domingo, 6 de julio de 2014

Eduardo Lizalde: El poeta y sus partituras

6/Julio/2014
Confabulario
Juan Domingo Argüelles

En 1989, cuando cumplió 60 años de edad, le pregunté a Eduardo Lizalde (ciudad de México, 14 de julio de 1929) cuál era su definición de poesía. Respondió: “La poesía, como toda la literatura y como toda la creación artística (pintura, música), es desfiguración, y ésta no es una frase mía sino de Baudelaire, nada menos que el padre o uno de los padres fundadores del temperamento moderno y contemporáneo”. Por ello, concluyó, “la poesía es el arte de desfigurar la realidad”.

A esta definición estética, Lizalde añadió una noción filosófica abarcadora no ya sólo de la poesía ni específicamente de la lírica, sino de toda producción artística: “El arte es un producto desnaturalizado en el que no se refleja únicamente el trabajo de un creador particular, sino el trabajo de generaciones”.

Puso entonces como ejemplo Residencia en la tierra, de Pablo Neruda, y sentenció que esta obra no habría podido ser escrita si antes de Neruda no hubieran existido las numerosas generaciones de poetas chilenos, argentinos, mexicanos, españoles, ingleses, franceses, etcétera y, “en general, toda la experiencia estética que apoya la producción de este libro”.

Pocos poetas, como Eduardo Lizalde, tienen una conciencia teórica tan clara y a la vez tan profunda del oficio y el ejercicio poéticos. Hay sin duda grandes poetas cuya idea de la poesía se detiene en la práctica. No es el caso de Lizalde, cuyo conocimiento de la poesía rebasa con mucho el muy común y simplificador concepto que asocia el desarrollo del poema al misterio y a la inspiración. Para Lizalde, el poema es, además de un fruto estético, un producto histórico.

Con plena conciencia de esto, sabe que cada poema, como artefacto verbal, aspira a ser una creación plenamente lograda en cuya hechura coincidan la complejidad (es decir, la profundidad), la claridad y la originalidad. Si lo que se logra es menos, poco sentido tiene el esfuerzo. Por ello es inolvidable su epigrama “La mano en libertad”, arte poética y, a la vez, crítica de la censura: “Escribir no es problema. / Miren flotar la pluma / por cualquier superficie. / Pero escribir con ella / ―Montblanc, Parker o Pelikan―, / sin mesa a mano, tinta suficiente / o postura correcta, / es imposible, / y a veces pernicioso. / Puedo escribir, señores, / con los ojos cubiertos, / vuelta la espalda al piso, / atadas las muñecas, / esparadrapo encima de los labios. / Puedo: / pero no garantizo ese producto”.

Si, desde un punto de vista teórico, Eduardo Lizalde define la poesía de manera magistral, en la práctica no es menos convincente. Ha escrito algunos de los poemas más significativos de la lírica mexicana y tres o cuatro libros que podemos catalogar como perfectamente memorables. Según lo estimo, estos libros son El tigre en la casa, La zorra enferma, Caza mayor y Tabernarios y eróticos.

La transparencia y la precisión con la que Lizalde ejecuta sus poemas (y en este caso el verbo ejecutar está muy cercano a la música que es otra de las artes que ha acompañado todo el tiempo la obra de este gran poeta mexicano) pueden dar la muy falsa impresión de que escribir poesía es muy fácil: que es un desahogo del temperamento, como por ejemplo en “Lamentación por una perra” y en “La ciudad ha perdido a su Beatriz”. Pero detrás de estos poemas hay una tradición y una conciencia de esta tradición que involucran lo mismo a Góngora y a Quevedo, que a Bécquer, Baudelaire y Villon. Bien leídos, bien asimilados, perfectamente integrados a su cultura, estos y otros muchos poetas, filósofos, narradores, dramaturgos, etcétera, hacen las veces del humus sobre el cual nacen, florecen y fructifican los poemas lizaldeanos.

La poesía para Lizalde no es, nunca, una simple descarga sentimental o un desahogo: es una construcción arquitectónica y una partitura: es la música que resuena en una catedral acompañada de la oración fúnebre que dice: “Murió la perra impune y nadie / la habrá de rescatar del césped blando / en que hoy retoza, / y no despertará del sueño sin raíces / que ata su fronda infame al cuerpo”.

La música en la poesía lizaldeana no sólo se limita al contenido lírico del poema, sino también a la exactitud de su ejecución. Cada poema de Lizalde es una “composición” que involucra emociones pero también inteligencia y geometría. El poeta es plenamente consciente de que la palabra tiene una virtud tal y como la formulara Rosario Castellanos: “si es exacta es letal como lo es un guante envenenado”.

Lizalde maneja con consumada maestría esa inteligente herramienta de labor que es la ironía. Sus epigramas son certeros y sus sátiras dan siempre, con precisión, en el blanco de las pretensiones chabacanas que suelen arrobar y conformar a tanta gente que confunde poesía con sensiblería. Dístico ejemplar es el epigrama con el que abre las páginas de La zorra enferma y que lleva por título “Ojo, sectarios”: “Sordos, odiad este libro. / Eso incrementará mis regalías”.

Siendo la poesía un arte de la alusión y la elusión más que de la ilusión, el auténtico poeta conoce las reglas que van más allá del artificio y que conjugan emoción con inteligencia, irracionalidad con lucidez. Quien las ignora no escribe poemas, sino declaraciones espontáneas que, como todo acto de espontaneidad, se pierden en los lodos de la cursilería y el olvido.

Quien carece de ironía poética escribe boleros sentimentales; el poeta, en cambio, los parodia, los destaza y los reconstruye en una melodía que no tiene miel sino hiel, sal y almizcle (este último para fijar la esencia), y dice entonces: “Amada, no destruyas mi cuerpo, / no lo rompas, no toques sus costados heridos. / No me lastimes más. / Me duele el pelo al peinarme. / Duéleme el aliento. / Duéleme el tacto de una mano en otra”.

No me lastimes más podría ser el título de un bolero sin ironía ninguna, pero la inteligencia de Lizalde evade con maestría la declaración elemental y el “no me lastimes más” burla burlando la cursilería apropiándose de ella con el fingimiento soberano del arte. La más profunda poesía, que está hecha de revelación y tradición, es decir de descubrimiento e historia ―y con la clara conciencia de sus antecedentes y sus antecesores― es un ejercicio de lúcida emoción, de inteligente irracionalidad.

En Lizalde se cumple la certidumbre de la estética moderna formulada por Pessoa: “El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”. Proust diría de otra manera lo mismo: “Los libros son obra de la soledad e hijos del silencio. Los hijos del silencio no deben tener nada en común con los hijos de la palabra, con los pensamientos nacidos del deseo de decir algo, de un reproche, de una opinión”.

Si el poema es un artefacto verbal de liberación interior capaz de cambiar al mundo, lo es por las muchas razones que Octavio Paz ofreció en las primeras páginas de El arco y la lira. Y esto no lo ignora Eduardo Lizalde. La poesía es para él, como para Paz, “oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente”, pero también “experiencia, sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no-dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo”.

Paz mismo elogiaría tres elementos esenciales en la poesía de Lizalde: precisión, limpieza e ironía, que emplea en una operación de cirujano sobre el cuerpo de la realidad. Tal definición es aplicable a todos los libros de este autor, pero especialmente a los que lo ubican perfectamente como uno de los mejores poetas mexicanos del siglo XX y, hoy sin duda, a sus 85 años, el mejor poeta vivo de México.

Desde Cada cosa es Babel (1966) hasta Tabernarios y eróticos (1989), pasando por El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979), Tercera Tenochtitlan (1982) y Al margen de un tratado (1983), la poesía de Lizalde se alza invicta en su decir aquello que no alcanza la prosa incluso en el prosaísmo deliberado. No hay un solo poema de Lizalde que no contenga ironía y, por lo tanto, que no juegue con las contrariedades de los contrarios, con el envés de lo que se enuncia (y a lo cual renuncia); en otras palabras, con la paradoja o, para decirlo con una sonrisa marxista-leninista y una cara seria de Hegel, “la dialéctica, compañero, la dialéctica”.

Nadie puede leer con provecho el insuperable “Vino, mujeres y canto” si su lectura está ausente de malicia histórica y perspicacia estética: “La historia del país ―dicen―, se ha hecho / en las cantinas y en los lupanares , / como la de toda nación culta. / Por eso es duro para las mujeres, / si no pisan los antros por oficio, / ocuparse de historia o de novela / ―y mucho menos de novelas históricas―. / No basta acaso / ―cautela. imberbes―, / ser docto en las tabernas y congales / para hacer buena prosa, / mas suele resultar indispensable”.

Partiendo de la certeza irónica y directa de que “el poema es una contribución a la realidad” (Dylan Thomas) y de que “la palabra viene del poeta”, en Cada cosa es Babel Lizalde abre su obra poética con esta seguridad admonitoria: “Y le digo a la roca: / muy bien, roca, ablándate, / despierta, desperézate, / pasa el puente del reino, / sé tú misma, sé mía, / dime tu pétreo nombre / de roca apasionada. / Y no sabe decirlo, / no cabe un alfiler de labios / en su cuerpo sin rostro. / Pero yo sé su nombre: / roca, le digo, / y comienza a ablandarse”.

