miércoles, 30 de septiembre de 2015

Hugo Gutiérrez Vega, el poeta trashumante asido a la esperanza

30/Septiembre/2015
La Jornada
Javier Aranda Luna

Se fue el poeta con su casa de humo, con sus versos sobre las personas pequeñas y que huía del canon de lo grandilocuente. El poeta viajero que llevó el pasillo con macetas de su abuela a todas partes. El poeta de travesías imposibles de seguir porque sus viajes eran viajes interiores y su Grecia era sólo suya con diosas de la antigüedad y putas de todos los días. Se fue el poeta a quien la vida derramó su cornucopia sobre sus zapatos; el poeta de un auto, dos trajes, 10 pañuelos y que podía comprarse corbatas nuevas y vivir en un modestísimo departamento de Copilco.

Entrevistar a Hugo Gutiérrez Vega para la televisión era una tarea casi imposible. Tan reducidos eran los espacios de su departamento que había que mover sillas, mesas y valerse únicamente del equipo indispensable. Pero cómo cambiaba el espacio cuando llegaba el poeta. Las paredes se expandían con una carta de Alberti, con la dedicatoria de un libro de Monsi, su amigo, su cómplice de tantos años.

–¿Cuándo se conocieron?

–Aunque suene imposible, en un concurso de oratoria. Los dos éramos muy jóvenes.

Añade que Carlos era comunista y yo presidente del Consejo Juvenil del PAN.

–Un milagro.

–Un milagro muy fructífero para mí.

Una de las ramas más excéntricas de la poesía mexicana contemporánea la impulsó Renato Leduc. Con viejas formas inauguró nuevos caminos para la sensibilidad poética: ¿Quién no insinuó a su prima con violetas / u otra flor, esperanzas tan concretas/ cual dormir una noche entre sus tetas? Pareciera que Leduc se acerca a los grandes temas para demolerlos a carcajadas o desgranar su profundidad desde la cotidianidad de las cosas. Sólo así entiendo su Prometeo sifilítico y esa reflexión sobre el tiempo que se hizo canción y devoró al poeta.

Hugo Gutiérrez Vega viene de esa tradición donde los poetas se expresan con las palabras de todos los días y donde el humor fija imágenes: ‘Yo seguiré representando mi farsa/ Quédate en la tribuna aquilina/ y que una trompeta ronca/ te despida del planeta./ Desde la fosa común te saludaré con mi corbata./ Hasta tu mausoleo llegaran mis proyectiles:/ pasteles de crema,/ helados de frambuesa”.

Para Monsiváis Gutiérrez Vega fue un romántico y un irónico demoledor de dogmas y pretensiones. Renuncia al despliegue de los recursos heredados del saber neoclásico... y de la tradición rápidamente determinada por la obra del grupo Contemporáneos.

El alimento del poeta es la vida de todos los días. Su música, la que se escucha en la calle. De allí su tono de confianza intimista que lo mismo da para ironizar sobre el paso de los días que para burlarse de sí mismo. Yo nací en un mundo tan solemne,/ tan lleno de conmemoraciones cívicas,/estatuas,/ vidas de héroes y santos,/ poetas de altísimas metáforas/ y oradores locales,/ en la ciudad que tiene siempre puesta/ la máscara de jade y de turquesa/ y como ahí nací/ debería callarme el hocico/ y pintar solamente en los retretes.

Como puede verse en su poesía reunida en Peregrinaciones 1965-2001, Hugo Gutiérrez Vega refrendó de manera constante su compromiso de hablar claro, digamos sin repostería literaria, del milagro que se encuentra en la vida menuda. Lo sorprende un haz de luz, una luna en Salamanca, una película, un cómic, un gato, la vida de una puta, un ajetreo de pájaros en una rama de pirul.

Foto
Durante las exequias del poeta Hugo Gutiérrez Vega (1934-2015), esta fotografía estuvo colgada en la pared tras el féretro; luego, la familia se tomó una selfie rodeando la foto y el ataúd; en esa imagen, el entonces embajador en Grecia y su hija Mónica, fallecida hace algunos años, posan frente a un antro griego: The CatFoto Pablo Espinosa
Y esa constancia de vida fijada en los poemas es la voz de la tribu porque, escribe Gutiérrez Vega, mis palabras son tuyas y de todos./ Lo único que hace la poesía es cantar lo que a todos pertenece.

La labor del poeta entonces es contar y cantar, dejar constancia de lo vivido. Pero lejos del tono heroico (muchos escriben para levantar el pedestal que los hará visibles dentro de mil años) el poeta se vale del humor y de la ironía para elaborar su bitácora.

El autor de Una estación en Amorgós no sólo huye de los aspavientos literarios; también huye, como ha escrito Monsiváis, de los temas consagrados. Véanse si no los Poemas para el perro de la carnicería o la ya famosa Oda a Borola Tacuche de Burrón, de la que tomo estas líneas: Esta ciudad desparramada y rota tiene en usted, Borola, la cumbre de la risa exasperada; los chorromillonarios (veo a Cristeta, Boba Licona y al sofocado Pierre) evitan que el encomio boroliano se vista de colores maniqueos.

Para Gutiérrez Vega no hay tema intratable. Y el aguijón de su ironía fustiga con frecuencia, como he dicho, al propio poeta: ...perdón por este balar en primera persona.

El pasado 30 de julio visité a Hugo Gutiérrez Vega por última vez en su pequeño departamento. Lo acompañaba su inseparable Lucinda, su compañera de tantos viajes y de la vida. El poeta me repitió entonces cuánto extrañaba a su amigo Carlos Monsiváis, sus análisis del día a día, sus lecturas extravagantes, su devoción por La Biblia del oso, que no es otra que la de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, dos perseguidos políticos si somos exactos, y que se la había inoculado por su sonoridad del siglo de oro.

Le pregunté que si seguía pensando que el lenguaje del poeta, siendo un lenguaje de poder, era un lenguaje político y me repitió lo que me había dicho tiempo atrás: que el lado opuesto del lenguaje del poeta era el lenguaje del político. Ambos son poderosos por sus consecuencias, pero uno nos acerca a la vida y el otro, por lo general, nos aparta de ella.

–¿Por qué escribir entonces en un mundo donde la política todo lo permea?

–Por necios o atolondrados o porque en el balance final el poeta cree, como Camus, que existen en el hombre más motivos de compasión que de odio.

Se fue el poeta con su casa de humo, el escritor trashumante de los viajes interiores y las travesías por el mundo. El poeta del decir sencillo que nos acercó, a veces con el estilete de la ironía, al misterio de las cosas. Dejó lugares, personas amadas, sillas hospitalarias, las tazas del café de la mañana y tal vez gran parte de su corazón se quedó en esta isla de condominios donde lo conocimos.

Estas son las últimas líneas de Antes de partir: “Esposa, amiga, amante de siempre, tú la más fuerte de esta casa de humo, señala el rumbo. Yo apenas puedo hacer los movimientos necesarios para alejarnos. Nos sostienen los días aquí pasados, las cosas descubiertas en las amanecidas o bajo la luz de la luna, de todos los veranos, y este amor asido al ‘árbol de la esperanza’”.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Hugo Gutiérrez Vega

27/Septiembre/2015
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

Hace unos meses, sentados en la gran sala de Chema y Lilia Pérez Gay, en una reunión de trabajo de más de 30 personas, de pronto entró un hombre muy elegante que llevaba un bastón en la mano y de cuyo rostro colgaba una esponjosa barba blanca. Todos al unísono nos pusimos de pie. ¿Quién era? ¿El papa? ¿Benito Juárez? ¿Un actor de cine? ¿Santaclós? ¿Un poeta? ¿Un ángel de la guarda? ¿Un estadista? ¿Un profeta? ¿El mago Merlín o todos a la par unidos? Después de que lo abrazamos, le ofrecimos un asiento. Aquí junto a mí. A mi derecha. A mi izquierda. Este sillón es más cómodo. ¿Quién era? ¿Por qué le llovía el afecto y el reconocimiento? Le rendíamos pleitesía porque a todos nos inspira respeto. Lo requeríamos a nuestro lado. Era la imagen misma de la civilidad. ¿Quién era? Ustedes seguramente lo han adivinado. Su nombre, don Hugo Gutiérrez Vega.

El personaje de El tío Vania, de Chéjov, o el de Las tres hermanas o El jardín de los cerezos, así como lo ven hoy, con su cabellera blanca, la distinción de todos sus movimientos y la de su voz inconfundible es Hugo Gutiérrez Vega. Cuando conoció en Querétaro a Lucinda, su esposa, muy respetuoso, se inclinó para pedir su mano. Entonces no tenía el pelo blanco. Hoy por hoy es un hombre más hermoso aún, porque la inteligencia y la bondad embellecen su espíritu y nos regala domingo tras domingo su buena prosa y su poesía.

