domingo, 8 de febrero de 2015

“Las palabras suelen ser víctimas del poder” Conversación con David Huerta

8/Febrero/2015
Confabulario
Josué Ramírez

David Huerta (Ciudad de México, 1949) es sin duda uno de los poetas de nuestro tiempo más conocidos e importantes. Su obra poética está repartida en diecinueve libros, entre los que destacan por década Cuaderno de noviembre (1976), Incurable (1987), La sombra de los perros (1996) y  La calle blanca (2006). Los diecinueve  títulos que conforman La mancha en el espejo, publicado en dos tomos por el Fondo de Cultura Económica, en septiembre de 2013, abarca treinta y nueve años, de 1972 a 2011. Se trata de una de las obras poéticas más completas que se hayan emprendido en la segunda mitad del siglo pasado y principios de éste. Radical y extrema, sencilla e irónica, lúdica y compleja, abarca diversos temas y parte de distintas materias del conocimiento. Su poesía representa a toda una generación: la de 1968. Huerta es capaz de sincronizar en un verso los signos del tiempo y la emoción más íntima. Emprendió su obra desde muy joven ―y no ha cesado en su tentativa de poetizarlo todo. La publicación de La mancha en el espejo es un acontecimiento por sí mismo en nuestro idioma. Además de poeta, David Huerta ha cultivado el ensayo literario, la crítica, es maestro y gran conocedor de las minucias del lenguaje, así como lector atento y ávido de sus contemporáneos. Ha practicado combativamente la columna semanal, el periodismo cultural y es uno de los conocedores a fondo de nuestro idioma. En sus respuestas a las preguntas que le he formulado están presentes su amor por la poesía, su sencillez  y el compromiso y el humor con que entiende el oficio de poeta.

¿Cómo has escrito tus libros? ¿Los concibes previamente o vas reuniendo cada tanto los poemas escritos y buscas constantes temáticas o semejanzas formales?
He escrito mis libros como he podido, no siempre en las mejores circunstancias, mucho menos en condiciones ideales. Esto último no es del todo cierto: he disfrutado de unas cuantas becas; en 1978-1979 tuve una beca Guggenheim que me permitió vivir la vida de un auténtico vago durante un cierto tiempo, y además me hizo escribir cerros así de cuartillas de poemas. También me han tocado becas del Fonca y del Sistema Nacional de Creadores, cómo no. Si a lo largo de algunas temporadas anduve en malas condiciones, era por voluntad propia —todo hay que decirlo. Grandes porciones de mi libro de 1987, Incurable, fueron compuestas de una manera peculiar, que recordaré aquí una vez más (lo he contado en otras ocasiones). Yo trabajaba en una imprenta, “vigilando” (es un decir) la impresión de cierto suplemento literario de tiempos ya muy lejanos; sustraía del taller, de vez en cuando —robos innocuos—, rimeros de galeras en blanco, no impresas y bastante limpias para mis propósitos: largas tiras de papel Revolución, del ancho de una cuartilla normal, pero larguísimas. Cuando llegaba a mi casa, unía con cinta adhesiva dos o tres, o cuatro o cinco, de esas tiras y las metía en el rodillo de mi máquina Brother, una antigualla que conservo todavía; así escribía, lleno de contento con mi cargamento de historias e imágenes, sin necesidad de cambiar cada tantos minutos la cuartilla, pues lo que tenía en el rodillo de la máquina de escribir era una cuartilla kilométrica. Luego me enteré de que un escritor español, Juan Benet, hacía algo parecido; como él era ingeniero, incluso inventó un artilugio de madera para colocar el papel detrás de la máquina de escribir, según cuenta Carmen Martín Gaite. Yo no llegué a tanto, pero me divertí como loco. (Diré, de pasada, que Juan Benet es uno de mis escritores favoritos; su ensayo sobre la construcción de la Torre de Babel me parece sencillamente genial.) Al terminar una sesión de algunas horas, y agotada la tira de papel (repletas mis macrocuartillas), despegaba las “secciones” y las iba colgando con chinchetas en la pared de mi pequeño estudio, me sentaba frente a cada una de ellas como un pintor ante su lienzo colocado en un atril, y comenzaba a corregir con plumones, tachando a mi sabor y sustituyendo, enmendando, trasladando, trocando y otro montón de gerundios. También grabé algunas partes en cinta magnetofónica; mi dicción es muy defectuosa y estaba, además, continuamente estropeada por ciertos malos hábitos de aquella época.

¿Eres un poeta de minucias lingüísticas?
Recuerdo ahora con cariño, debido a esa palabra tan suya en tu pregunta (“minucias”), a José G. Moreno de Alba, con quien conversaba yo en reuniones del Fondo de Cultura Económica; no fuimos amigos ni nos frecuentamos, pero quiero creer que yo no le caí mal en las ocasiones en que nos vimos. En realidad éramos tres los platicadores en esas reuniones del Fondo de Cultura: Moreno de Alba, Vicente Leñero y yo, el único medio vivo del trío. La entonces directora del FCE mandaba: “Separen a esos tres porque se la pasan platicando”, cuando estaba a punto de comenzar la reunión en forma. Esos tres hablábamos, pues, de un montón de cosas que nos interesaban, en torno del lenguaje, el idioma, las reglas, las transgresiones a las reglas, la ortografía. Recuerdo que un día Moreno de Alba dijo lo siguiente cuando mencioné a Antonio Alatorre: “Ese sí sabe”, lo cual me pareció un reconocimiento notable, viniendo de quien venía. De Alatorre aprendí lo que miles y miles han aprendido también sobre la historia de la lengua, desde luego; pero también aprendí otro montoncito de cosas (y sigo aprendiendo) sobre poesía. Del gran Leo Spitzer saqué la idea de que saber un poco de lingüística —o de gramática, o de mera sintaxis— no le hace mal a nadie en los terrenos literarios; pienso en lo que ganaría la crítica entre nosotros, tan impresionista, tan increíblemente provinciana, tan chismográfica, tan apodíctica ella, si quienes la practican supieran algo de esas disciplinas. Para no hablar de los poetas; al decirte esto pienso en lo que sucede en las clases de mi profesora favorita: a ver, alumno poeta, ¿cuál es el objeto directo en esta tirada de Góngora? Bueno, ya no veo el momento de leer la historia de la lengua española que acaba de publicar Luis Fernando Lara, cuyo diccionario del español en México es una obra maestra. Como las palabras son mi material de trabajo, naturalmente siento curiosidad por saber cómo funcionan, de dónde vienen y en qué forma se junta de una manera significativa o expresiva. Apenas puedo creer que haya escritores a quienes no les resulta interesante nada de eso. Son los que se fían en el puro sentimiento ranchero y se despreocupan de lo demás; ahí están los resultados, en los estantes de las librerías.

¿Hay un libro tuyo que te guste más que todos los otros?
La respuesta es de cajón (¡porque la pregunta lo es, también!): el libro mío que más me gusta es el que todavía no he escrito, el que seguramente nunca escribiré, el que me gustaría escribir. Ninguno de los que he publicado me gusta del todo. Hasta aquí estamos siguiendo una pauta clásica o tradicional de las entrevistas. Pero te diré algo que sí tiene que ver conmigo y con tu pregunta: siento una debilidad culpable por Incurable, sobre todo porque ha sido un libro leído principalmente fuera de los círculos literarios y poéticos, lo cual no deja de ser un alivio y una extraña recompensa. (Digo “debilidad culpable” porque me vuelve reo de vanidad, ¿no?) Algunos colegas escritores lo trataron muy bien, como Aurelio Asiain y Christopher Domínguez; a este último lo quisieron maltratar quienes decidieron en la asamblea que mi libro era una tomadura de pelo y una abominación, y porque Domínguez habló bien de Incurable. Pero además, como les hizo ver el mismo Domínguez, se enojan con quien ha hecho la tarea que ellos no se han dignado emprender. Un despistado (lo llamo así para no poner en entredicho su inteligencia) se molestó por el exceso del verboide “ser” en las primeras páginas del libro. Pero todo eso son miserias, minucias feas del “medio literario”. El libro me costó un pedazo de vida así de grande, muchos desvelos y al mismo tiempo me dio un placer contrariado: el hecho mismo de escribirlo fue placentero; los temas tocados en sus páginas no son nada placenteros, sin embargo. El libraco es sombrío hasta la pared de enfrente: una pared donde hay un espejo donde hay una mancha y donde puede leerse, además, una menuda profecía que ha llegado del mes de noviembre y de uno de sus cuadernos.

