sábado, 14 de junio de 2014

Recuerdos de Efraín*

14/Junio/2014
Laberinto
Thelma Nava

Efraín era muy organizado. Por las mañanas —antes que nada— se sentaba a escribir sus artículos y cuando terminaba llevaba a pasear a nuestro perrito Yuri por las calles de Polanco —vivíamos en Lope de Vega.

Era muy consciente de su deber. Si tenía que salir de viaje, dejaba preparados todos sus artículos para que los periódicos donde colaboraba (El Fígaro, El Diario de México, El Día, etcétera) no se quedaran sin ellos.

Nunca dejó de escribir. Poco antes de que lo internáramos en el Centro Médico, dejó sobre la máquina un último texto (esa máquina y algunas otras de sus cosas las donamos a la Casa del Poeta, ahí están). Escribía en una Remington, era muy rápido a pesar de que lo hacía solo con dos dedos.

Tenía muchos amigos jóvenes, siempre lo estaban buscando. Llegaban a pedirle un consejo, a mostrarle sus poemas, a conversar con él. Entre ellos estaba Roberto Bolaño, con quien tuvo una relación excelente.

Nos conocimos en Películas Nacionales, donde yo era secretaria; él acudía a visitar al director general, Salvador Amelio, su amigo de muchos años, y a entregarle algunos trabajos. A veces íbamos a tomar un café a la vuelta, yo apenas comenzaba a escribir pero nunca le consultaba nada. Otras veces, por curiosidad, me preguntaba: “¿Qué estás escribiendo?” Se lo mostraba, lo leía pero no me aconsejaba ni me decía nada.

Yo lo admiraba mucho como poeta. Escribió una poesía muy original, innovadora, lúcida, hermosa. También hizo mucha crítica cinematográfica y literaria.

Nos casamos en 1958, en la casa de Lope de Vega. Asistió su mamá, quien llegó de Querétaro, en donde vivía; también amigos cercanos del medio cinematográfico. Uno de nuestros testigos fue Arcady Boytler (director de películas como Águila o sol y Así es mi tierra). La gente de cine lo quería mucho, fue muy amigo de María Félix y como ella vivía a la vuelta, en la calle de Hegel, en ocasiones la visitaba.

Fue un padre muy amoroso con nuestras hijas Thelma y Raquel. Algunos días lo visitaban los hijos de su primer matrimonio (Eugenia, Andrea y David), iban a comer a la casa. Era un padre excelente.

La enfermedad fue un proceso muy doloroso para él. Se volvió retraído, hacía esfuerzos por hablar con la laringe, y alguna voz salía por ahí. Sus últimos años se sentía bastante triste por la situación que estaba viviendo.Fuimos a Cuba y a otros lugares —siempre viajó mucho—, eso lo animaba un poco.

Duramos casados 23 años y su muerte me provocó una tristeza infinita. Pero me acostumbré a estar sola; ahora trabajo en casa, sigo escribiendo poesía y leo mucho. Me da gusto que lo recuerden en su centenario, que lo tomen en cuenta. Mi hija Raquel, quien vive muy cerca y a la que veo casi todos los días, está muy comprometida organizando cosas para recordar a su papá. Ha preparado varios libros y en agosto presentará una exposición-homenaje en el Museo del Chopo, donde habrán, entre otras curiosidades, muchos cocodrilos. Efraín tuvo una gran cantidad de ellos, los compraba o se los regalaban. Un amigo incluso quiso regalarle un cocodrilo vivo. Imagínense, dónde lo íbamos a tener.
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*Texto escrito con base en una entrevista de José Luis Martínez S.

Una prosa, la prosa Efraín Huerta

14/Junio/2014
Laberinto
Carlos Ulises Mata

Tres rasgos perfectamente distintivos de la escritura en prosa de Efraín Huerta (y sin problema podríamos decir que distintivos también de su personalidad) se unen en el texto que aquí presentamos: la intervención vigorosa en las discusiones de la hora; la estrecha y frecuente unión del propósito crítico y de la expansión autobiográfica; y su gusto por la práctica del apunte rápido y del comentario heterogéneo, desarrollados en su caso por medio de los géneros de la revista y de la crestomatía.
 
Aparecido en el Diario del Sureste, de Mérida, el 27 de abril de 1937 (no se había vuelto a publicar), “Reseña metropolitana” es una entre las centenares de posibles puertas de entrada al conocimiento y disfrute de la zona escondida de una obra que erróneamente suponíamos conocer en su integridad, atribuyéndole tan solo la gozosa oportunidad de la relectura, cuando de golpe nos vino a recordar que de ella no hemos leído ni la mitad, si la consideramos más allá de los géneros. Antes que a la lamentación por el retraso, la puesta en circulación que este año se hará de más de mil páginas de la escritura prosística de Efraín Huerta nos conduce más bien a la avidez lectora, a la promesa del placer y a la afinación de los sentidos críticos (al ser predecible que no todo lo que surja hoy y se rescate luego tendrá la misma calidad). Esa suma prevista tomará forma en diferentes propuestas editoriales: El otro Efraín. Antología prosística (FCE), con selección y prólogo míos; Canción del alba (La Rana-Universidad de Guanajuato, 2014) y Efraín Huerta en El Gallo Ilustrado (Planeta, 2014), ambas seleccionadas por Raquel Huerta-Nava.
 
Una cosa sí puede anticiparse y se verifica en “Reseña metropolitana”: los artículos políticos y literarios, las crónicas urbanas, los textos de cine, los prólogos, y hasta las entrevistas y los apuntes privados de Efraín Huerta que hasta hace poco comenzaron a rescatarse, y que a partir del centenario se volverán más y más accesibles, son completamente consistentes con su poesía: revelan al mismo personaje, la misma actitud moral, la misma agudeza y humor. Incluso más: nos ayudan a leerla y a ponerla en contexto, sin por ello dejar de ser escritos que se leen con gozo e interés autónomo.
 