Gutiérrez Vega pertenecía al PAN de Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna, cuando los jóvenes panistas todavía creían que podían cambiar al país. Ese PAN nada tenía que ver con el PAN de ahora, oportunista y capaz de pactar con el enemigo. Muy joven, Gutiérrez Vega fue rector de la Universidad de Querétaro, y muy joven también, al iniciar su gestión, reclamó para la universidad el patio barroco al lado de la parroquia de Santiago, en el que el señor cura criaba cerditos y gallinas. Cuando la Secretaría de Patrimonio Nacional se lo concedió, una multitud enardecida por el señor cura atacó a la universidad y, por supuesto, al joven Gutiérrez Vega al grito de: ¡Arriba Cristo Rey, abajo los comunistas!, y eso le costó a Hugo salir de la universidad después de haber abierto la escuela de sicología y la de idiomas.

Hugo es un innovador, un liberal, un hombre que sabe pensar y sabe actuar. En el Querétaro mojigato de los años 30, en el que los hijos de familia apenas si se atrevían a levantar los ojos a la hora de comer y mucho menos contradecían a sus padres, Gutiérrez Vega logró un cambio bárbaro de mentalidad y los estudiantes se volvieron más inteligentes y más creativos. Lograr la libertad en una sociedad conservadora como la de los estados del centro de la República es una hazaña que cuesta años de trabajo y de constancia. Claro que muchos rechazaron a Hugo Gutiérrez Vega, lo consideraron demasiado moderno, demasiado atrevido, demasiado manga ancha, demasiado innovador, demasiado volcánico.

El entonces gobernador del estado, que reconocía el talento y apreciaba al joven fogoso y liberador, lo ayudó a convertirse en agregado cultural en Roma, cuando don Rafael Fuentes, padre de Carlos Fuentes, era embajador y así empezó don Hugo –como todos lo llaman ahora– su carrera diplomática. Allá, en Roma, Lucinda y sus niñas fueron felices en la Vía Lanccani número 69, interior 5. Cuando entraron al departamento amplio y asoleado, el portero les explicó que estaba amueblado estilo Impero Messicano y al verlos tan guapos, les preguntó que si ellos eran emperadores.

Al regresar a México de Italia, de vacaciones, el Consejo Universitario de Querétaro llamó de nuevo a Gutiérrez Vega para volver a elegirlo rector.

–Don Hugo, usted le hace mucha falta a la universidad.

Sí, Hugo es un hombre que hace falta.

Hugo habla italiano, inglés, francés, un poquito de griego, unas palabritas de rumano. Todos los países en que fue embajador le regalaron su idioma, que él atesoró.

En Londres, Carlos Monsiváis vivió en su departamento y Lucinda recuerda cómo se sobresaltaba en la mañana cuando lo despertaba. Carlos, se te hace tarde para llegar a dar tu clase en la universidad. Como Hugo y Lucinda tenían tres hijas pequeñas, cuando Monsiváis se despidió para regresar a México, le dijo: Lucinda, para mí esta ha sido una experiencia irrepetible, nunca volveré a vivir con niños.

Lucinda cuenta que después de dar su clase en Londres, Carlos salía con Hugo al cine toda la noche a ver al hilo tres películas de Humphrey Bogart. Regresaban a las dos de la madrugada emocionados y comunicativos, y Hugo todavía se sentaba a escribir cartas a la cancillería y se sacaba de los bolsillos del pantalón algún que otro poema acerca de Paddington o la persistencia de la lluvia. Hugo, Lucinda y las tres niñas salían a Hyde Park a caminar bajo los árboles. Más tarde lo harían en Berlín, para visitar las violetas de Alexander Platz, los tilos al borde del Sena y los castaños en Montmartre. Washington con sus cerezos en flor que colorean de rosa la Casa Blanca también fueron objeto de sus paseos, Río de Janeiro bailaría samba para ellos años más tarde y las pequeñas olas de la playa de Copacabana vendrían a morir a los pies de las niñas que jugaban en la arena. Dejarían su corazón en España, que Hugo recorrió de norte a sur y de este a oeste en su Fiat para difundir la cultura de México, ofrecer obras de teatro, dar 2 mil 777 conferencias acerca de nuestros pintores y escritores, y cerrar la herida entre la República y la España de Franco. Los españoles alegaban: Es que los mexicanos no nos quieren. Con su inmensa cortesía y su don de gentes, Hugo Gutiérrez Vega, el diplomático, logró hacerles entender que la ruptura no era con los que se habían quedado, sino con un gobierno inaceptable: el de Franco.

En España, Hugo y Lucinda se hicieron amigos de los grandes intelectuales de la época, Luis Rosales, el que fue acusado de delatar a Federico García Lorca; Félix Grande, quien escribió La calumnia; Paca Aguirre, y muchos más.

Grecia es la patria de los poetas y acogió al nuevo embajador de México como lo que él era en esencia: un poeta. Grecia le dio a Seferis, a Constantino Cavafis y a Andreas Embirikos, y le hicieron entender que finalmente lo que vale la pena no es llegar, sino emprender el viaje. Nadie ha divulgado ni ha traducido a los griegos tanto como Hugo Gutiérrez Vega; nadie en México los ha reverenciado domingo tras domingo. A partir de ellos y a partir de su tres libros de poesía: Los soles griegos, Cantos del despotado de Morea y Una estación en Amorgos, Hugo, el amigo de Carlos Pellicer, el de Rafael Alberti, el de José Carlos Becerra, es probablemente el mejor promotor de la joven poesía que hay en México que divulga cada fin de semana. ¿Por qué? Porque les da su lugar, los conoce y se hace a un lado, no se toma en serio y porque es capaz de escribir:

Debería callarme el hocico/ y evitar las calles adyacentes./ Voy exhibiendo la cabeza rota,/ los agujeros de los pantalones,/ el corazón que por barroca vanidad/ espero que algún día sea trasplantado/ a un negro de Sudáfrica./ Debería callarme el hocico/ y escribir solamente en los retretes/ alumbrado por fósforos,/ hacer grandes grafiti con carbón/ y terminarlos con la punta de la nariz./ Yo nací en un mundo tan solemne,/ tan lleno de conmemoraciones cívicas,/ estatuas, vidas de héroes y santos,/ poetas de altísimas metáforas/ y oradores locales,/ en la ciudad que tiene siempre puesta/ la máscara de jade y de turquesa/ y como ahí nací/ debería callarme el hocico/ y pintar solamente en los retretes.

Ahora Hugo es el director del suplemento cultural de La Jornada. Carlos Monsiváis le dijo:

–Te va a hablar Carmen Lira; por favor no vayas a decir que no.

Carmen Lira, directora de La Jornada, llamó para ofrecerle el suplemento cultural La Jornada Semanal a la salida de Juan Villoro, y lo dirige desde hace 15 años.

Cuando Rafael Tovar y de Teresa presentó a Fernando del Paso en la pasada Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, en noviembre, dijo y Santa Socorro pasando a máquina toda la obra de Del Paso, porque Socorro, la mujer de Fernando, ha sido su colaboradora más eficaz y entregada. Lo mismo podría decirse de Santa Lucinda que fue secretaria de Hugo desde que eran novios y le pasó en limpio no sólo su tesis, sino su libro de ensayos Las águilas serenas y su poesía reunida Peregrinaciones cuando no había sino máquinas Remington, se hacían mil copias al papel carbón y si se cometía un error era un espanto volver a copiar todo. Más tarde Lucinda trabajó en la asociación llamada Nosotros Todos, que, en efecto, ayudaba a los que no tienen posibilidades que en nuestro país son millares. Vi a Lucinda en Querétaro defendiendo a las bordadoras, a las costureras, a las indígenas ñañús que viven en las Lomas y conformaron la UNIC. Era bonito verla entrar a la plaza central, alta y hermosa, animar a los manifestantes leyéndoles La suave patria, de López Velarde, y también la de su marido, que después de tantos años se sabe de memoria.

Paula Amor, mi madre, debe estar sonriendo en el cielo ante este Premio Hugo Gutiérrez Vega que recibo como una sorpresa inmerecida. La imagino contenta, porque ella amaba Querétaro. Resulta que casi cada año, en los años 20, cuando venía en barco de Francia a México, su tío Felipe Iturbe la invitaba a la hacienda La Llave, cercana a Tequisquiapan, estado de Querétaro. Mamá solía ir desde La Llave a San Juan del Río a caballo y al descender de su montura refrescaba sus pies en el agua clara a los pies de los sabinos. Pies de agua para pies de niña. Entonces, todo el estado era una maravilla de agua, a veces caliente, a veces fría, y de árboles, y cualquier mexicano habría podido decir como lo hacía Carlos Pellicer cuando se iba a Tabasco: Ya me voy a mi agua. Ahora, por desgracia, al menos en Tequisquiapan, los manantiales se han secado, pero permanecen los sabinos, esos árboles providenciales que dan buena sombra y nos hacen pensar que la vida también es buena y nos da mucho más de lo que nos merecemos.