Narrador, ensayista, melómano, divulgador de la cultura musical y protector del legado bibliográfico, Eduardo Lizalde es, sobre todo, poeta e, insisto: uno de los mayores poetas mexicanos. Aún vivían Rubén Bonifaz Nuño y José Emilio Pacheco cuando, hace algunos años, una encuesta entre poetas lo declaró el mayor poeta vivo de México. Lo es desde hace mucho tiempo. Apenas en febrero de 2014, en España, recibió el Premio de Poesía Federico García Lorca. No sé si los españoles apenas descubrieron al gran poeta que es Lizalde (no sólo para la poesía mexicana, sino para la poesía en lengua española). De lo que no tengo duda es que los lectores mexicanos no lo ignorábamos.

La poesía sin corbata

6/Julio/2014
Confabulario
Guilherme Freitas

A los 99 años Nicanor Parra habla sobre literatura, música y filosofía y dice que dejó de escribir para dedicarse a anotar frases de niños

En una calle de tierra en Las Cruces, poblado de dos mil habitantes en el litoral chileno, hay una casa que se distingue de las otras por una palabra clavada en la puerta: “antipoesía”. En ella vive el hombre que creó ese término y con él revolucionó la literatura del siglo XX: Nicanor Parra, el antipoeta. ¿Qué es la antipoesía? “Un bofetón al rostro del Presidente de la Sociedad de Escritores”, dijo hace mucho tiempo. ¿Qué es un antipoeta? “Un sacerdote que no cree en nada”, “un bailarín al borde del abismo”, “un vagabundo que se ríe de todo, hasta de la vejez y de la muerte”.

En Chile ya se preparan los homenajes por el centenario de Parra, en septiembre, que incluyen una exposición en Santiago, una fotobiografía y una obra inédita de los años ochenta, recién anunciada. Él prefiere quedarse en Las Cruces, a cien kilómetros de la capital, en su casa con vista al Océano Pacífico. No participa en eventos, no le gustan las entrevistas ni ser fotografiado. Hay algunos días en que no recibe a nadie. Hay otros en que le ofrece a sus visitas muestras generosas de su memoria y su afilado sentido del humor. A los 99 años mantiene el gusto por conversar, leer y escribir en cuadernillos (dice que guarda más de 300).

En una tarde de mayo, Parra recibió a un visitante brasileño con una sorpresa antes de los saludos de rutina: recitó de memoria y en buen portugués versos de Fernando Pessoa (“Todas las cartas de amor son ridículas / no serían cartas de amor si no fueran ridículas”) y Carlos Drummond de Andrade (“En medio del camino había una piedra / había una pierda en medio del camino”). Siempre candidato para el Nobel, ganador del Premio Cervantes y uno de los autores más celebrados de la lengua española, pero sin libros publicados en Brasil, ¿habrá tenido Parra un interés especial por la poesía en lengua portuguesa?

—¡No doy entrevistas! Yo sólo quería decirle esos poemas a mis amigos brasileños y tú ya me vienes con preguntas! —le dice el antipoeta al periodista de O Globo, y amenaza con terminar el encuentro, pero rápido cambia de idea, sella la paz ofreciendo galletas y se pone a hablar.

Sentado en el sofá de la sala, frente a la ventana con vista a un mar nebuloso, Parra salta de un asunto a otro con su voz aguda e irónica. Encara al interlocutor con una mirada firme, enmarcada por los cabellos blancos, revueltos. Durante una hora, habla de matemáticas, que estudió y enseñó durante décadas, y de música popular chilena, pasión compartida con su hermana, la cantante y compositora Violeta Parra. Recita y comenta pasajes de Shakespeare, de quien ya tradujo El rey Lear, y de quien prepara hace años una versión de Hamlet. Y da pistas sobre el estado actual de la antipoesía.

—La gran cuestión de la literatura es cómo hacer una frase. Dejé de escribir cuando comprendí que ningún poema se compara con las frases de un niño. Ahora lo que hago es anotar lo que ellos dicen— cuenta Parra, citando a uno de sus nietos: “¿Por qué maullar? Si yo fuera gato, haría AU”.

—Ningún poeta, profesor, crítico o Nobel lo hace mejor.

Nicanor Segundo Parra Sandoval nació el 5 de septiembre de 1914, en el poblado chileno de San Fabián de Alico, hijo de un profesor de primaria y de una costurera. Es el mayor de los nueve hermanos de una familia que se convirtió en una dinastía de la cultura chilena, presente en la literatura, la música, las artes plásticas, la danza y el circo.

Con Violeta, investigó la música folclórica, sobre todo la cueca, género de los rincones más pobres del país. Fue el gran impulsor de la hermana más joven, que en la década del cincuenta y sesenta exaltó las culturas tradicionales de América Latina y compuso canciones celebradas en todo el continente, como “Gracias a la vida” y “Volver a los 17”. Después de su suicidio, en 1967, el hermano escribe uno de sus poemas más largos y conmovedores, “Defensa de Violeta Parra”: “Porque tú no te vistes de payaso / porque no te compras ni te vendes / porque hablas la lengua de la tierra / […] Eres un manantial inagotable/ de vida humana”.

Un poeta licenciado en Matemáticas

Nicanor fue el primero de los Parra en llegar a la facultad. Estudió matemáticas y física en la Universidad de Chile, en Santiago, mientras colaboraba en revistas literarias de la capital. En 1937, dos años después de que Neruda se consagrara con Residencia en la tierra, y cuatro antes de que Gabriela Mistral llegara a ser la primera chilena en ganar el Nobel, publicó su primer libro, Cancionero sin nombre, del que después renegaría. La poesía de Parra comenzó a transformarse en el periodo en que vivió en Inglaterra, donde desembarcó en 1949 para especializarse en cosmología.

En el viaje del navío a Oxford, Parra hizo su única visita a Brasil, una escala en el puerto de Santos. Conocido por su memoria prodigiosa, narra con detalles una escena ocurrida hace 65 años, que parece salida de uno de sus poemas cómicos: la pelea entre un grupo de borrachos marineros norteamericanos y dos brasileños de facciones indígenas, mucho más bajos que los adversarios (“y los indios ganaron”, dice divertido).

En Oxford profundizó en el modernismo y en la vanguardia, pero también en la poesía medieval declamada en la plaza pública y llegó a la intuición esencial de la antipoesía. Contra lo que llama “poesía de traje y corbata”, creó una obra anclada en el habla popular, en el humor y el rechazo a los temas clásicos y a la pompa literaria. En “Advertencia al lector”, escrito en esa época, se lee: “Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse: / La palabra arco iris no aparece en ninguna parte, / Menos aún la palabra dolor / […] / Sillas y mesas sí que figuran a granel, / ¡Ataúdes!, ¡útiles de escritorio!/ Lo que me llena de orgullo / Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos”.

En 1954, de vuelta en Chile, lanzó Poemas y antipoemas, que presentó la expresión que definía su obra y algunos de sus versos más conocidos hasta hoy. En “Autorretrato”, se describe como un profesor ogro y agotado por el exceso de trabajo. “Soliloquio del individuo”, en forma de un largo monólogo, acompaña la evolución humana desde la prehistoria al presente, concluyendo con un verso seco: “Pero no: la vida no tiene sentido”.

La contradicción aparente de una poesía que “niega” la poesía, lejos de ser incoherente, es la base del trabajo de Parra. En un momento dado de la conversación pide que traigan de su biblioteca un ejemplar de Fundamentos de física, de los estadounidenses Robert Bruce Lindsay y Henry Margenau, publicado en Chile en 1969. Abre en la primera página y muestra con orgullo el crédito: “Traducción de Nicanor Parra”. Después comenta un pasaje sobre el “principio de la indecisión”. Entusiasmado, manda traer un libro del matemático austriaco Kurt Gödel, Sobre proposiciones formalmente indecidibles.

—Esas son cosas avanzadas —bromea, mostrando páginas de gráficas y ecuaciones—. Lo importante es que este señor probó que algunos enunciados pueden ser verdaderos y falsos al mismo tiempo.

Cuando le sugieren que la antipoesía es una suerte de filosofía, Parra corrige:

—Antifilosofía.

El aprecio de Parra por la contradicción era un cuerpo extraño en las polarizadas décadas de los sesenta y setenta. Mientras Neruda, ganador del Nobel y afiliado al Partido Comunista, era la estrella de la intelligentsia chilena, el antipoeta era visto con desconfianza por su rechazo a alinearse a partidos, aunque siempre se haya dicho de izquierda. Aun así, a la consagración de Poemas y antipoemas siguió el éxito de libros como Versos de salón (1962) y Canciones rusas (1967) y el Premio Nacional de Literatura en 1969. Parra viajó por el mundo, participó en eventos en Cuba, Rusia y Estados Unidos (recuerda con alegría un desayuno con João Guimarães Rosa en un congreso del PEN Club en Nueva York, en 1966). Fue bien acogido por los beatniks y algunos de sus poemas fueron traducidos por Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y William Carlos Williams. Se le publicó en varios idiomas y pasó a ser señalado como candidato al Nobel.

