domingo, 12 de abril de 2015

José Revueltas: novedades y rescates

12/Abril/2015
Confabulario
Sonia Peña

El 20 de noviembre del año pasado el escritor José Revueltas hubiera cumplido cien años. México lo agasajó junto a sus contemporáneos Octavio Paz y Efraín Huerta. Especialistas, aficionados, familiares y jóvenes se congregaron en torno a mesas redondas, congresos, programas de radio, documentales, revistas, suplementos culturales y libros. Se habló de su militancia; de sus cuentos, novelas, ensayos y poemas; de sus encarcelamientos y de su honestidad. Es por eso que este escrito pretende acercarse a algunas de las publicaciones que aparecieron en el marco de su centenario. No es un balance, pues sería imposible abarcar en estas líneas el análisis de los numerosos libros, revistas y documentales que se le dedicaron. Más bien es un recorte sobre algunas lecturas que genera el autor de Los errores (1964) a un siglo de su nacimiento y a treinta y nueve años de su muerte.

Hay libros que merecen reeditarse no sólo por la calidad de su contenido, sino por la vigencia de sus tesis, tal es el ejemplo de un clásico de la crítica, imprescindible a la hora de adentrarse en la obra de Revueltas. Me refiero a Una literatura del lado moridor del también duranguense Evodio Escalante, reeditado el año pasado. Recuerdo que cuando empecé a interesarme en la literatura de Revueltas el primer libro crítico con el que me topé fue este, pilar en mis primeros y ulteriores acercamientos. Un capítulo en especial me impactó: “La defecación universal” en el que el crítico habla de “defecación de la memoria” y se refiere –entre otros– al episodio de Los días terrenales (1949) cuando Bautista pisa excremento y de inmediato sus recuerdos se remiten al Partido. Para Escalante, en la obra de Revueltas el recuerdo “es fundamentalmente un producto de la memoria, pero también la única realidad verdaderamente importante”. Y si al narrador de Proust el sabor de la magdalena lo transporta a la idílica infancia; al de Revueltas el contacto con excremento lo remite a las acciones y actitudes de sus camaradas, “hombres erróneos” al fin y al cabo. Escalante se basa en un enfoque filosófico a partir de sus lecturas de Marx, Hegel y Deleuze con admirable rigor académico y una prosa tan ligera como el mismo libro que apenas excede las cien páginas.

Otro de los reeditados es El árbol de oro. José Revueltas y el pesimismo ardiente, de Philippe Cheron. Ensayo que originalmente publicó la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez en 2003, ganador del premio de crítica literaria “Guillermo Rousset Banda”. En la nota preliminar el autor anota que hubiera querido “reescribir el libro para enfocar mejor ciertos aspectos, para ampliarlos con otros puntos de vista, borrar aún más la presentación académica… Lo cual sería escribir otro volumen”.

Philippe Cheron es coeditor de la obra completa de José Revueltas junto a quien fuera su esposa, Andrea Revueltas, la hija mayor de José. A ellos les debemos los veintiséis volúmenes con las anotaciones y notas correspondientes. Pese a que Cheron admite que hubiera querido incorporar ideas y discutir con otras, considero que este ensayo no deja cabos sueltos. En sus páginas analiza las estancias carcelarias, los personajes femeninos, las influencias, la estética y el realismo crítico. Algunos puntos de vista de Cheron, quien conoce de primera mano el archivo de Revueltas, difieren del biógrafo Álvaro Ruiz Abreu, lo cual nos permite un diálogo que más que la polémica, busca el enriquecimiento. Cheron afirma que la obra de Revueltas “tiene por base la cárcel (física y abstracta) junto al esfuerzo permanente por escapar al encierro”. Y esa tensión es el “principio activo”, del cual parte Cheron en su extenso análisis.

Las especialistas que se ocupan de la prosa de José Revueltas son escasas. Pienso, además de su hija Andrea y su sobrina Eugenia, en Florence Olivier y Edith Negrín, esta última quizá sea la que más lecturas ha aportado al universo revueltiano y una de las más informadas respecto a su obra. Negrín es la única mujer entre los coordinadores de Un escritor en la tierra. Centenario de José Revueltas, los otros son Alberto Enríquez Perea, Ismael Carvallo Robledo y Marcos T. Águila. Este libro plantea un acercamiento en cuatro niveles: el hombre, el narrador, el político y el crítico. Inicia con quienes conocieron a Revueltas: Elena Poniatowska, Eraclio Zepeda y Enrique González Rojo, entre otros. Los trabajos, algunos ya conocidos y otros realizados exclusivamente para este volumen, conforman un abanico de perspectivas no del todo completo si pensamos que en el capítulo “Cuestionamientos e intenciones. El político”, el análisis no parte de la obra política –como se esperaría– sino de la novelística. Y menciono esto no como una “falta” sino como muestra del vacío en que ha caído la producción filosófico-política de Revueltas. Sin embargo, esto no oscurece la finalidad de los coordinadores: mostrar las numerosas facetas del “hijo del hombre”.

En 2014 se reeditó la colección de poemas de Revueltas que el crítico José Manuel Mateo había reunido en 2001 bajo el sello de Obra Negra. Quienes no alcanzamos aquella edición los leemos ahora por primera vez. El propósito ciego es su título y alude a uno de los versos. Escribe Mateo en la introducción: “La humanidad es justamente un propósito ciego, una tarea sin finalidad, un caos finito”. Debo confesar que sólo un par de estos poemas me sorprendieron gratamente, la mayoría me confirmó que Revueltas no erró el camino al dedicarse a la prosa.

José Manuel Mateo también tuvo a su cargo la Iconografía de José Revueltas. La edición, en la que destaco el cuidado y la inteligente selección de textos que acompañan las imágenes, logran que el lector se sumerja por completo en la foto-cronología que propone el compilador. Una fotografía en particular impresiona: “Revueltas a la espera de una audiencia en Lecumberri”. Rodeado de otros presos políticos, entre ellos “La Tita” Avendaño y Fausto Trejo, el novelista lee imperturbable; los “monos” están afirmados contra la pared, “tan indiferentes, tan estúpidos como para darse cuenta que ellos también están presos”. Imagino el ambiente, los rumores, los susurros y los gritos entumecidos en la garganta. Revueltas lee, nada lo distrae, la libertad está en otra parte, parece decirnos; la foto congela su filosofía de vida: permanecer imperturbable al borde del abismo.

Finalmente, festejo un libro escrito por jóvenes nacidos entre fines de los setenta y mediados de los ochenta: El vicio de vivir. Ensayos sobre la literatura de José Revueltas. Publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, como parte de la Dirección General de Publicaciones del Conaculta, este libro toma su título de El apando (1969) y se erige como un conjunto de textos escritos exprofeso para el centenario del novelista. El coordinador llama a la producción de Revueltas “un territorio incómodo en la literatura mexicana” y acierta al compararlo con “ese tío al que nunca conocimos, pero del que todos hablan: una ausencia cercana”. A esa ausencia se refiere la docena de ensayistas que, como los apóstoles después de la crucifixión, reinventan la imagen del maestro que mejor se acomoda a sus expectativas. En estas páginas se analiza la novelística, los cuentos, los guiones, el teatro, las polémicas e incluso la interpretación en clave bíblica. Todos dejan en claro que las nuevas generaciones nada tienen que envidiar a sus predecesores, si acaso, ajustar cuentas en torno a tal o cual apreciación. Este conjunto de ensayos demuestra que los jóvenes tienen mucho que aportar a la narrativa de José Revueltas y augura un futuro prometedor para los estudios críticos de la vasta producción revueltiana.

Los centenarios sirven para “producir” gran cantidad de bibliografía en torno al homenajeado. Finalmente, es el público quien decide cuáles son los libros que permanecerán en su memoria, cuáles arrojan luz sobre el autor y cuáles no añaden nada. En cuanto al recorte que presento aquí, tengo la seguridad de que no será desechado fácilmente porque cada uno de estos ensayos cuenta con el ingrediente imprescindible para hablar del autor de Dios en la tierra: la pasión.

Sin ella, poco y nada se puede aportar a la obra de un escritor de la talla de José Revueltas.

