lunes, 10 de noviembre de 2014

José Revueltas o la entereza del árbol

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

Antes de cualquier otra averiguación, quisiera advertirles a mis jueces que no soy crítica de literatura, que ni en sueños pienso compararme a Philippe Cheron, Evodio Escalante, Álvaro Ruiz Abreu, mi muy querido y admirado José Joaquín Blanco, Edith Negrín, Sonia Peña, Christopher Domínguez, José Manuel Mateo, grandes especialistas en José Revueltas. Mi acercamiento es sólo reverente y amistoso y, para hablar en este foro, pido permiso primero.
A José Revueltas le era más familiar la muerte que la vida, el dolor que la alegría y, sin embargo, buscó siempre el calor de los más desposeídos, los obreros, los campesinos, los ignorantes, las prostitutas, los sin amor, los fracasados, los encarcelados, los de a pie.
En 1968, Revueltas aún era un hombre fuerte, incluso físicamente. Salió airoso de más de una huelga de hambre. Sonreía, un tanto distante, descreído, ajeno a la admiración que suscitaba. Lo buscaban mucho los jóvenes, primero los Espartacos, luego los líderes del ’68 reunidos en una crujía que no era la de todos, sino un redondel en el que se abrían paso en medio del asfalto unos escuálidos arbolitos en la cárcel preventiva o Palacio Negro de Lecumberri. Todos los sesentayocheros recurrían a él, como seguirían buscándolo hasta su muerte. Manuel Marcué Pardinas, Eli de Gortari, Armando Castillejos, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, lo veían un poco como se ve lo que no se entiende. Heberto Castillo le aconsejaba que no fuera a ingerir la cocción embriagante de cáscara de plátano que hervía durante horas en un perol ennegrecido porque le perforaría los intestinos. Salvador Martínez della Rocca, el Pino, destilaba con un alambique otro tipo de alcohol que a todos convidaba con la ruidosa generosidad que lo caracteriza.
También andaba tras él el joven escritor de la llamada onda, José Agustín, originario de Acapulco, que en Lecumberri y en esos mismos años escribió El rock de la cárcel. Cada tercer día con su hoja en la mano corría a enseñársela a su crujía. A Revueltas se le podía enseñar todo, decir todo. 
Sus amigos fueron Roberto Escudero, su compañero de celda Martín Dozal, Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, que murió hace poco, y casi todos los chavos rebeldes y revolucionarios de 1968. Era bonito verlo entre ellos, mirarlo prender el enésimo cigarro y encajarlo en una boquilla en un gesto que nada tenía de proletario; discurrir largamente con su voz cascada ante estos cachorros que apenas iban cuando él estaba de regreso de todo. Menos del amor, claro está. Porque si hubo un hombre que supo amar a las mujeres o a una sola mujer entre todas las mujeres o a todas las mujeres en una sola, o a muchas pero cada una a su tiempo, ese fue José Revueltas.
A mí me habría encantado encontrármelo en un autobús, sentado al lado de un león, o en la banca de un parque y escuchar su arenga a los perros, porque eran los únicos que habían acudido al mitin, o verlo sortear las tribulaciones que son parte de la vida de un militante que nunca sabe si va a comer o si encontrará en el fondo de la bolsa de su pantalón una moneda para su transporte. Me habría emocionado oírlo decir la frase que justificó su vida entera: “En realidad yo tengo un amplio, profundo trabajo que realizar por México.”
Sí, Pepe, sí: tú sí hiciste un amplio, un profundo trabajo por México.
Sonreía bajo su bigote y su piochita de chivo a la Ho Chi Minh, enseñando sus dientes manchados de nicotina, dientes de hombre sufrido, dolido por la suerte de los demás, de hombre que escogió desde el primer momento estar del lado de los jodidos. Su estado natural –a pesar de su capacidad de enamoramiento, ya que Revueltas se enamoró mejor que ningún otro hombre, hasta perderlo todo, hasta empezar de nuevo, hasta el enloquecimiento–, su estado natural era el de la pasión y el del olvido de todas las reglas, el del perro enyerbado, el de sus más tiernos años, el de la celda carcelaria y el del sufrimiento de todos los hombres.
Siempre me maravillaron las apariciones que hacían sus mujeres en su literatura; una que casi no iba vestida, descalza, la ropa en jirones, bella y escalofriante como una tempestad de la que Revueltas escribió: “Era hermosa como un relámpago y amaba como si matara, como una criminal que ya no tiene nada en el mundo sino ese amor, suyo hasta el exterminio y la ceniza.” O la de Cecilia en El luto humano frente a Úrsulo: “Cecilia era fieramente suya, como si se tratara de algo a vida o muerte. Suya como su propia sangre o como su propia cabeza o como las plantas de sus pies. La quería cual un desposeído perpetuo, sin tierra y sin pan; cual un árbol desnudo y pobre.” Sobre la protagonista de Los errores, Elena, el enano, escribió frases atroces, orozquianas, describe a un cerdo de un metro de alto, de párpados hinchados y rostro de náufrago a la que el Muñeco, su padrote, besa de vez en cuando hasta lograr exterminarla.
A propósito del exterminio, escribió desde Perú, en 1943, en un viaje como periodista para la revista Así a su esposa Olivia Peralta: “Mis colegas de a bordo, Fernando Benítez y Luis Spota, se portan muy bien. Hemos fraternizado como amigos y no tengo nada de qué quejarme en relación con ellos, antes al contrario, Spota está corrigiendo una última novela suya, de la cual me ha leído algunos capítulos. No está mal, pero le falta hacerse mucho más desde el punto de vista humano. Le he dicho a Spota que le hace falta sufrir, y tal vez no personalmente, sino sufrir por los demás, para llegar a ser un buen artista.”
¿Hace falta sufrir? ¿Sufrir por lo demás? ¿No fue esa la vida de Revueltas que se echó la culpa de todo el movimiento estudiantil de 1968 y terminó en la cárcel de Lecumberri? Escribió que la muerte es maravillosa. Y también escribió del fuego. Y del cielo. Dijo textualmente: “Dios ha de decir desde las alturas: este cabrón no cree en mí: pero soy hijo de la chingada si no me lo traigo al cielo.”
Era bonito verlo en Ciudad Universitaria, un portafolio bajo el brazo, su pelo ya largo (nunca tanto como en la cárcel), los anteojos coronando su cabeza, atravesando la explanada para asistir a una u otra de las reuniones del Consejo Nacional de Huelga en cualquiera de los auditorios. A los jóvenes, él los llamaba “compañeros”, pero muchos de ellos, los de Filosofía y Letras, los de Ciencias Políticas, lo llamaban “maestro”. Respondía a las preguntas más inoportunas; nadie, ni hombre ni mujer, le pareció despreciable, escuchaba hasta a los más simplones sin una sola chispa de fastidio o de ironía en sus ojos cansados y, cuando terminaban su perorata, tomaba la palabra con su voz dulce, cada vez más entrecortada: “Pues mire usted, compañerito...”
En 1968 era común verlo a cualquier hora en un salón de Filosofía y Letras escribiendo en una mesa que algunas veces le servía de cama. Los muchachos lo asediaban y nunca dudó en integrarse al movimiento pese a su edad, su mala salud y la avalancha de críticas. Apoyó durante los 146 días del movimiento al Comité de Lucha de la Facultad de Filosofía y Letras; protegió a Alcira, la uruguaya que permaneció un mes encerrada en el baño de mujeres cuando el ejército entró a Filosofía y Letras; apoyó a jóvenes que en la calle habían sido amenazados. (Sobre Alcira Soust, Roberto Bolaño hizo una novela: Amuleto).
La verdad primero
De la cárcel, Revueltas lo sabía todo. Desde muy niño se puso de parte de los marginados. Y ponerse de su parte no era echar largos discursos desde alguna curul o sentarse en torno a una mesa de café, sino compartir su vida hasta la médula de los huesos, allí donde los pensamientos duelen y se encajan y no dejan respirar. A los catorce años entró al Socorro Rojo Internacional y a los quince participó en una protesta de apoyo a la Revolución de Octubre. Fue él quien colocó una bandera roja en el astabandera de la Catedral Metropolitana. Salió de las Islas Marías por intervención del general Múgica, quien alegó que era menor de edad. Regresó a Ciudad de México y, a las dos horas, ya era secretario juvenil de la Confederación Sindical Unitaria de México. Organizó entonces una huelga en Ciudad Anáhuac, Nuevo León, y lo enviaron de nuevo –sin proceso– a las Islas Marías, condenado durante diez meses a trabajos forzados. Recobró la libertad en 1935, durante el régimen de Lázaro Cárdenas; o sea que, entre 1932 y 1934, José estuvo en la cárcel tres veces, dos en las Islas Marías y una en el Tribunal de Menores.
Nunca le preocupó estar rodeado de agua por todas partes, al contrario; en las Islas Marías escribió Los muros de agua, pero antes había escrito un capítulo de “El quebranto”, que creyó novela y quedaría definitivamente en forma de cuento.
Gregorio, el protagonista de Los muros de agua, nos narra la vida de los desgarrados, los desposeídos de la tierra. Al igual que Revueltas, Gregorio inquiere, titubea, lo atormentan las dudas y las contradicciones. Desde el principio Revueltas discrepó de la política tradicional. ¡Cuántas veces lo obligaron a retractarse! Lo cierto es que fue un hombre libre –“dialéctico”, diría él– y sus actos, poco ortodoxos, muy pronto dejaron de seguir la línea estalinista. Amante de la verdad hasta el escarnio, Revueltas defendió al poeta Heberto Padilla, condenado por el castrismo, y perdió la amistad de los cubanos, cosa para él muy dolorosa. Aceptó también ir a una reunión a Santiago de Chile para hablar en contra del antisemitismo en la Unión Soviética, exponiendo un trabajo que le costó lágrimas de sangre.