En 1970, un hecho cambió para siempre su relación con el medio intelectual chileno. Al año siguiente de la elección de Salvador Allende, a quien no apoyó abiertamente, fue captado tomando el té con la mujer del entonces presidente Richard Nixon en la Casa Blanca. Parra estaba en Estados Unidos como jurado de un concurso literario, y la foto, armada por asesores del gobierno, fue tomada durante una recepción protocolaria. Pero, en medio de la guerra de Vietnam y de las amenazas estadounidenses contra Allende, se armó un escándalo en su país natal. Si antes Parra había sido llamado por los conservadores “tonto útil de izquierda”, comenzó a ser acusado por la izquierda de ser “payaso de la burguesía”. De poco sirvió recordar que también era jurado del premio Casa de las Américas del gobierno cubano, que le retiró la invitación cuando se enteró de la foto.

Ecología en tiempos de represión

En el fuego cruzado de la Guerra Fría, Parra vivió un cambio creativo. Comenzó a componer obras con frases cortas y explosivas, acompañadas por dibujos o montajes fotográficos, que bautizó como “artefactos”. La polarización política era uno de sus blanco preferidos. Parodió un eslogan castrista en el artefacto “Cuba sí, yankees también”. Ridiculizó el sueño americano con los versos “USA / donde la libertad / es una estatua”. Dibujó a una multitud cargando la pancarta “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”.

La sala de la casa de Las Cruces está repleta de artefactos. Como si Parra viviera instalado en su obra. Una foto con los colegas de la escuela en Santiago se ganó el pie de “Todas íbamos a ser reinas”, título de un poema de Gabriela Mistral. Recargada en una esquina, casi cubierta por una pila de libros y revistas, hay una señal de tránsito con tres grandes flechas —Pasado, Presente y Futuro— apuntando en direcciones diferentes. Cerca de esta hay una foto de Parra dando clases en la Universidad de Chile, donde trabajó durante 50 años: él aparece frente al pizarrón que, repleto de inscripciones y de señales, recuerda un artefacto en progreso.

—Para mí, el pizarrón era como un poema— recuerda sobre la foto.

Después del golpe militar encabezado por Pinochet, y del suicidio de Salvador Allende, en 1973, Parra, al contrario de muchos artistas e intelectuales, no se exilió. Continuó dando clase en la Universidad de Chile, en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de Ciencias y Matemáticas, que se volvió una isla de libre pensamiento durante la dictadura, que atraía disidentes de diversos matices ideológicos. En 1977, creó al personaje Cristo de Elqui inspirado en el caso real de un “profeta” barbón e histriónico que predicaba por Chile. En una serie de poemas protagonizados por él, lanzaba diatribas contra el régimen: “Aquí no se respeta ni la ley de la selva”, se lee en uno de ellos.

Los alumnos fueron testigos de un nuevo cambio de rumbo en la obra de Parra. En los años setenta encontró en la ecología y en los derechos humanos la plataforma desde la cual podía disparar contra los dos lados de la Guerra Fría. “Ni socialista ni capitalista sino todo lo contrario: ecologista”, resumió. En las clases, comenzó a hablar de literatura ecológica. En vísperas de la visita de Juan Pablo II a Chile, en 1987, definió como objetivos del curso: “1) averiguar si es lícito esperar que el Papa sirva de mediador entre Capitalismo y Socialismo Real con miras a la recuperación del planeta. 2) Colapso y Holocausto, ¿son evitables? ¿Cómo sobrevivir?”. Después de ver al Pontífice saludando a la multitud al lado de Pinochet, escribió el poema “La sonrisa del papa nos preocupa”.

En 1994, Parra dejó la universidad y se instaló en Las Cruces, donde se dedicó a un proyecto antiguo: traducir a Shakespeare. En 2004, publicó su versión de El rey Lear, intitulada Lear, rey y mendigo. Parra dice haber encontrado en El rey Lear una oposición entre “el lenguaje popular del bufón” y “el arte del bien decir del rey”, por eso defiende que el método de Shakespeare es antipoesía. Su versión fue elogiada por transponer el tono coloquial del autor inglés en el español. Trabaja hace décadas en una esperada traducción de Hamlet. Al preguntarle sobre esta, se limita a declamar su pasaje favorito, un diálogo en el que el protagonista sorprende a Ofelia al pedirle que le permita recostarse en su regazo: “¿Qué puede un hombre sino alegrarse?” —recita, repitiendo la pregunta de Hamlet—. ¡Esa es la clave!

Pasión por la música de los bajos fondos

En su retiro en Las Cruces, una de las alegrías de Parra son los nietos y los niños de los vecinos que alimentan su colección de frases. Además de la del nieto sobre el sonido de los gatos, enumera otras que bien podrían estar en sus artefactos, como la ocasión en que una de sus nietas interrumpió una fiesta de familia con la orden: “¡Yo canto! Ustedes aplauden”.

—Yo me apropio de todo, de Shakespeare a Homero. Pero de las frases de las personas, no. Siempre les doy el crédito —dice Parra, mostrando un poema reciente publicado en una revista chilena, compuesto a partir de una conversación con su empleada doméstica, Rosita, sobre las razones que la llevaron a abandonar la escuela—. Hoy sólo me interesa el discurso infantil y el discurso limítrofe: el de los borrachos, locos y marginales.

Parra pide que le traigan un disco de cueca. La música que sale del aparato es acelerada con guitarras y percusiones que marcan un ritmo rápido, hombres y mujeres alternándose las voces. Él escucha en silencio durante varios minutos hasta que dice en tono bromista:

—No son artistas los que están cantando. Es la música de los bajos fondos de Valparaíso. ¡Prostitutas y ladrones! Si vas solo, no sales de ahí entero. Escucha cómo hablan. ¡Eso es lo mejor!

Comienza a seguir el ritmo golpeando los dedos en la mesa de madera, siguiendo con precisión el ritmo de la cueca. Invita al periodista a que lo siga también y, cuando se da por satisfecho con el acompañamiento, comienza a hacer sonar la cucharita de metal en la taza de té.

—Eso es más difícil, usar las cosas como instrumento —dice subiendo la voz para hacerse oír en medio de la música—. ¡Tenemos que transformar todo en instrumento musical!

Más tarde, ya de salida, el periodista le pregunta sobre un cartel que cuelga en la pared, al lado de la ventana que da hacia el Pacífico. Es el anuncio de la edición de este año de la feria literaria de Las Cruces, en homenaje al centenario de “nuestro vecino Nicanor Parra”. Él hace un gesto insolente y guiña un ojo con complicidad:

—¡Yo no voy a nada de eso! —dice, y se despide con un abrazo.

A pesar de estar apartado de la vida literaria, el antipoeta es cada vez más festejado. En 2006, el Palacio de la Moneda, sede del gobierno chileno, acogió una exposición con sus artefactos. Señal de los tiempos: un lector insistió en registrar en una carta al periódico El Mercurio que todo eso le pareció “una gran falta de respeto que le hace mucho bien a nuestra democracia”. En 2011, salió en España el segundo volumen de sus Obras completas y algo más, con recepción que lo consagra (en el prefacio, el crítico Harold Bloom lo llama “poeta esencial”). El mismo año, ganó el premio Cervantes, máximo honor en la literatura en lengua española.

En su representación en la ceremonia en Madrid, mandó a su nieto Cristóbal y la vieja máquina de escribir que usó para componer los primeros antipoemas. En uno de ellos, hace más de 50 años, dijo: “así pasa la gloria del mundo / sin pena / sin gloria / sin mundo/ sin un miserable sándwich de mortadela”. En el discurso leído por su nieto, Parra concluyó con un diálogo imaginario:

—Usted se considera merecedor del Premio Cervantes?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por un libro que estoy por escribir.