Octavio Paz a tres voces

12/Abril/2015
Confabulario
Gerardo Ochoa Sandy

Octavio Paz es quizá el escritor mexicano del siglo XX que ha ameritado más asedios biográficos de su obra lo cual refrenda su alto sitio en la historia de la cultura de México. El centenario de su nacimiento fue ocasión de tres publicaciones más: Octavio Paz. Las palabras en libertad de Guadalupe Nettel (Taurus, El Colegio de Mexico), Octavio Paz. El poeta y la Revolución de Enrique Krauze (Penguin Random House Debols!llo) y Octavio Paz en su siglo de Christopher Domínguez Michael (Aguilar en español y Gallimard en francés). Los tres autores precisan prioridades, ámbitos y alcances de sus asedios, coinciden en darle realce a episodios aceptados como estaciones centrales, enfatizan otros que le dan a sus lecturas un sello personal y eventualmente no le otorgan la relevancia debida a facetas controvertidas que ameritarían más atención.

Ni Nettel, ni Domínguez Michael ni Krauze se asumen los autores de la “biografía definitiva”, pues la presencia de Paz está aún demasiado cerca. La de Domínguez Michael debe considerarse la más completa y multifacética a la fecha y será la referencia canónica por su vasta documentación, la amplitud de sus horizontes históricos, intelectuales, culturales y literarios, y la solvencia de su narrativa, uno de los más importantes prosistas mexicanos de la segunda mitad del siglo XX. Los tres tampoco son iconoclastas, lo cual exigiría una actitud auténticamente hercúlea, ante las dimensiones del tótem Paz, aunque necesaria y deseable, para ponderarlo con más exactitud.

De los tres, Nettel es quien no tuvo un trato laboral, cotidiano o de militancia intelectual con Paz y desde este ángulo, la que se acerca con más distancia, la más desapegada en su cercanía. No sucede así con Krauze, su subdirector en Vuelta y quien mantuvo con el poeta una relación de 23 años de trabajo y amistad, ni con Domínguez Michael, su colaborador durante una década, por lo que ambos, a resultas de la convivencia, acuden a recuerdos y anécdotas, y Domínguez Michael a las notas de sus diarios, como contrapunto, complemento, o réplica, aquí y allá.

Sujetándonos a la lectura estricta de la obra, es Nettel quien subraya un aspecto crucial: las obras completas de Paz, tuteladas por Paz, están distantes de las ediciones de la Pléiade, que facilitan el cotejo de las distintas versiones de los textos. En el caso de Paz, un asunto de no poca monta, pues realizaba ajustes con afán de claridad pero también de enmienda de sus posturas políticas. Fue Paz uno de los intelectuales más conscientes de su influencia pública, más dedicado a construirla, y más ocupado en dejar su versión final. La llamada de Nettel es de utilidad para futuros biógrafos y para editores más meticulosos. Krauze asimismo apunta: la vida íntima, acogida en archivos, correspondencias y papeles personales, inéditos o dispersos, está a la espera de una más acuciosa reflexión y lo que ahora se diga al respecto será fragmentario, prematuro, parcial, y hasta irresponsable.

Nettel organiza una lectura en torno a la idea de la “libertad como acto” en Paz, extendiéndola a las nociones de “liberación”, “liberalismo”, “liberal” y “neoliberal”, y acude al análisis de textos, sin darle prioridad a algún género en particular, en pos de las contraseñas biográficas. Valiosas en lo formal y lo conceptual son las exégesis sobre “Entre la piedra y la flor” y su relación con Tierra baldía de T. S. Eliot –abordada por Guillermo Sheridan en su oportunidad–, “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”, “Los viejos”, Águila o sol y El laberinto de la soledad entre varias más. Acerca de El Laberinto, no alude a las numerosas publicaciones sobre el ser nacional difundidas por la Editorial Porrúa a mediados del siglo XX, que ilustran el clima intelectual de la época, pues Paz no era el único en ocuparse del tema. Nettel atiende, en trazos acertados y veloces, de los contextos históricos aunque incurre en ocasionales lagunas acerca de aspectos centrales. Uno es la faena de Fernando Benítez y Carlos Monsiváis, como directores de La cultura en México, quienes se ocuparon de la vida cultural nacional y tendieron puentes entre México y el mundo, atribuyéndole a Paz casi el mérito total a su regreso a México. Tampoco enfatiza lo suficiente la relación de Paz con Televisa y los gobiernos del PRI, que alcanzó características orgánicas. Lo más relevante del libro de Nettel es cuando se asume como crítica literaria y desde ese apoyo irradia hacia otros temas.

Krauze revisa a Paz desde la noción de la revolución y de la soledad, otorgándole a El Laberinto la connotación de piedra roseta autobiográfica. En su revisión enlaza los perfiles intelectuales del abuelo Ireneo el liberal y el padre Octavio el zapatista con la vida de Paz, y aporta una consistente lectura acerca del diálogo que Paz mantuvo con sus ancestros, en la construcción de su propia identidad. Es valioso también su repaso acerca de las ideas socialistas de Paz, y la tardía aparición, en su obra política, de las nociones de lo “democrático” en general, de la democracia electoral como tal, y del liberalismo. Subraya también las vicisitudes y silencios intelectuales de Paz, ante las descalificaciones a André Gide en el Congreso de Valencia y la persecución y el asesinato de Trotsky. Eso lo orienta, no obstante, a incurrir en la inexactitud histórica de presentar a Paz casi como el único intelectual en México que se ocupó de la critica del socialismo real, en un tono épico y adjetivante, cuando casos similares abundan, desde la reflexión intelectual y la militancia social. Se refiere a la Revista de la Universidad y La cultura en México, acotándolas al apoyo a la Cuba de Fidel, sin destacar sus distintas aportaciones de alcance incuestionable. Lo mismo sucede con la reiterada y monótona insistencia por reducir la critica de la vida pública de México a Paz, Daniel Cosío Villegas, Gabriel Zaid y algunos cuantos más. El disimulo u olvido de la cercanía de Paz durante las últimas décadas con Televisa –a la que alude con el eufemismo de “televisión abierta”— y con Carlos Salinas, la falta de atención al tono intolerante de Paz a la hora de la polémica así como acerca de las acusaciones de apropiación de ideas ajenas, a las que no alude ni siquiera para ponerlas en cuestión, son también flaquezas en la biografía. Krauze revalora los testimonios de Elena Garro que matizan el exagerado heroísmo de los intelectuales reunidos en el Congreso de Valencia y le concede realce a la correspondencia de Paz con Charles Tomlinson, José Bianco y Roberto Fernández Retamar, testimonios de sus tribulaciones ideológicas. La edición libro, al paso, pudo haber sido más atenta: incluye un índice onomástico pero no de capítulos, numerados lacónicamente en romanos, y se mencionan las fuentes de manera general, sin un puntual corpus de notas.

A diferencia de su biografía sobre Fray Servando, la cual se asienta en la tradición biográfica francesa sin dejar de ser nacional, Domínguez Michael, en su magna obra sobre Paz, plasma un mural mexicano en movimiento, más cercano a los de Rivera que a los Orozco, avivado por las contrariedades ideológicas del siglo en el ámbito mundial. El historiador, el crítico literario y el polemista se congregan en torno a la construcción de una idea de Paz que, basada en la admiración, se ocupa con amplitud de sus diferentes claro-oscuros. Es la más prolija igualmente acerca de las vicisitudes de nuestra república de las letras, expuestas con la meticulosidad, las expresiones de afecto y los embates e ironía, que conforman su estilo. Es tal la amplitud de su investigación, y tantas las interpretaciones susceptibles de una detenida conversación, que ameritarían exámenes más acuciosos que este breve apunte. En la zona de contiendas se ocupa de los dichos de otros y alude con alguna frecuencia a Octavio Paz y su círculo intelectual de Jaime Perales Contreras (Ediciones Coyoacán, ITAM, editorial Fontamara), la revisión más amplia desde afuera de la fuerza gravitacional de Paz. En la subjetividad aparece la defensa de su tribu, la más poderosa en lengua española, que oficia con devoción los rituales sacrificiales de sus contrincantes, aprendidos de Paz.