Por lo que hace a la intervención que desde su actividad periodística tuvo Efraín Huerta en las discusiones de más apremiante actualidad, el texto que se presenta incurre por lo menos en dos asuntos cruciales. Como telón de fondo, el primero es el de la guerra civil española, todavía sin atisbos en ese momento sobre el ominoso desenlace que tendría a favor del bando franquista, lo que daba lugar a la creencia sobre la necesidad y la urgencia de intervenir para frenar o cuando menos atenuar sus horrores. Era esa la razón por la que Nicolás Guillén estaba en México. Según lo documentó Guillermo Sheridan, Guillén llegó al país en enero de 1937, invitado por la LEAR (en cuyo salón dicta la conferencia que el texto señala, y a cuyas filas informa Huerta que pertenece “desde la semana anterior”) para participar en el Congreso Mexicano de Escritores y Artistas Revolucionarios, celebrado del 17 al 24 de enero en un nuevecito Palacio de Bellas Artes (se había inaugurado menos de tres años antes). El cubano permaneció aquí los meses que mediaron entre esos días y la consumación del segundo acontecimiento al que Huerta alude en su “reseña”: el viaje que desde México emprenderían Juan Marinello, Carlos Pellicer, Octavio Paz, José Mancisidor, Elena Garro, José Chávez Morado, Fernando Gamboa, Juan de la Cabada, Gabriel Lucio y el propio Guillén al mítico (imposible no llamarlo así) Congreso Internacional de Escritores para la  Defensa de la  Cultura, que se realizó del 4 al 11 de julio de ese año en Valencia, con extensiones a Barcelona y Madrid (que estaba sitiada casi en su totalidad). Como él mismo lo contaría después y lo dejan ver sus artículos de la época, Huerta deseó con todas sus ganas ir a ese congreso. Todavía un mes antes estaba en la lista de los “apoyados” por la  LEAR, pero al fin fue excluido, según su interpretación porque él no era aún muy conocido y se buscaba la presencia en España de una figura joven representativa, y ésa fue la de Paz. En abril ya tenía la ilusión de ese viaje y por eso dice, noble: “Mi mejor deseo es que se le cumpla (a Guillén) su intento de marcharse a España”.
 
Por otro lado, debajo de la apariencia anecdótica que le otorga su carácter primario de crónica urbana, “Reseña metropolitana” es también un texto no demasiado velado de crítica y, sobre todo, de política literaria. Sin desperdiciar ninguno de los párrafos que forman el escrito, Huerta desgrana juicios sobre los poemas que le gustan y sobre el tipo de poesía que le parece apropiado practicar y a la que se adhiere. Así, alaba por supuesto la obra de Guillén; revela a través de una frase de éste su aprecio por la parte séptima del West Indies Limited; reafirma su postura de respeto por la obra de “el viejo maestro” Enrique González Martínez; destaca entre los escritos poéticos hasta entonces conocidos de Octavio Paz sus sonetos (que en otro escrito pone al lado de los de Carlos Pellicer) y el “poema perfecto” “¡No pasarán!”, el cual el mismo Huerta había reseñado semanas atrás con estas palabras, en la sección de “Libros recibidos” del número III de Taller Poético (de marzo de 1937): “Paz —poeta serio y consciente, como ningún otro— ha dado a la poesía mexicana el primer documento valioso y digno; ha puesto en las manos de los críticos suspicaces algo que les quema las manos; ha entregado al pueblo de México y al de España el medio más efectivo de comunión y entendimiento. Ha creado una auténtica poesía de ilimitadas perspectivas”.
 
Y, claro, en la misma oportunidad, al referirse al “reseco poeta” Xavier Villaurrutia, Huerta reanuda su disputa con Contemporáneos, situada en esos días en su punto más tenso, como lo muestran otros artículos de semanas previas y posteriores publicados en El Nacional y el mismo Diario del Sureste (búsquese, sobre todo, “Por una poesía de la juventud”, del 9 de marzo; “Carta lírica a Paz, Cortés y Novaro”, del 12 de abril, y “Las cosas turbias”, del 23 de mayo, el primero y el tercero incluidos en El otro Efraín). La citada disputa, y sobre todo la crítica severa a la obra de Villaurrutia, pronto se atenuarían. En “Las cosas turbias” ya dictamina Huerta que “la última plaquette de X.V. se salva, bien que difícilmente” (se refiere a Nocturno mar). En septiembre de 1939, al reseñar el cuarto número de Taller (no confundir con Taller Poético, que terminó su recorrido en junio de 1938), escribe que “dedicado a la  Poesía, es de todos los números el que más maduros frutos recoge”, sustanciando su valoración con este apunte: “Villaurrutia dio un bellísimo poema, ‘Amor condusse noi ad una morte’, del que tomamos estos fragmentos, que hablan por sí solos”. Al fin, muerto Villaurrutia, Huerta se creó la costumbre de llevar flores a su tumba en el Tepeyac cada 25 de diciembre.
 
En cuanto a sus comentarios derogatorios sobre la línea editorial de Taller Poético y de Letras de México —a las que critica, respectivamente, por la peligrosa “democracia” que permite la inclusión de escritores que juzga insustanciales (los citados Gabriel Mercado y Neftalí Beltrán, más otros olvidados con justicia como Carlos Mata, Anselmo Mena, Manuel Lerín y etcétera), y por su falta de compromiso político (“se ven los toros desde la barrera”)—, se trata de desplantes provocadores. La prueba: Huerta publicó versos y reseñas en los cuatro únicos números de la publicación, mientras que a la segunda le entregó poemas importantes (“La amante”, en 1940, y “Problema del alma”, en 1942) y una reseña extensa sobre Alberto Quintero Álvarez, recibiendo en sus páginas comentarios elogiosísimos sobre su propia producción (fue ahí donde José Luis Martínez dijo de Huerta que “es quizás un pariente no del todo lejano de Rimbaud”).
 