¿Qué autores y qué obras te acompañan desde tu niñez hasta ahora?
Muchos poetas mexicanos, de Díaz Mirón a Pellicer, pasando por Bonifaz Nuño, Octavio Paz y Efraín Huerta. Tengo una admiración grande por Othón. Y desde luego está el imprescindible López Velarde, a quien no hemos terminado de leer, como muestra y demuestra un hermoso libro de Fernando Fernández que acabo de leer y que se titula Ni sombra de disturbio; una rareza: el libro de Fernández es además útil para estudiar en serio a López Velarde. Me gustaban mucho Nicolás Guillén y el otro Guillén, el sevillano Jorge; hace algunas décadas, se hacían bromas muy tontas: hay un Guillén “bueno” y otro “malo”: ¿cuál prefieres? De tu respuesta dependía no nada más tu ángulo para ver la poesía, sino hasta tus convicciones políticas. Admiré muchísimo a Jorge Guillén y luego esa afición se eclipsó un poco, hasta quedar en casi nada (eso sí: me encantan sus ensayos y su tesis juvenil sobre Góngora me parece un libro muy valioso); admiraba al cubano Nicolás Guillén no nada más como poeta sino como “decidor” de sus poemas: en mi casa de infancia había un disco de 33 un tercio revoluciones por minuto que yo escuchaba insaciablemente. “Tú que vienes de Cuba, ¿dónde está Capablanca?”, o los juegos de su poesía negrista. Luego medio me peleé con él (quiero decir, para mis adentros, pues él no se enteró): ya no me gustó, o mejor dicho, hice como que no me gustaba… culpa de Fidel Castro, de sus “comandantes culturales” y de esa fea consagración de N. Guillén como detestable “poeta nacional” o “poeta oficial de la Cuba revolucionaria”. Luego me reconcilié con él. Cuando en 2014 vino Wole Soyinka a México para un homenaje a Octavio Paz, le recité los versos yorubas de N. Guillén —Soyinka es yoruba de Nigeria— y se puso feliz. Fue un gran momento de mi vida; yo creo que a Soyinka se le olvidó del episodio cubano-nigeriano (montado por un poeta mexica) muy poquito después, pero a mí me puso muy contento y es un recuerdo que atesoro.

¿Cuál es para ti el valor de las palabras?
Es inmenso el valor de las palabras en los poetas que admiro. La palabra “arcaduz” utilizada por Góngora, tal y como la sitúa en un verso, y la engasta en un maravilloso “concepto” —esos artilugios verbales, algunos prodigiosos, analizados por Baltasar Gracián—, no tiene igual: me llena de asombro; el modo en que aparecen en la poesía moderna los árboles caribeños, las vegetaciones playeras de Derek Walcott, nos permiten ver los nombres de esas realidades naturales como verdadera joyas, creaciones extrañas e intrigantes. Las inflexiones irlandesas y campesinas del inglés de Seamus Heaney son verdaderos prodigios. Acabo de leer, por cierto, una noticia preciosa de Gilbert Highet sobre el posible origen celta de la palabra “beso”, tal y como aparece en los cármenes de Catulo. Pero así, en general, las palabras y su sedicente valor suelen ser zarandeadas criminalmente por los políticos, los publicistas y los locutores de la televisión. Decir, por ejemplo, que quienes “no coadyuvan aceptando la verdad histórica de la PGR y del Ministerio Público” en realidad “coadyuvan con la Defensa” quiere decir que si los padres de los normalistas de Ayotzinapa no aceptan lo dicho por el señor Murillo K. están poniéndose del lado de los asesinos de sus hijos. ¿Por qué no lo dice así el señor Murillo? Porque está pegado a su microvocabulario leguleyo y porque no se atreve a decir las cosas de frente (por ejemplo: que ya está harto de su trabajo… aunque no, claro, de su sueldo) y porque desprecia las palabras. Es un hombre profundamente inculto, un pésimo funcionario, un abogado mediocre y un individuo arrogante e irresponsable. Perdona el desahogo, pero dicen que a veces un desfogue ayuda a sentirse bien. Lo que te quiero decir es que las palabras suelen ser víctimas de los atroces poderes públicos; los alemanes lo saben bien: lo primero que victimaron los nazis fue la lengua de Goethe y la transformaron en un idioma de gángsters y de asesinos; los estalinistas, y Stalin mismo, degradaron la lengua de Tolstoi y de Pushkin. Los buenos escritores no están en ese juego de desgaste de las palabras y orweliano de manchar continuamente los significados; una límpida página de Juan Rulfo o de Octavio Paz vale más que todo un informe presidencial.

¿En un poema hay un mensaje o una intención, cuál de estos dos conceptos reafirman el sentimiento?
No sé en los poemas de otros; en los míos hay mucho hedonismo, pues me gusta mucho jugar con las palabras. ¿Qué hay en un poema? Me imagino a una Julieta postestructuralista entrándole al asunto desde su balcón semiótico. ¿Mensajes, intenciones, sentimientos? Esas son palabrejas muy latosas, de trato altanero, descomedidas e hirsutas, con un prestigio que francamente no se merecen. “Mensaje” debería estar confinada a la oficina de Correos o a la Western Union. Los sentimientos no los “reafirmo” como me preguntas, ni les presto mucha atención; me parecen dignos de toda nuestra desconfianza: hablo del poema, porque en la vida civil soy un cursi que lloro en los exámenes profesionales de mis alumnos. Te diré esto en confianza, querido Josué: si tuviera que escoger, me inclinaría por la palabra “emoción” y no tanto por “sentimiento”; la explicación sería larga y quizá confusa, pero yo me entiendo: el sentimiento es materia blanda, la emoción tiene mayor fuerza. A mí lo que me preocupa es que el poema suene bien, diga algo extraño y tenga una relación franca y abierta con la memoria de la gente.

¿Cómo te sientes al ver la edición que hizo el Fondo de Cultura Económica de La mancha en el espejo, tu poesía reunida hasta 2011? ¿Satisfecho? ¿Orgulloso? ¿Implican tus libros reunidos un nuevo reto?
Me dio una alegría enorme ver el libro y tenerlo en las manos. Lo cuidé tanto como pude y trabajé con una editora del FCE que aprendí a respetar de veras: Alejandra García. También Tomás Granados Salinas fue decisivo para echar a andar la edición; pero debo mencionar sobre todo a Joaquín Díez-Canedo, quien me invitó a publicar en el Fondo cuando él era el director de la editorial. Ahora que está allí José Carreño Carlón, nada se alteró: los nuevos directivos recogieron los trabajos de la edición y los llevaron a buen término, a puerto seguro —y lo hicieron con profesionalismo y fueron un gran apoyo en todo momento. Siento una gratitud inmensa con todos ellos. Imagínate: fui durante años un empleado minúsculo en el Fondo, a las órdenes de Jaime García Terrés; publiqué un libro que luego desapareció del catálogo y fue rescatado por Marcelo Uribe para publicarlo en Ediciones Era —ellos han publicado casi todos mis libros de los años ochentas a esta parte—, y después de todo eso ese volumen, titulado Versión, me ayudó a obtener el Premio Villaurrutia. He vuelto al FCE no sé si por la puerta grande, pero sí por una puerta donde brillan muchas luces de amistad y de solidaridad; eso me da una alegría inmensa. En cuanto a lo que me preguntas sobre el reto que significa La mancha en el espejo, te diré como los futbolistas: hay que seguir trabajando, tratar de superar algunas fallas que hemos advertido y responderle a la afición como se lo merece.

sábado, 7 de febrero de 2015

ESCRIBIR EN EL SIGLO XXI

7/Febrero/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

El escritor del siglo XXI enfrenta el peligro de ver su crítica estética desvanecerse por las leyes comunes del gobierno, mercado, lectores, academia e Internet. 

El orden de estos poderes varía según el país. Pero todos ellos controlan al escritor literario en este nuevo siglo.

La escritura literaria se distingue de otras por encargarse del arte de la forma heterodoxa, el placer estético verbal, el difícil vínculo entre tradición e innovación de la palabra lúdica. 

El escritor que está en la cima del arte pertenece al presente, es contemporáneo de su época y, a la vez, pertenece a otros tiempos.

Cuando un escritor solo pertenece al pasado no aporta nada a la literatura; cuando solo pertenece al presente, casi no pertenece a la literatura.

El escritor debe ser infiel al ayer e infiel al hoy. Pero, ante todo, debe ser un amante del arte, que es el proyecto sensual de habitar una más intensa temporalidad.

Ante los muertos, el artista parecería un frívolo; ante sus coetáneos, un solemne. El artista, en todo caso, es un traidor de la tradición y un traidor del ahora.

Un escritor que está de acuerdo con su sociedad está fallando. 

El escritor es un innovador crítico. Artísticamente propone formas más complejas y menos represivas —impertinencia por partida doble— que las del presente social. Un escritor siempre termina mostrando que el consenso está equivocado.

Para el arte, incluso la verdad es insuficiente.

El escritor solía distanciarse mediante el libro o, al menos, el texto; pero hoy, el libro y el texto artístico son sentidos como anacrónicos o no son identificados como distintos a cualquier otro medio o cualquier otro texto. 

Al (e)lector no le importa la particularidad estética. Para él, todo es texto, todo es opinión, todo es medios. 

En la pantalla, todo es juzgado por unos mismos criterios. Noticias, posts o pdfs son consumidos por un mismo juego de reglas. 

La literatura es solo ya una rama de la Publicación.

Esa uniformidad del juicio ha empobrecido los sentidos.

Pero el mayor desafío del escritor ocurre ante sí. Por un lado, hablar de un desafío ante uno mismo implica una paradoja en la Época Telefísica del selfie para que otros te vean (como tú te ves… para ellos). Por otro lado, el reto es superar el consenso sin caer en el ego–morfismo (creer que todo tiene la forma del Yo) y creer que toda forma es firma.

Ser solidario del 99 por ciento desde el radical disenso de un 1 por ciento.

Y el escritor debe saber que todo lo que haga será 100 por ciento procesado por reacciones espectaculares. Escribir en el siglo XXI es escribir dentro del espectáculo.

Todo lo que un escritor hace hoy es “leído” por criterios del mundo del espectáculo, ejercidos desde el mercado laboral, redes sociales, editoriales o instituciones. 

El siglo XXI es el primer siglo en que la literatura es una zona dentro del espectáculo.

A partir de ahora, salir del espectáculo es el gran reto del escritor.