El Paz que construyó con constancia su poder intelectual y convivió con el poder se aborda someramente en la biografía de Nettel y se oculta o matiza en las de Krauze y Domínguez Michael. A diferencia de Vasconcelos, quien se arrojó a la política y luego de su fracaso se autoinmoló, y de Cosío Villegas, quien frustradas sus aspiraciones de secretario de Relaciones Exteriores fundó ámbitos de debate intelectual a través del FCE y el COLMEX y documentó la historia moderna de México, Paz perseveró en la construcción de su creación literaria, de sus catedrales Plural y Vuelta, y de su estatua. Durante sus veinte años en el servicio exterior escribió una parte central de su obra y construyó alianzas intelectuales clave en su apuesta. Luego de la matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968 se puso en disponibilidad, lo cual pudo haber hecho con anterioridad, a causa de las represiones a ferrocarrileros, campesinos, médicos o electricistas, si la indignación hubiese sido la única motivación. En México lo acoge Julio Scherer en Excelsior, sale del diario luego del “golpe” de Luis Echeverría, regresa como columnista y deja constancia de su adhesión al ideario de los gobiernos del PRI de la época. Es afín a Televisa, que lo apoya en su campaña en la busca del Nobel, ofreciéndole espacios de opinión y programas de televisión, y una limusina para sus traslados por la ciudad, blanca para más señas. En las polémicas de la ocasión, como lo había hecho con anterioridad, apostó no por la discusión de ideas, sino por los epítetos. Carlos Salinas le concede la creación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, idea noble planteada desde los 70, y la cabeza de Víctor Flores Olea, presidente del Conaculta, a cuento del lío en torno a El Coloquio de Invierno, suceso único en la historia de las relaciones entre intelectuales y poder en México. Los tres biógrafos, y algunos otros estudiosos, han dado escaso realce a la cobertura periodística de quienes documentamos el suceso.

La revisión de la polémica Paz-Monsiváis, ocurrida en Proceso, es la que tiene la más pobre revisión, y la más relevante. Nettel no la atiende lo necesario. Domínguez Michael acude, como referencia hemerográfica, a la cronología comentada publicada por Nexos y no a los textos directos, una flaqueza documental en la investigación. Desde esa fuente secundaria y entre otros aspectos, vuelve a resaltar las ocurrencias de Paz acerca de   Monsiváis. Mientras, Krauze no le concede voz al cronista e incurre en la barbaridad de afirmar que Monsiváis se acercó a las ideas de Paz. El lector de la polémica completa notará que Monsiváis se concentra en el cotejo de los dichos iniciales de Paz y de los ajustes y correcciones en sus distintas réplicas, mediante los cuales matiza y modifica sus aseveraciones. Es en el debate Paz-Monsiváis donde por primera ocasión queda ilustrada su ars polemica, lo cual es una herramienta esencial para acercase de manera distinta a la relectura de otros episodios.

En la coyuntura del centenario del nacimiento de Paz celebramos la publicación de estos tres libros, el espléndido ciclo de conferencias y la exposición organizados por el Conaculta, la serie Vida y obra de Octavio Paz dirigida por Carlos Armella y en la cual Domínguez Michael fungió como editor literario y entrevistador (Clío TV, cuatro cds) y la publicación por parte de la SEP de una antología para los estudiantes de secundaria. La conversación en torno a Paz, que no es reciente, apenas comienza. Los lectores de las generaciones futuras advertirán sus cimas literarias y sus simas públicas con más claridad. El poeta, esperamos, lo comprenderá, pues sabía que conversar es humano.

Efraín Huerta: celebración que no aturde

12/Abril/2015
Confabulario
Emiliano Delgadillo Martínez

A Valeria, en su cumpleaños

Los actos conmemorativos cumplen una suerte de función ritual, simbólica, y están rodeados de la parafernalia de las cámaras y los reflectores. En cambio, los libros representan el verdadero legado del escritor, puesto que a ellos se puede volver una y otra vez. Durante el centenario de Efraín Huerta, los libros que más vi fueron la antología personal Poesía 1935-1968, reimpresa para la Segunda Serie de Lecturas Mexicanas, y la Poesía completa del Fondo de Cultura Económica, todavía en su encuadernación de tapas duras y blancas. Estos libros son conocidos por dos curiosos aspectos: el primero, por la famosa portada del pan de cocodrilo, y el segundo, por ser un “ataúd blanco” que se sale de la norma, es decir, por venderse y reimprimirse con asiduidad. Ambos libros reposan en innumerables burós, escritorios y libreros, y a ellos se acude con no poca frecuencia. Quienes portaban dichos ejemplares eran los representantes de la vieja guardia huertiana. Hoy día, después de todo el alboroto festivo y carnavalesco en torno a la obra del Cipactli, los nuevos y renovados lectores llevamos con nosotros renovados y novísimos libros. Y ahora se nos ha vuelto imprescindible acompañar la poesía de Huerta con su inagotable prosa. Quizá ésta fue la gran enseñanza de todo el alboroto: que el poeta Efraín Huerta también es el prosista Efraín Huerta.

Los libros renovados son, obviamente, libros de poesía: la nueva edición de la Poesía completa (fce); la edición facsimilar de Los hombres del alba (conaculta); o bien, las reimpresiones de cuatro libros: Poemas prohibidos y de amor (Siglo xxi); Transa poética (era); Alma mía de cocodrilo. Efraín Huerta para niños (conaculta); y la mínima y genial Antología poética (fce), dechado de “literatura portátil” elaborada por Carlos Montemayor. En cambio, los libros novísimos pertenecen al ámbito de la prosa, ámbito que, en el caso de Huerta, era prácticamente desconocido. Veamos un par de ejemplos. Raquel Huerta–Nava publicó cuatro libros el año pasado: tres compilaciones de prosa y una plaquette de poesía. Los primeros tres suman 1,079 páginas, mientras que la plaquette no pasa de la veintena. También contrastan las 673 páginas de El otro Efraín. Antología prosística —preparada por el escritor Carlos Ulises Mata—, con las 79 de El Gran Cocodrilo en treinta poemínimos, libro ilustrado por el Doctor Alderete (ambos publicados por el fce). La escritura de Efraín Huerta evidentemente fue más prolífica en el ámbito de la prosa que en el de la poesía. Basta recordar que Huerta fue periodista profesional desde 1936 hasta el último día de su vida: cuentan sus familiares que el texto que dejó en la máquina de escribir fue, precisamente, un artículo periodístico.

De los libros publicados por Huerta–Nava, comentaré en esta ocasión un par que hace mancuerna: «Cine y Anticine». Las cuarenta y nueve entregas (cuec—unam, Colección Miradas en la Oscuridad, 2014) y la Antología de «Libros y Antilibros» (Joaquín Mortiz—Planeta, 2014). Ambos se leen con verdadero deleite gracias al sutil ritmo propiciado por sus breves parágrafos: Huerta tecleaba sus artículos a manera de destellos, o ráfagas, privilegiando la separación mediante subtítulos. Estos fragmentos le otorgan ligereza a los textos y nos revelan la inquietud del columnista por tocar todos los temas posibles, tanto del mundo del cine como del literario.

La primera columna, “Cine y anticine”, representa un tesoro de la crítica cinematográfica. Los conocedores del tema no me dejarán mentir: el redescubrimiento de la crítica de cine que Huerta escribió modificará, en cierta medida, nuestra historiografía cinematográfica. Desde esta perspectiva, resulta un acierto que el cuec haya publicado en su integridad la columna “Cine y anticine” (sostenida en el diario DF: La Ciudad al Pie de la Letra entre agosto de 1950 y julio de 1951), pues permite asomarnos a la sensibilidad de una época en la que ya se advertía que la expresión artística poco podía contra el interés económico de la industria: “el cine es un infierno empedrado de buenas y malignas intenciones”, escribió Huerta. Aun así, nuestro columnista se dedicó a defender lo que para él era el buen cine. Su repetida insistencia en presentar Los olvidados de Luis Buñuel como la gran película de toda una época nos permite entrever que, a los ojos de Huerta, el triunfo indiscutido de Los olvidados fue quizá la última victoria del cine como arte, en oposición al cine como negocio (o como él lo llamaba: anticine). A lo largo de las nutridas cuarenta y nueve entregas desfilan grandes protagonistas del cine mexicano: Gabriel Figueroa, Emilio Fernández, Roberto Gavaldón, Julio Bracho, Juan Bustillo Oro, Pedro Armendáriz, Ismael Rodríguez, Rogelio A. González, por no hablar de María Félix, Pedro Infante, Irma Torres, Dolores del Río, Carmen Montejo, Tin Tan, Cantinflas… Todos ellos son juzgados por Huerta, quien no titubeaba a la hora de reconocer aciertos y errores.