*Traducción: Alma Miranda

Reina Matute

6/Julio/2014
Jornada Semanal
Verónica Murguía

Hoy que escribo este artículo, murió la escritora española Ana María Matute. Estaba a punto de cumplir espléndidos, llameantes ochenta y nueve años, y tenía un libro en preparación. Voy a extrañar la imagen de su rostro en los periódicos: la nariz de águila, los ojos vivísimos ceñidos por las arrugas, el pelo blanco: la belleza de una anciana que supo ser al mismo tiempo alegre y melancólica, franca y enigmática. Ironizaba ferozmente sobre sí misma y desdeñaba las alabanzas, pero también apreciaba a los buenos lectores y amaba los libros.
Comenzó a escribir muy joven. Terminó su primera novela, Pequeño teatro, a los diecisiete años, aunque la daría a la imprenta una década después. Ganaría entonces el Premio Planeta. Fue prolífica –publicó quince novelas– pero también hablaba con naturalidad de un bloqueo que le impidió escribir durante dieciocho años, años felices, pero ensombrecidos porque en ellos no hubo escritura.
Y es que para Matute la escritura no era solamente un oficio: fue la tabla de salvación que le impidió naufragar en las tempestades familiares; el lugar desde donde consideraba el mundo y la pócima para sanar los maleficios de la guerra que la marcó profundamente. Escribo esto y no puedo huir del lugar común: la guerra la marcó. ¿Y cómo no? ¿Quién puede cerrar los ojos ante los muertos? El raro valor que le otorgó después a la vida, a los animales y las flores, quizás procede del contraste de la tierra yerma a fuerza de ser quemada y el mundo que construyó con sueños y palabras. Su obra tenía dos vertientes: la fantasía y la postguerra. Y estas dos vertientes de signo distinto fluían del mismo venero, la infancia.
En 2010, durante la ceremonia en la que se le otorgó el Premio Cervantes leyó: “San Juan dijo que ‘el que no ama está muerto’ y yo me atrevo a decir que el que no inventa, no ha vivido.”
Matute misma se burlaba de la aparente paradoja de su talante. Se le clasificó como una escritora neorrealista, pero su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua se tituló “En el bosque” y es una apasionada defensa de la imaginación, en especial la que se expresa en los cuentos de hadas.
Quizás por eso sus relatos están llenos de imágenes crueles y tiernas, de cadáveres de niños, de árboles devastados, de jardines donde crece la cizaña. Un día, en una entrevista le preguntaron por qué hay niños muertos en sus libros y contestó con sencillez: “Es que da la casualidad de que los niños también mueren.”
Este aplomo tan poco cursi se despliega en el diorama de sus cuentos de hadas, muchos de ellos para adultos, como el inclasificable volumen Los niños tontos de 1956. En este libro, formado por veintiún cuentos protagonizados por niños, Ana María Matute se revela como una creadora de mitos: los niños juegan, desean, sufren, se transforman, tienen celos, matan y son muertos. La relación de sus protagonistas con la naturaleza es estrecha y tempestuosa, alejada de toda corrección política. El perro, eterno acompañante del hombre, es en estos cuentos la sombra benévola del mundo que atestigua a la distancia los dolores humanos. Es el único deudo en el entierro de un niño, le trata de salvar la vida a otro que desea morir.
Rara vez callaba sus preferencias: sabía que muchos críticos y algunos de sus lectores valoraban los libros realistas sobre los de fantasía, pero ella no. El libro que prefería de su producción era Olvidado rey Gudú, un tomo de más de setecientas páginas y que ocurre, naturalmente, en la Edad Media, el espacio temporal de privilegio para los mitos. En el reino de Olar, Gudú llevará la corona, pero está maldito. A pesar de su valor y su belleza, no podrá amar y será condenado al olvido. El ritmo de este libro es el brioso saltarello medieval: el violento contraste entre la ternura y la furia, la carcajada y la muerte dolorosa. Abundan las batallas, los jefes valerosos y crueles, hay un eunuco flaco llamado Tuzo, jinetes bárbaros que se pierden en la brumas de los tremedales, una reina que urde conspiraciones tras el trono (Ardid se llama, para que no haya duda), un príncipe bueno y una princesa tonta. Todo lo mira y lo impulsa un trasgo aficionado al vino que, a su pesar, se va alejando del mundo humano, como fatalmente el mundo contemporáneo se ha ido distanciando del espíritu para sustituirlo por el tosco culto al dinero y la fealdad.
Matute lo sabía y le irritaba. Por eso escribía. Y por eso la voy a extrañar.

Borges y Pacheco

6/Julio/2014
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

El pasado 30 de junio José Emilio Pacheco habría cumplido setenta y cinco años. Una sucesión de ausencias de poetas amigos, desde enero de 2013, no deja de llegar al alma: Rubén Bonifaz Nuño, Víctor Sandoval, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, José Luis Sierra, Mariano Flores Castro… Antes, en 2009, se habían ido Alí Chumacero y Carlos Montemayor. Salvo Bonifaz, que se sentía desde años atrás muy fatigado, y aun diría harto de las limitaciones físicas que da la vejez, ninguno tenía las mínimas ganas de morir, y varios trabajaron hasta horas antes de la última despedida…
Lo conocí hace cuarenta y cuatro años. Numerosas veces desde entonces, cuando escribía mis artículos para los periódicos, me preguntaba lo que opinaría José Emilio, quien fue hasta su muerte nuestro gran periodista literario. Cuando escribí, en 1970, mi primera reseña de un libro suyo (No me preguntes cómo pasa el tiempo) apunté que la gran presencia detrás de su escritura era Jorge Luis Borges. Cuarenta años después, en la conferencia que di sobre José Emilio en la Universidad de Salamanca, en abril de 2010, a propósito de unas jornadas en torno de su obra por el otorgamiento, el año anterior, del Premio Reina Sofía, insistí en que la gran presencia detrás de su obra era Jorge Luis Borges. La mejor muestra de una admiración que nunca declinó es el espléndido libro de José Emilio, La invención de Borges, publicado en 1999, con motivo del centenario del natalicio del argentino. Desde luego, no pretendo parangonarlos y el propio Pacheco hubiera sido el primero en prevenir: “Marquemos muy bien las distancias.” Borges, como escribió José Emilio en el libro, era un genio, el clásico de clásicos del siglo XX de nuestras letras, y al siglo que nos dejó lo vio como el Siglo de Borges. Sin embargo, hay similitudes que en ambos son altas virtudes: en la pluralidad de géneros que trabajaron todo lo vivido y leído al escribirlo lo volvían literatura, y la lectura de sus libros es una alegría o un agrado continuos para la sensibilidad, la inteligencia y la imaginación; los dos tuvieron afición por la literatura fantástica, la literatura en lengua inglesa y la tradición judía, y a través de libros o publicaciones periódicas, divulgaron amablemente las varias literaturas que conocieron; buscaron –lograron– lo que exigía o quería Henríquez Ureña de sus discípulos: “la práctica constante de una prosa cada vez más simple, clara, fluida y exacta”, y les divertía escribir esa suerte de textos inventivos donde no se sabe bien a bien dónde comienzan los hechos y personajes reales y dónde los hechos y personajes imaginarios, falsos o paródicos; ambos tenían la vista impecable para hallar, aun en los libros mediocres, relámpagos de belleza o privilegio, y amaron y odiaron las grandes ciudades que los vieron nacer y crecer, y en el caso de Pacheco, morir (Buenos Aires y Ciudad de México). Una diferencia: a José Emilio le ha faltado el ensayista que escriba un libro crítico creativo como el que él hizo acerca de Borges.
En las páginas de La invención de Borges está no sólo lo que el autor de Ficciones significó para él, sino para la literatura occidental. Como si fueran dos puntas o extremos, José Emilio ejemplifica con dos árboles máximos: uno, don Juan Manuel (1231-1348), quien con El conde Lucanor fue “el primero que escribió en lengua vernácula o romance” y, por ende, “fundó la narrativa europea de imaginación y al mismo tiempo la prosa castellana”; el otro, Borges, quien se volvió un clásico inmediato dondequiera que publicaron sus numerosos libros. Si como repetía Octavio Paz, política y económicamente América Latina ha sido los suburbios de Occidente, en cambio, la narrativa latinoamericana fue la mejor del orbe en la segunda mitad del siglo y la poesía todo el siglo.
De los “maestros y guías” de Borges, José Emilio resalta en especial al andaluz Rafael Cansinos Asséns, al dominicano Pedro Henríquez Ureña y al mexicano Alfonso Reyes. Pero ninguno, visto a la distancia, como don Alfonso. Tres son los aspectos que un Borges agradecido subraya con frecuencia: lo consideraba el mejor prosista de la lengua española, y trayéndolo a un nivel personal, fue la primera figura grande que lo vio como escritor y no como el hijo de su padre, y por último, que, gracias a su ejemplo y probablemente a sus observaciones, lo ayudó en definitiva a quitarle a su prosa lo que había de decorado y recargado. No sólo fue el maestro y guía por excelencia; lo quiso entrañablemente. Uno de los mejores poemas de Borges es el que escribió cuando nuestro enciclopedista murió. Recordemos las dos emotivas cuartetas finales: “Sólo una cosa sé, que Alfonso Reyes,/ dondequiera que el mar lo haya arrojado,/ se aplicará dichoso y desvelado,/ al otro enigma y a las otras leyes./ Al impar tributemos y al diverso,/ las palmas y el clamor de la victoria./ No profanen las lágrimas el verso,/ que nuestro amor consagra a su memoria.”
En el libro, Pacheco analiza de Borges breve y exactamente el porqué de la mitología de los antepasados y la mitología de los cuchilleros, su residencia en España y Suiza, la importancia, desde muchacho, que tuvo para él la Enciclopedia Britannica, sus primeras afinidades e influencias, su paso por el ultraísmo, las enseñanzas en Sevilla de Cansinos Asséns, su vuelta a Buenos Aires y, con ello, en su juventud, la publicación de sus primeros libros de poesía y de ensayo, su participación en revistas, su trato con Macedonio, Henríquez Ureña y Reyes, sus trabajos de traductor y, más tarde, en los treinta y cuarenta, la relevancia definitiva, para él y para la revista, que representaron por décadas sus colaboraciones en Sur, su dirección de colecciones –al lado de Bioy– como La Puerta de Marfil y El Séptimo Círculo, su antiperonismo y su antifascismo, sus libros en colaboración (especialmente con Bioy), y en la cima, sus creaciones inigualables como poeta, ensayista, cuentista y autor de prosas breves.
¿Algún posible cierre de José Emilio que resuma en pocas palabras los altísimos logros de aquél a quien vio como clásico universal? Cito: “El mismo Borges, que en 1921 lleva a Argentina la vanguardia, a partir de los años cuarenta inicia sin saberlo lo que hoy llamamos ‘posmodernidad’, rompe las fronteras entre arte culto y arte popular, creación y crítica, escritura y lectura, originalidad e imitación.” ¿Quién logró eso en lengua española en el siglo XX?

sábado, 5 de julio de 2014

El arte en los ojos de Octavio Paz

5/Julio/2014
Laberinto
Braulio Peralta

Octavio Paz nos introduce al arte con la historia de la mano, de antes de la Conquista, en la era colonial e independiente, hasta llegar a los artistas contemporáneos. Discrimina: deja a un lado lo que no le importa. En los dos tomos de sus Obras completas, Los privilegios de la vista, se ocupa de discernir, objetar, historiar, conceptuar al arte en relación con pasado y futuro. Sin pasado y futuro es impensable un arte intemporal, eterno. Sin pasado y futuro el arte está condenado a un presente, un pedazo de la historia del arte pero no arte que trascienda. Esa es la importancia al leer y discutir estos libros.

