sábado, 15 de noviembre de 2014

Sin banderas

15/Noviembre/2014
Laberinto
Armando González Torres

Hace algunas décadas, la posesión de un libro de José Revueltas, deshojado y obsesivamente subrayado, era un distintivo progresista. Hoy, ese carisma ya no funciona; sin embargo, basta hojear sus libros para constatar la elasticidad casi clásica que conserva su narrativa. Con poco más de una decena de novelas y libros de relatos, Revueltas asimiló como nadie las nociones de sufrimiento y expiación. Aunque sus tramas se insertan en las circunstancias de la Revolución mexicana, la guerra entre el poder civil y religioso, la vida obrera y campesina, la militancia comunista y el ámbito carcelario, en realidad constituyen una auténtica fenomenología del suplicio. 

Revueltas crea un universo literario original e irreductible que le permite rebasar la fecha de caducidad de los productos de una corriente literaria y adquirir una vigencia basada en el exceso virtuoso de su prosa y en la corporeidad escalofriante de sus personajes. Porque los hombres del subsuelo, los humillados y ofendidos, los endemoniados de Revueltas resultan seres profusamente reales, que protagonizan una narrativa de pasiones exaltadas y situaciones límite y que se plasman con una huella estrafalaria y violenta en la memoria. La presencia de los marginados, los parias, los freaks, más que un recurso literario, constituye una exploración de las agobiantes semejanzas entre la vida ordinaria y los extremos de fealdad, degradación e ignominia.

No es sutileza narrativa o delectación con el estilo lo que se encuentra en las páginas de Revueltas, sino un naturalismo áspero, plagado de una violencia y una convulsión próximas a lo sublime. Por ejemplo, las peleas brutales, los empalamientos de cristeros, las torturas a los animales (la epifanía de un hombre ante su perro, al que ha castigado hasta arrancarle un ojo y romperle la espalda y que aun así se arrastra para lamer sus pies) o, en otro extremo, la impasibilidad de Fidel, el burócrata comunista, ante el cadáver de su hija Bandera son imágenes pavorosamente concretas que exaltan el sufrimiento físico y mental como una forma de la revelación. Revueltas crea, desde Los muros de agua hasta El apando, un universo carcelario que no se remite únicamente a la prisión, sino a la generación de paisajes opresivos y personajes cautivos, piezas inermes del destino que, sin la grandeza de los héroes, acuden a un sacrificio sin sentido. Desde el encierro vital, desde esa prisión metafísica en la que los hombres reptan en una caverna, Revueltas explora y revela que el hombre es el juguete de un Dios violento y caprichoso.
¿Cómo se concilian las perspectivas de un espíritu trágico y pesimista adscrito a una iglesia política, mesiánica y optimista? ¿Cómo evoluciona y se desenvuelve esta obra escrita entre el ritmo delirante de la militancia marxista, los frecuentes encarcelamientos y los padecimientos personales? Ya desde Los muros de agua, su primera novela publicada en 1941, Revueltas traza la índole de sus atmósferas y sus personajes dilectos: se trata de una novela sobre un grupo de presos políticos en las Islas Marías, en la que, más allá del testimonio descarnado de la vida en la prisión, se explora con agudeza psicológica los caracteres y motivos más profundos y ocultos de la militancia comunista. En 1943 aparece El luto humano, una novela de atroz belleza que narra la muerte por agua de un grupo de campesinos y en la que, desde la seminconciencia de la agonía, se asiste al retrato de personajes memorables como Natividad, el reformista social; Úrsulo, el bastardo perplejo entre su incertidumbre y sus ideales; Adán, el asesino a sueldo; o el anónimo cura cristero, atormentado por la duda sobre su vocación y la realidad del pecado. En 1944, Revueltas publica Dios en la tierra, un libro de relatos oscuros y barrocos cuyo tono y características lo vuelven más un alegato metafísico y religioso que una denuncia política. Sin embargo, el desgarramiento más visible entre su credo político y la humanidad de sus personajes se presenta en Los días terrenales de 1949, esa radiografía del comunismo cuya crudeza le valió la crítica y el aislamiento y lo obligó a una retractación pública. Las novelas de enmienda de Revueltas, de 1956 y 1957, En algún valle de lágrimas y Los motivos de Caín, son más ceñidas a un realismo limpio, aunque, por supuesto, menos ricas y complejas. En 1960, Revueltas publica su libro de relatos más celebrado, Dormir en tierra, en el que depura y perfecciona su galería de personajes. Los errores, de 1964, es otra novela, quizá tardíamente herética, que aborda la vida comunista y los procesos de Moscú y en la que nuevamente la dimensión moral de sus personajes interroga a la profecía. Finalmente, en El apando se perfeccionan los temas revueltianos en una pieza de perfecta crueldad.


No es extraño que en su tiempo esta narrativa de la angustia y el abatimiento, este realismo escasamente edificante (la ambigüedad de las situaciones, la complejidad de sus personajes no facilita la extracción de moralejas), resultara poco aceptable y útil para su militancia. Años después, la narrativa de Revueltas pero, sobre todo, su rebeldía heterodoxa, generaron una corriente de empatía con los protagonistas del 68 y se convirtieron en el emblema de toda una generación de izquierda. Sin embargo, hoy que las causas que hicieron a Revueltas un mito cívico son rebasadas por la realidad (el desencanto ideológico, la anorexia política), sus personajes y situaciones aún tienen el poder de conmover y estremecer pues, con una poesía sorda que resiste descuidos y digresiones, recrean la miseria, el sufrimiento, la pasión y la desesperanza.

El tortuoso camino de la libertad

15/Noviembre/2014
Laberinto
Florence Olivier

Si, como dijo Octavio Paz, José Revueltas es “una figura única y aparte en la literatura mexicana”, se debe a su perenne postura de creador indómito. Escritor y militante marxista a la par, Revueltas no privilegió ninguno de sus dos compromisos sino que los asumió plenamente y no dudó en ser autocrítico y heterodoxo tanto en la creación literaria como en la práctica y el pensamiento político.

El ser militante comunista y escritor de ficción, fiel al partido, mientras pudo, y ambicioso en la verdad novelesca, le deparó no pocas penurias. En varias ocasiones, el camino del escritor tuvo que franquear una “puerta estrecha”, llevándolo a buscar nuevos equilibrios entre sus imperativos morales. Su obra aparece así como una empresa épica de conquista de la libertad frente a los dogmas o a la obligación de no traicionar las verdades impuestas por ideólogos y compañeros de militancia del PCM o del PP.

Desde un inicio inserta a figuras de militantes comunistas en las tramas de sus novelas, confrontándolos con personajes del lumpen o del mundo marginal de hampones y prostitutas. Crea así microcosmos que enseñan con aumento de lupa las lacras y contradicciones de la sociedad postrevolucionaria. En Los muros de agua (1941) unos comunistas presos en el penitenciario de las Islas Marías luchan por conservar una ética militante pese a verse sometidos a un sinfín de pruebas y degradaciones. Crudas escenas de sadismo y escatología muestran a los presos comunes en impotente rebelión. Asoma ya el realismo expresionista de Revueltas aunque se ve sojuzgado por una axiología que distingue entre valores positivos y negativos. El luto humano (1943) pudo leerse como una novela mexicanista, situada en el árido mundo rural donde fracasan la reforma agraria y el desarrollo técnico aportado por el gobierno postrevolucionario. A través del éxodo de nueve personajes que huyen de una inundación se rememoran los conflictos de cada cual, asociados a la revolución o a la guerra cristera. La larga noche de vana fuga se corresponde con los fracasos de la historia revolucionaria y contrarrevolucionaria. Sin embargo, esta novela profusa e inspirada, que hurga en los lastres de la cultura mexicana, implosiona al contagiar la expresión del mito con el anuncio postergado de la historia prometida del comunismo. Pese al vislumbre de luchas futuras, los campesinos terminan en desamparada agonía, acechados por zopilotes. Con Los días terrenales (1949) estalla el conflicto entre el escritor y el militante. La novela denuncia las derivas autoritarias y el sacrificio de la libertad en el seno del PCM, incapaz de analizar la compleja realidad del México postrevolucionario con sus indígenas comunistas y católicos, con sus heroicos desempleados. Gregorio, comunista y artista, reclama ante el dogmático Fidel la posibilidad para el hombre de una conciencia de la libre desdicha gracias al futuro advenimiento del comunismo. Termina torturado en la cárcel tras su detención durante una manifestación suicida que le mandaron encabezar los dirigentes del Partido. A imitación de Cristo, Gregorio acepta su destino y hasta la ausencia de verdad. La novela le valió a Revueltas tal campaña de denigración por parte de sus compañeros del PP y ex compañeros del PCM que optó por retractarse y censurarse, obedeciendo a las “razones de partido”. En 1962, tras su segunda expulsión del Partido Comunista, persevera en la crítica al publicar Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, que expone los errores históricos del PCM, declarando su irrealidad. Con la publicación de Los errores en 1964 acaba la rehabilitación de Los días terrenales. Novela negra y urbana, la de 1964 aúna una trama política a una trama policial en el mundo del hampa según un sistema de vasos comunicantes que hace repercutir las fallas de los delincuentes en los errores de los militantes. El error y el horror supremos, sin embargo, proceden de la autotraición de los ideales comunistas por las desviaciones estalinistas en los partidos comunistas del mundo. Con este argumento truculento y filosófico la elección de Revueltas apunta a la recreación de la historia comunista en la década de 1930 como tragedia y como farsa. Negra novela de la alienación, que postula al hombre como ser erróneo, supuso no poco valor de Revueltas para desentrañar las oscuras aporías morales de sus camaradas, cuando no las suyas propias.


En 1969, la publicación de El apando, novela breve y magistral, relato rítmico de un solo aliento, fábula sobre la alienación humana a partir de las tristes hazañas de unos apandados en Lecumberri, cuyos guardianes resultan ser no menos presos, confirma que Revueltas, el habitué de las cárceles, el curtido escritor de la empresa realista, expresionista, filosófica, por fin se halla libre. Ya fuera de la cárcel ideológica, fallece pocos años después, en 1976, joven aún. Tan libremente desdichado como Gregorio.

