sábado, 16 de mayo de 2015

Preservar los enigmas*

16/Mayo/2015
Laberinto
Daniel Sada

La dimensión universal que al paso del tiempo ha conquistado la obra de Juan Rulfo evidencia que, cuando se afina de raíz el punto de vista, la estructura y el tema adquieren, por contagio, una preponderancia excepcional, más allá de los referentes geográficos y anecdóticos.

Fue en la revista Pan donde el autor jalisciense dio a conocer, entre 1945 y 1946, dos cuentos: “Nos han dado la tierra” y “Macario”. Desde entonces empezó a consolidarse ese estilo singular, sin visos de retórica, nada especulativo, pero cargado de un aura de misterio, que solo puede ser discernible por el nivel de sugestión que proyecta. Por esos mismos años, en la revista América de la Ciudad de México, publica “La vida no es muy seria en sus cosas”, y más tarde “Es que somos muy pobres” (agosto, 1947), “La cuesta de las comadres” (febrero, 1948), “Talpa” (enero, 1950), “El Llano en llamas” (diciembre, 1950), y “Diles que no me maten” (junio, 1951). Tales ejecuciones intuitivas, acendradas en una honda visión, asaz específica, de la vida rural del estado de Jalisco, son claros ejemplos de lo que luego será la colección de relatos El Llano en llamas, que fue editada por el Fondo de Cultura Económica en 1953.

La grandeza de Rulfo radica en su percepción. Depurar una voz mediante la limpia de fárragos —eludiendo lo accesorio para decantar lo sustantivo— hace más eficaz la penetración en las raíces de ese México profundo, impregnado de enigmas, como pueden ser la soledad, las creencias, la muerte, derivadas de una suerte de allanamiento vital, preeminentemente trágico, que rebasa los meros cuadros de costumbres y hace posible que esas historias tengan opción de ocurrir en cualquier parte del mundo. Así, Rulfo siempre nos es próximo, como les es próximo a innumerables lectores de diferentes culturas. Traducido a casi todas las lenguas de Europa, y a muchas de Asia, el enigma rulfiano sigue creciendo. Es palabra escrita en el tiempo, no supeditada ni a épocas ni modas.

Para Rulfo lo importante son los personajes, mucho más que el rejuego de los sucesos. Pareciera que el entorno ha atrapado al hombre: ese ente que no vislumbra escapatorias y que mediante el apego a su circunstancia intenta resolver, así como entrever, el cauce de su destino. En este sentido pervive una convicción de invulnerabilidad. El cambio —si es que pudiera darse— es un atisbo engañoso porque no rebasa las prerrogativas reales del espíritu. Ese hombre “rural” debe aferrarse a las leyes naturales que emanan de su entorno, bajo la esperanza de que la muerte será la que disloque cualesquiera tentativas de alteración y acomodo final. Es ésta una realidad parcial sujeta a una expectativa de vida fuera de nuestros alcances. La muerte será una solución, aun cuando siga ofreciendo las mismas vicisitudes que la vida nos aporta: soledad, creencia, resignación, misterio…

Esas constantes hacen que el estilo rulfiano sea cada vez más convincente. Un autor de su magnitud obliga a creerle todo. Son muchos los ángulos de lectura que un libro como El Llano en llamas nos ofrece. En principio, da la impresión de que es una voz campesina la que nos habla al oído, pero es tan supremo el artificio estético que pronto nos percatamos de que la sintonía excede ese registro, en apariencia, tan localizado. Las construcciones dramáticas jamás se repiten y hay un metalenguaje dialógico que significa mucho más de lo evidente.

Los relatos de El Llano en llamas postulan un renuevo permanente. Es un libro clásico porque es inagotable: no se prevé desahucio alguno. El humor, concebido como suave ironía, es fruto acedo de ese determinismo existencial, así como la queja o los recovecos de la postración. Huelga decir que un grito, una sombra, el tepetate o el herbaje, así como las estampas de los paisajes desolados, en Rulfo adquieren características humanas y los personajes parecieran acoplarse a esos movimientos. La integración es dramática y categóricamente sorpresiva, porque también es obra de una voluntad superior que se afana, ante todo, en preservar los enigmas. Rulfo es de los autores que invita de continuo a la relectura y siempre ofrecerá atisbos novedosos. Sin duda la fascinación que despiertan estas historias seguirá fortaleciéndose a través de los años.

*Título de la redacción.

Cómo mira un artista

16/Mayo/2015
Laberinto
Adriana Jiménez García

“Quizá entienda en la otra vida; en ésta solo imagino”. Tal es el texto completo del cuento más breve de todos los que escribió Daniel Sada.
En contraposición, su obra maestra más citada, la ya canónica novelaPorque parece mentira la verdad nunca se sabe, consta de más de 600 páginas: 602, para ser exactos.

Dos hexadecasílabos o cuatro octosílabos resumen, tal vez, el carácter paradójico y festivo a la vez de quien es hoy, a poco más de dos años de su muerte, un clásico contemporáneo, un autor de culto, el más depurado de los formalistas del siglo XX mexicano: un escritor inmortal, por más que su profunda inteligencia y su aversión a las fórmulas solemnes lo hubieran hecho sonreír, de haber podido escuchar tantos laudos como se han venido emitiendo sobre su jugosa escritura desde que emprendió su viaje mayor.

Entiendo que ese escepticismo que permean tanto el título de su obra maestra como el texto que constituye su cuento más breve pudieran, tal vez, explicar tanto su espléndida exuberancia como su humor: sardónico a veces, a veces colmado de ternura por sus excéntricos personajes.

En esa mirada descreída y en esa devoción por el misterio que reside en lo que llamamos “realidad” —palabra que no era su preferida, por cierto— reside, así lo entiendo, la poderosa textura de sus tramas desaforadas, tan gozosas como trágicas, tan burlonas como elocuentes, tan sabias y profundas como lúdicas e inocentes.

