domingo, 7 de junio de 2015

Dos abismos: escritura y censura

7/Junio/2015
Confabulario
Andrés De Luna

El erotismo es una incandescencia que pasa por el tamiz del deseo. Es también la conciencia de la fragmentación que se opone de manera definitiva al afán ocioso de la totalidad. Eros busca la parte aunque deba acercarse al todo. En este acto íntimo la cercanía es una elección, algo que se decide con el pretexto del gusto. Por ello, el erotismo requiere de una complicidad que se asume en el desfiladero de la experiencia y en los bajos fondos de la inmediatez. ¿Qué ocurre entonces con la literatura referida al tema de la lubricidad?   Un proceso difícil enfrenta el texto erótico al otorgarle una dirección específica a las palabras. Se trata entonces de un sentido que tiene algo de fantasmal, de aquello que abre su compás de espera en busca de un nexo con lo literario.

El siglo XX es un periodo en el cual la literatura erótica se cargó de sentido, aún cuando se le descalificaba por inmoral. D. H. Lawrence tuvo, sin embargo, que esperar 32 años para que se publicara de manera íntegra “El amante de Lady Chatterley”, que para 1928 sólo saldría en una edición privada en Florencia. Y, fue hasta 1960, cuando Penguin Books se acercó al original y sustituyó las copias expurgadas. Esto trajo problemas con la corona británica, que trató de evitar tal hecho. Un año antes se había promulgado la Ley sobre Publicaciones Obscenas. Aquí el criterio, que deviene del siglo anterior, manifiesta una serie de juicios inoportunos que sólo hacen que la reglamentación sea un obstáculo más que un medio para la edición formal de textos. El libro de Lawrence llegó al juicio y, por fortuna, los argumentos en contra se desecharon y por fin pudo ver la luz un texto que estaba en la sombras. Coetzee, el premio Nobel, ahora naturalizado australiano, en Contra la censura, cita un párrafo que ha sido deleite de aquellos que disfrutan con las letras eróticas: “El guardabosque le acarició las nalgas con la mano… Con la caricia del gutural acento dialectal, el hombre dijo:
–Tienes un trasero muy bonito. Tienes el culo más bonito del mundo. ¡Es el culo de mujer más bonito que existe!…
Y las puntas de sus dedos tocaron las dos entradas secretas del cuerpo de Connie, una y otra vez, con su suave y menudo cepillo de fuego.
–Y me gusta que esto cague y mee. ¡No quiero una mujer que no cague ni mee!”

Luego de este párrafo que debió sumergir en las olas de fuego a muchos lectores es el propio Coetzee quien anota que: “la relación sexual de Connie Chattterley con el guardabosques transgrede por lo menos tres normas: es adúltera, cruza las fronteras de casta y en ocasiones es antinatural’, es decir anal… La tercera transgresión la lleva a cabo el guardabosques no solo porque tiene relaciones sexuales con la señora de la casa solariega, sino que la sodomiza. Además, la exesposa de Mellors difunde la información de que es sodomita. De este modo, en toda la zona se sabe que en el cuerpo de Connie Chatterley se ha cometido lo que solía llamarse un ‘crimen contra natura’, un delito cuyo carácter transgresor estaba marcado en el código penal británico de la década de 1920 por castigos draconianos, incluso sí se producía entre marido y mujer.

Otro caso que llenó los archivos de la censura británica es Ulises de James Joyce, un trabajo que incluye 30 mil vocablos en inglés y que posee momentos que fueron considerados obscenos. Los singulares problemas que suscitó este libro ejemplar son tantos y tan plenos de vergüenza, que más valdría obviarlos. El hecho significativo es que Joyce vivía en 1922 en París y que gracias a esta circunstancia pudo ver sus páginas impresas gracia a la editora Sylvia Beach. La estadounidense mantenía una librería en las cercanías de Notre Dame, pues ella en su libro, que tiene el nombre de su espacio literario, Shakespeare and Company, escribió que: “Empezaba a decirse que Ulises iba a aparecer muy pronto. Las pruebas de imprenta de todo el texto hasta el final de Penélope estaban ya en mi poder. Se acercaba el día 2 de febrero, fecha del cumpleaños de Joyce y yo sabía que le hacía ilusión celebrar aquel mismo día la aparición de Ulises. Vi salir al revisor sosteniendo un paquete y buscando a alguien –a mí–. Minutos después, estaba llamando a la puerta de Joyce y le entregaba la copia número uno de Ulises. Era el 2 de febrero de 1922. La copia número dos fue para Shakespeare and Company, pero cometí el error de ponerla en el escaparate. La noticia se propagó rápidamente por Montparnasse y distritos periféricos y, al día siguiente, antes de abrir la tienda, ya había suscriptores haciendo cola, mirando el Ulises. De nada sirvió explicarles que sólo habían salido dos copias y que el libro aún no había aparecido para el público. Parecía como si fueran a arrebatarme mi ejemplar del escaparate para repartírselo en pedazos y, sin duda, lo habrían hecho si no hubiese actuado con rapidez, llevándomelo a un lugar más seguro.” Luego saldría la primera edición de quinientos ejemplares.

