emocionados y comunicativos, y Hugo todavía se sentaba a escribir cartas a la cancillería y se sacaba de los bolsillos del pantalón algún que otro poema acerca de Paddington o la persistencia de la lluvia. Hugo, Lucinda y las tres niñas salían a Hyde Park a caminar bajo los árboles. Más tarde lo harían en Berlín, para visitar las violetas de Alexander Platz, los tilos al borde del Sena y los castaños en Montmartre. Washington con sus cerezos en flor que colorean de rosa la Casa Blanca también fueron objeto de sus paseos, Río de Janeiro bailaría samba para ellos años más tarde y las pequeñas olas de la playa de Copacabana vendrían a morir a los pies de las niñas que jugaban en la arena. Dejarían su corazón en España, que Hugo recorrió de norte a sur y de este a oeste en su Fiat para difundir la cultura de México, ofrecer obras de teatro, dar 2 mil 777 conferencias acerca de nuestros pintores y escritores, y cerrar la herida entre la República y la España de Franco. Los españoles alegaban: Es que los mexicanos no nos quieren. Con su inmensa cortesía y su don de gentes, Hugo Gutiérrez Vega, el diplomático, logró hacerles entender que la ruptura no era con los que se habían quedado, sino con un gobierno inaceptable: el de Franco.

En España, Hugo y Lucinda se hicieron amigos de los grandes intelectuales de la época, Luis Rosales, el que fue acusado de delatar a Federico García Lorca; Félix Grande, quien escribió La calumnia; Paca Aguirre, y muchos más.

Grecia es la patria de los poetas y acogió al nuevo embajador de México como lo que él era en esencia: un poeta. Grecia le dio a Seferis, a Constantino Cavafis y a Andreas Embirikos, y le hicieron entender que finalmente lo que vale la pena no es llegar, sino emprender el viaje. Nadie ha divulgado ni ha traducido a los griegos tanto como Hugo Gutiérrez Vega; nadie en México los ha reverenciado domingo tras domingo. A partir de ellos y a partir de su tres libros de poesía: Los soles griegos, Cantos del despotado de Morea y Una estación en Amorgos, Hugo, el amigo de Carlos Pellicer, el de Rafael Alberti, el de José Carlos Becerra, es probablemente el mejor promotor de la joven poesía que hay en México que divulga cada fin de semana. ¿Por qué? Porque les da su lugar, los conoce y se hace a un lado, no se toma en serio y porque es capaz de escribir:

Debería callarme el hocico/ y evitar las calles adyacentes./ Voy exhibiendo la cabeza rota,/ los agujeros de los pantalones,/ el corazón que por barroca vanidad/ espero que algún día sea trasplantado/ a un negro de Sudáfrica./ Debería callarme el hocico/ y escribir solamente en los retretes/ alumbrado por fósforos,/ hacer grandes grafiti con carbón/ y terminarlos con la punta de la nariz./ Yo nací en un mundo tan solemne,/ tan lleno de conmemoraciones cívicas,/ estatuas, vidas de héroes y santos,/ poetas de altísimas metáforas/ y oradores locales,/ en la ciudad que tiene siempre puesta/ la máscara de jade y de turquesa/ y como ahí nací/ debería callarme el hocico/ y pintar solamente en los retretes.

Ahora Hugo es el director del suplemento cultural de La Jornada. Carlos Monsiváis le dijo:

–Te va a hablar Carmen Lira; por favor no vayas a decir que no.

Carmen Lira, directora de La Jornada, llamó para ofrecerle el suplemento cultural La Jornada Semanal a la salida de Juan Villoro, y lo dirige desde hace 15 años.