Lo mismo ocurre en la columna “Libros y antilibros”, sólo que, en este caso, los protagonistas son otros: escritores, editores, e incluso lectores. El material de esta columna eran las novedades editoriales que llegaban a manos de Huerta. El libro que reúne setenta entregas lleva por título Efraín Huerta en El Gallo Ilustrado. Antología de «Libros y antilibros» (1975-1982), y es el primer intento por compilar y rescatar una de sus columnas más célebres y leídas. Recuerda Raquel Huerta en el prólogo:

Era constante el flujo de libros en la casa y había que moverlos de un lado a otro bajo su vigilancia, pues [Huerta] llevaba la clasificación de los volúmenes conforme se acercaban a ser comentados en su columna o iban siendo descartados y donados a quien le pudieran ser de utilidad.

La columna “Libros y antilibros” es un verdadero diario público de lecturas. En él hallamos a un Huerta apasionado de la literatura, en su faceta de lector avezado y astuto. Los libros que comenta lo conducen una y otra vez al terreno de la memoria, de manera que sus repetidas digresiones conforman un pozo de recuerdos que enriquecen —antes de minar— las ideas y los juicios sobre los autores y sus obras. Aquí, un ejemplo:

Diez años antes de su Unicornio, Marcos Fingerit había hecho unos cuadernitos poéticos más pequeños (10 × 12 cm), titulados Cuadernos del Pez Volador. Estos suplementitos lo eran de la Fábula argentina. Sí, porque Marcos Fingerit se clavó en forma total el formato de la Fábula que hizo Miguel N. Lira allá por 1934.

Estas anécdotas son valiosas porque forman parte de nuestra historia de la literatura. Contadas, además, por un Efraín Huerta maduro, refinado e irónico, son una verdadera delicia literaria. A ellas hay que añadir, por un lado, los excursos humorísticos, como el siguiente: “Debe existir, por fuerza, un libro de ciencia ficción llamado Los comedores de comillas. ¿Alimentan las comillas? Alimentan, claro”; y por el otro, los momentos de confesión, como los del fragmento “Gran José Emilio” en el que Huerta dialoga con su admirado y querido José Emilio Pacheco, colega por partida doble: por el oficio de la poesía, y por escribir “Inventario”, hermana mayor de “Libros y antilibros”. ¿Le habrá respondido Pacheco en alguno de sus “Inventarios”?

Otra novedad que merece nuestra atención es El otro Efraín. Antología prosística (fce, 2014), elaborada por Carlos Ulises Mata. Se trata de una antología de lectura destinada al amplio público. Allí se incluyen cuatro libros que estaban fuera de circulación y que forman parte del canon huertiano en materia de prosa: La causa agraria (boi, 1959), Textos profanos (unam, 1978), Prólogos de Efraín Huerta (unam, 1981) y Aquellas conferencias, aquellas charlas (unam, 1983). Gracias a ello, hoy podemos leer nuevamente el ensayo “La poesía actual de México”, o la conferencia “La hora de Octavio Paz”, textos que ayudan a perfilar, por mencionar tan sólo un ejemplo, la idea que Huerta tenía de la poesía. También se recuperan artículos de Aurora roja (Pecata Minuta, 2006) y Close up (Ediciones La Rana, 2010), y seis entrevistas que estaban dispersas. El acierto de esta antología es, a mi juicio, el balance que logró Mata al dividir el libro en siete apartados que se leen muy bien: “su estructura se definió con base en un criterio primordial: la agrupación de los escritos según la afinidad del tema, intención y tratamiento”. Los apartados son: “Libros y autores”, “Párrafos sobre artistas”, “Crónicas líricas y urbanas”, “Cine”, “Artículos políticos y de actualidad”, “Prólogos” y “Entrevistas”. Las afinidades intuidas por Mata tienen plena repercusión en la poesía de Huerta, e incluso podrían considerarse como temas de los poemas huertianos. ¿Acaso no hay poemas dedicados a poetas, pintores y actrices? ¿Acaso Huerta no escribió más de un poema/prólogo? Léanse, si no, “Reseña metropolitana” o “Diálogo oído en un café”, en donde está presente en más de un sentido el famoso poema “Declaración de odio”. Sin duda alguna, El otro Efraín ilumina de un modo particular la obra poética, pero también resulta un esfuerzo por divulgar la varia invención que Huerta nos legó en su prosa.

Por último, quisiera dedicarle un mínimo comentario al libro Efraín Huerta. Iconografía (fce, 2014) editado por quien aquí firma. Se trata de una memoria visual de la vida y la obra de Efraín Huerta, elaborada a partir de los archivos fotográficos familiares. La generosidad de sus hijos permitió reunir más de centenar y medio de imágenes en las que observamos a Huerta con sus amigos, colegas y parientes, muchos de quienes también desfilan por sus textos: Xavier Villaurrutia, Rafael Solana, José Revueltas, Pablo Neruda, María Félix, Gabriel Figueroa, Luis Spota, El Indio Fernández, Jorge Negrete y un gran etcétera. Aprovecho este lugar para agradecer tanto a la familia del poeta como a los editores Martí Soler, Max Gonsen, Manuel Betancourt y Francisco Ibarra, sin quienes no se hubiera podido llevar a cabo la Iconografía. Estoy seguro de que, aunque se trata de un complemento a las lecturas reales de la obra huertiana, el lector disfrutará uno que otro pasaje de la vida de Huerta.

En un poema de 1962 que vale la pena releer, “La raíz amarga”, nuestro poeta escribió un verso que dice: “celebraciones centenarias aturden”. Tras el centenario de Huerta, más que aturdidos, terminamos contentos. Sabemos que hay Huerta para rato. No cabe la menor duda: muchos libros —y muchos lectores— están por venir. ¡Enhorabuena, don Efraín!


Un libro secreto sobre la poesía de Efraín Huerta

por David Huerta


Entre los libros que se publicaron en 2014 sobre la vida y obra de Efraín Huerta, los mejores son los editados (o reeditados) por el Fondo de Cultura Económica: en especial el tomo titulado El otro Efraín, antología de prosa preparada por Carlos Ulises Mata, y la Iconografía hecha por Emiliano Delgadillo al lado de los expertos iconógrafos del FCE. Hay que mencionar, asimismo, una recopilación de la columna literaria que hizo Efraín Huerta para el periódico El Día, fruto del trabajo de Raquel Huerta-Nava. Debo mencionar, por supuesto, la edición facsimilar del libro de 1944 Los hombres del alba, editada con enorme cuidado por la Dirección General de Publicaciones del Conaculta y en especial el equipo de Julio Trujillo. Se hicieron ediciones de gran tiraje a cargo de la Secretaría de Cultura del GDF. Diversas revistas publicaron números monográficos sobre Huerta; se hicieron carteles, desplegados callejeros, ediciones populares, y algo que me parece muy importante: la musicalización de poemas, de Eduardo Langagne, Enrique González Medina, Jaime Moreno Villarreal y Arturo Márquez. Hay un par de obras inéditas que ojalá algún día se den a conocer como se lo merecen: la tesis universitaria de Emiliano Delgadillo, sobre Los hombres del alba, y la investigación hecha por Isabel Pouzet en Francia, un trabajo estupendo sobre la correspondencia amorosa de Efraín Huerta y su primera esposa, Mireya Bravo.

Me extiendo un poco sobre el trabajo de Emiliano Delgadillo: el lunes 17 de febrero de 2014, Delgadillo, estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, defendió su tesis de licenciatura, titulada La fragua de Los hombres del alba: 1935-1944. Obtuvo mención honorífica. Esto no pasaría de ser un hecho, entre tantos otros semejantes, de la rutina académica, si no fuera por la calidad excepcional del trabajo. Entre los libros sobre Efraín Huerta publicados en 2014 no puede figurar: está inédito. Ojalá encuentre editor dentro de no mucho tiempo.

El título mismo del trabajo pone de manifiesto la sagacidad lectora y la curiosidad de Emiliano Delgadillo: es un homenaje en filigrana a José María Micó, ilustre traductor de Ariosto, poeta brillante y gongorista de primera línea; el trabajo de Micó sobre las Soledades gongorinas se titula La fragua de las Soledades. Delgadillo recogió la idea de “fragua” de un libro de poesía para contar la historia de Los hombres del alba, publicado en 1944 pero concebido y echado a andar en 1935: taller, fogón para preparar los metales poéticos, forja de esos mismos metales (gloso aquí las definiciones de “fragua” del diccionario de la Academia). ¿Cómo se hizo ese libro de Efraín Huerta; cómo fue componiéndose, o, en fin, cómo fue fraguándose…? La historia es sencillamente apasionante: Delgadillo la escribe echando mano de información de primerísima mano, con amenidad y con una prosa que fluye como agua diáfana. El conocimiento del tema, la destreza de los planteamientos, los horizontes que abarca, y su contribución cardinal a la historia y la crítica de la poesía moderna en México, son algunos de sus rasgos principales. Es un libro excepcional que merece ser conocido por los lectores más allá del ámbito académico.