Todo esto sirva de enlace con una película reciente llamada Código Enigma (Gran Bretaña, 2014) de Monter Tyldum, quien tomó el libro de Andrew Hodges sobre la biografía del científico Alan Turing para realizar su filme. Debe decirse que lo visto en la pantalla es correcto, sin mayores atributos. Lo que causa una enorme extrañeza es el rescate de un hecho altamente significativo dentro de la centuria pasada. Alan Turing, el hombre que con una suerte de computadora resolvió el código que enviaban los nazis para cometer sus fechorías en Inglaterra, fue descifrado por el criptólogo y matemático. Esto fue el inicio de una serie de acontecimientos que terminarían con la vida del científico, pues el gobierno inglés, al ubicarlo como homosexual, lo condenó y dos años después de este acto deshonroso y absurdo, él hombre se suicidó. En la cinta apenas si se alude al hecho aunque todo esté encaminado para resolver tal fin. En una de las conclusiones se lee que el 24 de diciembre de 2013 Isabel II lanzó un edicto con el cual quitaba todos los cargos a Turing, quien se había matado en el ya lejano 1952. ¿Cómo un país tan culto como la vieja corona británica pudo mantener vigentes códigos que atacaban cuestiones personales tan íntimas y tan comunes? Esto resulta tan lamentable como los casos de Joyce, Lawrence y Turing, para mencionar tan solo tres ejemplos de la censura inglesa.

Esto sin contar con Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio de Henry Miller o los Diariosde Anaïs Nin. En todas estas obras la lengua cobra sentido, y lo hace en el trasfondo de un trabajo con las palabras que, a contrapelo de la obviedad, procura ir tras los frutos de una tradición a la que exaspera y rompe. Joyce fue un lingüista de primerísimo nivel; bastaría el “Monólogo de Molly Bloom” para instalarlo en un terreno de particular importancia ante esa ‘intimidad’ que se desvela al ponerla en palabras y otorgarle un sentido, o sea convertirla en acto literario. Algo semejante a la operación realizada por Miller, Lawrence, Durrell, Nin y tantos otros que han hecho del deseo una construcción a partir de la palabra literaria.

Para el caso de México, donde esta literatura pareciera de escasez infinita en los años cincuenta del siglo pasado, aparece por ahí Alfonso Reyes, un escritor que fue diplomático y que tuvo en su amplia bibliografía un acercamiento a lo erótico. Su fama estaba en ebullición y él determinaba muchas de las cosas que pasaban por aquellos tiempos en las letras nacionales. El crítico José Luis Martínez, en su Introducción al tomo XXIII, Ficciones (1989), señala: “Quedaban más anécdotas, aunque en las carpetas anotó su autor, en general, ‘No publicables por el momento’ y en un apunte añadió, ‘quizás hasta el año 2060’. Se trata de recuerdos amargos de la vida diplomática inicial y de la vida política e intelectual de años posteriores, desahogos, chismes, retratos, parecidos y sucedidos, algunos con observaciones agudas e interesantes, en cuanto guardan rasgos y hechos que suelen olvidarse. En una de las gavetas hay una sección llamada El licencioso, parte del cual se publicó en la Revista Mexicana de Literatura, en un número de ‘Textos eróticos’ (Nueva Época, marzo-abril de 1962, números 3-4, pp. 16-20). Estas páginas se recogen aquí, junto con otras más inéditas. Son cuentos y dichos verdes, algunos del folklore corriente, un soneto en respuesta a otro que le envió Salvador Novo –nótese que el de Reyes está escrito en el mes de su muerte–, y anécdotas picantes. La obsesión de Reyes por escribirlo todo lo llevó a estos registros de hechos escandalosos, turbios o pintorescos que pasaron –nunca escribió falsedades o calumnias–, de observaciones sobre particularidades de gente que trató, y de despropósitos y agudezas, más o menos ingeniosas que escuchó. Es el rincón reservado de la catedral que es la obra de Alfonso Reyes.”

