domingo, 14 de junio de 2015

Ramón López Velarde: papeles inéditos

14/Junio/2015
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

a Luis Alberto Navarro, por sus muchos rescates
de poesía y literatura jaliscienses

Mi excelente amigo, el poeta e investigador tapatío Luis Alberto Navarro, me hizo llegar hace cosa de dos años y medio la copia de una carta de Ramón López Velarde a su abuelo, el escritor, pintor y político jalisciense José Guadalupe Zuno. Se me traspapeló desde entonces y hasta ahora. Fechada el 22 de enero de 1919, se publicó modestamente en 1954 en el boletín bimensual Alcance, de los meses octubre y noviembre, es decir hace sesenta y un años. El boletín dependía del Patronato del Museo Ramón López Velarde jerezano, auspiciado por el gobierno de Zacatecas. En la carta se habla de otra enviada a (Juan) Ixca Farías (y Álvarez del Castillo), director del Museo del estado, ahora Museo Regional. Le pedí a Navarro hurgar en los archivos del museo y encontró tanto la enviada por López Velarde como las dos que le mandó Ixca Farías; asimismo el artículo de J. G. Zuno, donde habla sobre la inauguración del recinto. Todo el mérito del rescate de las cuatro cartas es de él. Por increíble que parezca, las breves misivas se le escaparon a José Luis Martínez en las minuciosas ediciones de las obras completas del poeta jerezano de 1971 y 1988. Alguna vez tendrán un lugar en esas páginas.
Reproducimos aquí las cartas inéditas entre Ixca Farías y López Velarde y la carta, prácticamente desconocida, a Zuno, y trataremos, en la medida de la posible, de darles un contexto. Tienen un valor especial, ante todo por las negociaciones de López Velarde en lo que concierne a la tentativa de venta de algunos cuadros del  admirable pintor aguascalentense Saturnino Herrán. Respetaré la sintaxis, puntuación y errores de dedo de los corresponsales.
La primera carta de Ixca Farías a López Velarde es del 26 de diciembre de 1918. Se observa que ya tenía conocimiento de la inquietud de López Velarde por vender los cuadros del amigo recién muerto. Por la posdata colegimos que la información le habría llegado por Zuno.
Sr. Lic. Ramón López Velarde. México. D.F.
Estimado señor y amigo:
–Me permito manifestar a Ud. que con fecha 10 del pasado [noviembre], fue inaugurado el Museo del Edo. En esta ciudad, y deseando enriquecerlo con obras de arte y de historia, me permito pedir al Sr. Lic. Aguirre Berlanga algunos de los cuadros de Saturnino Herrán y si es posible de algunos otros artistas mexicanos. Además, deseo formar una galería a rareducación (sic) de nuestro medio artístico, y conociendo las dotes intelectuales de Ud., me permito suplicarle que de acurdo (sic) con el Sr. Berlanga si a bién (sic) lo tiene, seleccionar algún contingente de esta clase que mucho he de agradecérselo. Perdone la confianza.
–Le repito su afmo. amigo y S.S.
PD. Reciba Ud. saludos de J. G. Zuno.
Dirección: Ixca Farías. Director del Museo.
López Velarde contesta a Farías el 15 de enero de 1919. En autógrafo tiene al calce su firma.
Sr. Ixca Farías. Guadalajara, Jal.
Estimado señor y amigo:
–Con algún retraso, tuve el gusto de recibir la suya del 26, en la que manifiesta el deseo de adquirir para el Museo del Estado algunos cuadros de Saturnino Herrán y contingente de otros artistas. En debida contestación, me permito indicarle que los cuadros de Herrán tienen señalados precios muy altos, y que cuando tenga yo del Lic. Aguirre Berlanga una resolución general sobre este asunto, me será grato trasladarla a usted.
Soy su afmo. servidor y amigo.
La carta está membretada con los nombres de él y de sus colegas abogados (J.Aguirre Berlanga y F. Martín del Campo) y el lugar es el de su despacho (Avenida Madero 1, es decir, donde se alza ahora la Torre Latinoamericana).  Siete días después, el 22 de enero, al no recibir aún respuesta de Farías, envía la carta a José Guadalupe Zuno, sin duda para que haga buenos oficios con el museólogo. Como nadie desconoce, Zuno fue en los años veinte gobernador de Jalisco y padre de María Esther, esposa del expresidente Luis Echeverría.
Sr. José Guadalupe Zuno. Guadalajara, Jal.
Muy estimado amigo: Supuso usted muy bien al calcular que yo tomaría interés porque el Museo del estado adquiriera pinturas nacionales modernas, sobre todo de Herrán, a quien nunca acabaremos de llorar como se merece. En mi carta a Ixca [Farías] le decía que los trabajos de Herrán son muy costosos, y el Licenciado [Manuel] Aguirre Berlanga me encarga decir a ustedes que a pesar de ello y de que el mismo Gobierno Federal no ha adquirido hasta hoy ninguna obra de Saturnino, él pondrá todo empeño en que aquel Museo se enriquezca con un buen contingente de arte. Tan luego como tenga yo otra noticia, se la trasladaré.
Deploro no haber recibido el dibujo que Ud. bondadosamente me ofreció el año pasado. No quite el dedo del renglón y aproveche un conducto menos distraído.
Aunque no a gritos, como [Manuel] Martínez Valadez, también yo le encargo saludar a todos y preguntar al Sr. [Juan] Labat si ha acrecentado ya su rebaño.
Cuente con la adhesión de su amigo y servidor.
Fechada el 24 de enero, Farías contesta de una manera cortés pero contundente a López Velarde:
Sr Lic. Dn. Ramón López Velarde. México. (D.F.).
Estimado señor y amigo:
Tento (sic) el gusto de referirme a su atenta fecha quince del corriente, por la cual veo que los cuadros de Herrán están valorizados muy alto y por consiguiente difícil de obtener alguno este Museo. Sin embargo, le ruego no olvidar que cuando se presente alguna oportunidad para adquirir los cuadros de Herrán o de algún otro artista renombrado que indudablemente servirán mucho para la educación artística en este lugar.
Le ruego haga presentes mis respetos al Sr. Lic. Aguirre Berlanga y a su hermano Joaquín.
Me repito su afectísimo y S.S.
El escritor jalisciense Luis García Carrillo, íntimo amigo de Zuno, miembro del Centro Bohemio y compañero de tertulia de él en la década de los diez en Guadalajara y Ciudad de México, en el prólogo a un libro del escritor, pintor y político jalisciense (José María Estrada. Padre de la Independencia de la Pintura Mexicana, 2ª. Edición, Guadalajara, 1971), cuenta que, en las postrimerías del gobierno de Venustiano Carranza, huyendo del general Manuel [M.] Diéguez, Zuno salió de Guadalajara y se refugió en la capital. En México tenía tertulia en la Fama Chiquita, al lado de la Fama Italiana, en la calle del Factor (Donceles). García Carrillo recuerda que, camino al Palacio de Cobián, es decir, la secretaría de Gobernación, donde López Velarde trabajaba entonces como secretario particular del ministro Manuel Aguirre Berlanga, recalaba en el sitio. “No recuerdo que tomara asiento en nuestra mesa, más bien lo sigo imaginando de pie tan alto como era, elegantemente vestido, a veces de jacquet y con sombrero negro ‘ligeramente mosquetero’, como escribió Rafael López. Era parco en el saludo y su voz tenía un suave –y a mí me lo pareció– tímido acento provinciano”. Cuando el joven zacatecano se aparecía por el local, Zuno le preguntaba: “¿Qué tal el tal por cual de tu jefe?” López Velarde le pedía con comedimiento que no hablara así del ministro. Según García Carrillo, Zuno y López Velarde eran “amigos entrañables” desde años atrás. ¿Una amistad entrañable? No creo, tal vez una muy buena pero lejana relación. Se percibe en la carta que López Velarde envía a Zuno, aun si le escribe de Usted, un tono de confianza, y más, se permite al final incluso un par de ironías sobre conocidos de ambos: el poeta y político Manuel Martínez Valadés y el periodista y cronista teatral Juan Labat. Por demás, Zuno e Ixca Farías no aparecen mencionados en ninguna página ni en el índice de las obras completas de López Velarde preparadas por el también jalisciense José Luis Martínez.
El 10 de noviembre de 1918 se inaugura en Guadalajara el Museo del Estado. J. G. Zuno ya está de vuelta en Guadalajara porque asistió a la inauguración y escribió la crónica del acto que apareció al siguiente día en El Informador. Hay inclusive una foto de la inauguración, donde están retratados, entre otros, el gobernador Manuel m. Diéguez, Ixca Farías, Jesús Reyes Ferreira y J. G. Zuno –lo que quizá sugiera o evidencia que, si acaso hubo una persecución por parte de Diéguez a Zuno, no existía más o no fue en ese tiempo. El Museo lo dirigió Farías desde su apertura en aquel año hasta su muerte en 1948.
Si Zuno comentó con Farías sobre los cuadros de Saturnino Herrán, debió haber conversado antes con López Velarde en Ciudad de México sobre la probable compra de los cuadros luego de la muerte de Herrán el 8 de octubre y antes de la inauguración del museo en noviembre de aquel 1918. Zuno debió haber hablado del Museo y López Velarde sobre la posibilidad de la venta de los cuadros de Herrán y de un “contingente” mexicano, con apoyo sustantivo en moneda de Manuel Aguirre Berlanga. Eso debió haberle repetido Zuno a Farías. ¿Zuno fue alguna vez a la casa de Herrán a ver los cuadros? Lo ignoramos. ¿Los vio Ixca Farías? Me parece del todo improbable.
El 8 de octubre de 1918, como dije, Saturnino Herrán murió en Ciudad de México, en su casa de la calle de Mesones. Tenía treinta y un años. López Velarde lo consideraba su mejor amigo. Con la de su padre en 1908 y la de Josefa de los Ríos (Fuensanta) en 1917, fueron sin duda las muertes que más lo afectaron en su fugaz paso por la Tierra. Cuánto sería el afecto que le tendría a Herrán que le dedicó el conmovedor poema “El minuto cobarde” y escribió sobre él tres inolvidables textos, publicados póstumamente el año de 1923 en El minutero: “Las santas mujeres”, divertido y a la vez trágico; “El cofrade de San Miguel”, en el que interpreta a su manera el cuadro del mismo nombre, y “Oración fúnebre”, retrato entrañable del amigo.
Pero ¿qué hay detrás de la solicitud de López Velarde a Ixca Farías? Según deduzco: primero, lo hacía para apoyar a la familia de Herrán, es decir, a la viuda (Rosario) y al pequeño hijo, que estaban en la pobreza; segundo, pese a que Herrán era aún muy poco conocido y había muerto relativamente joven, al destacar López Velarde lo costoso de los cuadros, estaba seguro de su indiscutible valía y, por ende, que a causa de eso podía proporcionarles más dinero a la viuda y al hijo; tercero, buscaba que los cuadros llegaran a un museo de toda ley y no acabaran malbaratándose con particulares, y para eso aun creía contar con el apoyo económico del ministro de Gobernación, porque es sabido que Herrán prefería guardarlos a mal venderlos a cualquier hijo de vecino que no los apreciara. ¿Por qué no aceptó Farías y por qué no sirvió la mediación de Zuno (si la hubo luego de la última carta)? Es difícil responderlo, pero tal vez no le gustó ni lo dicho ni el tono de la carta del 15 de enero de López Velarde, en especial en estas líneas, ligeramente arrogantes, donde se entrevé que no hay certeza de que el ministro de gobernación apoyaría la compra: “En debida contestación, me permito indicarle que los cuadros de Herrán tienen señalados precios muy altos, y que cuando tenga yo del Lic. Aguirre Berlanga una resolución general sobre este asunto, me será grato trasladarla a usted.” Es muy probable que Farías no considerara para su compra cuadros de un artista recién fallecido, todavía sin prestigio en el mercado, el cual se valorizaba “muy alto”, ni que creyera, como se lee entre líneas, que Aguirre Berlanga los fuera a pagar, y educada pero drásticamente cortó por lo sano y dejó todo para una mejor ocasión que nunca llegó. La carta de López Velarde a Zuno, enviada dos días antes de la negativa de Ixca Farías, debió de llegar días más tarde, y no influyó para que Zuno convenciera después al amigo museólogo, si acaso lo intentó. Todo hace parecer que López Velarde, luego de la respuesta de Farías, no volvió a insistir. Por lo demás, el Museo Regional, como Zuno refiere en su artículo, contaba aún con escaso acervo pictórico y, como dice Ixca Farías en su carta, su presupuesto era reducido.
En 2010 por tres meses se exhibieron en Guadalajara 107 obras de Herrán, al que podríamos llamar como llamaban a Andrea del Sarto, “el pintor sin errores”, ante todo por un buen número de admirables piezas de caballete. Las piezas para la exposición provenían de diversos museos, como el de Aguascalientes (de manera significativa), de la Pinacoteca del Ateneo Fuente de Saltillo, del IPN y de la colección Blaisten de la UNAM. No hubo ni hay (lo comprobó Luis Alberto Navarro) ninguna pintura de Saturnino Herrán en las colecciones permanentes del hoy Museo Regional. La solicitud de López Velarde cayó en el vacío entonces y después. Una lástima. Los jaliscienses fueron los únicos que perdieron.