El estética y el crítico literario

15/Noviembre/2014
Laberinto
Evodio Escalante

Comienzo señalando lo que a primera vista podría considerarse una tara en la constitución anímica de José Revueltas: su incapacidad para responder de frente a las críticas, a veces no solo severas sino malintencionadas, que merecieron él y sus textos literarios. Esta es una constante que no lo abandona nunca. Su primera gran novela, El luto humano (1943), que le acababa de valer un Premio Nacional de Literatura, fue saludada con una reseña de Octavio Paz en la que no solo lo acusaba de torpeza para relatar, de recurrir a un lirismo sin empleo y de empantanar su texto con digresiones y personajes inconsistentes, sino que le negaba al libro su calidad genérica: no era una novela. Revueltas reaccionó, es cierto, pero de modo oblicuo y sin darse personalmente por aludido, con lo que, podría decirse, los ataques quedaron sin contestación. En los años cincuenta sucedió algo todavía peor. Los días terrenales (1949), su siguiente novela, aunque elogiada como una obra de arte por críticos de la talla de Salvador Novo y Alí Chumacero, fue condenada al infierno de la literatura degenerada que inspiraba el decadentismo existencialista por Enrique Ramírez y Ramírez, vocero de la izquierda, quien consideró a su autor como un renegado ideológico que con esta obra filosofante y teñida de misticismo se hacía eco de la propaganda que los periódicos burgueses propalaban contra el sistema socialista. En ese caso, Revueltas no solo se quedó callado, sino que, cimbrado de seguro en lo más íntimo, acabó enviando a Lombardo Toledano y a Ramírez y Ramírez una carta en la que, como si retrocediera a los tiempos oscuros de la Edad Media, entonaba un patético mea culpa, agradecía la crítica científica (sic) que se le acaba de hacer, y se desdecía de tal forma de su novela que anunciaba que la retiraría de la circulación. ¡Tal cual! Por fortuna, esta carta, que exhibe a su autor en el trance de una abjuración lastimosa, no fue publicada en su momento. En franca actitud de repliegue, Revueltas no solo dejaba desamparada a su novela, sino que igualmente nos privó de lo que pudo haber sido un debate de significativas repercusiones dentro de la cultura de la izquierda de aquellos años, tan lastrada por el estalinismo vernáculo.

Con su siguiente novela de madurez, Los errores (1964), sucedió algo semejante. Se la llegó a elogiar pero a menudo con reticencias: su lenguaje era demasiado espeso, la trama resultaba confusa, la caricatura predominaba sobre el retrato y campeaba en ella el resentimiento de alguien que había sido expulsado en dos ocasiones del Partido Comunista. La respuesta del autor, de nuevo muy indirecta, consistió en escribir un ensayo en el que postulaba el audaz concepto de autoanálisis literario. Es la novela misma la que, convertida en una entelequia en el genuino sentido aristotélico del término, se autoanaliza y se justifica a sí misma ante el público lector y la posteridad: José Revueltas como tal no es sino un testigo del que se puede prescindir.

Esta extraña “desaparición” de la figura del autor, que se resuelve por la incapacidad de defender sus textos ante la crítica, y que podría explicarse por las lecturas “cristianas” de su adolescencia (“no respondas al mal con el mal”), en realidad embona muy bien con la compleja idea de despersonalización que parece ser típica de los personajes revueltianos y que el propio Revueltas llega a esgrimir en varios de sus textos. Es como si el autor estuviera convencido de que el individuo como tal es un guarismo insignificante, y que lo que importa no es el yo personal, efímero y falible, sino el destino de la humanidad como un todo. Es la impersonalidad asumida de modo consciente por José Revueltas y convertida, por decirlo así, en mantra existencial, la que deja a la deriva a El luto humano, Los días terrenales y Los errores, textos que, en dado caso, habrán de defenderse solos y sobrevivir si tienen méritos para ello. Por supuesto, han sobrevivido.

La imposibilidad de entablar polémica, que podría parecer un defecto de carácter, se revela de algún modo como una convicción vinculada a la concepción marxista de la historia que sostiene Revueltas. Cuando en su reseña titulada “Una nueva novela mexicana” Paz rompe lanzas contra El luto humano, Revueltas se desentiende de sí mismo y de su novela pues no hay nada en ellos que merezca defenderse en el plano burgués de la individualidad. Asume el reto pero de una manera sesgada e impersonal, como consta en “Réplica sobre la novela: el cascabel al gato”, que se publica apenas una semana después de que apareciera el texto de Paz. En este ensayo poco visible pues los editores de las Obras completas lo insertaron en un libro que se titula Visión del Paricutín (Y otras crónicas y reseñas), Revueltas aporta su propio diagnóstico no solo sobre la novela sino sobre la situación general de las letras en el país. En México se debatirían los siguientes grupos: los helenizantes que nunca arriesgan nada, encabezados por Alfonso Reyes; los europeizantes puros que en el fondo nada quieren saber de lo que sucede en este país, bajo la jefatura de Xavier Villaurrutia; los “revolucionarios” oportunistas que viven a la sombra del presupuesto como Jorge Ferretis y Gregorio López y Fuentes; los ministros y generales literatos, de los que no hace falta hablar; y, por último, los escritores marxistas entre quienes se encuentran Juan de la Cabada, Ermilo Abreu Gómez y su gran amigo el poeta Efraín Huerta.

Revueltas pone por delante un hecho histórico: la novela como género se forma en la época en que surgen los Estados nacionales. La novela es la manera en que la nación toma conciencia de sí y se da una expresión literaria. “La novela en términos muy generales […] es un fenómeno de madurez nacional”. Esta madurez, como es obvio, no depende tanto de la persona del novelista como del mundo al que éste pertenece, el mundo que está obligado a reflejar. Por ello, las fuentes del estilo hay que buscarlas en el pueblo, no en la conciencia ilustrada de los presuntos escritores. En este contexto, Revueltas deja caer una fórmula de oro: lo que debe importar no es “escribir bien”, sino “expresarse bien” como de seguro hizo Cervantes. Los exquisitos no entienden el problema del estilo porque tienen la mira puesta en la eternidad, quieren ser clásicos desde ahora. ¿Qué es un escritor? Revueltas piensa que el escritor es un albañil que aspira a lo perenne. Por eso asegura: “Este es el mal de nuestros escritores, de todos nuestros escritores. En el fondo de cada sollozo de Octavio Paz o de cada lágrima de Neftalí [Beltrán] o de cada suspiro de Pellicer […], hay una aspiración a la inmortalidad”. Si estos escritores se metieran de verdad en el movimiento dialéctico de la vida, se olvidarían de esta pretensión soberbia. En El luto humano, parece dar a entender Revueltas entre líneas: “yo quise atenerme a este movimiento sin pensar en los preceptos de la academia ni en las madréporas de la eternidad. Quise expresarme, y me expresé”.

Habrá de transcurrir poco más de una década para que Revueltas asimile las incriminaciones que se hicieron a Los días terrenales. En los sesenta, como si se recuperara de una larga depresión, Revueltas publica el desafiante Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) y muy poco después en el Fondo de Cultura Económica Los errores (1963), la más ambiciosa de sus novelas, en la que consolida y universaliza su crítica al dogmatismo doctrinario de Stalin y sus seguidores ya no solo en México sino en todo el mundo, con lo que da a entender que aquello que se desplegaba en Los días terrenales conservaba hoy en día toda su validez. Tiene cincuenta años y es, si se lo puede decir, un escritor consagrado. Recibe en 1967 el Premio Xavier Villaurrutia.

De la suerte variopinta de Los errores entre los críticos mexicanos ya anticipé algo renglones atrás. En 1965 Revueltas publica otro libro de madurez: El conocimiento cinematográfico y sus problemas. Todo lo que Revueltas sabe de cine —no se olvide que escribió más de veinte guiones que llegaron a las pantallas— pero igualmente de literatura, de teatro y de pintura, así como de filosofía, cristaliza en este libro que es en realidad una estética del autor. En la edición original de este libro se incluyó, a manera de apéndice, “El autoanálisis literario”, un texto que postula sobre bases hegelianas la autonomía del texto literario. Con la mediación del novelista, pero en realidad prescindiendo de él, el autoanálisis no sería sino “la actitud objetiva que asume el pensamiento ante la tendencia o las tendencias del trabajo que se propone”. El escritor no inventa su texto a partir de la nada, sino obedeciendo (y quizás hasta adivinando) la tendencia que está implícita en sus materiales. Por ello continúa Revueltas: “El autoanálisis literario es el método de que se sirve un escritor, consciente o espontáneamente, para descubrir la determinación de sus materiales, la tendencia de los mismos, antes y en el momento de organizarlo como novela, teatro, cinedrama o poesía”. Al compenetrarse e interiorizarse de esta manera con sus temas y su lenguaje, la subjetividad del escritor deja de ser tal y llega a coincidir con el movimiento mismo de la realidad objetiva, que es adonde se quiere llegar. No ignoro que hay un cierto trasfondo metafísico en esta postura. Según Revueltas la cosa objetiva, la cosa real, se piensa a sí misma como tal en el cerebro del hombre que la ha llegado a pensar, es decir, se piensa a través del cerebro del escritor. En consecuencia, es la realidad objetiva la que se autoanaliza en el proceso mismo de objetivarse como obra literaria. De aquí que Revueltas concluya que la obra terminada es una verdadera entelequia, esto es, un concepto que persigue sus propios fines.