Finalmente, “Reseña metropolitana” es un ejemplo más de los numerosos escritos prosísticos de Huerta en que la forma fragmentaria funciona como recurso eficaz para armonizar la reseña crítica, el comentario punzante, el anuncio de novedades y el comentario autobiográfico, práctica de la que más tarde serían ejemplo brillantísimo sus “Columnas del Periquillo”, “El Periquillo en su balcón” y la célebre “Libros y antilibros”.

Los grandes poemas Efraín Huerta

14/Junio/2014
Laberinto
Evodio Escalante

Siempre que pienso en el primer gran libro de poemas de Efraín Huerta, Los hombres del alba (1944), me vienen a la mente las severas palabras con las que Rafael Solana se refería al temple de su autor y a una supuesta ausencia de oído musical en su poesía. Solana, que había animado Taller Poético (1936–38), afirmaba en el prólogo que lo acompaña que Huerta carecía por completo del sentido del humor, y que era “el más duro, el más inflexible, el más sin sonrisa de todos nuestros poetas”. Explicaba Solana: “va dejando a su paso, en sus versos, no un camino florido y enjoyado, como el que trazan otros poetas […], sino un sendero sangriento y destrozado, como si hubiese pasado agitando entre las matas un filosa espada enfurecida”. Remataba su descripción al compararlo con el monje Jerónimo Savonarola, de cuyas invectivas no se libraban los Borgia. ¡Tremendo! En cuanto a las búsquedas musicales de Huerta, Solana no era menos drástico: el poeta relegaba la música al último término, como la cosa menos importante de un texto. “Las palabras no son utilizadas nunca en función de sus valores fonéticos, rítmicos […], sino exclusivamente son estimadas como fórmulas de sugestión de ideas, en aspectos rígidamente semánticos […]; es por ello una poesía que no pierde nada de su valor al ser vertida a otro idioma, porque aquellos valores que se hacen perdedizos en las versiones estaban ya ausentes desde la redacción original”.
 
Lo primero que habría que decir, es que sorprende la “sordera” de Rafael Solana para advertir los valores musicales de la poesía de Huerta, en la que solo encuentra, por lo que se ve, aspectos denotativos. Es cierto, no se trata en ella de una música convencional o de algún modo sutil, como la de los impresionistas, sino de una sonoridad áspera, ríspida, disonante por convicción, como podría suceder en las composiciones de Stravinsky o de Silvestre Revueltas. En lugar de una ignorancia de la musicalidad, lo que hay en Huerta es la exploración de un sentido armónico más acorde con la realidad agria y desafiante ante la que se enfrentaba. El mundo del poeta pedía otras sonoridades y otros ritmos. Lo que me impresiona de muchos de los poemas de Los hombres del alba, al revés de Solana, es justamente su profunda musicalidad: a menudo uno no sabe bien a bien cuál es el tema del poema, de qué asunto está hablando, pero lo que se impone en lo inmediato es el valor de sugerencia de un lenguaje que parece improvisarse en el momento mismo como un largo solo de saxofón. “La poesía enemiga”, uno de los poemas de este libro, podría servir de ejemplo. Lo que es asible de primera mano en el texto es el título; el cuerpo del poema, en cambio, propone una serie de sugerencias de sentido que solo poco a poco en sucesivas relecturas empiezan a descifrarse.
 
Si bien no comparto el juicio estético de Solana, me doy cuenta que la comparación con Savonarola, que podría parecer exagerada, atina en muchos aspectos. Como Savonarola, Huerta es un “profeta desarmado” lleno de imprecaciones contra el mundo en que le ha tocado vivir. La corrupción, la estupidez ambiente, nuestra condición de “colonizados”, suscitan su cólera inflexible, y justifican que el poeta saque la espada y se dedique a dar estocadas a diestra y siniestra como si se tratara de alguien que ha perdido la razón. Pero no, digo mal, no ha perdido en absoluto la razón, al revés, su lucidez sin concesiones, la dureza de su mirada le permiten ver esa materia de escándalo que se ha vuelto cosa normal para la mayoría de todos nosotros, sumidos como estamos en las nieblas del conformismo y la banalidad. Por lo demás, la pasión crítica de Huerta es también una forma de amor. Ama y odia a la ciudad, de la que él se apropió como ninguno en sus versos. Amarla y odiarla son las dos caras de una misma pulsión ardiente que puede lindar peligrosamente con la diatriba pero que la supera por la fuerza misma de su imprecación, quiero decir, por su innegable calidad literaria. Cuando Solana piensa que Huerta es el Savonarola de nuestra poesía, seguramente recuerda (entre otros) estos versos dirigidos ni más ni menos que contra sus pretendidos hermanos de raza: los poetas. Así, al declararle su odio irrevocable a la Ciudad de México, Efraín Huerta no puede dejar de exclamar:
 