Cuando Rafael Tovar y de Teresa presentó a Fernando del Paso en la pasada Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, en noviembre, dijo y Santa Socorro pasando a máquina toda la obra de Del Paso, porque Socorro, la mujer de Fernando, ha sido su colaboradora más eficaz y entregada. Lo mismo podría decirse de Santa Lucinda que fue secretaria de Hugo desde que eran novios y le pasó en limpio no sólo su tesis, sino su libro de ensayos Las águilas serenas y su poesía reunida Peregrinaciones cuando no había sino máquinas Remington, se hacían mil copias al papel carbón y si se cometía un error era un espanto volver a copiar todo. Más tarde Lucinda trabajó en la asociación llamada Nosotros Todos, que, en efecto, ayudaba a los que no tienen posibilidades que en nuestro país son millares. Vi a Lucinda en Querétaro defendiendo a las bordadoras, a las costureras, a las indígenas ñañús que viven en las Lomas y conformaron la UNIC. Era bonito verla entrar a la plaza central, alta y hermosa, animar a los manifestantes leyéndoles La suave patria, de López Velarde, y también la de su marido, que después de tantos años se sabe de memoria.

Paula Amor, mi madre, debe estar sonriendo en el cielo ante este Premio Hugo Gutiérrez Vega que recibo como una sorpresa inmerecida. La imagino contenta, porque ella amaba Querétaro. Resulta que casi cada año, en los años 20, cuando venía en barco de Francia a México, su tío Felipe Iturbe la invitaba a la hacienda La Llave, cercana a Tequisquiapan, estado de Querétaro. Mamá solía ir desde La Llave a San Juan del Río a caballo y al descender de su montura refrescaba sus pies en el agua clara a los pies de los sabinos. Pies de agua para pies de niña. Entonces, todo el estado era una maravilla de agua, a veces caliente, a veces fría, y de árboles, y cualquier mexicano habría podido decir como lo hacía Carlos Pellicer cuando se iba a Tabasco: Ya me voy a mi agua. Ahora, por desgracia, al menos en Tequisquiapan, los manantiales se han secado, pero permanecen los sabinos, esos árboles providenciales que dan buena sombra y nos hacen pensar que la vida también es buena y nos da mucho más de lo que nos merecemos.

También le daría gusto que el premio me lo entregara Hugo Gutiérrez Vega por todo lo que Hugo tiene de Maximiliano y lo poco que tiene físicamente de Benito Juárez. Mamá me contó que en el cerro de las Campanas el mismo emperador aclaró que era un bello día para morir y que su última orden al escuadrón de fusilamiento fue: Soldados, disparen al corazón. Entonces separó su barba y mostró su pecho. No recuerdo si lo consigna Fernando del Paso en su libro Noticias del imperio, pero sí recuerdo la expresión en el bello rostro de mi madre, cuando me lo contó.

–Murió como un valiente; también fueron valientes sus dos seguidores, los generales Miramón y Mejía.

Querétaro para ella representó su infancia, ese lugar sagrado en el que nos adentramos a medida que pasan los años como a un refugio que nos protege de ausencias, derrotas y sinsabores. Querétaro fue su estado, el más bello, el más noble, el más inteligente de toda la República Mexicana, el de las misiones de fray Junípero Serra y el de la reserva de la biosfera de sierra Gorda con sus casi 400 mil hectáreas que ahora cuida con tanta inteligencia y cariño Pati Ruiz Corso.

Para mi madre, ir a Querétaro desde su casa que se llama Los Nogales, en Tequisquiapan, era un retorno a los años más felices de su vida, los de su amor (y ella se apellidaba Amor) al campo de México, a sus árboles y a sus sembradíos.

Por tanto, recibir esta noche en el Teatro de la República el Premio Hugo Gutiérrez Vega es abrazar de nuevo a mi madre muerta en 2002 y visualizarla joven y sin una sola preocupación en el campo del estado de Querétaro y en las calles de San Juan del Río, en las que los ópalos y las piedras preciosas traen muy buena suerte, y ese don inapreciable se lo debo a ustedes aquí presentes. También es una alegría profunda compartirlo con mi única hermana, aquí presente, Kitzia. La palabra Gracias es una de las más bellas que podemos pronunciar los humanos y yo se las repito aquí con alegría: gracias, Querétaro, gracias.