Para construir una obra de esa magnitud, Daniel Sada se entregó de lleno y con plena conciencia a su pasión por la escritura, sin concesiones ni componendas.

No hay que mirar tanto a los lados: esto solía repetir a quienes asistían a sus talleres de narrativa.

Desaconsejaba el ejercicio del periodismo y descreía de la escritura por la escritura misma. Consolidar una obra: esa y no otra obligación tenía quien quisiera ser escritor. Escribir bien y cada vez mejor; tal era su divisa.

A lo largo de los dieciséis años que vivimos juntos, de 1996 a 2011, el año de su muerte, tuvimos ocasión de hablar mucho sobre este asunto. La literatura era su trabajo, su obsesión, su recreo y su alegría.

Mientras estaba en lo suyo, sus ojos revelaban que se había ido —como tanto le gustaba recomendar— a vivir a la novela, o al cuento si era el caso. Cuando escribía poesía no era distinto.
Con frecuencia lo escuchábamos reír, regocijado, o mascullar alguna que otra invectiva al tiempo que sus largos y elegantes dedos de pianista tecleaban con gozosa furia: en esos universos paralelos ocurrían cosas interesantísimas, fascinantes rarezas, como sus lectores luego comprobaríamos.

No fueron pocas las veces en que le pidieron escribir textos de ocasión: comentarios a acontecimientos literarios o no; reseñas, críticas, artículos de fondo. Siempre prefería trabajar sus propias imaginerías, y no porque quisiera evadirse del mundo real, como irónicamente le gustaba repetir —estaba muy consciente de que el periodismo y sus adláteres son otros tantos géneros de ficción—, sino porque le bullían las historias con tal abundancia que le faltaban manos y tiempo para trasladarlas al papel. Consideraba casi todo lo demás poco menos que una pérdida de tiempo.

Por eso es que solo de vez en cuando escribía textos de no ficción, y nada más una vez condescendió a escribir una columna, “El buscavidas”, en el periódico Reforma.

Dudó mucho en emprender ese camino tan socorrido entre sus pares, pero me consta que disfrutó de la escritura de esos textos tanto como de la construcción de sus historias desopilantes, suculentas, con ese fraseo prodigioso que sigue y seguirá sorprendiendo a los enemigos del facilismo. No quería prodigarse en ejercicios más ensayísticos que ficcionales; sentía que todas sus energías debían estar puestas en dejar que los numerosos personajes que habitaban su exuberante paisaje interior penetraran en el mundo.

Parte de esos ejercicios no estrictamente literarios está aquí. No todos, porque él nunca quiso ser recordado sino como narrador y poeta, motivo por el cual prefería destruir o arrejolar —como le gustaba decir— todo material no depurado hasta el cansancio.

El criterio para integrar este breve muestrario de escritos fue echar un vistazo a los asuntos que a un creador tan insólito como él más le importaban.

No es que a partir de esta revisión podamos comprender los mecanismos de su prosa catedralicia, ni que sea posible capturar esencia alguna capaz de explicar su maestría.

Se trata nada más que de saber, así sea en forma somera, cómo mira un artista; este artista. Atisbar por las mismas rendijas por las que Daniel Sada se asomó al mundo, con esa mirada absolutamente única, aguda, desde el asombro y la inteligencia.

No lo olviden, enfatizaba: no se trata tanto del tema ni de los personajes ni de la anécdota como de la mirada. Ante todo, lo que importa es el punto de vista.


Miremos con el artista, entonces, una parte de cuanto le llegó a importar de este mundo, por demás rico y extraño; se trata, como lo dijo muchas veces, no de desentrañar el misterio, sino de preservarlo desde el deseo y el asombro.

domingo, 10 de mayo de 2015

OCTAVIO PAZ: HOMENAJE Y PETRIFICACIÓN

9/Mayo/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

Ricardo Cayuela, director de Publicaciones en Conaculta y ex editor de Letras Libres, aceptó que el gobierno y los paceanos están arruinando a Octavio Paz.

Estas declaraciones las hizo Cayuela a Yanet Aguilar Sosa de El Universal el 27 y 28 de abril.

Según Cayuela, los homenajes del 2014 y 2015 convirtieron a Paz en un “monolito horripilante”. Dijo que se dejó llevar por la “inercia” y “al final del año del Centenario me miro en el espejo y no me reconozco”.

Cayuela no se refirió a un evento aislado sino a toda la serie de homenajes desde  Ciudad de México hasta Madrid.

“Ninguno había leído a Paz… simplemente eran campanadas del poder puestas en un engranaje que ya no se detenía”, dijo refiriéndose al foro de Buenos Aires.

Pero al día siguiente de esas declaraciones, Cayuela otra vez no quiso reconocerse en el espejo y buscó desdecirse.

Ahora decía: “fue un evento muy exitoso… Esa sería mi postura razonada y sensata y lo que realmente creo”.

Obviamente, Cayuela en la primera entrevista habló confesándose y en la segunda quiso borrarlo debido a la gravedad de verlo publicado.

Lo dicho por Cayuela no es desconocido. Ya lo habíamos dicho otros: Paz ya fue oficializado de un modo que él mismo (voluntariamente oficial) juzgaría contraproducente.

La admisión de Cayuela, como funcionario paceano, confirma lo que también ya hemos dicho: el grupo paceano está en grave crisis de credibilidad, incluso ante sí mismo.

¿Qué será de lo pacentrismo en el siglo XXI?

1. La creciente oficialización de Paz generó una última generación (nacidos entre los 60’s y los 70’s) que para insertarse en la República de las Letras debían ser (oportunistas) paceanos. Y apenas murió Paz, declinó su aura y Letras Libres se volvió cada vez más laxa, se fueron desmarcando para no hundirse con el barco. Algunos regresarán al pacentrismo cuando haya cheque o spotlight. Pero hasta ahí.