Patrick Modiano y el encanto de la melancolía

12/Abril/2015
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Nunca se sintió hijo legítimo ni menos heredero de nadie
I
Quizá hay un libro clave (no el mejor ni el más ameno) para adentrarnos en la vida y obra de Patrick Modiano, el último Premio Nobel de literatura, titulado con alguna ironía Un pedigrí, suerte de confesiones de infancia, adolescencia y primera juventud, que nos sería útil para entender en algo las dos temáticas cardinales de las que parte su obra: el lustro de la Ocupación (1940-1945) y los años de la desolada y árida primera juventud en la década de los sesenta. Ante todo, Modiano parece haber escrito Un pedigrí, como muchas de sus espléndidas novelas, para responderse dos interrogantes sobre la identidad: ¿De dónde vengo? ¿Quién soy?
Stendhal adujo que escribió de corrido su autobiografía (Vie de Henry Brulard) para no mentir, o mejor, no adornar la realidad; algo parecido, tenemos la impresión, buscó Modiano, pero cuidó mucho no herir inútilmente a la gran mayoría de los mencionados.
En el mundo parisiense de la postguerra, tres personajes familiares hacen un triángulo que apenas se sostiene de lo roto que está: el padre, un italiano-francés judío (Albert Modiano), la madre flamenca (Louisa Copelyn), “una muchacha bonita de corazón seco”, de la que sabemos que fue una mediana actriz, y el hijo (Patrick). Podría añadirse un hermano (Rudy), con quien se entendía muy bien, pero murió muy pronto, y sabemos que su muerte le afectó de manera muy honda.
Astutamente ese padre judío no se inscribe durante la Ocupación alemana en “el censo de judíos” (1940-1945) y de milagro no es atrapado por los nazis o los colaboracionistas y mandado a un campo de concentración durante la Ocupación. ¿Cómo? ¿Por qué? Queda un halo secreto. Para sobrevivir, el padre se mueve como Pedro por su casa en el dédalo sórdido del mercado negro y de los negocios turbios. Salvo una fugacísima prosperidad, vivirá gran parte de su vida en “una miseria dorada”. Por demás, siempre comentó escasamente sobre su pasado.
Modiano vive una infancia y adolescencia sin ternura, en las que los padres casi siempre están ausentes. Una vida, hasta los primeros éxitos juveniles en la literatura, no exenta de pobreza y, en momentos, de miseria, que aun pudo llevarlo a cometer robos de hambre y en la cual estuvo muchas veces a punto de perderse, y si no ocurrió fue por una mezcla de extraña fortuna, por el éxito temprano en la literatura y por algo intrínseco que rechazaba la desviación a la mala vida. En general al padre y a la madre busca no juzgarlos, sino comprenderlos, pero hay algo íntimo, triste, que lo lleva a describirlos en varios libros de manera despiadada en una prosa neutra. Al padre jamás le perdonará haberlo mandado a internados y cuarteles, y menos, que lo haya llevado alguna vez a la comisaría para que lo consignaran, hechos que aparecen en pasajes de algunas novelas como recuerdos de desolación e incomprensión. Eso le hará decir alguna vez que, pese a los lazos consanguíneos, nunca se sintió un “hijo legítimo, y menos aún, heredero de nadie”. 
Fiel a la profesión, fiel a la mediocridad, la madre trabajará en obras de teatro y en filmes, casi siempre en “pequeños papeles”. Quizá la más triste de las imágenes que resuma una carrera con escasos resplandores es cuando, hacia 1960, actúa en el Theâtre des Arts de Lyon en una obra subvencionada, Las mujeres quieren saber, financiada por un sedero de la ciudad y su compañera. “La sala está vacía todas las noches”, recuerda Modiano. En su novela El horizonte (2010) la madre y su amante se vuelven, para el joven protagonista Bosmans, sombras temibles que no dejan de perseguirlo.
Alrededor de los padres y el hijo, o si se quiere, alrededor del joven protagonista, cruzan en esta autobiografía (Un pedigrí) una cantidad de personajes incidentales o fugaces, un verdadero “desfile de fantasmas”, que al lector, que no conozca su obra, lo pueden llevar a abandonar la lectura si comienza con este inventario, el cual lleva a pensar más de una vez si no está escrito para los franceses, en especial parisienses, y para la gente de su generación y, claro, en un término central, para él mismo y sus fieles lectores. Incluso en el libro aparecen chicas que uno supone que mantuvo con ellas una aventura, pero las deja como entre niebla y sombra.
II
Se ha repetido que la obra de Modiano parece un solo libro; tal vez sea cierto; pero hay tres novelas contadas treinta o cuarenta años después de los hechos, que podrían publicarse en un solo tomo las cuales nos parecen variaciones de una sola historia, y cuyos hechos acaecen al promediar la década de los sesenta: Más allá del olvido (1996), Accidente nocturno (2003) y El café de la juventud perdida (2007). Son bellísimas, en especial las dos últimas. Salvo El café de la juventud perdida, que se cuenta a cuatro voces, están narradas en primera persona por un joven veinteañero, quien nunca dice su nombre, aprendiz de escritor, que parece caminar casi todo el tiempo en arenas movedizas. En las tres novelas los personajes femeninos principales, una más fascinante que otra, se llama Jacqueline, quienes están entre los veinte y los veintiséis años. Las Jacqueline elegidas suelen ser antes de otro y ser también al mismo tiempo o poco después de otro.
Vaya talento de Modiano para volver inolvidables, pese a las variaciones y adaptaciones, aquellos días, cuando no se tenía con frecuencia un céntimo y se vivía a la mala de Dios. Vaya talento para lograr que aquellas muchachas con escaso suelo económico o de clase baja o de la pequeña burguesía, se suban a un tranvía llamado deseo. Muchachas ligeras, algo inconscientes, que a menudo juegan, sin saberlo o sabiéndolo apenas, a la aventura de vivir, a aprovechar lo que iba llegando a cada momento, y que un día desaparecerán o partirán dejando una imagen sin desgaste, y el novelista, muchos años después, tratará de desentrañar, hasta el último detalle, quiénes eran, hallando que cada descubrimiento lo llevará a una nueva duda o a un nuevo misterio. Muchachas sin demasiadas ambiciones, o si alguna las tenía, se intuía que no llegaría a cumplirlas. A un ferviente lector de su obra podría parecerle que si en una novela de Modiano no hay una joven deseable y finalmente alcanzable, se volvería una narración sin luz. No sólo en esta rara trilogía, sino en novelas donde aparecen con otros nombres, como en Villa Triste (Ivonne Jacquet), o en La calle de las tiendas oscuras (Denise Coudreuse) o en El horizonte (Marguerite Le Coz), tendrán estas jóvenes, como las Jacqueline, una fugacidad luminosa. Dentro de toda la grisura juvenil que vive, el narrador encuentra de súbito destellos, sobre todo en alguna muchacha que da la ilusión de que el sol ha salido, ya encontrándola por azar en algún café de la rive gauche, en un hotel ínfimo o por un accidente de tránsito, la que tarde o temprano desaparecerá, o se irá silenciosamente con otro, o se suicidará por una razón tan íntima que la causa sólo puede ser pasto para las conjeturas, o quedará junto a él por un breve tiempo y acabará por irse a Berlín o a un lugar que siempre se ignorará. Ya pasados los años o los muchos años, al escribirlos y describirlos, renacerán esos relámpagos intensos que iluminarán de nuevo, para darse cuenta de que al terminar de recrearlos se han apagado y son sólo sombras o espectros. Por demás, las relaciones eróticas en las novelas de Modiano nunca están explícitas, sino entendidas o sobrentendidas, salvo de alguna manera en las ávidas páginas finales de Accidente nocturno, donde el erotismo se vuelve difícilmente respirable por la intensidad con que está insinuado, en especial cuando el joven y Jacqueline (Beausergent) van subiendo en el elevador al piso de ella.
Si en Más allá del olvido hay un triángulo amoroso que puede ser un cuadrángulo, pasa lo mismo en El café de la juventud perdida. En Más allá del olvido el joven narrador es pareja de Jacqueline, que lo fue antes de otro joven, pero surge aún otro, de mayor edad, más peligroso, llamado Pierre Cartaud, y En el café de la juventud perdida el joven aprendiz de escritor es pareja de Jacqueline Delanque (Louki), pero aun antes hubo un esposo al que dejó, pero al último descubrimos que probablemente fue también pareja de Caisley, un investigador alquilado por su esposo para buscarla.
III
Modiano escribe en un estilo sencillo y elegante, como si buscara que sus períodos fueran a menudo lances de esgrima. En sus libros es una obsesión tratar de recobrar, a través de la memoria, el mínimo detalle de personas y hechos, para integrar, hasta donde es posible, esa variedad o multiplicidad de fragmentos. Su máxima podría ser: reconstruyamos al máximo lo que es posible indagar, dejemos los agujeros negros imposibles de llenarse, y volvamos con lo que tenemos páginas de bella o alta literatura. Uno no puede tomar una novela de Modiano sin que se adentre de inmediato en la intriga, lo envuelva un misterio o una situación indeterminada, y quiera saber ávidamente qué sucede después. Tienen algo de policiales y son mucho más, van más allá.
En sus novelas hallamos la reflexión incisiva, donde no está exenta la emoción, y el sentimiento que nos deja a lo largo de las páginas es ante todo de tristeza. “Sólo tengo para escribir una memoria lejana”, podría haber dicho, y con esa memoria, modificándola de continuo en sus detalles, con sus matices y anfibologías, retoca admirablemente las mismas experiencias y a veces los mismos personajes. Sin embargo, Modiano sabe, como lo supo Marcel Proust, que el rompecabezas no puede armarse del todo, y la realidad y la vida de alguien, incluyendo la de uno mismo, tampoco puede armarse del todo. Mientras más lejano es, el recuerdo se parece más a las figuras y las sombras del sueño. Los territorios del recuerdo son infinitamente más pequeños que los del olvido. 
Pero en Modiano encontramos aun la memoria de lo que no se vivió o del hubiera sido o pudo ser… ¿No dice acaso en un momento de nostalgia inútil algo que podría referirse a cualquiera de sus novelas en las que recrea su vida gris y opaca de los años sesenta que fueron para él como la edad de nadie?: “A veces me gustaría dar marcha atrás y volver a vivir todos esos años mejor de lo que los viví. Pero ¿cómo?” O en otra ocasión: “Me pregunto si esos años muertos vale la pena rememorarlos”. O: “A veces se te oprime el corazón cuando piensas en las cosas que habrían podido ser y no fueron.” El hubiera sido es tan triste y doloroso como los momentos tristes y dolorosos que le fue dado vivir.
No sé si por una angustia oscura o por feroz claustrofobia, el destino de los personajes primordiales, sobre todo el que tiene la voz narrativa, que solemos identificar con el propio Modiano, es huir. Huye de los internados de provincia o parisienses, huye de las amistades incómodas, huye de las situaciones embarazosas, huye del ser-vicio militar para no ir a la guerra de Argelia, huye de su madre que lo acosa para pedirle dinero, huye a París y huye de París, huye del Mediodía francés o de una ciudad que tiene frontera con Suiza, huye a Londres con la Jacqueline de Más allá del olvido, quiere huir a Mallorca con esta Jacqueline y con la inolvidable Louki de El café de la juventud perdida, quiere huir ante todo de su miedo y aprensión... La fuga lo exalta y lo embriaga, pero a donde vaya –o imagina que va a ir– suele extrañar París.
París es su centro, o más bien, ciertas zonas, como el Barrio Latino (en su franja marginal), Auteuil, Neuilly, Pigalle, Montmartre y L’ Étoile, donde en algunas áreas puede uno desaparecer y nadie se daría por enterado. Por lo demás, mucha de la vida de sus personajes suele pasar en calles sin lujo, en hoteles de mala muerte, en cines, y sobre todo en cafés, de los cuales destacan El Dante, en Más allá del olvido, y Le Condé en El café de la juventud perdida.
En esta trilogía de novelas, Modiano se distancia o se aproxima a los personajes según lo crea conveniente. Puede haber en ellas una abundancia de protagonistas, que se desarrollan poco o no se desarrollan: meros personajes de paso, o a lo más, incidentales. Y sin embargo al lector no le parece eso un defecto. Por ejemplificar, entre muchos casos, en El café de la juventud perdida la gran mayoría de parroquianos que rodean a Jacqueline (Louki) no acaban de tomar vida en la novela; igualmente pasa con Caisley, que parece de principio tener una importancia vital en Accidente nocturno, o con los amigos ingleses que hacen en Londres él y Jacqueline en Más allá del olvido.
Me atrevería decir que casi no hay libro de Modiano que no sea de una intensa belleza melancólica, pero El café de la juventud perdida, incluyendo el desenlace trágico, es para mí el que más. “Había habido muchas Jacquelines en mi vida. Esta sería la última”, se prometió el narrador en algún momento de la novela. Y no (lo) fue.
El encanto, según Stevenson y lo repitió Borges, es quizá la mayor cualidad de un escritor. Desde luego, Modiano no es un autor de la grandeza de sus antecesores Flaubert y Balzac, Proust y Malraux, pero en ningún novelista francés he encontrado en los últimos años tal encanto en sus libros como en los de él. Leer sus novelas se vuelve pronto una muy grata adicción.