Texto leído por la escritora Elena Poniatowska el 11 de diciembre de 2012, cuando recibió el Premio Hugo Gutiérrez Vega



domingo, 20 de septiembre de 2015

‘Laco’ Zepeda, a la vera de su amistad

20/Septiembre/2015
Confabulario
Monica Lavín

A Elva Macías
M
Martín Casillas publicó en la editorial que llevaba su nombre Los trabajos de la ballena de Eraclio Zepeda en los años setenta. Entonces yo formaba parte del equipo de colaboradores de La Plazaque él dirigía. Cuento esto porque Martín alababa las dotes conversadoras del escritor chiapaneco al que llamaba con familiaridad LacoMi timidez era mucha y no me atreví nunca a tener un acercamiento con ese amigo de Martín que escribía tan sabroso y que me hubiera hecho bien conocer como ocurrió años después. Cuando Eraclio supo que yo quería escribir sobre fincas cafetaleras en el Soconusco, ofreció su ayuda, y yo todavía tímida respecto a molestar a los otros no le tomé la palabra a tiempo. Fue después, ya publicado Café cortadoque empecé a saber más de Elva y LacoPresenté a Laco para los jóvenes en el programa que tiene FIL en Guadalajara, Benzulul reunía cuentos que podían hacer de cualquier chico de prepa un lector. La presencia del autor, su desparpajo y simpatía se ganaron el resto. A mí ya me tenía ganada, Laco mostró ser no sólo ese conversador que elogiaba Martín, sino ese hombre que había vivido a lo Hemingway, en la acción, tomando riesgos y adorando la palabra precisa. Y sin embargo se movía con sencillez a contrapelo de sus hazañas. Conoció al Che y se enlistó en la defensa de Bahía de Cochinos en Cuba, vivió en Moscú y en Pekín, hizo de Pancho Villa en Reed, México insurgente, de Paul Leduc.
M
De su tierra desgranaba anécdotas compartidas con la poeta Elva Macías, su mujer, a quien se “había robado” (como presumía con coqueta complicidad) de su natal Villaflores para ir a China donde él trabajaría dando clases. (En Villaflores mismo se hace año con año un congreso para discutir palabras y términos locales, orgullosos del fermento imaginativo y sonoro local del uso de la palabra). Laco repartía entusiasmo por la vida y una afable generosidad. Sus compromisos, aciertos y desaciertos le ganaron la mirada oblicua de algunos intelectuales, pero nunca cejó en su interés por la escritura y la historia de Chiapas, así como el cuidado de los afectos. Había comenzado como poeta publicando en colectivo La espiga amotinada con Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley, Juan Bañuelos y Óscar Oliva. La narrativa como extensión de su mirada ocurrió enseguida con los cuentos de Benzulul que le valieron el Premio Xavier Villaurrutia. El año pasado recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes y la Medalla Belisario Domínguez. Para el convite de viandas chiapanecas, en la mesa de familia, junto al reloj que fuera de su abuelo, a la vera de su humor y afecto estuvimos varios. Laco siempre fue disfrutable, no sólo porque sabía contar sabroso, sino porque mostraba su cariño, su calidez. No lo hacía sólo en momentos sociales, sino que de repente llamaba por teléfono y saludaba. Lo hacía siempre cuando terminaba el año, quizás en recuerdo de aquel fin de año, de paso por Tuxtla en que estuvimos invitados a su festejo en familia y a los tamales de arranque de año en la casa pequeña donde pasó sus últimos días.
M
Algunos años atrás en Nuevo Laredo organizamos el ciclo Palabras en el andén para que el viaje ocupara el escenario en Estación palabra, esa estación de los años cincuenta convertida en centro cultural en la ciudad fronteriza. Qué sabroso escuchar el texto de Laco y abordar en tren que cruzaba China en los poemas de Elva. En viajes como ese tuvimos tiempo de perder el tiempo, paradoja necesaria para hablar de lo que sea, que con Laco sucedía a la menor provocación. Mientras las mujeres mal comprábamos en alguna tienda del otro lado, Héctor Romero Lecanda y Laco nos esperaban con una cerveza. Estaba claro, cuando regresábamos, que ellos la habían pasado mejor. Ahora más que nunca, desearía haberme quedado a conversar y reír, como lo hicimos varias veces, en mi propia casa, en la exposición de su amigo el fotógrafo Carlos Juárez, cerca de su hija Masha y su nieta querida, en su casa. Si a mí me hace falta esa voz amiga, ese tono chiapaneco, amable y sabio, cuánto hueco no habrá dejado en familia.
M
El año pasado concluyó la saga de familia y de un trozo de la historia de Chiapas, en cuatro novelas publicadas por el FCE. Vientos del siglo fue la última a cuya presentación no pude asistir en Tuxtla Gutiérrez, alguien leyó mi texto y luego entre disculpas por mi falla en salud (a Laco menos que a nadie quise haberle fallado), conversé pasajes notables como el que le tocó a su padre cuando huyó rumbo a Guatemala y un amigo logró esconderlo con una lealtad ejemplar. Entre ocurrencias, avatares políticos, un mundo donde la frontera con Guatemala es apenas un hilo de agua, lejanías y una particularidad geográfica, política y social que ha hecho de Chiapas único, Eraclio Zepeda contó los cien años que se había propuesto recorrer desde la independencia hasta los años treinta con Lázaro Cárdenas, primer presidente de México que puso pie en Chiapas. Tenía un plan, disciplina, pasión, una biblioteca maravillosa para hacerlo y concluyó la saga con tezón. A mí sus cuentos me parecen clásicos memorables, pero estas novelas cuentan una historia particular de un mundo que poco conocemos. Y lo hacen desde la mirada y el oficio con la palabra largamente sostenido de un autor y un amigo entrañable.Horas de vuelocuentos que tienen que ver con ángeles, tigres, globos y primeros aviones es un regocijo lector que revela al Laco atento a lo extraordinario, al acontecer curioso del que fue testigo o tuvo noción por el recuento de los otros en esas tertulias de corredor; largas, deliciosas horas, a la vera del fresco y la tarde. Eso fue Laco para quienes lo conocimos en el Distrito Federal, un espacio para la conversación y el fresco, un corredor de Chiapas en plena ciudad, un pilar de amistad y un surtidor de vida. Ya su voz, mientras escribo estos apuntes en su ausencia, me hace falta. En vida, hermano, en vidadice un poema. Cuántas palabras no devueltas se me quedaron.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Los alcances del periodismo cultural en México