Libros gordos

7/Febrero/2015
Laberinto
David Toscana

Cualquiera sabe distinguir entre una novela corta y una larga, aunque nadie sepa decir dónde está la frontera entre las dos. La cantidad de páginas no siempre es un buen indicio, pues hay ediciones de letra pequeña y tupida, así como otras que agrandan la tipografía, aumentan la distancia entre líneas y reducen los márgenes para dar la fantasía de mayor contenido y así poder cobrar más caro el libro.

Soy un lector lento, entonces miro con recelo las novelas extensas. A veces leo diez páginas con cronómetro, calculo el tiempo promedio por página y lo multiplico por el total para saber cuánto tiempo voy a invertir en la lectura. El resultado es una mera escala de magnitud, pero no una buena aproximación, pues si la lectura me interesa me ocuparé también en subrayar, reflexionar, hacer apuntes y releer algunos fragmentos.

Tengo un audiolibro en inglés de Los hermanos Karamazov. El tiempo total de lectura es de treinta horas con treintaiocho minutos. Otro también en inglés de la Biblia del rey Jacobo. Ahí la duración es de casi setenta y dos horas.

Son libros largos, pero nótese que el clásico de Dostoievski reclama mucho menos tiempo que una telenovela, va sin comerciales y se deja leer a la hora y en el lugar que uno prefiera. Por su parte, la Biblia puede leerse en lo que duran doscientos veinte rosarios, y quizás Dios lo agradezca mejor que la repetición de letanías.

El joven puede despilfarrar el tiempo como el rico hace con el dinero; pero entre más edad se tiene más se vuelve uno tacaño con los minutos y las horas y los días. En mis años mozos me entusiasmaba cuando el locutor de radio decía que pondría al aire la versión completa de “In–a–gadda–da–vida” y más de la mitad del placer de escucharla estaba precisamente en que me haría perder diecisiete minutos sin pena ni gloria. Hoy me parece un dispendio. Hoy miro con cada vez más recelo los libros gordos.

Casi todas las novelas extensas contemporáneas que han caído recientemente en mis manos las abandono luego de cincuenta o cien páginas, pues para atrapar al lector los autores no confían en la prosa o los personajes o las sorpresas estéticas o la inteligencia o la variación de juegos o la sutil filosofía o una extraña mayéutica, sino simple y llanamente en el argumento. Como no soy lector de tramas sino de literatura, termino por aburrirme cuando la novedad de las primeras páginas se vuelve repetición. En cambio Don Quijote tiene poco argumento. No es sino una sucesión de aventuras, pero cada una es un juego nuevo y fascinante. Tal como algunas piezas clásicas duran más de diecisiete minutos, pero no se basan en el mismo sonsonete, salvo en casos como el insufrible Bolero de Ravel o La cabalgata de las valquirias.

Vargas Llosa suele decir que las grandes novelas son novelas grandes. Y entonces puedo responder con la obviedad de que Pedro Páramo o El extranjero o La metamorfosis o La risa roja o El viejo y el mar y tantas otras son también maravillosas. Pero el Nobel peruano tiene razón, pues cuando la prosa se sostiene fuerte y sana durante cientos y cientos de páginas, queda la sensación de haber experimentado algo sublime, de haber vivido intensamente. Entonces yo haría una contracorriente de la consigna popular sobre la brevedad, para decir que, en casos de novela: “si lo bueno es extenso, dos veces bueno”.

domingo, 1 de febrero de 2015

Letras garabateadas con rouge

1/Febrero/2015
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

Pedro Lemebel (Santiago de Chile, 1952-2015) entró a la literatura chilena dando portazo o, para decirlo con otras palabras, con un arrebato, con un desplante en septiembre de 1986 al leer su “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)” durante un acto político de la izquierda: en él asumió su posición: era el excluido de todo. Allí dejaba claro que no era Gingsberg, no era Pasolini, no era el Genet excarcelado y propalestino, no era el gay intelectualizado que es respetado en el primer mundo, más bien era el travesti mal visto tanto por los grupos reaccionarios como por los compañeros de izquierda; era “La Manuela”, el entrañable personaje travesti y pobre de El lugar sin límites, la novela del también chileno José Donoso; era Lezama Lima, Piñera y Arenas reprimidos por la dictadura castrista; era Puig huyendo de la dictadura argentina a Río de Janeiro y luego a México; era el poeta sonorense Abigael Bohórquez invisibilizado por los grupos del poder cultural mexicano. No era el “gay” que iba ganando terreno en el mundo globalizado, sino la loca, la maricona estruendosa, incómoda, un marginado dentro de toda una serie de marginados sociales de Chile que es decir de toda Latinoamérica.

Un año después, en diciembre de 1987, Pedro junto con Francisco Casas hicieron su primera aparición pública como el colectivo “Yeguas del Apocalipsis” con un performance en la Feria del Libro de Santiago, durante la presentación de un libro de la poeta Carmen Berenguer, a quien también se debería considerar dentro del colectivo pues fue les ayudó con sus numeritos. A partir de ese momento harán una serie de intervenciones y performances que darán mucho de qué hablar en la constreñida sociedad santiagueña que se preparaba para salir del ostracismo pinochetista. En una ocasión le pregunté a Pedro sobre esa etapa con las Yeguas del apocalipsis y me contestó que los performances eran improvisados, que él y Francisco Casas se ponían a beber y lo que se les ocurriera hacer y ponerse (o quitarse, pues también salieron desnudos) durante la borrachera eso es lo que salían a hacer, violando incluso el temido toque de queda de la dictadura. Por el tono que usó en su respuesta, me quedé con la impresión de que Pedro trató de restarle importancia a sus acciones –o tal vez estaba cansado de hablar una vez más del tema–, pero lo cierto es que el gesto lo era todo: el desafío a las instituciones del poder, ya sea una Feria del Libro o la Comisión de Derechos Humanos, y sea lo que sea que lo haya provocado era digno de pasar como leyenda y ellos como héroes populares.

El mismo año en que leyó su “Manifiesto”, se compilaron unos cuentos de Pedro en el libro colectivo Intocables (aparece como Pedro Mardones, el apellido de su padre que poco después dejó de usar), pero la crónica era un género que se ajustaba mejor para hablar de todo lo que quería de manera que, dijo, “el intemporal cuento se hizo urgencia crónica”. Bajo ese impulso nació su primer libro de “crónicas urbanas”, como él las llamó, La esquina es mi corazón (1995). En ellas, documenta el ligue en los urinarios de un estadio de futbol, en los baños turcos, del sexo en las cárceles, todo observado con su mirada aguda y sarcástica desde su esquina, pero subrepticiamente también desenmascaraba el machismo, el clasismo, la doble moral y el autoritarismo de la sociedad chilena. Desde ese libro, Pedro se colocó como el escritor queer que ahora reconocemos en todo el mundo de habla hispana. No digo “el escritor gay” por la simple y sencilla razón de que no era un simple escritor gay y porque era una palabra que no le gustaba, “esa palabrita siempre la encontré tan cursi y tonta”, declaró alguna vez.

Gracias al dinero, como lo profetizó José Joaquín Blanco desde 1979 en su memorable crónica “Ojos que da pánico soñar”, los gays se han ido incorporando al modelo heteronormado, al “american gay of life”, como yo lo llamo, y han excluido de su estereotipo gay a las otras sexualidades minoritarias. Pedro supo ver muy bien que las mariconas, las travestis con VIH y los pobres, “los rotos y las colizas”, tenían muchas cosas en común al encontrarse en los márgenes de la ciudad pues son los excluidos del modelo capitalista, a quienes no les hace justicia “la modernidad tardía de Chile”. Fue así, observando y relatando, como Pedro construyó una obra transgresora, con arrojo, sin que le temblara el pulso. Como dice el poeta Alfredo Fressia “toda loca es barroca”, y en ese abigarrado estilo que también practicaron Sarduy, Perlongher y Puig, Pedro agarró la pluma para garabatear sus letras con bilé, pues si transgredió las leyes de la dictadura podía hacer lo mismo con las de la gramática; y llenas de erratas, porque ni la ortografía pudo apresarlo con sus reglas.

En una especie de doble cruzada, contra la homofobia heredada de la dictadura militar y contra normalización de la vida homosexual cuya meta sólo parece ser el matrimonio, Pedro mostró en sus crónicas a un variopinto repertorio de personajes: hombres que sin ser homosexuales tienen sus escarceos sexuales con quienes sí lo son, travestis que se prostituyen, personas que viven con VIH y mueren en la pobreza aunque con mucho garbo, etcétera, todos esos temas que el escritor queer reivindicó. A la uniformidad gay, Pedro opuso la diversidad sexual invisibilizada, las maneras ceremoniosas del travesti, criticó las discos gays pues “reúnen el gueto con más éxito que la militancia política”. Para Pedro la sexualidad no era una clasificación fija, él mismo se definió como “un devenir cambiante, una sexualidad en fuga”. Todo eso es el tema de sus mejores crónicas, las reunidas en el libro Loco afán. Crónicas de sidario (1996).