También le daría gusto que el premio me lo entregara Hugo Gutiérrez Vega por todo lo que Hugo tiene de Maximiliano y lo poco que tiene físicamente de Benito Juárez. Mamá me contó que en el cerro de las Campanas el mismo emperador aclaró que era un bello día para morir y que su última orden al escuadrón de fusilamiento fue: Soldados, disparen al corazón. Entonces separó su barba y mostró su pecho. No recuerdo si lo consigna Fernando del Paso en su libro Noticias del imperio, pero sí recuerdo la expresión en el bello rostro de mi madre, cuando me lo contó.

–Murió como un valiente; también fueron valientes sus dos seguidores, los generales Miramón y Mejía.

Querétaro para ella representó su infancia, ese lugar sagrado en el que nos adentramos a medida que pasan los años como a un refugio que nos protege de ausencias, derrotas y sinsabores. Querétaro fue su estado, el más bello, el más noble, el más inteligente de toda la República Mexicana, el de las misiones de fray Junípero Serra y el de la reserva de la biosfera de sierra Gorda con sus casi 400 mil hectáreas que ahora cuida con tanta inteligencia y cariño Pati Ruiz Corso.

Para mi madre, ir a Querétaro desde su casa que se llama Los Nogales, en Tequisquiapan, era un retorno a los años más felices de su vida, los de su amor (y ella se apellidaba Amor) al campo de México, a sus árboles y a sus sembradíos.

Por tanto, recibir esta noche en el Teatro de la República el Premio Hugo Gutiérrez Vega es abrazar de nuevo a mi madre muerta en 2002 y visualizarla joven y sin una sola preocupación en el campo del estado de Querétaro y en las calles de San Juan del Río, en las que los ópalos y las piedras preciosas traen muy buena suerte, y ese don inapreciable se lo debo a ustedes aquí presentes. También es una alegría profunda compartirlo con mi única hermana, aquí presente, Kitzia. La palabra Gracias es una de las más bellas que podemos pronunciar los humanos y yo se las repito aquí con alegría: gracias, Querétaro, gracias.

Texto leído por la escritora Elena Poniatowska el 11 de diciembre de 2012, cuando recibió el Premio Hugo Gutiérrez Vega



domingo, 20 de septiembre de 2015

‘Laco’ Zepeda, a la vera de su amistad

20/Septiembre/2015
Confabulario
Monica Lavín

A Elva Macías
M
Martín Casillas publicó en la editorial que llevaba su nombre Los trabajos de la ballena de Eraclio Zepeda en los años setenta. Entonces yo formaba parte del equipo de colaboradores de La Plazaque él dirigía. Cuento esto porque Martín alababa las dotes conversadoras del escritor chiapaneco al que llamaba con familiaridad LacoMi timidez era mucha y no me atreví nunca a tener un acercamiento con ese amigo de Martín que escribía tan sabroso y que me hubiera hecho bien conocer como ocurrió años después. Cuando Eraclio supo que yo quería escribir sobre fincas cafetaleras en el Soconusco, ofreció su ayuda, y yo todavía tímida respecto a molestar a los otros no le tomé la palabra a tiempo. Fue después, ya publicado Café cortadoque empecé a saber más de Elva y LacoPresenté a Laco para los jóvenes en el programa que tiene FIL en Guadalajara, Benzulul reunía cuentos que podían hacer de cualquier chico de prepa un lector. La presencia del autor, su desparpajo y simpatía se ganaron el resto. A mí ya me tenía ganada, Laco mostró ser no sólo ese conversador que elogiaba Martín, sino ese hombre que había vivido a lo Hemingway, en la acción, tomando riesgos y adorando la palabra precisa. Y sin embargo se movía con sencillez a contrapelo de sus hazañas. Conoció al Che y se enlistó en la defensa de Bahía de Cochinos en Cuba, vivió en Moscú y en Pekín, hizo de Pancho Villa en Reed, México insurgente, de Paul Leduc.
M
De su tierra desgranaba anécdotas compartidas con la poeta Elva Macías, su mujer, a quien se “había robado” (como presumía con coqueta complicidad) de su natal Villaflores para ir a China donde él trabajaría dando clases. (En Villaflores mismo se hace año con año un congreso para discutir palabras y términos locales, orgullosos del fermento imaginativo y sonoro local del uso de la palabra). Laco repartía entusiasmo por la vida y una afable generosidad. Sus compromisos, aciertos y desaciertos le ganaron la mirada oblicua de algunos intelectuales, pero nunca cejó en su interés por la escritura y la historia de Chiapas, así como el cuidado de los afectos. Había comenzado como poeta publicando en colectivo La espiga amotinada con Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley, Juan Bañuelos y Óscar Oliva. La narrativa como extensión de su mirada ocurrió enseguida con los cuentos de Benzulul que le valieron el Premio Xavier Villaurrutia. El año pasado recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes y la Medalla Belisario Domínguez. Para el convite de viandas chiapanecas, en la mesa de familia, junto al reloj que fuera de su abuelo, a la vera de su humor y afecto estuvimos varios. Laco siempre fue disfrutable, no sólo porque sabía contar sabroso, sino porque mostraba su cariño, su calidez. No lo hacía sólo en momentos sociales, sino que de repente llamaba por teléfono y saludaba. Lo hacía siempre cuando terminaba el año, quizás en recuerdo de aquel fin de año, de paso por Tuxtla en que estuvimos invitados a su festejo en familia y a los tamales de arranque de año en la casa pequeña donde pasó sus últimos días.
M
Algunos años atrás en Nuevo Laredo organizamos el ciclo Palabras en el andén para que el viaje ocupara el escenario en Estación palabra, esa estación de los años cincuenta convertida en centro cultural en la ciudad fronteriza. Qué sabroso escuchar el texto de Laco y abordar en tren que cruzaba China en los poemas de Elva. En viajes como ese tuvimos tiempo de perder el tiempo, paradoja necesaria para hablar de lo que sea, que con Laco sucedía a la menor provocación. Mientras las mujeres mal comprábamos en alguna tienda del otro lado, Héctor Romero Lecanda y Laco nos esperaban con una cerveza. Estaba claro, cuando regresábamos, que ellos la habían pasado mejor. Ahora más que nunca, desearía haberme quedado a conversar y reír, como lo hicimos varias veces, en mi propia casa, en la exposición de su amigo el fotógrafo Carlos Juárez, cerca de su hija Masha y su nieta querida, en su casa. Si a mí me hace falta esa voz amiga, ese tono chiapaneco, amable y sabio, cuánto hueco no habrá dejado en familia.
M
El año pasado concluyó la saga de familia y de un trozo de la historia de Chiapas, en cuatro novelas publicadas por el FCE. Vientos del siglo fue la última a cuya presentación no pude asistir en Tuxtla Gutiérrez, alguien leyó mi texto y luego entre disculpas por mi falla en salud (a Laco menos que a nadie quise haberle fallado), conversé pasajes notables como el que le tocó a su padre cuando huyó rumbo a Guatemala y un amigo logró esconderlo con una lealtad ejemplar. Entre ocurrencias, avatares políticos, un mundo donde la frontera con Guatemala es apenas un hilo de agua, lejanías y una particularidad geográfica, política y social que ha hecho de Chiapas único, Eraclio Zepeda contó los cien años que se había propuesto recorrer desde la independencia hasta los años treinta con Lázaro Cárdenas, primer presidente de México que puso pie en Chiapas. Tenía un plan, disciplina, pasión, una biblioteca maravillosa para hacerlo y concluyó la saga con tezón. A mí sus cuentos me parecen clásicos memorables, pero estas novelas cuentan una historia particular de un mundo que poco conocemos. Y lo hacen desde la mirada y el oficio con la palabra largamente sostenido de un autor y un amigo entrañable.Horas de vuelocuentos que tienen que ver con ángeles, tigres, globos y primeros aviones es un regocijo lector que revela al Laco atento a lo extraordinario, al acontecer curioso del que fue testigo o tuvo noción por el recuento de los otros en esas tertulias de corredor; largas, deliciosas horas, a la vera del fresco y la tarde. Eso fue Laco para quienes lo conocimos en el Distrito Federal, un espacio para la conversación y el fresco, un corredor de Chiapas en plena ciudad, un pilar de amistad y un surtidor de vida. Ya su voz, mientras escribo estos apuntes en su ausencia, me hace falta. En vida, hermano, en vidadice un poema. Cuántas palabras no devueltas se me quedaron.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Los alcances del periodismo cultural en México