¡Por tus poetas, grandísima ciudad!, por ellos y su enfadosa categoría de descastados, por sus flojas virtudes de ocho sonetos diarios, por sus lamentos al crepúsculo y a la soledad interminable, por sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo o estatuas del sollozo, por su ritmo de asnos en busca de una flauta.
Gracias a este temple crítico —propio de una generación que se formó en la agitada época de Lázaro Cárdenas— y, habría que agregar, gracias también a sus convicciones socialistas de viejo cuño,  Huerta escribe algunas de las piezas imprescindibles de la historia reciente de nuestra poesía, entre las que se encuentran (para mi gusto) “Los ruidos del alba”, “La muchacha ebria”, “Declaración de odio”, “Avenida Juárez”, “Buenos días a Diana Cazadora”, “Barbas para desatar la lujuria”, “Manifiesto nalgaísta”, El Tajín, “Borrador para un testamento” y “Responso por un poeta descuartizado”. Aunque pienso que El Tajín se escribió teniendo como telón de fondo el magnífico “Himno entre ruinas” de Octavio Paz y las no menos apreciables “Alturas de Macchu Picchu” de Pablo Neruda, textos que de algún modo exhiben acentos esperanzadores, el poema de Huerta contrasta y sorprende por su rigor y por lo que podríamos llamar un nihilismo sin concesiones . Dejando de lado su estalinismo militante, y como si lo enterrara, Huerta trama una obra maestra dura e implacable como el cristal de roca. “No hay origen”, observa el poeta, y con esto nos coloca como lectores al borde del abismo: “Solo los anchos y labrados ojos/ y las columnas rotas y las plumas agónicas”. Como premonición de la tragedia de Tlatelolco y de todo lo que habría de venir, incluida la actualidad atroz desde la que escribo esta nota, el profeta Huerta señala sin titubear:
No hay un imperio, no hay un reino. Tan solo el caminar sobre su propia sombra, sobre el cadáver de uno mismo, al tiempo que el tiempo se suspende y una orquesta de fuego y aire herido irrumpe en esta casa de los muertos —y un ave solitaria y un puñal resucitan.
 
Unos van al Museo de Antropología e Historia a mirar la Coatlicue para entender a México; otros preferimos leer por enésima vez este poema de Huerta. Como acudimos de modo reiterado a ese documento único que se titula “Borrador para un testamento”. Dedicado a Octavio Paz, este texto es un testimonio generacional. Quien quiera saber qué cosa fue la generación de Taller, cuál era el temple de la época, cómo vivían sus días y sus noches hasta que llegaba el amanecer estos jóvenes de corazón en llamas, tendrá que acudir a este texto fundacional. Es uno de los poemas más intensos de nuestro siglo XX. Solo a partir de este poema puede entenderse lo que significa en México pertenecer a una generación poética. Quizá desde entonces no ha habido de verdad otra generación en nuestro país. O sea, un grupo de jóvenes amotinados capaz de generar un mundo, y de identificarse de corazón con ese mundo que generan con su actitud. Poner el mundo y transformar el mundo no son sino dos caras distintas de una misma vitalidad armada, subversiva, beligerante. Valdría la pena intentar un análisis verso por verso de este texto excepcional. Dejo la tarea pendiente y me limito a indicar que ni la generación del Ateneo de la Juventud (Vasconcelos, Caso, Reyes, Martín Luis Guzmán) ni la de Contemporáneos (Gorostiza, Villaurrutia, Torres Bodet, Ortiz de Montellano, Owen y Novo) cuentan con un documento de identidad de este calibre y naturaleza. “Borrador para un testamento” es ya un poema histórico al que tendremos que regresar cada vez que intentemos reconstruir el pulso de la generación de Taller.

Aproximaciones Efraín Huerta

14/Junio/2014
Laberinto
Raquel Huerta Nava

Efraín Huerta fue un polígrafo: tenía una cultura enciclopédica y una memoria privilegiada debido, sin duda, al ininterrumpido ejercicio del periodismo profesional desde 1936 hasta la última semana de enero de 1982, cuando una inesperada insuficiencia renal, que precedió a su muerte física, lo derrumbó literalmente (sufrió un corte en una oreja). La muerte llegó de prisa en forma de un paro cardiorrespiratorio en la madrugada del 3 de febrero.

Mi padre fue un hombre comprometido con su conciencia política y con la poesía. Todo lo demás, el periodismo, el ejercicio cotidiano de vivir, se deriva de esto:
Insisto: la poesía está por encima de mezquindades y de juegos retóricos. La poesía amorosa, erótica o como quiera llamársela —mientras sea poesía— no podrá jamás ser un lujo. Es una necesidad. Es parte de quien se sienta persona humana, hombre o mujer. (Aclaro: hay humanos que no son personas.) En el principio fue el Amor, y así sigue siendo.El escritor siempre está a la caza de nuevas formas de lenguaje, como el buen amante de nuevas formas de decirle —o no decirle, que es mejor— a la amante, que la ama.1
Su obra poética es el aspecto más conocido y estudiado de su escritura. Se considera que llevó la poesía mexicana a la modernidad creando espacios que no habían sido descubiertos. Efraín Huerta se consideraba “el orgullosamente marginado, el proscrito”. Fue un entusiasta militante del cardenismo, pero también criticó duramente sus errores y omisiones. Cuando los gobiernos posteriores olvidaron los postulados originales de la Revolución mexicana, Efraín Huerta no dudó en censurarlos. Y cuando estos gobiernos comenzaron a reprimir a los trabajadores, Huerta se convirtió en un duro crítico. Quedó así “marginado” de los puestos y prebendas que muchos de sus contemporáneos obtuvieron al paso de los años. Se opuso a las acciones represivas del gobierno, a las matanzas, a los abusos de todo tipo.
 
En la Escuela Nacional Preparatoria conoció a un grupo de jóvenes que cambiarían la historia de las letras nacionales. En el Grupo A–1 trató a Rafael Solana, Cristóbal Sáyago, Carlos Villamil Castillo, Enrique Ramos Valdés, Guillermo Olguín Hermida, Víctor Miguel Salinas Quinard, su hermana “La LChata” Adela María —una de las musas de Absoluto amor—, Waldo Vargas, Rodolfo Millán, Ignacio Carrillo Zalce...
 
En aquella atmósfera conoció también a Octavio Paz, Rafael López Malo, José Alvarado, Enrique Ramírez y Ramírez y Carmen Toscano, quienes editaban la revista Barandal y, más tarde, Cuadernos del Valle de México. En 1933 Octavio Paz (Luna silvestre) y Rafael Solana (Ladera) publicaron sus primeros libros. Rafael Solana fundó asimismo la revista Taller Poético, madre legítima de Taller. Absoluto amor, el primer libro de mi padre, apareció hasta 1935 y en ese momento supo que estaba “perdido para la abogacía pero ganado para algo que considero superior: la Poesía”.
El principal interés de Efraín en aquellos años era la política y consideraba que su participación en Taller era muy modesta: ocupaba su tiempo en la militancia activa y estudiaba marxismo bajo la guía intelectual de José Carlos Mariátegui. Su activa participación en la política durante los años del cardenismo marcó su vida y fijó, por decirlo así, sus ideales de lucha.
 