sábado, 13 de junio de 2015

Ramón Rubín "El novelista etnólogo"

13/Junio/2015
Laberinto
Omar Delgado

Quienes conocieron a Ramón Rubín (Mazatlán, Sinaloa, 1912–Guadalajara, Jalisco, 1999) cuentan que tenía por costumbre trabajar arduamente en sus fábricas de calzado, durante meses enteros, sin descansar domingos o días festivos, con el fin de ahorrar la mayor cantidad de dinero posible. Cuando consideraba tener los suficientes recursos, armaba su equipaje y se internaba en las comunidades rurales o indígenas que eran de su interés. Rubín pasó largos periodos de su vida conviviendo con coras, tzotziles, rarámuris y miembros de otras etnias, para conocer a profundidad su mentalidad, empaparse de su misticismo y aprender su lengua. Al final, con los datos y vivencias recabados, regresaba a escribir.

Ya sea que la anécdota anterior sea verdadera o no, lo cierto es que Rubín era un aventurero nato. Hijo de emigrados españoles, empresario y contrabandista de armas durante la Guerra Civil española, su vigor le impedía estar enclaustrado en un lugar o dedicarse solo a un oficio. Es por eso que, en parte por sus negocios y en parte por placer, recorrió como pocos el territorio nacional, adentrándose en los rincones más ocultos: de las sierras de Chihuahua a las selvas de Chapas, y de las montañas de Nayarit a las playas de Veracruz. En esos viajes, y en los retiros que él mismo se imponía, recabó los datos y vivencias que luego nutrirían sus ficciones.

En su extensa obra, que incluye doce novelas y quince compilaciones de relatos, Rubín intentó hacer lo que Fernando Benítez logró con Los indios de México: un registro puntual de las etnias del país. Sin embargo, a diferencia de Benítez, el autor mazatleco utilizó las herramientas que le proporcionaba la narrativa: en lugar de registrar, recreó escenarios; en lugar de teorizar acerca de las creencias de las etnias, imaginó personajes en los que el lector pudiera verlas en acción; en lugar de entrevistar, dio sustancia a la palabra escuchada. Así logró capturar la esencia a del pensamiento indígena, retratándolo con toda su magia pero también con todas sus atrofias.

Rubín mismo dividió su obra en tres grandes bloques: la narrativa indígena, la mestiza y la citadina. Sin embargo, son las obras que tratan a las comunidades indígenas las más logradas, destacándose El callado dolor de los tzetziles y La bruma lo vuelve azul que abordan, respectivamente, a los pueblos de la selva de Chapas y a los huicholes de Nayarit. Ambas historias tienen como protagonistas a dos hombres que caminan por la vida en busca de su honra e identidad y que se destruyen en el proceso: José Damián es el tzetzil que repudia a su esposa debido a su infertilidad y que, buscando huir de su soledad, se recluta como matancero en una hacienda, oficio sacrílego para su pueblo; Kanayame es el huichol que, repudiado por su padre, es despojado de sus raíces en las escuelas del hombre blanco, convirtiéndose después en bandolero. Ambos están atrapados en la maraña de supersticiones y normas de su pueblo y, peor aún, en el cepo que forman sus propias obsesiones. Para Rubín, la peor tragedia que le puede ocurrir a un indígena es semejarse al hombre blanco, al vecino. Esta acción lo convierte en un proscrito que nunca será aceptado por el mestizo al tiempo que se vuelve un extraño para los suyos.

El autor mazatleco escribió sus obras en un lenguaje abigarrado que, sin embargo, logró imágenes cargadas de misticismo al nutrirse con la imaginería de los indios. Por otro lado, su visión acerca de los pueblos autóctonos era equilibrada: no idealizaba a los indios; al contrario, al escenificar sus creencias, puso en evidencia sus contradicciones. Lo mejor de su narrativa fue la construcción de los  personajes: hombres frágiles y terribles que jamás dejan de ser entrañables.

domingo, 7 de junio de 2015

Eros a debate

7/Junio/2015
Confabulario
Ana Clavel


Pobre Eros… Como si no fuera suficiente tarea abrirse espacio en nuestras sociedades profanas pero fanáticas, híper informadas pero cada vez con menos contacto amoroso, ahora lo hemos traído a la mesa de discusión a partir de un fenómeno de mercadología comprobada:Cincuenta sombras de Grey. (Ahí están, por ejemplo, su génesis en un blog como vertiente erótica de la zaga vampírica de Crepúsculo y sus coqueteos con la estupenda películaSecretary de Steven Shainberg, de 2002, en la que un discreto Edward Grey sostiene juegos sádicos con su torpe y sumisa secretaria.)

Y las preguntas que vienen al caso: ¿Ha puesto esta obra en circulación de nueva cuenta al género erótico? ¿Aunque sea nula su calidad literaria, en estos tiempos post-feministas, liberaliza a las mujeres frente a sus fantasías de sumisión? ¿O cuando menos las gana como lectoras potenciales para otros géneros o abre puertas para captar nuevos lectores? Se le ha tildado de “mommy-porn” porque ha sido consumida por millones de lectoras en el mundo, muchas de ellas guarecidas en dispositivos electrónicos que impiden saber qué clase de libro están leyendo, en una gran mayoría jóvenes señoras medio aburridas, medio confundidas como la propia protagonista de la zaga: Anastasia Steele… Y uno se pregunta: ¿Qué clase de vida sexual deben llevar estas mujeres para excitarse con una obra tan anodina, una prejuiciosa telenovela rosa con tantita tinta roja-sado-maso, un estereotipado y simplista cuento de hadas a lo Bella y la Bestia –o más bien: la mujer Bestia y el Bello y poderoso señor? Y no es que les pida que disfruten 120 días de Sodoma porque la racionalización del sexo a niveles de profanación y perversión del Marqués no es para cualquiera.

Se trata sin duda de un fenómeno complejo del que sociólogos, semiólogos, filósofos de la nueva era digital podrían ocuparse. Pero al menos a mí me evidencia una ambigüedad, una contradicción, un síntoma de estas sociedades neo-puritanas que, espantadas de los excesos, propagan al menos en la superficie y de cara a los medios, la corrección política a ultranza –aunque me sospecho que en realidad buscan prevenirse, por demás inútilmente, de la obsolescencia, la vejez, la enfermedad, la locura, la muerte.

Tras las bambalinas del mercado
En Los siete pecados capitales (2005) Fernando Savater señala que nuestra sociedad de consumo nació en el siglo XVIII y, como bien dice el filósofo y médico británico Bernard de Mandeville en su obra Vicios privados, virtudes públicas (1714), esa sociedad de consumo vive precisamente “gracias a los vicios”. Desde entonces asistimos a la secularización escalonada de la satisfacción de los deseos en aras de intereses predominantemente económicos. De hecho, existe una industria cada vez más sofisticada para generar deseos y apetitos ficticios. Señala Omar Abboud, orientalista citado por Savater: “Estamos viviendo una época en la que muchos dicen no tener religión. Creo que pueden no tener creencias monoteístas o de cualquier otro tipo relacionado con dioses, pero sí tienen una gran religión: el capitalismo y el consumo llevados al paroxismo, como absolutos. Vivimos inmersos no en los pecados capitales, sino en los pecados del capitalismo”.