Su tercera novela, Los días terrenales, fue destrozada por el Partido Comunista y sus compañeros de la célula “José Carlos Mariátegui” lo satanizaron por mal comunista. Enrique Ramírez y Ramírez, primero en El Popular y luego en El Día, lo condenó cuando él mismo habría de terminar en el PRI, el partido oficial. Revueltas humildemente aceptó la crítica y retiró su novela de la circulación, y Los días terrenales sólo volvió a aparecer cuando los dogmas estalinistas se eliminaron de la dirección del partido.
De todos los intelectuales mexicanos, fue el que mejor se alejó de honores y preseas. Dijo que jamás aceptaría ser miembro del Colegio Nacional y que si le ofrecieran ingresar a la anquilosada Academia de la Lengua sería tanto como entrar a la corte de Felipe ii. Libre de ataduras, aunque no era vasconcelista, definía al vasconcelismo como “el intento más sano de buscar una esencia de la cultura nacional”. Años más tarde, le habría parecido estupendo que los intelectuales salieran a la calle, como Regis Debray, Foucault, Costa Gavras, Yves Montand, etcétera, como ahora salió Adolfo Gilly a protestar al lado de Cuauhtémoc Cárdenas. Pedía a gritos que los intelectuales no fueran contempladores y saludó la renuncia de Octavio Paz a la embajada de México en la India, a raíz del movimiento estudiantil de 1968.
Sencillez y coherencia
Lo conocí en casa de la poeta costarricense Eunice Odio, cuando José era más joven y no llevaba barba. Separado de su primera mujer, Olivia Peralta, se había casado con Mariate Retes y escribía guiones de cine. Era un hombre pequeño, delgadísimo, con hambre en los ojos. El mismo Revueltas escribió: “Cada vez que me encuentro con un comunista de los treintas –y quedan pocos– me basta mirarlo a los ojos: son un pozo de tristeza, de larga, increíble soledad. Queda algo importante: el amor que nos tenemos y la decisión –desesperada, si lo quieres– de seguir luchando. ¿Fe en el hombre? Quizá no pueda contestarse afirmativamente.” Lo mismo podría decirse de él, niño de las Islas Marías, que en cada uno de sus ojos había un pozo de tristeza. Pero nunca se quejaba, al contrario, mentaba madres, pero aceptaba con humildad los juicios en su contra, los denuestos de quienes le eran harto inferiores.
Esa noche, Revueltas era la figura más entrañable de la reunión, por su encanto, por su ingenio, su generosidad sin límites y porque a pesar de su leyenda tenía la sencillez de los grandes. Pensé que Durango era el único estado de la república que podía enorgullecerse de haberle dado a México una familia de creadores, y que este hombre obsesivo y solitario (a pesar de sus amores) era el autor de la frase que ahora se repite en todas las manifestaciones: “¡No están solos!” “¡No están solos!”
Todos los Revueltas destacaron: en cada uno ardía la chispa sagrada. Silvestre, el músico extraordinario, quizá el mayor que ha dado nuestro país; Fermín el pintor; Rosaura, la actriz de la película censurada La sal de la tierra. José, el más joven, discutía con Margarita Michelena, su amiga, y en él buscaba yo la pasión o, mejor dicho, la desesperación de los Revueltas.
Cuando José se disponía a enseñarle el manuscrito de su primera novela a su hermano, Silvestre murió. Así como José, Silvestre era alcohólico. Tanto los hijos de José como Eugenia, hija de Silvestre, tuvieron la certeza de que sus padres hacían algo trascendental para México y nunca lamentaron abandono y pobreza, al contrario, José respondió a sus inquisidores que la suya era una familia común y corriente de Durango, que su padre había muerto cuando él era aún un niño y que cuando trabajó por primera vez lo hizo en una tlapalería.
Más tarde habría de contarme Guillermo Haro, su compañero de generación, que Revueltas y él distribuían la revista Combate en 1941, en la sierra de Puebla, y que la repartían –por encargo de Narciso Bassols, quien fuera más tarde ministro de Educación– a los pueblos más distantes. A lomo de mula, de burro o, cuando bien les iba, a lomo de caballo, salían con su paquete de revistas bien amarrado y terminaban invariablemente en la cantina, porque la mayoría de los campesinos no sabía leer y entonces los dos militantes los invitaban para explicarles lo que decía la revista frente a una convincente cerveza. Alguna vez, cuando Revueltas le comunicó a Bassols que no podría salir a repartir Combate porque su mujer, Olivia, estaba a punto de dar a luz, Bassols respondió: “¡Qué contratiempo, camarada Revueltas, qué contratiempo. ¿No podría su mujer parir otro día?”
José Revueltas tuvo cuatro hijos con Olivia Peralta: Andrea, Fermín, Pablo (por Pablo Neruda) y Olivia. El quinto hijo es el músico Román Revueltas Retes, hijo de María Teresa Retes. La sexta, su última hija, Moura, nacida en Cuba, es médica y podría curarnos a todos.
Su hija Olivia (Revueltas Peralta), música jazzista, considera que el apellido Revueltas es una bomba. Llevarlo la atenaza, le quema la garganta y las manos. “Soy hija de un amor pavoroso porque mi madre, a punto de separarse, se planteó: ‘¿Para qué tengo esta hija si él ya me va a dejar?’ Yo soy la última de los hijos del matrimonio Revueltas-Peralta, porque José se enamoró de Mariate Retes. Mi madre pensó en abortar, pero Teresita Proenza, secretaria de Diego Rivera, le dijo: ‘¿Cómo sabes si este hijo que esperas no va a poner muy en alto el nombre de Revueltas?’”
Aunque su vida llevara en sí una carga de indignación profunda, de cólera sagrada, como un ancho río subterráneo y negro que enlaza sus novelas y sus cuentos, Revueltas fue un hombre contenido, consecuente, un hombre que sabía preguntar: “¿Compañero, qué le pasa?” Recuerdo cómo amé al contramaestre Galindo de Dormir en tierra, brusco, ronco y torvo, quien a bordo de El Tritón se aventó al mar con el único chaleco salvavidas del barco al niño de siete años que llevaba a bordo. También recuerdo al terrible pescador Ventura, tullido y tuerto, sus muñones como estrellas en El luto humano y a toda esa gente “inevitablemente horrible”.
Todos los títulos de Revueltas son en cierta forma bíblicos y cavan hondo, como cava su literatura. Quería reunir su obra bajo el título de Los días terrenales y los miles de tomos de su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, que intentan forjar un mundo en el que no se le dé la espalda a los pobres, a los que sufren.
A José Revueltas nadie tuvo que darle un té amansalocos. Su cólera era una cólera ideológica, porque con los hombres y las mujeres de todos los días, su paciencia fue infinita. Nunca fue impositivo, nunca hizo visible su propia importancia. No pronunció jamás una palabra que denostara, humillara, rechazara, aunque en alguna que otra ocasión lo vi levantar los ojos al cielo, es decir, nunca se hizo valer, nunca creyó que algo le fuera permitido. Nunca tuvo un centavo, nunca un pantalón nuevo. Al contrario, toda su vida pareció un niño de reformatorio, un niño que se avienta y se la juega y que en el último momento te regala una sonrisa cómplice.
Curiosamente, Rosario Castellanos, defensora de los chiapanecos más olvidados, también se hacía menos. ¿Qué compartía con Revueltas?
En su última cárcel en el negro palacio de Lecumberri, Revueltas escribió El apando, una de las joyas de la literatura mexicana, un libro de apenas cincuenta y seis hojas, escrito entre febrero y marzo de 1969 en su celda, al lado de Martín Dozal Jottar, su compañero, y publicado por la Editorial era, lo mismo que toda su obra. José Agustín dio un curso de cinco sesiones sobre El apando y también sobre la vida carcelaria que el poeta Álvaro Mutis había descrito en su Diario de Lecumberri para desmentir la creencia de que la cárcel puede servirle de algo a escritor alguno.
Si un escritor mexicano ha sabido adentrarnos en el tema del proletariado, el del sindicalismo, el de la defensa de los derechos humanos, ése es José Revueltas. Nunca le oí decir que le fascinara la novela de la Revolución mexicana, estudiada por investigadores europeos y estadunidenses; nunca un elogio para Mariano Azuela. Tampoco hablaba de la novela indigenista (a Rosario Castellanos le chocaba que le dijeran que sus novelas lo eran), de la novela urbana como podrían ser las de Fuentes o Spota, y ahora las de Fabrizio Mejía Madrid, la de la onda, término que también le recontrachoca a José Agustín, la de la provincia, centrada en Agustín Yáñez, en Luisa Josefina Hernández. Habría que recordar que Rulfo tuvo un número muy respetable de imitadores, Tomás Mojarro para citar uno solo. José Revueltas escoge (o él es el escogido, o mejor dicho el atenazado) la lucha obrera y esa cosa extraña llamada “la izquierda”, y es satanizado por sus mismos camaradas. En su conocimiento de los trabajadores del riel, Revueltas tiene un antecesor que admiré cuando Gustavo Sainz puso entre mis manos Juan del Riel, de José Guadalupe de Anda.
