lunes, 12 de mayo de 2014

El día que se detuvieron los relojes

Mayo/2014
Nexos
María Luisa Mendoza 

El día en que supimos que Gabriel García Márquez era Premio Nobel se detuvieron los relojes. Mi primer Premio Nobel conocido en la Edad de la Razón, cuando mi mundo labrábase joven y solamente él matrimoniado. México existía unívoco en nosotros sin admitir a nadie más. Aún no entendía adentro, en el alma, lo que entrañaba el ser colombiano, porque todo estaba acoquinado en mi mundo pequeño, familiar y literario: es decir que Gabo nos lo reveló trayendo su trópico caribeño al leerlo. Yo luchaba por la potestad de la letra escrita, y así Gabo significaba “el que escribe”, sin que esto lo comprobara todavía en la incandescente belleza que me estaba reservada. Cuando leí Cien años de soledad el “tiempo en sí se expandió como un sol”, se sacramentaron los árboles, volaron las catedrales y fueron abriéndose con alborozo las alacenas cantarinas. Vivir con García Márquez se trocó en admiración natural, el misterio común del parentesco. Cada libro me encendía más, el fuego quema igual  que si es en la cuchara de alcohol o en la selva; la herida macondiana se convirtió en mi segunda piel de por sí hoguera, rumbo a la mañana en que recibí la noticia del Premio Nobel.
“¡Gabo Premio Nobel!” me dijo contundente y seca, solitaria de un coro griego que anuncia lo que siempre supo esa especia implacable y observante en el atalaya que es mi hermana Chaneca Maldonado. Serían las siete de los amaneceres, el reloj se paró y empezó a iluminarse la alborada cegadoramente. Salí pitando en mi auto al “Pedregal” para atestiguar lo insólito, lo nunca visto, lo milagroso, la mitad final del eclipse, la aurora boreal. El portón estaba abierto y tras las puertas acristaladas de la sala pude distinguir en el jardín a Gabo hablando a micrófonos y cámaras de la televisión británica que sigilosas eran arrastradas hacia atrás por sus manejadores como amenazados por el entrevistado. Me colé al salón blanquísimo a esa hora, bergamiano, donde parecían petrificados Gaba la esposa, su hijo Gonzalo el hermoso (Rodrigo filmaba una película en el extranjero), María Luisa Ellio, a quien se le dedicó Cien años de soledad, y Chane. La entrevista para la televisión inglesa tardó lo suficiente para calmar mi corazón atolondrado y mis resuellos, y entró la comitiva, reculando a donde nos encontrábamos. Dijo el Nobel: “hasta aquí está la raya, en adelante es mi vida privada”, señalándonos.
Me hubiera encantado aparecer en Londres en la tele, pero ni modo.
De alguna manera, no sé cómo se diluyó la multitud y la casa entera, cuarto por cuarto, se iba llenando incesantemente, lenta e inexorable, de rosas amarillas, un enorme y fragante jardín de rosas amarillas nos invadió. Gabo, que no vestía de overol como lo hace en la intimidad, sino con el saco inglés de cuadros, esfumóse a hablar con el presidente de la República quien lo convocaba; no sé tampoco por qué me quedé yo sola con una sirvienta en aquel huerto amarillo donde los teléfonos resonaban implacables en la fiebre de lo sobrenatural. Como no había nadie más me vi investida de contestadora y durante horas enteras respondí a las llamadas imperiosas de periodistas del mundo entero. Hablaba el New York Times, el Times, de Londres. Le Monde parisino, y estoy segura que el Combat de Camus; querían entrevistar al escritor a fuerza desde Tokio y Pekín; oí la canturreante voz de un colega del Journal do Brasil, las indulgencias del Observatore Romano; respondí en mi inglés lastimoso a Katty Jurado: “He is no here”; la insistencia tormentosa no amainaba desde la Unión Soviética, Australia, Canadá, Portugal, donde casi nadie se muere; y en el momento en que se trataba de hablar en español las cosas se complicaban, máxime si era colombiano el periodista, pues varonil indagaba no sólo del Premio sino quién era yo, qué había escrito y si estaba casada. Nunca he sido a tal grado protagonista del quehacer peridístico que es el mío como en esa alada ocasión que me conmocionó, y despeinada, desabotonada, enardecida traté de aclarar la ausencia Gabiana y llenar de rosas amarillas las notas de color de mis compañeros. Por supuesto que me cité en un bar de Aracataca con un enamorado corresponsal de la amurallada Cartagena de Indias.
Dejé la casa con los teléfonos bloqueados, derrumbándose de canastas floreadas, aquello volvióse una ionesquiana obra abrumadora que se apoderó de inverosímiles espacios. En esos momentos volaba de Colombia a México en un avión indiferente a las sacudidas terráqueas, el gran pintor Alejandro Obregón invitado por los García Márquez a pasar una temporada con ellos, y cuando llegó a la casa ya anochecida, el zaguán absurdamente de puertas sin cerrar, tuvo un aterrador golpe interno al imaginarse que alguien había muerto.
Recuerdo que en la madrugada  —así está en mi memoria— hubo un fiestón enloquecedor: todos sentados a la mesa de la casa de Álvaro Mutis donde apenas levantábamos la voz como si estuviéramos en un sueño increíble; sobresalía sensual y revivida La cándida Eréndira sin su desalmada abuela, y la pienso en apenas un camisoncillo; bebíamos en cámara lenta hasta que todo comenzó de nuevo rompiéndose el embrujo al entrar Obregón cargando en los brazos a Juan García Ponce y gritando como Mutis a voz en cuello de felicidad que lo embargaba. Y entonces, en ese instante, los relojes volvieron a caminar llenos de campanas.
México D.F., enero de 1992