6/Septiembre/2015
La Jornada
Elena Poniatowska

Juan Ramón de la Fuente, quien tiene gran capacidad de convocatoria, ha organizado un encuentro internacional de periodismo, que incluye el cultural, en el que participan Juan Luis Cebrián, Fernando Savater, Juan Villoro, Federico Reyes Heroles, María Amparo Casar, Jacqueline Peschard, Nélida Piñón, Leonardo Curzio, Adriana Malvido, Ignacio Solares, Jorge Islas, Lino Cattaruzzi, Luis Arvizu, Rossana Fuentes, Daniel Bekerman, Manuel Castells, Francisco Valdés Ugalde y Hector de Mauleón, entre otros. Desde luego, al ver un encuentro político y cultural de este calibre, resulta difícil olvidar que nuestros políticos no brillan precisamente por su cultura. El actual presidente Peña Nieto, siendo candidato, no pudo mencionar tres libros en la Feria del Libro de Guadalajara en 2012. Ni tarda ni perezosa, Marta Sahagún de Fox convirtió en mujer a Rabindranath Tagore y en la sala Jaime Torres Bodet, del Museo Nacional de Antropología, explicó que iba a terminar su intervención con una frase de la escritora Rabina Gran Tagora para coronar el premio a Marie Thérèse Hermand de Arango, directora del Museo de Arte Popular. Otro de los resbalones de la pareja presidencial fue el de Fox, quien llamó Borgues a José Luis Borges en 2001, frente a los académicos del Congreso Internacional de la Lengua Española.