Recientemente sus libros empezaron a publicarse bajo un sello de Planeta, pero como ni las transnacionales distribuyen bien los libros que publican, son difíciles de conseguir en México, salvo un par de ellos. Su novela Tengo miedo torero (2001) se inserta en la corriente de las novelas de dictadores latinoamericanos (El señor presidente, La novela de Perón, Conversación en La Catedral, Respiración artificial…), aunque tiene más relación con El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, en la que los personajes son una loca y un revolucionario, como en la novela de Pedro. Además de De perlas y cicatrices (1998), publicó otros libros en los que reunió las crónicas que publicaba en distintos medios y que tienen nombres de boleros, tangos y cuplés: Adiós mariquita linda (2004) y Serenata cafiola (2008). En Zanjón de la aguada (2003), “arremango los años y retrocedo al jodido ayer” y por lo tanto es un homenaje al barrio pobre al sur de Santiago donde nació y donde ya era el niño afeminado que todos veían mal, donde su abuela construyó con palos y hule un refugio para protegerse de la lluvia: “Los pobres odiamos la lluvia”. Háblame de amores (2012) reúne crónicas de su vida más reciente aunque continúa con sus amores de una noche con los obreros o forajidos, de los explotados para hacer posible el milagro económico chileno.

Así, Pedro siempre se mantuvo fiel a su condición de marginado. Carlos Monsiváis tituló su libro sobre Salvador Novo como Lo marginal en el centro: su teoría es que por sus relaciones con el poder (político, social, cultural…), el marginal pasa a ocupar un lugar de privilegio en la sociedad, y lo mismo repitió al escribir sobre Pedro Lemebel, sin embargo, aunque estuvo cerca del poder, al contrario de Novo, Pedro no se dejó seducir por los poderes, no entró en sus mecanismos y literalmente lo escupió como lo cuenta en una crónica cuando escupe al Ministro de Cultura del gobierno de Piñera. Por eso es significativo que la gente haya lanzado una campaña en las calles para que le concedieran el Premio Nacional de Literatura en 2014 que finalmente no le dieron, en cambio, de sus lectores ganó el “Premio Popular de Literatura”. Los primeros reconocimientos y becas llegaron de las fundaciones y universidades estadounidenses: Jean Franco fue una de las primeras en estudiar su obra.

Uno de los comentarios que más me llamaron la atención por su reciente fallecimiento fue uno que lo llamaba “el” cronista de la Latinoamérica. En efecto, las crónicas de Pedro bien pueden ajustarse a la realidad de todo nuestro subcontinente: lo que escribió sobre dictadura chilena bien podría haberlo dicho de las dictaduras en Argentina, Uruguay, Paraguay, Venezuela, República Dominicana, Guatemala, Cuba y México; el cronista de origen mapuche bien pudo escribir sobre los indígenas salvajemente colonizados en los países más mestizos como Paraguay, Guatemala, Perú, México; fue el cronista de los homosexuales y travestis que campean (patinan, diría él) en las calles nocturnas de muchas ciudades latinoamericanas al acecho del deseo, del ligue “al paco o al milico” en los urinarios y los parques públicos. Y el cronista de los pobres del continente, los obreros, los drogadictos, en suma, los marginados.

El primer libro suyo que leí fue Loco afán. Alguien me lo regaló a su regreso de un viaje a Chile donde estuvo con Pedro. Lo leí de un tirón porque era muy divertido leer las andanzas de esa camada de locas arrasadas por el sida. Le dije a ese alguien que felicitara a Pedro de mi parte y que desde ya me declaraba su ferviente admirador, me contestó que yo lo felicitara directamente y acto seguido me dio su correo electrónico. Me di cuenta que era un correo de Hotmail y pensé que tal vez Pedro podría usar el ahora antediluviano Messenger y, en efecto, lo usaba y así fue como “platicamos” muchas veces: recuerdo que una vez me preguntó si me gustaba Adiós mariquita linda u otro que mencionó, seguramente de una canción, para su próximo libro y le dije que claro que me gustaba el primero. Sólo nos vimos en dos ocasiones aquí en México, la primera tal vez en 2005, nos encontramos en su hotel, platicamos largamente y cuando le conté sobre el Spartacu’s, un tugurio a las afueras de la ciudad a donde va mucha farándula (Alaska, Pedro Almodóvar, entre muchos otros), quiso que lo llevara, sin importarle que al día siguiente tenía que viajar (recordé una de sus crónicas donde cuenta que pierde un vuelo por irse de parranda en Lima). La segunda, en la Feria del Libro de Guadalajara en noviembre de 2012, donde presentó su espectáculo Susurucucú Paloma, un juego en el título pues, con el hilito de voz que le quedó por el tratamiento para el cáncer de laringe, ciertamente hablaba como en un susurro. Al finalizar me preguntó dónde estaban las locas de esa ciudad porque no las veía por ningún lado. Todavía hace un año le envié por mail mi texto sobre Lorca y Novo que apareció en Confabulario y me contestó: “¡eran las dos locas!”. Como él mismo decía, huyó de la devastación del sida pero lo agarró el cáncer, que lo condujo al performance de su muerte. En su caso, no podría decir que “descanse en paz” porque un valiente guerrero como él nunca va a descansar.