En 1943 inició profesionalmente su labor como crítico de cine en la sección “Polvo de Estrellas” del periódico Esto, con la que destacó notablemente. En 1946 fundó Pecime (Periodistas Cinematográficos de México). Jugó un papel protagónico en la llamada Época de Oro del cine nacional.
 
Desempeñó una importante tarea en defensa de la paz mundial, que lo llevó a conocer diversas capitales del mundo. Se apasionó por Varsovia, se enamoró de Praga, se dejó seducir por Ámsterdam y Moscú. Creía que The Cloisters (Los Claustros), subsede del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, era el lugar más bello del mundo.
 
Recibió, entre otras distinciones, las Palmas Académicas de la República de Francia, en 1949 —y no en 1945, como señalan algunas fuentes—; el Premio Xavier Villaurrutia en 1975; el Premio Nacional de Literatura, y el Nacional de Periodismo. Sobrevivió a siete operaciones en el Centro Médico Nacional y se consideraba muy afortunado. En sus últimos años solía repasar su vida, satisfecho de su familia, sus hijos, su poesía (Los hombres del alba fue su libro favorito) y su carrera periodística.
Chapultepec, 26 de mayo de 2014

1Entrevista de Ana María Longi, en El Sol de México, 1971.

domingo, 8 de junio de 2014

José Gorostiza y el nacimiento de Muerte sin fin

8/Junio/2014
Confabulario
Jorge Fernández Granados

Se suele comparar a José Gorostiza con Juan Rulfo. Ambos escribieron poco, lo hicieron con extraordinaria destreza, pero sobre todo, luego de sus respectivas obras maestras, ya no escribieron más. Si, de la misma manera en que Juan Rulfo cerró lo que se ha dado en llamar la novela de la Revolución mexicana, José Gorostiza hizo lo mismo con la etapa literaria de Contemporáneos, cabría preguntarse por qué se habla de cierres, qué perspectiva se inclina a ver a estos grandes autores como crepusculares.

La aparición de las obras maestras asombra; en algunos casos asusta. A los académicos les sirve como puntos de partida o de llegada. Pero las obras maestras, en realidad, sólo suceden: están ahí, como las otras menos magistrales, solitarias y dispersas como las estrellas en el cielo nocturno y ajenas a las constelaciones que nos empeñamos en trazar con ellas. Creo que nacen de un sinnúmero de minuciosas casualidades que, en realidad, tienen poco que ver con el mausoleo de la historia de la literatura.

El caso de Muerte sin fin es paradigmático. Como sus dos principales o más identificables precursores, el Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz y El cementerio marino de Paul Valéry, se trata de un poema metafísico total —o totalizante— de aquellos que rara vez se alcanzan más de una vez por siglo y cuya visionaria ambición se exige a sí misma una forma impecable. No es, por supuesto, la ambición lo que los encumbra sino esa estrella que los equilibra y que conjunta en dichas obras pensamiento, expresión y belleza. Es, en síntesis, esa suma feliz de grandezas y minucias lo que los asimila como admirables en cada lectura.

Pero, ¿cuál es el origen de las obras maestras? ¿Hay en ellas un destino o sólo la dorada cadena del azar? A este respecto, José Gorostiza cuenta así la anécdota que dio lugar, por lo menos en parte, al nacimiento de Muerte sin fin:

Yo era secretario particular del ministro, el general Eduardo Hay, que solía llegar a la oficina entre las diez y once de la mañana. Un día, a las nueve, sonó el teléfono de la red intersecretarial. Contesté y reconocí, inmediatamente, la voz del Presidente de la República, breve, seca, el general Lázaro Cárdenas:

—¿Está el señor ministro?

—No debe tardar, señor Presidente.

Cinco minutos después, volvió a llamar:

—¿Llegó ya el señor ministro?

—Señor, ya viene para acá. Hablé a su casa y me dijeron que ya había salido.

—Bueno, vuelvo a llamar.

Esperó quince minutos y volvió a llamar personalmente.

—No, señor, no ha llegado pero debe entrar aquí de un momento a otro.

Yo ya había caminado como león enjaulado. Estaba preocupadísimo.

—Dígale que habló el Presidente de la República y que deseo que todos los secretarios de Estado estén a las nueve de la mañana en su oficina.

Como yo no sabía cómo darle el recado al general Eduardo Hay escribí a máquina una tarjetita que dejé sobre su escritorio. Él la vio, se la metió al bolsillo y no me dijo una sola palabra. Unos días después lo comentó.

—¿Recuerda usted aquella tarjeta que dejó sobre mi escritorio? No fue cosa grave. Hablé con otros compañeros de Gabinete y a todos les ocurrió lo mismo. Parece que a quien trataba de hacerle llegar la insinuación era al ministro de la Defensa, Manuel Ávila Camacho.

—¡Ah!

—A propósito, ¿a qué horas entra usted?

—A las ocho.

—Bueno, quiero que a partir de mañana llegue usted a las siete, por lo que pudiera ofrecerse.

Resulté el de los platos rotos. Pero como a las siete de la mañana nada sucedía en la Secretaría de Relaciones Exteriores y estaba yo solo, en vez de mirar barrer a los mozos me puse a escribir Muerte sin fin y esto me obsesionó de tal modo que a pesar de que trabajaba yo hasta las diez, once de la noche, a las siete de la mañana estaba yo en mi mesa de trabajo y terminé el poema en seis meses.[1]

Claro que la anécdota cuenta sólo el incidente que propició la escritura de esta obra. Otra es la historia de su gestación y, una que aún se está escribiendo, la de su destino.

