domingo, 15 de febrero de 2015

Batis para neófitos

15/Febrero/2015
Jornada Semanal
Fernando Curiel

Al tocayo Tola de Habich
1
Os digo que a algunos toca el nacimiento de una nueva época y, a otros, su extinción. Aunque suene pedante (palabra que saco del desuso), a mí me tocó el arranque y el frenazo de la que se dilata entre 1959 y 2014. De la víspera del Cincuentenario de la Revolución Mexicana, acontecimiento fundacional del siglo pasado (¿y también a la postre, decisivo de éste, todo grilla electoral pero des-ideologizado?)…
Decía: de la víspera de las Bodas de Plata de “La Bola” a 2014, annus horribilis, dado al catre. Época hipercultural al comienzo e hiperpolitizada al final. In, pop, vanguardista hasta el ’68, dizque democrática, dizque de apoderamiento ciudadano, de burocratización cultural, de ímpetu iconoclasta, de alternancia sin transición y regreso del PRI, y del infierno de Iguala, 26/27 de septiembre. Telón que baja entre llamas.
Pero no soy el único que puede dar fe. Lo mismo le pasa a quienes, en 1959-1960, andaban entre los quince y los veinte años de su edad.
2
En esa época, en la onda explosiva de Fernando Benítez, Emmanuel Carballo y Luis Guillermo Piazza (el primero, para mí, de lejitos; los otros dos, entrañables); de gente del Medio Siglo, de Casa del Lago y Onderos y Demás Yerbas; del Monsi y José Emilio; de etcétera; la gira, a paso vivo, sentimental pero neuras, Huberto Batis.
3
El jalisquillo de origen y, en el origen, una escala seminarista (¿o se la inventó?); crítico, algún día becario de El Colegio de México (cuando Reyes sembró a Arreola, a Segovia y otros); editor de raza, profesor, erotómano, fotógrafo, heredero del diván de Freud; lector de tiempo completo y horas extras; atraído por la ciencia; mi jefe en Sábado. (Él le dio el banderazo de salida a mi Tren subterráneo, con un recuadro que me recordaba los carteles de las estaciones ferroviarias). Impulsadebutantes, abrepáginas, pródigo y generoso a más no poder.
4
Larguísima sería la crónica de su impronta y gozo, que comparto, por la provocación. El canon al caño. Que por cierto tanto hace falta en la actual República de las Letras, feudal, adocenada, facciosa, políticamente correcta, becaria, crepuscular; y con un cementerio de Plumas Ilustres que crece día a día (y no hay semana que falle).
5
Autor, Batis, entre otros títulos, de Lo que Cuadernos del Viento nos dejó; adelantado aporte a la Historia Intelectual a la que, acabada la imperial Haute Couture Français (Barthes, Foucault, Deleuze, Derrida y colegas), nos aferramos unos cuantos ávidos de los contextos de los textos, el panorama humano (luces y sombras, fulgores y miserias) de la literatura. Pieza clave, su tenaz y No Alineada rev., en el rompecabezas de los sesenta que, ya setenta, declaró una Guerra Sucia, so pretexto de Mala Conducta en el ’68, a Guzmán, Novo, Yáñez, Torres Bodet, Luis Spota, Solana y paro de contar; y borró del mapa a las patrias letras del XIX. Él, no. Crítico implacable pero de lectura abierta, juiciosa, de perspectiva histórica. No de balde estudió y editó El Renacimiento, de mi paisa Altamirano.
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¡Uf, se me acaban espacio y tiempo! Acelero. Sin tacha son sus fervores por los Laquenses: los tres Juanes, García Ponce, Gurrola y Melo. Por su siempre amada (opino) Inés Arredondo. Las puertas de cuyo departamento en la Condesa me abrió Batis para lograr la factura de un texto autobiográfico que terminó en las buenas manos de Claudia Albarrán.
7
Ni modo, una anécdota, sal fina o gruesa de la Kultur. En Práctica de vuelo, colección benemérita que, tiempos de la Delegación Venustiano Carranza mudada venusnam, le expropiamos al inba, le publiqué Aquiles trágico. Negociación complicada para un ensayo en verdad sobresaliente. Gracia le hacía (y con esto termino) el reporte que un colaborador administrativo me hacía de la circulación del cuaderno: “Aquí les traigo, va lento, pero va.”
Y no pocos fines de año tertuliamos en Santa Rita Tlahuapan, huéspedes de mi tocayo Fernando Tola. A quien (lo hemos conversado Huberto y yo) debemos el sobreprecio del libro de las Librerías de Viejo. Ya nada es como antes.

Campbell y La era de la criminalidad

15/Febrero/2015
Jornada Semanal
José María Espinasa

La publicación póstuma de La era de la criminalidad, de Federico Campbell, muestra que la muerte del autor ocurrió en un momento de absoluta madurez como escritor y nos replantea el sentido de su escritura y su método. El libro recoge, revisados, los libros La invención del poder y Máscara negra, agotados hace ya varios años, al que suma La era de la criminalidad, que da título al volumen de más de ochocientas páginas.
Publicado a fines de 2014, cuando no se cumple aún el año de su fallecimiento, el libro es fruto de un proyecto al que Campbell le daba vueltas desde hacía ya varios años. La expresión “darle vuelta” es una buena forma de describir cómo el trabajo de Federico se da en el tiempo y explica en parte su método. Al empezar a leer La era de la criminalidad se constata lo que ya se había intuido en la lectura de libros suyos anteriores, en especial Post scriptum triste y Padre y memoria: que la ausencia de método que tanta gracia y libertad les otorga es en realidad un disfraz que camufla un trabajo constante, riguroso y prolongado, de lecturas, notas y reflexiones. Él siempre estaba pensando sus temas y tematizaba sus obsesiones, y el poder fue, desde su deslumbrante Pretexta hace más de cuarenta años, hoy editado por el fce en una nueva versión, su tema central.
Su método –o ausencia de él, según decía– tenía uno de sus modelos en Elías Canetti y su Masa y poder. El extenso volumen del gran escritor se compone de textos breves que sumados proponen, no tanto un todo, sino una mirada abarcadora, no ideologizada, del universo que vivimos. O casi. Y el matiz se debe tanto a Campbell como a Canetti, pues nunca detenían su proceso reflexivo, no querían ser conclusivos. Ese método tiene que ver, en Campbell, con la disciplina que adquirió con el periodismo como práctica profesional y vocación permanente. La exigencia de entrega de sus colaboraciones y columnas semanales en Proceso, La Jornada y Milenio, entre otras publicaciones, le daba forma a sus libros, lo obligaba y se construían así por acumulación. Pero no creo equivocarme al decir que él los sabía y pensaba “libros” desde el principio, y sólo había que esperar que alcanzaran la madurez del fruto. Por eso no tienen los defectos de la mayoría de aquellos que recogen las publicaciones periodísticas y sí sus virtudes: son una conversación ininterrumpida, pero con sus descansos, relajamientos, digresiones y olvidos.
Si el periodismo fue su primera vocación, se convirtió en su escuela y disciplina. Supo intuir desde el principio las tentaciones y peligros, desde la corrupción hasta la banalidad, del escritor que quería ser: honesto, crítico, politizado sin ser político, y por eso pensaba sobre el poder sin querer poder alguno, porque tal vez como Cioran sabía que, y él lo cita, “el poder es malo”. Y en su conversación solía tener un solo tema: el poder mismo. Era una manera de protegerse, no tanto contra el anonimato posible y probable del periodismo, sino contra la disolución del concepto de obra en las páginas escritas con fechas de caducidad.
Se propuso, y La era de la criminalidad demuestra que lo consiguió plenamente, no escribir textos que se agotaran en su fecha de publicación. Pero no apostaba por una engolada posteridad sino por la difícil continuidad reflexiva. Llevaba a través de esos textos un diario público de sus lecturas, preocupaciones e intuiciones reflexivas sobre el mundo en que vivía, mismo que lo fascinaba como a un insecto la luz, pero que no le gustaba para nada, y que había visto moverse desde la estrategia agónica del pri en los años setenta y ochenta hasta la irrupción del narco, y la violencia, la pérdida absoluta de valores y la crisis cada vez más profunda de una sociedad marcada por la corrupción y la avaricia.
Federico Campbell pensaba todo el tiempo: se encontraba con los amigos en cafés para pensar a dúo, leía revistas y suplementos con voracidad, quería estar al tanto de las novedades en otras lenguas y a la vez se sumergía en lecturas clásicas, y esas lecturas se volvían también su equipaje, su biblioteca personal, sus quevedianos interlocutores. Le interesaban el cine y el teatro, la fotografía y la pintura, la música clásica y los corridos populares, las minucias del idioma y las teorías sociales. Camuflado en la distracción era uno de los hombres más atentos a su entorno que he conocido.
En ese desgarramiento entre lo fechado y lo atemporal, Campbell conseguía aumentar la intensidad interior de sus textos. Y se volvían permanentemente actuales, como demuestra La era de la criminalidad (desde el título mismo, escrito antes pero casi una adivinación de Ayotzinapa). Campbell no era el personaje que muchos escritores construyen de sí mismos; al contrario, su egotismo implicaba un anonimato. En términos de Daniel González Dueñas, quería ser nadie, es decir Ulises ya de regreso a su isla. Por eso La era de la criminalidad es un intento no de diseccionar un fenómeno sociológico como el que actualmente vivimos –un abrupto retorno a los señores feudales y las grandes matanzas–, tratado por un científico social, sino un intento de comprenderlo cuando está ocurriendo, ante nuestros ojos; una llamada de atención y también, tal vez, una llamada de auxilio a los rescoldos de lo que consideramos constitutivo del hombre, el respeto por la vida.
No podía escapársele esa condición absurda del poder combatiendo problemas de nuestra sociedad, la salud o la educación, por ejemplo, con grandes y costosas campañas que el libre mercado borra de un plumazo con su comercio de comida chatarra, bebidas adulteradas o vida insalubre, o bien el gasto en educación y cultura combatido por la ideología en los programas televisivos que desprecia todo sentido cultural y formativo. Se gastan grandes cantidades de dinero que el nuevo poder, el del mercado, tira por la cañería con un sentido a la vez muy concreto, las sociedades se empobrecen sin remedio y sin posibilidades de reconstruir el tejido social; y uno simbólico: la criminalidad es legítima si es redituable económicamente.
La importancia del libro crece en la medida en que ese diario moral –porque disfrazado de un libro de crítica literaria, es ante todo una crítica moral– testifica un cambio de paradigma. Campbell se da cuenta de que elevar los valores de la justicia que daban sentido a la sociedad es ya una ingenuidad que, sin embargo, hay que seguir reivindicando, como el condenado a muerte que dice: “Soy inocente.” Esa inocencia, en sus varios sentidos, es lo que da sentido a su escritura. Por eso se extraña su presencia entre nosotros.