Tomado de Gabriel García Márquez. Testimonios sobre su vida. Ensayos sobre su obra (selección y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda), Siglo del Hombre Editores Ltda, Colombia, 1992.

Dos palabras sobre Gabo

Mayo/2014
Nexos
Jorge Amado 

Si un escritor nace sin el don de escribir de nada le valdrá esforzarse. El aspirante a escritor no llegará a ninguna parte y morirá ahogado en las aguas de las tentativas. Porque la grandeza de la obra de creación literaria depende de la manera como el escritor la realiza, de la manera en que consigue que esté a la altura de su vocación. Exige un trabajo arduo y serio, una aplicación continua y, ante todo, el conocimiento de la vida, la familiaridad con su tierra y con su gente, en fin, estar al lado del pueblo. Así acontece con Gabriel García Márquez.
Leo a Gabriel García Márquez desde hace mucho tiempo. Olvidé si fui yo quien dio a leer Cien años de soledad a Glauber Rocha o si fue el cineasta brasilero, uno de los grandes de nuestro tiempo, quien llamó mi atención sobre el libro del colombiano. Desde entonces soy un lector cautivo, incondicional. Gabo escribió dos de las novelas más importantes de la ficción contemporánea: Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera.
Lo conocí personalmente hace más de veinte años, en 1970, en un encuentro de escritores latinoamericanos organizado por la feria del libro de Frankfurt, encuentro en el cual profesores y estudiosos alemanes de la literatura de nuestros países demostraron conocimiento, capacidad real e interés, mientras que casi todos los invitados latinoamericanos exhibieron vanidad y pretensión. Todavía recuerdo la indignación de Adonías Filho —desconocedor de esos tristes hábitos en la pugna feroz por un lugar sobresaliente en el mapa literario internacional— al asistir a la competencia de galardones y glorias alardeados por los candidatos a traducciones y ediciones en alemán. Adonías quedó avergonzado: “Yo no vine aquí para eso”, le dijo a Eduardo Portella, otro de los brasileros. El tercero era yo,  y los tres éramos cuerpos extraños  en la algarabía hispanoamericana de los colegas.
Me llamó la atención la discreción de García Márquez, que en un extremo de la mesa se reía de la feria de las vanidades. Nos volvimos amigos en aquella ocasión teutónica, y a la admiración del lector se añadió el aprecio del ciudadano. Aprecio que resulta de la forma ejemplar como Gabo cumple con su misión de escritor: literatura de la más alta calidad puesta al servicio de los intereses, la lucha, la esperanza y la pasión del pueblo de Colombia.
Diciembre de 1991

Versión de Álvaro Rodríguez Torres.
Tomado de Gabriel García Márquez. Testimonios sobre su vida. Ensayos sobre su obra (selección y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda), Siglo del Hombre Editores Ltda, Colombia, 1992.