2. Los últimos paceanos morirán con Letras Libres. El grupo que trabajó con él será la última línea de defensa paceana. Su propio prestigio depende de mantener a Paz en un altar institucional o, al menos, en un pedestal biográfico. Ese grupo no tiene escapatoria: si lo siguen idolatrando, lo oficializarán aún más; y si revisan su valoración, facilitarán el desplome.

3. La obra de Paz retendrá su función de referencia cultural nacional. Pero tanto en Sudamérica, México y Estados Unidos, Paz terminará identificado como la Poética Perfecta del PRI.

4. Al ser ya su oficialización irreversible, la obra de Paz en el siglo XXI ha dejado de ser atractiva para más de un tipo de lector. Los más reactivos la desecharán sin haberla siquiera leído; y los más críticos no lo tendrán como referencia central. Paz se quedará para lectores mediocres. Sin crítica genuina, se fosilizará.

En el siglo XX, Paz fue un cacique intelectual petrificante; en el XXI, un escritor petrificado por el espejo de su propia dictablanda.

sábado, 9 de mayo de 2015

Rubem Fonseca: Un maestro de la narrativa corta

9/Mayo/2015
Laberinto
Marçal Aquino


Tan pronto como comenzó, en 1963, con Los prisioneros, un impecable conjunto de cuentos, Rubem Fonseca ya fincaba los marcos de su gran arte: la escritura de filo preciso y concisión absoluta, el gusto obsesivo por el detalle, el flirt sutil con lo grotesco, los toques de deliciosa erudición, el humor refinadamente negro y, sobre todo, la capacidad de observar y traducir la realidad en ebullición a su alrededor. Brasil, y en particular Río, habían encontrado un intérprete original que sintetizaba en su prosa contundente las contradicciones de un país al filo de una explosión urbana y de un ciclo de grandes transformaciones.

El segundo libro, El collar del perro, salió dos años después y consolidó la posición de Rubem Fonseca como un renovador del lenguaje, en la medida en que sus creaciones establecían las facciones del moderno cuento urbano brasileño. Uno de los destaques de ese extraordinario conjunto de narrativas es “La fuerza humana”, una inmersión punzante en el universo de los perdedores; un texto con la potencia de un puñetazo, que no tardó en ser reverenciado como un clásico contemporáneo. El cuento que da título al libro también tiene su leyenda: fue la primera incursión del escritor por el terreno de la ficción policial, que vendría a ser una importante línea de fuerza en su obra posterior.

La década de 1970, que fue una época de oro para el cuento en Brasil, con el surgimiento de nuevas voces y grandes libros, también fue un tiempo de excepción y sombras. Y tal vez ningún otro escritor haya asumido un carácter tan emblemático para ese periodo como Fonseca. Al contrario de los que recurrían a la alegoría para dar cuenta del país sitiado por el oscurantismo de una dictadura militar, publica Feliz año nuevo, en 1975, y lanceta el nervio expuesto sin anestesia. En los cuentos de este libro, que se volvió el símbolo del artista contra el autoritarismo, desfila un Brasil pobre, feo, cínico y violento. Son verdaderas actas policiales de la realidad, que flagran el instante exacto en que la brutalidad se convierte en moneda de cambio. Quedan pocos dientes en la boca del hombre cordial y, en su pecho, pulsa un deseo todavía vago y borroso de promover un ajuste de cuentas.

Feliz año nuevo fue prohibido por la censura, arbitrariedad que el escritor impugnó, dando origen a una batalla judicial que se arrastró durante la década siguiente y terminó con la liberación del libro y la condena a la Unión. Aparte de la reconocida maestría literaria de su autor,  Feliz año nuevo continúa fascinando e impresionando por la fuerza y urgencia de sus narrativas, pero también, hoy se sabe, por su terrible sesgo anticipatorio. Es el libro que no se cansa de actualizar todos los días la realidad brasileña. Es la obra de un artista visionario, parece haber sido escrita la semana pasada, alertándonos de que la barbarie, al final, triunfó —noticia que puede ser confirmada en cualquier programa policial vespertino de la televisión.
(Gran Rubem Fonseca: ante la prohibición del libro, la mejor revirada fue escribir otro, el no le toques ya más, que así es El cobrador, de 1979, que penetró todavía más en las incisiones y expuso sin temor las vísceras de lo real, que el Estado tanto odiaba ver mencionadas.)

A partir de la década siguiente, Rubem Fonseca inició un ciclo de novelas de corte policial, dando una preciosa contribución a la tesis de si practicado por un escritor talentoso, cualquier género puede ser elevado a condición de alta literatura. Sin embargo él nunca abandonó el cuento. Lanza periódicamente nuevas colecciones, que reafirman su indiscutible condición de grande de la narrativa corta. Por lo tanto, hablamos de una obra todavía en progreso. Pero, por su grado de excelencia, ya es posible vislumbrar su permanencia y un lugar destacado para Rubem Fonseca entre los mayores creadores de la literatura brasileña de todos los tiempos.

La virtud del resentimiento 

Horacio Castellanos Moya

Fue en mayo de 2012, porque Rubem Fonseca cumplía setenta y siete años.