La aventura de Federico Campbell como piloto aviador

15/Febrero/2015
Confabulario
Martín Solares

A veces los maestros que tienen la influencia más compleja en nuestras vidas llegan de las maneras más sencillas, a veces por culpa de un libro. Ese fue para mí el caso del gran Federico Campbell. Quizás lo que creo recordar en realidad lo imagino, pues imaginación y memoria van juntas, como bien demostró cierto autor de Tijuana, pero a pesar de ello trataré de contar dos mañanas de agosto del año en que conocí a Federico Campbell. Dicen que lo que ocurre en el mundo editorial debería quedar dentro del mundo editorial, pero hoy voy a quebrar esa regla en honor de un maestro.

Yo, señoras y señores, soy uno de los miles de lectores que conocieron a Federico Campbell gracias a su columna “Máscara negra”. No me la perdía cada fin de semana en la última página de La Jornada Semanal, que para mí era la primera. Allí un señor de apellido pop se aventuraba a hacer algo que entonces me parecía inaudito y ahora sé que es urgente: crear una ruta aérea que nos permita ir de los libros a la realidad y de la realidad a los libros, a fin de acostumbrarnos a examinar el país con ojos y recursos literarios. Eso es lo que hacía el gran Federico: analizar los escabrosos sucesos políticos que se vivieron bajo el México de Carlos Salinas de Gortari y comparar las novelas más emblemáticas del género policiaco con la atroz realidad nacional de entonces, que a la fecha no ha cambiado mucho, e incluso se diría que regresa, pues abundaban crímenes sin resolver, faltaba voluntad para hacer justicia, era un escándalo cómo proliferaba la impunidad. A quien no haya leído la recopilación de esos artículos en Máscara negra no sé qué está esperando, y menos ahora que se reeditaron en el Fondo de Cultura Económica como parte de La era de la criminalidad, sin duda la obra principal del Federico ensayista. Yo reuní cada uno de esos artículos a medida que se publicaban y no cesaba de recomendarlos, porque eso tienen los ensayos de Federico: generan nuestro entusiasmo y nos obligan a prestarlos a nuestros conocidos, ya que no podemos dejar de asombrarnos o de sonreír ante las conexiones que hace, como tampoco podemos dejar de indignarnos con su denuncia de la impunidad hasta que transmitimos esa denuncia, o ese artículo divertido a otro lector. Dice Julio Cortázar que transmitir un texto literario de un lector a otro es la prueba de fuego de la calidad. En el caso de Federico sus ensayos pasan esta prueba de fuego ampliamente: nos invitan a una conversación literaria y de inmediato advertimos que ese interlocutor es de una sabiduría y una autenticidad inusual. Sus ensayos provienen de su entusiasmo, en un noventa por ciento, y cuando las cosas en nuestro país empezaron a torcerse de modo visible, a mediados de los años noventa, también de su indignación en un diez por ciento, pero la suya era una indignación meditada, sobria, que nos invitaba a pensar, a ir más allá de la irritación momentánea. Con ese equilibrio envidiable, libros como Post scriptum triste, La invención del poder o Padre y memoria encienden nuestra devoción por la mejor literatura, ese fuego que una vez encendido no se puede apagar. Para muchos lectores suyos, de Tamaulipas a Baja California, la prosa de Federico funcionó como esa mecha inicial y ese faro de cada ocho días que, en un país de telenovelas y boletines oficiales, nos invitaba a entender que la literatura no es sólo un divertimento y que la verdad no debe ser patrimonio de los políticos. Por eso, cuando el editor Andrés Ramírez me dijo que Joaquín Mortiz iba a publicar una recopilación de “Máscara negra”, le pedí que me dejara participar en el proceso editorial. Le pedí que por lo menos me dejara ser el corrector, y corrector fui. El libro venía más que limpio: impoluto. Apenas me atreví a sugerir que el autor eliminara uno de los textos, a fin de evitar un parrafito que se repetía, que desarrollara la conclusión en otro, que era delicioso, en fin: lo que habría sugerido cualquier lector de la columna, deseoso de verla cristalizar en un libro. Al día siguiente me llamó Andrés Ramírez para decirme que el maestro Campbell preguntó quién había osado hacer tales sugerencias y exigía verlo de inmediato. Así que de inmediato fui a un café de Vicente Suárez. Campbell salió de la calle Jojutla con los brazos cargados de libros, revistas y periódicos. Yo lo había visto en fotos, así que lo reconocí a una cuadra de distancia, y me llamó la atención su chamarra de piloto aviador. La figura del piloto siempre estuvo muy presente en la imaginación de Federico. En sus cuentos y ensayos nunca dejó de sobrevolar la geografía de Sonora, de Sinaloa, de su Baja California querida. Si entraba un sujeto de aspecto sospechoso al café en el que estábamos platicando, Federico decía: Mira quién llegó a las cuatro. Oye, decía yo, pero si apenas son las diez de la mañana. A las cuatro, es decir, atrás a mi derecha, como los aviadores de antes, que se orientaban con las manecillas del reloj: las doce al frente, las tres a tu derecha, las seis detrás, las nueve a tu izquierda, etcétera: es un diputado priísta a las cuatro, hablando con alguien que parece el Niño Verde, ¿en qué andarán esos tipos? Con ese sistema de orientación aérea, con esa inteligencia que le permitía explicar la realidad más oscura en el interior de sus ensayos, Federico clasificó y siguió todos sus intereses. Si examinan ese libro rico y monumental que es La ficción de la memoria, un magnífica compilación de ensayos sobre Pedro Páramo y El llano en llamas, otra gran aportación de Federico a la literatura mexicana, tan nutritiva como realizar una maestría y un doctorado en literatura sobre Juan Rulfo, verán que en su ensayo principal Federico clasificó como piloto aviador a los pueblos reales que podrían ser Comala: Apulco, Tuxcacuesco, Sayula, Tapalpa, Jiquilpan, San Pedro Toxín, Tolimán, Chachahuatlán, La Agüita, La Piña, Tonaya, Totolinizpa, Autlán. Como las manecillas del reloj organizó también el resto de sus intereses en la vida: el periodismo, el derecho, la nostalgia por el estado de derecho, su devoción por Tijuana y Sicilia ¾y en ese orden¾, la obra de Leonardo Sciascia, el cine y el teatro, su amor por su esposa Carmen Gaitán y su hijo Federico Campbell Peña, y en el centro, por supuesto, la literatura. Por eso imagínense mi sorpresa cuando Federico llegó a aquel café a las doce en punto y me regaló novelas de Rubem Fonseca, de Paul Auster, de Eric Ambler, de Raymond Chandler. Luego, como sabemos sus amigos, a todos nos siguió obsequiando otros libros, otras revistas y otros suplementos o periódicos que en su opinión deberíamos leer para avanzar en nuestros proyectos de vida. La lectura era la clave para este escritor ejemplar.