Su poesía atemporal

11/Abril/2015
Laberinto
Claudia Hernández de Valle–Arizpe

En el concierto de voces de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX, Isabel Fraire tiene una obra de “carácter espacial; de poemas alados, evanescentes, huidizos”, escribió Juan García Ponce. En efecto, ello salta a la vista de cualquier lector atento de su obra: su poesía forma y borra. El viento —escribe ella— forma y borra por igual, olas, cordilleras y rostros. La nada y el absoluto, así como tener y no tener son otros binomios que permean su trabajo, encaminado, creo yo, al inevitable recordatorio del dominio absoluto de vida y muerte; de nacer y morir.

La suya es una poesía en la que junto a la vastedad del orden cósmico, ahí donde “todo gira” y “se suceden los mundos”, palpita también la pequeñez que relativiza nuestra humana existencia, nuestra condición finita, nuestras debilidades y dependencias, apegos y necesidades, sin importarle, por ejemplo, que quede expuesta la condición mujeril de quien ama y parece girar en torno al objeto amado, como cuando escribe: “No tengo otra manera de moverme/ que envuelta en tu mirada”. Esa suerte de latido cósmico que encontramos en sus libros la acerca a otros poetas y, entre los mexicanos, a Octavio Paz. Un tránsito de lo individual a lo universal los define a ambos en su escritura. Despersonalizan y universalizan, y al hacerlo comulgan con un mayor número de lectores.

Por otra parte, su poesía está inscrita en un tiempo cíclico. Insiste en “El mismo momento” y en “El mismo lugar”. El regreso parece inevitable; el regreso a las ciudades, a los objetos, a las palabras. Las personas nos repetimos en hábitos y en gestos. El gesto puede ser un hábito. En uno de sus mejores poemas, “La Ciudad Luz”, Fraire escribió seis partes para un solo canto a París. Más allá de la ubicación precisa, de lo geográfico, se trata de una crítica al siglo XX que agoniza pero que, al mismo tiempo, no acaba de nacer. Es un poema que retoma la cotidianidad y la heroicidad en el mismo gesto de la sobrevivencia diaria: comulgan aquí la mendicidad, la indiferencia, el terrorismo, la prisa, junto a la belleza (en la superficie; en la ciudad exterior) y el subsuelo (en el metro; como la caverna que es, también, la modernidad). Es, sin duda, un poema vigente.

A pesar de la enorme importancia que tiene la disposición de las palabras, de cada palabra en la página, Juan García Ponce también señaló con acierto que no se trata, en el caso de la de Fraire, de una poesía tipográfica que busque ser objeto visual. Es cierto, pero también es verdad que ella logra que las palabras se vean de una manera diáfana y distinta por los espacios que abre entre ellas, por los escalones que median entre unas y otras, por las repeticiones expresas, por las prosopopeyas: “Las casas con los ojos abiertos” y, en fin, por los silencios que van enarbolando. El silencio, entonces, creo que está dado en los textos, pero no por ello la autora de Poemas en el regazo de la muerte, Irse para volver y Atando cabos, entre otros libros, deja de nombrarlo explícitamente. Es silencio, seguramente, una de las palabras que con mayor frecuencia escribe. ¿A qué poeta no le obsesiona el silencio? ¿A qué compositor no le preocupa? Ya dijo Mozart que “la verdadera música es la que se haya entre las notas”. Es difícil no relacionar el silencio con el latido cósmico que mencionaba yo antes. Ambos llevan al origen, el mayor, quizá, de todos los silencios. Y si de origen hablamos, hay que referirse necesariamente al ritmo dado, entre otras cosas, en poesía, por la repetición de palabras, por las recurrencias fónicas que recrean el tiempo original; no histórico sino mítico; cotidiano y visionario a un tiempo, presente en toda poesía verdadera.