Luego de las palabras de José Luis Martínez, valdría la pena otorgar dos de esos textos de El licencioso. Este primero se llama “La urticaria”: “El miembro se me hinchó y creció como una trompa de elefante, y el picor, ardiente e insoportable, me causaba durante las noches un verdadero frenesí. Puse tristemente mi aparato en manos de un facultativo, y –Doctor –le dije–, quítele la comezón y déjele la dimensión… Ya se ve, era demasiado pedir.”

El segundo es “Matemática erótica”, y este dice así: “Era judeo-rusa-norteamericana, ya del todo hecha a la ‘cultura cuantitativa de los Estados Unidos’. Por discreción callo su nombre. Se la inició en esa práctica erótica en que el ‘primo Basilio’ inició a su prima en la novela de Eça de Queiroz. Quedó fascinada, y dijo: ‘La sensación es once veces y media mayor que en el coito normal.” Basten este par de textos de Reyes para darnos cuenta de lo que es El licencioso.

En la actualidad el discurso erótico vuelve a recobrarse. Tal parece que los vahos apocalípticos del sida, sin que se resuelva el gran conflicto de esa pandemia, de pronto dejan que el péndulo oscile hacia la vitalidad del deseo. Por ejemplo, la inglesa Jeannette Winterson hizo una novela de múltiples aristas: Escrito en el cuerpo (Anagrama, 1994), que es un recorrido por la ambigüedad, de tal modo que el personaje central es una figura neutra, sin una definición más o menos clara de tal o cual género, una simple máquina de deseo que enseña los pormenores del amor. Claro está que en la versión al español se pierde ese enigma por las dificultades que entraña una traducción imposible. Algo semejante está en la novela del argentino-canadiense Alberto Manguel (1948), quien narra el caso de Anatole Vasanpeine, un personaje enamorado de los efectos de las fotografías, quien trabaja en una casa de baños públicos y va a ir tras sus sueños sexuales en un texto magnífico por su brevedad y su hondura.

El cuerpo se ha abierto a las interpretaciones. Hombres y mujeres saben que la belleza es algo movedizo, cambiante. Las ideas grecolatinas han pasado a la historia. Ahora la incidencia de las consideraciones estéticas radica en ese proceso constructivo-reflexivo en donde lo bello es transitorio y carece de un patrón específico de juicio. La subjetividad de la belleza es nudo real e invisible del eros. Para el que desea su objeto también está a la búsqueda de esa definición. Tan es así que, como anota Gilles Deleuze en Proust y los signos, el enamorado, al igual que Cándido de Voltaire, apuesta “al mejor de los mundos posibles”. En esa red la belleza cobra forma y pude otorgársele un nombre. Se le otorga un sentido y se le recrea con las palabras. Barthes diría: “en el bar, el cuerpo del otro no se transforma nunca en ‘persona’ (civil, psicológica, social, etc.): me propone su paso, no su interlocución. Como una droga especialmente adaptada a mi organización, el bar puede entonces convertirse en el lugar de trabajo de mis frases: no sueño, fraseo: es el cuerpo mirado, y ya no el cuerpo escuchado, lo que toma una función ‘fática’ (de contacto), y de ahora, entre la producción de mi lenguaje y el deseo flotante de que se nutre esta producción, hay una relación de vigilia, no de mensaje. El bar es, en suma, un lugar neutro: es la utopía del tercer término, es alejarse a la deriva de la pareja demasiado pura: hablar-callar”. En el presente escrito lo que aparece con toda forma es la condición homosexual de Barthes, quien en Incidentes (Anagrama, 1987) hace un relato autobiográfico que habla de un afamado crítico, una de las mentes más pulcras y refinadas del siglo XX, enfrentado en el bar a una serie de personajes tan lamentables y oscuros, que el escritor y filósofo percibía su soledad de manera cáustica. Barthes alguna vez escribió que lo peor de la censura es la autocensura, porque en esta se involucra de manera directa el autor.