Por ello Revueltas no se siente en la obligación de responder a sus críticos. Él no ha hecho sino obedecer la lógica interna de sus materiales de trabajo, y es el propio autoanálisis de la obra la que habrá de contestar por él. Podemos compartir o no esta concepción de Revueltas, pero no se puede negar su fuerza y su originalidad. La obra literaria es una máquina que arrolla con todo, incluso con su autor. Lo único que lamento en este punto es que la finada Andrea Revueltas y Philippe Cheron, los editores de las Obras completas de Revueltas, a quienes tanto debemos, hayan “desmembrado” varios de los libros que se encargaron de editar. De México: Una democracia bárbara (1958), por ejemplo, excluyeron “Posibilidades y limitaciones del mexicano” para agregar en su lugar varios textos en torno a Vicente Lombardo Toledano. De El conocimiento cinematográfico y sus problemas, expurgaron los ensayos “El autoanálisis literario” y “Libertad del arte y estética mediatizada”, con los que el libro se consolidaba como un volumen que giraba todo él en torno a cuestiones de la estética contemporánea. Como un libro que estaba pensado, para decirlo de otro modo, desde la perspectiva de una filosofía del arte. En su lugar, los editores incluyeron diversos textos sobre cine y otros que documentan de modo circunstancial la lucha que el sindicalista Revueltas emprendió fallidamente contra los detentadores del monopolio de las salas de exhibición en el país. Con ello, y lo lamento, la política desplazó al pensador.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Rulfo y el “otro” Rulfo

8/Noviembre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Ocurre una reorganización de la historia de la literatura mexicana y una gran resistencia a esta reorganización. En esta lucha de archivos, han (re)aparecido documentos que fulminan un rumor contra el máximo escritor mexicano: Juan Rulfo.
Pedro Páramo en 1954 fue editado por la UNAM, Fundación Juan Rulfo y RM y contiene facsímiles de siete fragmentos de la novela de Rulfo publicados en tres distintas revistas en 1954 —año previo a su impresión en libro— y secciones del mecanuscrito original.

Los estudios están a cargo de Jorge Zepeda, Alberto Vital y Víctor Jiménez; y enfatizan que contrastar estos textos con la versión final muestra el dominio estético de Rulfo. 

Lo ejemplifican en el efecto producido por el cambio de nombres de personajes y la novela. El paso de “Tuxcacuexco” a “Comala” o de “Bonifacio Páramo” a “Abundio Martínez” son leídos como señales de culminación estética, toques finales que conducen la obra a una dimensión superior.

Lo mismo ocurre en el tránsito de los distintos títulos de la novela antes de llegar a Pedro Páramo: “Los desiertos de la tierra”, “Una Estrella junto a la luna” y “Los murmullos”.

En el tercer estudio, Jiménez subraya que comparar estas versiones preliminares con la novela publicada, además, entierra para siempre el mito de que Alí Chumacero, Antonio Alatorre o Juan José Arreola ayudaron a Rulfo a convertir unos “montones de cuartillas” en una obra maestra, como tanto se ha dicho. 

Pero, repensemos, estructuralmente ¿de dónde surgió el mito del supuesto co-autor de Pedro Páramo?

Jiménez desarrolla una explicación. Me atrevo a agregar otra.

El mito del co-autor de Pedro Páramo surgió porque la clase literaria mexicana había imaginado un perfil de cómo debía ser su máximo escritor. Y Rulfo no se parecía a esa expectativa.

Esa es la causa de fondo de que la República de las Letras no pudiera aceptar que Rulfo fuera el genio detrás de esos dos libros perfectos.

Surgieron, entonces, alegatos para decir que Rulfo no era ese genio o lo era gracias a otro. Un agente secreto que había logrado transformar el borrador bárbaro de Rulfo en una Forma Perfecta.

Fantaseando ese otro, la clase literaria pudo “cumplir” su fantasía, porque la imagen de ese supuesto otro (tipo Chumacero, Alatorre, Arreola) aplicando una medida correctiva a Rulfo ofrece una fórmula que se parece un poco más al Escritor Tradicional-Moderno fantaseado.

(El mito del Posible Rulfo hace poco dio un giro, que ya no “explica” a Rulfo por el apoyo de otro escritor sino por el apoyo de la CIA, según fantaseó recientemente un académico norteamericano).

Rulfo no cumplía el perfil que la clase literaria había fantaseado para su máximo realizador. La fantasía es tan fuerte que sigue viva. Da patadas de ahogado.

José Revueltas y las orillas de sus crónicas

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio

Al igual que otros escritores latinoamericanos en los que se advierte una conexión totalizadora entre literatura y política, José Revueltas (1914-1976) y su obra exigen a un lector que comparta también la clave de esta unidad de sentido. A la figura de Revueltas le sienta bien su acomodo en esa tradición que va del peruano José Carlos Mariátegui (1894-1928) al argentino Rodolfo Walsh (1927- ¿1977?); escritores que ampliaron las fronteras y el significado de lo que se ha entendido como “compromiso político”; obras que guardan sus claves más sustantivas en lo que el mismo Mariátegui llamaría unimismidad: vida y escritura entendidas como un “único proceso” de los que metieron “toda su sangre en las ideas”; enfoques políticos que se fundamentan en una crítica puntual a la totalidad de la vida en el capitalismo y que se funden con una perspectiva estética propia.
Por más que a Revueltas se le acose para escindir su poética narrativa de sus ideas políticas, en los casos más sonados y vergonzosos como los de las novelas Los días terrenales y Los errores, una y otra vez Revueltas se niega a esta desmembración en la escritura misma de su obra, aunque su mea culpa ante la férrea disciplina del Partido Comunista Mexicano no sea más que una estrategia para reconsiderar su militancia pero nunca el vínculo orgánico entre narrativa y política. Tampoco sirve ya para entender la complejidad de la obra y la vida de José Revueltas su estigmatización como un “poseído”, como un escritor telúrico que genera animadversiones retrospectivas que tratan de escamotear el valor artístico de su obra y, sobre todo, de obnubilar esa complejidad de sus ficciones que siempre atentan contra cierta ingenuidad con la que se concibe muchas veces la autonomía del mundo literario. Revueltas es uno de los autores en lengua española más conscientes de la especificidad política de la ficción, de las modulaciones narrativas de ciertas perspectivas del mito que ayudan a presentar ese fondo oscuro y violento de la condición humana. Revueltas escribe y milita con una conciencia narrativa sumamente desarrollada respecto al desafío de recobrar, para el mundo contemporáneo, algo de esa unidad de la tragedia clásica y en la que todavía no estaban separadas la palabra de la poesía y la política.
¿Qué zona de la obra de José Revueltas permanece hasta cierto punto inexplorada a la luz de esta totalidad de sentido bajo la cual literatura y política se articulan trágicamente? Las crónicas de Revueltas están en las orillas de su obra, sin entender esto como cierto carácter marginal de sus textos periodísticos o de sus relaciones de hechos. Más bien, la crónica le sirve a Revueltas para emprender tempranamente ese registro asombrado y sombrío del “viaje”, hacia las entrañas míticas de la erupción del volcán Paricutín en 1943, por ejemplo; y para ensayar narrativamente, muchos años después, una de sus experiencias revolucionarias más intensas: el movimiento estudiantil de 1968.
Publicada en El Popular en abril de 1943, en tres partes, la crónica “Visión del Paricutín” no sólo da cuenta del nacimiento del volcán más joven del mundo en Michoacán, en febrero de ese mismo año; Revueltas también se expresa como un narrador-testigo que modula una voz en primera persona que registra esa soledad milenaria, material y metafísica a un mismo tiempo, de los despojados del mundo. Como afirma Carlos Monsiváis, también da cuenta de “la destrucción de los pueblos de Michoacán”: “Dionisio Pulido, la única persona en el mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene, para vivir, sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales caminará en busca de la tierra; tiene sus manos totalmente sucias, pobres hoy, para labrar, ahí donde encuentre abrigo”.
“Otros miles más” padecen también la estridencia del volcán, el arrasamiento de la vida y de la muerte. Vivos sin muerte, muertos en vida, ebrios de lava todos, son mirados a los ojos por el testigo Revueltas, por un narrador que va buscando también lo que nadie puede ver: el llanto “terrible, siniestro y tristísimo” de la tierra; “una rabia humilde”, “una furia sin esperanza y sin enemigo”. ¿Qué fondo mítico e histórico sostiene al cronista Revueltas en su acercamiento a la suma de tragedias que va dejando el nacimiento de fuego del volcán Paricutín? Encontramos ya una resonancia bíblica plenamente secularizada y que posteriormente va a manifestarse como el punto de vista inicial en obras como Los días terrenales. Revueltas afirma en su crónica: “En San Juan Parangaricutiro hay un pavor religioso, una fe extraída del fondo más oscuro de la especie, cuando el hombre huía de la tempestad y un dios frenético ordenaba el destino”. En el comienzo de Los días terrenales se puede leer otra manera de modular esta voz con resonancias míticas, primigenias, siempre sobre un relato que contrapuntea la experiencia bolchevique “a la mexicana” con su deshumanización basada en la sospecha conspirativa contra “cualquier heterodoxia”: “En el principio había sido el Caos, mas de pronto aquel lacerante sortilegio se disipó y la vida se hizo. La atroz vida humana.”
¿Qué es la crónica para José Revueltas en esa “era de la revolución” que fue el movimiento estudiantil del ‘68? Es una relación de hechos de lo que no alcanzan a conceptualizar sus ensayos y sus textos más militantes, como esa respuesta memorable al Cuarto Informe de Gobierno de Díaz Ordaz de 1968, y en la que Revueltas es devastadoramente puntual en describir los miedos del régimen ante el “despertar de conciencias” y los nuevos “ejercicios de la libertad”. En su Diario, Revueltas da cuenta de la ocupación de Ciudad Universitaria, el 18 de septiembre de 1968, “a las 22 horas”; además, registra las fechas de los mítines y manifestaciones para enfilarse hacia el 2 de octubre y anotar lo espeluznante con puntualidad: “Nos enteramos de la terrible matanza”. “Sobrevienen días absurdos, increíbles”, en los que el cronista Revueltas se prepara también para narrar su persecución y, finalmente, su estancia en prisión. El Diario también dispone narrativamente a Revueltas para escribir la relación de hechos en Lecumberri. La crónica puntual y fragmentada de Revueltas del ‘68 es también el puente trágico con su narrativa de presidio, entre esos dos textos que se presentan a través de un solo enunciado: “Ezequiel o la matanza de los inocentes” y su obra maestra El apando. El registro narrativo de un “país monstruoso”, carcelario, en el que nadie “se dolió de la matanza de los inocentes”.