Federico jugó un papel importante en la difusión de la obra de Leonardo Sciascia, Harold Pinter y David Mamet, pero también en el descubrimiento y publicación de diversos escritores mexicanos en su propio país. Su lectura y apoyo representaron una ayuda extraordinaria para al menos tres generaciones de escritores. A Juan Villoro, Carmen Boullosa, Coral Bracho, Fabio Morábito, Bárbara Jacobs, José María Espinasa, Álvaro Uribe, Jorge Aguilar Mora, David Huerta, Carlos Chimal y buena parte de los autores que se dieron a conocer a finales de los ochenta y sin los cuales no se entendería la literatura actual, Campbell los publicó primero que nadie en su pequeña editorial, La máquina de escribir, fundada ni más ni menos que con la bonificación que le dieron luego de dirigir la revista Mundo Médico. En lugar de irse de vacaciones a su amada Barcelona o a su adorada Sicilia (a las cuatro en punto de sus aficiones), en lugar de cobrar por esas plaquettes que obsequiaba de mano en mano prefirió recordarnos que la vida no sirve y la memoria es inútil si la literatura no está en el centro de nuestras coordenadas, y así se dio a publicar y a dar a conocer a los nuevos escritores. El boom de los narradores del norte que comenzó a mediados de los años noventa tampoco se habría producido sin su entusiasmo y recomendación. Federico fue el primero en apoyar la publicación de la extraordinaria novela de Élmer Mendoza, Un asesino solitario, y fue el primero en reseñar y difundir la monumental obra de Daniel Sada, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sobra decir que siguió apoyando a jóvenes autores hasta sus últimos días, y Augusto Cruz García-Mora, Rodolfo Naró y Vicente Alfonso, entre muchos otros, no me dejarán despegar sin decir la verdad.

A lo largo de sus ensayos y artículos Campbell nos recuerda que el mejor tema de la literatura somos nosotros mismos: la búsqueda sincera de nuestros orígenes, la pregunta por el padre y la madre, por el lugar en que nacimos, por nuestro estado de ánimo, por las relaciones demasiado estrechas entre los crímenes que ocurren en la realidad más próxima y los que encontramos en remotas novelas policíacas o de espionaje. Tenía la convicción de que la literatura no es una forma de diversión que se aleja de la realidad, sino una especie de encantamiento hecha con personajes e historias, y aunque no contiene tesis, antítesis o síntesis, algo esencial nos dice sobre cómo está hecho este mundo. Hay una palabra central en sus libros: la palabra memoria, que intentó comprender como pocos, y llegó a la conclusión de que esta no funciona como un caset o un CD que registra algo y lo deja listo para reproducirse de manera idéntica en cada ocasión en que alguien recuerda, sino que se parece a una receta que invoca los ingredientes que usamos para cocinar: hasta cierto punto el resultado es el mismo cada vez que recordamos el pasado y repetimos la receta, pero siempre hay variaciones que dependen de la cocción del momento presente. Cada vez que alguien recuerda, como bien concluyó Federico, se convierte en un escritor de ficción. Esto que descubrió con sus últimos ensayos, Federico lo investigó a lo largo de sus cuentos y novelas, pues la memoria es el punto de partida de Tijuanenses, La clave morse y Transpeninsular, ese admirable viaje de norte a sur y de sur a norte por Baja California, a la manera del periodista Fernando Jordán.

La segunda vez que fui a verlo desayunamos con Carmen y me mostraron zonas enteras de su casa ocupadas por carpetas en las que Federico reunía el material para sus numerosos proyectos en proceso. Desde entonces se gestaban los libros que Federico terminó durante los últimos años de su vida y que ahora se reeditan por primera vez o en segundas ediciones revisadas: La era de la criminalidad, Regreso a casa y nuevas ediciones de Pretexta o el cronista enmascarado, Padre y memoria y La memoria de Sciascia. A fin de profundizar mejor en el significado del arte también trabajaba en tres novelas: una sobre un escultor inspirado en Gabriel Orozco, otra sobre un actor que podría ser una mezcla de Robert de Niro y Marlon Brando y una sobre un escritor, que podría ser él mismo y se iba a Sonora a dar una conferencia sobre Sicilia. En algún punto de nuestra segunda conversación Federico abrió el catálogo de la editorial italiana que publicaba a Leonardo Sciascia. Me mostró una lista de más de 300 títulos, en la cual había un renglón en blanco y no numerado entre el número 99 y el 101: Toda la gente creerá que esto fue un error, dijo Federico, pero ¿sabes por qué dejaron este espacio en blanco? Porque Sciascia iba a publicar con ellos un libro que no terminó, que fue interrumpido por su muerte, y el editor en lugar de sustituirlo por otro, porque Sciascia era insustituible, dejó ese espacio en blanco, como los aviadores que dejan en blanco en la formación el espacio que corresponde a los colegas caídos en combate.

A un año de su muerte se hace evidente ese enorme espacio en blanco que su partida dejó en la literatura mexicana. Se vuelve evidente, también, que las obras de Federico Campbell nos invitan a poner la literatura en el centro, y estarán de acuerdo conmigo Daniel Sada a las tres, Juan Villoro a las seis, Carmen Boullosa y Élmer Mendoza a las nueve y tantos lectores a las doce de ustedes: por ello Federico tiene toda nuestra admiración, toda nuestra gratitud.

El novelista de los dedos entintados

15/Febrero/2015
Confabulario
Vicente Alfonso

Autor de cuatro novelas, decenas de cuentos, cinco volúmenes de ensayo, dos libros de entrevistas, un diario literario y un manual de periodismo, Federico Campbell pasó la mayor parte de su vida inmerso en lo que llamaba el submarino de la información. Con esa frase aludía al ritmo mental que lleva a los reporteros a vivir formulando preguntas, buscando datos y estableciendo conexiones. Se confesaba adicto a los periódicos y lamentaba no dedicar más tiempo a sus novelas, a la ficción pura. “El periodismo me ha servido como anticonceptivo literario”, dice en una conversación recogida en La máquina de escribir. Paradójicamente, el periodismo le dio las herramientas para escribir, en un lapso de veinte años, La era de la criminalidad, libro de ensayos que reflexiona en torno a las causas que han desatado una etapa de violencia en México y el mundo.