Un diálogo silencioso es la hipervitrina llamada La vida sexual de Catherine M (Anagrama) de Catherine Millet. Una de las mejores críticas de arte en Francia y editora de “Art Press”, texto que habla de cifras, en el libro importa mucho el conjunto, la transgresión de la multitud anónima que se abalanza sobre una intimidad abierta. El proyecto conserva la valentía del destape de una figura pública que hace un acto de exhibicionismo literario, que antes parecía monopolio de varones. Tan sólo baste recordar las Memorias de Giacomo Casanova o Mi vidade Frank Harris, y muchos otros volúmenes cuyo origen es victoriano. Catherine Millet pone en crisis esa identidad corporal. Las páginas que escribe, que al principio se siguen con interés curioso, llegan al tedio. Sus partes escatológicas, esa escena en la que tiene diarrea y ensucia en el brazo a un amante que le hurga el ano, son tan insustanciales que mueven más a la náusea que al deseo. Sin embargo, el libro se defiende sin más, en ese espectro en donde una autobiografía erótica se convierte en un espejo de realidad.

En otra tesitura, sin llegar a la novela erótica, aunque con visos de evidencia autobiográfica, Rosa Nissán en Los viajes de mi cuerpo (Planeta) narra los avatares de un par de mujeres sobradas de kilos que son polos opuestos. Una es la desenfadada, la que va a los bares con esa operación que marca Roland Barthes, para ejercitar el “deseo flotante”. Mientras que la otra gorda se resguarda bajo sus conservadurismos. Poco a poco, esta última, aprenderá los rigores del amor, esa enseñanza imposible según En busca del tiempo perdido de Proust. La novela es aleccionadora y vale por su honestidad emocional.

Ahora bien, en esa variedad de propuestas sobre la sexualidad y el erotismo llegó un texto demoledor en su extravío: Felices como asesinos (Anagrama) de Gordon Burn, obra maestra de la investigación periodística, que hace el relato de unos asesinos seriales, Fred y Rosemary West, quienes hicieron de su vida íntima un estallido destructor. Burn escribió un libro demoledor, atroz en su veracidad. En él está el incesto, el crimen, el abuso de todo tipo y el cinismo. Inglaterra queda en sitio deplorable ante la miseria existencial que marca ese trabajo profundo, en donde la genealogía de los personajes es la piedra imán de sus acciones homicidas. En el territorio de la sexualidad, Fred, el marido, obligaba a su esposa Rosemary a acostarse con otros. Para ello la proveía de calzones oscuros que permitieran la mancha clara del esperma. Al regresar de sus correrías, la mujer entregaba ese tributo al esposo, quien luego de examinarlas las quemaba y colocaba las cenizas en un frasco. Era la labor de un obseso que derivó en un monstruo de agresividad.

Con esa vena de la crueldad y el manejo cómplice de las actividades eróticas, llegó la novelaLlámalo deseo (Tusquets) de José Luis Rodríguez del Corral, premio La Sonrisa Vertical en su edición XXV, que es un texto cargado de sugerencias y de miradas que terminan por estallar. El texto está narrado en pianísimo, casi en sordina, para que cuando llegue el encuentro de las dos mujeres y el marido de una de ellas se celebre la ceremonia del látigo y los celos. Mejor resultaba el premio XX, de la misma colección, Kurt (Tusquets), que firmaba un tal Kurt K, una especie de irrupción en la literatura libertina del XIX, sólo que ahora tratada con el vigor de finales del siglo XX.

Un libro ejemplar de relatos es Secreciones, excreciones y desatinos (Cal y Arena) de Rubem Fonseca, que revisa con indudable ironía aquello que escuece a las buenas conciencias. Él acerca el erotismo a una visión cotidiana, en donde los problemas hormonales, la revisión de las heces de la mujer amada, o la imposibilidad de que una dama orine en la pierna a un hombre son atisbos de un universo. El volumen ganó el Premio Luis de Camões en el presente año y Fonseca se llevó el Premio Rulfo del 2003. Justos reconocimientos a un hombre que es, sin lugar a dudas, el mejor de los escritores brasileños. Él puede hacer la magia de convertir las palabras de lo inmediato en un dispositivo de reflexión. Es decir con la sencillez de su prosa se construye un arsenal de reflexiones.

Por otro lado, Alejandro Zenker e Ivonne Gutiérrez crearon la colección Minimalia Erótica, que se publica bajo el sello de El Ermitaño. En este espacio editorial aparecen títulos comoBatallas de amor perdidas de Gustavo Sainz, La huella del grito de Alberto Ruy Sánchez oMuñecas rotas de Hernán Lara Zavala, en todos los casos se han incluido imágenes fotográficas del propio Zenker, quien toma a los escritores con una modelo. La calidad de los relatos eróticos es indudable. Ahora en México se publican los libros de Ana Clavel, David Martín del Campo y Josefina Estrada, tres buenos autores eróticos que se defienden solos.

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