En los últimos meses, José Revueltas vivió por espasmos, empujando su cuerpo, jalándolo hacia sí mismo, recuperándolo aquí y allá, juntando sus piezas para poder echarlo a andar. Se daba cuerda pero, al rato, la falta de combustible lo dejaba parado en la primera esquina. A los sesenta años era un hombre cansado y traqueteado, en cierta forma desencantado. Es cierto que los estudiantes se detenían en su trayecto a la Universidad para subir a su minúsculo departamento en la avenida Insurgentes número 1224 a tomarse un café con él. Es cierto también que Roberto Escudero y otros jóvenes lo veían una o dos veces por semana. Es cierto que sus médicos lo querían como a un padre, pero él traía desde niño un sentido de culpabilidad que lo hizo consciente de la fealdad del mundo. Escribió: “No olvidemos que también hemos sido Hitler, por mucho que nos repugne.” Dijo también: “Yo me mato en todos los demás a quienes mato.” Para él, el mundo andaba mal; admiraba a los monjes budistas de Vietnam que se incendian: “Son la única conciencia lúcida del suicidio universal antropomórfico que ellos tratan de evitar, como individuos, con su propia muerte. Lo trágico de nuestro tiempo reside en que esta conciencia lúcida, que se expresa por un signo negativo, sea precisamente la única conciencia humana real, auténtica, indiscutible. Esto quiere decir que la enajenación humana ha llegado a un extremo tan radical que lo humano verdadero, sólo puede realizarse con la muerte.”
Yo no sé lo que quiso evitar José Revueltas con su propia muerte. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, una entrega a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos con rostros de tierra labrantía, sus hermanos que andan por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que no los vean, para que los dejen en paz, para que la indiferencia los deje embarrados en la pared.
Caótico, contradictorio como todo lo que vive, Revueltas nunca perdió su coherencia. Por eso mismo se le respeta y se le ama, porque todo lo puso en entredicho, y por eso mismo resulta tan avasalladoramente atractivo a los ojos de los jóvenes. Vive en la contradicción misma y en la coherencia óptima. Es un Luzbel angelical.
Revueltas nos reconcilia con nosotros mismos. Su vida y su obra literaria son de un extraordinario fervor intelectual. Nervioso, Revueltas temblaba pero, a pesar del tormento de su vida, conservaba su sentido del humor. Me acuerdo que un día, en 1975, me envió un recado a través de Eduardo Iturbe –que en ese entonces era secretario de la Asociación de Escritores en la calle de Filomeno Mata– para decirme que si tomaba tres platos soperos de frijoles aguados al día, el cerebro se me llenaría de hierro, de fósforo, de potasio, y escribiría muy bien novela, cuento, ensayo, crónica, poesía, lo que fuera, porque los frijoles tienen propiedades energéticas destinadas únicamente a las escritoras inseguras e ilusas.
Obediente, herví un perol de frijoles como para un regimiento. En el desayuno, me supieron a gloria. A mediodía, me di cuenta de que se me había empañado el entendimiento, porque por más que quería escribir, me sentía pesada y con más sueño que la Bella Durmiente. En la noche, después del gran plato lleno de hierro y fósforo que va directamente al cerebro, volaba por la casa como globo de Cantolla, sin haber atinado con una sola idea. Cuando me quejé, Revueltas se rió, burlón: “¡Pero qué tonta! ¿Te lo creíste? ¡Si era una broma! Claro que las francesas no pueden comer frijoles.”
Compleja, violenta y denostada, ninguna obra literaria de México ha sido puesta en el banquillo de los acusados como la suya, sobre todo por sus compañeros de izquierda. La derecha también dejaba caer despectivamente: “Si no fuera militante, dedicaría más tiempo a su obra y sería mejor.” ¿Hacia quiénes podía Revueltas volver la cabeza? Sólo hacia las mujeres. Era fácil destrozarlo como destrozaron sus obras de teatro: El cuadrante de la soledad, en el que participó Diego Rivera, Pito Pérez en la hoguera. El larguísimo trabajo político Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, México, democracia bárbara y la cantidad infinita de artículos políticos sobre México contenidos en seis grandes cajas que su joven mujer Emma y su hija Andrea ordenaron para su publicación en veintiséis tomos destinados a la Editorial era.
Un árbol llamAdo Hamlet
Pepe y yo platicábamos de vez en cuando; lo interrumpía sin ton ni son cuando tomaba el camino de la filosofía, de las disquisiciones que mi ignorancia volvían lentas y farragosas. Entonces, con una impertinencia siempre tolerada, volvía yo a temas “concretitos” y fáciles: sus gustos literarios, su amor por Dostoievsky, sus críticas al Tolstoi, terrateniente compasivo, su fe en el chavo de la onda, José Agustín, y en el admirable Vicente Leñero, cuya novela Los albañiles le pareció buena. Bueno, benévolo, benigno, afable, clemente, generoso, sensible, bondadoso, lo era con todos. Nadie le pareció despreciable, nunca. Siempre escuchó y siempre respondió.
Como ya dije, ante todo, a Pepe le atrajeron las mujeres y desde joven se enamoró hasta morir de amor, hasta crucificarse, hasta caer redondo en el aserrín de la primera cantina, hasta andar arrastrando la cobija por las calles de México llorando por su amada.
Hay quienes han calificado su literatura de cruel y sórdida y, sobre todo, de angustiosa, pero Revueltas era un hombre lleno de declaraciones amorosas, de parlamentos felices, de encuentros con el ángel de la guarda que era su dulce compañía cuando hacía el amor y cuando subía al camión Roma-Mérida o al Mariscal Sucre, y lo protegía de las despechadas a quienes aseguraba que eran la única cuando ya le había echado el ojo a otra; un hombre que se reía de sí mismo y sabía entretener a los oyentes más disímbolos, sabios e ignorantes, tontos e inteligentes. Se pitorreaba de los militantes, y claro que su ironía irritaba a los solemnes asnos del Partido Comunista que terminaron en el PRI, y claro que Revueltas siempre tuvo fricciones con las órdenes enviadas desde Moscú. Él sabía lo que es el trabajo forzado, sabía de castigos, injurias y golpes. Nunca nadie pudo quebrar su entereza, la tortura jamás lo aniquiló como tampoco lo destruyó la cárcel.
La vida y la obra de José Revueltas nos salvan. Al menos sabemos que uno de entre nosotros ha sido capaz de vivir de acuerdo consigo mismo, ha dicho lo que cree sin miedo: “He recapacitado mucho, he pensado mucho y he sometido toda mi vida a un análisis. Ahora es preciso no perder el tiempo; llevar una vida recta, austera, de sacrificio y trabajo. Estos grandes viajes, más que nada, son viajes por el interior de uno mismo. Y entonces aprende uno a conocerse mejor y a ver sus errores.”
“Los errores” ¡Ah, cómo los ponderó!
José Revueltas nunca atendió a su cuerpo, nunca lo cuidó: lo usó, lo gastó hasta dejarlo en una simple hebrita rompediza, frágil, un hilo que apenas podía mantener los brazos y las piernas unidos al tronco. Pepe jamás se compró un par de zapatos. Trabajó a la intemperie, le cayeron muchas tormentas sobre los hombros, de rayos políticos y centellas dialécticas, salió destapado del Partido Comunista.
Revueltas fue nuestra única posibilidad de tener un Dostoievsky, dice muy bien Eugenia Revueltas, hija del genio Silvestre, quien lleva la sangre de todos los Revueltas en sus venas y hace el símil entre Dostoievsky y Pepe al contarnos que una vez le preguntaron al ruso:
–Y a usted, ¿quién le ha dado derecho para hablar en nombre del pueblo ruso?
Dostoievski se recogió un poco los pantalones y, señalando a la altura de los tobillos, sobre su pierna, las huellas de las cadenas que había arrastrado en Siberia durante años:
–He aquí mis derechos –dijo.
Así como el ruso, Revueltas se ganó el derecho a hablar en nombre del pueblo de México.
No sé lo que quiso evitar José Revueltas con su muerte, el 14 de abril de 1976, a los sesenta y dos años. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, un holocausto, una entrega a los demás, a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos los pobres, las prostitutas, sus hermanos con sus rostros morenos de tierra labrantía, los padrotes, los merolicos; sus hermanos, el lumpen que anda por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que los dejen en paz, para que la muerte no los apachurre y los deje embarrados sobre la acera.
En los años previos a su muerte, José Revueltas se quedaba durante horas viendo un árbol que sobresalía por encima de los techos de lámina del rumbo de Insurgentes en donde vivía. Se levantaba en medio del asfalto y de los coches; una gran rama estaba seca, otra se había extendido casi sin hojas, la otra sí reverdecía frente a la ventana de Revueltas. El cielo entreverado entre sus ramas, el árbol era el único lujo de Revueltas. En la mañana y en la tarde lo saludaba y le puso Hamlet. Aseguraba que ambos estaban a punto de secarse. Solo y enfermo, Revueltas solía ir de su mesa de trabajo a la ventana, de su cama a la ventana, veía el árbol y regresaba a su mesa, lo saludaba y regresaba a la cama. Al final ya no se levantó y entonces le preguntaba a su esposa Emma Barón: “¿Cómo amaneció hoy el árbol?”
Ahora, Revueltas amanece con sus cien años de árbol y nosotros quisiéramos ser sus hojas, las más conscientes, las que mejor se preocupan por los otros, las que quieren evitar el dolor y las llagas, los que buscan que México ya no sea una ballena boqueando en el lago de Chapultepec, llena de enorme fatiga.