El parto del general

Mayo/2014
Nexos
Álvaro Mutis 

En 1963 comencé a trabajar en una novela sobre los últimos días de Bolívar, a quien le hacía encontrarse con un coronel imaginario de los lanceros poloneses. Su diálogo me permitía mostrar  la decadencia física y política del Libertador, mediante el recuerdo nostálgico de sus brillantes años europeos. En París él había sido un dandy, y no tenía más que una idea: regresar a Francia. Creo que bajando por el Magdalena hacia el puerto marítimo donde debía embarcarse, pudo advertir el desastre que dejaba como herencia y murió a causa de ello; murió de repugnancia y desesperación.
Sin embargo, abandoné el proyecto al darme cuenta de la enorme documentación que debía consultar. Uno puede inventar o reinventar todo cuando escribe de Bizancio. No sobre el general Bolívar, que dejó cuarenta y dos mil cartas y de quien no se ignora nada. Yo no tenía ni la paciencia ni la formación  y menos aún la vocación para emprender largos años de búsqueda. Por eso, para evitar la funesta maceración de  los remordimientos, quemé toda  aquella obra negra con la excepción  de unas quince páginas. Ellas forman un cuento que publiqué hace tiempo bajo el título de El último rostro.
“La haré yo”
Un día hace tres años, Gabriel García Márquez viene a verme a la casa. él y yo nos visitamos con frecuencia: en México vivimos a tres minutos el uno del otro y nos une, desde hace cuarenta años, una amistad sin sombras. Aquella mañana Gabo no se tomó ni el tiempo de servirse algo. Simplemente venía a preguntarme: “Álvaro, ¿te acuerdas de esa novela que escribías sobre el final de Bolívar y de la cual publicaste un fragmento?”. Le contesté que la había quemado. “Pero, ¿por qué?”. Le repuse que había renunciado ante la abundancia del material. Con su talante directo, muy cortante, me anunció entonces: “Pues bien, yo la voy a hacer”. Le respondí que me parecía bien, que le cedía voluntariamente la idea y con ella todos los libros que poseía sobre el asunto en mi biblioteca.
Los tomó de inmediato. Todavía lo veo embutir los quince tomos en la bodega de su BMW que no se había tomado la molestia, contrariamente a su costumbre, de poner a la sombra en mi garaje. Al momento de partir me dijo: “Ya sabrás de mí”. No se había demorado más de un cuarto de hora.
Gabo me dedicó El general en su laberinto. La edición en francés lleva una dedicatoria “Para Álvaro Mutis”, que remite al prefacio explicativo de Gabo. La edición original es más explícita. Ahí se precisa: “Para Álvaro Mutis, que me regaló la idea de escribir este libro”.
En realidad, de ninguna forma se trata de un regalo que yo le haya hecho. Su misiva es muy generosa: yo no le regalé nada, pues él tenía otra idea de Simón Bolívar, muy diferente a la mía.
Él ve en el Libertador a un hombre sagaz, lo que desgraciadamente no era; a un hombre capaz de cálculos políticos cuando se comportó sobre todo como un niño consentido: en fin, a un conductor de hombres dotado de una madurez que jamás poseyó, en un continente donde la madurez ha brillado siempre por su ausencia. En política resulta fundamental escogerse bien los enemigos y mantenerlos, a toda costa, en la adversidad, cosa que Bolívar no hizo jamás por un constante deseo de grandeza poco sutil.
Niño consentido
En resumen, Bolívar pertenece al personaje de tipo romántico, como Byron y Chateaubriand. Vuestro querido vizconde era un pésimo político, y nuestro hidalgo de las colonias fracasó por las mismas razones, es decir, debido a una equivocada elección del entorno y a una especie de amarga lucidez, donde su soledad pudo deleitarse, pero que  le impidió realizar su gran diseño de  un continente jamás reunido. De hecho, como general, Bolívar perdió todas las batallas en las que se hallaba comprometido: la única que ganó, en Boyacá, ¡no dejó ni una sola víctima!
Tuve rápidamente la sensación, para no decir la certeza, de que la novela de Gabo sería mal comprendida tanto en los países bolivarianos como en los europeos. Al presentar un hombre de carne y hueso, roído por la fiebre y las dudas, él desmitificó al intocable, al padre emblemático de América Latina.
Por otra parte, en Francia y en Europa, esta América no cuenta para nada: la época del realismo mágico, tal como la han ilustrado Borges, Carpentier, Asturias, el mismo Vargas Llosa, está muerta. Hay que comprender que para nosotros Bolívar está presente todavía en la guerrilla que libramos aquí y allá. ¿Cuándo será que esos héroes de teatro aceptarán desencantarse?
Abuelo anarquista
La lectura del manuscrito de Gabo me reafirmó en mis inquietudes, aun si El general en su laberinto ocupa un lugar en una obra inmensa dentro de la cual, desde el punto de vista literario, este libro no desmerece.
Pero yo heredé de mis ancestros el anarquismo antibolivariano que me caracteriza. Mi bisabuelo tuvo el honor de recibir en su casa a Bolívar. El general se dirigía a la Convención Política de Ocaña y en el camino hizo un alto para pasar la noche de la hacienda de Domingo Mutis. En la casa había un retrato del Libertador que a éste se le ocurrió voltear. En el dorso había dos versos escritos a mano por el dueño del lugar. “Pues, amigo Mutis, yo no sabía que usted era poeta”, comentó Bolívar. Los dos versos decían: “Este santo y Napoleón no son de mi devoción”.

Tomado de Gabriel García Márquez. Testimonios sobre su vida. Ensayos sobre su obra (selección y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda), Siglo del Hombre Editores Ltda, Colombia, 1992.