6/Septiembre/2015
La Jornada
Elena Poniatowska

Juan Ramón de la Fuente, quien tiene gran capacidad de convocatoria, ha organizado un encuentro internacional de periodismo, que incluye el cultural, en el que participan Juan Luis Cebrián, Fernando Savater, Juan Villoro, Federico Reyes Heroles, María Amparo Casar, Jacqueline Peschard, Nélida Piñón, Leonardo Curzio, Adriana Malvido, Ignacio Solares, Jorge Islas, Lino Cattaruzzi, Luis Arvizu, Rossana Fuentes, Daniel Bekerman, Manuel Castells, Francisco Valdés Ugalde y Hector de Mauleón, entre otros. Desde luego, al ver un encuentro político y cultural de este calibre, resulta difícil olvidar que nuestros políticos no brillan precisamente por su cultura. El actual presidente Peña Nieto, siendo candidato, no pudo mencionar tres libros en la Feria del Libro de Guadalajara en 2012. Ni tarda ni perezosa, Marta Sahagún de Fox convirtió en mujer a Rabindranath Tagore y en la sala Jaime Torres Bodet, del Museo Nacional de Antropología, explicó que iba a terminar su intervención con una frase de la escritora Rabina Gran Tagora para coronar el premio a Marie Thérèse Hermand de Arango, directora del Museo de Arte Popular. Otro de los resbalones de la pareja presidencial fue el de Fox, quien llamó Borgues a José Luis Borges en 2001, frente a los académicos del Congreso Internacional de la Lengua Española.

En un país en el que los libros son caros, el periodismo cultural cumple una función educativa, de apoyo y de divulgación. Un estudiante que no puede comprar un libro sí puede adquirir un periódico y leer a Juan Villoro, Héctor de Mauleón, Christopher Domínguez, Hugo Gutiérrez Vega, Ana García Bergua y a muchos más. Para un muchacho a quien un libro le resulta demasiado costoso, leer un artículo en un suplemento cultural es un acercamiento a la obra imposible de costear. Si el joven es un hábil buscador en Internet encontrará textos de Octavio Paz, García Márquez, Carlos Fuentes, Rosario Castellanos e infinidad de artículos que se creían perdidos, además de críticas y otros textos que sólo podrían leerse en alguna antología costosa. Los medios digitales son una herramienta para comparar distintos puntos de vista y motivar al estudiante. Tampoco le resulta imposible al joven de hoy llegar a las páginas de un periódico con un artículo, un cuento, un ensayo.

“Yo no creo en el victimismo –asegura José Luis Martínez S., director del suplemento cultural Laberinto–, y menos en esta época. Recuerdo que en los años 70 hacíamos en la escuela suplementitos o páginas culturales, y hasta mini obras de teatro en esténcil; imprimíamos 50 o 100 ejemplares en papel revolución, que engrapábamos y vendíamos de mano en mano.

“En la actualidad cualquiera con una computadora en un café Internet tiene la posibilidad de escribir y publicar lo que sea. Como editor, me interesa llegar a los jóvenes, pero no a cualquier costo; no me interesa descender en la calidad del suplemento o publicar cosas al estilo de Tv Notas; eso sería muy fácil.

“En la actualidad, con las nuevas tecnologías, los escritores ya no necesitan venir a la ciudad de México para darse a conocer; escriben y difunden su trabajo desde sus propias ciudades. Julián Herbert está en Saltillo, el poeta Jorge Ortega en Mexicali, Heriberto Yépez en Tijuana, Jorge Esquinca y Antonio Ortuño en Guadalajara. Esto es la auténtica descentralización de la cultura mexicana.

Asumo la idea de Gabriel Zaid de que la cultura es una conversación, y una conversación puede ser tersa, áspera, apasionada, tranquila, pero siempre implica un intercambio de ideas; es fundamental mantener ese intercambio con la comunidad cultural y con los demás suplementos que se publican no sólo en la ciudad de México, sino en otras ciudades del país.

José Luis Martínez S. dirige uno de los mejores suplementos de México, Laberinto, y es necesario escucharlo. Dice que el periodismo cultural ha estado presente en la prensa de nuestro país desde La Gaceta de México, en el siglo XVIII, que publicaba noticias literarias y científicas, y, desde luego, en el siglo XIX con Altamirano, Riva Palacio, Gutiérrez Nájera, Tablada o Ángel de Campo.

“La historia moderna de los suplementos culturales –dice Martínez S.– arranca con Fernando Benítez, primero con La Revista Mexicana de Cultura en El Nacional, luego con México en la Cultura en Novedades, La Cultura en México en la revista Siempre!, Sábado en unomásuno y La Jornada Semanal en La Jornada.

“Cuando Héctor Pérez Martínez fue secretario de Gobernación, de 1946 a 1948, Benítez fue nombrado director de El Nacional, donde creó la Revista Mexicana de Cultura, cuyo primer número apareció el 6 de abril de 1947, con la dirección del poeta español Juan Rejano. A la muerte de Pérez Martínez, Benítez renunció a El Nacional y Rejano continuó en la Revista Mexicana de Cultura hasta 1957. Pienso que todos partimos de ese impulso, del trabajo que Benítez realizó en esos cuatros suplementos.

“En Laberinto intento crear un espacio de diálogo, de polémica, de encuentro de distintas disciplinas: cine, música, danza, pintura, teatro, no sólo literatura; la cultura es muy rica y variada.

“Comencé mi vida de periodista en una revista erótica, Su otro yo, que dirigía Vicente Ortega Colunga, y en la que participaban tres generaciones: la de Renato Leduc, Pedro Ocampo Ramírez y Abel Quezada; la de de Carlos Monsiváis, Juan Ibáñez y Juan Tovar, y la de quienes teníamos 20 años y nos iniciábamos en el periodismo. Siempre he querido seguir ese ejemplo y dar voz a los jóvenes, hacerlos convivir con gente de mayor experiencia, de maestros, como José de la Colina, o de intelectuales en plena madurez, como Armando González Torres o David Toscana.

“En Laberinto se han formado editores y han publicado su primer texto periodistas como Víctor Núñez Jaime, joven extraordinario que tuvo que emigrar a España porque en México no encontró trabajo. De esta manera, el suplemento ha funcionado también como taller para formar profesionales del periodismo, porque, si bien la vida académica es muy importante, resulta indispensable complementarla con la práctica.

“Internet nos da la posibilidad de dialogar con los lectores, de conocer sus gustos y temperamento. Muchos de sus comentarios son viscerales, pero muchos otros no sólo pertinentes, sino necesarios para evaluar nuestro trabajo. Gracias a ellos medimos el pulso de lo que hacemos.

“En general, me interesa publicar textos que respondan a un interés periodístico, de actualidad, no me gusta exhumar materiales sin motivo. Por eso siempre estamos atentos a las efemérides, las exposiciones, los conciertos, las novedades literarias, sin descuidar una agenda propia, que incluye la publicación constante de poesía, sobre todo de jóvenes.

“Actualmente se publican cuatro suplementos culturales en los periódicos de la ciudad de México: La Jornada Semanal, Confabulario en El Universal, Laberinto en Milenio y desde hace dos meses El Cultural, en La Razón, muy pocos, si consideramos la población de la capital del país y su área metropolitana, y sobre todo la gran cantidad de propuestas culturales que existen, porque si en algo destaca México es como potencia cultural. Tenemos grandes cantantes de ópera, pintores de gran prestigio, bailarines, músicos y escritores reconocidos en el mundo. La cultura mexicana tiene una vitalidad que no siempre se ve reflejada en los medios. Por eso resulta alentador que aparezcan nuevos suplementos culturales y es lamentable que desaparezcan otros, como El Ángel, del periódico Reforma, que comenzó como gran propuesta y terminó muriendo de inanición. Por cierto, uno de los columnistas habituales de ese suplemento, Christopher Domínguez, publica ahora en las páginas editoriales de El Universal y en Confabulario.”

–Octavio Paz se quejaba amargamente de la falta de crítica.