En un país en el que los libros son caros, el periodismo cultural cumple una función educativa, de apoyo y de divulgación. Un estudiante que no puede comprar un libro sí puede adquirir un periódico y leer a Juan Villoro, Héctor de Mauleón, Christopher Domínguez, Hugo Gutiérrez Vega, Ana García Bergua y a muchos más. Para un muchacho a quien un libro le resulta demasiado costoso, leer un artículo en un suplemento cultural es un acercamiento a la obra imposible de costear. Si el joven es un hábil buscador en Internet encontrará textos de Octavio Paz, García Márquez, Carlos Fuentes, Rosario Castellanos e infinidad de artículos que se creían perdidos, además de críticas y otros textos que sólo podrían leerse en alguna antología costosa. Los medios digitales son una herramienta para comparar distintos puntos de vista y motivar al estudiante. Tampoco le resulta imposible al joven de hoy llegar a las páginas de un periódico con un artículo, un cuento, un ensayo.

“Yo no creo en el victimismo –asegura José Luis Martínez S., director del suplemento cultural Laberinto–, y menos en esta época. Recuerdo que en los años 70 hacíamos en la escuela suplementitos o páginas culturales, y hasta mini obras de teatro en esténcil; imprimíamos 50 o 100 ejemplares en papel revolución, que engrapábamos y vendíamos de mano en mano.

“En la actualidad cualquiera con una computadora en un café Internet tiene la posibilidad de escribir y publicar lo que sea. Como editor, me interesa llegar a los jóvenes, pero no a cualquier costo; no me interesa descender en la calidad del suplemento o publicar cosas al estilo de Tv Notas; eso sería muy fácil.

“En la actualidad, con las nuevas tecnologías, los escritores ya no necesitan venir a la ciudad de México para darse a conocer; escriben y difunden su trabajo desde sus propias ciudades. Julián Herbert está en Saltillo, el poeta Jorge Ortega en Mexicali, Heriberto Yépez en Tijuana, Jorge Esquinca y Antonio Ortuño en Guadalajara. Esto es la auténtica descentralización de la cultura mexicana.

Asumo la idea de Gabriel Zaid de que la cultura es una conversación, y una conversación puede ser tersa, áspera, apasionada, tranquila, pero siempre implica un intercambio de ideas; es fundamental mantener ese intercambio con la comunidad cultural y con los demás suplementos que se publican no sólo en la ciudad de México, sino en otras ciudades del país.

José Luis Martínez S. dirige uno de los mejores suplementos de México, Laberinto, y es necesario escucharlo. Dice que el periodismo cultural ha estado presente en la prensa de nuestro país desde La Gaceta de México, en el siglo XVIII, que publicaba noticias literarias y científicas, y, desde luego, en el siglo XIX con Altamirano, Riva Palacio, Gutiérrez Nájera, Tablada o Ángel de Campo.

“La historia moderna de los suplementos culturales –dice Martínez S.– arranca con Fernando Benítez, primero con La Revista Mexicana de Cultura en El Nacional, luego con México en la Cultura en Novedades, La Cultura en México en la revista Siempre!, Sábado en unomásuno y La Jornada Semanal en La Jornada.