Deme. Yo sé escribir

Mayo/2014
Nexos
José Donoso 

Los años que van pasando separan y unen a la vez. Hace dos décadas que no veo a Gabriel García Márquez y a Mercedes, y sin embargo puedo decir que el recuerdo de cómo y qué éramos entonces —saliendo a comprar Le Monde en una esquina de Sarriá por ejemplo, o acompañándome a efectuar mi difícil transición del disco de música clásica al cassette de lo mismo— es quizás mucho más vivo, mucho más intenso que los lazos reales que entonces nos unían.
Con el propósito de celebrar el Año Nuevo con una cena en casa de los García Márquez, mi mujer, mi hija y yo llegamos cargando los frutos de nuestra tierra española, aceite de oliva manufacturado en el pueblo donde entonces vivíamos, vinos domésticos de altísima gradación, variados embutidos caseros. Mercedes y Gabriel nos esperaban con Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa con sus mujeres e hijos, y seguramente también con el clásico pavo. Celebrábamos la Noche Vieja con esta reunión amistosa que entonces no era sólo posible sino ejemplar, necesaria.
Los días que siguieron continuaron congregándonos: cenas en casa de  algunos escritores catalanes, paseos  por un invierno góticamente nevado  en los barrios de Barcelona, fiestas en bares y restaurantes.
Un día nos citamos para comer juntos en el restaurante catalán Font Dels Oceillets, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Carlos Franchi, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y este escriba, junto con nuestras respectivas mujeres. Nos sentamos alrededor de una de esas toscas mesas iguales a las que había en el pueblo, fragante de peces en adobo, olivas en vinagre y ajo, y quesos surtidos. Los que se sentían expertos pidieron  el vino. El dueño, un catalán fortachón  y prepotente, con un colmillo de  oro y el alma comprometida con su caja recaudadora, sirvió el vino y colocó ante nosotros unas hojitas de papel impreso donde era necesario que cada uno de los comensales escribiera el nombre del plato que quería. Con el vino, la conversación se hizo bulliciosa porque en ese tiempo se discutía “el caso Padilla”, y nos olvidamos de los papelitos del patrón. Pasaron los minutos y no nos dimos cuenta de que él nos estaba rondando como fiera hambrienta… los cuartos de hora… la media… hasta que por fin no pudo más y acercándose a la mesa rodeada de escritores con sus parejas, preguntó:
—¿Qué no hay nadie que sepa escribir…?
Fue como un tajo que cortó la conversación. Se produjo el silencio. Las miradas perplejas de los escritores buscaron los ojos de sus cónyuges para que ellas explicaran, remediaran, pusieran las cosas en orden. Tímidamente, alguna mano se acercó a las hojitas de papel. Entonces Mercedes García Márquez dijo:
—Yo sé escribir.
Recuerdo que la mirada de García Márquez se serenó después del segundo de perplejidad y la conversación volvió a agolparse después del tajo que la había cortado. Mercedes le fue preguntando a cada uno qué iba a comer y fue anotándolo. Cuando llegó a su marido le preguntó:
—¿Y tú, Gabito qué quieres comer…?
Enero, 1992

Tomado de Gabriel García Márquez. Testimonios sobre su vida. Ensayos sobre su obra (selección y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda), Siglo del Hombre Editores Ltda, Colombia, 1992. 