Sin duda, esta puesta en circulación de los deseos en aras del consumo va de la mano con la liberalización de la sexualidad y de los cuerpos a partir de la Revolución Industrial. En palabras de San Foucault en su Historia de la sexualidad:

Merced a una inversión que sin duda comenzó subrepticiamente hace mucho tiempo … hemos llegado ahora a pedir nuestra inteligibilidad a lo que durante tantos siglos fue considerado locura, la plenitud de nuestro cuerpo a lo que mucho tiempo fue su estigma y su herida, nuestra identidad a lo que se percibía como oscuro empuje sin nombre. De ahí la importancia que le prestamos, el reverencial temor con que lo rodeamos, la aplicación que ponemos en conocerlo. De ahí el hecho de que, a escala de los siglos, haya llegado a ser más importante que nuestra alma, más importante que nuestra vida; y de ahí que todos los enigmas del mundo nos parezcan tan ligeros comparados con ese secreto, minúsculo en cada uno de nosotros, pero cuya densidad lo torna más grave que cualesquiera otros. El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en adelante, éste: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra la verdad y soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte.

Dice el filósofo Gilles Lipovetsky en la Era del vacío (1983) que el universo de los objetos, de la publicidad, de los mass media, la vida cotidiana y el individuo ya no tienen un peso propio, han sido incorporados al proceso del consumo y de la obsolescencia más acelerada, formas de control de los poderes actuales que se dedican a producir y organizar lo que debe ser la vida de los grupos e individuos, hasta en sus deseos más íntimos.
Es en este terreno donde considero que podría situarse buena parte del fenómeno deCincuenta sombras de Grey. No una obra de verdadero erotismo, con su más allá siempre transgresor, sino una puesta en escena para ofrecerle a un público aturdido por la frivolidad y la moda, y por su escaso contacto con su propia intimidad, la tentación de una idea de erotismo superficial y esquemático, dictado por unas buenas conciencias que hoy, más que nunca, le han vendido su alma, en términos de transacción económica, no al diablo, sino a dios…

Peligros de la literatura chatarra

En una entrevista reciente, la especialista en temas de literatura erótica, Rocío Barrionuevo, comenta que “actualmente se maneja una doble moral en nuestro país: respiramos sexo en la TV, en internet, en el cine, en las letras de las canciones más fresas; indudablemente se habla más sobre el tema, pero a los mismos hombres y mujeres que oyen y ven diariamente toda esa lujuria desbordada les causa rubor que los vean leyendo una novela erótica o que los atrapen leyendo una revista pornográfica”. Pero no sólo en nuestro país, un neopuritanismo campea en todos lados como puede verse en las políticas de redes sociales mundiales en cuanto a temas como la desnudez; o en los lineamientos de museos e instituciones culturales sobre lo que se exhibe o no cuando se tocan las sensibles fibras de temas que pueden mancillar el “decoro” de las buenas conciencias, y se juzga con filtraciones de lo moralmente correcto un terreno que en principio no debería ser invadido por tales prejuicios: el arte.

(Un caso ejemplar se presentó en el 2008 en la exposición temática Controversias. Una historia ética y jurídica de la fotografía, en la que la escandalosa imagen de Brooke Shields desnuda de escasos diez años fue motivo de censura, de tal modo que la sede que albergaba la muestra, el Museo Fotográfico del Elíseo de Lausana, Suiza, tuvo que alinearse y prohibir la entrada a menores de 16 años. A la inauguración asistió el fotógrafo responsable de esas fotos polémicas de los años setenta: Garry Gross, quien con ironía y tristeza reconocería: “Sencillamente, son fotos que hoy no podrían hacerse”. De puritanismos semejantes hablaba el pintor de nínfulas resplandecientes, el místico Balthus, quien no pocas veces vería calificado su trabajo de pornográfico: “Realmente no entiendo la incapacidad de la gente para captar las diferencias esenciales entre erotismo o sexualidad y pornografía. Por ejemplo, la industria publicitaria es pornográfica, especialmente la de Estados Unidos, donde se ve a una jovencita poniéndose un producto de belleza en la piel como si tuviera un orgasmo”.)

Ante tal acometida de principios de corrección política, que va de la mano con la pudibundez de un público que se solaza en fórmulas repetidas y superficiales porque le resultan cómodas y familiares, y porque le tiene miedo a enfrentar su propia interioridad, no es de extrañar el éxito de ventas de productos para consumo masivo. Se me dice a menudo que estos productos estimulan por lo menos el hábito de la lectura y que en el terreno del erotismo reactivan un territorio anquilosado. Creo que se equivocan: si bien las escenas de sexo implícito o explícito han pasado a formar un registro más de lo literario en las obras de la mayoría de los escritores actuales, también es cierto que la verdadera literatura erótica –la que trasgrede y nos habla de lo individual humano, esa zona en penumbras que todos compartimos– nunca ha sido un asunto de mayorías absolutas, como no lo es tampoco el asunto de la lectura. Cierto que en otras épocas cuando no existían ni la televisión ni el cine ni mucho menos internet, gozaba de cierta popularidad por ser uno de los espacios de entretenimiento “masivos” de entonces.

En nuestros días de vértigo y aceleración de la información, la lectura literaria es un antídoto contra el vacío y la disolución, pero es también un acto moroso y amoroso que nos exige tiempo, paciente entrega, exponernos con toda nuestra memoria involuntaria pasada y la memoria futura que no sabríamos que nos habita si no fuera por intermedio de este ejercicio de imaginación y libertad íntima e individual. De acuerdo con Fernando Escalante Gonzalbo y su espléndido A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública, ahí están las estadísticas de países acostumbrados a la lectura como Alemania en las que los lectores “habituales”, o lectores “libres” como escuché hace poco nombrar a aquellos que eligen lo que leen y van más allá de las modas y los imperativos del mercado, apenas alcanzan un 11 % de la población. Los sueños de lectura totalitaria producen monstruos: todos a leer sin importar qué. Todos a consumir aunque sea literatura chatarra, total qué importan la gordura y la zafiedad interiores si podemos disimular con cirugía plástica la fachada exterior. Todos a iniciarnos en la lectura aunque sea con best-sellers… para uniformarnos mejor, para ser la gran medianía de seres informes, cuerpos esclavizados por nuestras mentes, desconocidos hasta para nosotros mismos. Así se perpetúan los esquemas de dominación y violencia, los clasismos, los racismos, los prejuicios, la saña y la virulencia: una gran masa que sólo aspira a telenovelas en la vida pública y privada; pan, sexo y circo como lo venden plastificado y en dosis convenientes los mercaderes y los políticos.

En una conferencia reciente en la ciudad de México, el filósofo Lipovetsky, quien ha definido a la actual como una sociedad hiperconsumista, habló sobre el verdadero ideal del ser humano: no se trata de consumir, sino de crear, compartir, amar. No basta con buenas intenciones, hay que formar personas inteligentes, “que hagan de su existencia una obra de arte, como quería Óscar Wilde”.

En “Derecho de muerte y poder sobre la vida”, último capítulo del primer tomo de su Historia de la sexualidad, Michel Foucault nos habla de las argucias de una sexualidad que se exhibe por todos lados, nos tiraniza al ofrecer revelarnos todos sus secretos, y al mismo tiempo nos escamotea su libre acceso y su auténtico misterio: “Ironía del dispositivo: nos hace creer que en ello reside nuestra ‘liberación’.” Y la ironía se prolonga a dispositivos de control del erotismo y la sexualidad perpetuados en reality shows, telenovelas, best-sellers, manuales de autoayuda, publicidad. A partir de la confusión de suponer que la cultura es igual a entretenimiento, llegamos a la banalización del arte y su papel ritualizador en nuestras vidas. Según la escritora Luisa Etxenike una poderosísima industria del entretenimiento es en buena medida responsable de hacernos perder de vista el impulso emancipador, el sentido de crecimiento personal y social de la cultura. Como bien puntualiza Etxenike, la cultura –y yo añadiría en especial el arte, la literatura y por supuesto la verdadera literatura erótica– no es “una actividad del tiempo libre sino lo que nos hace libres todo el tiempo”.

Dos abismos: escritura y censura

7/Junio/2015
Confabulario
Andrés De Luna

El erotismo es una incandescencia que pasa por el tamiz del deseo. Es también la conciencia de la fragmentación que se opone de manera definitiva al afán ocioso de la totalidad. Eros busca la parte aunque deba acercarse al todo. En este acto íntimo la cercanía es una elección, algo que se decide con el pretexto del gusto. Por ello, el erotismo requiere de una complicidad que se asume en el desfiladero de la experiencia y en los bajos fondos de la inmediatez. ¿Qué ocurre entonces con la literatura referida al tema de la lubricidad?   Un proceso difícil enfrenta el texto erótico al otorgarle una dirección específica a las palabras. Se trata entonces de un sentido que tiene algo de fantasmal, de aquello que abre su compás de espera en busca de un nexo con lo literario.

El siglo XX es un periodo en el cual la literatura erótica se cargó de sentido, aún cuando se le descalificaba por inmoral. D. H. Lawrence tuvo, sin embargo, que esperar 32 años para que se publicara de manera íntegra “El amante de Lady Chatterley”, que para 1928 sólo saldría en una edición privada en Florencia. Y, fue hasta 1960, cuando Penguin Books se acercó al original y sustituyó las copias expurgadas. Esto trajo problemas con la corona británica, que trató de evitar tal hecho. Un año antes se había promulgado la Ley sobre Publicaciones Obscenas. Aquí el criterio, que deviene del siglo anterior, manifiesta una serie de juicios inoportunos que sólo hacen que la reglamentación sea un obstáculo más que un medio para la edición formal de textos. El libro de Lawrence llegó al juicio y, por fortuna, los argumentos en contra se desecharon y por fin pudo ver la luz un texto que estaba en la sombras. Coetzee, el premio Nobel, ahora naturalizado australiano, en Contra la censura, cita un párrafo que ha sido deleite de aquellos que disfrutan con las letras eróticas: “El guardabosque le acarició las nalgas con la mano… Con la caricia del gutural acento dialectal, el hombre dijo:
–Tienes un trasero muy bonito. Tienes el culo más bonito del mundo. ¡Es el culo de mujer más bonito que existe!…
Y las puntas de sus dedos tocaron las dos entradas secretas del cuerpo de Connie, una y otra vez, con su suave y menudo cepillo de fuego.
–Y me gusta que esto cague y mee. ¡No quiero una mujer que no cague ni mee!”