El santo hereje

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Sergio Gómez Montero

Para José Agustín Ramírez, un compita de siempre
Soy el último hombre
Sobreviví a la ruina de mi especie

J. E. Pacheco, “México”
La santidad siempre
Desde luego, el título de esta nota le debe mucho al título (y ensayo) del libro de Octavio Paz El ogro filantrópico, que en el año de su publicación (1979) causó cierto escozor y malestar aún entre la elite de políticos priístas de aquel entonces (a pesar de que Paz, para esa época, ya había doblado las manos frente a ellos), presididos por Miguel de la Madrid, a quienes les costó trabajo tragar las sencillas elaboraciones filosóficas de Paz en torno a la contradicción que bañaba al Estado mexicano postrevolucionario y que son el origen del oxímoron del título de su libro. Valga, pues, usar el oxímoron de Paz como referencia para hacerlo extensivo a esta nota, que gira en torno a uno de sus coetáneos y con quien no siempre, hasta donde se sabe, llevó buenas relaciones.
La vida de Revueltas fue de una diversidad manifiesta, desde el momento en que le toca nacer en Durango (noviembre de 1914) como parte de una familia excepcional. Pero, ¿de dónde viene la santidad herética de Revueltas? ¿Qué hay en la personalidad de José Revueltas, escritor y político, que lo hace ser un personaje singular? Hay, en principio, tanto en política como en escritura, una resistencia absoluta hacia la tradición, el oficialismo y la continuidad sistémica. Para él, resistirse a lo establecido era un principio de vida por una razón muy sencilla: porque tanto en política como en literatura quien dominaba y dictaba las reglas era el Estado (el Estado postrevolucionario de nuestro país) y para él ese Estado nada tenía que ver con los intereses de las masas que habían dado su vida en el movimiento armado de 1910-1917, masas con las que el escritor estaba totalmente identificado.
Hoy, a treinta y ocho años de su muerte y a cien de su nacimiento, con remilgos e hipocresías, el Estado del cual abjuró Pepe es el que se encarga de elevar su nombre para, supuestamente, rendirle honores y tributos, sabiendo que si Revueltas siguiera con vida lo más probable es que su respuesta sería el repudio. Al igual que Rubén Salazar Mallén, Revueltas siempre fue enemigo furibundo del servilismo, y si eventualmente lo tuvo que aceptar (servir al Estado priísta) fue porque tenía que trabajar en lo que hubiese para, de una u otra forma, sobrevivir.
No por nada en 1968 Revueltas fue el paradigma de lo que ese movimiento representaba, y que puede resumirse en las siguientes palabras de Toni Negri: “A partir del ’68, las nuevas subjetividades revolucionarias han aprendido a reconocer las rupturas impuestas por el enemigo, a medir su consistencia y sus efectos.” Surge de allí, pues, un aprendizaje de lo negativo: la manera en que las subjetividades revolucionarias saben que sus enemigos (los capitalistas) han copado virtualmente todos los campos de lucha y han pervertido la conciencia de quienes históricamente debieran ser sus enemigos (los socialmente pobres). Pero esa negatividad, desde el punto de vista de Revueltas, aún era insuficiente, en el ’68, para apagar el fuego de quienes ese año no considerábamos que el Estado priísta era invencible y por esa razón, de maneras múltiples, nos enfrentamos a él para tratar de cambiarlo.
Empero, la rebeldía que acompaña a Revueltas en lo político no se queda sólo allí. Esa rebeldía, desde mucho antes, aparece también en sus escritos literarios, todos ellos magistrales y, además y sobre todo, críticos también, desde un principio, de tradiciones, escuelas y costumbres, lo cual conduce sin remedio a su autor a ser condenado no sólo por los círculos literarios, sino  también por sus camaradas políticos de aquel entonces. No en balde en las obras literarias de Revueltas existen no sólo condenas explícitas para la situación social generada por los gobiernos postrevolucionarios, sino también hay condenas explícitas e implícitas dirigidas hacia la ortodoxia política del comunismo, liderado entonces a nivel mundial por José Stalin.
Las herejías literarias y políticas de Revueltas lo conducen a ser, hoy, un santo, por la validez que, poco a poco, tuvo que ser reconocida ineludiblemente, tanto en sus escritos literarios como en los de carácter político. ¿Tarde? Quizá, pero no se vale que hoy, una vez santificada su obra, su herejía trate de ser sometida por sus enemigos históricos para así restarle toda la validez que  tiene. En otras palabras: si alguien no tiene derecho de rendir homenajes a Revueltas es precisamente el Estado priísta.   
Las condenas satánicas
¿Por qué, en el caso de Revueltas, las condenas satánicas a las que estuvo sometido? ¿Había en él, acaso, un espíritu de resistencia y rebeldía que convocaba, por sí mismo, la condena? ¿De dónde viene la causa por la cual el marginamiento y la represión rondaron la vida y la personalidad de Revueltas, como si se tratara de un aura? Si la condena hubiese surgido sólo por cuestiones políticas podría ser explicable, ¿pero por qué también sucedía en el ámbito literario? ¿Por qué la publicación de El luto humano en 1943, por ejemplo, atrae sobre él la condena implícita a nivel literario, pero más grave aún, la condena política abierta de quienes en aquel entonces se suponían sus camaradas, es decir la camarilla dirigente del Partido Comunista Mexicano?
Es evidente que para entender a personalidades tan complejas como la de Revueltas hay que ubicarlas históricamente y, al mismo tiempo, abordarlas con elementos de análisis diversos y en un momento dado complejos (es preciso hacer de la intertextualidad una herramienta). No es fácil, pues, calificar al sujeto ni tampoco a las obras emanadas de él. Por el contrario, el que analiza tanto al sujeto como a la obra se encuentra de continuo en el dilema de la calificación, pues si ésta no se halla debidamente sustentada siempre corre el peligro de ser equívoca o equivocada. Así, por ejemplo, al hablar de su obra literaria, como lo esboza Evodio Escalante en su libro José Revueltas: una literatura del lado “moridor” (era, México, 1979), es difícil calificarla, porque se ubica marginalmente en la corriente artística entonces dominante, y dicha corriente es ambigua y resbalosa: un nacionalismo cuyo centro de atención, la Revolución mexicana, escasamente consiguió –Bassols, Múgica, Cárdenas– definirse a favor de los sectores más desprotegidos de la población, inclinándose finalmente por un capitalismo que dejó virtualmente desprotegidos a esos sectores. Los vaivenes de esa Revolución, su indefinición, alimentan la obra del escritor y alimentan también las ideas políticas de Revueltas, lo que ocasiona que se haya visto primero marginado, y luego condenado, por quienes se consideraban sus camaradas de izquierda, ya no se diga por el conservadurismo priísta de antes y de ahora. Para Revueltas nunca hubo vaivenes: desde siempre, tanto en literatura como en política, se movió en la marginalidad y por eso sufrió represión (sus años en las Islas Marías y en Lecumberri) y condena.
Algo que distingue a Revueltas es su personalidad múltiple, que lo mismo se movía intensamente en lo político (es militante desde los catorce años), que generaba incesantemente obra al respecto (será difícil algún día recabar todos los escritos que Revueltas elaboró sobre tales cuestiones, pues seguramente muchos de ellos no se podrán recopilar), que  se movía y producía en lo literario. Es aquí donde él y su obra son ubicados con mayor facilidad. Revueltas fue un hombre para quien la amistad era principio de vida: sabía que sin amor la vida no tenía sentido.
Desde luego, vivir ininterrumpidamente bajo condena y persecución nunca fue motivo para quebrantarlo. Por el contrario, puede decirse –el aura que siempre lo iluminaba– que dicha condición es la que lo condujo a su particular santidad.
Santa herejía
Pero, ¿cómo explicar la santidad de Revueltas, si evidentemente nada tiene que ver con cuestiones religiosas? ¿De dónde la libertad para calificarlo como “santo”? Explicar esa santidad es sencillo si, por ejemplo, se toman en cuenta las siguientes palabras de Peter Sloterdijk entresacadas de su libro Muerte aparente en el pensar (Siruela, España, 2013): “La vida ejercitante constituye un ámbito de mezcla: aparece como contemplativa sin renunciar por ello a rasgos de actividad; aparece como activa sin perder por ello la perspectiva contemplativa.” Transpolando, habría que considerar el principio marxista de que sin teoría no hay práctica y viceversa. Esa dualidad santificante (vida activa y vida contemplativa, teoría y praxis), en principio conduce a pensar en la totalidad del ser humano, cuya vida se concibe total sólo si el individuo practica tanto lo activo como lo contemplativo, a diferencia del ascetismo que, durante mucho tiempo, caracterizó a la vida clerical, y que por ello se concebía como una forma de ser incompleta, tanto como la del guerrero, cuya vida total era pura acción. El justo medio, entonces, sería la perfección.
Es así, pues, que la dualidad en la que siempre vivió Revueltas (quien nunca dejó de ser un militante político de tiempo completo, a la vez que un escritor de ficción cotidiano e intenso) lo hace ser, dada esa dualidad, un ser íntegro y equilibrado, lo que siempre se reflejó en su vida de todos los días.
A la hora de autoexaminar su obra literaria, Revueltas optó por definirla a partir del existencialismo sartreano: “Aquí no se trata tan sólo de la realidad objetiva, como pudiera suponerse equivocadamente. Para la novela la realidad es un todo objetivo, pero también subjetivo y fantástico, del cual puede eliminarse incluso cualquier objetividad”, escribe en Mi posición esencial, en Antología personal (FCE, México, 1975), lo que también es evidente en el “Prólogo del autor” a los dos tomos de su Obra literaria). Nada de lo anterior obsta, sin embargo, para que en sus escritos políticos –en la gran mayoría de ellos, muchos contenidos en los veintiséis tomos publicados por era y particularmente en Ensayo de un proletariado sin cabeza– su referente teórico se alinea desde muy temprano con aquellas tendencias que nunca comulgaron con el estalinismo a ultranza (piénsese en Korsch, Reich, en el joven Lukács y en otros varios), aunque sin llegar aún a concebir (pero sí a vislumbrar) que la Revolución mexicana no era opción, desde los años cuarenta, para impulsar al poder al proletariado del país.
En fin, aquí se repite que lo más importante, al margen de las inquietudes teóricas que alimentaban sus obras literarias y políticas, lo que en Revueltas siempre fue una constante, es la acción concebida invariablemente como práctica política en todos los lugares en donde estuviera (la prisión, la clandestinidad, en el país, en el extranjero), pues para él esa acción significaba vida, de la misma manera que lo era escribir y pensar políticamente, o redactar novelas y cuentos que resumían la intensidad de una vida cotidiana situada siempre en los límites y que, en El apando, llega a sublimarse.
Por todo lo antedicho es preciso insistir en que, si hoy el Estado priísta levanta altares para Revueltas, se trata de una total herejía.