Lo recuerdo con claridad. También recuerdo el ambiente de espera del agasajado en ese lujoso apartamento frente a la playa de Botafogo, desde cuyo balcón se tenía la impresión de que el Pan de Azúcar y los otros morros de la bahía estaban al alcance de la mano. Éramos pocos: sus tres hijos con sus respectivas parejas, una media docena de sus amigos y un par de infiltrados, entre los que yo me contaba. Dicen que la impresión que causa un hombre no es lo importante, sino lo que se esconde detrás de esa impresión. Vaya uno a saber. Pero Fonseca entró como cualquier parroquiano, en jeans y camiseta, bajo su cachucha de beisbolista, sin ínfulas, como uno de sus personajes, me gustaría decir, pero no llevaba cuchillos y ya no fumaba puros. Yo lo admiraba desde que leí los cuentos de El cobrador, en aquella edición de Bruguera que pronto se desencuadernaba, un libro que me marcó para siempre, y mi admiración creció a medida que fui leyendo sus demás libros. Por eso esa tarde, en esa íntima celebración de su cumpleaños, temí que se me cayera, porque no es bueno conocer a los escritores que uno admira: casi siempre en persona decepcionan, el hedor del ego es más fuerte que la obra. Pero no sucedió así con Fonseca. Y cada vez que vuelvo a sus libros agradezco que el recuerdo del autor no se me interponga. Y cada vez que me harto de leer las flojedades que ahora tanto se publican, regreso a El cobrador, al resentimiento profundo que solo descubrí dentro de mí mismo cuando leí ese cuento. Porque, ¿qué es la literatura que algunos escribimos, si no un ajuste de cuentas, la labor despiadada de un cobrador?


 

¿Y una vez que uno llega a Rubem Fonseca…?

9/Mayo/2015
Laberinto
Romeo Tello G.

Mi encuentro con la obra de Rubem Fonseca provocó un cambio en mi manera de leer, aprendí que había otra forma de entender los mecanismos que ponen en marcha una historia y la sostienen discurriendo con la ligereza y la velocidad necesarias para que nada en el mundo exterior nos distraiga de los escenarios de sus cuentos, en los que la humanidad se reencuentra con aspectos tan elementales como la brutalidad o la pasión, tan humanos como el mal y el placer, tan modernos como la ambigüedad de todos los lenguajes y la crítica de todos los discursos. Leer a Fonseca me llevó a desarrollar nuevas maneras de acercarme a otros escritores, inclusive a los ya conocidos; me vi obligado también a aprender su lengua y hasta a reorientar mis estudios literarios.

Me gustaría recordar con precisión el día y la hora en que leí por primera vez “El cobrador”, pero por desgracia no conservo el dato preciso de ese momento inicial —o quizá sea más preciso decir, de ese momento iniciático—. Sí recuerdo, sin embargo, que fue un buen amigo, Tex, quien me prestó un ejemplar de Sábado, el suplemento cultural del periódico unomásuno, en el que se presentaba una pequeña antología titulada Panorama de la nueva literatura brasileña, seleccionada y presentada por Eric Nepomuceno. Entre los cuentos presentados, a Tex le había llamado la atención uno: “El cobrador” de Rubem Fonseca.

Ese descubrimiento ocurrió en 1980 (el suplemento mencionado es del 30 de mayo de ese año). Estábamos cerca de terminar nuestros cursos de licenciatura. Yo me había propuesto concentrarme en el estudio de textos poéticos, y dedicar mi tesis a esa cima mayor de nuestra poesía que es Muerte sin fin. Leí y escribí durante tres años sobre poesía y poética, y la mayor distracción de esos estudios la provocaba la lectura y relectura de los cuentos de Fonseca. Cuando por fin terminé ese trabajo, ya sabía que mi nuevo proyecto habría de dedicarlo a la obra de Rubem Fonseca, y en este caso aludir a la obra resulta una precisión absoluta, pues conocía poco, casi nada sobre ese autor fascinante, mientras que, por otra parte, me sabía casi de memoria los cuentos de Feliz año nuevo (publicados por Alfaguara) y los de El cobrador (Editorial Bruguera), a fuerza de tanto leerlos en voz alta para mí y para mis alumnos. Además había conseguido una traducción al argentino de El collar del perro, de Ediciones de la Flor, y los libros de cuentos Los prisioneros y Lucía McCartney publicados por Júcar; solo me faltaba conseguir un libro para tener todos los volúmenes de las que en ese momento eran las obras completas de Fonseca, y ese libro llegó a mis manos (a las manos del grupo de amigos) de manera extraña: luego de unas vacaciones uno de ellos volvió de Aguascalientes con un ejemplar de la única novela escrita por Fonseca hasta entonces: El caso Morel; si no recuerdo mal, nos contó que nadie en la casa de sus tíos sabía cómo ni cuándo había llegado ese libro ahí, no sabían si valía la pena o no leerlo y nadie podía decirle algún dato sobre el escritor porque ahí nadie había oído hablar de él.

Para entonces solo conocía una foto de Rubem, la que aparecía en la contraportada de El cobrador, y los únicos datos que me permitían echar luz sobre esa personalidad vacía de biografía eran los que estaban impresos en las solapas de los libros traducidos, pero ninguna otra cosa.

Armado con ese desconocimiento del autor y guiado por la lectura reveladora de cinco libros de cuentos y una novela, presenté mi proyecto de tesis de maestría a la maestra Valquiria Wey. Valquiria no me enseñó a leer mejor a Fonseca, porque nunca comentamos juntos un cuento de Rubem, pero sí me enseñó a leer bien a Machado de Assis, a Graciliano Ramos, Carlos Drummond de Andrade, João Guimarães Rosa, Clarice Lispector, Dalton Trevisan, Raduan Nasar, Nélida Piñón, Nelson Rodrigues, Antonio Cândido y Davi Arrigucci Jr., por citar a los que más he disfrutado; me obligó también —o quizá debería decir, me sedujo— para que aprendiera portugués y leyera a Fonseca en su lengua y, como si fuera poco, me guió en mis primeros pasos como traductor, imponiéndome el celo, el rigor y el placer con que hacía que se acercaran las dos lenguas. Decía que Valquiria no me enseñó a leer mejor a Fonseca, porque nunca comentamos juntos un cuento de Rubem, pero sí me enseñó a entenderlo mejor, insertado en una tradición cultural prodigiosa, rica en pensamiento creativo y crítico.