Luego de este párrafo que debió sumergir en las olas de fuego a muchos lectores es el propio Coetzee quien anota que: “la relación sexual de Connie Chattterley con el guardabosques transgrede por lo menos tres normas: es adúltera, cruza las fronteras de casta y en ocasiones es antinatural’, es decir anal… La tercera transgresión la lleva a cabo el guardabosques no solo porque tiene relaciones sexuales con la señora de la casa solariega, sino que la sodomiza. Además, la exesposa de Mellors difunde la información de que es sodomita. De este modo, en toda la zona se sabe que en el cuerpo de Connie Chatterley se ha cometido lo que solía llamarse un ‘crimen contra natura’, un delito cuyo carácter transgresor estaba marcado en el código penal británico de la década de 1920 por castigos draconianos, incluso sí se producía entre marido y mujer.

Otro caso que llenó los archivos de la censura británica es Ulises de James Joyce, un trabajo que incluye 30 mil vocablos en inglés y que posee momentos que fueron considerados obscenos. Los singulares problemas que suscitó este libro ejemplar son tantos y tan plenos de vergüenza, que más valdría obviarlos. El hecho significativo es que Joyce vivía en 1922 en París y que gracias a esta circunstancia pudo ver sus páginas impresas gracia a la editora Sylvia Beach. La estadounidense mantenía una librería en las cercanías de Notre Dame, pues ella en su libro, que tiene el nombre de su espacio literario, Shakespeare and Company, escribió que: “Empezaba a decirse que Ulises iba a aparecer muy pronto. Las pruebas de imprenta de todo el texto hasta el final de Penélope estaban ya en mi poder. Se acercaba el día 2 de febrero, fecha del cumpleaños de Joyce y yo sabía que le hacía ilusión celebrar aquel mismo día la aparición de Ulises. Vi salir al revisor sosteniendo un paquete y buscando a alguien –a mí–. Minutos después, estaba llamando a la puerta de Joyce y le entregaba la copia número uno de Ulises. Era el 2 de febrero de 1922. La copia número dos fue para Shakespeare and Company, pero cometí el error de ponerla en el escaparate. La noticia se propagó rápidamente por Montparnasse y distritos periféricos y, al día siguiente, antes de abrir la tienda, ya había suscriptores haciendo cola, mirando el Ulises. De nada sirvió explicarles que sólo habían salido dos copias y que el libro aún no había aparecido para el público. Parecía como si fueran a arrebatarme mi ejemplar del escaparate para repartírselo en pedazos y, sin duda, lo habrían hecho si no hubiese actuado con rapidez, llevándomelo a un lugar más seguro.” Luego saldría la primera edición de quinientos ejemplares.

Todo esto sirva de enlace con una película reciente llamada Código Enigma (Gran Bretaña, 2014) de Monter Tyldum, quien tomó el libro de Andrew Hodges sobre la biografía del científico Alan Turing para realizar su filme. Debe decirse que lo visto en la pantalla es correcto, sin mayores atributos. Lo que causa una enorme extrañeza es el rescate de un hecho altamente significativo dentro de la centuria pasada. Alan Turing, el hombre que con una suerte de computadora resolvió el código que enviaban los nazis para cometer sus fechorías en Inglaterra, fue descifrado por el criptólogo y matemático. Esto fue el inicio de una serie de acontecimientos que terminarían con la vida del científico, pues el gobierno inglés, al ubicarlo como homosexual, lo condenó y dos años después de este acto deshonroso y absurdo, él hombre se suicidó. En la cinta apenas si se alude al hecho aunque todo esté encaminado para resolver tal fin. En una de las conclusiones se lee que el 24 de diciembre de 2013 Isabel II lanzó un edicto con el cual quitaba todos los cargos a Turing, quien se había matado en el ya lejano 1952. ¿Cómo un país tan culto como la vieja corona británica pudo mantener vigentes códigos que atacaban cuestiones personales tan íntimas y tan comunes? Esto resulta tan lamentable como los casos de Joyce, Lawrence y Turing, para mencionar tan solo tres ejemplos de la censura inglesa.

Esto sin contar con Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio de Henry Miller o los Diariosde Anaïs Nin. En todas estas obras la lengua cobra sentido, y lo hace en el trasfondo de un trabajo con las palabras que, a contrapelo de la obviedad, procura ir tras los frutos de una tradición a la que exaspera y rompe. Joyce fue un lingüista de primerísimo nivel; bastaría el “Monólogo de Molly Bloom” para instalarlo en un terreno de particular importancia ante esa ‘intimidad’ que se desvela al ponerla en palabras y otorgarle un sentido, o sea convertirla en acto literario. Algo semejante a la operación realizada por Miller, Lawrence, Durrell, Nin y tantos otros que han hecho del deseo una construcción a partir de la palabra literaria.

Para el caso de México, donde esta literatura pareciera de escasez infinita en los años cincuenta del siglo pasado, aparece por ahí Alfonso Reyes, un escritor que fue diplomático y que tuvo en su amplia bibliografía un acercamiento a lo erótico. Su fama estaba en ebullición y él determinaba muchas de las cosas que pasaban por aquellos tiempos en las letras nacionales. El crítico José Luis Martínez, en su Introducción al tomo XXIII, Ficciones (1989), señala: “Quedaban más anécdotas, aunque en las carpetas anotó su autor, en general, ‘No publicables por el momento’ y en un apunte añadió, ‘quizás hasta el año 2060’. Se trata de recuerdos amargos de la vida diplomática inicial y de la vida política e intelectual de años posteriores, desahogos, chismes, retratos, parecidos y sucedidos, algunos con observaciones agudas e interesantes, en cuanto guardan rasgos y hechos que suelen olvidarse. En una de las gavetas hay una sección llamada El licencioso, parte del cual se publicó en la Revista Mexicana de Literatura, en un número de ‘Textos eróticos’ (Nueva Época, marzo-abril de 1962, números 3-4, pp. 16-20). Estas páginas se recogen aquí, junto con otras más inéditas. Son cuentos y dichos verdes, algunos del folklore corriente, un soneto en respuesta a otro que le envió Salvador Novo –nótese que el de Reyes está escrito en el mes de su muerte–, y anécdotas picantes. La obsesión de Reyes por escribirlo todo lo llevó a estos registros de hechos escandalosos, turbios o pintorescos que pasaron –nunca escribió falsedades o calumnias–, de observaciones sobre particularidades de gente que trató, y de despropósitos y agudezas, más o menos ingeniosas que escuchó. Es el rincón reservado de la catedral que es la obra de Alfonso Reyes.”

Luego de las palabras de José Luis Martínez, valdría la pena otorgar dos de esos textos de El licencioso. Este primero se llama “La urticaria”: “El miembro se me hinchó y creció como una trompa de elefante, y el picor, ardiente e insoportable, me causaba durante las noches un verdadero frenesí. Puse tristemente mi aparato en manos de un facultativo, y –Doctor –le dije–, quítele la comezón y déjele la dimensión… Ya se ve, era demasiado pedir.”

El segundo es “Matemática erótica”, y este dice así: “Era judeo-rusa-norteamericana, ya del todo hecha a la ‘cultura cuantitativa de los Estados Unidos’. Por discreción callo su nombre. Se la inició en esa práctica erótica en que el ‘primo Basilio’ inició a su prima en la novela de Eça de Queiroz. Quedó fascinada, y dijo: ‘La sensación es once veces y media mayor que en el coito normal.” Basten este par de textos de Reyes para darnos cuenta de lo que es El licencioso.

En la actualidad el discurso erótico vuelve a recobrarse. Tal parece que los vahos apocalípticos del sida, sin que se resuelva el gran conflicto de esa pandemia, de pronto dejan que el péndulo oscile hacia la vitalidad del deseo. Por ejemplo, la inglesa Jeannette Winterson hizo una novela de múltiples aristas: Escrito en el cuerpo (Anagrama, 1994), que es un recorrido por la ambigüedad, de tal modo que el personaje central es una figura neutra, sin una definición más o menos clara de tal o cual género, una simple máquina de deseo que enseña los pormenores del amor. Claro está que en la versión al español se pierde ese enigma por las dificultades que entraña una traducción imposible. Algo semejante está en la novela del argentino-canadiense Alberto Manguel (1948), quien narra el caso de Anatole Vasanpeine, un personaje enamorado de los efectos de las fotografías, quien trabaja en una casa de baños públicos y va a ir tras sus sueños sexuales en un texto magnífico por su brevedad y su hondura.

El cuerpo se ha abierto a las interpretaciones. Hombres y mujeres saben que la belleza es algo movedizo, cambiante. Las ideas grecolatinas han pasado a la historia. Ahora la incidencia de las consideraciones estéticas radica en ese proceso constructivo-reflexivo en donde lo bello es transitorio y carece de un patrón específico de juicio. La subjetividad de la belleza es nudo real e invisible del eros. Para el que desea su objeto también está a la búsqueda de esa definición. Tan es así que, como anota Gilles Deleuze en Proust y los signos, el enamorado, al igual que Cándido de Voltaire, apuesta “al mejor de los mundos posibles”. En esa red la belleza cobra forma y pude otorgársele un nombre. Se le otorga un sentido y se le recrea con las palabras. Barthes diría: “en el bar, el cuerpo del otro no se transforma nunca en ‘persona’ (civil, psicológica, social, etc.): me propone su paso, no su interlocución. Como una droga especialmente adaptada a mi organización, el bar puede entonces convertirse en el lugar de trabajo de mis frases: no sueño, fraseo: es el cuerpo mirado, y ya no el cuerpo escuchado, lo que toma una función ‘fática’ (de contacto), y de ahora, entre la producción de mi lenguaje y el deseo flotante de que se nutre esta producción, hay una relación de vigilia, no de mensaje. El bar es, en suma, un lugar neutro: es la utopía del tercer término, es alejarse a la deriva de la pareja demasiado pura: hablar-callar”. En el presente escrito lo que aparece con toda forma es la condición homosexual de Barthes, quien en Incidentes (Anagrama, 1987) hace un relato autobiográfico que habla de un afamado crítico, una de las mentes más pulcras y refinadas del siglo XX, enfrentado en el bar a una serie de personajes tan lamentables y oscuros, que el escritor y filósofo percibía su soledad de manera cáustica. Barthes alguna vez escribió que lo peor de la censura es la autocensura, porque en esta se involucra de manera directa el autor.