La lectura de la obra completa de Isabel Fraire, de su poesía reunida, nos sitúa ante una voz diversa e interesante en la que caben la fijeza y el movimiento. En la fijeza, la contemplación. En el movimiento, el viaje. Sus viñetas de diferentes ciudades: Londres, Nueva York, Chicago, París, Washington, Managua o el D.F. nos revelan una mirada en una voz que no se sacia. Ambas, voz y mirada, despliegan precisión y crítica. Logran imágenes contundentes que exhiben la pobreza, el abuso, lo grotesco, lo incomprensible de la modernidad, de un siglo XX que la poeta exalta pero también exhibe en su imparable deterioro. Compromiso social, filiación política, afinidad electiva, selección temática, voluntad de riesgo al decir; todo ello está en sus versos. Una poesía en la que asienta que aunque “normalmente llueve de arriba para abajo”, “a veces llueve de lado” y “que lo que llueve de lado a veces son lágrimas/ y a veces son esquirlas”. Versos éstos, del poema “V” de Atando cabos, sobre la guerra en El Salvador, pero que, por su universalidad, dan voz a una realidad actual; la realidad de cualquier país en el que la violencia, la injusticia y el crimen son el pan de cada día. Como toda poesía grande, la de Isabel Fraire es atemporal.

La fragilidad habitable de Isabel Fraire

11/Abril/2015
Laberinto
Ernesto Lumbreras

En la nota final de una carta fechada en París el 27 de mayo de 1960, Octavio Paz comenta a Tomás Segovia: “Ya había leído cosas de Isabel Fraire, que me impresionaron, en una revista de Monterrey”. La publicación inferida es Khatarsis (1955–1960) donde la evocada autora publicó quince poemas en el número de octubre de 1958. Deduzco que la mención del Premio Nobel tiene que ver, a comentario del destinatario, con la llegada de Fraire a la redacción de la Revista Mexicana de Literatura dirigida en su segunda época (1959–1962) por Segovia. Entre las colaboraciones de la poeta en dicha revista me atrae detenerme, para derivas ulteriores, en un artículo sobre Fernando Pessoa, a propósito de la antología presentada y traducida por Paz, y publicada en 1962 en la colección Poemas y Ensayos de la UNAM. En ese comentario al poeta lusitano y a su poética, desliza en una nota al pie de página un punto de correspondencia entre la obra de Luis Cernuda y la de Pessoa: “Será muy útil estudiar la influencia de la literatura inglesa de discreción y escepticismo, y de cierto prosaísmo al cual se presta especialmente la lengua inglesa, en la obra de estos dos poetas”.

Aplicados en retrospectiva a la obra lírica de Isabel Fraire, esos tres tópicos, discreción, escepticismo y prosaísmo, cobran potestad en su aliento discursivo. Con gracia y liviandad de alambrista su obra entera pone en tensión —es decir, en estado de zozobra y desasosiego— los valores establecidos de la belleza, la moral y lo políticamente correcto. En una cala de arqueología hemerográfica de los años sesenta, ratifico su visibilidad y valoración entre los nuevos poetas del periodo. No hay lugar para dudas respecto del interés de propios y extraños en torno de sus primeros trabajos. En esos poemas aéreos de eléctrica sutileza se está construyendo una “persona poética” de gran calado y versatilidad expresiva. Además de sus apariciones en las dos revistas citadas, Isabel Fraire publica poemas en la Revista de la Universidad de México, en el Corno Emplumado, en la Revista de Bellas Artes y en Correspondencias. En el número 2 de esta última publicación de ¿1967?, dirigida por Homero Aridjis y Moisés Ladrón de Guevara, forma parte de una sección titulada “Cinco poetas mexicanos” al lado de José Carlos Becerra, Francisco Cervantes, Sergio Mondragón y Gabriel Zaid.

Para entonces ya circulaba Poesía y movimiento (1966) y Fraire aparecía también entre las voces del primer apartado, el de los entonces poetas jóvenes, de la antología convertida en canon en las próximas décadas. Sin embargo, desde la óptica crítica de Carlos Monsiváis donde es esencial que el poeta “exprese al siglo y al país dentro del siglo”, los poemas de Isabel Fraire no aparecerán en la Poesía mexicana del siglo XX (1966). Con la desaprobación del tiempo transcurrido —me desentiendo de decir “la historia”— las verdaderas apuestas del autor de Amor perdido, en materia de poesía joven, fueron fallidas a la hora de elegir a Hugo Padilla (1935) y José Antonio Montero (1936), en lugar de otras voces mejor temperadas y propositivas.

Durante buena parte de esta agitada década, la poeta escribió y pulió la mayoría de los poemas que darían cuerpo a su primer libro. Publicado en la prestigiada colección Alacena de la editorial ERA, Solo esta luz apareció en 1969. Entre los poetas de la generación de nacidos en los treinta, solo Aridjis y Becerra habían publicado en dicha colección. El diseño minimalista de Vicente Rojo apostó por una portada de colores ocres y grises: senderos que se entrecruzan y bifurcan sobre una superficie de limo marrón. Con mínimas variantes y reacomodos, los poemas publicados anteriormente en revistas adquieren, en la disposición del volumen, un sentido de la composición que acentúa la voluntad del devenir: del ser al mundo, de lo íntimo al paisaje circundante, de las palabras a las cosas. El diálogo con el epígrafe, traído de un fragmento de “Muerte sin fin” de José Gorostiza, crea una atmósfera húmeda y luminosa que se respira en cada pasaje; microclima verbal que hace posible y viable el encuentro del otro y de lo otro, sin demasiada metafísica; palabras que son carne y pensamiento, sentidos que discurren por una realidad necesitada de sentidos.
En la última sección de Solo esta luz localizo una serie de poemas memorables. El que comienza “la guitarra tenía un sonido ácido” y el titulado “8½” anticipan los tonos y tratamientos discursivos de su siguiente libro, Poemas en el regazo de la muerte (1978), con el que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, compartiéndolo con Ulalume González de León y Emiliano González. Para entonces, su labor de traductora de poetas ingleses y norteamericanos merecía el reconocimiento de un trabajo ejemplar; sus versiones de Eliot, Pound, Cummings, Stevens, Williams y Auden, reunidas en el volumen Seis poetas de lengua inglesa (1976), permearon y se adecuaron a los propósitos de su poética de esta segunda etapa. La tríada de “discreción, escepticismo y prosaísmo”, anteriormente aludida, abrieron puertas, claraboyas y ventanales al campo y al cielo de la imaginación y de la aventura verbal. Todo objeto o enfoque de la realidad, en la mirada de la poeta, es susceptible de revelación: el ladrido de un perro, un pájaro gordo y negro o el cuello de una botella. ¿Qué nos impide acercarnos a esa terra incognita recién descubierta? El problema de tal imposibilidad es, sencillamente, lo que dirá Fraire al final de su poema “Bueno, y después de todo, para qué sirve la literatura?”: “porque desconocemos su gramática”.

Pequeñas fábulas y relatos, monólogos sobre asuntos nimios, divagaciones de un diario familiar, disquisiciones filosóficas en el formato de Uroboros, diálogos con la pintura y con pintores a propósito de asuntos mundanos, homenajes y confrontaciones con sus tutores espirituales, Poemas en el regazo de la muerte es un montaje de voces y paisajes, de edades y circunstancias, de recuerdos y aspiraciones. La disposición espacial de sus versos y de los blancos de la página —aspecto tipográfico ya presente en su opera prima— más que un lujo gráfico se revela y resuelve como una partitura musical; gracias a esos cortes, saltos y vacíos, sus poemas definen su ritmo y armonía sin apego alguno a estructuras simétricas. Se trata de un verso de impulso y espíritu peripatético que “avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre”, diría Octavio Paz.