En el primer proyecto de tesis que presenté, propuse el estudio de cinco libros de Fonseca; sin embargo, antes de terminar la tesis tuve que ajustar el proyecto tres veces, pues Fonseca escribía más rápido que yo. Cuando la tesis estuvo terminada habían aparecido ya las novelas A grande arte (cuyo ejemplar atesoro, pues Tex me lo trajo de España, sacando dinero no sé de dónde para comprarlo), Bufo & Spallanzani, (titulada en la versión española de Seix Barral Pasado negro) y Vastas emoções e pensamentos imperfeitos (la primera que tradujo y publicó en México la editorial Cal y Arena, con lo que iniciaba una labor de difusión de la obra de Rubem Fonseca que dura hasta nuestros días).

Terminé ese trabajo de investigación a fines de 1992. El 22 de mayo de 1993 por fin pude conocer en persona a Rubem Fonseca en un homenaje a Juan Rulfo que organizó el INBA. Valquiria Wey me presentó con él afuera de la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, y Julieta —mi esposa— ofreció a Rubem un salvoconducto para ponerse a salvo de los periodistas de los que huía nervioso, al tiempo que abría la puerta para el inicio de una amistad que dura hasta la fecha: en un arranque de amor (¿a Rubem?, ¿a mí?, ¿a ambos?) le dijo después de la plática sobre Rulfo: “Mi esposo escribió esa tesis que trae usted, hoy es su cumpleaños y creo que el mejor regalo que usted podría darle sería ir a comer con nosotros”. Fonseca la vio con asombro y obviamente la mandó en el acto a que fuera a buscarme para huir juntos de ahí. En unos minutos estábamos instalados en la cantina La Ópera, Rubem, Valquiria, Tex, Allan Mallard, Julieta y yo. A los dos días comió con nosotros en casa, comió exclusivamente sopa de verduras y descubrió con regocijo el sabor del mamey; en algún momento de esa tarde, Irene —mi hija que entonces tenía 7 años— lo tomó de la mano y lo invitó a su cuarto para que conociera su hámster, yo sentí una emoción ambigua, pues me provocaba una gran felicidad ver a Irene de la mano de uno de los escritores que más admiro, al mismo tiempo que en mi conciencia se prendía una alerta que me recordaba que ese hombre cariñoso escribía historias sobre crímenes horrendos, escritores decepcionados de la literatura y pedófilos que despreciaban a todos porque antes habían aprendido a despreciarse a sí mismos. A partir de esa tarde surgió una amistad entrañable entre Rubem y mi familia que, si bien no se caracteriza por la frecuencia de sus encuentros, sí es cálida y amorosa en los escasos momentos en que intercambiamos correos, sin contar los gozosos encuentros que hemos tenido con él en Guadalajara o en Río de Janeiro (en unas vacaciones en que tuvimos el placer de ser recibidos por Lourdes Hernández y Felipe Ehrenberg en su deliciosa casa de São Paulo —juntos vimos por TV la ceremonia de toma de posesión del presidente Lula—. ¡Qué lejos ese año 2000!).

A principios de 1997 le escribí una carta a Rubem, en la que le hablaba, entre otras cosas, de la colección de cuentos completos o antologías de cuentos que desde hacía unos años estaba publicando la editorial Alfaguara. Le dije que entre los escritores publicados estaban Julio Cortázar, Julio Ramón Ribeyro, Juan Carlos Onetti, José Luis González, Scott Fitzgerald, Nabokov, Paul Bowles y Clarice Lispector. Le comenté, por último, que iba a tratar de conseguir algún contacto para proponerles la edición de un volumen de sus cuentos. Los meses siguientes estuve trabajando con Valquiria Wey en la traducción de un par de antologías de narradores brasileños que publicamos en la UNAM. Una de ellas reproducía en su título el de un cuento de Fonseca: El arte de caminar por las calles de Río y otras novelas cortas. Cuando nos entregaron los ejemplares recién editados, envié uno a Fonseca y entonces contestó con una carta que me sorprendió, y de la cual reproduzco algunos fragmentos:
Querido Romeo:
Recibí tu carta, con la adenda de nuestra adorable Julieta, y también la cartita de mi querida Irene y el cuento del joven Romeo […]. Agradezco también el libro El arte de caminar… con tu bella traducción.
En cuanto al proyecto de Alfaguara, Eric Nepomuceno, del Ministerio de Cultura, me ha hablado sobre ello, pidiéndome que hiciera una selección de mis cuentos para reunir aproximadamente 300 páginas […]. El ministerio de Cultura daría una colaboración para la edición de la antología de Alfaguara. Sin embargo, al encontrarme con Eric, el último domingo, me dijo que Alfaguara le había dicho que pasarían el proyecto para el próximo año […]. Sería bueno que tú, de una forma u otra, pudieras intervenir en esa materia ayudando a la realización del proyecto.
La relación de cuentos que hago a continuación, no se la he entregado a Eric, quien, por lo tanto, aún no la conoce.
Es muy desagradable para el autor seleccionar entre sus cuentos los que encuentra mejores, pero con mucho sacrificio, y tomando en cuenta la odiosa limitación de espacio, escogí títulos que no rebasaran un límite aceptable (400 páginas) […]. Aquí va la relación, con el nombre de cada libro y los títulos seleccionados. Como ves, dejé fuera, por ser muy extensos, algunos cuentos de mi particular agrado, como “Romance negro”“Carpe Diem”“O Buraco na parede”“O caso de F. A.”, entre otros.
La lista estaba formada por 36 cuentos; posteriormente agregó dos más por sugerencia mía y de esta manera quedó formada la antología Los mejores relatos de Rubem Fonseca. Logramos que aceptaran publicar un volumen de 532 páginas (¡casi el doble de lo que se había programado originalmente!), y la calidad de los cuentos provocó que la edición se agotara por completo, lo que en su  momento constituyó una extraordinaria noticia y, con el paso de los años, la desoladora certeza de que no había (y hasta donde sé, no hay) planes para reeditarla.