José Revueltas y la desobediencia crítica

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

I
Literatura y política son dominios que exigen una entrega casi absoluta. Así de intensa y celosa es su respectiva naturaleza, que se combinan con alguna dificultad: el escritor permeable a sus convicciones ideológicas termina a menudo por ser su propio demiurgo, profeta en su tierra, albacea de sus instintos y progenitor de una obra que acusa su iluminación, a menudo una forma de la ceguera en términos estéticos; el político devenido escritor, si rebasa el nivel del mero testimonio o la autobiografía (pero por la suya, según histéricos criterios, le dieron el Nobel de Literatura a Winston Churchill), es un especimen de obra casi invisible destinada a sucumbir en la memoria de sus avatares logísticos. Hay aún otra flexión en este esmerado maridaje: la del escritor que se siente llamado a volverse conciencia de una nación y termina como estadista dirigiendo los destinos de su país (Rómulo Gallegos, Domingo Faustino Sarmiento, Léopold Sédar Senghor) o fracasando en el intento (Vasconcelos, Vargas Llosa).
Sin embargo, una cuarta modalidad es la del escritor cuyos temas y obsesiones no pueden deslindarse del perfil político inherente hasta a su lenguaje, pues perderían en la escisión la naturaleza de su propósito y hasta su identidad. Camus y Sartre no se propusieron escribir sobre la sociedad y sobre el mundo con afanes peyorativos (esto es, electorales), pero qué duda cabe de que su obra es una reflexión y una radiografía de época.
En ese mismo sentido, la narrativa de José Revueltas, plenamente inmersa en la irreductible tarea de examinar, testimoniar e imaginar la Historia con mayúsculas, no puede desgajarse de la estructura ideológica que la determina pues, más allá de la biografía del escritor y de sus andanzas políticas, el río de su discurso literario se nos aparece tan enjuagado en los problemas sociales que sería difícil recorrerlo sin humedecerse.
Treinta y tres años –de Los muros de agua (1941) a Material de los sueños (1974)– son los que abarca la producción narrativa del más bíblico de nuestros escritores. Por cierto que dentro y fuera de tal período aparecieron numerosos ensayos políticos, guiones cinematográficos, algunas obras de teatro y escritos de diversa índole recogidos en los veinte tomos de sus Obras completas. Se trata, por lo que respecta a la narrativa, de un material no muy abundante pero tampoco frugal, si tomamos en cuenta que sólo vivió sesenta y un años: de noviembre de 1914 a abril de 1976. Se evidencia en estas diez obras –siete novelas y tres colecciones de cuentos– una unidad que rebasa sus posturas éticas, y aun la idéntica progenitura que hace reconocible la semejanza entre los libros de un mismo autor, para afincarse en un sustantivo del que carece la lengua española, pues no es “terrenalidad” ni “terrosidad” su nombre, ni se satisface con adjetivos como “telúrico” o “terráqueo”, y al que habría que designar con algún neologismo que indicara su pertenencia a la tierra y a la Tierra al mismo tiempo: acaso “terraridad”.
Militante del viejo Partido Comunista Mexicano, del que fue célebremente expulsado por sus actitudes antidogmáticas, encarcelado en su juventud y luego en el ’68 al ser considerado ideólogo del movimiento, miembro de una familia artística equivalente a la de los Parra en Chile, en la que destacan el pintor (Fermín), la actriz (Rosaura) y un músico realmente excepcional, Silvestre Revueltas, José navegó siempre por los enardecidos mares de la política en el barco de la duda. La suya iba siempre más allá de la discusión partidista para insertarse en planos metafísicos que zanjaban sanamente las pueblerinas diatribas del primitivo estalinismo mexicano, que encontraba diletante una literatura que luego Evodio Escalante calificó con otro oscuro neologismo: afín al “lado moridor” del mundo.
Lleva razón José Ramón Enríquez cuando ubica a Revueltas como un cristiano ateo y asocia su espíritu ético al de Pasolini y Buñuel, reconocidos agnósticos preocupados por la dimensión moral del hombre. Pero esta conjetura no alcanza para ver en la recurrencia ya aludida de la palabra “tierra” (tres de sus obras narrativas la perfilan desde el título) la “voluntad de construir una religión terrenal”, ni para ubicarlo, según cierto marxismo guadalupano, como un “profeta ateo” o un “mártir cristiano”. Sin duda fue Revueltas un escritor apasionado, pero su rebeldía tiene más de desobediencia crítica que de revelación doctrinal. A este respecto, Edith Negrín, una de las estudiosas más atentas de su obra, observa que el indiscutible aire de familia de sus historias parte “de la actitud hermenéutica del narrador, de su convicción de que, ocultos por la superficie perceptible de la vida cotidiana, se encuentran los significados verdaderos”. Es difícil saber si en realidad existen sentidos unívocos en el mundo, pero la sospecha de tal certeza semántica, en todo caso, ha de ser enfocada, tratándose de un novelista, desde los elementos literarios que mejor definen su obra –el punto de vista, la cohesión estilística– antes que considerando asideros siderales o sólo las inclinaciones ideológicas del escritor. Porque si algo sabe un autor en el que se reúnen tan intensamente política y literatura, es que se trata de dos dimensiones que deben dialogar en la obra a través de una cuidadosa mediación.
II
Desde Los muros de agua (1941), y sobre todo en El luto humano (1943), llama la atención una mezcla específica en la narrativa de José Revueltas: la del paisaje en su dimensión más plenamente humana –donde el trazo racial de los personajes y la inclemencia climática no desplazan la reflexión sobre problemas sociales lacerantes– y el rostro preciso de las urbes de provincia (donde la actividad del militante recoge, con casi espantosa precisión, el gesto adusto o tierno de hordas de hombres usados como carne de cañón por el enganchador político). La impronta del autor se resuelve en una sensibilidad afín a Dostoievsky y su religiosidad del sacrificio, dimensión de la fuerza con que ocurren los acontecimientos, tal como lo advierte el Tuerto Ventura, líder de los indígenas, en la segunda novela.
Pero no sólo la ostensibilidad de las masas anónimas sino asimismo la del innombrado avaro de En algún valle de lágrimas dejan ver que, en Revueltas, tan abstrusa es la angustia colectiva como penoso el desazolve emocional de los individuos, pues las rudas generalizaciones de la novela proletaria y sus obreros ejemplares a la José Mancisidor y La ciudad roja (1932) –ampliamente traducida en su momento– están lejos del ánimo ontológico de Revueltas, para quien tan único y desolado es el ser individual como la masa engañada. Entre dos escritores peruanos que leyó desde los treinta y a quienes conoció en algún momento, el filósofo marxista José Carlos Mariátegui y el novelista José María Arguedas, la literatura de Revueltas asume la reflexión como el caldo de cultivo de la historia a contar. Novelista de intensidades, no siempre escapó al áspero rigor de la meditación en medio de la intriga; sin embargo, la pertinencia de estas pausas reflexivas se convierte casi en asunto de estilo, visto que se trata de irrupciones contrapuntísticas como las que tan generosamente alienta su hermano Silvestre al intercalar la frase de un son en la gélida geometría de un poema sinfónico.
Probablemente Los errores (1964) sea la novela donde la preocupación filosófica y la crítica política de Revueltas, manifiestas en Jacobo Ponce, se entreveren con mayor lucidez, pues la denostación del estalinismo que emprende desde las entrañas del partido que lo expulsó dialoga puntualmente con el retrato de personajes apasionados (Magdalena, Lucrecia, Olegario Chávez) que equilibran sus frecuentes arrebatos en escenas que el autor interpola con mano maestra. Así por ejemplo, ante la contemplación, desde su cuarto en un décimo piso, de cierto desorden vial, Ponce se fascina con el caos automovilístico tal como lo haría “un ser racional no perteneciente a la tierra sino venido de algún otro punto del universo”. Esto no sólo revienta y reinventa el aliento político del personaje, sino que asimismo lo humaniza al subrayar un momentáneo y reparador desentendimiento de su quehacer intelectual.
III
Sólo de manera muy general se puede convenir con Edith Negrín en el apotegma que emplaza lo definitorio de los textos narrativos de Revueltas a la paradójica tensión entre el existencialismo y el marxismo, porque junto a su evidente inmersión en tales líneas de pensamiento, la literatura revueltiana es humanista y hasta de ascendencia bíblica en su sintaxis enumerativa y donde las frases en períodos terciados (“despaciosa, cuidadosa, ordenada crueldad”; “una muerte injusta, irritante, estúpida en absoluto”) llegan a ser casi agotadoras. Vincular su pasión política con la de José Vasconcelos (para Octavio Paz, ambos pertenecen “a la misma familia anímica”) o con el expresionismo dramático de Orozco puede resultar más provechoso para acercarse a una obra novelística que deviene minuciosa imagen terrenal del siglo XX mexicano y que es notable también en sus cuentos, entre los que sobresale el merecida y múltiplemente estudiado “Dios en la tierra”, breve historia incluida en el libro homónimo de 1944.
El texto recuerda el famoso poema “Los heraldos negros”, de César Vallejo (“Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios”), pues la oposición odio-dios-piedra, enfrentada a la trilogía amor-hombre-agua, gobierna la ideología del relato, que narra un afanoso operativo federal en tierra cristera donde, se sabe, una estrategia de los alzados consistía en abandonar los pueblos en retirada silenciosa a fin de diezmar, por hambre y sed, a los ejércitos gobiernistas. Los señalados períodos trimembres de Revueltas convienen aquí, en su apatía sintáctica, al cansancio militar, a la lenta travesía de una tropa destripada por la fatiga.
La sed física es asimismo espiritual y habla del completo desamparo en que el hombre vive en la tierra, del sufrimiento inmediato y su naturaleza de maldición eterna. La grisura del paisaje, el dolor de estar vivo en campos arrasados por la desecación, se lleva también los nombres, las anécdotas: no parece pasar nada sino, diría Gorostiza, “una sed de siglos en los belfos” de los caballos y en individuos sin identidad en medio del vacío y el polvo. Esta errancia casi sin fin, sin embargo, se mantiene de una esperanza: la del profesor del pueblo que, compadecido por la situación de los soldados, ha prometido acercarles furtivamente un poco de agua. Los hombres lo esperan casi sin hablar: los diálogos desaparecen del texto.
Naturalmente, la promesa queda sin cumplirse pues, en los dos últimos párrafos, Revueltas abandona completamente el tono poético y desolado del relato para describir la manera como, enterados del acceso humanitario del maestro, los cristeros lo empalan. La imagen es de una intensidad tan precisa y siniestra que lo mejor es ceder al impulso de citarla completa:
Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda. Completamente puntiaguda. Debe escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de un ‘cristiano’, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien.
De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento, el viento, que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que había pasado por la tierra.
De tal modo se puntualiza, casi metódicamente, el acto espeluznante, que todo el primer párrafo oculta mediante un pronombre (“dejarla puntiaguda”) el sujeto “estaca”, que se aparece como un fantasma en la mente del lector y sólo se explicita en el párrafo final. No me parece una exageración considerar que la virtud del cuento y, en alguna medida, de la narrativa completa de José Revueltas, depende de la pericia con que modera el dramatismo, la crudeza de sus historias, mediante estos raptos de objetividad narrativa que contrastan drásticamente con su manera de singularizar el dolor y la desesperanza.