Revueltas y el mal

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
José Angel Leyva

En Revueltas vida y obra funcionan como un todo orgánico, cada parte contribuye a la realización de las otras que constituyen su necesidad de saber y de ser. Su moral revolucionaria es también la del escritor que no claudica ni ante sí mismo porque es, sobre todo, un hombre habitado de preguntas más que de certidumbres y consignas, guiado siempre por el amor al otro y a la vida. Tras la lectura de su reportaje “El sádico de Tacuba”, publicado originalmente en El Popular, en 1942, confirmo la estrecha relación de su escritura literaria con el periodismo, pero sobre todo con una visión de la condición humana desde una perspectiva no explícita y sí implícita del mal, más allá del cuadro teórico marxista. Revueltas aborda el proceso judicial y las investigaciones médicas en torno a Goyo Cárdenas, el estudiante de química convertido en asesino serial, con un profesionalismo impecable, sin emitir juicios ni opiniones, simplemente presentando el caso y las disputas de los especialistas por imponer su razón y su diagnóstico.
Revueltas no hizo de este ejercicio periodístico una pieza literaria, aun cuando la historia representa una tentación para cualquier escritor de su estirpe, como lo hizo Truman Capote en A sangre fría. Quedan sí, a la vista, su espíritu testimonial y la curiosidad por los motivos que impulsan al hombre al asesinato. La pesquisa del reportero y la experiencia carcelaria son fuentes directas del autor de una literatura única no sólo en su generación, sino en las nuevas, que comienzan a debatir acerca del periodismo narrativo o de la literatura testimonial. Revueltas quiso distinguir a su narrativa como una escritura del realismo social. Quizás por ello se la han escatimado virtudes y reconocimientos que poco a poco emergen sin prejuicios.
La visión revueltiana envuelve el drama de la libertad, el hombre cautivo en su imposibilidad de ser en la diferencia, en el otro. En su libro El mal, Rudiger Safranski cita la visión teológica y cósmica de Schelling: “Por medio de su libertad el hombre puede convertirse en cómplice del Dios inacabado. El abismo en Dios y el abismo del mal en la libertad humana están unidos entre sí […] la libertad incluye siempre la opción del mal.” Son frecuentes las referencias bíblicas de Revueltas en cada una de sus novelas y sus cuentos, sus adjetivaciones connotan siempre esa potencia sobrehumana y antinatural, la cerrazón ante otra fe, otro pensamiento, una humanidad distinta. Seres blindados en su razón o aislados en el dogma, como en el cuento “Dios en la tierra”: “La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios.” La compasión no tiene lugar en esa determinación de venganza, de “justicia”. Los cristeros estacan vivo al maestro que da agua a los soldados federales, lo encajan por la entrepierna tirando de sus extremidades para que luzca como un espantapájaros. “Todas las puertas cerradas en nombre de Dios.”
Safranski cita a Einstein cuando nos previene acerca de la perversión de la ciencia, cuyo espíritu brota de la capacidad humana para  rebasar sus límites e intereses egoístas y dirigir su mirada a la totalidad de la naturaleza a la cual pertenece. Pero la ciencia traiciona ese espíritu cuando se pone al servicio de fines egoístas y materiales, sin reconocer la dimensión del hombre limitada en el tiempo y el espacio, como una entidad independiente que no es otra cosa que una ilusión óptica de la conciencia. “Esta ilusión es, para nosotros, una suerte de prisión, que limita nuestras aspiraciones e inclinaciones a unas pocas personas cercanas a nosotros. Es tarea nuestra liberarnos de esta prisión.” El universo narrativo de Revueltas es también un presidio, un apando. Lo abyecto sucede en ese ámbito oscuro de la conciencia, la sociedad vive entre las paredes de su enajenación material, de su individualismo atroz que se consagra en la desaparición del otro, en su negación o su eliminación. Pero no sólo es la sociedad capitalista, lo es también la experiencia del socialismo real, donde las masacres de opositores e inadaptados no fueron menores y la crítica y el disenso fueron tronchados con guadaña, como lo narra Víctor Serge en El caso Tulayev. Tarde o temprano, los inquisidores y victimarios pasaron a ocupar el lugar de sus víctimas.
Es poco probable que Revueltas haya leído a Hanna Arendt y hubiese reflexionado sobre la “banalidad del mal”. En su novela Los motivos de Caín parece responder a esa perspectiva del mal desde la esfera de los buenos. Revueltas nos coloca ante la tortura y la negación de los derechos humanos por parte del Ejército de Estados Unidos durante la guerra de Corea y el macartismo, encarnado en la más fiera y paranoica persecución de los comunistas que representaban el demonio. Estaba pues justificado degradar al enemigo como personas y como seres vivos. Revueltas parece haber leído las noticias sobre los casos de tortura y humillación de los cautivos musulmanes en Guantánamo. Ya no comunistas sino terroristas, fundamentalistas, extraños, bárbaros.
El mejor ejemplo de esa perspectiva periodístico-literaria y de banalización del mal se halla en el epígrafe del cuento “Hegel y yo”: “Agente del Ministerio Público:… y todavía no se contentó usted con la forma de haber dado muerte a su víctima, sino que a puntapiés, es decir, a patadas, condujo la cabeza del occiso hasta el basurero próximo… El Fut: Sí señor, cómo lo había de negar yo. Así fue, tal como usted lo dice. Pero no lo hice por mal, señor. Verdad de Dios que no lo hice por mal. ¿Cómo quería que yo agarrara esa cabeza con las manos, cuantimás habiéndolo yo matado, digo, siendo yo el autor de la muerte de ese occiso? No lo hice por mal, señor…  Agente del Ministerio Público: ¿Así que lo hizo por bien…?  El Fut: Sí, señor, como todo mundo puede ver si lo mira en mi corazón. Lo hice por bien…

lunes, 3 de noviembre de 2014

Guardar una tarde

Noviembre/2014
Nexos
Luis Miguel Aguilar

La cadenita empezaría por aquí. En la primera edición de las Obras de Carlos Pellicer. Poesía (edición de Luis Mario Schneider, FCE, 1981), la sección de “Primeros poemas. 1913” [—12, en realidad—] 1921 al abrir con “Balada del crepúsculo” da ese poema como el primero de Pellicer. Comienza: “La tarde iba a morir. Sobre las olas,/ el Sol una mirada postrera envió;/ cerró los párpados… ya sus corolas/ de luz abrían los astros cuando murió”. Años más tarde en su Carlos Pellicer. Breve biografía literaria (Ediciones del Equilibrista, 1997) Samuel Gordon escribió: “El poema más antiguo que (de Pellicer) se conoce hasta la fecha es ‘Balada del crepúsculo’, escrito al reverso de una tarjeta postal en 1912, aunque en 1910, cuando cursaba el 6º. de primaria en la Escuela Ponciano Arriaga, escribió un breve poemita, ‘El cóndor’, entre el 25 y el 29 de agosto”. Sobre esto último, en nota al pie, Gordon dice que tal información se la ha proporcionado Carlos Pellicer López, sobrino y agradecible albacea literario del poeta desde su muerte (1977). Vamos entonces a la Poesía completa (Ediciones del Equilibrista, 1996) en edición de los mencionados Luis Mario Schneider y Carlos Pellicer López. “El cóndor”, fechado en 1911, comienza: “Soñé ser el cóndor colosal, el de los Andes/ Que surca el cielo desafiando soles,/ Burlando abajo las soberbias moles/ De los picos nevados los más grandes”. Uno se preguntaría por el desfase entre la mención de Gordon al norte de “El cóndor” que le dio el sobrino de Pellicer en un libro posterior, publicado en 1997, siendo que aparecía ya en la Obra poética de 1996. Creo recordar o habérmelo explicado: aunque los tres volúmenes de la Obra poética tienen como fecha 1996 en el pie de imprenta, aparecieron con varios años de diferencia entre sí, de modo que el volumen III donde viene “El cóndor” sería posterior a 1997. Ahora bien, este volumen III en su sección “Primeros poemas. 1911-1921” no abre con “El cóndor” sino con otro poema de Pellicer, fechado en “México, 24 de noviembre de 1911”. El “primer poema” de Pellicer comenzaría entonces: “Furioso el mar estaba./ Las altas olas desgastaban rocas./ El ave, triste volaba/ Dejando el lugar de furias locas”. Es claro que en sus primeros poemas Pellicer aún no sonaba a Pellicer sino digamos a poesía de poetas.
Escribo lo anterior porque en el último libro de un pelliceriano inveterado, Álvaro Ruiz Abreu, La esfera de las rutas. El viaje poético de Pellicer (Bonilla Artigas Editores, 2014) me pareció encontrar el primer poema de Pellicer, anterior incluso a “Balada del crepúsculo”, “El cóndor” y “Furioso el mar…”. Ruiz Abreu incluye un pasaje de una de las Cartas desde Italia de Pellicer, “una escena audaz y fina de su infancia en Tabasco”. En 1927, en Florencia el poeta es recibido por grandes pintores de los siglos XV y XVI que le brindan una cena en su honor. Escribe Pellicer que uno de los comensales, hermano del gobernador de Tabasco, “recordó mi infancia llena de trompos y marquesotes a la salida de la escuela y de cuando siendo un chaval de 10 años, quise guardar una tarde en una caja de pañuelos para que no se ajara, primer síntoma de mi poderosa anormalidad”. Pellicer, nacido en 1897, habría hecho ese poema en 1907. Se dirá que tal hallazgo no es propio de Pellicer sino de la infancia: como se sabe, todos los niños son poetas. Es posible. Sólo me adelanto a señalar que entonces, o dado el caso, ese niño era bien pelliceriano. En aquella manera o aquel intento (o aquella “intención”: palabra grata al poeta) de guardar una tarde, Pellicer ya sonaba a sí mismo; Pellicer ya había sonado a primer poema de Carlos Pellicer.

Poderes del horror y la escritura

2/Noviembre/2014
Confabulario
Lucía Melgar

Una mujer mirada que a su vez mira y transforma al voyeur machista en habitante de un mundo común, un despojo humano abandonado que se sueña mirada, un chino que mira desde la poesía un paisaje humano que lo niega y lo aniquila, una mujer atrapada en los brazos de un viejo, una vieja degradada por los tormentos de la pasión propia y ajena, una familia condenada a una locura lúcida e inevitable, dos hombres condenados a la soledad por la incomprensión social y por su propio acallamiento; un conjunto de seres abominables, terribles en su autodestrucción, en su capacidad de sufrimiento, en su afán de trascendencia, así sea a través de la pasión, la aniquilación, el dolor; un mundo donde se tocan el horror y la belleza; paisajes provincianos asfixiantes, límpidos, escenarios de degradación y afán de espiritualidad. En los cuentos reunidos en La señal, Río subterráneo y Los espejos, de Inés Arredondo, se entretejen pasiones, sufrimientos y anhelos con una pluma tan aguda y precisa en el espanto y en la dicha (así sea deseada más que vivida), y una expresividad en la luz y en las sombras que la experiencia de lectura resulta por momentos asfixiante o inquietante y siempre transformadora.