Sea como fuere, Muerte sin fin es un poema estremecedor. Estremece por su belleza y por lo que afirma. Se dice que hay hermetismo en él. A mí no me lo parece. Es coherente y clarísimo. Hay momentos, incluso, de entusiasmada reiteración en lo que sostiene. No es el lugar para hacer una exégesis más entre las numerosas que en ocasión del centenario de su autor se han escrito y publicado. Baste decir que este poema es una amplia meditación escrita con un talento, un oído y un rigor extraordinarios en donde cada verso es de una factura impecable y el conjunto, una suma majestuosa tanto de inteligencia como de gracia. Pero mi interés recae sobre todo en lo que afirma este gran poema. Para mí el centro de su poder y de —si es que lo hay— su enigma es justamente lo que dice con toda claridad.

Las dualidades en Muerte sin fin son evidentes. El agua y el vaso, la forma y la materia, la inteligencia y la inconsciencia, la palabra y el silencio, Dios y el Diablo. A partir de estas dualidades la meditación de Gorostiza se desarrolla. Cabe decir que se trata de una verdadera meditación, es decir, un descubrimiento llevado a cabo en el interior de él mismo por su propia conciencia. A lo largo del poema las dualidades se invierten en su valor: lo que parece negativo es en realidad lo positivo. No es la forma sino la materia, no es la palabra sino el silencio, no es el ser sino la nada lo que, por decirlo así, triunfa al cabo. El giro de tuerca nos estremece conforme avanza el poema y llegamos al sorprendente final exhaustos, pero no de fatiga sino de conciencia.

Este ensayo forma parte del libro El fuego que camina, de próxima publicación en la Dirección de Publicaciones de Conaculta.

La vida de Gerardo Deniz

8/Junio/2014
Jornada Semanal
José María Espinasa

Mil olvidos y dos recuerdos
me bastan para armarla

G.D.
Fui reacio al uso de los diccionarios en mi adolescencia y primeros años de juventud. No los consultaba por una razón que de tan obvia me parecía suficiente: para qué hacerlo si yo entendía la palabra y la frase (así la entendiera mal, pues en ese momento entender no llevaba calificativo alguno). Incluso después llegué a argumentar que el entendimiento de su uso, fuera oral o escrito, perdía capacidad expresiva al contaminarse de definiciones. Me parecía que el lenguaje, en especial su léxico, había que reinventarlo a cada momento. Tardé unos años en darme cuenta de que esa era la fuente de mucha verborrea y que los lexicones ofrecían un tesoro de lectura. Eso no quiere decir que me aficionara a consultar diccionarios. Lo hago poco y casi siempre para consultar dudas ortográficas, no tanto para precisar significados. Que las palabras cifran una historia de sí mismas es algo evidente, lo es menos que esa condición de cifra se vuelva algo fascinantemente literario.
Así que me aficioné a leer diccionarios, no a consultarlos. Es decir, a leerlos como se lee una novela. Y para eso fue muy importante la lectura de la poesía de Gerardo Deniz. No porque al leerla se requiera información sobre las palabras que usa –yo al menos recomiendo no hacerlo, pues se tendría que estar interrumpiendo la lectura una y otra vez, y su condición de cifra no es la del diccionario sin la del que ha vivido con y para las palabras. Los textos de este autor son, si se los mira bien, poesía cotidiana, de la existencia. Lo que es bastante raro es esa existencia, la de un autor anómalo, mejor dicho: la de una persona, que no busca las generalizaciones. Pongamos un ejemplo alevoso, los Poemas de la oficina, de Mario Benedetti. Ya sabemos que esos poemas que buscan ser de todos terminan por ser literalmente de nadie, son como la estadística, puras abstracciones. Mientras que las abstracciones de Deniz suelen ser muy concretas.
Recuerdo, por ejemplo, cuando evocaba el poeta las varias veces que fue al cine a ver Fantasía, de Walt Disney para escuchar la música de Stravinsky. El acto físico de ver un filme no coincidía con el hecho sensorial de oír la música. Hay que recordar, además, que Disney se tomó todas las libertades que quiso con la música del compositor ruso. Y ésta sobrevivió, o sobrevivía el oído de Deniz. No creo que necesite explicar que ese desfase es justamente lo que llamamos condición sentimental de la vida. Así, si el diccionario es un género literario, entonces hay también subgéneros y estilos. Estarán de acuerdo en que no es lo mismo leer el María Moliner que el Larousse, ni un diccionario de mexicanismos que un diccionario de la lengua ozeta. Aunque, hay que decirlo, hay lectores para todo.
Por ejemplo, en una época en que mi mujer manejaba una librería le llevaron un diccionario árabe-español y se lo presentaron como un esfuerzo filológico muy grande de un aficionado al idioma de Alá, cuya edición el propio autor había financiado. Muchos diccionarios, le dije yo, son fruto de un trabajo desinteresado y lejano de la academia, pensando en lo hecho por María Moliner, pero –agregué– lo que veo como gran problema es que no tenga la parte de español-árabe. Y dictaminé contundente: No se va vender ni uno. Como a ella el asunto le cayó en gracia, tomó algunos ejemplares a consignación y ante mi sorpresa, si no resultó un bestseller, los veinte ejemplares que recibió se vendieron en un par de meses. Y yo compré uno que veía una y otra vez como un libro de imágenes, pues mi conocimiento sobre la escritura arábiga es menos que nulo.
Tal vez exagero si digo que a la poesía de Deniz la leo como a ese diccionario árabe-español, pero la exageración indica una manera de leerla distinta, no por lo que dice o deja de decir, sino por la forma en que lo dice. Y esa manera de leer es la más emotiva y sentimental posible, no es para nada formalista. Aquí podría abrirse una larga descripción de mi lectura de Adrede, el primer libro de Deniz, que me llegué a saber de memoria antes de que pudiera decir que lo entendía, por una razón típicamente freudiana: me lo había regalado mi padre cuando, a los catorce o quince años, le dije que quería ser poeta, tal vez con la idea de curarme de tal intención. En una cultura como la mexicana, marcada a fuego blanco por la ausencia de padre, lo que esa ausencia dice es para el huérfano ley divina. Y si eso era la poesía yo escribiría así. Pronto descubrí que era más fácil hacer sonetos a lo divino perfectamente rimados. Pero no me iré por los vericuetos biográficos,y vuelvo a los diccionarios.
Gracias a Deniz empecé a leer diccionarios, si no con sumo provecho si con enorme pasión, similar a la que me había poseído con las novelas policíacas. Y las conversaciones con amigos eran de la misma índole. “¿Ya leíste el diccionario de Seco? “Sí, es una mierda. En cambio acabo de terminar uno de términos de ingeniería naval que es una maravilla.” Pensarán que me fui quedando sin amigos. Pues no, la tertulia se hizo más nutrida y las discusiones empecinadas. Un día que le di a leer a un asiduo comensal un ensayo sobre la idea del tiempo en Joyce y en el diccionario de autoridades mi amigo me dejó de hablar varios meses, pero no dejó de asistir a las reuniones en una cantina del Centro.
Ahora, recientemente, llega a mis manos un ejemplar, el número 156, de la revista Crítica, de la Universidad Autónoma de Puebla, una de las mejores revistas literarias de México. Y allí un garbanzo de a libra de Gerardo Deniz, “Patria”, poema extraordinario, más extraordinario aún cuando, a la tremenda intransigencia del poeta contra cualquier regusto a cursilería poética, suma una transparencia absoluta. Están todos los rasgos de su estilo: juegos de palabras e ironía, referencias personales y paródicas de sí mismo y, desde luego, de otros. Episodios biográficos vistos con increíble crueldad pero sin perder ternura. Y, además, transparente, comprensible como una rima becqueriana. Pero no sería suficiente para traerlo a colaboración en estas líneas si no fuera porque además es un poema no sólo alegre sino feliz.
Los versos finales dicen. “Escribí por ahí que mi infancia no fue feliz, pero sí interesante./ Ahora entiendo que así fue toda mi vida.” Y sin embargo, qué mayor felicidad que el interés cuando nada tiene que ver con Milton Friedman.