Pedro Lemebel, su lengua como un puño

1/Febrero/2015
Confabulario
Lina Meruane

1. Resultaba difícil concebir, cuando empezaron a correr los rumores terminales, que su muerte fuera inminente. Pedro Lemebel había sobrevivido a tantas otras calamidades: las hambres de la infancia, las golpizas en la escuela técnica, los palos militares, la posibilidad de desaparecer o de ser ejecutado sin más, por loca, por lenguaraz, bajo el signo maldito de la dictadura militar. Se había sobrepuesto, después, cuando empezaba a brillar, a los múltiples modos de la hostilidad literaria, a los comentarios insidiosos de un mundo letrado que él se encargaría de desenmascarar como clasista, conservador, convencional, y para rematar: obtuso. Lemebel usó de resorte creativo la adversidad, hizo de la opresión su asunto, reivindicó su diferencia y la hizo universal. Se empolvó la nariz, se hizo las pestañas, decoró sus labios de rojo y subido a tacones muy altos exhibió su rostro pintado con la hoz y el martillo en un país, Chile, que incluso en democracia continuaba castigando (de manera soterrada pero inequívoca) toda disidencia.
2. Premunido de un palabrerío poético y punzante fue devolviendo, uno por uno, todos los golpes recibidos.
3. Cuando Lemebel ya había renunciado al Mardones paterno con el que publicó, en 1986, su primer libro; cuando “en alianza con lo femenino” asumió el apellido de la madre (ese sería, en adelante, su marca registrada); cuando ya empezaba a establecerse en el medio como una maraca hecha y derecha, una loca sin vergüenza, una colizona envalentonada por su propia osadía, un puntudo locutor de radio feminista, un penetrante cronista de las mezquindades chilenas, Lemebel esquivó un mal de proporciones epidémicas. El virus se estaba llevando a tantos de los suyos que fueron también los nuestros. El sida acabó con toda una estirpe de escritores neobarrocos entre los que se contaban los novelistas cubanos Severo Sarduy en París, Reinaldo Arenas en Nueva York, y el neobarroso poeta argentino en Sao Paulo, Néstor Perlongher. Lemebel, localizado en Chile, sin intenciones ni posibilidades de exiliarse, asumió las mismas estrategias del exceso, del recoveco y el claroscuro, de la lengua retorcida de esta comunidad dispersa y moribunda. Eximido de esa muerte, Lemebel se dijo neobarroco para abrillantar ese río escuálido y mugroso llamado Mapocho que atraviesa todas sus crónicas santiaguinas, y se erigió en la voz chilena de esa tradición latinoamericana a la que él le daría un registro único.
4. Lemebel era un sobreviviente. Hace falta agregar que se había sobrevivido incluso a sí mismo. Al travesti lanzado sin retorno al “Loco Afán” del encuentro amoroso –así tituló su libro sobre el sida de 1996– con pungas, malandras y toda índole de delincuentes. Al artista proletario de humor prosaico pero ladino, injurioso y hasta sulfúrico cuando sobraban los tragos y la cosa se ponía pesada. Al narrador sentimental que, contra la seriedad de sus contemporáneos, instalaría la cursilería en el corazón de su poética contestaria. Al poeta de la lengua envenenada. Al performista que no tuvo reparo en desfilar, en el gay parade de Nueva York, en pleno cataclismo sidoso, con la cabeza coronada, como un mártir en su aura, como un cristo en su vía crucis, con jeringas llenas de sangre infectada y un cartelito que rezaba, con insolencia sudaca, “Chile returns Aids”.
5. Ahora el referente es su obra escrita –la crónica es, sin duda, lo más asentado y lo más comentado de su producción–, pero su entrada al espacio cultural fue por la pedregosa calzada de la manifestación política. Recién terminada la dictadura (con el dictador todavía dirigiendo las fuerzas armadas chilenas), Lemebel fundó, junto al poeta Francisco Casas, una dupla performática de nombre singular: Las Yeguas del Apocalipsis. Las imágenes lo muestran subido al anca de un caballo blanco con Casas delante, ambos delgados y muy desnudos, ambos con el pelo al viento. A medio camino entre una pareja de indígenas orgullosos y un par de gloriosas Godivas, Casas y Lemebel van a refundar la Universidad de Chile, o, dicho desde lo político, van a simbolizar la entrada de las minorías a la academia. En otra acción de arte las Yeguas aparecen montados en sus tacos de aguja, las medias caladas, vestidos a la Rita Hayworth, Lemebel, a la Dolores del Río, Casas, y bailando una triste cueca frente al Museo de Bellas Artes que acaba de abrir y a la vez acaba de cerrarles a ellos las puertas. Y bailaron también cuecas descalzas sobre vidrios rotos para poner el grito en el cielo tras el informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, que en alguna otra acción, o acaso en la misma (no todo aparece bien documentado), leyeron completo ante las familias afectadas hasta perder la voz. No se cansaron de posar ante las cámaras, como dos Fridas enfermas, como dos sidosas en la muestra Lo que el sida se llevó, como Dos pajaritos, como dos palomas con alambritos. La espectacularidad de la dupla, y luego del carismático Lemebel en solitario, eran actos de intervención que generaban adhesiones espontáneas pero sufrían de lo efímero. El texto escrito vino entonces a darle estabilidad y continuidad a la obra, llevó la presencia y sobre todo la voz de Lemebel mucho más lejos, a mucha más gente y le confirió una temporalidad que no existe en el aplauso, en el chiflido admirado, en los insultos cada vez más ocasionales que caían como espinas sobre él.
6. Arriesgarlo todo, sobrevivirlo todo.
7. “Cómo es la vida”, dijo Lemebel, no sin ironía, al enterarse del diagnóstico, “yo arrancando del sida y me agarra el cáncer”. Esta línea más bien dramática pero a la vez autoparódica se volvió viral al amparo de las redes, pero Lemebel reformularía después esa imagen de derrota pasiva (ser agarrado por un tumor maligno) y la transformaría en otra cosa. En una de las últimas entrevistas concedidas (ya no de cuerpo presente sino ocultando, tras la pantalla, el efecto de sucesivos kimonos, o quimioterapias, de su tratamiento) declaró: “Si no me mató la dictadura ni me mataron los cafiches malandras que enredé en mis sábanas, ni me mataron los amantes delincuentes de una noche, no me va a matar un cáncer de laringe. Creo ser fuertona. Bastante fuertonga”, insistió, y sonaba a alarde pero no era eso. Así había sido su vivir, un pulso eterno con la muerte a la que Lemebel llevaba toda su vida sacándole la vuelta.
8. Acaba de ser enterrado y cuesta aceptar, insisto, que se haya ido con 62 años apenas cumplidos. Que se haya largado sin las tetas que juró ponerse cuando le concedieron el prestigioso premio José Donoso (se gastó todo en los carísimos kimonos). Que se fuera sin el Premio Nacional, por más que supiera que su subversiva trayectoria no lograría consenso en un país tan conservador. Se iba a poner tetas con el Nacional si llegaban a dárselo, amenazó, con una sonrisa, a través de los medios.
9. Nos estamos haciendo a la idea de conjugar a Lemebel en tiempo pretérito, nosotras, las lectores de su obra deslenguada, ellos, los que aplaudieron a rabiar sus arriesgadas intervenciones callejeras, los que asistimos a sus lecturas cuando él, un poco ella, ya no era simplemente una activista, una artista, un narrador de miserias propias y ajenas, de placeres propios y compartidos, cuando ya no era simplemente todo eso sino que se había convertido en una voz. Ser una voz era mucho más que todo lo anterior, era portar la más alta de las condecoraciones. Porque ser una voz única, tener una voz inimitable, es o debiera ser todo para alguien que escribe.
10. Su apellido, materno, elegido, tan raro que parece inventado, promete dejar de ser un nombre para convertirse en el adjetivo lemebélico que nombre una singularidad sin sinónimo posible, que describa esa manera combativa y brillante de mirar, de sentir, de pensar, de decir lemebélicamente. Valga para él, y por qué no, para quienes participen de su universo, también la opción de un adverbio que pudo ser creado por el propio Lemebel.
11. Decirlo todo, escupirlo todo: esa fue su consigna, la del exceso contra la complicidad de los silencios. Esa es otra clave del universo lemebélico: hacer de la trama personal un hecho político, conectar la marginación propia con la colectiva. Lemebel nunca se escondió, nunca se replegó. Siempre puso la cara, el cuerpo, la lengua ensalivada, la mano en la pluma para convocar la militancia de los oprimidos. Le prestó su voz a las torturadas, a los desaparecidos y sus familiares, a alguna nieta secuestrada por milicos, a la sudaquería toda, a las colizas del margen, a los sidosos del mundo, a los estudiantes del sistema público discriminados por el neoliberalismo, a las comunidades mapuche con su inolvidable acento lumpen o con el énfasis siútico y la vocación cantinflera. O con ese tono extrañamente varonil inventado alguna vez por su cuerpo travestido. O la impostación rimbombante del locutor de la emisora feminista desde cuyo micrófono el empecinado Lemebel nos había leído, por años, decenas y cientos de crónicas urbanas de aquí y allá, sobre amantes vivos y estrellas apagadas y graves escándalos políticos, y manifestaciones de toda índole, todas crónicas singulares y necesarias que acabarían por volverlo célebre.
12. El silabeo vuelto susurro, vuelto hilo de voz tras la extracción de la primera cuerda vocal a la que seguiría la segunda. Esta iba a ser la cirugía que acabara con Lemebel, pensamos algunos. Sus amigos más cercanos creyeron que se había acabado la performance con la mutilación definitiva de su voz. Una muerte en vida para un autor que había hecho de la protesta, escrita y aullada, o mejor, escrita para ser declamada, su política. Pero desde el hueco mudo de su laringe Lemebel volvió a entonar su palabra: extrajo, de lo más profundo de su voluntarioso deseo, un murmullo sintético, una voz de ultratumba y sin renunciar a la risa ni a la radio a.m. le dio, de título, a su nueva puesta en escena el sonoro Susurrucucú Paloma. No tenia cuerdas laríngeas, es cierto, pero cuerda de la otra tenía para rato. Ya no dejó de subirse al escenario, vestido de un extraño luto, arropada su garganta (la cicatriz de la garganta) por pañuelos palestinos. Entre sorbos de agua que lubricaban su mudez y le aclaraban su decir ahora prostético, Lemebel le dio un nuevo uso a sus dedos: los que antes tocaban otros cuerpos, los que antes escribían sobre el teclado, ahora también pulsaban el artilugio de su garganta para hacer saltar las palabras metálicas, efectistas, en el micrófono que ahora iba a amplificarlas.
13. El micrófono tan cerca de sus labios: parecía que lo iba a chupar como un caramelo, parecía que nos iba a meter la lengua por las orejas. Su voz ecualizada era también su habla más íntima.
14. En esas, sus arias finales ante auditorios desbordantes (yo estuve en algunas de ellas), Lemebel se reía de su desvalida mudez y narraba, con chiste, el asalto del que se había defendido a punta de gritos sordos para acabar abrazado a sus asaltantes.
15. El ventrílocuo de los oprimidos entre los que la diva proletaria o la lady indígena se seguían contando nunca asumió una posición debilitada ante su circunstancia. Le subió los decibeles a la rebeldía pero de una manera nueva y por supuesto subversiva. Hizo hablar al cáncer como si se tratara de otro subalterno aprisionado dentro de su cuerpo. Hizo del tumor un aliado para oponerse a los discursos médicos que lo instaban a luchar contra él. Lemebel prefirió trabajar la colaboración y siguiendo las reflexiones de Susan Sontag apostó a eludir el lenguaje bélico y aferrarse al suyo, al lemebélico, para conquistar su muerte aunque fuera lo último que hiciera, o dijera. Lemebel nunca iba a desertar. Continúa de pie, la frente en alto, empuñando su filosa lengua.


Encuentro lemebélico
No había escapatoria: yo estaba postrada en una silla, con la pierna enyesada y en alto mientras los demás asistentes al encuentro se abalanzaban sobre copas y canapés. Nos conocíamos desde mis años de periodista cuando yo había entrevistado a las caballas del Apocalipsis. Habían pasado los años, y ya no había yeguas. Lemebel empezaba a trascender su frontera marginal, tras ser reconocido por Roberto Bolaño como su maestro en la guerrilla. Mesándose las mejillas, apretándose la cara, y levantando la voz dijo, despectivo, “Qué te pasó, niña, se te está poniendo cara de escritora”. “Ay Pedro”, respondí, “y qué cara se te estará poniendo a ti, que ahora publicas en España”. Aproveché para agregar, “y además, Pedro, estás harto gordo”. Lemebel demoró un instante para aprovechar mi estocada. Se sujetó la panza con ambas manos y echando el cuerpo para adelante, me preguntó: “¿Se me nota mucho que estoy embarazada de Bolaño?”

Highsmith en México: safari emocional

1/Febrero/2015
Confabulario
Vicente Alfonso

El 14 de diciembre de 1943, una muchacha que intentaba cruzar a México por el puente de Laredo, Texas, tuvo que volver sobre sus pasos y buscar dónde dormir de lado norteamericano. Era una aspirante a escritora que buscaba en nuestro país el entorno propicio para escribir su primer libro, pero enfrentaba dos contratiempos: traía tantos libros en sus maletas que debió enviar algunos de regreso a Nueva York, y su máquina de escribir fue retenida en la frontera. Su nombre era Mary Patricia Highsmith, tenía 22 años y faltaban siete para que apareciera Extraños en un tren, su opera prima, que sería llevada al cine por Alfred Hitchcock.

Setenta y un años después del episodio fronterizo, Patricia Highsmith sigue ganando adeptos a su literatura. Títulos como Crímenes imaginarios, El cuchillo y las cinco novelas protagonizadas por Tom Ripley se han convertido en clásicos del género negro. Esta semana, en coincidencia con el vigésimo aniversario de la muerte de la autora, comenzarán a circular en México –en la nueva colección Anagrama Negra– seis de sus novelas más emblemáticas: Extraños en un tren, El diario de Edith, El grito de la Lechuza, Ese dulce mal, Crímenes imaginarios y El talento de Mr. Ripley.