Biografía compartida

Mayo/2014
Nexos
Carlos Fuentes

Por primera vez, supe de Gabriel por Álvaro Mutis, quien en los años cincuenta me regaló un ejemplar de La hojarasca. “Esto es lo mejor que ha salido”, me dijo, sin preciar, sabiamente, tiempo y espacio.
Yo dirigía, entonces, con Emmanuel Carballo, la Revista Mexicana de Literatura y en ella publiqué textos  —grandes textos— del admirado pero ausente García Márquez: “Los funerales de la Mamá Grande”, “Monólogo de Isabel…”.
Regresé en 1963 de un viaje a Europa y Gabriel ya estaba en México. Nos presentó Berta Maldonado y  el flechazo fue instantáneo. La simpatía, la gracia y la sabiduría inmediatas de la presencia de Gabriel en el mundo se fueron multiplicando en el descubrimiento de intereses comunes, filias y fobias, visiones y versiones, lugares públicos y rostros privados, hasta cumplir treinta años de amistad que, como lo ha dicho él, constituye también una biografía compartida en la cual los capítulos suyos y los míos casi pueden barajarse, intercambiarse y confundirse bajo títulos tan sugerentes como Perdidos en Churubusco, La Primavera de Praga, El extraño caso de las visas negadas, La balada de las damas de los tiempos pasados, Mil domingos en San Ángel, Un corrido a dos voces o A punto de morir en el sauna.
Se nos han extraviado, en este cambalache cordial, personajes y textos. Un cierto coronel Gavilán que se me perdió en La muerte de Artemio Cruz reapareció nuevecito en Cien años de soledad, y un cálculo desteñido y atado con cintas tricolores de El general en su laberinto aparece, escrito 1821, en La campaña.
Cuando en 1965 recibí y leí en París las primeras cuartillas de Cien años de soledad me senté sin pensarlo dos veces a escribir lo que sentí: acababa de leer la Biblia latinoamericana; saludaba, además el genio conmovedor y cálido de uno de mis más queridos amigos.
Y recordaba por si fuera poco, un célebre dicho de Gabriel un día que rodábamos juntos de Cuernavaca a Acapulco: todos estamos escribiendo la misma novelota latinoamericana con un capítulo colombiano mío, un capítulo mexicano tuyo, el argentino de Julio Cortázar, el chileno de Pepe Donoso, el cubano de Alejo Carpentier…
Porque este es el punto: Gabriel ha sido acompañado a lo largo de su vida por el cariño de sus cuates. Todos hemos celebrado sus inmensos triunfos como éxitos propios; todos le hemos dado aplausos públicos que, como él dice, “ojalá fueran votos”. “La vida sería distinta”, y lo es. El aplauso privado que le tributamos es más permanente, más hondo, más cariñoso, que cualquier reconocimiento público.
Cien años más, otros cien  encima de ésos, le deseo hoy. Y del primero que se vaya, podremos decir como dijo Gabriel al enterarse de  la desaparición de otro amigo que  los dos quisimos entrañablemente,  el gran cronopio Cortázar. “No es cierto, no se ha muerto”. Porque existen complicidades amistosas  que no se acaban nunca.
México, D.F., 18 de febrero de 1992

Tomado de Gabriel García Márquez. Testimonios sobre su vida. Ensayos sobre su obra (selección y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda), Siglo del Hombre Editores Ltda, Colombia, 1992.

“Cuando escribo no pienso en nada más”

Mayo/2014
Nexos
Silvia Lemus 

–Gabriel —le dije por teléfono—, ¿me das una entrevista?
Me contestó que no. Hace muchos años que Gabriel García Márquez no da entrevistas.
—Está bien —¡le dije— no me des la entrevista. Solamente háblame de tu novela El amor en los tiempos del cólera. Y puesto que vamos a estar en Cartagena, llévame a conocer los lugares donde sucede la historia de Juvenal Urbino, Fermina Daza y Florentino Ariza.
—Eso sí podemos hacerlo —me contestó.
En Cartagena, Gabriel me contó de viva voz la historia de amor de sus padres, que fueron el modelo de esta extraordinaria novela Y mientras paseábamos por los portales o la Plaza de los Evangelios, entre las ruidosas calles y los perfumes tropicales, la gente iba reconociendo a Gabo, Gabrié, sin l, a Gabriel. Él a todos les saluda, con su sonrisa sabrosa, para todos tiene una respuesta o un autógrafo, y posa feliz para las fotos de la posteridad. Yo, que ya lo sabía, me doy mejor cuenta de que García Márquez es el colombiano más conocido en Colombia.
Gabriel nació con la palabra en la punta de la lengua y la punta de los dedos. Nació como Minerva, totalmente armado para la literatura.
Estamos en Cartagena de Indias, la ciudad fortaleza del Caribe, pero sobre todo la ciudad del amor, de la vida, y del recuerdo de ese trío magnífico de personajes literarios: Juvenal Urbino, Fermina Daza y Florentino Ariza, de la novela que todos conocen: El amor en los tiempos del cólera. Y desde luego, estamos con Gabriel García Márquez, el Premio Nobel de Literatura.

—Gabriel, ¿cómo se llama esta plaza en la que estamos? ¿Plaza de los Evangelios?

—El nombre de Plaza de los Evangelios se lo puse yo en un momento en que no sabía cuál plaza de Cartagena iba a ser la plaza donde vivía Fermina Daza. Es curioso: en la novela, para mí, era más la Plaza de los Evangelios que la Plaza de Santo Toribio, que es el nombre que tuvo originalmente en la Colonia. Durante la República se le cambió el nombre y ahora se llama la Plaza Fernández Madrid, el héroe de la estatua. No aparece en El amor en los tiempos del cólera porque es muy reciente. Aunque no está especificado, se supone que la novela empieza entre 1870 y 1880.

—Pero tú buscaste esta plaza por alguna razón especial para situar la casa de Fermina.