No era fácil para él escapar del submarino informativo. No podía serlo para alguien que parecía predestinado a trabajar con la palabra. De su padre, telegrafista sonorense avecindado en Tijuana, había heredado la precisión y la velocidad en el uso del lenguaje: cuando cada palabra cuesta, es importante decir más con menos. “Desde que tengo memoria, entre los cuatro y los diez años, me moví como en mi casa en una oficina de telégrafos (…) Oía la chicharra del aparatito Morse y el teclear de las máquinas. Olía a cigarro y había un reguero de papeles por todos lados, como en las oficinas de redacción de los periódicos”, escribió. De su madre, maestra de escuela, había aprendido la paciencia y el rigor frente al idioma. Quizá por esas influencias se movía como pocos en los terrenos que median entre periodismo y literatura. Personaje fronterizo a fin de cuentas.

Entre los protagonistas de sus ficciones, no pocos son periodistas. Transpeninsular, novela que le valió el premio Bellas Artes de narrativa, contiene dos reporteros: Fernando Jordán, quien emprende un viaje de norte a sur por la península de Baja California para iniciarse en el periodismo, y Esteban, quien décadas después la recorre en sentido inverso para “dejar atrás mis archivos, mis libretas de apuntes, y las pilas de periódicos y libros empolvados que amagaban con expulsarme de mi habitación”. También Sebastián, el protagonista de La Clave Morse, es un reportero que usa sus habilidades como entrevistador para reconstruir el pasado de su familia.

En Pretexta, su novela más emblemática, retrató a fondo su obsesión por los diarios. Dice en el capítulo nueve: “El mayor placer de Bruno consistía en recorrer los estantes de quioscos y librerías revisando las novedades periodísticas que llegaban. En casa recortaba columnas, recuadros y notas de su interés y hacía pequeños rimeros sobre su escritorio; abría con emoción los paquetes de revistas extranjeras que el correo traía. La portada, la primera plana, las ilustraciones, los encabezados de los grandes titulares, las fotografías y los pies de grabado eran su mejor compañía a la hora del desayuno”. Esa afición, nos dirá el narrador en la página siguiente, “pervivía en él como un vicio preservado desde la adolescencia”.

A la inversa de Borges, quien decía que los periódicos se escriben para el olvido, el autor tijuanense sostenía que los diarios están llenos de historias memorables para quien sepa leerlos. Por ello, igual que el protagonista de Pretexta, Campbell hojeaba los periódicos tijera en mano recortando las notas, entrevistas, crónicas y columnas que juzgaba interesantes. Así formó nutridos expedientes con temas de su atención. “Si todo oficio tiene sus pequeños secretos, el del columnista no es la excepción. El más interesante de esos secretos se llama archivo. Para todo reportero es importante poseerlo, pero un columnista simplemente estaría perdido sin su archivo”, dice en Periodismo escrito, antes de revelar cuál es la mejor forma de construir ese expediente: “Como un periodista es ante todo un organizador de la información, resulta que su archivo personal no comporta ningún misterio ni se abulta con documentos de extraordinaria confidencialidad: se compone sobre todo de recortes de periódicos (…) Muchas personas se asombran ante las revelaciones de un periodista y se preguntan cómo y dónde consigue su información. Pero, como alguien decía, todo está en los periódicos: basta saberlos leer”.

Fue así, condensando y conectando las ideas contenidas en dos décadas de periódicos en distintos idiomas, como se conformó el volumen de ochocientas páginas titulado La era de la criminalidad. Recién publicado por el Fondo de Cultura Económica, el libro profundiza en los alcances del poder corruptor que deriva del crimen organizado. Un poder que, sabemos, es capaz de invertir los papeles: militares y policías que fabrican culpables, que venden impunidad, que se vuelven traficantes, que persiguen a un capo para proteger a otro. Un poder de sicarios que se disfrazan de agentes. En México esto sucede con frecuencia: todos los días atestiguamos crímenes que quedarán impunes. Los noticieros están llenos de sangrientos enigmas que nadie soluciona, porque los encargados de realizar las investigaciones y de hacer respetar la ley son a menudo quienes primero la infringen.

Si Hemingway decía que el trabajo periodístico es benéfico para los jóvenes aspirantes a escritor, siempre y cuando se retiren a tiempo, Federico Campbell levanta la mano como una excepción a la regla (otra   excepción, enorme, responde al nombre de Gabriel García Márquez): sin retirarse jamás del ambiente periodístico,  encontró aliento para sacarle a su máquina de escribir un conjunto de novelas, cuentos y ensayos al mismo tiempo que, tijeras en mano, construía una memoria de notas que después estudiaba para entrar en el ritmo mental del otro, debatir con él, calzarse los zapatos ajenos para hacer más amplio el lugar donde vivía.

“México es un país sin verdad”

15/Febrero/2015
Confabulario
Elena Trapanese

La traducción al italiano de La memoria de Sciascia, de Federico Campbell, realizada en enero de 2013 y publicada el año pasado por Impermedium libri, contiene una entrevista en la que el autor aborda, entre otros temas, el debilitamiento del Estado frente al creciente poder de las organizaciones criminales, las coincidencias y los contrastes entre Italia y México, así como la amistad que le unió al novelista siciliano Leonardo Sciascia. Con autorización de Antonio Cavicchia Scalamonti, director de la editorial, y Elena Trapanese, autora de la entrevista y traductora del volumen, reproducimos aquí una versión condensada de dicha conversación inédita en español.

¿Cómo conoció usted la obra del autor siciliano? Es decir, ¿cuál es su “primer recuerdo” de la obra de Sciascia?
Me enteré de la existencia de Leonardo Sciascia  cuando un amigo mío, Tomás Pérez Turrent, crítico de cine, volvió del festival de Cannes y me dijo que la mejor película había sido una de Francesco Rosi: Cadáveres Ilustres, y que se inspiraba en la novela de un cierto Leonardo Sciascia, siciliano por más señas. Me interesó mucho porque yo había sido muy feliz en Sicilia cuando tenía veinte años. Más o menos me entendía en italiano, lo había traducido (artículos de Moravia, de Pasolini, textos políticos de la revista Renascita), y lo había hablado en Calabria porque en el verano de 1962 pasé tres semanas en Crocifisso, un pueblo muy pequeño, tierra adentro, no muy lejos de Bianco en la costa del Adriático.

No me supo decir Tomás cuál novela de Sciascia estaba detrás de la película de Rosi y me fui entonces a la única y muy buena librería italiana que había aquí en México. Compré varias novelas en italiano con el propósito de adivinar cuál de ellas coincidía con la historia de Cadáveres Ilustres. Me dio mucho gusto. Después de leer El día de la lechuza y A cada cual lo suyo me di cuenta de que la anécdota está en El contexto: Varios jueces son asesinados en serie, pero en el fondo se prepara un golpe de Estado.

A partir de entonces escribí notas críticas sobre los otros libros de Sciascia y al cabo de pocos años tenía unas cien páginas publicadas y entonces me dije: ¿Y por qué no me voy a Sicilia a conocer a Sciascia y a hacer un libro sobre él y su obra? Iba a ser mi primer viaje con un rumbo y un objetivo precisos (antes había ido de paseo).

Esto es lo circunstancial y anecdótico. En el fondo lo importante es que desde un principio Sciascia me pareció un autor mexicano que escribía sobre México sin haber estado nunca en México.

En su libro leemos la historia de su encuentro personal con Leonardo Sciascia. ¿Qué le llevó a sentir la necesidad de encontrarlo? ¿Su viaje a Italia representaba un viaje similar al que hacen los personajes de su novela Transpeninsular, en busca del escritor perdido? ¿Cambió algo su visión sobre el autor siciliano?
Mi teoría acerca del “escritor perdido” es a posteriori. Se me ocurrió después de haber viajado a Sicilia en 1985 y después de haber publicado La memoria de Sciascia en 1989 y Transpeninsular en 2000. Son deducciones o interpretaciones que uno como autor suele sacar de su propia obra con el paso del tiempo.