Aquel viaje de juventud fue mucho más que una anécdota en la vida de Miss Highsmith. Basta hojear sus novelas para advertir que la influencia de México en su obra no es asunto menor. Sus biógrafos consignan que volvió en varias ocasiones a nuestro país rastreando experiencias e ideas para escribir, y en sus diarios quedan registros de que realizó largos viajes por carretera en busca de personajes y situaciones para aprovecharlos más tarde en sus relatos. Un   safari emocional. “El libro es siempre mejor si contiene experiencias […] de primera mano, realmente sentidas. La función de la libreta de notas consiste en llevar un registro de cosas de este tipo, de experiencias emocionales, aunque en el momento de anotarlas uno no sepa en que narración o novela saldrán”, escribiría treinta años después en Suspense. Cómo se escribe una novela de intriga (publicada en español por Anagrama en 1986).

La primera de esas incursiones ocurrió, como ya se dijo, cuando Patricia intentaba escribir su primer libro: entre diciembre de 1943 y abril de 1944 visitó Nuevo Laredo, Monterrey y la Ciudad de México; además rentó en Taxco una casa de adobes donde se dedicó durante meses a redactar una novela gótica que pensaba titular The click of the shutting. Si bien el manuscrito llegó a acumular 385 páginas, jamás fue publicado.

En la extensa biografía Patricia Highsmith (Circe, 2010) Joan Schenkar consigna que la realidad mexicana impresionó a la joven novelista, ávida de experiencias distintas a las que podía tener en su país natal. Cuenta que el 20 de marzo, luego de pasar unos días en Acapulco, Patricia regresó en autobús a Taxco. Atenta al entorno, le llamó la atención “una niña de nueve años, la más guapa que he visto en México. Quería llevármela conmigo. Estaba pidiendo unos centavos con otros niños. He seguido pensando en ella hasta Chispamingo (sic) e Iguala”.

Cuando no estaba escribiendo, Highsmith visitaba los bares de Taxco para beber tequila, escuchar música de mariachi y tomar notas acerca de las costumbres de los habitantes. Como ella misma cuenta en sus apuntes, era asidua cliente en dos establecimientos: el bar del hotel Victoria y el bar Chachalaca. De aquellas notas surgieron dos relatos: “En la plaza” y “El coche”. El primero, ambientado en Taxco, es protagonizado por un indígena que termina asesinado en forma brutal. De esa visita surgió también el capítulo nueve de Extraños en un tren, donde uno de los protagonistas —el arquitecto Guy Haines— visita México: pasea por los jardines botánicos del Castillo de Chapultepec, va a un concierto de violín en Bellas Artes, deambula por Xochimilco y el Zócalo.

Una segunda incursión en territorio mexicano ocurrió de fines de 1954 hasta bien entrado 1955. En palabras de su biógrafa, “México le sirvió de inspiración aunque sin las intensas emociones que le produjo su primera estancia […] Pero las temperaturas corporales elevadas siempre tuvieron un efecto positivo en la escritura de Pat, y quizá el extremismo del clima y de la sociedad de México […] le daban a su imaginación la misma creatividad que la enfermedad”. Durante esa visita, Highsmith escribió una extensa crónica de viaje que pensaba vender como reportaje. En ese texto se refiere a “la injusta pobreza” de la población. El 28 de diciembre, al pasar por Parral, escribe: “la pobreza en que vive la gente es un escándalo”.

Además de volver a Taxco, en esa ocasión la novelista visitó Puebla, Oaxaca, Acapulco y Cuernavaca. Aprovechó también para contactar a un personaje oscuro: un expolicía que había llegado a ser alcalde de Nueva York y que, tras verse involucrado en asuntos turbios, huyó a México para no ser procesado. Su nombre era William O’Dwyer y vivía en una lujosa residencia en el capitalino barrio de San Ángel, donde, en palabras de Highsmith, “se escondía a la vista de todos”.

Una tercera expedición ocurrió de enero a marzo de 1957. Highsmith vino a capturar atmósferas para el que sería su quinto libro, Un juego para los vivos, novela que publicó en 1958 y que está ambientada en nuestro país. Para documentarse, la escritora y su novia en turno “atravesaron todo México” en un Ford descapotable. Según sus cuadernos de notas, quedó encantada con el Carnaval de Veracruz, del que escribió: “Puedo ambientar historias aquí”. También quedó fascinada por los travestis, “muchachos gays que no se ocultan detrás de una máscara, vestido corto negro, las mejillas rosadas y una mirada desafiante, atrevida y descarada, con los labios fruncidos y después sacando la lengua”.

Es en esta novela donde la escritora parece poner, en el flujo mental de uno de sus personajes, el concepto que tenía de la procuración de justicia en nuestro país. Al tratar de establecer si un hombre es culpable de asesinato, un personaje razona: “las cosas no siempre eran lógicas en México”.

Juan Goytisolo: literatura nómada a contracorriente

1/Febrero/2015
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

Mi cultura, forjada a tientas y aun a contracorriente, guardaría mucho tiempo
la marca de los prejuicios, lagunas e insuficiencias de una España asolada y
yerma, sometida a la censura y rigores de un régimen sofocante.

Juan Goytisolo
En la historia de la literatura es común encontrar escritores que han desarrollado su obra fuera del país de origen. Las causas del alejamiento suelen ser ideológicas. La mayoría de esos autores se ven obligados a dejar su tierra ante la certeza de perder la libertad, incluso la vida. Es lo que conocemos como exilio político. En el país donde se refugia, el escritor tiene sensación de desgarro, sentimiento de pérdida, añoranza, “de todo me arrancaron. Me dejan el destierro.” (Luis Cernuda).
Otras veces la expatriación no es tan traumática; el escritor toma la decisión de manera voluntaria, se autoexilia. Esa coyuntura hace que no sea tan fuerte la sensación de añoranza, incluso hay atracción hacia la cultura que le acoge, muchas veces elegida, no impuesta por las circunstancias.
En ambos casos el escritor, a pesar de su infortunio, tiene la oportunidad de conocer otras costumbres, de desarrollar su trabajo en el marco de otras lenguas, de ver su propio bagaje a la luz de otra cultura. En definitiva, cuenta con más posibilidades de ampliar su conocimiento del mundo y de sí mismo, que los autores que no salen de su lugar de origen.
Juan Goytisolo es uno de esos escritores que opta por el exilio voluntario; con el tiempo supera el sentimiento de estar alejado de lo que consideraba propio y nunca regresa a vivir a su país; “Para mí el exilio, a partir de un determinado momento, no ha sido un lamento sino que ha sido una fuerza vital cuyo impulso se ha prolongado después de que desapareció la razón que lo provocó. Yo podría haber regresado a España después de la muerte de Franco [...] esta muerte llegó para mí demasiado tarde [...], me encontraba en una situación donde ya era más familiar para mí vivir en París o enseñar en Estados Unidos o vivir en Tánger.”
Con el paso de los años, Goytisolo se convierte en un escritor nómada que trasciende su condición de expatriado y aprovecha la oportunidad de conocer otras culturas. Pero sobre todo, tiene la capacidad de procesar la visión de su propia herencia cultural desde afuera, liberada de apegos y orgullos nacionales: “El exiliado puede ver su lengua a la luz de otras lenguas, puede advertir enseguida que la escala de valores consensuada por la tribu es falsa. Me explico: cuando uno vive sumergido en un determinado medio no tiene puntos de comparación con respecto a otros idiomas y a otras culturas.” (Juan Goytisolo, Semana de Autor, ECH, 1991)
Estas circunstancias personales se reflejan en la obra de Juan Goytisolo y la convierten en una de las más interesantes e innovadoras de la historia reciente de la literatura española.
Vida y evolución narrativa
Castellano en Cataluña, afrancesado en España, español en Francia, latino en
Norteamérica, nesraní en Marruecos y moro en todas partes, no tardaría en
volverme, a consecuencia de mi nomadeo y viajes, en ese raro especimen
de escritor no reivindicado por nadie, ajeno y reacio a agrupaciones y categorías.