Impresiona que en el centenario de su nacimiento, en sus homenajes, se haya omitido la necesaria discusión en torno a sus ensayos y poemas alrededor del arte. Aparte de su poesía, en Los privilegios de la vista está el verdadero descubrimiento de su obra, no en sus ensayos políticos que tanto ruido y discrepancia causan. Paz se entrega como un investigador sensible a la causa del arte y sus consecuencias estéticas. No lo hace como el especialista del arte, lo hace con la sensibilidad del poeta que se ocupa del arte, como lo hicieron escritores del valor de Apollinaire, Mallarmé, Gertrude Stein, Beckett o Breton. Nunca fue gratuita la relación entre la pintura y la escritura, como lo planteó Baudelaire en sus escritos de arte en 1845. 

Octavio Paz hizo su “historia del arte”, en mil páginas, para ocuparse de artistas universales y nacionales, para encontrar una correspondencia entre el universo de la pintura y sus corrientes estéticas —y el caso propiamente mexicano—. Un especialista podrá encontrar en estos libros diversas teorías y razones por las que un poeta o escritor se ocupó de ciertos pintores —digamos, los muralistas, pero no de sus continuadores—. No tomó en cuenta las tendencias después de los fundadores. Así fue con todo. El doctor Atl, sí, pero no Nahui Olin. Edward Weston, obvio, pero Tina Modotti, descartada. Era implacable en sus gustos, con o sin razón. Discriminaba. Se ocupaba, como él escribe, “sin abdicar de nuestra razón, sin convertirla en servidora de nuestros gustos más fatales y de nuestras inclinaciones menos premeditadas”. 

Hay enormes diferencias entre los especialistas que escriben de arte, los historiadores y los críticos, y los poetas y escritores. 
Hay incluso polémicas. Dicen muy bonito pero no dicen nada, se les crítica a los escritores. Saben mucho pero no tienen sensibilidad, reviran los poetas. Pleito académico y pleito poético. Los lectores escogen. Tamayo dijo que nadie interpretó mejor su pintura que Octavio Paz. Diego Rivera y Frida Kahlo no dirán lo mismo: las diferencias ideológicas no dejaban pasar la simpatía entre el crítico y los pintores —ojo, sin que Paz dejara de reconocer sus valores estéticos—. Paz no define, como los críticos de arte: interpreta y sueña con la mirada los colores, los deletrea, instinto contra cabeza, espontaneidad contra la terquedad del pensamiento, leyenda sobre la historia… Los poetas ejercen una crítica parcial, “la única válida”, escribía Baudelaire. Convierten a la pintura en poesía o ensayo, alejados de la especialización concebida. 

Quien lea el poema de Paz “Decir: hacer” comprenderá lo que intento decir: el arte es infinito, la palabra es infinita, pero el creador no será eterno, su obra, sí: hay que asirlo a un pensamiento, a un tiempo y a un lugar, hay que escribir de él para dejarlo reposar... Y volver a interpretarlo para las nuevas generaciones. Los poetas saben de esto y Octavio Paz hizo lo que tenía que hacer con Los privilegios de la vista.

Volver a la filosofía

5/Julio/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

La filosofía debe volver a estar en el corazón de la vida artística. No me refiero a las premisas o postulados de la filosofía moderna, sino a la reflexión filosófica que parte de una crítica severa de la historia de la filosofía. 
    
En toda América las literaturas hoy están demasiado alejadas de la filosofía. 
    
Aunque algunos círculos argentinos o norteamericanos, digamos, se acercaron a la teoría de posguerra y las secuelas posmodernistas, ese acercamiento benéfico terminó por relajarse. 
   
Además, el posmodernismo ya casi no era filosofía sino filosofía herida por la ironía de la literatura moderna. 

Debemos volver a Heidegger. Quien crea que en tan pocas décadas se puede agotar la obra de un filósofo de la dimensión de Heidegger, no entiende filosofía. 

Tomó siglos entender a Platón y Aristóteles. Nos tomará varios siglos entender a Heidegger. Los norteamericanos —que dominan hoy la intelectualidad occidental— no entienden esto, y en Latinoamérica Heidegger casi no alimenta a la creación y el pensamiento. Gran error.

Impera una frivolización en las estéticas de todo el planeta, que se debe a que hay una mayor distancia del corpus y la actitud filosófica que en otras épocas. 

Volver a la filosofía significa quitar el énfasis en pretender lo agradable, que es donde la literatura y el arte contemporáneo se han estacionado (por temor a separarse del espectáculo).

Vivimos una época tan dañada que incluso vincular la escritura o las artes a la verdad o la justicia es considerado “pasado de moda”. En la estética hoy dominan criterios de pasarela. Ya casi nadie se atreve a deslindarse de las opiniones y gustos de los funcionarios, redes sociales, empresas o burocracias intelectualoides. Casi todos buscan ser populares. 

El derrocamiento de la filosofía es un triunfo del capitalismo encabezado por Estados Unidos. Al perderse ese vínculo con la filosofía —fractura que también se debió a la crisis de la filosofía europea— se le sustituyó con un vínculo con el mercado. 

La venta se hizo más importante que la verdad. La ley de la oferta–demanda se volvió el criterio esencial de la estética. Por eso vivimos este momento de decadencia general de los “productos” artísticos. 

Regresar a pensar y crear desde la reflexión filosófica debilitará el poder del mercado y pondrá en crisis a las literaturas y arte comerciales y pseudo comerciales. De esa crisis saldrá lo que sigue. 

El mercado ya produjo la literatura y el arte que podía producir. Y ya fabricó a las líneas de creadores en serie que difícilmente podrían renovarse: no son sujetos sino otra mercancía. 

Las siguientes generaciones deben volver a la filosofía: reinventarla. 

De no hacerlo, la literatura y el arte desaparecerán porque para el mercado mismo ya casi son inservibles.

Primeras noticias sobre Los errores

5/Julio/2014
Laberinto
Sonia Peña

El 29 de junio Los errores de José Revueltas cumplió cincuenta años de vida. El primer borrador data de septiembre de 1958 y es un esbozo de novela negra a la que se superpone la trama política. A la sordidez de los bajos fondos, Revueltas incorpora al comunista heterodoxo en contraposición con los “curas rojos” que arrastraba desde Los días terrenales (1949).
    La recepción no fue favorable. Algunos se escudaron en las erratas y la llamaron los errores de Revueltas, sin mayúscula y sin cursivas debido al gran número de inexactitudes que presentó la primera edición del Fondo de Cultura Económica en la colección Letras Mexicanas, al “cuidado” de Augusto Monterroso. 
    La primera reseña fue de Mauricio de la Selva para Diorama de la Cultura, suplemento cultural de Excélsior: califica a Los errores como “buena novela” y “relato precioso”, sin dejar de advertir que el suspense creado por el robo al usurero debería mantenerse hasta el final, puesto que al introducir la trama política se produce una brusca caída del ritmo. Desde un principio la crítica se dividió entre quienes se escandalizaron por los cuestionamientos políticos de la novela y quienes la juzgaban la mejor de Revueltas. Mauricio de la Selva no escatimó elogios y a la vez no dejó de señalar sus desaciertos. Un hecho interesante es que un mes después publicó otra reseña en Cuadernos Americanos en la que hizo un análisis pormenorizado de Los errores pues, tal como afirmó el propio De la Selva, su reseña inaugural le pareció apresurada. 
    En 1964 se escribieron once reseñas, número considerable teniendo en cuenta que desde la publicación en junio y hasta fines de ese año habían transcurrido escasos seis meses. En algunos de los críticos se percibe cierto malestar. Señalan a Revueltas como un ex militante a quien le gana el rencor a la hora de escribir, pero resulta poco convincente el argumento de un Revueltas cincuentón que dedicó seis años de su vida a escribir una extensa novela para “vengarse” de su expulsión del Partido Comunista Mexicano (PCM), sobre todo si se tiene en cuenta que para 1964 había sido expulsado incluso de la Liga Leninista Espartaco, que él mismo fundó. 
    Si bien gran parte de las reseñas muestran un tono de reproche y de disgusto hacia Revueltas, algunas comparten la opinión de que la novela posee grandes aciertos literarios: la construcción de los personajes, la estructura que entreteje dos historias paralelas que por momentos se rozan y terminan anudándose en el epílogo, y la acertada descripción de la Ciudad de México que superaba a Luis Spota y Carlos Fuentes. 
    De las intervenciones negativas de aquel año destaca la publicada, y sin firma, en La Revista de la Semana, suplemento de El Universal. Ya desde el título se apela a influir en el lector: “Desconcierta la nueva novela de Revueltas”. El verbo implica confusión y perplejidad, efecto que remata con la frase inicial: “Esperada por años, la nueva novela del autor de El luto humano y de Los días terrenales o de Los muros de agua, dudamos que satisfaga por completo las esperanzas que en ella habían puesto quienes admiran a José Revueltas”. La acumulación tenía el fin de resaltar los principales títulos en la historia novelística de Revueltas para finalizar insinuando que Los errores se encontraba lejos de alcanzar la popularidad de la que aquéllos gozaban. 
    En otro párrafo, el anónimo crítico escribe que “Se llama el libro Los errores y el título le conviene, pues son muchos los que el autor comete, además de los que reseña; es el volumen 78 de la colección Letras Mexicanas, con la que tan firmes éxitos se ha anotado el Fondo de Cultura Económica”. Recuérdese que esta colección tenía gran prestigio entre los lectores, por títulos como Pedro Páramo, Balún–Canán, Las buenas conciencias y La región más transparente. Con esta alusión el crítico hacía hincapié en “los éxitos” que dicha colección se había anotado “hasta entonces”, opinión que, más que un halago, era un reproche. 
    José Revueltas mantuvo absoluto silencio ante una crítica feroz a la que —más que las erratas— molestó que el autor pusiera al mismo nivel el mundo del hampa y la dirigencia del PCM, porque al cerrar el libro el lector llega a la conclusión de que —como en el tango— “hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor”. 
    A diferencia del escándalo que en 1949 llevó a Revueltas a retirar de las librerías Los días terrenales, en 1964 declaraba a quien quisiera escucharlo: “No pienso sacar mi novela de circulación”. Esta postura era una muestra del sentido autocrítico del novelista: sabía que en Los errores concretaba lo mejor de su pluma. A las vidas atormentadas del usurero, el padrote y la prostituta se sumó el conflicto ético de los militantes de un partido mezquino, explotador y prostituido, y esto, lejos de regocijarlo, le dolía a Revueltas en carne propia. 
    Cuando escribió Los errores, Revueltas no era un resentido que tomaba venganza por su expulsión del PCM; era un escritor maduro que concretaba en su obra elementos propios de una literatura que luego conoceríamos como el “boom latino- americano”, del cual fue “injustamente excluido”, en palabras de su contemporáneo Julio Cortázar. 
    Cincuenta años después, Los errores mantiene su vigencia no solo por la maestría de su estructura, atmósfera y personajes sino por el conflicto moral de los militantes y simpatizantes defraudados por una izquierda que, lejos de incluirlos, los sentenciaba a la orfandad y el olvido.