José Revueltas o la entereza del árbol

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

Antes de cualquier otra averiguación, quisiera advertirles a mis jueces que no soy crítica de literatura, que ni en sueños pienso compararme a Philippe Cheron, Evodio Escalante, Álvaro Ruiz Abreu, mi muy querido y admirado José Joaquín Blanco, Edith Negrín, Sonia Peña, Christopher Domínguez, José Manuel Mateo, grandes especialistas en José Revueltas. Mi acercamiento es sólo reverente y amistoso y, para hablar en este foro, pido permiso primero.
A José Revueltas le era más familiar la muerte que la vida, el dolor que la alegría y, sin embargo, buscó siempre el calor de los más desposeídos, los obreros, los campesinos, los ignorantes, las prostitutas, los sin amor, los fracasados, los encarcelados, los de a pie.
En 1968, Revueltas aún era un hombre fuerte, incluso físicamente. Salió airoso de más de una huelga de hambre. Sonreía, un tanto distante, descreído, ajeno a la admiración que suscitaba. Lo buscaban mucho los jóvenes, primero los Espartacos, luego los líderes del ’68 reunidos en una crujía que no era la de todos, sino un redondel en el que se abrían paso en medio del asfalto unos escuálidos arbolitos en la cárcel preventiva o Palacio Negro de Lecumberri. Todos los sesentayocheros recurrían a él, como seguirían buscándolo hasta su muerte. Manuel Marcué Pardinas, Eli de Gortari, Armando Castillejos, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, lo veían un poco como se ve lo que no se entiende. Heberto Castillo le aconsejaba que no fuera a ingerir la cocción embriagante de cáscara de plátano que hervía durante horas en un perol ennegrecido porque le perforaría los intestinos. Salvador Martínez della Rocca, el Pino, destilaba con un alambique otro tipo de alcohol que a todos convidaba con la ruidosa generosidad que lo caracteriza.
También andaba tras él el joven escritor de la llamada onda, José Agustín, originario de Acapulco, que en Lecumberri y en esos mismos años escribió El rock de la cárcel. Cada tercer día con su hoja en la mano corría a enseñársela a su crujía. A Revueltas se le podía enseñar todo, decir todo. 
Sus amigos fueron Roberto Escudero, su compañero de celda Martín Dozal, Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, que murió hace poco, y casi todos los chavos rebeldes y revolucionarios de 1968. Era bonito verlo entre ellos, mirarlo prender el enésimo cigarro y encajarlo en una boquilla en un gesto que nada tenía de proletario; discurrir largamente con su voz cascada ante estos cachorros que apenas iban cuando él estaba de regreso de todo. Menos del amor, claro está. Porque si hubo un hombre que supo amar a las mujeres o a una sola mujer entre todas las mujeres o a todas las mujeres en una sola, o a muchas pero cada una a su tiempo, ese fue José Revueltas.
A mí me habría encantado encontrármelo en un autobús, sentado al lado de un león, o en la banca de un parque y escuchar su arenga a los perros, porque eran los únicos que habían acudido al mitin, o verlo sortear las tribulaciones que son parte de la vida de un militante que nunca sabe si va a comer o si encontrará en el fondo de la bolsa de su pantalón una moneda para su transporte. Me habría emocionado oírlo decir la frase que justificó su vida entera: “En realidad yo tengo un amplio, profundo trabajo que realizar por México.”
Sí, Pepe, sí: tú sí hiciste un amplio, un profundo trabajo por México.
Sonreía bajo su bigote y su piochita de chivo a la Ho Chi Minh, enseñando sus dientes manchados de nicotina, dientes de hombre sufrido, dolido por la suerte de los demás, de hombre que escogió desde el primer momento estar del lado de los jodidos. Su estado natural –a pesar de su capacidad de enamoramiento, ya que Revueltas se enamoró mejor que ningún otro hombre, hasta perderlo todo, hasta empezar de nuevo, hasta el enloquecimiento–, su estado natural era el de la pasión y el del olvido de todas las reglas, el del perro enyerbado, el de sus más tiernos años, el de la celda carcelaria y el del sufrimiento de todos los hombres.
Siempre me maravillaron las apariciones que hacían sus mujeres en su literatura; una que casi no iba vestida, descalza, la ropa en jirones, bella y escalofriante como una tempestad de la que Revueltas escribió: “Era hermosa como un relámpago y amaba como si matara, como una criminal que ya no tiene nada en el mundo sino ese amor, suyo hasta el exterminio y la ceniza.” O la de Cecilia en El luto humano frente a Úrsulo: “Cecilia era fieramente suya, como si se tratara de algo a vida o muerte. Suya como su propia sangre o como su propia cabeza o como las plantas de sus pies. La quería cual un desposeído perpetuo, sin tierra y sin pan; cual un árbol desnudo y pobre.” Sobre la protagonista de Los errores, Elena, el enano, escribió frases atroces, orozquianas, describe a un cerdo de un metro de alto, de párpados hinchados y rostro de náufrago a la que el Muñeco, su padrote, besa de vez en cuando hasta lograr exterminarla.
A propósito del exterminio, escribió desde Perú, en 1943, en un viaje como periodista para la revista Así a su esposa Olivia Peralta: “Mis colegas de a bordo, Fernando Benítez y Luis Spota, se portan muy bien. Hemos fraternizado como amigos y no tengo nada de qué quejarme en relación con ellos, antes al contrario, Spota está corrigiendo una última novela suya, de la cual me ha leído algunos capítulos. No está mal, pero le falta hacerse mucho más desde el punto de vista humano. Le he dicho a Spota que le hace falta sufrir, y tal vez no personalmente, sino sufrir por los demás, para llegar a ser un buen artista.”
¿Hace falta sufrir? ¿Sufrir por lo demás? ¿No fue esa la vida de Revueltas que se echó la culpa de todo el movimiento estudiantil de 1968 y terminó en la cárcel de Lecumberri? Escribió que la muerte es maravillosa. Y también escribió del fuego. Y del cielo. Dijo textualmente: “Dios ha de decir desde las alturas: este cabrón no cree en mí: pero soy hijo de la chingada si no me lo traigo al cielo.”
Era bonito verlo en Ciudad Universitaria, un portafolio bajo el brazo, su pelo ya largo (nunca tanto como en la cárcel), los anteojos coronando su cabeza, atravesando la explanada para asistir a una u otra de las reuniones del Consejo Nacional de Huelga en cualquiera de los auditorios. A los jóvenes, él los llamaba “compañeros”, pero muchos de ellos, los de Filosofía y Letras, los de Ciencias Políticas, lo llamaban “maestro”. Respondía a las preguntas más inoportunas; nadie, ni hombre ni mujer, le pareció despreciable, escuchaba hasta a los más simplones sin una sola chispa de fastidio o de ironía en sus ojos cansados y, cuando terminaban su perorata, tomaba la palabra con su voz dulce, cada vez más entrecortada: “Pues mire usted, compañerito...”
En 1968 era común verlo a cualquier hora en un salón de Filosofía y Letras escribiendo en una mesa que algunas veces le servía de cama. Los muchachos lo asediaban y nunca dudó en integrarse al movimiento pese a su edad, su mala salud y la avalancha de críticas. Apoyó durante los 146 días del movimiento al Comité de Lucha de la Facultad de Filosofía y Letras; protegió a Alcira, la uruguaya que permaneció un mes encerrada en el baño de mujeres cuando el ejército entró a Filosofía y Letras; apoyó a jóvenes que en la calle habían sido amenazados. (Sobre Alcira Soust, Roberto Bolaño hizo una novela: Amuleto).
La verdad primero
De la cárcel, Revueltas lo sabía todo. Desde muy niño se puso de parte de los marginados. Y ponerse de su parte no era echar largos discursos desde alguna curul o sentarse en torno a una mesa de café, sino compartir su vida hasta la médula de los huesos, allí donde los pensamientos duelen y se encajan y no dejan respirar. A los catorce años entró al Socorro Rojo Internacional y a los quince participó en una protesta de apoyo a la Revolución de Octubre. Fue él quien colocó una bandera roja en el astabandera de la Catedral Metropolitana. Salió de las Islas Marías por intervención del general Múgica, quien alegó que era menor de edad. Regresó a Ciudad de México y, a las dos horas, ya era secretario juvenil de la Confederación Sindical Unitaria de México. Organizó entonces una huelga en Ciudad Anáhuac, Nuevo León, y lo enviaron de nuevo –sin proceso– a las Islas Marías, condenado durante diez meses a trabajos forzados. Recobró la libertad en 1935, durante el régimen de Lázaro Cárdenas; o sea que, entre 1932 y 1934, José estuvo en la cárcel tres veces, dos en las Islas Marías y una en el Tribunal de Menores.
Nunca le preocupó estar rodeado de agua por todas partes, al contrario; en las Islas Marías escribió Los muros de agua, pero antes había escrito un capítulo de “El quebranto”, que creyó novela y quedaría definitivamente en forma de cuento.
Gregorio, el protagonista de Los muros de agua, nos narra la vida de los desgarrados, los desposeídos de la tierra. Al igual que Revueltas, Gregorio inquiere, titubea, lo atormentan las dudas y las contradicciones. Desde el principio Revueltas discrepó de la política tradicional. ¡Cuántas veces lo obligaron a retractarse! Lo cierto es que fue un hombre libre –“dialéctico”, diría él– y sus actos, poco ortodoxos, muy pronto dejaron de seguir la línea estalinista. Amante de la verdad hasta el escarnio, Revueltas defendió al poeta Heberto Padilla, condenado por el castrismo, y perdió la amistad de los cubanos, cosa para él muy dolorosa. Aceptó también ir a una reunión a Santiago de Chile para hablar en contra del antisemitismo en la Unión Soviética, exponiendo un trabajo que le costó lágrimas de sangre.