Un diálogo silencioso es la hipervitrina llamada La vida sexual de Catherine M (Anagrama) de Catherine Millet. Una de las mejores críticas de arte en Francia y editora de “Art Press”, texto que habla de cifras, en el libro importa mucho el conjunto, la transgresión de la multitud anónima que se abalanza sobre una intimidad abierta. El proyecto conserva la valentía del destape de una figura pública que hace un acto de exhibicionismo literario, que antes parecía monopolio de varones. Tan sólo baste recordar las Memorias de Giacomo Casanova o Mi vidade Frank Harris, y muchos otros volúmenes cuyo origen es victoriano. Catherine Millet pone en crisis esa identidad corporal. Las páginas que escribe, que al principio se siguen con interés curioso, llegan al tedio. Sus partes escatológicas, esa escena en la que tiene diarrea y ensucia en el brazo a un amante que le hurga el ano, son tan insustanciales que mueven más a la náusea que al deseo. Sin embargo, el libro se defiende sin más, en ese espectro en donde una autobiografía erótica se convierte en un espejo de realidad.

En otra tesitura, sin llegar a la novela erótica, aunque con visos de evidencia autobiográfica, Rosa Nissán en Los viajes de mi cuerpo (Planeta) narra los avatares de un par de mujeres sobradas de kilos que son polos opuestos. Una es la desenfadada, la que va a los bares con esa operación que marca Roland Barthes, para ejercitar el “deseo flotante”. Mientras que la otra gorda se resguarda bajo sus conservadurismos. Poco a poco, esta última, aprenderá los rigores del amor, esa enseñanza imposible según En busca del tiempo perdido de Proust. La novela es aleccionadora y vale por su honestidad emocional.

Ahora bien, en esa variedad de propuestas sobre la sexualidad y el erotismo llegó un texto demoledor en su extravío: Felices como asesinos (Anagrama) de Gordon Burn, obra maestra de la investigación periodística, que hace el relato de unos asesinos seriales, Fred y Rosemary West, quienes hicieron de su vida íntima un estallido destructor. Burn escribió un libro demoledor, atroz en su veracidad. En él está el incesto, el crimen, el abuso de todo tipo y el cinismo. Inglaterra queda en sitio deplorable ante la miseria existencial que marca ese trabajo profundo, en donde la genealogía de los personajes es la piedra imán de sus acciones homicidas. En el territorio de la sexualidad, Fred, el marido, obligaba a su esposa Rosemary a acostarse con otros. Para ello la proveía de calzones oscuros que permitieran la mancha clara del esperma. Al regresar de sus correrías, la mujer entregaba ese tributo al esposo, quien luego de examinarlas las quemaba y colocaba las cenizas en un frasco. Era la labor de un obseso que derivó en un monstruo de agresividad.

Con esa vena de la crueldad y el manejo cómplice de las actividades eróticas, llegó la novelaLlámalo deseo (Tusquets) de José Luis Rodríguez del Corral, premio La Sonrisa Vertical en su edición XXV, que es un texto cargado de sugerencias y de miradas que terminan por estallar. El texto está narrado en pianísimo, casi en sordina, para que cuando llegue el encuentro de las dos mujeres y el marido de una de ellas se celebre la ceremonia del látigo y los celos. Mejor resultaba el premio XX, de la misma colección, Kurt (Tusquets), que firmaba un tal Kurt K, una especie de irrupción en la literatura libertina del XIX, sólo que ahora tratada con el vigor de finales del siglo XX.

Un libro ejemplar de relatos es Secreciones, excreciones y desatinos (Cal y Arena) de Rubem Fonseca, que revisa con indudable ironía aquello que escuece a las buenas conciencias. Él acerca el erotismo a una visión cotidiana, en donde los problemas hormonales, la revisión de las heces de la mujer amada, o la imposibilidad de que una dama orine en la pierna a un hombre son atisbos de un universo. El volumen ganó el Premio Luis de Camões en el presente año y Fonseca se llevó el Premio Rulfo del 2003. Justos reconocimientos a un hombre que es, sin lugar a dudas, el mejor de los escritores brasileños. Él puede hacer la magia de convertir las palabras de lo inmediato en un dispositivo de reflexión. Es decir con la sencillez de su prosa se construye un arsenal de reflexiones.

Por otro lado, Alejandro Zenker e Ivonne Gutiérrez crearon la colección Minimalia Erótica, que se publica bajo el sello de El Ermitaño. En este espacio editorial aparecen títulos comoBatallas de amor perdidas de Gustavo Sainz, La huella del grito de Alberto Ruy Sánchez oMuñecas rotas de Hernán Lara Zavala, en todos los casos se han incluido imágenes fotográficas del propio Zenker, quien toma a los escritores con una modelo. La calidad de los relatos eróticos es indudable. Ahora en México se publican los libros de Ana Clavel, David Martín del Campo y Josefina Estrada, tres buenos autores eróticos que se defienden solos.

El desfogue silencioso

7/Junio/2015
Confabulario
Rocío Barrionuevo

En Las joyas indiscretas, novela del s.XVIII atribuida a Denis Diderot, el genio de la corte le regala al sultán Gongul un anillo mágico que hace hablar a las vaginas. Sin perder tiempo, el soberano interroga a las “joyas” de las damas para divertirse con sus anécdotas voluptuosas. Procaces y parlanchinas, cada una ofrece al soberano una reseña pormenorizada de los combates de alcoba que ha disputado. Cuento brevemente la anécdota de la novelita de Diderot porque la misma experiencia que vivió el sultán se puede imitar cuando uno se asoma a la producción literaria erótica de Occidente: desde la antigüedad grecorromana hasta nuestros días, un sinfín de voces íntimas nos hablan sin parar del goce lúbrico, no sólo para describirnos con detalle las sensaciones del placer y exaltar nuestro ánimo, sino también para que satisfagamos la imperiosa necesidad de apoderarnos de la intimidad de los demás como un sustituto de las monótonas formas de dar y recibir placer a las que casi todos estamos condenados.

En todos los tiempos ha sido necesario dar voz a las fantasías genitales que calman los ímpetus del deseo sexual. Sin ser los únicos, los escritores han sido los más lenguaraces cuando se trata de proporcionar al lector un catálogo de penes gigantescos, posturas imposibles o sesiones maratónicas de sexo y, como la realidad no es tan pródiga, las fantasías que generan sus descripciones han servido de escape y desahogo a los deseos reprimidos.

Los escritores de literatura erótica nunca han sido discretos y, en ciertos periodos históricos, han hecho una descripción más libre de las posibilidades del deseo. Tal es el caso de los poetas griegos que no tenían empacho en disfrutar la lectura en voz alta de los epigramas que Estratón le dirigía a su amado: “Apoyas tus espléndidas nalgas contra la piedras, oh Cirus. ¿Por qué tentarlas si ellas no pueden nada?” (Estratón).

En plena plaza pública, tampoco los romanos de la época imperial despreciaban los sanos consejos brindados a las mujeres por Ovidio para despertar el anhelo sexual de los hombres: “En la cama la mano izquierda no permanecerá inactiva. Los dedos encontrarán en que ocuparse del lado donde misteriosamente el amor hunde sus líneas” (El arte de amar). Los romanos y los griegos no tuvieron una literatura erótica abundante quizá porque fueron tolerantes con las diferentes expresiones del deseo y de la sexualidad, aunque las pasiones femeninas se mantuvieron calladas en ambas culturas.

Como se sabe, cuando la Iglesia católica logró concentrar el poder durante la Edad Media, la libertad expresiva observada entre los griegos y los romanos se limitó con la introducción del concepto de lujuria, que se desarrolló para calificar el acto voluptuoso como una falta contra el mismísimo Dios, quien aspiraba a tener siervos que procrearan, pero que no se divirtieran en el intento ni que se desmandaran en su búsqueda del goce voluptuoso. Surgió la noción de pecado como dique de control del deseo sexual. Lo que sucedió con la literatura erótica fue muy curioso: las trovas, los cuentos y las bromas lúbricas continuaron cultivándose con gran éxito, mientras sólo narraran los gozos sensuales de artesanos, monjes y prostitutas. La Iglesia renunció a la idea de que sus feligreses fueran castos, pero sí insistió en que se alejaran de los excesos de la carne y no oyeran la voz de sus deseos carnales que podía resquebrajar los modelos sociales de la familia, la monogamia y el matrimonio. Fue precisamente en esta época cuando, entre hábitos monacales y rostros de demonios, apareció la censura de los textos eróticos. Como mencioné, no se condenaron los escritos que narraban los retozos de un hombre y una mujer en la cama, sino los que relataron los episodios de una sexualidad que se alejaba de las normas impuestas por las instituciones del poder; es decir, aquella literatura que mostraba los deseos atormentados y equívocos que no pueden hermanarse con la idea de una sexualidad “honesta”, “sana”. Por eso, la literatura erótica medieval, que circulaba gracias a las lecturas en grupo, no se acercó a temas espinosos como la homosexualidad, el bestialismo o la necrofilia. Esos asuntos no entraban en el esquema del reino de Dios diseñado por la Iglesia. Ni falta que hacía. El público receptor de los escritos lujuriosos “aceptados” no era melindroso y se entusiasmaba con todo lo que le causara un escozor en la entrepierna. Tal vez este fue el germen de la censura practicada en los siglos posteriores, que siempre permitió el inocente desfogue del deseo en las lecturas públicas y, después, en las lecturas privadas cuando despegó la industria del libro. No había nada en esta literatura que infringiera las leyes divinas.