Juan Goytisolo
Juan Goytisolo (Barcelona, 1931) nace en el seno de una familia de la burguesía catalana. La Guerra civil marcará de forma definitiva su infancia, al morir su madre en un bombardeo de la aviación franquista. Siente afición por la lectura desde niño y comienza a escribir en la adolescencia. Empieza a estudiar Derecho y Filosofía y Letras pero pronto abandona la universidad. Su primera novela, Juego de manos (1954), queda finalista del Premio Planeta y es publicada con algunos cortes realizados por la censura. En los tres años siguientes escribe Duelo en el paraíso; El circo; Fiestas, y La resaca, novelas que forman la primera etapa de su obra narrativa. El propio autor piensa que en ellas hay “un predominio excesivo de las influencias librescas sobre las literarias”.
En 1955 viaja a París y conoce a Monique Lange, que trabaja en la editorial Gallimard. Ella lo pone en contacto con el grupo de escritores que son vanguardia en la literatura francesa: Marguerite Duras, Sartre, Simone de Beauvoir, Camus, etcétera. Entabla una amistad con Jean Genet que durará dos décadas e influenciará su obra posterior; “de su mano aprendí esa fecundidad desligada de nociones de patria, credo, Estado, doctrina o respetabilidad” (En los reinos de taifa). Goytisolo se autoexilia en París, vive con Monique y trabaja como asesor literario para Gallimard.
En esos años se compromete con la lucha antifranquista y se integra al Partido Comunista. Se convierte en motor de la resistencia cultural al régimen y organiza actos que buscan la solidaridad internacional. Regresa varias veces a España sin ser detenido y recorre zonas deprimidas del sur de la península. Esos viajes son el tema de sus libros Campos de Níjar (1960) y La Chanca (1962).
En esa época también publica un libro de ensayos, Problemas de la novela, que recopila artículos aparecidos en la revista Destino, que intentaban sentar las bases de una literatura con inquietudes sociales; dos libros de relatos, Para vivir aquí y Fin de fiesta; y la novela La isla. Con apenas treinta y un años, Goytisolo ya ha publicado una docena de libros. A partir de 1963, su obra será prohibida en España.
Juan Goytisolo se entusiasma con el movimiento revolucionario cubano y viaja a la isla en varias ocasiones. Sobre esas experiencias escribe Pueblo en marcha (1963). Con los años, se va distanciando de la Revolución cubana y también se aleja del exilio político español, cansado de sus luchas internas.
En 1964 sufre una intensa crisis existencial causada por sus decepciones políticas, su estancamiento literario y la tensión que le producen sus pulsiones homosexuales, una faceta reprimida de su personalidad que desde entonces decide asumir. Confiesa sus inclinaciones sexuales a Monique, deja su trabajo en Gallimard y se trasladan a Saint-Tropez, donde replantean su relación. Goytisolo comienza un proceso de recapitulación de su vida anterior que produce un cambio de rumbo radical en su literatura. Desde entonces, al margen de movimientos políticos y literarios, se centra en la búsqueda de una identidad propia y se libera de sus fantasmas personales a través de la escritura.
A partir de 1966 crece su interés por la cultura árabe, una pasión que ya no le abandonará; viaja por Marruecos, el Sahara y Oriente Medio (Turquía, Siria, Líbano, Jordania y Egipto). En esos años produce la parte más interesante de su obra. Tres libros marcarán su evolución narrativa: Señas de identidad (1966), Reivindicación del conde don Julián (1970) y Juan sin tierra (1975). Este “tríptico del mal”, punto de inflexión en la literatura española contemporánea, supone la reorientación definitiva de la obra de Goytisolo que, a partir de entonces, irá a contracorriente de las tendencias literarias en boga.
En esta trilogía, el autor lleva a cabo una precisa labor desmitificadora de la historia y la cultura españolas. Señas de identidad arremete contra la familia y la educación religiosas; en Don Julián, Goytisolo elige Tánger como base desde donde consumar su rebelión contra la patria; y en Juan sin Tierra escribe prescindiendo totalmente del esquema narrativo de la novela tradicional, un paradigma que ya no volvería a respetar.
Coto vedado (1985) y En los reinos de taifa (1986) son libros donde Goytisolo recapitula su vida y se libera de manera definitiva del pasado. Rememora su infancia y juventud en España, la etapa parisina, las relaciones con escritores y amigos, los desencuentros políticos, su crisis existencial y el viaje con Monique a la Unión Soviética en 1965, que marca el final de una época. Permanecerán juntos hasta 1996, cuando muere su compañera; ese año Goytisolo se traslada a Marrakech, donde vive actualmente.
Entre otras novelas del autor, todas ellas auténticos experimentos narrativos donde el humor empieza a ocupar un lugar importante en el desarrollo del texto, se pueden citar: Makbara (1980), Paisaje después de la batalla (1986) Las virtudes del pájaro solitario (1988), La cuarentena (1991), La saga de los Marx (1993), Carajicomedia (2000) y Telón de boca, (2003), que según el propio autor será su última novela: “he perpetrado demasiados libros”.
Goytisolo se considera heredero de la tradición literaria en lengua castellana –“mi nacionalidad es cervantina”–, seguidor del Arcipreste de Hita, estudioso de la novela picaresca, admirador de Góngora, de San Juan de la Cruz, de Larra, de Clarín, “reencarnación” de Blanco White, discípulo de Américo Castro, y adepto a Luis Cernuda. Su obra, con más de cincuenta libros publicados, supone un aporte imprescindible para la literatura contemporánea.
Relación con México
México y Marruecos son los dos países en donde me siento más a mis anchas.
Juan Goytisolo
Juan Goytisolo mantiene una estrecha relación con México. En los años sesenta, cuando no puede publicar en España, Joaquín Díez Canedo, en una muestra más de su encomiable labor por la literatura, le abre las puertas de la editorial Joaquín Mortiz, donde se va a publicar la primera edición de dos libros esenciales de su obra, Señas de identidad y Reivindicación del conde don Julián, así como una interesante recopilación de estudios sobre el autor: Juan Goytisolo: la destrucción creadora (Joaquín Mortiz, 1976). “Editorialmente fui mexicano en la época de Franco. Señas de identidad y Don Julián se publicaron por primera vez en México, país que no sólo ayudó a los republicanos, sino a los españoles que no podíamos publicar en España. Esto es una deuda que nunca olvidaré.” (La Jornada, 2006).
Sus viajes a México le mantienen al tanto de la realidad del país. Goytisolo publica ensayos en revistas mexicanas como Letras Libres, el primero en 1979, “Cuba, veinte años de revolución”, y el último en mayo del pasado año, dedicado a la memoria de Octavio Paz, donde resalta que les unía “su apertura intelectual a otros espacios culturales”.
Goytisolo ve multitud de similitudes de carácter político, social y cultural entre México y Marruecos. “Son dos países de frontera. Ustedes tienen el sueño americano, en Marruecos el de la Unión Europea. Sus Tijuana y Ciudad Juárez son acá Ceuta y Melilla. El río Grande, el estrecho de Gibraltar. En el norte de México se agolpan los candidatos de todo Centroamérica a dar el salto al paraíso soñado; aquí, los del África subsahariana. A sus wet backs se les llama acá jarragas. El primer país receptor de remesas de sus emigrantes es México; el tercero, Marruecos. La diversidad étnica, lingüística y cultural son las mismas. Sus tradiciones religiosas y artesanales tienen un extraordinario parecido. La incompetencia y corrupción administrativas son idénticas. Lo que ustedes llaman mordida, aquí le dicen bakchich o rechuá.” (“México DF en vivo”, El País, 14/XII/08)
Ensayo y actualidad
Para mí este es el gran poder de la literatura: deshacer certezas e introducir al
lector en el fértil territorio de las cuestiones que buscan respuestas.

Juan Goytisolo
En la obra de Juan Goytisolo el ensayo ocupa un lugar importante; son numerosos los textos donde el autor desarrolla ideas sobre temas literarios, culturales y políticos. Ejerce de pensador independiente, dispuesto a analizar, exponer y debatir. Desde 1977 hasta la actualidad, mantiene abierto un espacio de comunicación con los lectores en el diario El País, al margen de la línea editorial del periódico. Sus análisis sobre conflictos internacionales, relacionados con el mundo árabe, tienen un enfoque diferente al de la mayoría de los analistas.
Goytisolo se convierte en corresponsal de guerra durante los conflictos bosnio y checheno, condenando la hipocresía de los gobiernos occidentales que por defender sus intereses trasgreden el derecho internacional y no atienden cuestiones humanitarias. Ha publicado decenas de libros y centenares de artículos sobre cuestiones históricas y de actualidad. Su visión es lúcida, diferente, porque a lo largo de su vida aprendió a dudar del discurso oficial, que casi siempre está manipulado para disfrazar la verdad.
Goytisolo nada a contracorriente en el cauce de las ideas globales y totalizadoras. Se solidariza con los grupos marginados y excluidos, les da voz a través de la literatura. Apuesta por la riqueza de la diversidad frente a la uniformidad depredadora de identidades. Juan Goytisolo encarna el compromiso que el escritor debe asumir ante la historia, implicarse en la transformación de la realidad desatinada en vez de colaborar para perpetuarla.