Autora de tres libros de cuentos, ensayos literarios, reseñas y artículos, Arredondo ha recibido un reconocimiento crítico cada vez más significativo, si bien la atención del público ha estado un tanto limitada por la dificultad para acceder a sus libros, afortunadamente superada por la publicación de sus Cuentos completos por el Fondo de Cultura Económica en 2011 (y antes por la edición de su Obra completa en Siglo XXI, en 1989).

Aunque se le puede considerar una obra oscura en tanto la voz narrativa se atreve a sumergirse y nos sumerge en las más terribles pasiones humanas, hay en ella una lucidez particular que se manifiesta en el estilo de la autora: la mirada de quien describe y analiza a través de sus personajes (víctimas ante victimarios, sobre todo, pero también protagonistas a la vez victimarias y víctimas) no se pierde en los abismos; la palabra que describe la belleza del horror o la perfección inalcanzable o el deseo de más allá es a la vez suntuosa y precisa, despojada y sugerente, inquietante y contundente, y se entreteje más de una vez con un silencio hondo, denso, que puede ser sólo negación y vacío, pero también comprensión y reconocimiento, encuentro y plenitud. En este sentido, la pluma de Arredondo, su arte narrativo, es lo que, más allá del horror o de la fascinación, crea una experiencia de lectura al filo, por así decirlo, en la que, no obstante, se siente un hilo conductor que lleva de nuevo a la superficie: podemos así asomarnos a los abismos de la locura, la degradación o la contemplación de la belleza sin perdernos en ellos gracias a una mirada y una palabra, sobre todo, que nos sostiene, es decir, que mantiene una cierta distancia entre ese mal expuesto y la putrefacción, entre la atracción del delirio y el grito del exceso de realidad.

Empezar por la densidad de la experiencia de lectura como elogio de una obra puede parecer extraño en un contexto mercantil donde a menudo se promueven lecturas fáciles o falsamente complejas como modo de entretenimiento o escape. Es, sin embargo, lo que se busca, o buscan muchos hoy, como un medio, no de escapar, sino de entender la realidad, también densa y terrible: una experiencia de lectura que nos lleve a pensar y a preguntar (nos) por las acciones y pasiones, por los motivos de otros y por el sentido mismo de la vida. Una lectura intensa no es una lectura difícil, es una lectura que nos inquieta y nos con-mueve, que nos abre a mundos desconocidos o muy cercanos pero que aún no hemos reconocido. En el mundo de Arredondo, además, las sombras se mezclan, si no siempre con la luz, con un deseo de luz. Así, aunque la mayoría de sus cuentos traten de la abyección, de la degradación, de la crueldad, de las zonas oscuras o ambiguas del ser humano y de la sociedad, hay relatos que se niegan a la locura o al aniquilamiento o que expresan una sed de más allá, de trascendencia (para mí humana, para otros religiosa o divina), y sobre todo que iluminan —en el sentido de sacar a la luz— y hacen posible la comprensión o invitan a un intento de comprensión (que no de justificación ni naturalización, de la violencia y la crueldad, por ejemplo).

Como ha señalado Claudia Albarrán, una de sus principales estudiosas, Arredondo (a quien considera en un homenaje de 1989 “una escritora ejemplar”) “abordó temas prohibidos para las letras mexicanas de entonces”, lo cual ya era una gran innovación y un atrevimiento, sobre todo al tratarse de una escritora. Además, lo hizo, añadiría yo, sin juicios morales y con una mezcla perfecta de lucidez y mesura que le permitió ahondar en abismos del espíritu y del deseo humanos sin estigmatizar ni estetizar en exceso (el gran peligro cuando se sitúa la violencia en ámbitos sofisticados o paisajes hermosos). Así, el horror que vemos (la mirada y la vista son cruciales aquí) repele, mas no al grado de borrar el atractivo del vicio, del deseo prohibido —o del mal—; en otros casos, por el contrario, parece deslumbrar y de pronto pierde su brillo sin por ello hacer incomprensible su ambigua atracción. En un sentido esto coincide con la observación de Albarrán acerca de la confluencia de “paraíso” e “infierno” en la obra de Arredondo. La presencia de lo sagrado en la obra de Arredondo ha sido también destacada por Rose Corral, quien en el prólogo a la edición de Siglo XXI planteaba que Arredondo “busca también la trascendencia de una historia, el momento central, o en una terminología religiosa a la cual se le ha prestado poca atención, la ‘señal’ que la ilumina y le da ‘sentido’”. Para Corral, lo sagrado es central no como referente sino como “forma de aprehender el mundo y de revelarlo”. Hacia ello apuntaría, sugiere, no sólo la ficción de la escritora (los temas de sus cuentos) sino “su idea de ficción”. Ambas estudiosas ofrecen así una lectura que traza un hilo conductor que llevaría de La señal a Los espejos, del mundo provinciano del cuento que da nombre al primer libro al de “Opus 132” en el tercero, donde los prejuicios están tan arraigados que, pese al poder transformador de la música, sus propios intérpretes quedan atrapados en una soledad devastadora.

Desde otra perspectiva, Esther Seligson destacó también la originalidad y densidad de los temas que interesan a la escritora. “Lo doble, lo múltiple, lo ambiguo, permean todo en todos sentidos, en todas direcciones”, escribe en su ensayo “Lo doble, lo múltiple, lo ambiguo. El mundo de Inés Arredondo”, publicado en La Jornada Semanal en 1986. Desde una lectura más cercana al cuerpo, a las pasiones y al deseo, Seligson retoma el concepto de “instantes de vida” de Virginia Woolf y plantea que los protagonistas (hombres o mujeres) de estos relatos conservan “una marca contundente en la memoria del cuerpo que detiene el tiempo y corta el espacio” . Seligson se sitúa así más en lo psicológico, en la experiencia de vida, y se aleja del lenguaje religioso, y nos lleva a pensar más allá del “estigma” físico (y de la connotación cristiana de la marca espiritual) de “La señal”. En su lectura destaca cómo Arredondo explora los abismos del ser humano, desde el narcisismo hasta la anulación, polos entre los que oscilarían los destinos personales de sus protagonistas.

A la vez que coinciden en destacar los altos contrastes que caracterizan esta obra, los intensos claroscuros de ámbitos y personajes, las cimas y abismos que atraviesan las protagonistas en particular, cada una de estas lecturas devela un aspecto del rico mundo narrativo de la escritora y le da un sentido propio. Menciono estas —entre otras interpretaciones destacadas de la obra de Arredondo— porque iluminan distintos aspectos de este mundo narrativo y precisamente muestran que la autora construyó un universo narrativo propio, “denso”, como también señalara Huberto Batis, y en el que parece fácil entrar pero resulta más difícil salir debido a la textura de la prosa.

En mi lectura de Arredondo, destacaría la capacidad de la autora para develar no sólo el horror, sino los poderes del horror, retomando el título del ensayo de Julia Kristeva sobre la abyección y lo abyecto, términos para mí más cercanos a la experiencia del siglo XXI tan alejado de la espiritualidad y tan cercano a la barbarie. Lo abyecto como aquello que amenaza el orden social porque rompe, atraviesa, disuelve las fronteras entre lo moral y lo inmoral, el bien y el mal, lo prohibido y lo permitido, parafraseando a Kristeva, se manifiesta en los cuentos de Arredondo como tema recurrente en relatos que giran en torno al incesto, las pasiones destructivas, la perversión o realización del deseo en posesión aniquiladora. El ser abyecto no es sólo la protagonista de “Atrapada” o “Sombra entre sombras”, es también la niña —¿ya mujer?— de “Orfandad” en que encarna el horror del abandono absoluto y la crueldad del mundo que ha dejado en la sombra a ese despojo humano. El deseo pervertido o perverso llevado al extremo de la explotación y la negación de la otra (la víctima es sobre todo mujer), la atracción del mal, pero también las corrientes ocultas de pasiones prohibidas, marcadas como tabú, atraviesan a personajes que la mayoría de las veces son seres comunes, mediocres, ciegos, en los que, sin embargo, se percibe un anhelo de más allá, de “otra cosa” —belleza, plenitud, sacrificio— que les da, así sea un instante, la posibilidad de “ser otros”, de superar la medianía, la mezquindad o la crueldad de su mundo, de la sociedad y la cultura que han hecho posible su triste o terrible existencia.

Si bien la abyección como espectáculo y experiencia alcanza una intensidad extrema en relatos donde las protagonistas narran su propia degradación, los límites del orden social se trastruecan también, en un orden casi geométrico, en un cuento como “Río subterráneo”, relato que da título al libro que para mí es el más logrado de su autora. Este es tal vez de los cuentos más perfectos de Arredondo en cuanto la estructura misma del relato, la arquitectura del espacio ficticio y la historia se conjuntan para exponer la locura a la vez como amenaza, destino, legado maldito. La lógica de la escalera, la disposición racional de los espacios en la casa, donde irrumpe un grito inhumano, cuya repetición parece inexorable, revela la lógica oculta de la locura, no como delirio sino como expresión desaforada, como desgarro que deja entrever la hondura de la desesperación y la desesperanza que atraviesan el espíritu humano. Así, la belleza del espacio perforado por el grito sugiere a la vez el atractivo y la amenaza de la locura; lo que previene e intenta mantener a raya esa corriente subterránea que se desborda es la escritura, la carta y el relato que la inventa.

Desde otra perspectiva, cabe destacar cuentos menos obscuros y en apariencia más simples como “Las dos de la tarde” o “Las palabras silenciosas”. Aunque la riqueza expresiva de Arredondo alcanza en otros relatos una sofisticación excepcional (“Las mariposas nocturnas”, desde luego), la historia del extranjero al que se desprecia por una falla inevitable en la articulación, cuya elegancia expresada poéticamente contrasta con la materialidad brutal de su esposa y luego sus hijos, destaca por la agudeza sutil con que expone la xenofobia y el egoísmo y sobre todo por la maestría con que entreteje palabra y silencio. Su particular combinación de sugerencia y elisión, de saber dicho y saber oculto transforma lo que podría ser un relato local en expresión de la incomunicación social, cultural y existencial que vive quien es visto y tratado sólo como “Otro”, al margen.