La tetralogía de Eraclio Zepeda

8/Junio/2014
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

En diciembre de 2013 el FCE publicó Viento del siglo, la última novela de la tetralogía de Eraclio Zepeda, la cual es a la vez la saga familiar y una saga histórica chiapaneca, y por extensión, hemos dicho antes, una parte no contada de la historia nacional. Las anteriores novelas de la saga son Las grandes lluvias (2006), Tocar el fuego (2007) y Sobre esta tierra (2012). Desde cuando Zepeda fungía en París como embajador de México en la UNESCO, en 2000, tuve en las manos el manuscrito de la primera versión de Las grandes lluvias. Zepeda ya tenía pensados hasta los títulos y sabía que la tetralogía abarcaría un siglo.
Lo más natural sería que en Chiapas las cuatro novelas fueran libros de texto en preparatoria y en la carrera de letras en la universidad. Los jóvenes y  adolescentes, desde la mirada de un siglo –de la década de los treinta del siglo XIX a la década de los treinta del siglo XX–, podrían aprender de su estado: geografía, trazos de recuperaciones urbanas, la compleja naturaleza, costumbres de épocas, las fiestas populares, los bailes de sociedad, la vida de las familias bien, la situación de los indígenas, y claro, ante todo, los hechos políticos, que ahora ya, mucho tiempo después, se han vuelto historia. Más allá de que los liberales tuvieran en algunos períodos el poder, se percibe que la aislada Chiapas era una provincia conservadora, y en algunos aspectos ultraconservadora.
Cuando leemos las novelas, sin hacerlo explícito, Zepeda nos obliga a preguntarnos cómo Chiapas, en su aislamiento, al menos hasta el fin de la Revolución armada, no se convirtió en república independiente. Por ejemplo, Zepeda nos recuerda aquí algo que nos causa estupor: hasta Álvaro Obregón ningún candidato presidencial hizo campaña en Chiapas y Lázaro Cárdenas fue el primer presidente que visitó lugares del estado donde políticos nacionales nunca pisaron o no los habían visto ni en fotografía.
Sin duda, los pasajes que leemos con más interés en Viento del siglo son aquellos de momentos relevantes en los cuales se relacionan de manera directa o indirecta la política nacional con la política chiapaneca: la Revolución, donde encontramos al ejército carrancista luchando contra el ejército “mapache”, es decir, el ejército encabezado ante todo por los terratenientes chiapanecos, quienes con sus peonadas defendían sus fincas con valentía y correcta ignorancia militar; la rebelión delahuertista en 1923 (que pasó casi de noche por el estado); los iniciales intentos de organización obrera y de la lucha abierta de mujeres por sus derechos; las vejaciones y atrocidades de los ricos, principalmente sancristobalenses, contra los indígenas; la campaña de Francisco Serrano contra la reelección de Álvaro Obregón, que provoca la matanza de Huitzilac el 3 de octubre de 1927, ordenada por Calles y Obregón, donde son asesinados catorce hombres, serranistas y no, entre ellos Carlos Vidal, gobernador de Chiapas, con sus funestas consecuencias en el estado; el asesinato de Obregón a manos de José León Toral, el 17 de julio de 1928; las costosas e inútiles persecuciones contra la iglesia en Tabasco y Chiapas, que tienen un momento negativamente clave con la quema de iconos y objetos católicos en el cerro de El Divisadero; el relampagueante paso por la Presidencia de la República de Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez, y los primeros años como mandatario de Lázaro Cárdenas, nuestro gran presidente del siglo XX. En las páginas de la novela hallamos cosas de todos los días en el México de entonces, las cuales en gran medida perviven ahora: el abuso del poder y las vendettas de los políticos, las crueles desigualdades sociales y el gravísimo problema de la tierra, el hambre secular de campesinos e indígenas y la voraz corrupción de los poderosos que se apropian a través de artimañas legales de lo que no les pertenece, y los bienes y el dinero los heredan sus familias por generaciones…
Como se dijo mucho en la mitad del siglo pasado, la novela es un cajón donde puede caber de todo; Zepeda lo hizo en su tetralogía. En esta última, Viento del siglo, Zepeda no olvida asimismo sus oficios de gran cuentista y de gran cuentero, y crea, además de la historia personal del personaje principal (Ezequiel Urbina), múltiples personajes y múltiples historias pequeñas, que aparecen breve y fugazmente. Creo que sobran en la novela, no sólo por extensos, sino por no venir al caso, las reproducciones de una letrilla satírica del viejo coronel Urbina y un relato antiguo del joven capitán Urbina.
Entre los pasajes que se leen con más interés está aquel que narra cuando, sentenciado a muerte por ser fiel al serranista gobernador Carlos Vidal, Ezequiel Urbina debe escapar con un amigo, Augusto Rébora, primero a Ocosingo y luego a la selva, donde se refugia en una finca de un antagonista político pero hombre leal, donde se entera de la matanza de diputados locales vida-listas-serranistas, es decir, de no huir, el propio Urbina habría sido fusilado. Emprende luego la fuga hacia Guatemala, llega a la frontera (Nentón), donde logra inmediato asilo por orden presidencial, pasa por Zacaleu, donde organiza mínimamente el caótico y primitivo cuerpo policíaco, y llega al fin a la ciudad de Guatemala, donde viven una hermana (Luchi) y su esposo (Carlos Rabasa). Pasajes deleitosos son también, cuando en esa ciudad –páginas dignas de la picaresca latinoamericana– Urbina actúa de mudo por semanas con una familia bien, y otra vez, cuando con un primo, autobautizándose como El Matador Azteca, estafa en El Salvador a los pobladores por torear sin tomar –nunca tomó– muleta, capote, banderillas y espada. Podrían añadirse quizás unos párrafos de índole tristemente dramática por la intolerancia política que no cabe hacia ninguna religión: cuando el capitán Urbina asiste como autoridad a la quema de iconos y objetos católicos en el cerro El Divisadero, y no puede o no quiere hacer nada, volviéndose cómplice.
Al terminar Viento del siglo, como en las anteriores novelas de la saga, sentimos, gracias a Eraclio Zepeda, que sabemos un trozo más de la historia del pueblo chiapaneco, una historia de la que por lo general se sabe muy poco fuera del propio estado, una historia que Zepeda ha sentido siempre entrañablemente suya y la vuelve, al novelarla, entrañablemente nuestra.