Mi primera impresión del escritor siciliano fue muy grata. Lo vi por primera vez en una galería de Palermo, en via Della Libertà, a la que solía ir todas las tardes para conversar con sus amigos. Muy atento me preguntó si no me hacía falta nada: Posso essere utile? Le dije que no, yo ya estaba hospedado en un hotel. Nunca había pensado yo antes que un escritor de tan filosa pluma, tan diestro en la polémica, tan incisivo, fuera este señor de apariencia tan tranquila y un tanto tímida. Contrastaba con la imagen que yo tenía de él, alguien más imponente. Me di cuenta de que teníamos la misma estatura. Era de mi tamaño. Accedió a que nos viéramos al día siguiente en su casa para la entrevista y luego me invitó a pasar una semana en Siracusa, con su esposa María, y allá fuimos. Comíamos casi todos los días en el ristorante Archimide, siempre con muchos amigos: Gaetano Tranchino y Assunta, Gesualdo Bufalino, y muchos otros.

No es que cambiara mi visión sobre el autor siciliano al conocerle, sino que me sucedió lo que siempre pasa cuando uno concreta algo, cuando se materializa una idea o una imagen o una fotografía: el personaje cobró vida y a partir de entonces supe que era un ser muy educado y muy tierno.

Sciascia era, como usted muestra, un buen conocedor y admirador de la literatura en lengua española.¿La cultura en lengua española es una buena conocedora de la obra de Sciascia? ¿Este autor es conocido en América Latina y, sobre todo, en México? ¿Podemos hablar de una “recepción” de Sciascia en México?
Sabíamos, claro, del interés de Sciascia por la literatura española, por la poesía de García Lorca y de Pedro Salinas, por Cervantes y de Calderón de la Baca, por Américo Castro, y muy especialmente, por Jorge Luis Borges, a quien citaba con gran admiración. Se sabía también de su pasión por todo lo que tuvo que ver con la Guerra Civil Española, incluso como temática de algunos de sus cuentos, “Il antimonio”, por  ejemplo, en el que la relaciona con el fascismo y habla de los campesinos sicilianos pobres que tuvieron que ir a morir en España.

Se le conocía poco en México, por algunas ediciones españolas aisladas y alguna cubana. Pero realmente el conocimiento paulatino de todas sus novelas empieza en la década de los 90 con las ediciones de Tusquets, unos años después de publicado mi libro en 1989, y con diversos y numerosos artículos y entrevistas en los suplementos literarios mexicanos, españoles, argentinos. En este sentido son de destacar los trabajos de Manuel Vázquez Montalbán, en Barcelona y Antonio Saborit aquí en México, y las traducciones de María Teresa Meneses de textos cortos y entrevistas con Sciascia.

O sea, tomó unos buenos veinte años pero finalmente creo que en este momento la recepción de la obra del siciliano en nuestra latitudes no podía ser mejor: prácticamente todos sus libros están en las librerías y en las bibliotecas de América Latina y su influencia ha sido notable en muchos de los novelistas más jóvenes porque logró enseñar un método expositivo narrativo policiaco que lleva implícita una amarga y sardónica reflexión sobre el poder. Las novelas “policiacas” de Sciascia son en el fondo una meditación crítica sobre la justicia.+

La obra de usted ha tenido éxito a los dos lados del océano, pues tiene el mérito, como ha subrayado Claude Ambroise, no sólo de “presentar claramente la obra de Sciascia”, sino también de poner en evidencia su lado hispánico. ¿Piensa usted que su libro pudo haber cambiado la idea que en México se tiene de Italia, y en particular de Sicilia?
A la larga las ideas prenden. Creo que yo en México, por ejemplo, empecé a usar la expresión “crimen de Estado” en mi trabajo periodístico. Pasaron varios años hasta que ese concepto cuajara y ya lo tienen en su vocabulario muchos periodistas y ensayistas mexicanos. Por eso digo que, a la larga más que a la corta, las ideas prenden y si se apagan de pronto retoñan y se incorporan al lenguaje de quienes leen libros y periódicos. Pues bien, esa idea es de Sciascia. Quiere señalar esa paradoja: la imposibilidad jurídica de que el Estado se juzgue a sí mismo, aunque cometa el delito.

Otra idea de Sciascia es la que versa sobre la desaparición del Estado en los tiempos modernos. La historia le ha ido dando la razón. Veinte años después de su muerte el Estado nación ya no es el mismo. Se gobierna en función de intereses particulares y de grupo. El interés general se ha perdido de vista. En la era de la criminalidad —que en mi caso no es sino la metabolización de la idea de Sciascia sobre la sicilianización del mundo— el Estado nación tal y como lo habíamos concebido no puede ya competir con otros poderes: el poder de la criminalidad trasnacional que impera en todo el planeta y que escapa a las jurisdicciones penales de los Estados. Se habla ahora del “Estado fallido” copiando una fórmula norteamericana y de un “Estado paralelo”. En México hay zonas de la República en las que el Estado ya no está: sus funciones corren a cargo del crimen organizado, como la recaudación de impuestos en forma de extorsión, idéntica al pizzo siciliano. Y es que el crimen organizado o desorganizado en México ha asimilado costumbres, hábitos, estilos criminales, de la mafia siciliana. Muy siciliana parece la extorsión, el secuestro, la venganza. De todas esas cosas nos ha estado hablando Sciascia desde sus libros, que son una tumba sin sosiego. Muerto, el escritor nos sigue hablando desde su pensamiento literario impreso.

En La memoria de Sciascia usted muestra tener fe en la escritura, que le permite “golpear” con su pluma la realidad mexicana. Después de muchos años, ¿usted sigue teniendo fe en la escritura?
Yo no comparto el optimismo de Sciascia, especialmente en mi país donde los índices de lecturas son muy bajos y el tiraje de los libros muy modesto. Pero siento esto por una idea también de Sciascia: el que en nuestro tiempo ya no cuentan mucho las ideas. No se cree que una idea pueda cambiar las cosas. Por eso también en México se da una especie de homologación ideológica en todos los partidos políticos: las ideas no tienen mucha importancia ni siquiera en las campañas electorales.

Ciertamente sigo teniendo fe en la palabra escrita aunque cada vez sea menor el número de lectores, incluso de periódicos. A veces, acaso puerilmente, imagino que tiene algún sentido oponerse a los procesos de manipulación mediática, al menos de manera inmediata en el periodismo crítico. Qué tan amplio es el espectro de conciencia social en la población, no lo sé. Cuando yo era más joven tendía a creer que a la larga las ideas caminan. Ahora no estoy tan seguro.

En México prácticamente toda la vida política es una simulación. Todavía, en pleno siglo XXI, no podemos tener elecciones verdaderamente libres,  equitativas y creíbles. Somos una gran mentira de país. México, un país sin verdad.

Si el escritor es, como decía Gilles Deleuze, una máquina de escribir, un productor de fantasías, ¿qué fantasías está ahora produciendo la máquina de escribir de Federico Campbell?
He terminado un texto autobiográfico literario en el que hablo de mis libros y se titula La máquina de escribir. También he concluido otro de ensayos que lleva por título La era de la criminalidad.

Por otra parte, he empezado tres novelas a lo largo de los últimos cinco años, pero no me gusta llamarle “trilogía” al conjunto. La primera es sobre el escritor: Zurcido invisible. Es la historia de un escritor de cierto éxito que, luego de dos libros muy bien valorizados por la crítica, no puede seguir escribiendo. Luego de mucho pensarlo, durante meses y años, reconoce que a él lo que realmente le ha interesado en esta vida es la sastrería. La segunda es sobre el escultor: El canario y la mina. Un escultor va a Santa Rosalía (en Baja California) porque le han encargado la erección de una escultura en memoria de los mineros muertos en un mineral agotado. Y la tercera novela es la del actor: La criatura y el personaje, que lleva un epígrafe de Luigi Pirandello. Empieza con un largo monólogo del autor actor narrador en el que cuenta su experiencia de desdoblamiento, lo que ha significado para él haberse dedicado al teatro.