Los juegos de miradas que iluminan lo abyecto, que sumergen o salvan de la nada y del afán de absoluto; la lucidez con que se examinan las pasiones, miedos y deseos más intensos, y el cuidadoso equilibrio de palabra y silencio son algunas de las facetas más destacadas del arte narrativo de una escritora que, sin estridencias, nos dejó relatos que fascinan o trastornan, iluminan y, a veces, liberan, así sea desde la profundidad del horror mismo.

Vida y muerte de Inés Arredondo

2/Noviembre/2014
Confabulario
Miguel Sabido

Hablar de Inés me sigue sacudiendo el corazón a pesar de que  hace ya exactamente cincuenta años que nos conocimos. Y a pesar de que tengo una catarata de recuerdos hoy, les voy a hablar solamente de tres. El primero es para mí un retrato perfecto de la Inés que yo conocí.

Nuestra relación fue una amistad a primera vista. El día del coctel de bienvenida de los becarios de 1961 del Centro Mexicano de Escritores, Felipe García Beraza hizo la presentación de cada uno y cuando terminó el protocolo ella se me acercó sonriendo y me dijo: “Qué joven eres”. “Y tú qué hermosa”. Lo dije sinceramente y ella lo advirtió; desde ese momento tuvo esa actitud dulce y protectora que aparece en todas las fotografías en que estamos juntos. Pita Dueñas se acercó sonriendo y nos preguntó muy girita:

“¿De qué se ríen?”

“De que Miguel me está diciendo hermosa y tiene diez años menos que yo”.

“Uy… ¿qué nadie les ha dicho que hablar de la edad es de muy mala educación?”

Los dos volteamos a verla y ya: éramos amigos: los tres. Y lo seguimos siendo para toda la vida. En la primera sesión Felipe —tratando de ocultar con elegancia que había habido una diferencia en el Centro y que los mentores que deberían conducir el grupo, Juan Rulfo y Juan José Arreola, sólo habían asistido al coctel de recepción pero no estarían con nosotros—, afirmó que éramos un grupo tan brillante que él abriría y cerraría las sesiones pero que, en realidad, deberíamos fungir como un corpus criticum —esa fue la expresión que usó—. Esta afirmación le daba a cada uno de nosotros un enorme poder sobre los otros.

Éramos un grupo no sé si brillante pero, por lo menos, feroz: Vicente Leñero —ganador de todos los concursos de cuentos—, Inés, que publicaba sus cuentos en la exclusivísima Revista de Literatura, Jaime Shelley, distinguidísimo poeta miembro del famoso grupo de La Espiga Amotinada cuyo trabajo había sido publicado por el Fondo de Cultura Económica, y Pita Dueñas, que ya había sido publicada en el Fondo, también con su espléndido volumen Tiene la noche un árbol, circunstancia que ella nos recordaba siempre con una sonrisa de modestia. Yo era el único al que solamente le había pasado que estrenaran mis obras en un acto en el mítico Teatro del Caballito, así que les tenía pavor a todos. Pita fue la que abrió a tambor batiente las sesiones. Leyó un precioso cuento, ya incluido en el tomo publicado por el Fondo. Por lo menos tuvo la discreción de leerlo en el original mecanografiado. A la salida yo pregunté inocentemente —supongo— que si podía uno leer lo que ya había publicado. “Claro que no”, Pita negó contundente. E Inés preguntó también —muy inocentemente—:

“¿Y qué ese cuento de Mariquita no estaba ya publicado en tu libro publicado por el Fondo?”

“Ay, qué horror, —gritó Pita— ¿A poco se dieron cuenta?”

“Pues claro —replicó Inés—, ya leímos tu libro. El que te publicó el Fondo. Tú ya te puedes morir tranquila porque ya pasaste a la posteridad. Ya eres autora del Fondo”.

“El Fondo me publicó porque el padre Méndez Plancarte es mi confesor”, contestó dignísima. Ni Inés ni yo entendimos bien el razonamiento. Con una mirada de cobra siguió: “Y tú, ¿cuándo vas a leer, Inés?”

“Bueno… pues a ver si la próxima semana”. Pero llegó el miércoles e Inés se excusó. Leyó con enorme éxito Vicente. Y luego Jaime, que leyó un largo poema, muy Neruda, que todos escuchamos en silencio. Al terminar asentimos solemnemente. Jaime era muy retraído y nunca hablaba con los demás. Escuchó nuestros comentarios con el aire distante de un Lord Byron de la colonia Roma. Felipe le volvió a preguntar a Inés si leería la semana entrante. Ella asintió sonriendo. Vicente dijo —muy inocente también—: “Pero no vayas a leer algo publicado ya en la Revista Mexicana de Literatura”. Pita lo vio con odio y dijo muy bajito: “Judas”. Al terminar —el Centro estaba detrás de la Embajada gringa— los tres nos fuimos caminando e Inés comentó: “Jaime es un muchacho muy retraído. O a lo mejor yo le caigo mal”.

“No”, contestó Pita, “es que es comunista”. Inés y yo nos miramos. Tampoco entendimos.

“Bueno”, dijo Pita, “yo voy a tomar un libre que me lleve a Lady Baltimore. No se te olvide, Inés. Tú lees la semana entrante”. Cruzamos Reforma, los tres vivíamos en la calle de Puebla, Pita en la casa que había sido de Xavier Villaurrutia, yo enfrente en una privada e Inés al fondo de otra privada por la iglesia de la Sagrada Familia. Al cruzar Reforma la vi muy atormentada. Se sentó en un banco.

“¿Qué te pasa?”

“Que voy a tener que leer el miércoles”.

“¿Y?”, le pregunté… “yo ya leí, Vicente me hizo pedazos, Shelley no quiso comentar, Pita empezó a decir locuras y tú te levantaste al baño por delicadeza para no decirme lo que pensabas”.

“¿Por qué tanto miedo?”

“¿Qué no me oyes?”, preguntó casi con violencia. “¿Qué no oyes esta amanerada manera de hablar culishi que tengo? Mushoo gusto dijo la mushasha”. Yo me empecé a reír a carcajadas. “¿Y qué tiene? Eres de Culiacán”. “Que soy muy soberbia. Eso es lo que tiene y ustedes son como una jauría rabiosa y me van a hacer pedazos”. Yo seguía riéndome. “¿Y qué? Yo ya leí y todos me hicieron pedazos como jauría”. “Pero tú eres muy joven y quieres escribir obras de teatro y no escribes cuentos. Y hablas como shilango… ay”, gritó. “¿Ves? Shilango. Voy a renunciar a la beca. Pero ahora ya no puedo ser mantenida de Tomás mi marido”. Al siguiente miércoles Felipe insistió gentil pero firme: “Tienes que leer”. Inés asintió sin decir nada. Al volver a cruzar Reforma dijo sombría: “Ya hice cuentas y no puedo renunciar a la beca”. Yo me tragué una carcajada. Me vio con ojos sombríos. “Si te ríes te mato”. No me reí.

Finalmente, el siguiente miércoles Felipe le preguntó muy amable si había traído su material. Ella asintió. “Es un cuento. Se llama ‘La señal’”. Empezó a leer despacio. “El sol denso, inmóvil imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua”. Felipe, Vicente y Pita alzaron los ojos. Ella siguió muy nerviosa. Su voz era clara y contundente. Llegó al final: “Cuando salió de la iglesia el sol se había puesto ya. Nunca recordó cabalmente lo que había pasado y sufrido en ese tiempo. Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo más entrañable de su vida, pero nunca sabría, en ningún sentido, lo que significaba”. Terminó y no separó los ojos de la página. Pita dijo conmovida: “Es precioso… no, no es cierto… no es precioso… es… Ay, Inés…” Vicente dijo clara y contundentemente: “No nos hagamos pendejos. Es una obra maestra”. Shelley por primera vez asintió y dijo: “Si, sí lo es. Felicitaciones”. Yo no pude comentar nada. Tenía la garganta como la tengo ahora. Felipe sonrió y le dijo: “Felicidades, Inés”.

Volvimos a cruzar Reforma. Se sentó en el mismo banco. Me miró angustiada. “No se dieron cuenta, ¿verdad?” La miré extrañado, yo no podía siquiera hablar. “¿De qué?”, apenas pude decir. “¿Sabes por que escogí ese?” Yo le iba a contestar: “Porque es una chingonería… porque es una mentada de madre… porque es maravilloso”. Pero nada más dije “¿Por qué?”

“Porque nada más tiene un shhh… cuando dice la nariz del obrero era ansha… pero no se notó, ¿verdad?”

Yo nada más moví la cabeza y me di cuenta del holocausto feroz que era escribir para ella. Un destino implacable. Como dice el cuento: un estigma irrenunciable.

En esos años Pita era la mujer más simpática, encantadora y ocurrente del entonces coherente y articulado mundo de la cultura. Quién sabe de dónde sacó la noticia de que Ernesto Alonso nos invitaba a tomar un café con la intención de que escribiéramos telenovelas. La historia es larga y muy divertida y en otra ocasión la contaré. Sólo debo decir que Inés escribió una obra maestra de diez capítulos basada en Otelo. “Yo entiendo bien ese personaje”, dijo. Por desgracia, parece que sus capítulos se perdieron irremisiblemente.

Ella, Pita y yo nos lo tomamos muy en serio y nos reuníamos en su casa al fondo de la privada cerca de la Sagrada Familia para leernos unos a otros, comentar y corregir siguiendo el sistema del Centro.