“Cuando Héctor Pérez Martínez fue secretario de Gobernación, de 1946 a 1948, Benítez fue nombrado director de El Nacional, donde creó la Revista Mexicana de Cultura, cuyo primer número apareció el 6 de abril de 1947, con la dirección del poeta español Juan Rejano. A la muerte de Pérez Martínez, Benítez renunció a El Nacional y Rejano continuó en la Revista Mexicana de Cultura hasta 1957. Pienso que todos partimos de ese impulso, del trabajo que Benítez realizó en esos cuatros suplementos.

“En Laberinto intento crear un espacio de diálogo, de polémica, de encuentro de distintas disciplinas: cine, música, danza, pintura, teatro, no sólo literatura; la cultura es muy rica y variada.

“Comencé mi vida de periodista en una revista erótica, Su otro yo, que dirigía Vicente Ortega Colunga, y en la que participaban tres generaciones: la de Renato Leduc, Pedro Ocampo Ramírez y Abel Quezada; la de de Carlos Monsiváis, Juan Ibáñez y Juan Tovar, y la de quienes teníamos 20 años y nos iniciábamos en el periodismo. Siempre he querido seguir ese ejemplo y dar voz a los jóvenes, hacerlos convivir con gente de mayor experiencia, de maestros, como José de la Colina, o de intelectuales en plena madurez, como Armando González Torres o David Toscana.

“En Laberinto se han formado editores y han publicado su primer texto periodistas como Víctor Núñez Jaime, joven extraordinario que tuvo que emigrar a España porque en México no encontró trabajo. De esta manera, el suplemento ha funcionado también como taller para formar profesionales del periodismo, porque, si bien la vida académica es muy importante, resulta indispensable complementarla con la práctica.

“Internet nos da la posibilidad de dialogar con los lectores, de conocer sus gustos y temperamento. Muchos de sus comentarios son viscerales, pero muchos otros no sólo pertinentes, sino necesarios para evaluar nuestro trabajo. Gracias a ellos medimos el pulso de lo que hacemos.

“En general, me interesa publicar textos que respondan a un interés periodístico, de actualidad, no me gusta exhumar materiales sin motivo. Por eso siempre estamos atentos a las efemérides, las exposiciones, los conciertos, las novedades literarias, sin descuidar una agenda propia, que incluye la publicación constante de poesía, sobre todo de jóvenes.

“Actualmente se publican cuatro suplementos culturales en los periódicos de la ciudad de México: La Jornada Semanal, Confabulario en El Universal, Laberinto en Milenio y desde hace dos meses El Cultural, en La Razón, muy pocos, si consideramos la población de la capital del país y su área metropolitana, y sobre todo la gran cantidad de propuestas culturales que existen, porque si en algo destaca México es como potencia cultural. Tenemos grandes cantantes de ópera, pintores de gran prestigio, bailarines, músicos y escritores reconocidos en el mundo. La cultura mexicana tiene una vitalidad que no siempre se ve reflejada en los medios. Por eso resulta alentador que aparezcan nuevos suplementos culturales y es lamentable que desaparezcan otros, como El Ángel, del periódico Reforma, que comenzó como gran propuesta y terminó muriendo de inanición. Por cierto, uno de los columnistas habituales de ese suplemento, Christopher Domínguez, publica ahora en las páginas editoriales de El Universal y en Confabulario.”

–Octavio Paz se quejaba amargamente de la falta de crítica.

–Christopher es un crítico reconocido, como Evodio Escalante, Ignacio Sánchez Prado, Armando González Torres, pero fuera de ellos no creo que la crítica literaria mexicana se encuentre en su mejor momento. No veo ninguna nueva figura de la crítica literaria en México. Extraño la presencia de un joven como José Emilio Pacheco cuando hacía crítica en Estaciones, Medio Siglo y México en la Cultura, aunque lo sabemos, él fue mucho más allá de la crítica; siempre fue así, en Excélsior, Proceso y en todos los lugares donde escribió. Sergio Pitol lo llamó el polígrafo perfecto y yo lo acepto absolutamente. Admiré y admiro mucho el trabajo de José Emilio, uno de nuestros más grandes periodistas culturales.