martes, 1 de julio de 2014

Cien años Efraín Huerta, padre y poeta mayor

Junio/2014
Letras Libres
Christopher Dominguez Michael

¿Qué hace el poeta joven con los poetas mayores?”, se pregunta David Huerta (1949) con Harold Bloom y, en su caso, se pregunta otra vez: “¿Qué hace el poeta joven con el poeta mayor que es además su padre biológico?” El problema no es fácil para nadie y cada familia –hay familias de poetas como familias de músicos, me decía alguna vez otro poeta hijo de poeta– lo resuelve a su manera. Tampoco fue fácil para mí conversar con David, uno de mis amigos más cercanos desde hace 32 años, sobre su padre, Efraín Huerta (1914-1982), cuyo centenario se celebra en este bienaventurado año de 2014, con el de sus amigos Revueltas y Paz. Uno, José, su hermano comunista. El otro, Octavio, el amigo de toda la vida: las diferencias políticas no lograron separarlos pues los unía una fraternidad superior, la de la poesía. Fue, además, testigo de boda de Efraín: “Octavio Paz Lozano, empleado público, 27 años”, consta en el acta.
Así, David lee Los hombres del alba (en su opinión y en la de los especialistas, el libro más pleno de Efraín), repasa las mitologías del poeta urbano y del inventor de los antipoéticos poemínimos, pero también las del bardo patrio y erótico y “lépero”. David recuerda al padre divorciado que visitaba a su primera familia y cómo por allí se aparecían, imperativos, los David Alfaro Siqueiros y, “renegados”, los fantasmas de Victor Serge. O rememora reconciliaciones con flores sobre la tumba de Xavier Villaurrutia, tras batallas acres y ruidosas, como las de Efraín con los Contemporáneos y, después, las imaginadas por Roberto Bolaño, de “los detectives salvajes” –apadrinados por Huerta– contra Paz. Hace mucho tiempo, desde que David publicó Incurable en 1987, algunos creemos que acaso el hijo, por su propio camino, acabó por ser un poeta más grande que el padre. Lo cual complica todo, con Wordsworth y con Revueltas, el hijo es el padre del hombre, el hijo del hombre es el padre del poeta... Con ustedes, David Huerta Bravo, entrevistado a principios de este año, en la Casa del Poeta “Ramón López Velarde”, que alberga muchos de los libros que fueron de Efraín Huerta.