Una tarde llegué. Estaba la puerta abierta. Entré. Inés estaba sentada de espalda a la ventana de un sofá mullido. Se tapaba la cara con las manos y todo su cuerpo temblaba. Yo me senté en otro sofá que estaba enfrente sin decir una palabra. Pita llegó y en silencio se sentó junto a Inés. Ninguno hablaba. De repente oímos bajar a alguien las escaleras de madera muy ligeramente.

Era Tomás, su marido. Un español sumamente guapo y muy encantador y muy inteligente. Y muy buen poeta. Traía un elegante traje gris y una corbata vistosa y bonita. En la puerta, entre impaciente y cariñoso, le dijo: “Bueno, Inés… ¿Qué quieres que te diga?”

Inés movió la cabeza sin separar las manos de la cara. “Nada”.

Y Tomás salió sin despedirse.

Ella levantó la cabeza y dijo fuerte: “Pues está bien: yo soy la loca, la intemperante, la de cara hinchada por las lágrimas. La fea”.

Y entonces empezó a llorar. Con unos enormes sollozos desconsoladores. Pita la abrazó con un enorme cariño y en un gesto de comprometida solidaridad, empezó a llorar con ella. Yo me levanté y me senté en el brazo del sillón y abracé sus espaldas. Después de un rato se levantó, suspiró y nos preguntó con gentileza: “¿Quieren un café… o agua…?” Su mirada se perdió en la ventana. Me miró directamente. “Tú sabes exactamente quién es. ¿No? Es una actriz, ¿verdad?” Yo bajé los ojos. Todo México lo sabía. La actriz, hinchada de vanidad, lo había propalado por todos los teatros. Se detuvo en el respaldo del sillón que veía a la ventana. Habló rápido y en voz baja. “Voy a… voy a dormir con las niñas… voy a separarme… voy a divorciarme”.

Guadalupe, con una profundidad que yo jamás la había escuchado, dijo claramente. “No, Inés: vas a escribir un cuento”.

Y lo escribió. Y se llama “Estar vivo”. Y es un testimonio aterrador.

Pum. Terminó el año de la beca. Pero los tres nos seguimos queriendo siempre. Y me gustaría contar la historia del banquete en el University Club de “Antes del silencio” que dio Pita antes de emparedarse en su casa. Pero será en otra ocasión. Yo difería de la posición de la Revista Mexicana de Literatura —menos de Inés, claro, que es otra cosa diferente—, y ellos ni siquiera me concedían existencia. Pasaron los años. Nos hablábamos de vez en vez. Me contó cosas: íntimas y dolorosas.

Cuando iba a cumplir cincuenta años pensé que ella podría ir a la comida de festejo. La busqué. Ya vivía en el departamento de Atlixco con su segundo marido. Cuando la vi me quedé sin aliento. Había oído rumores, claro, y eran más de treinta años. Me dijo con una sonrisa extraña. “No tienes que disimular. En esta casa hay espejos”. La abracé. Fue a la comida en camilla, estaba destrozada por los dolores de espalda. Apenas podía caminar pero rió a carcajadas con mi madre. De vez en cuando nos mirábamos sonriendo a través de la mesa.

La fui a ver dos semanas después.

“Ya sabes que estuve loca, ¿no?” Asentí. “Y ahora soy famosa. Y me hacen entrevistas por todos lados. Y homenajes. Hasta en Culiacán. Los culishis”—sonreímos.

“¿Ya tienes mis libros?”

“Sí”

“¿Por qué no los trajiste para que los firmara? De veras: soy famosa”. Y empezó a reír con una burla sangrienta. Me acerqué. La besé. Me senté en la cama acariciándole la mano. Tenía yo derecho a hacerlo. Hablamos casi dos horas. Me contó su versión de lo que habían sido esos años. Las operaciones infructuosas de columna. Los sanatorios.

“Me falta escribir un cuento, pero no sé si me alcancen las fuerzas. Si no la Pita y tú lo pueden escribir”.

“¿Cuál?”

“¿Te acuerdas de la vida inútil de Pito Pérez? Pues este podría ser la muerte inútil de Inés Arredondo”.

Le solté la mano y dije serio: “No, Inés. Yo no caigo en esa trampa. Criaste sola tres seres humanos dignos y decentes. Y escribiste los mejores cuentos de tu siglo; entre ellos aquel que nos conmocionó: ‘La señal’. Ni la vida ni la muerte de Inés Arredondo serán inútiles”.

Me miró sonriendo. Ahora sí, desde adentro, como sonreía cuando tenía treinta años. Y me acarició levemente la cara y dijo en un susurro desamparado: “Gracias”.

Así, mi queridísima Inés: hoy vengo aquí a felicitarte con toda mi alma. Ya pasaste a la historia. Ya eres autor del Fondo.

Texto leído en la presentación de los Cuentos completos de Inés Arredondo, editados por el FCE en 2011.

Contar

2/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Ana García Bergua

Antes de que  termine el año en que Gabriel García Márquez nos dejó para irse a vivir en sus novelas, esta persona quiere confesar que en el año de 1985, mientras trataba de escribir una pieza teatral, leyó El amor en los tiempos del cólera y sintió una necesidad de narrar parecida a un río desbocado. Y que esa necesidad la poseyó como una especie de demonio del amor, con resultados irregulares, y que ese demonio no la ha soltado hasta ahora. Y que en esa primera narración que produjo como poseída campearon ángeles y seres fantásticos, debido a la influencia que esa novela y los demás libros de Gabriel García Márquez habían ejercido en su manera de leer y de escribir. Esta persona confiesa que un poco más tarde viviría el peso de tan laureado escritor como un conflicto pues pensaba, al igual que otros de su generación, que era necesario pasar a otro capítulo y abandonar la corriente de esa prosa que todo lo permeaba, ese realismo mágico que muchos copiaban con gran facilidad y sin ninguna vergüenza, en el que muchos como ella se sentían sumergidos y que en el fondo, lo que provocaba como una especie de tornado, eran unas ganas enormes de contar sin tregua, desmenuzar historias familiares y mezclarlas con historias que no lo fueran en absoluto, con sueños y alucinaciones y maravillas. Y esta persona se confiesa embebida desde la adolescencia en el relato de un náufrago, en la historia del ángel que llega a las playas de un pueblo tropical y en los funerales de la mamá grande y en la cándida Eréndira y su abuela desalmada y por supuesto en Macondo y el comienzo prodigioso de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Y esas frases “el día en que…”, o “aquella tarde en que” que son tan de García Márquez y nos meten de cabeza en la narración y también son de los demás que hemos comenzado nuestras cosas con esa tarde o ese día verosímiles y enloquecidos en que las vidas se ramifican y la realidad se trastoca. Esta persona escuchó hace unas semanas decir a otro escritor hijo de Gabo, el indoinglés Salman Rushdie, que los lectores, cuando escuchan la expresión “realismo mágico”, atienden a lo mágico, pero que en realidad la clave del realismo mágico es el realismo. Y lo mismo pensaba quien escribe, aunque no supo expresarlo de manera tan paradójica y por lo mismo admirable, que en realidad ese género –si se puede llamar así, aunque convendría quizá rebautizarlo como gabismo mágico– entrevera o borda lo inusitado en la realidad y le da otro sentido, pero la realidad debe estar como la tela sobre la que se pinta, porque sin la realidad esta literatura se cae o se convierte en pura literatura fantástica y hay a quien le pasa que pierde el interés.
Y confiesa esta persona que leyó la autobiografía de García Márquez con el mismo placer con que leyó sus novelas o sus Doce cuentos peregrinos y sintió la misma sed de contar cuando vio cómo Gabo, en Vivir para contarla desmenuzaba su infancia y juventud en el pueblo de Aracataca y la presencia de la American Fruit Company y sus comienzos en el periodismo en Bogotá y su llegada a México con Mercedes y todo ello le parecía parte del telón realista del que se desprendería después lo maravilloso. Y también quiere compartir el hecho de que una vez, hace pocos años, se encontró a Gabo en un Sanborns acompañado por Álvaro Mutis y sus respectivas esposas y le dijo de quién era hija y le recordó que él y Mutis iban a su casa cuando era pequeña. Y él evocó unas fiestas domingueras en casa de los padres de quien esto expone hasta con nostalgia y se despidieron y quien esto escribe se quedó pensando por qué no le había confesado a Gabo que también por haberlo leído escribía novelas. Y esta persona se imaginó que eso le dirían a Gabo todas las personas todos los días, que por él escribían, imaginaban o habitaban novelas, propias o ajenas, que la corriente de su fabulación ha sido tan fundamental como la de Homero, si es que Homero existió, y que quién sabe, en realidad, qué se le hubiera podido decir a García Márquez o a Mutis que ellos no supieran. Y entonces quien esto escribe regresó tranquila a su casa a seguir escribiendo unas novelas y luchando porque ya no se parezcan a las de García Márquez, aprendizaje muy difícil en el que ha pasado un par de décadas, no por nada en especial, sino porque si no, nomás no avanzamos.

sábado, 1 de noviembre de 2014

I Need a Fix Cause I’m Going Down José Agustín

1/Noviembre/2014
Laberinto
Carlos Velázquez

La tumba es la primera novela estéreo en México. El salto del sonido mono hacia la vanguardia en la literatura nacional. Nuestras letras, como el país, viven un estado de crisis permanente. José Agustín debutó durante una coyuntura. Solo existían dos caminos para la escritura: refritearse el modelo posrevolucionario o sucumbir ante el pseudocosmopolita. Como le ocurrió a un alto porcentaje de sus contemporáneos.
Quizá era previsible. Quizá no. Lo que en definitiva nadie pudo predecir fue que la revitalización de la narrativa surgiría de la mente de un veinteañero. Bob Dylan afirmaba que los cambios sociales se producían después de episodios de agitación. Atenta a esa ecuación, La tumba es hija de la revolución juvenil. Con frecuencia se hace escarnio de que los movimientos arriban tarde a nuestro territorio. A diferencia de otras corrientes, la literatura mexicana no recibió la vanguardia diferida. José Agustín nos conectó con la Era de Acuario.