En 1997, la Universidad Autónoma Metropolitana publicó Puente colgante. Poesía reunida que incorporaba, a los dos libros comentados, tres volúmenes inéditos: Encuentros casuales, largamente meditadas rendiciones, Irse para volver y Atando cabos. Con ese campo de visión es dable medir los alcances de la poesía de Fraire, sus aportaciones y especificidades dentro de la poesía mexicana. Con sus poemas, por ejemplo, se puso en entredicho el tono solemne de la poesía escrita por mujeres, se incorporó el elemento conversacional en el discurso del poema, se integraron a la temática y a la escenografía líricas referentes de la cultura pop. Su ausencia en México por varias décadas, instalada sobre todo en Nueva York, ha pesado en la estimación de su obra y en la lectura de las nuevas generaciones de poetas. Fruto de esta distancia, de estos desencuentros son los poemas que integran la sección “Viñetas del D.F.” y algunos de Atando cabos: conversaciones con sus compañeros de viaje, es decir, algunos escritores de la llamada generación de la Casa del Lago, y exorcismos, vagabundeos, refundaciones de la Ciudad de México, donde se impone un sentimiento de pérdida, de no pertenencia y de catástrofe inminente.


Siete años después, en 2004, el FCE publica Kaleidoscopio insomne. Poesía reunida. Me llama la atención el guiño de la poeta con este título, reminiscencias al primer poema de Solo esta luz. Partidaria del tiempo circular, sabe que “ayer y hoy y nunca son ahora”. Con esa certeza, Isabel Faire ha escrito el mismo poema utilizando palabras distintas. Su momento mayor, es cierto, lo sitúo en Poemas en el regazo de la muerte donde la escritura del poema se explora a sí misma, poniendo al descubierto sus trampas y artificios, antes abismarse en los asuntos que competen al amor, a la muerte y al misterio de la existencia. También, a partir de finales de los setenta, la poética de la regiomontana se extiende a la zona de conflicto entre lenguaje e historia, incorporando a su temática una serie de poemas políticos en torno a las guerras centroamericanas y las intervenciones de Estados Unidos en esos escenarios. Sin ingenuidad alguna, la ética de Isabel Fraire no cede al canto de sirenas de la militancia y ejerce, para estas piezas líricas de crítica socio–política, el mismo rigor y escepticismo. Con malhumor, expresa: “A veces me irrita darme cuenta de que escribir está lleno de trampas”. Convencida de su frase, abunda sobre el asunto hasta que el sol capta y reproduce los movimientos de su pluma proyectando sobre el muro “una espectral cola de pavorreal”. Ante tal lección venida del cielo, la poeta persiste en su tesis: “el sol es un mago que hace trampas”.

sábado, 11 de abril de 2015

Bernstein y Rothenberg en México

11/Abril/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

En la semana del 14 al 19 de abril estarán en la Ciudad de México dos de los poetas más innovadores de Estados Unidos (quizá los dos poetas norteamericanos vivos más innovadores): Jerome Rothenberg y Charles Bernstein.

Ambos participarán en el festival internacional Poesía en Voz Alta, organizado por Casa del Lago Juan José Arreola (UNAM). Leerán individualmente su obra y en otra fecha charlarán juntos.  

Rothenberg (1931) y Bernstein (1950) surgieron en dos momentos claves de la poesía experimental norteamericana.

Rothenberg se estableció como escritor en los cincuenta y sesenta, junto a la generación de los “Nuevos Poetas Americanos”, donde se incluyen los beatniks (entre otros grupos, algo que muchas veces se olvida en Latinoamérica).

Uno de los momentos más importantes de la obra de Rothenberg fue su creación de la “etnopoética”, una rama dedicada a investigar poéticas chamánicas, indígenas y primitivas del mundo en conexión con las vanguardias y contrapoéticas contemporáneas. 

Rothenberg cambió a la poesía norteamericana para siempre mediante sus antologías transversales y multitudinarias y su propia obra, siempre cambiante.

Charles Bernstein apareció en la literatura norteamericana en los años setenta haciendo un tipo de poesía influida por Gertrude Stein, los objetivistas, los formalistas rusos, Brecht y Derrida (y, en oposición, a la poesía beatnik).

Bernstein en 1985 escribió la primera versión de su ensayo-en-verso “Artificio de la absorción” que, en mi opinión, es el manifiesto de poesía más importante en Occidente después de los manifiestos surrealistas de André Breton y “Verso proyectivo” de Charles Olson.

(El manifiesto de Bernstein cumple 30 años este 2015).

Debido a lo seductor de su pensamiento, en los años noventa comencé a estudiar su obra y traducirlos y hace unos años Aldus publicó esos libros. 

Me refiero a Ojo del testimonio. Escritos selectos 1951-2010 de Rothenberg; y L=A=N=G=U=A=G=E Contraataca! Poéticas selectas (1971-2011) de Bernstein, que coordiné y co-traduje con Mario Bogarín, Hugo García Manríquez, Mayra Luna, Alejandro Espinoza y Ernesto Livon-Grosman, con un prólogo de Eduardo Espina.

Debido a que estos libros fueron impulsados por uno de los escritores más molestos para sus colegas mexicanos (es decir, su inservible servidor) no han recibido la atención debida. Pero estoy seguro que una vez que pasen a las librerías de usado se convertirán en libros de colección para futuros lectores y poetas en México y otros países. 

La presencia simultánea de Bernstein y Rothenberg en Ciudad de México es un evento histórico, que no debe pasar inadvertido, desaprovechado, por las personas abiertas a conocer la poesía norteamericana experimental que definió a una época.

Busquen la información de sus presentaciones y escúchenlos. 

Imagino habrá ejemplares disponibles para su venta. El tiraje fue pequeño; Rothenberg y Bernstein, enormes.

sábado, 4 de abril de 2015

Aullido a los 60 años

4/Abril/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace 60 años Allen Ginsberg compuso “Howl”, uno de los grandes poemas del siglo XX. ¿Cómo recordarlo en unos pocos teclazos de un periódico mexicano?

Al escribirlo, Ginsberg era un joven escritor desesperado y profético. “Aullido” captura esos polos.

No puedo comentarlo extensamente. Me limitaré a un detalle de su primer verso que creo nos dice mucho acerca de todo el poema, su forma y significado.

Dice su primera línea: “I saw the best minds of my generation destroyed by madness, starving hysterical naked” (“Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas”).

En una primera versión, el verso no decía “histéricas” sino “místicas”.

En una versión posterior, Ginsberg describía a esas “mejores mentes” como “hambrientas, histéricas, místicas, desnudas”. Pero finalmente eliminó las comas y “místicas”, dejando en su lugar “histéricas”.

“Místicas” tuvo que irse porque las mentes, cuerpos, imágenes y relaciones que Ginsberg anotó, aunque buscan a Dios y lo sagrado, sufren por su separación; su crisis deriva de estar cercenados de Dios y no poder unírsele.

Conforme el poema avanza, Ginsberg busca cantarlas y cantarles como alabanza que las santifica y conduce a lo divino, pero la catástrofe civilizatoria y metafísica que el poema describe nos impide creer que la unión mística es alcanzada.

Ginsberg lo sabía y por eso lo “místico” fue eliminado y reemplazado por lo “histérico”, es decir, por el desasosiego y la partición interna que caracteriza a la histeria (menos clínica que posmoderna), lo fragmentario, desorganizado, expuesto.

No podía ser un poema teológico, místico, sino un poema de partes temblando, de un ataque nervioso, narcoliterario, psicopolítico.

Perder la conexión con lo divino (la conexión mística), sin embargo, no podía ser meramente remplazada con un despedazadero, una total fragmentación histérica. Por eso las comas también se fueron, porque al irse construyeron un gran bloque protector para esas mentes: “hambrientas histéricas desnudas”.

Lo histérico sustituyó a lo místico pero, al mismo tiempo, se unió a todo lo que lo rodeaba en el mundo, puesto que no podía unirse trascendentalmente con Dios pero sí podía fusionarse con el aquí–ahora inmediato, aunque lo solidario al lado estuviera herido, enloquecido, amenazado.

El propio título “Howl” —que como sustantivo es “aullido” y como imperativo “aúlla”— contrasta con otra palabra final — “Who” (“Quienes”)— que da orden a una buena parte del poema, y con la palabra “Holy” (“Santo”) que le da fin y que juntas son las anáforas (expresiones que se repiten al principio de los versos) que son la marca misma de “Aullido”.

Lo que aúlla, entonces, es lo histérico, aquello que perdió la conexión religiosa–mística. Lo que aúlla es el cuerpo que destrozado sigue llamando a lo divino.