Su tercera novela, Los días terrenales, fue destrozada por el Partido Comunista y sus compañeros de la célula “José Carlos Mariátegui” lo satanizaron por mal comunista. Enrique Ramírez y Ramírez, primero en El Popular y luego en El Día, lo condenó cuando él mismo habría de terminar en el PRI, el partido oficial. Revueltas humildemente aceptó la crítica y retiró su novela de la circulación, y Los días terrenales sólo volvió a aparecer cuando los dogmas estalinistas se eliminaron de la dirección del partido.
De todos los intelectuales mexicanos, fue el que mejor se alejó de honores y preseas. Dijo que jamás aceptaría ser miembro del Colegio Nacional y que si le ofrecieran ingresar a la anquilosada Academia de la Lengua sería tanto como entrar a la corte de Felipe ii. Libre de ataduras, aunque no era vasconcelista, definía al vasconcelismo como “el intento más sano de buscar una esencia de la cultura nacional”. Años más tarde, le habría parecido estupendo que los intelectuales salieran a la calle, como Regis Debray, Foucault, Costa Gavras, Yves Montand, etcétera, como ahora salió Adolfo Gilly a protestar al lado de Cuauhtémoc Cárdenas. Pedía a gritos que los intelectuales no fueran contempladores y saludó la renuncia de Octavio Paz a la embajada de México en la India, a raíz del movimiento estudiantil de 1968.
Sencillez y coherencia
Lo conocí en casa de la poeta costarricense Eunice Odio, cuando José era más joven y no llevaba barba. Separado de su primera mujer, Olivia Peralta, se había casado con Mariate Retes y escribía guiones de cine. Era un hombre pequeño, delgadísimo, con hambre en los ojos. El mismo Revueltas escribió: “Cada vez que me encuentro con un comunista de los treintas –y quedan pocos– me basta mirarlo a los ojos: son un pozo de tristeza, de larga, increíble soledad. Queda algo importante: el amor que nos tenemos y la decisión –desesperada, si lo quieres– de seguir luchando. ¿Fe en el hombre? Quizá no pueda contestarse afirmativamente.” Lo mismo podría decirse de él, niño de las Islas Marías, que en cada uno de sus ojos había un pozo de tristeza. Pero nunca se quejaba, al contrario, mentaba madres, pero aceptaba con humildad los juicios en su contra, los denuestos de quienes le eran harto inferiores.
Esa noche, Revueltas era la figura más entrañable de la reunión, por su encanto, por su ingenio, su generosidad sin límites y porque a pesar de su leyenda tenía la sencillez de los grandes. Pensé que Durango era el único estado de la república que podía enorgullecerse de haberle dado a México una familia de creadores, y que este hombre obsesivo y solitario (a pesar de sus amores) era el autor de la frase que ahora se repite en todas las manifestaciones: “¡No están solos!” “¡No están solos!”
Todos los Revueltas destacaron: en cada uno ardía la chispa sagrada. Silvestre, el músico extraordinario, quizá el mayor que ha dado nuestro país; Fermín el pintor; Rosaura, la actriz de la película censurada La sal de la tierra. José, el más joven, discutía con Margarita Michelena, su amiga, y en él buscaba yo la pasión o, mejor dicho, la desesperación de los Revueltas.
Cuando José se disponía a enseñarle el manuscrito de su primera novela a su hermano, Silvestre murió. Así como José, Silvestre era alcohólico. Tanto los hijos de José como Eugenia, hija de Silvestre, tuvieron la certeza de que sus padres hacían algo trascendental para México y nunca lamentaron abandono y pobreza, al contrario, José respondió a sus inquisidores que la suya era una familia común y corriente de Durango, que su padre había muerto cuando él era aún un niño y que cuando trabajó por primera vez lo hizo en una tlapalería.
Más tarde habría de contarme Guillermo Haro, su compañero de generación, que Revueltas y él distribuían la revista Combate en 1941, en la sierra de Puebla, y que la repartían –por encargo de Narciso Bassols, quien fuera más tarde ministro de Educación– a los pueblos más distantes. A lomo de mula, de burro o, cuando bien les iba, a lomo de caballo, salían con su paquete de revistas bien amarrado y terminaban invariablemente en la cantina, porque la mayoría de los campesinos no sabía leer y entonces los dos militantes los invitaban para explicarles lo que decía la revista frente a una convincente cerveza. Alguna vez, cuando Revueltas le comunicó a Bassols que no podría salir a repartir Combate porque su mujer, Olivia, estaba a punto de dar a luz, Bassols respondió: “¡Qué contratiempo, camarada Revueltas, qué contratiempo. ¿No podría su mujer parir otro día?”
José Revueltas tuvo cuatro hijos con Olivia Peralta: Andrea, Fermín, Pablo (por Pablo Neruda) y Olivia. El quinto hijo es el músico Román Revueltas Retes, hijo de María Teresa Retes. La sexta, su última hija, Moura, nacida en Cuba, es médica y podría curarnos a todos.
Su hija Olivia (Revueltas Peralta), música jazzista, considera que el apellido Revueltas es una bomba. Llevarlo la atenaza, le quema la garganta y las manos. “Soy hija de un amor pavoroso porque mi madre, a punto de separarse, se planteó: ‘¿Para qué tengo esta hija si él ya me va a dejar?’ Yo soy la última de los hijos del matrimonio Revueltas-Peralta, porque José se enamoró de Mariate Retes. Mi madre pensó en abortar, pero Teresita Proenza, secretaria de Diego Rivera, le dijo: ‘¿Cómo sabes si este hijo que esperas no va a poner muy en alto el nombre de Revueltas?’”
Aunque su vida llevara en sí una carga de indignación profunda, de cólera sagrada, como un ancho río subterráneo y negro que enlaza sus novelas y sus cuentos, Revueltas fue un hombre contenido, consecuente, un hombre que sabía preguntar: “¿Compañero, qué le pasa?” Recuerdo cómo amé al contramaestre Galindo de Dormir en tierra, brusco, ronco y torvo, quien a bordo de El Tritón se aventó al mar con el único chaleco salvavidas del barco al niño de siete años que llevaba a bordo. También recuerdo al terrible pescador Ventura, tullido y tuerto, sus muñones como estrellas en El luto humano y a toda esa gente “inevitablemente horrible”.
Todos los títulos de Revueltas son en cierta forma bíblicos y cavan hondo, como cava su literatura. Quería reunir su obra bajo el título de Los días terrenales y los miles de tomos de su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, que intentan forjar un mundo en el que no se le dé la espalda a los pobres, a los que sufren.
A José Revueltas nadie tuvo que darle un té amansalocos. Su cólera era una cólera ideológica, porque con los hombres y las mujeres de todos los días, su paciencia fue infinita. Nunca fue impositivo, nunca hizo visible su propia importancia. No pronunció jamás una palabra que denostara, humillara, rechazara, aunque en alguna que otra ocasión lo vi levantar los ojos al cielo, es decir, nunca se hizo valer, nunca creyó que algo le fuera permitido. Nunca tuvo un centavo, nunca un pantalón nuevo. Al contrario, toda su vida pareció un niño de reformatorio, un niño que se avienta y se la juega y que en el último momento te regala una sonrisa cómplice.
Curiosamente, Rosario Castellanos, defensora de los chiapanecos más olvidados, también se hacía menos. ¿Qué compartía con Revueltas?
En su última cárcel en el negro palacio de Lecumberri, Revueltas escribió El apando, una de las joyas de la literatura mexicana, un libro de apenas cincuenta y seis hojas, escrito entre febrero y marzo de 1969 en su celda, al lado de Martín Dozal Jottar, su compañero, y publicado por la Editorial era, lo mismo que toda su obra. José Agustín dio un curso de cinco sesiones sobre El apando y también sobre la vida carcelaria que el poeta Álvaro Mutis había descrito en su Diario de Lecumberri para desmentir la creencia de que la cárcel puede servirle de algo a escritor alguno.
Si un escritor mexicano ha sabido adentrarnos en el tema del proletariado, el del sindicalismo, el de la defensa de los derechos humanos, ése es José Revueltas. Nunca le oí decir que le fascinara la novela de la Revolución mexicana, estudiada por investigadores europeos y estadunidenses; nunca un elogio para Mariano Azuela. Tampoco hablaba de la novela indigenista (a Rosario Castellanos le chocaba que le dijeran que sus novelas lo eran), de la novela urbana como podrían ser las de Fuentes o Spota, y ahora las de Fabrizio Mejía Madrid, la de la onda, término que también le recontrachoca a José Agustín, la de la provincia, centrada en Agustín Yáñez, en Luisa Josefina Hernández. Habría que recordar que Rulfo tuvo un número muy respetable de imitadores, Tomás Mojarro para citar uno solo. José Revueltas escoge (o él es el escogido, o mejor dicho el atenazado) la lucha obrera y esa cosa extraña llamada “la izquierda”, y es satanizado por sus mismos camaradas. En su conocimiento de los trabajadores del riel, Revueltas tiene un antecesor que admiré cuando Gustavo Sainz puso entre mis manos Juan del Riel, de José Guadalupe de Anda.
