domingo, 20 de septiembre de 2015

‘Laco’ Zepeda, a la vera de su amistad

20/Septiembre/2015
Confabulario
Monica Lavín

A Elva Macías
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Martín Casillas publicó en la editorial que llevaba su nombre Los trabajos de la ballena de Eraclio Zepeda en los años setenta. Entonces yo formaba parte del equipo de colaboradores de La Plazaque él dirigía. Cuento esto porque Martín alababa las dotes conversadoras del escritor chiapaneco al que llamaba con familiaridad LacoMi timidez era mucha y no me atreví nunca a tener un acercamiento con ese amigo de Martín que escribía tan sabroso y que me hubiera hecho bien conocer como ocurrió años después. Cuando Eraclio supo que yo quería escribir sobre fincas cafetaleras en el Soconusco, ofreció su ayuda, y yo todavía tímida respecto a molestar a los otros no le tomé la palabra a tiempo. Fue después, ya publicado Café cortadoque empecé a saber más de Elva y LacoPresenté a Laco para los jóvenes en el programa que tiene FIL en Guadalajara, Benzulul reunía cuentos que podían hacer de cualquier chico de prepa un lector. La presencia del autor, su desparpajo y simpatía se ganaron el resto. A mí ya me tenía ganada, Laco mostró ser no sólo ese conversador que elogiaba Martín, sino ese hombre que había vivido a lo Hemingway, en la acción, tomando riesgos y adorando la palabra precisa. Y sin embargo se movía con sencillez a contrapelo de sus hazañas. Conoció al Che y se enlistó en la defensa de Bahía de Cochinos en Cuba, vivió en Moscú y en Pekín, hizo de Pancho Villa en Reed, México insurgente, de Paul Leduc.
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De su tierra desgranaba anécdotas compartidas con la poeta Elva Macías, su mujer, a quien se “había robado” (como presumía con coqueta complicidad) de su natal Villaflores para ir a China donde él trabajaría dando clases. (En Villaflores mismo se hace año con año un congreso para discutir palabras y términos locales, orgullosos del fermento imaginativo y sonoro local del uso de la palabra). Laco repartía entusiasmo por la vida y una afable generosidad. Sus compromisos, aciertos y desaciertos le ganaron la mirada oblicua de algunos intelectuales, pero nunca cejó en su interés por la escritura y la historia de Chiapas, así como el cuidado de los afectos. Había comenzado como poeta publicando en colectivo La espiga amotinada con Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley, Juan Bañuelos y Óscar Oliva. La narrativa como extensión de su mirada ocurrió enseguida con los cuentos de Benzulul que le valieron el Premio Xavier Villaurrutia. El año pasado recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes y la Medalla Belisario Domínguez. Para el convite de viandas chiapanecas, en la mesa de familia, junto al reloj que fuera de su abuelo, a la vera de su humor y afecto estuvimos varios. Laco siempre fue disfrutable, no sólo porque sabía contar sabroso, sino porque mostraba su cariño, su calidez. No lo hacía sólo en momentos sociales, sino que de repente llamaba por teléfono y saludaba. Lo hacía siempre cuando terminaba el año, quizás en recuerdo de aquel fin de año, de paso por Tuxtla en que estuvimos invitados a su festejo en familia y a los tamales de arranque de año en la casa pequeña donde pasó sus últimos días.
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Algunos años atrás en Nuevo Laredo organizamos el ciclo Palabras en el andén para que el viaje ocupara el escenario en Estación palabra, esa estación de los años cincuenta convertida en centro cultural en la ciudad fronteriza. Qué sabroso escuchar el texto de Laco y abordar en tren que cruzaba China en los poemas de Elva. En viajes como ese tuvimos tiempo de perder el tiempo, paradoja necesaria para hablar de lo que sea, que con Laco sucedía a la menor provocación. Mientras las mujeres mal comprábamos en alguna tienda del otro lado, Héctor Romero Lecanda y Laco nos esperaban con una cerveza. Estaba claro, cuando regresábamos, que ellos la habían pasado mejor. Ahora más que nunca, desearía haberme quedado a conversar y reír, como lo hicimos varias veces, en mi propia casa, en la exposición de su amigo el fotógrafo Carlos Juárez, cerca de su hija Masha y su nieta querida, en su casa. Si a mí me hace falta esa voz amiga, ese tono chiapaneco, amable y sabio, cuánto hueco no habrá dejado en familia.
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El año pasado concluyó la saga de familia y de un trozo de la historia de Chiapas, en cuatro novelas publicadas por el FCE. Vientos del siglo fue la última a cuya presentación no pude asistir en Tuxtla Gutiérrez, alguien leyó mi texto y luego entre disculpas por mi falla en salud (a Laco menos que a nadie quise haberle fallado), conversé pasajes notables como el que le tocó a su padre cuando huyó rumbo a Guatemala y un amigo logró esconderlo con una lealtad ejemplar. Entre ocurrencias, avatares políticos, un mundo donde la frontera con Guatemala es apenas un hilo de agua, lejanías y una particularidad geográfica, política y social que ha hecho de Chiapas único, Eraclio Zepeda contó los cien años que se había propuesto recorrer desde la independencia hasta los años treinta con Lázaro Cárdenas, primer presidente de México que puso pie en Chiapas. Tenía un plan, disciplina, pasión, una biblioteca maravillosa para hacerlo y concluyó la saga con tezón. A mí sus cuentos me parecen clásicos memorables, pero estas novelas cuentan una historia particular de un mundo que poco conocemos. Y lo hacen desde la mirada y el oficio con la palabra largamente sostenido de un autor y un amigo entrañable.Horas de vuelocuentos que tienen que ver con ángeles, tigres, globos y primeros aviones es un regocijo lector que revela al Laco atento a lo extraordinario, al acontecer curioso del que fue testigo o tuvo noción por el recuento de los otros en esas tertulias de corredor; largas, deliciosas horas, a la vera del fresco y la tarde. Eso fue Laco para quienes lo conocimos en el Distrito Federal, un espacio para la conversación y el fresco, un corredor de Chiapas en plena ciudad, un pilar de amistad y un surtidor de vida. Ya su voz, mientras escribo estos apuntes en su ausencia, me hace falta. En vida, hermano, en vidadice un poema. Cuántas palabras no devueltas se me quedaron.

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