–Christopher es un crítico reconocido, como Evodio Escalante, Ignacio Sánchez Prado, Armando González Torres, pero fuera de ellos no creo que la crítica literaria mexicana se encuentre en su mejor momento. No veo ninguna nueva figura de la crítica literaria en México. Extraño la presencia de un joven como José Emilio Pacheco cuando hacía crítica en Estaciones, Medio Siglo y México en la Cultura, aunque lo sabemos, él fue mucho más allá de la crítica; siempre fue así, en Excélsior, Proceso y en todos los lugares donde escribió. Sergio Pitol lo llamó el polígrafo perfecto y yo lo acepto absolutamente. Admiré y admiro mucho el trabajo de José Emilio, uno de nuestros más grandes periodistas culturales.


domingo, 30 de agosto de 2015

Hablar sobre Pedro Páramo

30/Agosto/2015
Jornada Semanal
Guillermo Samperio

Alguna ocasión, cuando Juan Rulfo visitaba la biblioteca de una universidad de Estados Unidos y el diligente rector lo introdujo en una sala especial, en cuya puerta pendía el letrero con el nombre del autor de El gallo de oro, Rulfo se quedó un momento observando los estantes repletos de ensayos, tesis y estudios sobre su obra. El rector lo miraba orgulloso y esperaba el comentario del escritor, quien no hizo esperar más a su interlocutor: “¿Y todos estos han vivido y se han alimentado de lo que yo he escrito?” Las palabras de Rulfo fueron de afilada incomodidad, pero de cualquier modo señalaban hacia él mismo: aunque era el narrador mayor del siglo XX latinoamericano, compartiendo rating con Kafka o Virginia Wolf a nivel universal, este Juan tuvo que seguir trabajando en oscuras oficinas burocráticas hasta su muerte. Sin embargo, el poder, el sistema, olvidó que “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”, como escribió, en su acostumbrado laconismo, Jorge Luis Borges.

Por otro lado, la voluminosidad de estudios sobre su literatura señalaba también que la obra de Rulfo había sido analizada desde múltiples ángulos, apreciaciones, metodologías y sistemas de pensamiento. El escritor mexicano-guatemalteco Augusto Monterroso comparaba este fenómeno de hiperanálisis al que, durante siglos, ha perseguido al Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, pues hay sobre el Quijote desde ensayos que demuestran secretos códigos judaicos de Cervantes, hasta la revisión de las costumbres populares descritas en la novela, pasando por diversos análisis estructuralistas y hasta semióticos, es decir la retórica en turno según la época.

En Pedro Páramo la totalidad no es nunca sistematizable más que a un nivel abstracto: la novela aparece como algo que deviene, como un proceso permanente: un ayer eterno. Es un juego, un cambio constante, un movimiento hacia un fin jamás alcanzado, una aspiración hacia una finalidad defraudada, o dicho en palabras actuales: una transformación. Esta mutación de la estructura hace que la novela se convierta en el propio discurso del tiempo y de ahí la sensación de que el relato es demasiado extenso aunque el texto de la novela sea más bien breve.

Al cambiar la relación “escritor-objeto a narrar”, tenderá a modificarse asimismo la relación “texto-lector”, acto en que se realiza el ciclo “percepción-creación-escritura-lectura”. El novelista ofrecerá, entonces, una novela donde los referentes se han enrarecido, donde los acontecimientos se vuelven simultáneos (pertenecen a la “esencia de una época”) y donde lo imaginario y la realidad comienzan a mezclarse. En este punto se encuentra Juan Rulfo antes de escribir Pedro Páramo.

Gombrowicz ha dicho que, en términos generales, una historia narrada lo es de un suceso que ya aconteció y donde la actualidad del narrador emprende la escritura con el fin de hacerla presente, mediante actos de la memoria del cuerpo, independientemente de que conozca la historia, el suceso, o no, antes de escribirla: narrará algo consumado. Esta relación es la primera que modifica Rulfo, invirtiendo el tiempo del recuerdo. Por lo general, son los vivos los que recuerdan a los muertos. En Pedro Páramo son los muertos los que recuerdan a los vivos. El acontecer se encuentra trastocado: la muerte anima la vida que no existe más que en la memoria de la muerte, de lo huidizo. El presente es muerte, sombra, fantasmagoría. El pasado es vida, luz, olor y sonido de las vivencias.

De esta forma, a través de trastocamientos, Juan Rulfo entra en el espíritu de la época. La primera edición de Pedro Páramo es de 1955: quiere decir que la empezó a escribir unos tres o cuatro años antes. Pero anteriormente ya había escrito El Llano en llamas, conjunto de cuentos que le sirvieron de base y de experiencia narrativa para redactar luego el texto mayor. En la niñez y la adolescencia de Rulfo están los recuerdos de los últimos estertores de la Revolución mexicana, pero en especial los de la Guerra cristera (de ahí que el padre Rentería se incorpore a las fuerzas de Cristo Rey). El símbolo trastocado de mayor importancia se encuentra en el señalamiento de esos acontecimientos violentos. La guerra la hizo el pueblo vivo que, en la visión de Rulfo, devino en pueblo muerto: la guerra se hizo para que viviera el pueblo, por la natividad de una nueva República. La escritura de Juan Rulfo es la visión del desencanto, del despertar desolado y sin esperanza. Es el México rural agotado por la Revolución y el levantamiento cristero; pueblos fantasmagóricos como Luvina y Comala están enraizados a un tiempo que no transcurre, lugar donde los muertos deambulan y los recuerdos son murmullos, en un ayer eterno o en un futuro prometido pero estafado. Rulfo vaticinó que el último reducto del poder arbitrario y terrible, para México, serían los caciques rurales y urbanos, como Pedro Páramo. Allí donde se ha generado la pobreza extrema, la marginación, el miedo y la sumisión, allí se encuentra uno de los Páramo.

Caminar con desilusión, con la burla o el castigo a cuestas, es como caminar doble, como caminar y andar al mismo tiempo sin que sean uno solo. Si intentamos crear un marco histórico, suponemos a estos cuatro caminantes como excristeros desmovilizados a fuerza. Es la época cardenista, en plena reforma agraria, y el gobierno les ha dado unas tierras inservibles, quizá para mantenerlos apartados de los centros de población, por escarnio, o como efecto de una reforma agraria burocrática y ciega que reparte tierras porque sí, para cumplir con un plan teórico. En Pedro Páramo la burla es mayor: el poder del cacique es absoluto.

Los caminos de Rulfo son páramos. Se camina incansablemente. Quienes lo hacen son campesinos pobres, sin caballos. La horizontalidad es el único camino, por interminable, por ancha. Quién diablos haría este llano tan grande, para qué sirve. Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra. Es raro encontrar verticalidades: árboles, sombras que se proyecten. Y por aquí vamos nosotros: la visión de los vencidos. La burla al ser: “no se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos”, dice una voz en la novela.

domingo, 16 de agosto de 2015

Taller de Lunas

16/Agosto/2015
Confabulario
José Homero 

Imagino a Rafael Solana afirmando ante un interlocutor imaginario lo que ya ha dicho en la mesa de conferencias o ante la grabadora del entrevistador. “Éramos unos jóvenes amantes de la poesía. En Taller Poético quise que colaboraran los poetas vivos de cualquier tendencia, hasta donde nos fuera posible abarcar, sin renuncia de la calidad que pretendíamos sostener, y sin incursiones hacia un tipo de poesía excesivamente popular, con cuya aceptación habríamos caído en la demagogia. No olvidé a la provincia: García Mercado, Palacios, Gutiérrez Hermosillo, Beltrán, Quintero… Y Clemente López Trujillo, nativo de Mérida, gran amigo de todos nosotros. Dirigía un periódico, Diario del Sureste. Ahí colaborábamos Efraín, Octavio y yo. Se nos pagaba cinco pesos por artículo. ¿Sabía usted que cuando Octavio se fue a Yucatán, después de casarse con Elena Garro, estuvo trabajando en el diario con Clemente? Fue durante su estancia en Mérida que escribió Entre la piedra y la flor, donde está ese poema sobre el dinero, tan parecido al ‘Contra la Usura’ de Pound. Pero entonces nadie de nosotros había leído a Pound. A Eliot, sí. Usigli tradujo ‘El canto de amor de Alfred J. Prufrock’ y los Contemporáneos lo leían. Leíamos a García Lorca, a Prados, a Larrea, un poco a Neruda, a Alberti, que acababa de convertirse al estalinismo. Éramos todos muy amigos, un poco idealistas; creíamos en la inminencia de la revolución con el fervor de los cristianos primitivos en la segunda venida de Cristo. Cada uno abandonó esas creencias y especialmente Octavio, quien se pasó al bando contrario, desde donde defiende independencia químicamente pura. Ya no nos hablamos. Él es un dios, está en su altar; es como una montaña y yo soy un valle, ni yo levanto la vista para verlo ni él se digna a condescender. Además, aunque quisiera, no podría: con todo el incienso que le queman los jóvenes que lo tratan como si fuera un santón no puede ver. ¿La revista? ¡Ah, sí! La revista… Como decía, tratábamos de representar a la poesía de todo el país, a toda la poesía”.