Hay periodos históricos en los que las fantasías del cuerpo se representan y difunden con generosidad, mientras que en otras se muestran y circulan con mesura. Generalmente, se cree que este vaivén de escasez y abundancia se debe a la censura que ejercen las sociedades de acuerdo a su ideología y sus costumbres. Esta idea es engañosa, baste citar como ejemplos de la exuberancia de la literatura erótica al siglo XVI (Ragionamenti, de Pietro Aretino, Los cien relatos, de Antoine La Sale, Pantagruel y Gargantúa, de Rabelais, etcétera); el Anciene Régime(los cuentos de hadas eróticos, los libelos exponiendo la vida íntima de Madame Du Barry, Las memorias de Fanny Hill, de John Cleland y todo Sade, etcétera); las últimas décadas del siglo XIX (la erotología oriental, Sir Herbert Spencer Ashbee y una cantidad fabulosa de autores dedicados a la las novelas de flagelación, La venus de las pieles, de Leopold von Sacher Masoch, etcétera) o la primera mitad del siglo XX (Pierre Louÿs; Señor Venus, de Rachilde; Collete y sus diarios de ClaudineDelta de Venus, de Anaïs Nin; Historia de O, atribuida a Pauline Réage; Emmanuelle, D. H Lawrence, Henry Miller, etcétera). Cuando se observan los periodos en que fueron escritas las anteriores obras del erotismo, uno puede notar fácilmente que es imposible pensar en la censura como causa directa de la proliferación de literatura erótica en una época determinada, pues equivaldría a meter en el mismo saco los textos voluptuosos del siglo XVI, periodo de costumbres relajadas, y los del Antiguo Régimen, donde se persiguió ferozmente y encarceló a quienes hicieron de los excesos una filosofía.

En su ensayo “Ortodoxia y heterodoxia en las alcobas”, Carlos Monsiváis propone dos causas para la multiplicación de la literatura licenciosa: el paulatino paso de la catolicidad a la laicidad, camino que seguimos recorriendo para actuar de acuerdo con nuestras convicciones y no como las determina la religión. Creo que Monsiváis tiene toda la razón: la expresión del deseo ha progresado precisamente en los momentos históricos en que se ha hecho un ajuste de cuentas con la práctica dogmática y el poder de la Iglesia. Los medios de comunicación disponibles en las diferentes sociedades son la segunda causa, but of course, para que los anaqueles de las librerías de una época precisa de pronto estén saturados con textos que describen escenas de alcoba. Son los medios aquellos que extienden, masifican y socializan la expresión de la sexualidad.

Antes del siglo XX, a la literatura que describe los goces del cuerpo se le consideró un pasatiempo, no cuestionó el orden establecido. Esa fue la razón por la que se convirtió en un fenómeno de masas desde el siglo XVIII, cuando la edición y la distribución, aunque fueran clandestinas, ya se habían consolidado. Se puede decir que la literatura erótica se desarrolló a la par que la industria de la palabra escrita. Los empresarios que producían libros, único medio de difusión de aquellas épocas, comprendieron que existían lectores ansiosos por espiar lo que sucedía en los aposentos reales y en las tabernas como reacción a la represión del deseo, pero también entendieron que cuando las normas y las costumbres se volvían permisivas, podían tener un mercado más amplio para el producto erótico. No había pierde. La literatura erótica se convirtió en un negocio redondo. Para muestra un botón: en Edición y Subversión. Literatura clandestina del Antiguo Régimen, Robert Darnton proporciona una lista de los pedidos hechos de un librero de Poitiers a su proveedor en Suiza: Venus en el claustro o la monja en camisaMemorias de Mme., la marquesa de PompadourTeresa filósofoMargot la cantinera, La cristiandad al desnudo.

La literatura voluptuosa siempre ha tenido una excelente aceptación tanto en sociedades conservadoras como en las liberales. Con el paso de los siglos, son muchos los hechos sociales que han permitido aumentar la libertad de expresión, y, por consecuencia, hay una mayor presencia de textos licenciosos; sin embargo, y a pesar del proceso de secularización que se ha experimentado en muchos países católicos, el fondo no ha cambiado: los escritos que aplauden las relaciones heterosexuales superan la censura, mientras que aquellos que se alejan de los preceptos morales se condenan al ostracismo para no alejar al lector del camino hacia la virtud. Que en la actualidad haya libertad de expresión no significa que se hayan eliminado las normas morales heredados de otras épocas. Hoy, la censura se ha vuelto taimada y apela al bon goût para clasificar una obra como erótica o pornográfica. ¿Descripciones precisas, detalladas, casi gráficas, animales? Está usted leyendo pornografía y en esta época no es políticamente correcto. ¿Exposición sugerente, metafórica, casi alada? Lo felicito, está usted leyendo una obra de erotismo contemporáneo donde no se describe el deseo sin freno ni se reflexiona sobre su esencia como lo hizo Bataille, Miller o Mandiargues.

Desde luego, que cuando la libertad de expresión es mayor, también crece la explotación de la temática erótica no sólo en la literatura, sino en todos los campos del arte y de la vida diaria. “Talk me dirty”, oigo en el radio; “Nueve errores que no debes cometer cuando tienes sexo en la regadera”, leo en la portada de una revista de moda; observo una mujer de senos opíparos sonriendo desde el aviso oportuno que promete enseñarle a quien se comunique a su teléfono cómo usar los juguetes sexuales más novedosos. Cuando me enfrento a todo lo anterior en una sola mañana, supongo que estoy en el mejor de los mundos posibles donde todo se puede decir y, además, se puede comunicar al instante con las nuevas tecnologías. ¿Será que el marketing ha creado un universo de mentiras para los losers, aquellos que no participan de los dictados culturales vigentes y de las normas morales que todavía no nos sacudimos por completo? ¿Será que el verdadero deseo se ha quedado mudo por obsceno y escandaloso? Son preguntas para las que no tengo respuesta. Lo que sí sé es que hay un extraño estremecimiento de miedo en la sociedad actual que tiene que ver con todo lo que se publica, con lo que se ve en las pantallas de la TV, en el cine y en el monitor de las computadoras. Ingenuamente, se cree que los valores morales que han reprimido la sexualidad durante siglos están a punto de desaparecer. No lo creo. Ahí siguen, agazapados, ofreciendo un universo paralelo donde el sexo está entronizado y nos obliga a creer que estamos liberados de la tortura del deseo, donde vigila que cada contenido ofrecido por los medios apuntale su imperio.

A finales de los 70, se convocó por primera vez al Premio La Sonrisa Vertical y se suspendió en 2004. Parece increíble que en épocas donde el sexo es omnipresente la principal colección de literatura erótica salga de las librerías. Según los editores no hubo más convocatorias porque los textos recibidos no tenían calidad literaria alguna. Ese tipo de literatura erótica es precisamente la que siempre circuló con libertad en todos los siglos. El público que siempre quiere entretenimiento lo encontrará entre títulos como Diarios de una ninfomaníaca,Cómeme50 sombras de GreyPídeme lo que quierasLos 100 golpes y un largo etcétera. Aunque ya no existan los Infiernos, la literatura que integra más niveles de experiencia a los juegos de alcoba no está en el Top 10 de los libros más vendidos. Como siempre, la industria, los medios de comunicación, la mojigatería producen pasatiempos. En el ensayo “Lenguaje y silencio”, George Steiner dice acerca de nuestro tiempo y la literatura licenciosa: “Donde todo se puede decir gritando, se pueden decir cada vez menos cosas en voz baja”. Y sí, ni el sultán de Las Joyas indiscretas podría obtener una confesión real del deseo de la pornografía edulcorada que hoy circula.