Solo he tenido la oportunidad de platicar con él en persona en tres ocasiones: en el mencionado homenaje a Juan Rulfo en Bellas Artes; unos años después en Río de Janeiro y en Guadalajara, cuando vino a recibir el premio Juan Rulfo de la FIL. A pesar de esa rala frecuencia de los encuentros, siento por él una amistad que solo se compara con el enorme disfrute que me suscita la lectura de sus textos.

En 1980, cuando Tex me dio a leer por primera vez “El cobrador”, seguramente no sabía que ese gesto habría de ser el inicio de una orientación nueva, no solo en mis gustos de lector, sino en mi vida entera, es decir, que afectaría circunstancias tan particulares como la organización de los libreros de mi casa, los viajes familiares, el nombre de los hamsters de mi hija, mi futuro —y entonces impredecible— trabajo como traductor del portugués, la afición de mi hijo por el Vasco da Gama; inclusive la invitación a escribir este texto tiene sentido gracias a aquel momento iniciático.

domingo, 3 de mayo de 2015

EL PLOP DEL NEOLIBERALISMO ELECTRONICO

2/Mayo/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

El neoliberalismo electrónico es el gran ismo de las literaturas de inicios del siglo XXI.

Su efecto es convertir al autor en un selfie-entrepeneur (ego-emprendedor) en viral mercadotecnia de sí.

El libro ya es sólo parte de la publicidad. El verdadero producto es el escritor-mercancía.

La escritura pasó a la esquina y los selfies y pics, likes y comments son el centro de un intercambio de neo-capital selfinanciero y satisfacción instagramática acelerada.

La “muerte del autor” ha muerto; hoy vivimos la época del Autor como lifestyle (o estilística de vida) que nos informercializa cada una de sus reacciones, comidas, viajes, compras, entrevistas, amigos, eventos, listas y ocurrencias.

Al existir diaria y permanentemente en redes sociales, los escritores dejan de hacer obra. E intercambian renombre siguiéndose la corriente.

El problema clave de las redes sociales es que son plataformas y géneros estructurados para obtener popularidad.

Para ganar “seguidores”, el escritor se ve empujado a tener puntos de vista palomeables por su “comunidad” voyeur-clientelar. Cuando esta lógica se prolonga durante años, se produce un severo debilitamiento de los aspectos críticos con que contaba el escritor, pues para poder mantenerse dentro de Twitter o Facebook, ha tenido que gravitar hacia el más bajo denominador común de poses y textículos.

La literatura ha sido hecha por disidentes. Y ya no hay disidentes.

Escritores en aprietos caen en el consenso.

Las redes sociales homogenizan a los escritores. También mercado y gobierno. Por eso la crisis actual de la calidad literaria y el auge de los intelectuales light.

Antes se idealizaba al libro. Hoy se idealiza Internet.

E Internet es mayoritariamente porno. Y las redes sociales son la grafía del porno.

El neoliberalismo electrónico consiste en 24 horas continuas de especulación “literaria” basada en nombres no en textos; en apostar por carreras, no en construir una obra; en hacer menciones express, no lecturas reflexivas.

La literatura desaparece: no hacia algo más radical, como esperaron las vanguardias y contraculturas del siglo XX, sino que está transformándose en un mercado especulativo bursátil de subjetividades reactivas hipervinculadas.

Redes de escritor@s inflad@s publirrelacionándose entre sí.

Al convertirse en un sistema de especulación financiera, los escritores están ya sujetos a las leyes de este tipo de mercados neoliberales.

Ya hemos pasado del Boom (gran literatura absorbida por el mercado) al Crack (literatura de mediana calidad ofrecida a la especulación estado-mercantil).

Pero del Crack sigue el Plop: literatura de poca calidad usada para inflar redes de carreras insustanciales.

Y las propias leyes de estos mercados especulativos perfilan ahora el momento en que el reality check haga que toda la Bolsa Inflada de Valores Literarios reviente y estalle la burbuja: ¡PLOP!

sábado, 2 de mayo de 2015

Un balance parcial de la poesía de Octavio Paz

2/Mayo/2015
Laberinto
Evodio Escalante

En la crítica literaria como en la vida misma, muchos son los llamados y pocos los escogidos. De entre los escritores que fueron próximos a Octavio Paz y que de algún modo administran su herencia, Anthony Stanton se distingue por ser un experto en los asuntos de la poesía, terreno esencial para abordar la compleja y abundante obra de su estudiado. Se explica en este contexto que la aparición de su libro El río reflexivo. Poesía y ensayo en Octavio Paz (1931–1958) (FCE, México, 2015) pueda suscitar expectativas en el marco conmemorativo del natalicio del autor. Tres son, me parece, los aciertos notables de este libro. En primer lugar, y haciendo gala de sus dotes como investigador, Stanton les complica la plana tanto a Enrique Kauze como a Guillermo Sheridan y Christopher Domínguez, todos autores de libros sobre Paz, al mostrar con apoyo en información periodística que el padre del poeta no habría fallecido el 8 de marzo de 1936, como sostienen éstos, sino el 10 de marzo de un año antes, o sea, 1935. En segundo lugar, me pareció revelador el estudio acerca de las fuentes prehispánicas de la sección “Semillas para un himno”, que Paz incorpora a las diversas versiones de su libro toral Libertad bajo palabra. Stanton documenta la forma en que Paz capta y traduce a sus propios textos no solo el léxico y las imágenes de los poemas prehispánicos, sino incluso el ritmo, la construcción y el centro gravitatorio de los mismos. Estos pasajes mostrarían la profunda capacidad de asimilación y de transformación que son la marca de fábrica del autor. Ejemplares igualmente en el estudio de la “alienidad” en Paz resultan las páginas que Stanton dedica a descifrar “Mutra”, el poema versicular que el poeta habría escrito a partir del choque de algún modo traumático que representó insertarse por primera vez en la geografía y la cultura de la India y que incluyó en ese libro de maduro esplendor que se llama La estación violenta.