¿Qué significan para ti los cien años de Efraín Huerta?
Es una impresión muy grande pensar en la edad que él tenía cuando yo nací: 35 años. Mi padre fue un padre tardío, es decir un hombre que ya había caminado un trecho considerable de su vida, y que en términos poéticos estaba en un punto de madurez extraordinario. Si recordamos bien, en 1944, cuando tenía treinta, publicó su libro central, Los hombres del alba, un volumen que es al mismo tiempo de juventud y de madurez. Se trataba, quiero decir, de un hombre en su plenitud que ya había publicado su libro más importante cuando fue padre. Y ahora han pasado setenta años desde la publicación de Los hombres del alba, un aniversario que también tenemos que celebrar. Mi padre no fue solo un testigo sino uno de los protagonistas del siglo XX mexicano y creo que su centenario –al igual que en los casos de Octavio Paz y José Revueltas– nos presenta una oportunidad única para realizar un balance de su legado.
¿En qué momento te diste cuenta que tu papá era un poeta? No se trata siempre de un descubrimiento inmediato.
El ambiente en la casa estaba lleno de discursos, de conversaciones, a veces de discusiones, algunas muy agrias. Y esto era más que evidente por el barrio en el que vivíamos. Yo lo llamo un “gueto gremial”, porque ahí habían construido sus casas varios periodistas, escritores y editores. En esa nebulosa de oficios era un poco difícil distinguir a mi padre de vecinos tan parecidos a él. Al principio, yo no sabía en qué consistía esa semejanza y no podía por lo tanto discernir la diferencia. Debo decir que en la casa naturalmente se leía, nadie obligaba a nadie a leer, y se hablaba de libros y de lo que aparecía en el periódico. Creo que descubrí la condición de poeta de mi padre cuando descubrí a otros poetas que estaban de alguna forma cerca del ámbito familiar por razones no solo literarias sino políticas. Darme cuenta de sus inclinaciones artísticas me llevó al descubrimiento de su condición de poeta, porque mi padre era amigo de pintores como David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. Recuerdo que cuando Siqueiros estuvo en la casa, yo era muy niño, y produjo en mí una profunda antipatía porque preguntó si mi nombre se debía a él. Mi padre lo negó categóricamente y le explicó que me había puesto ese nombre por las resonancias bíblicas. En mi familia hay muchos nombres judíos del Antiguo Testamento –Efraín, David, Raquel, Sara–; parece un pequeño seminario sobre estudios bíblicos.
¿Qué edad tenías cuando descubriste al poeta Huerta?
Es un poco difícil saberlo. Supe que mi padre era poeta cuando descubrí la poesía, porque allí estaban los libros de Efraín junto con los de Carlos Pellicer, Salvador Díaz Mirón, Octavio Paz, que él me daba a leer. Siempre he dicho que nunca he leído tanta poesía como entre los diez y los quince años. Fue en esos años cuando descubrí la condición de poeta de mi padre.
¿Cómo era la relación con tu padre esos primeros años?
Debo decir que cuando yo nací la familia vivía en la calle de José María Iglesias, cerca del Monumento a la Revolución. Nos mudamos a la Segunda Colonia del Periodista cuando yo era muy niño y muy poco tiempo después mis padres se separaron. Dada la situación, mi padre estaba y no estaba; es decir, no vivía con nosotros pero visitaba regularmente la casa. A pesar del divorcio no fue un padre distante. Se ocupaba de nuestra educación, de nuestros problemas y de las necesidades que teníamos. Mi madre, Mireya Bravo, era una mujer extraordinaria y nunca nos habló mal de mi padre, pero era inevitable cierta tensión entre ellos. Además prácticamente todos los vecinos eran amigos de mi papá o conocidos y me decían con frecuencia: “¿Cómo está tu papá? ¿Lo has visto? Mándale saludos.” De modo que Efraín era también un vecino de la colonia Periodistas a pesar de que no vivía ahí.
¿Hubo en tu caso la proverbial crisis adolescente de enfrentamiento a la figura paterna?
Sí hubo una crisis y yo pasé malos ratos en mi adolescencia, sobre todo en el momento de descubrir mi vocación. Me refiero al hecho de que uno quiere empezar a hacer lo que admira en los demás. Y en este caso uno se da cuenta de que va a tener que competir con el padre porque va a ser inevitable la comparación. Mi padre fue muy discreto con mi educación poética, que más bien delegó en amigos en los que confiaba como Carlos Illescas, Juan Bañuelos y algunas otras personas. Ese elemento del que hablan algunos críticos como Harold Bloom –“¿Qué hace el poeta joven con los poetas mayores?”– en mi caso fue: “¿Qué hace el poeta joven con el poeta mayor que es además su padre biológico?” Es un problema que se va resolviendo poco a poco. Yo estoy tranquilo con la figura de mi padre porque sé que –como dice Eliot en un pasaje famoso– es uno de esos hombres que uno no puede aspirar a emular. Eso me da una enorme tranquilidad porque, contra lo que podría pensarse, no me lleva a renunciar a escribir sino a tratar de escribir lo que yo puedo.
¿Cómo juzgarías la relación entre tu padre y la política, la relación entre tu propia poesía y la suya, cuando tú ya empezaste a publicar?, ¿cuál era su actitud?
Su actitud era de cierta prudencia: no quería dirigir lo que yo escribía. Podía confundirse con una cierta distancia e incluso con un cierto desinterés, pero muy pronto me demostró que no era así. Nuestra relación fue muy cordial, incluso me refiero a él con naturalidad por su nombre de pila. Aunque a veces digo “mi padre”, lo más natural es referirme a él como Efraín. Curiosamente Efraín, en sus últimos años, me llamaba “viejo”. Era una forma cordial de tratarme. Sobre lo que preguntas, creo que juzgar su vida, su política y su poesía con una mirada retrospectiva puede ser un poco cruel y poco indulgente. Cometió errores brutales en términos filosóficos, ideológicos y políticos pero no era una mala persona. Tengo la impresión de que los estalinistas que traté en mi infancia y en mi adolescencia eran personas brillantes que habían caído en un error abismal y algunos de ellos tuvieron tiempo de corregirlos. Quiero creer que mi padre murió después de corregir internamente esas actitudes. En mi caso, haber crecido entre comunistas, no todos ellos estalinistas, provocó en mi interior una larga “purga” para desestalinizarme. Uno de los capítulos de ese proceso fue mi traducción de El caso Tuláyev, la novela de Victor Serge, un militante que se encontraba en el extremo opuesto al de la izquierda de mi padre y de sus camaradas. Se trataba de un disidente de la izquierda oficial que murió solitario y abandonado.
¿Qué pensaba de Serge la gente cercana a ti?
Lo que se decía de Victor Serge en los círculos familiares, amistosos, políticos y literarios de mi ámbito familiar no era muy agradable. Se referían a él con una palabra que en aquellos tiempos equivalía a traidor: “renegado”. Era una palabra infamante, como decir “descastado”. En esa circunstancia, haber traducido un libro de Victor Serge era, al menos en mi fuero interno, un acto de rebeldía. Al paso de los años y conforme he seguido la obra de Serge, he descubierto que esa izquierda disidente del oficialismo soviético también tenía sus bemoles: eran machistas y a veces muy impacientes con la poesía.
Cuando aparentemente la KGB envenena al hijo de Trotski en París, Serge estaba en la ciudad y ve llegar a dos grupos de trotskistas franceses que estaban peleados a muerte. Y lo indigna ver que ambos grupos siguen sin mirarse y sin dirigirse la palabra durante el sepelio. Al final, cuando ve que cada grupo canta “La Internacional” por su lado, no lo soporta y decide alejarse de la IV Internacional.
Si yo vuelvo la mirada a la obra de mi padre –por ejemplo a Los hombres del alba– me doy cuenta de los inmensos conflictos que significó escribir y publicar ese libro. Está escrito en contra de las directivas del partido y, al mismo tiempo, es totalmente ajeno al comunismo internacional. En el libro hay, por supuesto, zonas explícitas de comunismo –las huelgas victoriosas, los obreros, etc.– pero no se trata de un libro de poesía civil o de protesta. Los “hombres del alba”, a los que alude el título, no son los proletarios que van a hacer la revolución, sino aquellos que en el lenguaje del marxismo son llamados “el lumpenproletariado”. Son asesinos, violadores, hombres que viven en la noche, los marginados dentro de los marginados. Es un libro que es posible relacionar con una buena parte de la obra literaria de José Revueltas. Quizá suena exagerado decirlo de este modo, pero los “hombres del alba” son los protagonistas de las novelas de Revueltas.
¿Qué recuerdos tienes de la amistad entre Revueltas y tu padre?
José Revueltas y Efraín Huerta se conocieron a principios de los años treinta. Como sabemos, Revueltas había estado preso en las Islas Marías debido a sus actividades políticas y eso provocó que se le considerara una figura levemente heroica. Tanto Revueltas como Efraín eran provincianos; se conocieron en la ciudad de México, se identificaron en la militancia y eso dio origen a una relación muy intensa. Hay algo que no se tiene muy presente y es el hecho de que Revueltas escribió también poemas. Uno de los primeros que aparecen en El propósito ciego, el libro que editó José Manuel Mateo, está dedicado a Efraín Huerta. Se llama “Nocturno de la noche”. Este poema muestra los alcances de su amistad. Hay dos momentos, uno literario y otro personal, que a mí me gustaría destacar para ilustrar un poco la intensidad de esa relación: Efraín Huerta le dedicó a Revueltas un poema sobre Angela Davis con estas palabras: “para mi hermano José Revueltas, que está en Lecumberri”. Y luego, algunos años más adelante le dedicó un poema que se llama “Revueltas, sus mitologías”. Es ahí donde dice de nuevo en términos fraternales: “mi hermano José Revueltas, que todo lo ve con sus ojos de diamante”, una imagen extraordinaria. El otro momento fue durante el entierro de Revueltas en 1976, cuando Víctor Bravo Ahuja, entonces secretario de Educación Pública, pronunció un discurso que impacientó a los antiguos camaradas y a los viejos amigos de prisión de José Revueltas. Martín Dozal lo interrumpió y le dijo: “Ya no queremos oírlo, señor. Usted representa al gobierno que encarceló y persiguió a José Revueltas.” Mi papá estaba profundamente emocionado y enojado. Me acuerdo que daba patadas en el suelo, en un gesto de impaciencia (como no podía hablar, debido a una operación de la garganta, todos sus gestos eran corporales). Efraín se identificaba con Martín Dozal, pero también tenía cierta consideración por la persona que acompañaba al secretario de Educación, que era Rosaura Revueltas, la hermana de José. El turbulento José Revueltas tuvo también un entierro turbulento y esa misma turbulencia afectó a su hermano Efraín Huerta. A la distancia, aún no acabo de entender lo que mi papá sentía, pero debe haber sentido muchas cosas al mismo tiempo. Solo hubo una manera de detener el discurso del secretario de Educación y fue comenzar a cantar “La Internacional”.
Con referencia a otro de los autores cuyo centenario conmemoramos este año, ¿cómo fue la relación de Efraín Huerta y Octavio Paz?
Hay que tomar en cuenta que Octavio Paz vivió muchísimos años fuera de México. La intensidad de esa amistad quedó un poco atenuada por la distancia física. Sin embargo, se trató de una relación muy fuerte, sobre todo porque se dio en el ámbito de la Preparatoria nacional, que no es el mismo entorno en el que se desarrolló la hermandad con Revueltas. La amistad que trabaron mi padre y Octavio se consolidó muy pronto, en los años treinta. Algunos años más adelante –cumplido ya el ciclo de Taller y antes de irse de México–, Octavio firmó como testigo en la boda de mis padres. “Octavio Paz Lozano, empleado público, 27 años”, dice el documento. Es un dato simpático y muy conmovedor, porque mi papá siempre lo quiso mucho. Aunque tenían prácticamente la misma edad, mi padre y los otros integrantes de Taller siempre reconocieron la dirección intelectual de Octavio Paz en las empresas editoriales y literarias. Ya en la madurez, cuando ambos eran poetas reconocidos, se empezó a insinuar que eran enemigos poéticos puesto que tenían distintas actitudes políticas. Esto es absurdo, su poesía se parece muchísimo. Las diferencias poéticas existen porque son obras originales, pero el origen común (la herencia inmediata de las vanguardias en los años treinta, la atención a la poesía de Juan Ramón Jiménez y de Pablo Neruda) es muy fácil de documentar. Las diferencias políticas están a la vista: Octavio Paz rompió muy pronto con el estalinismo y sin embargo el mismo Paz aclaró, en su recuerdo de Huerta, que la política los había separado pero que la poesía siempre los mantuvo unidos. Es una de las expresiones más hermosas que he leído sobre esta relación. Y la prueba es que en una lectura pública que hicieron varios poetas en el Palacio de Minería, un grupo de muchachos antipacianos, los ahora famosos infrarrealistas, quisieron interrumpir la lectura de Octavio Paz y quien se levantó a callarlos fue Efraín Huerta.
Efraín había sido operado de la garganta y no podía hablar. El signo para callar a los infrarrealistas fue abrazar a Octavio.
Octavio Paz pudo leer sus poemas porque, por decirlo de algún modo, Efraín estaba protegido de los infrarrealistas. Efraín Huerta, a su vez, “protegió” a Paz de esos muchachos, haciéndolos callar con gestos muy enérgicos; luego, Paz y mi padre se dieron un abrazo. Ignoro si los infrarrealistas entendieron lo que estaba pasando ahí, ojalá lo hayan entendido porque estaban frente a dos amigos, frente a dos camaradas poéticos; lo que no borra las diferencias políticas, por supuesto. Este mito del distanciamiento entre Efraín y Octavio fue reforzado por la aparición de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, donde hay claras insinuaciones de que había una enemistad poética entre ellos, fruto de las diferencias políticas. No sé si Bolaño documentó sus ocurrencias novelísticas y, aunque a mí me gusta mucho la novela, debo aclarar que esto que insinúa no es verdad.