sábado, 7 de junio de 2014

Los agentes literarios y Dios

7/Junio/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Carmen Balcells, alias “Mamá Grande” y Andrew Wylie, alias “El Chacal”, decidieron formar una “superagencia” literaria. Ambos representarán a muchos pesos pesados de la literatura en español e inglés.

En su superagencia representarán desde Shakespeare hasta el Boom y desde una larga lista de premios Nobel hasta una fila de probables esperanzados. 

Recuerdo un verso de Jack Kerouac: “The Lord is my Agent” (“El Señor es mi agente”). 

Kerouac era un tipo genuino, cuyo corazón fue roto por una botella y Estados Unidos. Pero también era un soberbio, ¡nada menos que dejar su carrera en manos de Dios! Sin embargo, un día en una entrevista suya supe que Kerouac no tenía a Dios como agente sino a un gringo que cobraba 10 por ciento. 

No digo que Kerouac haya sido un farsante. Kerouac es quizá el escritor norteamericano más valioso después de Whitman. Pero Kerouac se volvió un alcohólico insalvable y requirió de un agente.

La conclusión fácil, entonces, sería que los agentes son necesarios o, al menos, coyunturales. Pero eso no desmiente que un escritor que requiere agente tiene miedo, American Dream o éxito.
Los agentes literarios hoy son las conexiones entre el capitalismo y la literatura. Pero casi siempre convierten al escritor en una marca.

La literatura es la defensa de la palabra en un lugar aparte. Hace diez años, Internet aún era ese lugar aparte. Ya no lo es. El mercado crece.

Los escritores deseamos perdurar y los agentes literarios son la encarnación del temor de los escritores.

Muchos escritores piensan que tener un agente da prestigio o futuro. Pero un agente casi siempre es mera respiración artificial.

Si Dios existiera sería el agente de los grandes escritores y no serían necesarios Balcells o Wylie.

Pero Dios probablemente no existe y la mayoría de los lectores, escritores, críticos y editores hoy son incapaces de distinguir entre un Borges y lo que quedó de Vargas Llosa, por lo tanto, “Mamá Grande” y “El Chacal” son útiles para mercadear y simular jerarquías.

Los agentes literarios existen porque el mercado no tiene criterios literarios. Ya casi nadie los tiene, comenzando por los escritores.

Debido a esta generalizada ignorancia del arte, existen lectores que no saben distinguir entre Coelho y Heidegger. Requieren que la contraportada diga qué deben sentir o pensar al leer ese producto, pero a veces no quieren leer la contraportada o entran a las librerías distraídos. Entonces, hay que ponerlo en un cintillo llamativo. O en Facebook.

Los agentes literarios son uno de los síntomas de una pérdida creciente de la capacidad de las sociedades posmodernas de distinguir cuáles son los buenos libros y los buenos escritores. 

Falta olfato y, sobre todo, falta arte. Por eso los agentes literarios son una fiebre que parece importante.