Günter Grass: historia, leyenda y realidad

7/Junio/2015
Jornada Semanal
Lorel Manzano

Érase una vez un flautista mágico que guió con su melodía a los niños de Hamelin a la cueva de una montaña. Era una venganza: el flautista había librado a la ciudad de una plaga de ratas y las autoridades se negaron a pagarle como lo habían prometido. “Allí hay que cortar unas cuantas raíces a las viejas patrañas. Nos lo debemos –dice la Ratesa y continúa–: hace setecientos años y en los siglos que siguieron no se habló en ningún documento de ratas ni de cazadores de ratas. Sólo se mencionaba a un flautista que, en el día de los Santos Juan y Paulo, se llevó a unos ciento treinta niños de la ciudad a la montaña o más allá, sin que uno solo de los niños encontrara luego el camino de vuelta”, reflexiona el animalito parlanchín de Günter Grass en una novela que por título lleva su nombre: La Ratesa (1986). En sus páginas aparecen los hermanos Grimm, la sombra de El flautista de Hamelin, Oskar Matzerath y la guerra y de nuevo Polonia y otra vez Danzig.
El universo ficticio de Grass gravita sobre Danzig, hoy llamada Gdansk, donde creció como cualquier niño con una mezcla cultural alemana y cachuba. A su madre la recordaba como una mujer hermosa, “redonda, sentimental, llena de humor, de rica imaginación, hábil para los negocios”. Su padre representó el espíritu protestante en casa, un alemán que en la primera guerra mundial trabajó en los astilleros y, a su regreso, puso una tienda de ultramarinos. A los diez años, Grass fue enviado a la Jungvolk, organización que después del ascenso del nacionalsocialismo fue obligatoria para niños de hasta catorce años. Ahí aprendían cómo adorar al Führer a través de una convivencia feliz, llena de canciones, juegos, paseos por el bosque, ejercicios y actividades adicionales que comprendían la proyección de películas, campamentos en las montañas, fiestas, marchas; después los incorporaban a las Juventudes Hitlerianas y a la instrucción militar. Grass recibió este entrenamiento adorador, como cualquier joven alemán, sin destacarse en las áreas de fanatismo o crueldad. Ingresó como auxiliar a la Luftwaffe y a los dieciséis años se convirtió en soldado de las Waffen-SS, fuerza de élite representada por los nazis más brutales, pero que hacia el final de la guerra, a falta de soldados bien entrenados, incorporaron a todos los jóvenes de las Juventudes Hitlerianas. En marzo de 1945, cuando ya todo estaba perdido para el ejército alemán y el envío de tropas no era sino carne de cañón para la guerra, Grass marchó al frente. Su compañía se dedicó a resistir los ataques rusos hasta que elFührer, a principios de mayo, unos días después de su cumpleaños número cincuenta y seis, llevó de la mano a Eva Braun al búnker de la cancillería, cerró la puerta y, según algunas versiones, repartió el veneno. Cerca de Berlín, Grass cayó herido. Lo detuvieron cerca de nueve meses en un campo estadunidense. Dos años después encontró a sus padres. Eran otros: él, un hombre amargado; ella había sido violada en repetidas ocasiones por los soldados rusos durante la ocupación.
En El Bodegón de las Cebollas se inició Grass como músico. Habían pasado los peores meses de hambre, de vagabundear entre los escombros, de los arduos trabajos en una mina de potasa. Era el momento de hacer jazz en el bodegón que no era precisamente una bodega, sino un local ampliado hacia arriba, con una ventana por la cual no se podía mirar y una escalera de gallinero, “la cual tampoco era una escalera de gallinero propiamente dicha, sino más bien una especie de escalerilla de barco, ya que, a derecha e izquierda de la escalera peligrosamente empinada, uno podía agarrarse de sendas cuerdas de tender de lo más originales. Este conjunto oscilaba un poco, hacía pensar en un viaje por mar y encarecía en consecuencia El Bodegón de las Cebollas”. Así recuerda Oskar Matzerath el local donde Grass se convirtió en músico de oídas para obtener algo de dinero e ingresar a la carrera de escultura en la Academia de Bellas Artes. En aquellos años, Grass tomaba parte en las reuniones del famoso Grupo del 47 y Oskar Matzerath estaba a punto de entrar en la escena de la literatura alemana. El tambor... estaba casi listo: el entorno ofrecía un caudal de inspiración, corrompido y miserable, pero infinito; Remarque, Dos-toievsky y Perrault surtían efecto, e historias como las de “Los siete enanos” o “Pulgarcito” escondían, maravillosamente, más de lo que mostraban. En los cuentos recopilados por los hermanos Grimm, Grass encontró los recursos narrativos que le servirían para rebelarse contra la historia oficial con sonrisa carnavalesca. “El aniversario del cazador de ratas ofrece muchas posibilidades. Por ejemplo, la flauta”, dice la Ratesa y continúa: “Esa dulzura estridente. Centelleante polvo de plata. Trinos ensartados como perlas. Mucho antes de su tiempo seducía ya un instrumento musical. ¡¿No debería usted, Oskar, para quien el medio ha sido siempre el mensaje, poner manos a la obra, sencillamente poner manos a la obra?!” Grass puso manos a la obra. Para exhibir al nacionalsocialismo, se hizo de un instrumento musical hipnotizador y un personaje estrambótico.
La literatura es peligrosa, decía Heinrich Böll. Detona. Escandaliza. A veces, con sonidos estridentes: El tambor de hojalata aparece con bombo y platillo en 1959. En la habitación de un sanatorio, Oskar Matzerath comienza su autobiografía con la historia de la abuela cachuba. Un tambor infantil con llamitas rojas y blancas reposa a un lado de su cama, uno de los muchos que ha tenido desde los tres años, edad en que decidió detener su crecimiento, es decir, conservarse en los dorados 94 centímetros de altura. Pero el sanatorio donde se encuentra Oskar Matzerath no es un sanatorio ordinario, sino un hospital psiquiátrico, además, su camita tiene barrotes y el enfermero Bruno lo vigila todo el tiempo a través de la mirilla de la puerta. Tampoco se trata de una autobiografía propiamente dicha, sino de la reconstrucción de una vida imaginaria en el nacionalsocialismo. Una novela difícil, obscena, opinó la crítica más o menos de manera unánime, y los reconstructores de la sociedad alemana de postguerra se taparon los ojos llenos de horror, señalando con el índice al pornógrafo llamado Grass. Incluso el brillante y apasionado crítico Marcel Reich-Ranicki se apresuró a decir que el gran talento estilístico llevaría al joven escritor a la perdición. El escándalo explotó cuando el senado se negó a conceder a Grass el Premio Literario de Bremen a pesar de que el jurado, entre ellos Hans Magnus Enzensberger, había fallado a su favor. Según Böll, los escritores de aquellos años “escribíamos de la guerra, del regreso a casa, de lo que vimos en la guerra y de lo que encontramos al regreso: los escombros; y ello dio lugar a los tres tópicos que le colgaron a la literatura joven: la guerra, el retorno y los escombros”.
Los lectores de El tambor de hojalata se multiplicaron en todo el mundo gracias a los esforzados traductores y, en 1979, el cineasta Volker Schlöndorff llevó al cine la historia de Oskar Matzerath. Grass siempre agradeció a su primera novela que le proporcionara la independencia económica para dedicarse a escribir. A principios de los sesentas publicó las novelas El gato y el ratón (1961) y Años de perro(1963), las cuales completarían la famosa trilogía de Danzig. Entonces comenzó a relacionarse con el Partido Socialdemócrata. Más tarde se sumó a la contienda electoral de 1969 por la cancillería a favor de Willy Brandt, a quien recordaba como un hombre “marcado en todos sus rasgos esenciales por el traumatismo alemán, y todavía más, por el traumatismo socialdemócrata”. Los agitados días de campaña aparecen en Del diario de un caracol (1972) el cual no es precisamente un diario, sino un ensayo personal de la política alemana anclada a los temas de la segunda guerra mundial y, a su vez, una reflexión sobre la Melancolía, de Durero, un relato para sus cuatro hijos, representantes de la generación nacida en los sesentas. En sus páginas aparecen amigos, enemigos, la sombra de Oskar Matzerath y la reconstrucción de Alemania, y de nuevo Danzig y otra vez la historia.
Grass siempre volvió el rostro hacia la historia: en Mi siglo (1999) une su vida y su obra al contexto histórico del sigloXX. Atento al diario acontecer de la política alemana y mundial, alertó sobre una posible tercera guerra mundial en una entrevista realizada semanas antes de su muerte, ocurrida el pasado 13 de abril. Grass se esforzó por comprender los episodios que marcaron el proceso de la postguerra, de la Guerra fría, de la Reunificación. Más de una vez, con los reflectores encima, se atrevió a opinar: criticó la represión de obreros que llevó a cabo la República Democrática Alemana en 1953 y el silencio de los intelectuales, como Bertolt Brecht o Anna Seghers, en su obra Los plebeyos ensayan la rebelión (1966). También se atrevió a cuestionar la historia oficial de la Reunificación Alemana en su extensa novela Es cuento largo (1995), por la cual le otorgaron el Premio Literario Hans Fallada. Otra vez miraba en los huecos que siempre deja el diablo, y de nuevo salieron políticos y periodistas a reclamar que Grass no participara de la felicidad oficial. Lo sentaron en el banquillo de los acusados, lo llamaron enemigo de la patria. Por fortuna, esta vez Reich-Ranicki no se apresuró: con argumentos bien meditados señaló en una carta abierta las caídas literarias de la novela. En 1999 Grass recibió el Premio Nobel de Literatura y el Príncipe de Asturias de las Letras.
Las plumas y las lenguas se agitaron felices en agosto de 2006: Grass daba a conocer su paso por las Waffen-SS en Pelando la cebolla (2006), la primera parte de su trilogía autobiográfica. Entonces ya era conocida su militancia infantil en las organizaciones que entrenaban a niños y jóvenes en el fanatismo nacionalsocialista, pero le reclamaban la confesión tardía de su papel como soldado de la fuerza de élite, que a final de la guerra y a falta de soldados bien entrenados, mandó a todos los jóvenes de las Juventudes Hitlerianas como carne de cañón para la guerra. Políticos y periodistas lo señalaron desde sus altísimos nichos morales, y eufóricos lo llamaron “hipócrita”, “nazi”, ¡cómo, con semejante secreto, se había atrevido a opinar durante sesenta años sobre la política de su país! El reproche volvió a adquirir validez la mañana del 5 de abril de 2012: Grass apareció en las portadas y contraportadas de los periódicos más influyentes del mundo. Había criticado el inminente ataque israelí contra Irán en su poema “Lo que se debe decir”. Y lo que dijo no gustó nada: llamó a que una instancia internacional controlara las aspiraciones nucleares de ambos países, buscó abrir la discusión sobre si un alemán “con un estigma imborrable” podía o no criticar la política actual del gobierno israelí, se opuso a que Alemania entregara otro submarino para dirigir “ojivas aniquiladoras hacia donde no se ha probado la existencia de una sola bomba”. Ministros, embajadores y políticos se taparon los oídos indignados y desde sus tribunas llamaron a Grass “antisemita”, “nazi”, representante del “odio contra el Estado de Israel y el pueblo israelí”.
“Allí hay que cortar unas cuantas raíces a las viejas patrañas. Nos lo debemos”, dijo la Ratesa, y con ello se refería a “una historia escabrosa, silenciada oficialmente”, hablaba de los hornos de exterminio y del rapto de ciento treinta niños de Hamelin, y de los sobrevivientes al embrujo del flautista: un niño cojo que no pudo seguir a los demás y una rata que contaría lo sucedido en el río Weser. ¿Oskar Matzerath? ¿La Ratesa? Los sobrevivientes se sintieron con la libertad de narrar desde otra perspectiva y para ello se valdrían de la realidad, de la leyenda, de la historia, de instrumentos mágicos, de los recuerdos. Günter Grass borró juguetonamente todo límite literario para develar lo que Giovanni Boccaccio llamó “el pestilencial tiempo de la mortandad”.