“Invitamos a todos, a los Contemporáneos, a don Enrique González Martínez. No quisimos rechazar a ningún maestro. Por contraste con todas las revistas anteriores, que habían sido agresivas, o por lo menos desdeñosas para los poetas maduros, la mía invitaba a todos los ilustres a dictarnos lección. No teníamos unidad de criterio; un poco de unidad de ideario político, sí, pero eso no lo dejábamos reflejarse en Taller Poético. Allí estaban por ejemplo, José Revueltas, que era amigo y estrictamente contemporáneo nuestro, y Pepe Alvarado. Pero no hacían trascender sus ideas más que en alguna nota o algo así de segunda importancia. Ninguno de los que ahí publicamos traía un mensaje nuevo.”

Si he de ser exacto diré que los porcentajes de novedad en Taller Poético fueron reducidísimos. Bastan no obstante para desmentir la afirmación de Solana. Es cierto que incluidos los entonces poetas más nuevos, como Beltrán, Toscano y Quintero Álvarez, la manera de asumir el poema fue con ese medio tono, apenas nostálgico, a veces dolorido, pero siempre cautivo del decoro, que ha hecho (in)justamente célebre a las poesía mexicana. Una rápida (h)ojeada a los cuatro números de Taller Poético nos muestra una preferencia casi absoluta por el poema lírico. El casi lo colocan los poemas de Jorge Cuesta y Enrique González Rojo, tan cercanos en asunto como distintos en voz. En el otro extremo todos los demás son sombras de la conciencia absoluta. Buscan aprehender una verdad inspirada por ráfagas, la más de las veces, no poéticas, tan solo emotivas”.
Domina en este lirismo el poema de amor, en especial, el del amor fracasado. Sólo Salvador Novo congela la emoción en una distante y decorosa melancolía. Su evocación del encuentro homosexual no acusa un tono triste sino melancólico: su voz del que sabe que todo es mudable. Y Octavio Paz, con su ya poderoso canto, es un habitante del mundo, pero del primer día del mundo, y a través del amor convoca al demonio de la analogía y mundo y mujer son ya un cuerpo de conjuntas formas.

Si en el asunto es el amoroso el causante de la efervescencia poética de escritores que andando el tiempo se casarían con la prosa, como un Solana, un Efraín Hernández e incluso un Miguel N. Lira, en la forma, la estructura preferida es el soneto. Claro, además de la versificación regular se escribe verso libre y blanco, pero sólo Huerta, Miguel Quintero Álvarez, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Emmanuel Palacios y –¡por supuesto!–, García Lorca, José Moreno Villa y Xavier Villaurrutia, pueden considerarse seguros de voz; los demás sólo muestran esnobismo y ausencia de aliento poético tan notorio como la ausencia de homogeneidad silábica. Sonetos, en cambio, hay para todos. Desde el barroco y lleno de figuras de pensamiento, como los de Ortiz de Montellano, hasta los menos barrocos pero sí más claros y sobre todo abrasivos versos de Paz, pasando por los discretos trabajos de Solana y la oscura música cuestiana.

Sorprende un poco que ya avanzados los treinta nuestra poesía fuera aún tan tibia. Sorprende más si recordamos que ya para entonces los Contemporáneos habían dado un puñado de obras capitales: los poemas adánicos del Pellicer panteísta, los poemas en prosa de Owen, los XX Poemas de Novo. Y la lección de José Juan Tablada permanecía como un símbolo ardiente. Pero si en el futuro no quedara otro testimonio de nuestra poesía en los treinta que esta revista, los exhumadores juzgarían que la forma fue el objetivo primordial de estos talleristas.

Todo está en la actitud
Se creía un poco que el énfasis debía de estar en la actitud. Entre más vital y a veces bárbaro se fuera, mejor. Es la bandera de un Huerta y menos impulsivo pero más intenso en su poesía, de Paz. Cambiar la vida, cambiar el poema. No, no era el surrealismo el que los impulsaba –aunque estuvieran impregnados de su atmósfera– sino la ola romántica. Se leía a Rimbaud y a Novalis, con devoción no (por anacrónica) menos arrebatadora. Miguel N. Lira y su tersa dicción en sextetas impecables, la blanca pureza del verso sin aristas de Elías Nandino, los sonetos religiosos de Pellicer, en nada alteran nuestra sangre.
Pero cómo no reconocer en los poemas de Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Emmanuel Palacios y Alberto Quintero Álvarez, en los del propio Paz o Efraín, el aroma del romanticismo. Embriaguez y dolor. Siempre melancolía: fracaso de la experiencia y la conciencia del poema como testimonio de esa experiencia.
(Pero Huerta era ya surrealista) Palacios, Paz y Gutiérrez Hermosillo, sin nombrar a varios otros de escasa voz, ahondaban en la tradición romántica y en especial se distinguían por su descubrimiento de Nerval o de Novalis (pero Huerta se adentraba ya en el aprendizaje de la imagen superreal). Más allá de los fieles de la dicción clásica –Lira, Solana, Beltrán– y del arrebato romántico (o surreal), estaban Novo –ya irónico en su distancia, ya distante en su ironía–, Cuesta y González Rojo –ya hermanos en su fe en la poesía pura– y sobre todo, Villaurrutia.

(Porque) La reducidísima porción de novedad está, amén de en Huerta y Paz con su intensidad amorosa, en el “North Carolina Blues”, que Villaurrutia publicó aquí. La ambigüedad y la atmósfera onírica presente en los poemas de alcoba de Villaurrutia se vuelven una interrogación colectiva; la angustia metafísica, ironía social y la pregunta por la verdad del individuo, duda por el hombre. Y no hay que olvidar el hermoso poema de Luis Cardoza y Aragón. Con una prosa muy surrealista en sus asociaciones metonímicas, en su ausencia de las señales de vialidad de la sintaxis, este “Pino, niñez y muerte”, sólo admite parentesco con los poemas de Línea de Owen. E insisto, no olvidemos a Moreno Villa, a García Lorca. ¿Cómo continuar, entonces, afirmando que “ninguno de los que ahí publicamos traía un mensaje nuevo”? En el caso de Solana y en los demás coetáneos es rigurosamente cierto. Poemas de circunstancias y sólo notables por su dominio formal, que rumiaron la lección del posmodernismo pequeño simbolista de González Martínez, la elocuencia del romanticismo hispanoamericano o la retórica panfletaria de los poetas comprometidos. Es obvio que al propio Solana se le escapa el mosaico que conformaron las voces del taller. Pero hubo variedad en las escuelas y en los mensajes.

Lugar de encuentros, mesa de cordiales conversaciones y opíparos banquetes, tal fue Taller Poético. Un gesto de amistad. Iba Rafael a seleccionar papel, “poco, porque nuestras tiradas eran cortas” y después se encaminaba a General Anaya.

Durante el día continuaba asistiendo a San Ildefonso, por las tardes al café París en horas arrebatadas al aula (o claustro) escolar. Vendió varias suscripciones para su revista y no sólo eso, en compañía de Huerta se apostaba en los pasillos de sus facultades acechando compradores como si fuera un moderno mercader de droga.

“Un peso”, decía Huerta y sonreía para sí mismo, murmurando en tono lépero, “sólo un peso, sólo un peso ¿quién da más?”, mientras devolvía su cambio al abnegado comprador, casi siempre uno de sus maestros, un amigo, pocas veces un desconocido.

La edición no erogaba más de ciento veinte pesos. Las suscripciones y las ventas solventaban un poco la publicación. Los pesos faltantes los aportaban Rafael y Efraín de sus más bien magros bolsillos. Seguían siendo hijos de familia, pero ya eran periodistas. Cobraban –cinco pesos según Solana, quince a decir de Huerta– sus artículos en el Diario del Sureste. El director era amigo de todos e incluso publicó un poema –malo, por cierto– en el último número de la revista. “Nos llegaban nuestros giros postales cada semana y eso lo juntábamos para pagar la edición de nuestra revista.”

Taller Poético no se limitó únicamente a una revista. Publicó varios volúmenes de poesía y “con dibujos de Roberto Montenegro, un tomito dedicado a conmemorar el centenario de Garcilaso, y en el que colaboró con un hermoso ensayo don Jaime Torres Bodet, que ya entonces era un personaje importante de la Secretaría de Relaciones.” (Las revistas literarias de México, 1963: 195).

Ediciones sumamente cuidadas fueron también de selecto tiraje. Nuestra literatura necesita de una guía de forasteros que nos permita recorrer sin tropiezos las callejuelas y caminos de la época. Es importante señalar que los treinta conocieron un inusitado y heroico auge editorial, amén de un imperativo estático que no reparaba en limitaciones. Justino Fernández y los O’Gorman habían dado el la con sus ediciones de Alcancía iniciadas en 1932, hechas de modo casero, artesanalmente, aunque con una prensa nueva, a diferencia de Miguel N. Lira, quien los siguió de cerca aunque con una prensa de venerable edad. Pieza de museo, “La caprichosa”, antigualla sobreviviente de la Colonia, comprada a los evangelistas de Santo Domingo, fue hábilmente explotada por Lira, quien de sus achacosos fuelles supo extraer ritmos moderno y saludables, qué digo, radiantes ediciones.