—Bueno, conociendo a Cartagena y sabiendo ya cómo era el personaje de Fermina Daza, pienso que el lugar donde tenía que vivir era aquí. No era creíble que viviera en otro lugar. Siempre me pareció que esa casa, que ves ahí, era la casa verosímil para que viviera Fermina Daza. Tuve incluso que adaptar la vida de ellos a la casa, después de que la conocí. Por cierto, después quise comprar esa casa y no fue posible. Se ha vuelto muy cara porque es la casa donde vivía Fermina Daza.
—Tú mismo la encareciste y ahora no pudiste comprarla.
—Pues sí. Lo mismo me sucedió en México, en la casa donde escribí Cien años de soledad, en la Calle de la Loma 19. Cuando regresé, traté de comprarla y me dijeron: “¿Pero cómo? Esta casa es carísima porque en esta casa se escribió Cien años de soledad”.
—¿Fermina Daza es un personaje totalmente imaginario o lo conociste de alguna manera?
—No. Cómo decirlo. Fermina  Daza, Florentino Ariza, Juvenal Urbino son personajes totalmente imaginarios, pero parte de su vida y muchos de sus actos son de personajes reales que yo he conocido. Por ejemplo, los amores de Florentino Ariza y Fermina Daza,  tan desgraciados en los primeros años, es una copia literal, minuto a minuto, de los amores de mis padres. Y yo escribí esta novela aquí, en Cartagena. Escribía en la mañana y en la tarde salía a recorrer lugares que quería poner en la novela. Me iba con mis padres a que me contaran por separado la historia de sus amores, porque juntos caían en contradicciones. Cada cual tenía sus recuerdos elaborados de una manera diferente.
—¿No coincidían?
—O coincidían, pero veían las cosas tan distintas que era imposible pensar que fueran los mismos recuerdos. Sin embargo eran los mismos recuerdos, pero desde el punto de vista de cada uno. Entonces yo hablaba con mi padre y hablaba aparte con mi madre, y de eso hice toda la historia: todas las contrariedades que tuvieron al conocerse, por la oposición de los padres de mi madre. Mi padre era el telegrafista del pueblo y mi madre era la chica bonita. Mis abuelos no eran ricos pero era gente relativamente acomodada. Y sobre todo mi madre era la niña de sus ojos, porque era la única hija. El viaje en que los primos llevan en mula a Fermina Daza, y el modo en que ella recurre a los telegrafistas para comunicarse con Florentino Ariza, es muy exacto, y la región corresponde puntualmente al libro. Ahora, el carácter de Florentino Ariza y el carácter de Fermina Daza están adaptados por supuesto a la conveniencia del drama, pero de todas maneras tienen mucho de mis padres. De mi padre, Florentino Ariza tiene el haber sido telegrafista, tocar el violín, escribir versos más o menos clandestinos y enamorarse locamente. Y de mi madre, Fermina Daza tiene ese carácter fuerte, sobre todo ese sentido casi inconsciente del poder que tuvo siempre mi madre con sus doce hijos, y que siempre la hacía el centro de la autoridad.
—Una matriarca.
—Es una matriarca, sí, y ahí está todavía: de ochenta y ocho años ya.

—Sigue teniendo una influencia fuerte en ti.

—Sí. Yo digo que ella ha creado una especie de sistema planetario: sus doce hijos andan por todas partes, pero de alguna manera estamos en órbitas que giran alrededor de ella.

—¿Crees que la figura materna puede ser mucho más fuerte que la paterna?