En los últimos meses, José Revueltas vivió por espasmos, empujando su cuerpo, jalándolo hacia sí mismo, recuperándolo aquí y allá, juntando sus piezas para poder echarlo a andar. Se daba cuerda pero, al rato, la falta de combustible lo dejaba parado en la primera esquina. A los sesenta años era un hombre cansado y traqueteado, en cierta forma desencantado. Es cierto que los estudiantes se detenían en su trayecto a la Universidad para subir a su minúsculo departamento en la avenida Insurgentes número 1224 a tomarse un café con él. Es cierto también que Roberto Escudero y otros jóvenes lo veían una o dos veces por semana. Es cierto que sus médicos lo querían como a un padre, pero él traía desde niño un sentido de culpabilidad que lo hizo consciente de la fealdad del mundo. Escribió: “No olvidemos que también hemos sido Hitler, por mucho que nos repugne.” Dijo también: “Yo me mato en todos los demás a quienes mato.” Para él, el mundo andaba mal; admiraba a los monjes budistas de Vietnam que se incendian: “Son la única conciencia lúcida del suicidio universal antropomórfico que ellos tratan de evitar, como individuos, con su propia muerte. Lo trágico de nuestro tiempo reside en que esta conciencia lúcida, que se expresa por un signo negativo, sea precisamente la única conciencia humana real, auténtica, indiscutible. Esto quiere decir que la enajenación humana ha llegado a un extremo tan radical que lo humano verdadero, sólo puede realizarse con la muerte.”
Yo no sé lo que quiso evitar José Revueltas con su propia muerte. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, una entrega a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos con rostros de tierra labrantía, sus hermanos que andan por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que no los vean, para que los dejen en paz, para que la indiferencia los deje embarrados en la pared.
Caótico, contradictorio como todo lo que vive, Revueltas nunca perdió su coherencia. Por eso mismo se le respeta y se le ama, porque todo lo puso en entredicho, y por eso mismo resulta tan avasalladoramente atractivo a los ojos de los jóvenes. Vive en la contradicción misma y en la coherencia óptima. Es un Luzbel angelical.
Revueltas nos reconcilia con nosotros mismos. Su vida y su obra literaria son de un extraordinario fervor intelectual. Nervioso, Revueltas temblaba pero, a pesar del tormento de su vida, conservaba su sentido del humor. Me acuerdo que un día, en 1975, me envió un recado a través de Eduardo Iturbe –que en ese entonces era secretario de la Asociación de Escritores en la calle de Filomeno Mata– para decirme que si tomaba tres platos soperos de frijoles aguados al día, el cerebro se me llenaría de hierro, de fósforo, de potasio, y escribiría muy bien novela, cuento, ensayo, crónica, poesía, lo que fuera, porque los frijoles tienen propiedades energéticas destinadas únicamente a las escritoras inseguras e ilusas.
Obediente, herví un perol de frijoles como para un regimiento. En el desayuno, me supieron a gloria. A mediodía, me di cuenta de que se me había empañado el entendimiento, porque por más que quería escribir, me sentía pesada y con más sueño que la Bella Durmiente. En la noche, después del gran plato lleno de hierro y fósforo que va directamente al cerebro, volaba por la casa como globo de Cantolla, sin haber atinado con una sola idea. Cuando me quejé, Revueltas se rió, burlón: “¡Pero qué tonta! ¿Te lo creíste? ¡Si era una broma! Claro que las francesas no pueden comer frijoles.”
Compleja, violenta y denostada, ninguna obra literaria de México ha sido puesta en el banquillo de los acusados como la suya, sobre todo por sus compañeros de izquierda. La derecha también dejaba caer despectivamente: “Si no fuera militante, dedicaría más tiempo a su obra y sería mejor.” ¿Hacia quiénes podía Revueltas volver la cabeza? Sólo hacia las mujeres. Era fácil destrozarlo como destrozaron sus obras de teatro: El cuadrante de la soledad, en el que participó Diego Rivera, Pito Pérez en la hoguera. El larguísimo trabajo político Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, México, democracia bárbara y la cantidad infinita de artículos políticos sobre México contenidos en seis grandes cajas que su joven mujer Emma y su hija Andrea ordenaron para su publicación en veintiséis tomos destinados a la Editorial era.
Un árbol llamAdo Hamlet
Pepe y yo platicábamos de vez en cuando; lo interrumpía sin ton ni son cuando tomaba el camino de la filosofía, de las disquisiciones que mi ignorancia volvían lentas y farragosas. Entonces, con una impertinencia siempre tolerada, volvía yo a temas “concretitos” y fáciles: sus gustos literarios, su amor por Dostoievsky, sus críticas al Tolstoi, terrateniente compasivo, su fe en el chavo de la onda, José Agustín, y en el admirable Vicente Leñero, cuya novela Los albañiles le pareció buena. Bueno, benévolo, benigno, afable, clemente, generoso, sensible, bondadoso, lo era con todos. Nadie le pareció despreciable, nunca. Siempre escuchó y siempre respondió.
Como ya dije, ante todo, a Pepe le atrajeron las mujeres y desde joven se enamoró hasta morir de amor, hasta crucificarse, hasta caer redondo en el aserrín de la primera cantina, hasta andar arrastrando la cobija por las calles de México llorando por su amada.
Hay quienes han calificado su literatura de cruel y sórdida y, sobre todo, de angustiosa, pero Revueltas era un hombre lleno de declaraciones amorosas, de parlamentos felices, de encuentros con el ángel de la guarda que era su dulce compañía cuando hacía el amor y cuando subía al camión Roma-Mérida o al Mariscal Sucre, y lo protegía de las despechadas a quienes aseguraba que eran la única cuando ya le había echado el ojo a otra; un hombre que se reía de sí mismo y sabía entretener a los oyentes más disímbolos, sabios e ignorantes, tontos e inteligentes. Se pitorreaba de los militantes, y claro que su ironía irritaba a los solemnes asnos del Partido Comunista que terminaron en el PRI, y claro que Revueltas siempre tuvo fricciones con las órdenes enviadas desde Moscú. Él sabía lo que es el trabajo forzado, sabía de castigos, injurias y golpes. Nunca nadie pudo quebrar su entereza, la tortura jamás lo aniquiló como tampoco lo destruyó la cárcel.
La vida y la obra de José Revueltas nos salvan. Al menos sabemos que uno de entre nosotros ha sido capaz de vivir de acuerdo consigo mismo, ha dicho lo que cree sin miedo: “He recapacitado mucho, he pensado mucho y he sometido toda mi vida a un análisis. Ahora es preciso no perder el tiempo; llevar una vida recta, austera, de sacrificio y trabajo. Estos grandes viajes, más que nada, son viajes por el interior de uno mismo. Y entonces aprende uno a conocerse mejor y a ver sus errores.”
“Los errores” ¡Ah, cómo los ponderó!
José Revueltas nunca atendió a su cuerpo, nunca lo cuidó: lo usó, lo gastó hasta dejarlo en una simple hebrita rompediza, frágil, un hilo que apenas podía mantener los brazos y las piernas unidos al tronco. Pepe jamás se compró un par de zapatos. Trabajó a la intemperie, le cayeron muchas tormentas sobre los hombros, de rayos políticos y centellas dialécticas, salió destapado del Partido Comunista.
Revueltas fue nuestra única posibilidad de tener un Dostoievsky, dice muy bien Eugenia Revueltas, hija del genio Silvestre, quien lleva la sangre de todos los Revueltas en sus venas y hace el símil entre Dostoievsky y Pepe al contarnos que una vez le preguntaron al ruso:
–Y a usted, ¿quién le ha dado derecho para hablar en nombre del pueblo ruso?
Dostoievski se recogió un poco los pantalones y, señalando a la altura de los tobillos, sobre su pierna, las huellas de las cadenas que había arrastrado en Siberia durante años:
–He aquí mis derechos –dijo.
Así como el ruso, Revueltas se ganó el derecho a hablar en nombre del pueblo de México.
No sé lo que quiso evitar José Revueltas con su muerte, el 14 de abril de 1976, a los sesenta y dos años. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, un holocausto, una entrega a los demás, a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos los pobres, las prostitutas, sus hermanos con sus rostros morenos de tierra labrantía, los padrotes, los merolicos; sus hermanos, el lumpen que anda por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que los dejen en paz, para que la muerte no los apachurre y los deje embarrados sobre la acera.
En los años previos a su muerte, José Revueltas se quedaba durante horas viendo un árbol que sobresalía por encima de los techos de lámina del rumbo de Insurgentes en donde vivía. Se levantaba en medio del asfalto y de los coches; una gran rama estaba seca, otra se había extendido casi sin hojas, la otra sí reverdecía frente a la ventana de Revueltas. El cielo entreverado entre sus ramas, el árbol era el único lujo de Revueltas. En la mañana y en la tarde lo saludaba y le puso Hamlet. Aseguraba que ambos estaban a punto de secarse. Solo y enfermo, Revueltas solía ir de su mesa de trabajo a la ventana, de su cama a la ventana, veía el árbol y regresaba a su mesa, lo saludaba y regresaba a la cama. Al final ya no se levantó y entonces le preguntaba a su esposa Emma Barón: “¿Cómo amaneció hoy el árbol?”
Ahora, Revueltas amanece con sus cien años de árbol y nosotros quisiéramos ser sus hojas, las más conscientes, las que mejor se preocupan por los otros, las que quieren evitar el dolor y las llagas, los que buscan que México ya no sea una ballena boqueando en el lago de Chapultepec, llena de enorme fatiga.