Taller Poético fue un sello editorial que fundamentalmente dio a conocer las voces aún de trémulos timbres de la generación de Taller. Pero si dijéramos que fue una empresa regida por sus propios intereses, la precisión sería mayor, pues por intereses entendemos no sólo la divulgación de nuestras obras, también la de aquellos cuya lectura dejó en nosotros una resonancia más profunda que el latido de los grillos en la habitación vacía de las tres de la mañana. Así, además de publicar los dos primeros volúmenes de Enrique Guerrero Larrañaga, Cuadrante de la huida y Herido tránsito, el segundo volumen de Carmen Toscano, Inalcanzable y mío, el segundo también de Mauricio Gómez Mayorga, Palabra perdida, y de Efraín Huerta, Línea del alba; los ya mencionados Tres ensayos de amistad lírica para Garcilaso; aparecieron dos libros de autores de una generación distinta: El sonámbulo de Luis Cardoza y Aragón, quien a decir de Octavio Paz “fue el puente entre la vanguardia y los poetas de mi edad” (Paz, 1979: 32), y Ausencia y Canto de Enrique González Martínez, cuya publicación fue una auténtica declaración de principios. Si bien se anunció la publicación de Estudio de cristal de Enrique González Rojo, el volumen permaneció inédito hasta fechas recientes.

Lo que uno da es igual a lo que recibe
Más de un año habría de transcurrir para que apareciera el cuarto y último número de Taller Poético. La cuarta entrega es voluminosa: casi el triple de páginas que los anteriores. Otra sorpresa: ya no es Lira sino Ángel Chápero el impresor, donde también se maquilaba Poesía, la revista de Neftalí Beltrán, surgida entre ese tercer y cuarto número de Taller Poético.
Según Solana la revista no murió por falta de dinero o por falta de entusiasmo sino por la escasez de colaboraciones de calidad. Además, a sugerencia de Quintero Álvarez, Solana decidió crear un nuevo taller, uno donde además de la poesía cupiera la prosa, “en forma de ficción o de ensayo, y hasta la pintura.” El resto es una historia mejor conocida.

sábado, 15 de agosto de 2015

Poeta de la tierra

15/Agosto/2015
Laberinto
Evodio Escalante

Para muchos, Sergio Mondragón es el más “beat” de los poetas mexicanos, y puede ser que tengan razón. Si elprincipio es fin, como declara Eliot en susCuatro cuartetos, la poesía de Mondragón tiene para siempre el sello de la revista El corno emplumado, que coeditó aquí en la Ciudad de México con Margaret Randalldesde 1962 a 1969. Esta revista bilingüe de vanguardia, que publicaba a poetas mexicanos, latinoamericanos y a muchos de los norteamericanos de la Beat Generation, entre los que hay que mencionar a Philip Lamantia y Allen Ginsberg, es acaso la más representativa de la década. Surge bajo la influencia trastornadora que ejercía la Revolución Cubana que acababa de declararse “marxista–leninista” y termina debido a la represión que imperó en el país a partir de la matanza de Tlatelolco y que se prolongó durante los años setenta con el apogeo de la “guerra sucia” que ordenó el gobierno en contra de los disidentes. Sobre el suelo de la actualidad mexicana, con la que nunca ha dejado de interactuar, la poesía de Mondragón (Cuernavaca, Morelos, 1935) pareciera estar signada por un poliedro pentafónico en el que pueden distinguirse: 1) Un vértice anti–capitalista, propio de los aires de la época; 2) Un vértice orientalista, del hinduismo al budismo zen; 3) Un vértice jazzístico, carnal e improvisatorio; 4) Un vértice de libertad y plenitud sexual; y, por último, 5) El vértice de la iluminación y los estados alterados de conciencia.

Situando el asunto en el nivel intelectual que le corresponde, Octavio Paz sugirió alguna vez que lo que caracterizaba a Mondragón era la búsqueda “de la palabra de poder”. Regresarle su magia a la poesía, sus poderes espirituales, al grado de hacerla capaz de cambiar al hombre y a su conciencia, éste es, me parece, el trasfondo de su incesante trabajo con el lenguaje. Sobre un trasfondo tribal y acaso utópico, pero no menos persistente, el poeta sabe que el único modo de salvarse es salvando el poema que le ha tocado escribir. Mondragón no ha dejado de hacerlo desde los años sesenta.

Su más reciente libro, Hojarasca (2005), es una muestra de ello. Varios de los poemas que contiene este libro me parecen magistrales. Mi favorito es un poema breve y delgado que tiene qué ver justamente con esta búsqueda primordial de poeta. El mundo importa, por supuesto, pero antes que salvar al mundo lo que le interesa al escritor es salvar el poema, que es su razón de ser en esta tierra. En ello le va la vida. Puesto que toda paráfrasis es engañosa, prefiero transcribir el texto de Mondragón:

                                   POEMA SALVADO
                       
En pleno vuelo
                        Te rescato de la tormenta
                        Que empapa tus alas;

                        En la orilla de un prado
                        Te recojo del suelo
                        Para besar tu pico maltratado
                        Por las mentiras del habla
                        Que no sabe lo que dice.

                        Hemos llegado juntos a la costa
                        Con las manos metafísicas tomadas;
                        Con mi suerte de náufrago
                        Que se aferra a la tabla
                        Que otro náufrago ofrece:
                        Tú,
                        Poema salvado
                        Por mis manos de escriba.

No deja de ser interesante que aquí Mondragón se describa a sí mismo no tanto como poeta sino como “escriba”, alguien depuesto de poderes creadores y que se limita a transcribir sobre el papel lo que alguien más, sea la inspiración o el deseo, le dicta. Esta “humildad” del poeta, por llamarla de algún modo, tiene qué ver con los impresionantes monólogos en prosa con los que corona su Hojarasca. Me refiero a “Tres poemas mexicanos en prosa”, inusitados textos en los que convive la crítica social con la poesía más alta y más respetable. No en balde se han escuchado siempre en Mondragón resonancias de ese poema admirable de Paz que se llama “El cántaro roto”, y que el poeta, me lo ha dicho alguna vez, prefiere a los celebrados endecasílabos de Piedra de sol. Lo interesante aquí es que para tramar este tríptico Mondragón ha recurrido a una voz acaso todavía más entrañable: la de Juan Rulfo. Cuando menciono a Rulfo no lo hago para referirme al novelista, según ordena el lugar común, sino al poeta de la tierra del que no podríamos prescindir. Mondragón no solo no prescinde de él, sino que lo inserta dentro de su escritura para articular con esta textura y esta voz una crítica implacable en contra del abandono y la indiferencia del Estado mexicano ante los campesinos. Un monólogo campesino, un monólogo ancestral, no ajeno a las voces de los antiguos dioses, es lo que se deja escuchar aquí. Una suerte de maldición que musita entre dientes un emigrado desde tierras lejanas, acaso lleno de rencor: “Primero nos despojaron de la tierra y decidieron que nos muriéramos de hambre. Luego nos arrinconaron en las encrucijadas de la sierra o nos empujaron hacia los cerros pelones donde las piedras se revientan con el sol. Allí de milagro hemos podido resistir: pero de nuestros altares y nuestros prodigios, apenas si queda rastro.”


Además de rescatar en otro monólogo a Lucas Lucatero, otro personaje de Rulfo, Mondragón se permite todavía la audacia de tramar un monólogo desde la voz de una deidad indígena: Itzpapálotl, madre y maestra, vagina de la que pueden surgir lo mismo Tezcatlipoca que Huitzilopochtli, y a la vez generoso pecho que nutre a la manada de los mestizos. Niña y prostituta. Alegría de vivir y alma perpetuamente en pena, como la Llorona: el dramatismo no podía ser mayor.  Desde su primer libro, Yo soy el otro (1965), Sergio Mondragón demostró que se podía mover como muy pocos en las agua complicadas del poema en prosa, al que de pronto no sabemos en qué terreno ubicar. Fiel al espíritu contestatario que lo vio nacer como poeta, y aguijoneado acaso por estos tiempos de derrumbe y zozobra generalizada que a muchos nos tienen al borde de la parálisis, Mondragón regresa con maestría consumada a esta forma literaria para pedir que escuchemos no tanto su voz sino las voces que se anudan en su discurso breve, ceñido y siempre convincente, seguro como está de que: “No basta/ Mirar/ Es necesario poner en movimiento.”