—Mira, ésos son análisis en los cuales yo nunca he penetrado. Los novelistas escribimos más con la intuición que con la razón, y son muchos los elementos de un carácter. Por ejemplo, a mí me da mucho miedo empezar a razonarlo porque me parece que  me convierte en otra cosa, en un creador científico y no en un escritor. Me voy por donde la intuición me dice y después me divierte mucho ver que los lectores hacen análisis que no tienen nada que ver con lo que yo me propuse, pero que probablemente son válidos desde otro ángulo.
—En el caso de Juvenal y de Fermina, uno siente —y tú lo dices— que Fermina es la que domina a los hijos. Juvenal participa, aun cuando son niños, muy poco en su vida. Quizá ya se te olvidó. ¿Te olvidas?
—No. Pasa una cosa: cuando estoy escribiendo una novela no pienso en nada más, estoy totalmente obsesionado por ella y espero solamente a que llegue el próximo día para seguir escribiendo. En ese momento tengo otra novela que les cuento a los amigos, porque eso me ayuda a pensar. No es la misma que estoy escribiendo: les suelto cosas para ver cómo reaccionan y saber si me sirven o no me sirven. En realidad, no suelto prenda de lo que estoy haciendo. Pero cuando considero que ya lo terminé, es todo lo contrario: quiero ver cómo es para los demás. Tengo una serie de amigos a los cuales les presto los originales, y en ese momento es como en los juzgados cuando se dice: “Diga ahora todo lo que tiene que decir o calle para siempre”. En ese periodo, que no tiene una medida exacta, yo oigo todo y lo oigo con una gran humildad y con una inmensa gratitud. Pero cuando considero que ese periodo pasó, y que incorporé ya todas las observaciones que me han hecho, no quiero oír absolutamente nada del libro ni quiero volver a acordarme de él.
—Es un hijo que se fue.
—Es que me inquietan cosas que seguramente hubieran podido ser de una manera o que son de otra. Cuando ya está el libro, no vuelvo a leerlo jamás porque mi tendencia es agarrar el estilógrafo y empezar a corregirlo. Eso no puede ser. El libro es así y ya no le pertenece a uno.
—Tú eres el amo de las frases lapidarias. Uno las lee y parece que no te costaron trabajo; parece que son tus frases de todos los días.
—Bueno, hay críticos que dicen que las frases de mis personajes son lapidarias, más de profetas o de filósofos que de mortales simples.
—Absolutas, diría yo.
—Lo que sucede es que tengo una gran influencia, la influencia de mi abuela. Cuando me preguntas si la madre tiene una gran autoridad, debo decir que en mi caso no es así, pero por una razón muy especial: me criaron los abuelos. En el caso de Fermina Daza no ocurrió lo mismo que en el de mi madre; sus padres decidieron que se casara en un pueblo distante, casi a escondidas, y la mandaron buscar cuando supieron que iba a tener un hijo. Arrepentidos de toda la oposición que le habían hecho, la llevaron de vuelta a la casa de ellos, donde yo nací. Ella se fue después con su marido, que era telegrafista en Ríohacha, y yo me quedé viviendo en casa de mis abuelos hasta los ocho años. La verdadera influencia es la abuela, y ella sí que tenía frases lapidarias que a mí me parecían estupendas. Me formé la idea de que la gente hablaba así y mis personajes fatalmente hablan así. No soy yo, son los personajes.
Ahora, no siempre las tengo que inventar: son desfiguraciones de refranes, son frases que he oído y que voy coleccionando como frases que se parecen a mis personajes. Pero hay ejemplos de trabajo como el de un cuento que se llama “En este pueblo no hay ladrones”. Recuerdo que en Caracas estaba yo una tarde escribiendo a la hora de la siesta y Mercedes estaba durmiendo. Estaba escribiendo el episodio de una mujer que despertaba de pronto y, todavía en las nebulosas del sueño, decía una frase que no tenía nada que ver con la situación. No la encontraba y de pronto vi que Mercedes estaba durmiendo ahí y me fui junto a ella. Ella se espantó: “íAy!, soñé que Nora estaba haciendo muñecos de mantequilla”. La copié perfecto, la dejé exacta; ésa era exactamente la frase que yo necesitaba.
—Una frase maravillosa.
—Entonces, eso te lleva a un punto inevitable: en mis libros es imposible separar la realidad de la ficción. No sé en los de los otros escritores, porque uno no puede hablar sino de sus experiencias, las ajenas son siempre muy misteriosas para uno. Pero es algo inseparable. Es inseparable aunque también es inmezclable. Yo he dicho que es como el agua y el aceite. Tú echas aceite en el agua y el agua en el aceite, y mientras revuelves, hay allí un cuerpo nuevo, una personalidad completamente distinta que se mantiene mientras se están moviendo. Cuando se aquietan, vuelven a separarse. En la novela, lo que hace uno es revolverlo y que siga moviéndose durante toda la vida del libro.
—Finalmente, cada personaje del libro vive por sí mismo.
—Eso lo puede uno desear, pero más que todo debe vivir en el corazón y en la memoria del lector. Si no se consigue, el libro no funciona.
—Te decía que tus frases lapidarias nos sacuden cuando leemos tus libros. Otra cosa que nos causa estupor es esa exactitud con la que tú dices: “Florentino Ariza esperó a Fermina Daza cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días”. Hay una exactitud, hay una precisión siempre en los tiempos.