Juan Goytisolo a la intemperie

1/Febrero/2015
Jornada Semanal
Adolfo Castañon

El escritor ajeno al mercado y a los oropeles o harapos de la gloria nacional debe ser esa planta del desierto cuyas raíces dan con la vena de un legado caudaloso y atemporal que lo mantendrá en vida, alcanzando así, a través de una contemporaneidad visionaria, el bosque encantado de las letras: la frondosidad soterrada de cinco mil años de existencia humana en la que forjará, con paciencia y amor, su árbol de la literatura.
Juan Goytisolo, El lucernario.
La pasión crítica de Manuel Azaña.
I
Obra encrucijada entre la narrativa, las memorias, el ensayo, la crónica, el testimonio, el periodismo y la crítica, la del escritor Juan Goytisolo (nacido en Barcelona en 1931) y desterrado por decisión propia en París desde 1957, es a la par reconocida y premiada pero también ignorada, poco leída y menos releída.
Es Juan Goytisolo un nómada disidente cuya única patria parece ser la escritura y la lectura, la enseñanza y la amistad. Excéntrico y subversivo, creador original que en cada libro rompe géneros y fronteras, su escritura parece atrincherarse en la intemperie, en sus novelas se desenvuelve un itinerario novedoso y ávido de intercambios, riesgos y transgresiones. Es una figura altiva y controversial, según supo apuntar el escritor uruguayo Danubio Torres Fierro, quien lo conoció en los años setenta y caracterizó así su talante disidente: “Muecas de desamor, ademanes repelentes, alegoría de la moda, orgullosa orfandad transterritorial –y un obstinado recriminatorio. Una reivindicación de la singularidad y el radicalismo, un elogio del exilio y la errancia como fraguas liberadoras, de sello cuasi ácrata, y un alegato a favor de una moral inclaudicante y una estética bastarda. El despliegue, en fin, de una bandera soberbia. Va de suyo que, en el personal espacio de inquisición que Juan diseñó a lo largo de su obra, estas defensas (en el doble sentido de la palabra) encajan como claves de bóveda y piezas maestras de una arquitectura intelectual que denuncia una continuidad zigzagueante y empecinada.”
María Zambrano distinguía dos categorías de poetas: la de los que necesitaban protección y la de los que no habían menester de ella. Esta distinción apuntaba hacia la carencia teórica o conceptualizadora que expone a ciertos poetas a la manipulación, si no al manoseo, de los exégetas, profesores y otros agentes doctrinarios. Viene a cuento esta mancuerna para ensayar una aproximación plausible al consistente y bien trabado oficio ensayístico y crítico de Juan Goytisolo, uno de los contados autores reales y necesarios de la lengua en esta edad sinóptica de famoseos y complacencias globalizantes. No se puede olvidar que Carlos Fuentes, en su libro sobre la Nueva novela hispanoamericana, lo consideró como uno de los nuestros, según recuerda Octavio Paz. Si su obra narrativa tan amplia y necesaria como innovadora y profunda es bien conocida, el oficio ensayístico y crítico de Juan Goytisolo resulta menos familiar, aunque sea precisamente de ahí, de esa biblioteca en movimiento crítico, de donde el narrador viene a extraer no poca de su riqueza y hondura, de su capacidad de polinización, para echar mano de una expresión empleada por él. El asombroso paisaje de su fabulación no sería plenamente explicable sin esa lectura apasionada y vehemente de los saberes y las ignorancias expuestos y soterrados entre “España y los españoles” –título de un célebre ensayo suyo, publicado en 1969, tras permanecer inédito muchos años a causa de la censura franquista y que da título a una antología de su ensayística hispánica, prologada por Ana Nuño.
La obra ensayística y crítica de Juan Goytisolo no es, por cierto, producto de la sosegada y a veces estéril existencia de quienes miran transcurrir su longevidad desde los claustros universitarios y académicos. Obra de un creador activo y beligerante, lo es también y en buena medida de un hombre que ha conocido la militancia política y que como se puede comprobar en sus ejemplares libros de memorias (Coto vedado, Los reinos de Taifa) ha tenido que aprender a palos y censuras la historia, tanto la del reino, república o dictadura de la nación que le tocó escribir y llorar como la de la utopía comunista que en su juventud abrazó su vocación disidente, para irse luego desengañando de ellos.
Fermentada por la vida activa de la militancia, la vida del contemplador solitario y disidente, y la del escritor que ha buscado beber en las fuentes secretas de la marginalidad, su prosa reúne sus caudales conceptuales en una obra ensayística que resulta clave. Clave para cualquier escritor que aspire desde la sucursalizada y petrificada lengua española a sincronizar su reloj cultural con la hora convergente y a la par diseminada del mundo actual. Clave también para entender qué le ha sucedido, entre silencios y fanfarrias, a las letras hispánicas desde su plenitud en la Edad Media, y antes de esas prolongadas “vacaciones” críticas que se tomara la cultura española a partir del reinado de Felipe II y hasta la hora efímera de la República presidida por Manuel Azaña, a quien Goytisolo ha dedicado un libro admirable: El lucernario. Dice ahí Juan Goytisolo, para situar las medulares reflexiones políticas de Manuel Azaña (al filo de la derrota de la República española) tanto como las suyas propias: “En el debate intelectual, la reflexión más profunda y original sobre lo acaecido fue en mi opinión la de Américo Castro; en vez de buscar la raíz del mal en el siglo XIX y las Cortes de Cádiz, su análisis se remonta a la Baja Edad Media y pasa por la criba del españolismo puro de los cristianos viejos, la hidalguía basada en la limpieza de sangre, el unanimismo castizo y el consiguiente rechazo de las ideas heterodoxas y de las razas “manchadas’. Sus planteamientos fecundaron mi escritura desde mediados de los años sesenta del pasado siglo, tanto en el campo de la creación novelística como en el del ensayo.”
En efecto, lector acucioso y amigo corresponsal de Américo Castro, con quien cruzó entre 1968 y 1972 un Epistolario, Juan Goytisolo es, al igual que éste, un afilado hispanista y un renovador de la imaginación histórica española. Su lección disidente y solitaria sólo cabe compararse por su hondura y firmeza a la del mencionado Américo Castro o incluso a las de Marcelino Menéndez y Pelayo o Ramón Menéndez Pidal. Al igual que las de ellos, domina su construcción teórica un vasto panorama. Esa lección crítica –realzada por una vista estereoscópica– se ha vertido en diversos libros de ensayos y artículos como España y los españoles (1969), El furgón de cola (1967), Disidencias (1977), El bosque de las letras (1995), Cogitus interruptus (1999), signados todos ellos por una voluntad a veces instintiva, a veces calculada, de desacralización y disolución de los mitos en que se atrinchera esa especie civilizatoria llamada “homo hispanicus”.Y este es justamente el personaje laberíntico y el eje de sus meditaciones críticas, develadas invariablemente por restaurar y descifrar el revés de la entrampada trama cultural, pasada y presente, del paraje cultural hispánico.
Como no queriendo la cosa, pero sin dejar de acosar a su presa crítica, Juan Goytisolo ha ido salvando de la desmemoria estratos íntegros de la historia de la cultura hispánica; ha ido transvalorando sus espacios y territorios, salvando del olvido y la indiferencia no sólo autores y obras puntuales del Arcipreste de Hita y La Celestina al Cancionero de burlas y Quevedo, Sarmiento y Sarduy, Lezama Lima, Octavio Paz o Carlos Fuentes, para sólo poner algunos casos, sin por así decir tramos marginales y subterráneos que recorren las edades conflictivas de las letras hispánicas. Pero esta labor pedagógica no ha de asociarse a una voluntad corporativa y gregaria; en Juan Goytisolo lo que está en juego, así en la escritura como en la vida, es el placer, el juego, el riesgo vivificante de la intemperie, la reivindicación del imperio de los sentidos intelectuales, estéticos, físicos y virtuales. De ahí entonces una actitud invariablemente provocadora, incitante, y que apela a la virtud solitaria de las aves de presa y altura, desdeñosas de la gregariedad comedida y eventualmente robotizada del mundanal suburbio globalizado.
Nutrido en la savia teórica del marxismo y en la cultura y la crítica francesas contemporáneas, embebido paulatina pero inexorablemente en el espejo enterrado de la parva tradición ibérica, aclimatado en los bordes europeos y árabes del Mediterráneo, inflamado por una pasión autocognoscitiva que lo lleva a traspasar las fronteras de la imaginación heterosexual y a reconocer en ese deslinde las posibilidades del amor y la pasión homoeróticas, familiarizado desde adentro con las raíces de la civilización islámica, exponiéndose una y otra vez a la intemperie de lo incalculable y marginal, así en la página como en la ciudad, en el cuerpo mental como en el cuerpo físico, Juan Goytisolo ha seguido en su parábola vital una línea que se va haciendo geometría y que va desdoblándose en espacio, en hábitat para el sobreviviente.
II
Cuando Juan Goytisolo vino a México a recibir el Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo, en mayo de 2002, el Fondo de Cultura Económica le propuso la idea de realizar una selección de sus ensayos. Tuve entonces, en mi condición de interlocutor amistoso, la fortuna de acompañarlo a un paseo por el Zócalo o Plaza Mayor de la ciudad capital de México. Era el jueves 30 de mayo, fecha en que se celebra la fiesta de Corpus Christi. La plaza estaba llena, animada por familias que llevaban a sus niños vestidos de campesinos, para recibir la bendición que se les imparte en esa fiesta. La multitud abigarrada y colorida evolucionaba despaciosamente por entre los puestos de los mercaderes ambulantes. Los altavoces pregonaban confusas letanías que parecían hechizar a la serpiente de aquella anónima muchedumbre giróvaga. En un recodo de la conversación, Juan Goytisolo me dijo que esa plaza de México le traía a la memoria la del mercado abierto de Marraquesh pues tenía no poco de árabe e islámica (“rayada de morisco”, pensé recordando involuntariamente a López Velarde). Siguió Goytisolo hablando de la importancia que para él tenía México como cultura y como espacio para la imaginación hispánica. Guardo como recuerdo de esa conversación una imagen tomada en el atrio de la Catedral por uno de esos fotógrafos que le facilitan al cliente un escenario, en este caso: un sarape de saltillo con paisaje volcánico estampado y la imagen de la Virgen de Guadalupe y, en el primer plano, una ofrenda con comida típica mexicana. En medio, en el centro, con gafas negras, sarape calado sobre el hombro derecho y sombrero de charro en la mano un Juan Goytisolo vestido con camisa gris y pantalón beige y con una expresión enigmática –como de milenaria tortuga– no exenta de una leve sonrisa. Una vez tomada la imagen, volvió la conversación, que ahora giraba en torno al Arcipreste de Hita y el Libro del buen amor, una de las semillas ocultas o soterradas en el primer capítulo, “Del más acá venido” de la novela Makbara –ese avatar de lo escribible y legible, cota fronteriza como si fuese el Finnegan’s Wake de la literatura escrita en español– cuyas últimas líneas dicen: “…recorrer otros lugares, otros ámbitos, levitar sobre un tapiz, continentes y océanos, otro país, errancia, hospitalidad, nomadismo, la vasta latitud del espacio, otras voces, su lengua, mi dialecto, como antaño, en medio de ellos, vivo, soy, me muero, libre al fin, camino del mercado”.