Por último, me pareció sugerente su abordaje de Piedra de sol. En plan de cierto modo modesto, puesto que no pretende aportar nuevas claves hermenéuticas para descifrar su sentido, sino indicar formas que él mismo ha descubierto con el objeto de detectar, en el desarrollo lineal del mismo, la recurrencia circular que lo enriquece y lo aproxima a una “estructura fractal”, estas páginas de Stanton son una estimulante invitación a la relectura del poema maestro.

Fuera de lo anterior, las estrategias centrales de El río reflexivo no me parecen tan convincentes. Primero, dejándose llevar acaso por sus instintos de filólogo, Stanton decide estudiar solamente primeras ediciones. Esto es un error, pues tanto mi generación como las subsecuentes lo que conocemos son las ediciones modificadas que el propio Paz corrigió con el paso del tiempo. Salvo un libro como La estación violenta (1957), que permaneció intacto y que no conoce mayor variación, casi todo lo demás de Raíz del hombre (1937) a El laberinto de la soledad (1950), de Libertad bajo palabra (1949) a El arco y la lira (1956) son libros que el proteico autor sometió a revisiones notables. Al comentar solo las primeras ediciones, Stanton deja fuera a los lectores comunes y corrientes de la obra de Paz y, lo que es peor, se priva de lo que podrían ser interesantes análisis acerca del sentido y la justificación que habrían tenido estas alteraciones en las versiones subsecuentes que todos conocemos. ¿Qué significado tiene, por ejemplo, que Paz haya eliminado el epílogo original de El arco y la lira, y lo haya sustituido por ese texto tan cercano a las posiciones de la revista Tel Quel que se llama “Los signos en rotación”? Es una pena que Stanton no haya tocado este aspecto.

Segundo, ateniéndose demasiado a la autointerpretación del autor, al estudiar los orígenes y el desarrollo de su poesía, Stanton se limita a corroborar las influencias que el mismo Paz ha declarado como dignas de consideración. En este sentido, y acaso como un corolario implícito, Stanton minimiza en todo momento las consecuencias de la temprana formación socialista de Paz, así como el impacto que pudieron tener en él autores como Engels y Marx a quienes leyó fervorosamente en la década de 1930. Sin la fobia anticomunista que exhibe Domínguez en Octavio Paz en su siglo, Stanton deriva conclusiones muy parecidas: la lectura de los textos de Marx se difumina y se vuelve insignificante. Esta ceguera al impulso comunista que alienta en el joven Paz (y que se prolonga mucho más allá de un poema como “El cántaro roto” de La estación violenta) impide a Stanton calibrar los alcances contestatarios de todo un sector de la producción del autor.

Este es el caso, pongo por ejemplo, del comentario que hace Stanton con respecto a lo que se considera el “primer poema” que habría publicado Paz, titulado “Juego”. El poema comienza con este programa: “Saquearé a las estaciones./ Jugaré con los meses y los años./ (Días de invierno con caras rojas de veranos)”. No le cuesta trabajo al investigador detectar la fuente inmediata: es el “Estudio” que Carlos Pellicer habría publicado en Colores en el mar y otros poemas (1921), donde en efecto se lee: “Jugaré con las casas de Curazao,/ pondré el mar a la izquierda/ y haré más puentes movedizos./ ¡Lo que diga el poeta!”. Stanton ve una copia, creadora, pero al fin una copia: “El poema comparte con Pellicer no solo el deslumbramiento ante la plenitud de la naturaleza, ante el brillante colorido y la luminosidad, sino también la sensación de juego, humor, gozo, frescura y alegría”. Para concluir con esta frase: “No hay transformación de lo recibido”. Me parece increíble que Stanton no detecte que el joven Paz ha girado el divertimento de Pellicer a lo revolucionario: donde Pellicer hacía gala de vanguardismo burgués, Paz contesta proponiendo un vanguardismo rojo, que lo primero que refuta es justamente esta idea inocua de juego en la que se empantana su predecesor. Véase la violencia peculiar de los verbos que utiliza Paz: “Saquearé las estaciones… Quizás asesine a un crepúsculo… Para ayudar a los burgueses / haré anuncios luminosos… Me raptaré a la Primavera… Y por la carretera del Futuro, arrojaré al Invierno”. Que Paz ironice con los burgueses es ya por sí solo un indicativo de su temple revolucionario. “Saquear, “asesinar”… Instalarse en la “carretera del Futuro”, estas expresiones no solo no están en el modelo, sino que lo subvierten.

Stanton otorga importancia a las “Vigilias” que habría publicado Paz en diversas revistas mexicanas entre 1938 y 1945 y que nunca recogió en libro. Encuentra en estos textos en prosa que combinan diario, glosa, confesión y reflexión ensayística, el antecedente remoto de El mono gramático (1974). Estimo que se queda corto. Las sorprendentes “Vigilias” son como el semillero que alimenta la obra toda de Paz, tanto en verso como en prosa. Sirva de ejemplo este pasaje tomado de El arco y la lira: “Lautréamont […] profetizó que un día la poesía será hecha por todos. Pero como ocurre con toda profecía revolucionaria, el advenimiento de ese estado futuro de poesía total supone un regreso al tiempo original. En este caso al tiempo en que hablar era crear”. El claro antecedente de “Vigilias I” señala lo que sigue: “Mañana nadie escribirá poemas, ni soñará músicas, porque nuestros actos, nuestro ser, en libertad, serán como poemas”.