Respecto al trato que Efraín tenía con otros escritores, ¿no es un poco gracioso que las bibliotecas de Huerta y Novo estén juntas en la Casa del Poeta “Ramón López Velarde”?
Me parece que es justicia poética. Quizá los lectores no lo sepan, pero en los años treinta el campo cultural mexicano estaba tajantemente dividido entre “rojos” y “azules”, digámoslo así. Los “rojos” eran los artistas que tenían una relación intensa con el pueblo y los “azules”, aquellos que se habían desentendido del sufrimiento de las masas. Es una división maniquea que albergó polémicas muy agrias y muy violentas. Efraín Huerta participó en esta guerra atacando a los Contemporáneos, porque representaban esa exquisitez, esa distancia con el pueblo, aunque luego reconoció que los admiraba, en especial a Novo y a Villaurrutia. El hecho es que después de esta enemistad, Huerta tuvo el valor de acercarse a los Contemporáneos y hacer las paces con ellos. Aunque en su momento había atacado a Villaurrutia, muerto ya el poeta, mi padre le llevaba flores al cementerio. Y en el caso de Novo, este le mandaba a mi padre los sonetos que le escribía todos los fines de año. Eran amigos, yo estuve con ellos alguna vez y hablaban con mucha cordialidad. De modo que después de las trifulcas espantosas de los años treinta, que estas dos bibliotecas estén juntas es justicia poética.
Volviendo a los libros, me gustaría que hablaras un poco de ese Efraín de los años sesenta que se vuelve de alguna manera el poeta de la ciudad de México. ¿Cómo se gestó esa poética?
Yo creo que Efraín desconocía la ciudad conforme esta crecía. Ya no era la ciudad de 1944, la ciudad de Los hombres del alba, y, a la vez, era la misma. Para él fue un acontecimiento tremendo la construcción del metro, que entendió como la irrupción de lo que ahora llamamos modernidad. En 1968 aparece la primera gran compilación poética de mi padre: Poesía 1935-1968. Ese mismo año, como sabemos, ocurre el movimiento estudiantil. Poesía 1935-1968 se vuelve un libro emblemático porque representa una línea divisoria entre el Huerta juvenil y el Huerta maduro. En este momento Huerta adquiere una cierta popularidad como poeta de la ciudad, como un poeta que utiliza –según apuntó Octavio Paz– un “lenguaje fuerte”. Para ejemplificar este lenguaje fuerte, podemos recordar una frase que Efraín usa para referirse a una ladrona en un autobús público: “La del piernón bruto me rebasó por la derecha”; esto no tiene nada que ver con la poesía de Juan Ramón Jiménez y es, sin embargo, uno de los rasgos de la poesía de madurez de Huerta. En los tiempos de la preparatoria nacional le decían “El flaco neuras”, lo que significaba que no era un hombre de sonrisa fácil ni mucho menos de carcajada. En cambio el Efraín Huerta maduro es un hombre muy dicharachero, alburero, que cultiva con cierta malicia la poesía callejera y lo hace con mucho acierto. Es importante señalar que Efraín Huerta nunca dejó de escribir poemas de registro grave, incluso trágico. A su primer registro, se agrega una poesía desenfadada, descarada, antisolemne, pero el registro serio no se extingue.
¿Cuál sería la génesis de Amor, patria mía, uno de los pocos grandes poemas mexicanos (junto con algunos de Pellicer) en ese terreno tan difícil de la poesía cívica?
Yo pienso que hay una decisión de fundir la experiencia erótica y la experiencia ante la sociedad, y en este caso ante la historia del país. No es un poema rojo, es un poema civil que quiere contar o recontar la historia patria. Es una conversación de sobrecama acerca de la historia nacional que el poeta le da a su amante, y empieza con un guiño literario cervantino, que no puede ser más claro ni más antisolemne: “En un lugar de tu vientre / de cuyo nombre no quiero acordarme, / deposité la seca perla de la demencia.” Esto tiene que ver con la intimidad erótica de una pareja según suele tratarla la poesía. Pero lo que sigue es sorprendente: el amante le empieza a contar la historia nacional y resulta especialmente conmovido con las vidas de Hidalgo y de Morelos. Efraín decidió no utilizar comillas ni letra cursiva para las citas que hacía de documentos históricos, con la intención de hacerlas parte del poema. “No se extrañe el lector –advierte en el prólogo– que va a descubrir el lenguaje arcaico del siglo XIX en un poema moderno. Es que he tomado pasajes del acta de excomunión de Hidalgo, de las crónicas de su fusilamiento, y las he integrado a mi poema como si fueran versos míos”; más o menos eso dice. Amor, patria mía es un poema que todavía necesita ser examinado con cierto detenimiento. Al final hay unas líneas que a mí me sobrecogen. Efraín Huerta termina el poema describiendo el país en estos términos: “...la temerosa y vibrante / llanura de sombras que es / nuestra patria.” Algo que por desgracia tiene plena vigencia en nuestros días.
¿Qué piensas de los poemínimos?
Me gustaría mencionar que su origen no es nada festivo ni jocoso. Efraín Huerta tuvo en los años setenta una crisis de salud muy grave: debido a un cáncer, le extrajeron la laringe y por lo tanto perdió la voz. El gran conversador, el gran hacedor de chistes, de ocurrencias, perdió la voz, fue una verdadera tragedia. Durante el tiempo que estuvo hospitalizado, él se comunicaba por escrito con nosotros; como ya no nos podía pedir de viva voz lo que necesitaba, lo escribía, y a veces los chistes que hacía verbalmente los hacía por escrito. Ese es el origen de los poemínimos. La gran cantidad de poemínimos que conocemos se escribieron a raíz de esas hospitalizaciones y de la pérdida de la voz que sufrió Efraín Huerta.
Hay grandes teorías sobre los poemínimos. No sé si encuentres, por ejemplo, alguna relación con la antipoesía.
Pertenecen a esa misma intencionalidad poética, epigramática, con raíces en la Antigüedad clásica y es también poesía breve, memorable. Tienen una relación también con el albur. José Emilio Pacheco los describía de este modo: “Es como ver trabajar a las tejedoras de Oaxaca: no porque parezca muy fácil le sale a uno un bordado como el que ellas hacen.” Es verdad. Hay muy pocos poemínimos buenos, auténticos, que no sean de Efraín Huerta. Son una expresión popularista y muy atinada de la poesía hecha por un poeta culto con estas intenciones epigramáticas y memorables. Han salido del ámbito literario y eso a veces representa una gloria paradójica, porque se recuerdan los poemas pero se olvida el nombre del autor. Eso ha ocurrido con los poemínimos: se han vuelto parte del habla popular, de la memoria verbal de la gente. Y no solo en las conversaciones: hay una película de Alfonso Cuarón (Solo con tu pareja), donde cada sección es presentada a través de un poemínimo. Destino curioso el de una forma literaria que alcanza zonas fuera de los libros.
Supe que como parte de los festejos y conmemoraciones del centenario del nacimiento de Efraín Huerta se va a publicar una antología general. ¿Esta recopilación incluye algo de su prosa?
Originalmente iba a ser una antología general de su prosa y de su poesía, pero los editores del Fondo de Cultura Económica decidieron que lo mejor era concentrarse en la prosa; la antología la ha hecho Carlos Ulises Mata, notable ensayista. Además de esta antología de la prosa de Efraín Huerta, se hará una reedición de su poesía completa en la más o menos nueva colección Poesía. Se va a publicar también una iconografía preparada por Emiliano Delgadillo y se reeditará la antología que hace algunos años elaboró Carlos Montemayor.
¿Qué se va a recuperar de la prosa de Efraín?
Hay mucho periodismo político (un buen ejemplo es Aurora roja, la edición realizada por Guillermo Sheridan). La Universidad de Guanajuato publicó también una compilación muy extensa de la crítica cinematográfica de Huerta. Pequeños ensayos de tema literario, artículos de costumbres, intentos de prosa narrativa publicados en la revista Taller, semblanzas, comentarios de muy diversos tipos y conferencias. Parte de este material es lo que contendrá la antología.
Finalmente, ¿cómo fue la relación con Efraín en sus últimos años, cuando tú ya escribías una poesía muy distinta de la suya?
A Efraín le gustaron mucho algunos libros míos y sobre todo uno que se llama Versión. Hay una historia un poco incómoda de contar con ese libro: siendo jurado de un concurso, Efraín me quiso dar un premio por Versión, y yo por fortuna me enteré antes de que eso sucediera. Lo fui a ver a su casa y le dije: “No puedes hacer eso, nos vamos a crear cientos de enemigos.” No lo pude convencer y recurrí a los buenos oficios de mi hermana Eugenia, que es muy severa y que lo hizo desistir de su intención. Recuerdo una parte de mi conversación con Efraín mientras intentaba disuadirlo: “¿Cómo supiste que el libro era mío si estaba firmado con pseudónimo?”, le pregunté, y él me respondió: “Pues de todos los poetas concursantes solo tú usas la palabra ‘intersticios’.” Había cierta malignidad en esa broma poético-familiar. ~