No pocos de mis intereses temáticos tienen siempre algo que ver con Leonardo Sciascia. Mi libro sobre el Estado en la era de la criminalidad deriva del pensamiento de Sciascia y su metáfora de la sicilianización global. Mi novela sobre el actor también en buena parte se inspira en los escritos de Sciascia sobre el teatro de Pirandello. Y otra novela mía, aún en proceso de elaboración, versa sobre un profesor que va a Sonora a dar una conferencia sobre la mafia siciliana, y lleva por título Con algunas cosas no se juega, frase que viene de un anónimo siciliano del que hablaba Sciascia: “Con certe cose nos si scherza.”

Con algunas cosas no se juega

15/Febrero/2015
Confbaulario
Federico Campbell

En una de mis columnas periodísticas deslicé la idea de que me gustaría establecer un curso sobre la mafia siciliana en la Universidad de Cucurpe puesto que ya llevaba algunos años refiriéndome, a la menor provocación, al fenómeno de la criminalidad en el sur de Italia y sus paralelismos con nuestra imaginación criminal. No me tomaba demasiado en serio esto de andar insinuando semejanzas entre una y otra cosa, sobre todo porque no pocas veces las analogías son engañosas. Más bien me daba por tender una provocación para que el lector se divirtiera y sacara sus conclusiones. Sin embargo, cuando el rector de esa universidad me envió un fax invitándome a que diera una charla a los estudiantes de leyes me puse a pensar en lo irresponsable que había sido con mis bromas. Carecía yo de metodología y de rigor académico. Por mi natural tendencia a la dispersión (todo lo dejo a medias), nunca terminé mis estudios de derecho ni de filosofía. Me puse a viajar desde muy joven y en una de esas andanzas terminé viviendo en un pueblo del sur italiano, en Crocifisso, de no más de trescientas almas, en la región de Calabria, en 1962. No tenía más de veinte años y, como es natural y lógico, me enamoré. Tuve una iniciación amorosa privilegiada, como de dioses griegos, luego de dos semanas de recorrido, centímetro a centímetro, y de sur a norte, por la península, de aventón. Pero antes, durante un fin de semana, Paola y yo nos habíamos escapado hasta Siracusa y Taormina. Veíamos los pueblos que se dejan caer sobre las faldas del Etna y, a lo lejos, el litoral calabrés que se extendía desde Porta San Giovanni hasta las inmediaciones de Locri, en la punta de la bota.

Todo lo ignoraba yo respecto a aquellas tierras, su historia, su remotísima pertenencia a la Magna Grecia, su pasado clásico y, por supuesto, las frecuentes referencias de Homero a ciertos lugares, a las islas de Escila y Caribdis, por ejemplo, que Paola me señalaba con el dedo. En un principio caí en el malentendido de que la existencia de un “mar de color del vino” era una figura retórica del poeta ciego cuando se demora en el episodio de Circe y el Polifemo, pero mientras mordíamos unos duraznos en la playa y terminábamos nuestros panecillos de salami y aceitunas, Paola me hizo saber que se trataba de una descripción escueta porque, en realidad, de esa coloración violeta es el mar cuando a ciertas horas del amanecer le pega el sol oblicuo contra las formaciones rocosas de las islas. Más o menos en esos términos se iba dando nuestra vagancia por la costa oriental de Sicilia. Paola me explicaba las cosas. Me ponía al tanto. Nunca volví a disfrutar tanto de mi maravillosa e infinita ignorancia de los veinte años. Tengo muy presente la noche en que pasamos a Ortigia, la isla donde se asienta Siracusa. Hacía un calor como de Mexicali y nos moríamos de hambre y de sed. Yo iba cargando la sandía que acabábamos de comprar en las afueras del mercado. Nunca olvidaré la fiesta que significa, en una noche de verano, resquebrajar una sandía contra la banqueta y comerla con las manos, los dedos entrando al corazón azucarado. Bueno, el caso es que una mañana amaneció en Crocifisso un hombre con las manos cortadas, desangrado: la mafia, o la versión calabresa que allí existía, la Ndranghetta, había emitido un juicio sumario, expedito e inapelable: que al ladrón de vacas se le mutilaran las manos. Esa era la simbología y ese era el mensaje.

Con estos antecedentes personales al paso del tiempo fui cayendo en este oficio de periodista propio de los seres dispersos. Alguien que se distrae tanto no escoge su oficio: el oficio lo escoge a uno y trabajos de atención dispersa, ya se sabe, son los de mesero y el de periodista. Está uno en todo y al mismo tiempo en nada. Con un ojo al gato y otro al garabato. Me pregunto si el de los policías o el de los políticos también es de la misma estirpe. Como que son especialistas en generalidades. Andan de aquí para allá y nunca tienen un momento para concentrarse en nada, en leer por ejemplo. Jamás los vamos a ver con un libro en la mano, a no ser que lean en la soledad del retrete. Los policías andan en sus “líneas de investigación”, eso que antes del español estadounidense que ahora usamos se llamaba “pistas”, y picotean por aquí y por allá; hacen citas, se ven con alguien en un café, y terminan en la madrugada en un bar, amanecidos y desvelados como los periodistas. Y, claro, al día siguiente empiezan a “trabajar”, después de mediodía.

Como alguien que sabe de algunas cosas por encima y se especializa en escribir sobre asuntos que no conoce muy bien, organizando la información, con ideas ajenas y frases que uno nunca sabe dónde oyó, me puse a dar la impresión de que yo era un especialista en los avatares históricos de la mafia siciliana y de la lucha del Estado italiano contra esa dimensión sorda y anónima de la criminalidad. Era otra más de mis mentiras, por supuesto. Pero no me pude sustraer a la invitación del rector de la Universidad de Cucurpe porque, entre otras cosas, tendría un boleto gratis para volver a Sonora, que tanto me había gustado en otros tiempos de mayor ilusión y de más energía. Me sentía de un extraño modo más conectado con la región y sus pueblos que con la ciudad en la que había nacido sólo porque se me ocurrió tener una estancia allí de dos años cuando estudié la preparatoria. Y es que a los diecisiete años no sé qué es lo que le pasa a uno. Es una edad crucial. Uno siente que acaba de aterrizar en el planeta y se entera, por lo demás, de que se llama como se llama. En esos años uno hace sus mejores migas y de entonces proceden asimismo sus amistades más perdurables, si es que los amigos a lo largo de la vida no se van por derroteros distintos y ya uno no tiene nada que ver con ellos.

Bueno, me dije, daño no le voy a hacer a nadie si les cuento que la mafia en Sicilia no es un fenómeno tan ancestral: no tiene ni siquiera doscientos años, lo cual en la historia de la humanidad no es nada. Algo más sabré yo que aquellos que nunca han estado en Sicilia y que no tuvieron amores allí ni han seguido en los periódicos cómo se las gastan los corleoneses y los palermitanos para resolver sus querellas. Claro que no tienen nada que enseñarles a los culiacanenses ni a los sonorenses ni a los tijuanenses ni a los colombianos en estos avatares de la lucha por la vida, pero al menos para emplear en algo su ocio y cultivar la imaginación a los estudiantes de leyes no les podría perjudicar un poco de delincuencia comparada.

sábado, 14 de febrero de 2015

El libro usado y el nuevo capital

14/Febrero/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

El libro digital ya casi es el libro estándar. Hablo del libro electrónico en general, legible en pantalla, escaneado o e-book

Pero hay frentes de resistencia del libro de papel: el libro de artista y artesanal; el libro de edición indie (o que finge serlo) y el libro usado (el libro tradicional que viene de otra época, revaluado).

En cuanto al libro usado, su valor procede de ser escaso, ser libro raro (de encontrar). Este libro de anticuario alcanza su mayor precio si es una fuente histórica o de un autor con status canónico o de culto.

Si tiene autógrafo y dedicatoria significativa: ¡bibliomanía pura! 

Hace poco cruzaba los pasillos de la feria del libro de anticuario de California, en Oakland. Como es habitual en estas ferias, los pasillos estaban repletos de coleccionistas, desde amateurs hasta expertos.

Todos buscábamos una oportunidad, un lujo, un tesoro, un hallazgo, una inversión, una bibliomanía variable y, en el fondo, injustificable.
A estas ferias asiste un público distinto al de las ferias del libro comunes o temáticas. 