En Piedra de sol, Paz nos deslumbra con esta imagen romántica de la mujer entendida como principio de todo conocimiento: “El mundo ya es visible por tu cuerpo,/ es transparente por tu transparencia”. Su fuente más antigua se encuentra en “Vigilias I”, donde leemos: “La mujer es la forma visible del mundo. Ella nos lo hace transparente”. Los ejemplos podrían multiplicarse y abarcar igual los temas del ritmo y del mito que se despliegan con amplitud en El arco y la lira.

El primer gran poema de Paz, por cierto, Entre la piedra y la flor (1941), surge del compromiso socialista del escritor, quien se traslada a la Ciudad de Mérida durante los primeros meses de 1937 para enseñar en una escuela para obreros y campesinos. Los críticos por decir así “neo–liberales” de Paz coinciden todos en que se trata de un poema “malogrado”. Así lo califica Sheridan en Poeta con paisaje. No muy lejos de Stanton, quien a pesar de que lo estima “prefiguración juvenil” de un poema como “El cántaro roto” (del que por cierto, de modo inexplicable, no se ocupa cuando analiza La estación violenta), no deja de señalar lo que él llama sus “limitaciones” e “imperfecciones”. El poema, que consta de cinco secciones, está vertebrado por lo que podríamos llamar una rabia anticapitalista, y contiene en su sección cuarta una notable diatriba en contra del dinero que es parte de este “estado de ánimo” fundamental. Transcribo solo una estrofa final del poema, para que se advierta su temple socialista, no ajeno a ciertos rasgos anarquizantes: “Dame, llama invisible, espada fría,/ tu persistente cólera,/ para acabar con todo,/ oh mundo seco,/ oh mundo desangrado,/ para acabar con todo”.

El pasaje más o menos equivalente podemos localizarlo en “Vigilias II”. Ahí observa Paz: “El trabajo, en el mundo capitalista, es infinito, es decir, no tiene fin, ni finalidad; no solo no posee ningún sentido personal sino que su esencia consiste en no tener sentido y en ser impersonal, puesto que no es más que una rueda que exprime el tiempo y lo vacía, chupando toda su sustancia” (subrayado en el original).

Al menos el fallecido Manuel Ulacia, en El árbol milenario, se había inquietado por la presencia de la sección dedicada al dinero. ¿De dónde podría haberle venido a Paz la idea de tematizar este asunto al grado de dedicarle toda una sección de Entre la piedra y la flor? La respuesta un tanto ingenua de Ulacia consistió en recurrir a unas letrillas de Quevedo. Pero la clave se encuentra en estas mismas “Vigilias”. Ahí afirmaba el joven Paz: “El trabajo se mide en tiempo como ha mostrado Marx, y el tiempo en dinero. El dinero es una abstracción sin savia ya, un signo hueco y mágico […]. El dinero ha adquirido su libertad y su autonomía, obra ya por sí solo; no es una clase la que se sirve de él para expresarse y mantener su poder, es él quien se sirve de sus poseedores para realizar su fatalidad”. A lo que agrega, como colofón: “Es la más pura de las realidades modernas, porque es la más abstracta […]. Todos giramos en su órbita, sin salida alguna, en un mundo sin principio ni fin, vacío”.

Pues bien, estos comentarios de Paz no solo están inspirados en Marx, sino que provienen de modo directo del impacto que habría tenido en él la lectura de los Manuscritos económico–filosóficos que se acababan de traducir en México a finales de la década de 1930. Se colige que en esos años formativos la influencia de Marx no solo encarna en los ensayos y artículos políticos, sino que se trasmina al terreno mismo de la poesía.

Muchas otras cosas merecerían unos renglones (urge un buen balance de El arco y la lira: ¿sigue siendo un libro pasmosamente actual, o bien se ha convertido en una curiosidad para anticuarios?), pero no puedo extenderme demasiado. Se sabe que Paz fue, al principio, casi un discípulo de Neruda, y que más tarde acabaron por distanciarse. Al reseñar esta vieja novela de amor–odio, Stanton incurre en inexactitud al sostener que “En su obra escrita Neruda no hizo ninguna referencia explícita a la ruptura con Paz”. Sí habría, según Stanton, un ataque “en bola”, como se demuestra en un poema del Canto general en que su autor arremete contra los gidistas, los intelectualistas, los rilkistas, los misterizantes, los existencialistas, las amapolas surrealistas, etcétera.


Después de reproducir entero este poema, Stanton concluye, casi admonitorio: “Como se ve, Neruda suele hablar de sus enemigos en plural, sin individualizarlos, tal vez para facilitar así la caricatura satírica”. Se ve que Stanton conoce mal el Canto general, pues yo encuentro al menos dos referencias de algún modo explícitas en torno a su pleito con Paz. La más general tiene que ver con Laurel (1941), la antología elaborada por Juan Gil Albert, Emilio Prados, Xavier Villaurrutia y el propio Paz, de la que habría sido excluido el gran poeta español Miguel Hernández y de la que Neruda nada quería saber. Por eso dictamina: “Y a los que te negaron en su laurel podrido,/ en tierra americana, el espacio que cubres/ con tu fluvial corona de rayo desangrado,/ déjame darles yo el desdeñoso olvido/ porque a mí me quisieron mutilar con tu ausencia”. El ataque individualizado contra Octavio Paz, aunque ligeramente velado por los prodigios del paragrama, se encuentra en el poema “México (1940)” del mismo Canto general. Ahí puede leerse en auténtico sentido peyorativo: “[y] los dientes solapados/ del pululante poetiso…” (subrayado mío). Quien sepa leer sin anteojeras, sabrá que en estas líneas se escucha el nombre muy preciso de Octavio Paz. Que es lo que intentaba decir.