Sobre los librotes

7/Junio/2015
Jornada Semanal
José María Espinasa

Hay libros que intimidan por su tamaño. Recuerdo el efecto que me hizo encontrar sobre la mesa de novedades de la librería del FCE el Borges, de Adolfo Bioy Casares. Lo tomé y me sorprendió su poco peso y luego, gracias a la indicación de un vendedor inteligente, su bajo precio, pero desde entonces lo llamé el libro cúbico. Pero no fue ese librote el que ocupó en mi cabeza el lugar que designaba esa palabrota: un “librote”, sino la Poesía reunida, de Marco Antonio Montes de Oca, tomo que si no recuerdo mal sirve en una novela de Enrique Serna para cometer un asesinato.
Ya Borges había anticipado el tamaño del homenaje que le dedicaría su gran amigo en los librotes de sus obras completas, ediciones que no se pueden llevar a la playa o cargar en el Metro a riesgo de luxarse el codo o desgarrase el músculo. Pero los de Borges son buen ejemplo de que, contra lo que se suele pensar, los librotes sí se leen, no sólo adornan el librero o sostienen la cama del lado de la pata rota. Esto viene a cuento en función de varios librotes recientemente aparecidos. Esos mastodontes o dinosaurios son ya imponentes por su tamaño e intimidan al lector.
El libro de Montes de Oca creó escuela, no estética sino editorial, en el propio FCE. Las poesías completas o reunidas de Juan Gelman, David Huerta, Tomás Segovia, etcétera. Creo que el público lector de esos libros es fundamentalmente fetichista: muchas veces ha leído ya lo que allí se reúne pero le gusta y quiere tener la publicación y suele releer en esos librotes lo que antes conoció en breves poemarios. La idea del escritor magro, con dos tres volúmenes, a lo Alí Chumacero o Juan Rulfo, se refleja distorsionada en la casa de los espejos de los librotes. ¿Son estos ejemplos citados el equivalente de la Comedia Humana (Balzac), losRugon Macart (Zola), los Episodios Nacionales (Pérez Galdós) o alguna de las sagas narrativas clásicas?
Otro caso reciente de librote es Aire común, poesía reunida de Francisco Segovia. Poco después de comentar en este mismo espacio su poema “Agua”, el Conaculta dio a conocer el volumen, ochocientas páginas largas, de muy buena poesía, de uno de los mejores escritores de su generación. Ese libro yo no lo leeré sino releeré, pues conozco ya lo allí reunido. Esa relectura, como es ya casi una ley no escrita, se transforma al presentarse en el género tan estadunidense de loscollected poems. Hay poetas que se desmoronan en el gesto, hay otros que crecen respecto a sus títulos independientes y es el caso de Aire común.
No se trata en esta nota de hacer análisis literario sino de referir cómo la poesía no le tiene miedo a los librotes y que también se anima con volúmenes intimidantes, muchas veces de manera sorpresiva. Eso tiene que ver con la concepción de la obra como un todo y que ese todo no nos habla de verdad hasta que está completo y que la poesía, casi por definición abierta, no se completa sino a la muerte del autor o esa previa conclusión que son las poesías reunidas.
Esto tiene que ver con una anécdota bastante representativa de los canales imprevistos aunque no siempre azarosos de la edición de poemas y poetas. En el curso que doy en la Fundación para las Letras Mexicanas sobre producción de revistas literarias, revisábamos hace unas semanas ejemplares del Plural dirigido por Octavio Paz, la mejor revista mexicana del siglo XX, para mostrar cómo esa publicación marcó los años venideros y algunos autores allí publicados hoy son referencias obligadas de nuestra cultura (Cioran, Levi Strauss, Jacobson, Berlin). Apareció de pronto un nombre que me podía servir de contraejemplo: un autor promovido por la revista y que no consiguió ganar lectores ni imponerse en el gusto del público.
Se trataba del poeta cubano Octavio Armand. Es un caso curioso –dije–, en aquellos años setenta y ochenta era un poeta de moda, publicaba en las mejores editoriales, se le mencionaba como la gran promesa de la lírica de los setentas, y junto a los peruanos Rodolfo Hinostrosa y Antonio Cisneros, como renovador de nuestra poesía. Fue, además, en aquellos años, director de una extraordinaria revista literaria, Escandalar, publicada en Nueva York en español y acusada por la izquierda dogmática de ser financiada por oscuros fondos en la guerra contra la Revolución Cubana. Pero en los años noventa –continué–, Armand prácticamente desapareció, dejó Nueva York y acabó, después de un periplo extraño, en Caracas, Venezuela. Yo, en esos años lector constante de los libros de Armand, viajé a Caracas a una feria del libro y traté de encontrarme con él y no pude. Después, dejé de leerlo y él dejó de publicar. Y rematé dramáticamente: ni siquiera sé si sigue vivo o no.
Los alumnos me miraban con cierta sorna y de pronto uno de ellos dijo: la semana pasada se presentó un libro suyo aquí. ¿De Octavio Armand? Pregunté con cierta incredulidad. Sí. Como seguía sin creerlo, uno de ellos me dijo: yo tengo un ejemplar, y me lo prestó. Ese ejemplar –Contra la página– fue el motivo para escribir esta nota sobre los librotes. A la sorpresa se sumaron tres elementos más: el libro tiene 850 páginas y está publicado en la editorial Calygramma, de Querétaro, con el apoyo del Fondo Editorial Querétaro y el Fonca, y además no son poemas, al menos no es ese su subtítulo, sino Ensayos reunidos (1980-2013). Por la solapa me entero de que Armand sigue vivo y en Caracas y que al menos desde que lo dejé de leer ha publicado El pez volador (1997) y El aliento del dragón(2005).
La sorpresa primera pasó después a ser un verdadero misterio: ¿cuál es la relación entre un escritor cubano que vive en Caracas y publica tal librote en Querétaro? En la edición no hay ninguna pista, ni en el prólogo ni en las solapas ni en la cuarta. ¿Quién se interesa por Armand y se interesa tanto que asume la publicación de un libro tan grande y complejo de formar, por cierto muy bien, sobria y elegante la maquetación?
Me sumerjo en su lectura con cierto miedo de que esa escritura haya envejecido mucho y ya no se sostenga. Nueva sorpresa: me resulta otra vez deslumbrante y me emociona. Hay que dar las gracias a Calygramma y a sus animadores Miguel Aguilar Carrillo, Diana Rodríguez y Federico de la Vega. Y correr a buscarlo. No sé dónde lo pueden conseguir y la página legal no pone dirección en la web ni correo electrónico, pero tal vez Educal lo distribuya. En todo caso: no se desconfíe de los librotes, son una caja de sorpresas.

jueves, 4 de junio de 2015

Federico Campbell y el oficio de telegrafista

4/Junio/2015
La Jornada
Margo Glantz

En La clave Morse, Federico Campbell se siente imposibilitado para revivir su infancia, incapaz de expresar lo que para él fueron sus padres, imposibilidad de trazar su propia genealogía, aunque haya intentado hacerlo muchas veces, o casi siempre, en muchos de sus diversos textos. Son sus hermanas, entrevistadas por él, por el periodista, las que hablan de los padres, aunque sus personalidades y las del narrador se hayan encubierto con nombres falsos, diluyendo así el pacto autobiográfico. El narrador se asombra, como todos lo hacemos, de que las mismas o las aparentemente mismas vivencias de la infancia hayan sido vividas de manera tan diversa por cada uno de los hermanos. En verdad, el ejercicio al que se somete el verdadero periodista es el de desaparecer para que los otros aparezcan y hablen. ¿Y acaso no es un periodista fantasma el que escribe la falsa historia que habrá de difamar a Álvaro Ocaranza en otra de sus obras, Pretexta o el cronista enmascarado.

¿Periodista? Sí, pero como una forma de sustitución. Lo que Campbell desearía ser en el fondo, y así lo confiesa, es convertirse en telegrafista, adoptar el oficio de su padre, un padre alcohólico que de manera vicaria reaparece en uno de sus últimos libros Padre y memoria, en la figura de los padres de otros escritores cuyos progenitores fueron alcohólicos, los de Sam Shepard, de Frank Mc Court, de Raymond Carver y, también, aunque no fueran alcohólicos, los padres de otras grandes figuras literarias como Paul Auster o Philip Roth, totalmente invisibles para sus hijos aunque estuvieran presentes en la carne; asimismo, el padre inexistente de Jean-Paul Sartre, del que éste habla desde el epígrafe del libro de Campbell, cuando declara:

“Si hubiera vivido, mi padre se habría echado encima de mí con todo su peso y me habría aplastado.

Afortunadamente, murió joven.

Quizá lo mismo hubiera podido decir Roland Barthes y seguramente también Juan Rulfo, a quien Campbell eligió como padre putativo.

Ya lo había manifestado Federico casi abiertamente en su relato El día del telegrafista, incluido en la compilación Regreso a casa, recién reditada por el Conaculta; allí se duele de la obsolescencia de muchos objetos que han ido perdiendo su valor de uso y de cambio con la revolución electrónica: la máquina de escribir y los mecanógrafos, los telegramas y los telegrafistas, las cartas y los carteros, la cámara de fotografía analógica y la digital, los periódicos frente al Facebook y el tuit, entre otras cosas... Nostalgia que le permite revivir la figura del padre de manera indirecta y escribir:

Y es que en realidad y desde que tengo memoria, entre los cuatro y los diez años, me moví como en mi casa en una oficina de telégrafos, en la avenida C. de Tijuana, frente a la joyería Ynda y el Cinelandia. Sobre todo los días de quincena, cuando le caíamos a mi papá para que nos invitara unas nieves. Oía la chicharra del aparatito Morse y el teclear de las máquinas. Olía a cigarro y había un reguero de papeles por todos lados, como en las oficinas de redacción de los periódicos. Tal vez por eso, como le sucedió al hijo del telegrafista de Aracataca, he empezado a tener la sensación de que a lo largo de la vida no he sido más que un telegrafista, es decir un intermediario, como dice G G Márquez que es el escritor. Un transmisor.

El que transmite usa la palabra de los otros, una de las ocupaciones favoritas de Campbell, por ejemplo, cuando en la década de los 80, decidió inventar una pequeña editorial, La Máquina de Escribir, donde publicaría los libros de los otros, de los que comenzaban a escribir, de los que aún no eran famosos y de quienes probablemente nunca lo serían, un experimento efectivo que de alguna manera pueda asociarse con Infame Turba, cuando en los años 70 entrevistó a los poetas y novelistas españoles que se destacarían más tarde como Vázquez Montalbán, Luis Goytisolo, Pere Gimferrer, Jaime Gil de Biedma...