Sociológicamente, llama la atención la presencia de personas mayores y la elegancia de otro sector. Antigüedad y presunción del libro y sus pretendientes. 

El libro usado coleccionable está asociado al gabinete de maravillas, al exotismo y la distinción. Sueños coloniales flotan sobre el libro raro.

Obviamente, también tiene gran valor (simbólico y monetario) al contrastar con el libro común (desechable por serial y contenido mediocre) y por conceder la sensación de que la crisis actual del libro puede ser atravesada volteando al pasado.

Como diciendo que la tecnología digital puede arrasarlo todo, menos la alcurnia de ciertos libros del pasado.

Hoy se habla mucho de la materialidad del libro. Hay algo de verdad en ello. 

Pero lo que realmente se despliega ahora es una diversidad de estrategias de sobrevivencia. 

Cada estrategia anima un tipo de libro; ya sea el libro antiguo, el libro experimental, el libro indie, el libro de artista o artesanal.

No son, primordialmente, distintos libros. Son distintas estrategias. Distintos sujetos modernos buscando sobrevivir mediante ese tipo de libro.

El libro usado raro es un alegato de que el libro de papel podría llegar a su fin pero ciertos libros del pasado seguirán siendo comercializados como ejemplares raros de una especie ya casi extinta.

Anunciando, además, que la literatura está a punto de convertirse en una lengua muerta o, mejor dicho, una escritura muerta.

Hemos llegado al momento en que cada tipo de libro que existe es un tipo de estrategia de sobrevivencia de una comunidad. 

Cada tipo de libro es un arca de Noé y una reanimación, menos del libro que de una forma de ser humano. 


Dime qué libro defiendes o coleccionas y te diré qué tipo de comunidad peligra y estás a punto de abandonar… a la fuerza… del nuevo capital.

viernes, 13 de febrero de 2015

“Yeats, Pound, Eliot... la gente con la que Paz se medía”