El nómada de paisajes lusitanos

15/Agosto/2015
Laberinto
Jorge Bustamante García

Para Armando Salgado, Premio Francisco Cervantes 2013

De los escribidores de carne y hueso, pero ya muertos, conocí algunos verdaderamente raros. No cabe duda que Francisco Cervantes era uno de ellos. De eterna barba breve, bebedor y blasfemo, su conversación era tan extraña como su personalidad. Cervantes era uno de esos seres contradictorios, de trato difícil y hosco, que con facilidad podía ser irascible y colérico, injusto y sordo. Si se encontraba de pronto un libro de alguien que no fuera santo de su devoción, podía echarlo a una alcantarilla o a la caneca de la basura sin el menor miramiento. Era un solitario en la gran ciudad, vivía recluido en un cuartito en el Eje Lázaro Cárdenas, en el Hotel Cosmos, a cincuenta pasos de la Torre Latinoamericana. Era duro en sus juicios sobre la poesía de los demás, reconocía a muy pocos, tenía una legión de enemigos. Muchos —amigos y enemigos— lo llamaban el Vampiro por su apariencia; algunos de sus adversarios lo ninguneaban, pero su obra poética constituida por libros singulares como Cantado para nadieHeridas que se alternan y Los huesos peregrinos, entre otros, y su intenso y riguroso trabajo de traducción de autores portugueses y brasileños los dejaba literalmente desarmados.


Lo traté a ratos, a intervalos, me irritaba a veces su trato altanero, aunque guardaba lealtad y aprecio por ciertos autores vivos en esos momentos: Paz, Mutis, Cardoza y Aragón, Charry Lara y otros poetas colombianos y lusitanos. Siempre me pareció que Cervantes era un traductor en busca de su propia voz, que en la traducción descubría resonancias y motivos que lo enriquecían en el asunto de nombrar y recrear las cosas de la vida y el mundo. Por eso desde su primer libro, Los varones señalados, deja transcurrir naturalmente el aliento de Luiz de Camões, Jorge de Lima y Fernando Pessoa y logra penetrar el sueño del juglar que lo conduce a una geografía de caballeros del medioevo que viven a sus anchas sus vidas singulares.

Un día quise entrevistarlo para un semanario de Bucaramanga, capital de Santander, en Colombia. Le llamé, se lo propuse y aceptó. No sabía en lo que me metía. Me puso cita en la tarde en una cantina a dos cuadras de su hotel, ahí estuvimos unas dos horas hablando desordenadamente de todo lo que se le ocurría y bebiendo tragos de whisky que le encantaba. Me habló de libros, de poetas brasileños, de Bogotá, una ciudad que quería, de Mutis a quien conocía hacía años. Saltaba de una cosa a otra y pedía otro whisky. Muchas veces mis preguntas concretas quedaban sin respuesta porque él se ponía a hablar de lo que le daba la gana. Yo grababa lo que podía con una pequeña grabadora de micro casetes. De pronto se levantó y dijo que nos fuéramos a otro lado. Estuvimos como en tres cantinas más y en cada lugar yo intentaba preguntarle por sus propios libros de poesía, pero me seguía hablando de sus traducciones, o de los escritores que detestaba o quería. Me pareció un hombre de grandes querencias y repulsiones.
En la noche resultamos en un bar espacioso, con varios salones, que él parecía conocer bien. Pasaban a su lado mujeres y algunas lo saludaban “poeta, hacía tiempo no venía por aquí”. Cuando nos sentamos a una mesa que vimos desocupada una de las mujeres se acercó, lo saludó y se sentó a su lado. Cervantes, ya subido de tragos, le convidó una cerveza a lo que ella correspondió con más plática, conversaba y conversaba más que él. Le comenté que intentaba desde hace horas hacerle una entrevista formal pero que hasta el momento había sido imposible, le mostré la pequeña grabadora, la encendí. La mujer me dijo “pregunte, pregunte”; le lancé entonces al poeta un comentario concreto “muchos de sus versos sufren de una sintaxis y una prosodia que se salen de toda clasificación, se saltan toda regla, constituyen una poesía rara…”. Arrastrando con esfuerzo las palabras, Cervantes me contestó: “¡Pueees claaaro, toda poeeesía buenaaa es rara!” y se calló, refunfuñó todavía algo y tomó otro trago. Lo más sorprendente es que la mujer a su lado se puso a hablarme de las bondades de su poesía, había leído recientemente Cantado para nadie que el propio poeta le había regalado, decía que la había tocado en lo más profundo, que le gustaría leer los otros libros de su poeta extravagante y remató con tres versos dichos de memoria: “La ira, el improperio,/ los bajos sentimientos/ te dieron este canto”. Cervantes la miró con cierta incredulidad y ya no dijo nada. Ese momento quedó grabado en el micro casete, pero la entrevista resultó imposible de editar, no tenía pies ni cabeza.
Después lo vi varias veces, fui leyendo poco a poco su poesía. Me atraía su trabajo de traductor. Por ese tiempo yo seguía intentando traducir a poetas rusos que me gustaban: Ajmátova, Blok, Mandelstam… Cervantes se interesaba cuando le hablaba de ellos, quería conocerlos, discutíamos si era posible traducir poesía, ambos creíamos que no, pero seguíamos tercos en ese empeño infructuoso. Años después vino a Morelia a dar una charla sobre traducción literaria. A uno de los organizadores le pareció fácil para que hubiera público acarrear a un grupo de muchachos de secundaria. El salón se llenó de jovencitos, solo habíamos unos cuantos adultos. Cervantes comenzó a hablar como si todos esos jovencitos fueran versados en el tema y se fue hundiendo cada vez más en su mundo fascinante, pero lleno de excentricidades que debía sonar ininteligible a los jovenzuelos. Poco a poco, en silencio, casi de puntillas, comenzaron a salirse hasta que los últimos huyeron. El salón quedó semivacío, solo ocho adultos seguimos escuchando con todo interés. Cervantes pareció no advertir la huida de los muchachos, ni se inmuto. Pero al rato comentó: “Qué bueno que se fueron, hacían ruido, ahora sí podemos comentar de lo que significa traducir poesía” —hizo una pausa y continuó ya encarrilado. Al terminar lo llevamos a un bar de la ciudad donde una amiga actriz haría un performance. No aguantó ni la mitad, había tomado varias cervezas y quería irse. Lo llevé al hotel en el mismo vocho en el que en alguna otra ocasión José Emilio Pacheco parecía salirse por las minúsculas ventanas.

En vida muchos le regatearon reconocimiento, no aguantaban su rareza poética ni su personalidad arisca, a veces altanera. Siempre me ha gustado su poesía, vuelvo a ella con frecuencia. Me parece escrita en un idioma que sabe a delicioso y transparente anacronismo, el uso de formas consideradas hoy abolidas otorga a su poesía un cariz muy especial. Es el lenguaje el que hace de la poesía cervantina una incursión a los límites, en un claro transitar por los bordes mismos de la identidad. En este preciso instante me dan vueltas algunas preguntas. ¿Quién era ese nómada de paisajes lusitanos, ese empecinado lector de Pessoa y amigo de poetas de otros lares que le hacían más llevadero el viaje incierto? Quién era ese lisboeta que desde el territorio de la poesía respondía a sus enemigos que lo hostigaban amparados en razones de verdugos, que lo señalaban por su “altanería con los necios” (como lo indicó alguna vez Álvaro Mutis) y a quienes lanzaba sus dardos de caballero medieval: “¿Os molesta/ que encuentre en otras tierras/ lo que de mis tierras me debéis?/ Todas las tierras son las tierras/ ninguna son las otras”.

Lo vi poco en sus últimos años, me llegaban noticias fragmentarias. Una de ellas fue para mí una total sorpresa. Publicó en un suplemento literario nacional su lectura muy personal de mi libro El caos de las cosas perfectas, en el que desentraña la significación de la forma en poesía: “Su afán de precisión y la sujeción estricta a lo que desea decir, dan a su poesía esa línea recta que no necesita de un verso deslumbrante y otro opaco de fondo. Indivisible lo que dice de la forma en que lo dice, rinde tributo a aquellos poetas que lo formaron e integran su imaginario antecedente”. Todo el artículo, que tituló “El alba entre las manos”, está escrito con ese espíritu de anomalía y extrañeza que lo caracterizaba. Tiempo después leí que alguien había coincidido con él en un avión y que lo había visto físicamente muy disminuido, su salud se desmoronaba. Regresó a Querétaro, su ciudad natal, impartió talleres e influyó en algunos nuevos escritores en su rededor. Murió hace diez años, en 2005. Son pocos los que todavía valoran su obra, pero su poesía es singular y sus traducciones ejemplares. Dicen que habrá una calle Francisco Cervantes en el centro histórico de Querétaro, a muchos les producirá colitis. Pero qué hacer, hay poetas así.