Una virtud emblemática de La tumba reside en su carácter iniciático. Es la asociación delictuosa por excelencia para aquellos que fueron adolescentes en los sesentas (con el tiempo el referente se ampliaría hasta nuestros días). Evidenció que el relevo generacional sí significaba una renovación cultural. La tumba inauguró el relato de iniciación. La tradición había demostrado ser una pandilla de masoquistas infelices. La narrativa había dejado de registrar el discurrir del ser nacional. José Agustín dio carpetazo al discurso imperante al renunciar a la explotación de lo idiosincrático como sello de identidad. Aglutinó en un documento el pulso de su época.

La tumba inauguró la novela generacional. A partir de su irrupción emergió una nueva promoción de narradores. Autores que sin su publicación no habrían garantizado su ingreso en el panorama de las letras. O no al menos con la contundencia que lo consiguieron. Todo el crédito corresponde a José Agustín, sin embargo no podemos restarle mérito al ingeniero de sonido de esta obra: Juan José Arreola, quien se dejó despertar la sensibilidad por el genio precoz del autor. La novela fue editada cuando el escritor contaba con apenas dos décadas de existencia, pero está fechada tres años antes, en 1961, la redactó a los dieciséis años.

La historia está compuesta por personajes que eligieron el viaje como una manera de autoafirmación. José Agustín es un caso excepcional. Desafió la fórmula. Primero se consagró a La tumba y después emprendió la travesía. En 1961, meses después de escribir la novela, se casó a escondidas y se embarcó a Cuba para participar en una campaña de alfabetización en la isla. La constante dicta que primero se debe viajar y después verter la experiencia en la página, no a la inversa. José Agustín desobedeció la regla. Y luego salió a observar el mundo. De esta experiencia se desprendió Diario de brigadista, publicado cuarenta y seis años después.

La tumba está influida por “La infancia de un jefe”. Una lista de lecturas de la época reveló que José Agustín releía El muro de Sartre con asiduidad. A la novela del mexicano podríamos subtitularla “La infancia de un yupi”. Si bien es cierto que el personaje principal es un escritor, nada indica que se congratulará con el oficio. Como en un delirio davidlyncheano, podría reencarnar en el protagonista de Dos horas de sol, novela concebida por José Agustín treinta años después. Mientras tanto, como el protagónico de Sartre, se dedica a prepararse para el devenir. En la historia del existencialista el personaje ingresará en la clase alta francesa. En la del mexicano, Gabriel se incorporará a la descomposición social producto de un país corrupto.

A diferencia de Lucien, Gabriel no coquetea con la ambigüedad sexual. Transgrede con base en un elemento igual de poderoso: el lenguaje. Debraya con que tiene un encendedor por cabeza (anticipación del eraserhead lyncheano) y líquido en lugar de masa encefálica. Permanentemente escucha un clic que lo desquicia. Un clic constante que se convierte en clit. El órgano que le permite acceder a un lenguaje nuevo, dotarlo de una vitalidad inédita. Un tejido semántico que no depende exclusivamente de lo bibliográfico, sino que abreva del rock, las subculturas, la oralidad callejera desenfrenada y sobre todo la alteración de la realidad. La realidad alterada en la literatura mexicana comienza con José Agustín.

La tumba antecede a Less than Zero (1985), también una ópera prima, de Breat Easton Ellis. Sin el glamur que supone una narración ubicada en Hollywood. Ambas obras experimentan un existencialismo americano sin concesiones. Tanto Gabriel como Clay parecen implorar por un subidón que los rescate de la parsimonia de su época: I need a fix cause I’m going down. Por eso tienen que medir sus emociones a base de velocidad y de acostones. Clay también reencarnaría, con el mismo nombre, quince años después en Imperial Bedrooms. Y, oh casualidad, es guionista. Nigro, el antihéroe de Dos horas de sol, se dedica a realizar reportajes para una revista. La tumba posee un final abierto. Aparece un revólver. Toda caída lleva implícita que la felicidad es una pistola caliente. El clic interminable del arma no es otra cosa que el reponerse a la sepultura.

Descubrí a José Agustín a los dieciséis, la edad en la que conformó La tumba, en 1994. El país atravesaba por una de sus épocas más convulsas. El levantamiento en armas por parte del EZLN, el asesinato del candidato priista a la presidencia Luis Donaldo Colosio, la devaluación y el suicidio de Kurt Cobain marcaron mi adolescencia. Mi primer acercamiento sucedió a través de Dos horas de sol. El libreto perfecto para el soundtrack al que era adicto aquellos días: Nevermind de Nirvana. Dos horas de sol es una de las obras menos populares de José Agustín. Sin embargo, es una de mis novelas favoritas. Le guardo un cariño especial porque me introdujo al universo joseagustinesco. Semanas después conseguí La tumba.

No puedo rememorar mi contacto con la primera novela de José Agustín sin evocar un pasaje de la película Almost Famous de Cameron Crowe. Es una secuencia hermosa. Anita, hermana de William Miller, se enrola como aeromoza para escapar del yugo de su controladora madre. Antes de partir le hereda a su bróder una pequeña colección de viniles. Mientras el prepuberto los admira, encuentra una nota en el interior de un disco de The Who. “Escucha Tommy con una vela encendida y atisbarás todo tu futuro”. La misma sensación me invadió a mí cuando leí La tumba. Vislumbré en lo que se convertiría mi vida en aquellas páginas. No consigo recordar quién me lo proveyó. Pero recuerdo que me aproximé ceremonioso al libro, con una reverencia que tenía reservada exclusivamente para la música.

La tumba cumple cincuenta años de vida. Algunos de nosotros, treinta de convertirnos en sus lectores. Otros están ahí desde el inicio. En estas tres décadas que he acompañado la producción joseagustiniana he observado que su principal preocupación ha sido configurar un lenguaje en estado de gracia. Lo podemos atestiguar en los títulos subsecuentes: De perfil, Inventando que sueño, Se está haciendo tarde ( final en la laguna), El rey se acerca a su templo, Cerca del fuego, por mencionar algunos. Existe un equívoco en torno a la obra de José Agustín. Se asume por default que le concierne el debate entre alta cultura y cultura popular. Sus intereses se centran más allá de esta estrecha concepción crítica. Es la lengua como divinidad la que ha sido una de sus obsesiones primordiales. Y en esta ambición La tumba fue el disparo de salida. Un inmejorable arranque. Como mencioné, modulado por el Phil Spector de las letras, Juan José Arreola. Uno de los halagos más elevados a los que un escritor mexicano podía aspirar. No olvidemos que fue el mismo Arreola quien balanceó Pedro Páramo.

Conforme uno se consagra como lector va cosechando autores e influencias. Lo mismo sucede con los consumidores de rock. A algunas obras regresamos por nostalgia, otras las olvidamos. O quedan sepultadas bajo la ingratitud del tiempo. Sin embargo, existen aquellas que resisten el paso del tiempo. Que nunca envejecen. La tumba pertenece a esta denominación. No importa cuanta cultura musical atesoremos durante nuestra existencia, nunca dejaremos de escuchar a los Beatles. Lo mismo sucede con José Agustín, su obra siempre ocupará un lugar insobornable en nuestro corazón.

Tres Marías, Morelos, julio de 2014

Recuerdos de Emmanuel Carballo

1/Noviembre/2014
Laberinto
Beatriz Espejo

Resulta muy difícil hablar de un hombre con el que se ha vivido cuarenta años en un matrimonio estable y cuya muerte fue tan contundente como su misma prosa. Sin lugar a réplicas. Varias veces estuvo antes al borde de la muerte y varias veces logramos salvarlo; pero no cuando sonó la hora terrible del silencio. En el corto tiempo transcurrido he tratado de juntar la memoria de nuestra unión, casi siempre feliz.

Ya he contado cómo lo conocí y cómo dejamos de vernos años. Nuestro encuentro definitivo ocurrió casualmente, así suceden los acontecimientos importantes. Yo era Jefe de Acción Educativa del Departamento Central y una tarde Enriqueta Ochoa me llamó para decirme que acababa de escribir un largo poema y necesitaba mi opinión. Fuimos al restorán cercano y quedé sorprendida. Se trataba de “El retorno de Electra” que posteriormente dio nombre a un libro. No siempre se llegan a esas alturas. Al día siguiente volvió a buscarme con la parte final, tan buena como la primera. Ahora en mi casa. Mi mamá nos invitó a merendar y, en la sobremesa, Enriqueta dijo que Emmanuel estaba hospitalizado por una úlcera reventada y que debía llamarlo porque siempre me había querido mucho. Dudé. Hablé a la oficina y me contestó con su voz de locutor que esa enfermedad había sido falsa alarma engordada por los periódicos. Me invitó a cenar, a comer, a desayunar. Por fin acepté tomar té. A partir de entonces nos vimos frecuentemente. El día de su cumpleaños, 2 de julio, llegué con una botella de champán sobrante de mi primera boda. Él tenía otra abierta enfriándose. Me propuso matrimonio y volvió a insistir hasta que pidió mi mano con mi madre como si yo fuera aún una niña que sale a casarse. El lujo de la ceremonia era mi traje azul de Givenchi. Ambos habíamos dejado partidos excelentes y no teníamos un centavo. Su talento y mi trabajo nos ayudaron. 

Ya había fincado su Editorial Diógenes y mi interés era comprar casa lejos de la ciudad para vivir en paz sin alumnos y admiradores que lo hostigaban sin parar. Ambos conseguimos nuestros propósitos. Escribimos libros, casi nunca nos leíamos entre sí, ganamos premios, recibí un doctorado y asistimos a numerosas fiestas y celebraciones. Leí su último libro cuando ya no estaba en este mundo. Me pareció excelente, casi perfecto. Debí decírselo de viva voz. Hoy se lo digo con el alma.