13/Febrero/2015
Milenio
Ariel González Jiménez

Referente central de la crítica literaria en México, Christopher Domínguez Michael (Distrito Federal, 1961) acaba de repasar en una entrevista publicada por Letras Libres el panorama de la biografía, género cuyo valor y profundidad —ya por desdén, ya por limitaciones intelectuales— no han sido reconocidos cabalmente en Hispanoamérica.
Sin embargo, su libro Octavio Paz en su siglo (Aguilar, 2014), que es su segunda biografía (la primera fue en torno de fray Servando Teresa de Mier) parece desmentirlo, puesto que se trata de una de esas obras monumentales que no solo ensalzan el género sino que incluso tienden a convertirse en piezas canónicas del mismo.
Presentada en la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara y también en Francia (donde fue publicada por Gallimard), ni más ni menos que por Marc Fumaroli, la obra ha contado con una recepción muy positiva, a pesar de las naturales discrepancias y polémicas que encierra el personaje sujeto de estudio y la cercanía del autor con él.
La enormidad de la figura de Octavio Paz ha sido justipreciada acertadamente en esta biografía apasionada y crítica. Una aproximación a la sustancia de esta obra nos la da el propio autor en esta entrevista, donde se abordan las dificultades que tuvo (y tiene, si se consideran posibles ediciones futuras, corregidas y aumentadas) este proyecto, las perspectivas cambiantes sobre el autor de El laberinto de la soledad, las polémicas y juicios —no pocas veces proféticos— que adoptó frente a su tiempo político y cultural, no sin una mirada concluyente acerca de su peso en el mundo de las ideas y el arte.
¿Cuánto tiempo y esfuerzo te llevó escribir esta biografía que muchos juzgamos monumental?
A diferencia de otros libros míos, el tiempo de redacción fue relativamente corto. El libro lo hice durante una estadía en la Universidad de Chicago, pero la investigación y el proyecto arrancan realmente en los últimos años de vida del propio Paz. Entonces llevaba yo muchos años acumulando material y con el libro en la cabeza, pero lo escribí en unos cuantos meses. No fue lo ideal, pero, a veces, si uno no hace así estos proyectos no se realizan nunca, porque uno cree —quizás con razón— que no está a la altura del personaje escogido.
Tú eres, digamos, un biógrafo privilegiado por la cercanía que tuviste con Octavio Paz y también por el acceso a diversas fuentes…
Eso fue una ventaja y una desventaja. Desde luego fui cercano y accedí a mucha información, pero tuve que realizar este trabajo sin que estuvieran abiertos todos los archivos de Paz. Por ejemplo, estaba terminando el libro cuando llegó la noticia de Princeton de que se había abierto la correspondencia Fuentes-Paz, pero yo ya no pude verla. Por eso no sé si mi biografía es monumental o no, pero lo que sí sé es que no es definitiva.
El riesgo de la cercanía con el biografiado es el apasionamiento, que es el sesgo que algunos te han criticado…
Por supuesto. Una de las razones que provocó que yo me tardara tantos años en tomar la decisión de escribir este libro era la cercanía afectiva, política e intelectual con Paz. Sinceramente, no me parecía que yo fuera la persona más adecuada para escribir su biografía, ni tampoco estaba convencido de para quién escribirla. ¿Para mis cuates de Coyoacán?, ¿para los jóvenes que no tienen ya la menor idea de lo que fueron las revoluciones rusa o mexicana ni de las disyuntivas que un hombre como Paz enfrentó? Tomé entonces un camino intermedio, tratando de dar cuenta del siglo de Paz, pero era imposible que el libro no se convirtiera también en un testimonio personal. Obviamente hay muchas cosas que no digo, que son privadas; y claro que también hay muchísimas otras de las que yo no me enteré.
¿Qué zonas de la vida del poeta sientes que están aún en la penumbra?
Como sucede con otros personajes famosos, sabemos poco de ellos cuando no eran famosos. Sabemos poco de su llegada a París en 1946; de cómo, cuándo, dónde y por qué se dio su encuentro con el grupo surrealista o de su vida en India como embajador (y es bueno comentar, porque muchos no lo saben, que cuando murió Paz el gabinete, así como muchos intelectuales y artistas indios, acudieron a la embajada mexicana a presentar su condolencias).
“En el terreno de la vida privada hay desde luego muchos detalles que yo no conozco ni quiero conocer, pero que en dos o tres generaciones podrán ser ventilados sin ningún problema, aunque sabemos bastante por lo indiscretas que eran Elena Garro y Helena Paz Garro... Yo tomé la decisión, que no había tomado nadie, de darles su lugar a las Garro como testigos de primera línea. Cualquiera que vaya a Princeton y vea sus papeles, se dará cuenta de que Elena Garro no era una persona normal sino que estaba bastante enloquecida y con un síndrome de ingratitud bastante pavoroso…”.
Que la llevó a decir que Paz no las mantenía, por ejemplo...
El conflicto con su ex esposo era lo de menos: pan de todos los días. El caso es que a muchas de las personas que la ayudaban les devolvía la moneda de la ingratitud más espantosa. Era fantasiosa, aunque tras eso hay algunas verdades que había que usar con muchísimo cuidado, pero no se le podía ignorar diciendo “esta señora está loca”. Lo mismo hice con las memorias de Helena Paz Garro, que a mí me conmueven. Como sea, ellas vivieron con Octavio Paz 20 años y yo me serví de estas fuentes.
¿Cómo sientes que ha sido la recepción de tu libro?
Soy el menos indicado para decirlo, pero desde que se supo que trabajaba en este proyecto recibí numerosas llamadas y correos de gente que me quería aportar algo, como si hubiera un deseo social de que esta obra se publicara. Me sentí muy acogido y obligado a hacer el mejor de los trabajos posibles.
Siempre que se hace una indagación sobre un personaje de la estatura de Paz, el autor pone a prueba muchas ideas preconcebidas que tenía acerca de él. ¿Qué mirada cambió en ti al realizar este trabajo?
Cambiaron algunas cosas. Por ejemplo, yo tenía la idea de que Paz era un hombre más reservado y que era un hombre de poquísimos amigos. Y cuando yo empecé a ver las distintas colecciones de cartas, sobre todo en Estados Unidos, vi que tenía muchos más amigos y que era muy dado a la franqueza y al cariño con ellos. Esto fue así porque el Paz que yo conocí era un hombre en la antesala del Nobel, poderoso, un hombre que no le hacía el feo a la política. Entonces, acercarse a él de manera, digamos, un poco más vernácula, no era fácil. Y era un hombre reservado, sí, pero al ver su correspondencia en esos años en los que comienzan para él la gloria y la fortuna, me pareció un hombre más abierto, más entrañable y simpático de lo que yo había visto en persona, aunque afectuoso conmigo y con otros jóvenes que participábamos del proyecto de Vuelta. Distinguía mucho, eso sí, el terreno de la amistad y el del trabajo. Para él, la amistad era también un compromiso intelectual, y él sabía quién estaba comprometido en eso con él y quién no.
En tu obra, ¿cómo reexaminas al Octavio Paz de las arduas polémicas?
Empezaré por la primera. Paz es muy joven y está en España, mientras que en México su némesis, un hombre que él quiso mucho, que fue Rubén Salazar Mallén, lo acusa de haber negociado sus principios de pureza poética por adherirse a la causa republicana en España. Y es desde París que Paz le responde explicándole lo que había pasado: él había ido a España invitado por Neruda y Alberti, no por los comunistas mexicanos. Es muy sintomática la manera en que trata a Salazar Mallén, que en ese momento era ya fascista (tenía un pequeño partido de ese corte en la Ciudad de México): lo trata con un respeto de interlocutor, que habla muy bien del que sería Paz: amaba la polémica, dejaba todo en la arena de la discusión, pero no confundía la vida con las ideas de las personas.
“La vida de Paz está llena de muchas reconciliaciones, algunas de las cuales yo no aprobé cuando llegué a ser consultado. Le gustaba reconciliarse y tenía sus enemigos más queridos, a los que a veces (nos quejábamos) trataba mejor que a sus colaboradores”.
Habiendo sido uno de los primeros en denunciar el “gulag2 y de señalar críticamente los errores y atrocidades del llamado socialismo real, el diálogo de Paz con la izquierda es motivo de diversas discusiones. ¿Cómo abordas este tema en tu libro?
De principio a fin, la principal obsesión política de Octavio Paz fue dialogar con la izquierda. En ese sentido fue un hombre de izquierda: no hay en su pensamiento el menor rastro de conservadurismo, y su liberalismo tiene muchos asegunes de acuerdo con los propios liberales. Fue un diálogo que, dado el estado en el que se encuentra nuestra izquierda, fue infructuoso. Justamente lo que está pasando es aquello contra lo cual prevenía a nuestra izquierda: tomar lo peor del nacionalismo revolucionario del PRI y tomar lo peor del totalitarismo leninista y estalinista. Y esa es la izquierda que tenemos, salvo honrosas excepciones; y también salvo honrosas excepciones es la izquierda que nunca quiso dialogar con Paz.
“Paz fue muy duro con ella, porque la regañaba, pero afectuosamente. No era su enemigo: quería una izquierda diferente, que fuera como la española o la italiana. Cuando nació lo que hoy es el PRD, muchos abrigábamos la esperanza de que sería una opción socialdemócrata, pero Paz nos corregía: ‘No, no va a ser eso’. Y no lo fue”.
Paz se interesaba en las ideas de la izquierda, al punto de que en “Vuelta” nos dio a conocer autores y corrientes teóricas de vanguardia: socialdemócratas, situacionistas, libertarios...
Nos daba a conocer a los críticos de izquierda de la izquierda. La crítica de la derecha tenía su lugar, pero si la vemos hoy, era bastante pequeña.
En diferentes momentos fue acusado de estar cerca del PRI, algo que por los gestos cívicos que tuvo es algo insostenible. ¿Pero no será, como creo, que fue uno de los pocos en entender al PRI en todas sus miserias y grandezas?
Octavio Paz, como lo indica su fecha de nacimiento, fue un hombre de la Revolución mexicana, y murió antes de que el partido de la Revolución Mexicana, el PRI —no hay otro, con toda la miseria y grandeza que eso significa, como tú lo has dicho—, entregara el poder. Su vida transcurre en el reino del PRI, y él consideraba —como queda clarísimo en la segunda edición de El laberinto de la soledad— que el PRI había sido un factor de progreso y civilización para México, a pesar de sus corruptelas y crímenes, con todo eso que sabemos. Y el Paz viejo tenía mucho miedo, y nos lo comentó, de que el PRI perdiera el control de la transición democrática y nos enfrentáramos a un escenario yugoslavo. Cuando ocurrió el asesinato de Colosio lo fui a ver por un asunto de trabajo. Le comenté que quizás eso significaría el fin del PRI. Entonces él me dijo: “Lo que usted siente está mal; y lo que usted piensa está mal. Esto va a ser muy lento, muy doloroso, y no necesariamente va a tener un final feliz”. Y han sucedido muchas cosas en el país, pero el llamado a la prudencia, al “voy despacio que tengo prisa” de Paz, funcionó: el PRI entregó el poder pacíficamente y en forma transparente en el 2000. Ese era el objetivo entonces. Como guía de la transición mexicana, Paz fue de una lucidez extraordinaria.
Esta perspectiva expresa también la pasión de Paz por la historia. Comprendió profundamente lo que éramos como nación y nos supo ubicar en el paisaje internacional. Tú lo dejas muy claro en tu libro...
Paz tenía la historia en la sangre por ser nieto e hijo de dos figuras inmersas en la historia. Y no olvidemos que a los 23 años Paz está en España rodeado de André  Malraux, Rafael Alberti, Illya Ehrenburg... Está en un momento —y a los mexicanos se nos olvida— en el que México está en el centro de la cultura internacional. Es el México al que vienen Artaud, Breton, los pintores surrealistas, Carrington, los refugiados españoles, Trotsky... La corriente de aire venía para acá y de eso Paz se dio cuenta. Y él formó parte de quienes hicieron de México un país tan rico intelectualmente, tan cosmopolita y universal como lo fue en los años treinta y cuarenta. Por eso yo digo que en lugar de andar diciendo con Breton que México es un país surrealista, hay que decir que el surrealismo se mexicanizó.
La vida del poeta tiene siempre un curso singular. ¿Qué reto supuso en tu libro reconstruir la vida del poeta Octavio Paz?
Al final de mi libro cito una crítica fuerte que le hizo Luis Villoro, donde le dice que hay una contradicción entre el poeta, que es un hombre de voz secreta, y el hombre público. Claro que la había: es una contradicción que él nunca resolvió. Él decidió ser lo que los gringos llaman, un poco a manera de pleonasmo, intelectual público, aunque en nuestra tradición si no eres público no eres intelectual...
Pero es que ellos sí conocen un estilo de poeta tipo Wallace Stevens...
Claro. Es que ellos sí necesitan las dos palabras porque no todos sus intelectuales son públicos. Pero yo traté que la poesía fuera el hilo conductor de mi libro y de ahí la comparación que hice con otros poetas del siglo XX que también tuvieron intensa actividad pública. Paz pertenece a un mundo más elevado que el nuestro: el mundo de Paz es el mundo de Yeats, Pound, Eliot, Breton… Desde luego, esa es la gente con la que él se medía, la gente con la que soñaba. Sus demás interlocutores son otra cosa. Yo sí creo en las jerarquías.
¿Cómo es  el mundo intelectual de nuestro país sin Octavio Paz?
El hueco que dejó no puede llenarse. Y menos aún en un cambio de siglo donde justamente la figura del intelectual público, para bien y para mal, ha sido sustituida por otras figuras. En el México democrático todo mundo opina. En el México de Octavio Paz todavía importaba lo que decían Fuentes, Monsiváis y uno que otro colado. Era un país donde muy pocos tenían el espacio, el tiempo, el valor y el peso para opinar. Paz pertenece a un mundo ya cerrado, como es el siglo XX. Desde ese punto de vista su figura es irrepetible.