—Mira, si tú dices que pasaron doscientos elefantes es difícil que te lo crean. Si tú dices que pasaron 232, ya empiezan a dudarlo. Si dices que pasaron 232 y siete elefantitos, y lo dices con una gran seguridad, ya te creen la cifra. El gran problema de escribir novelas es la credibilidad:  un escritor tiene derecho a todo, siempre que sea capaz de hacerlo creer, y ese tipo de precisiones ayudan mucho. Si yo digo que Florentino Ariza esperó cincuenta años, es como decir mil años: una mera convención aproximativa. Si digo cincuenta años, ocho días y seis horas, ya empiezan a creérselo. Pero no sólo por eso hago yo esas precisiones; las hago también por motivos fonéticos. Yo decido que una frase o un capítulo está listo después de oírlo, después de que  yo mismo lo leí en voz alta. Tengo  la obsesión de que las palabras  deben resonar dentro del lector como resuenan dentro de mí. Entonces lo leo en voz alta para saber si está bien fonéticamente. Si yo encuentro que hay una cacofonía en la cifra cincuenta años, ocho días, puedo cambiar el ocho por siete y el cinco por tres solamente por razones fonéticas.
—Pero eso se inclina a la poesía.
—Mi formación original es poética.
—¿Hubieras sido poeta?
—No. Yo empecé leyendo mucha poesía. Empecé a leer novelas ya en el bachillerato. Mi interés por la literatura, mi asombro y mi fascinación por la literatura empezaron con la poesía, y soy un gran lector de poesía. Creo que el argumento de la novela es ficción, pero lo que es el recurso retórico para escribirla es un elemento puramente poético; si no, uno no se preocuparía por las palabras, por el significado de las palabras y por la belleza de las palabras.
—¿A qué edad comenzó a obsesionarte la palabra?
—Desde antes de escribir me obsesionaron mucho las palabras de mi abuela. Ella decía cosas extraordinarias y con un vocabulario que ahora recuerdo como arcaico. Aun en ese momento, hace sesenta años —yo tengo sesenta y cinco— ya era arcaico. Tiempo después he explorado esas palabras y he encontrado que significan algo distinto a lo que yo imaginaba cuando las oí. En algunos casos he preferido dejar ese significado falso que yo le daba cuando las decía mi abuela. Siempre hay problemas con las academias y con los cazadores de gazapos, porque dicen que esto no significa esto, pero para mí significa esto otro porque así significaba para mi abuela.
—¿Qué tanta influencia tuvo tu abuela en tu formación?
—El esposo de mi abuela, mi abuelo, era un coronel de las guerras civiles de fines del siglo pasado que, según me cuentan y he podido averiguar, tuvo actuaciones verdaderamente notables de valor, de arrojo, de determinación. Así lo recuerdo ahora. En aquel momento no lo podía juzgar: él era el jefe, el coronel de la casa. Yo vivía en el mundo de las mujeres, él era el único hombre en una casa llena de mujeres. Cuando llegué yo era el segundo hombre, pero estaba entre las mujeres y lo veía a él desde el punto de vista de las mujeres, y me daba cuenta de que nadie le hacía caso. El mundo aquel y el mundo entero  giraban alrededor del sol por la determinación de las mujeres. Y claro, el centro de ese universo de mujeres era la  abuela. La abuela, que se llamaba Tranquilina y que era la persona más intranquila y más móvil que yo recuerde. Desde entonces me formé la impresión de que realmente el poder de las mujeres es el que mueve al mundo, y parece que eso se nota en mis libros.
Yo no lo sabía, hasta que lo dijo un crítico en un análisis de mis libros. Dijo que analizando mis personajes femeninos se llega a la conclusión de que yo pienso que las mujeres son el centro del mundo y que las mujeres mantienen la continuidad de la especie mientras los hombres andan haciendo locuras históricas. Creo que es cierto, pero yo no sabía que lo creía. Me dio mucha rabia porque yo prefiero que esas cosas sean inconscientes en la creación. Cuando son conscientes tienen una tendencia  a mecanizarse. Cuando analicé mis libros desde ese punto de vista, me di cuenta de que yo pensaba eso. Ahora es al contrario: en vez de hacerlo espontáneamente, me defiendo de eso y trato de que no se note, porque siento que ya no es mío, sino un valor agregado por un crítico.
Por eso le tengo mucho miedo al psicoanálisis. Si el psicoanálisis es realmente como se pretende, todos los elementos inconscientes de mi creación me los ponen sobre la mesa y ya no me queda nada que explorar dentro de mí mismo. Al fin y al cabo, las novelas son el psicoanálisis de los escritores. Si los escritores son sinceros, si son reales, si están realmente trabajando con sus tripas, esas novelas son parte de un psicoanálisis. Se pueden descubrir cosas como ésta, que yo mismo no sabía.
—Las mujeres son el centro del universo, de los hombres cuando menos.
—No. La idea es que mientras todos los hombres andan haciendo locuras para empujar la historia, las mujeres están garantizando la continuidad de la especie. Eso, como relación, es estupendo. Además creo que es real, válida y afortunada.
—Gabriel, oigo la música y más que nunca me siento en el Caribe. ¿Tú te sientes un escritor que pertenece al Caribe, como Derek Walcott?
—Sí, pero eso no es sólo cultural, es ecológico. Yo lo he dicho de esta forma: cuando llego al Caribe todo mi organismo empieza a funcionar de otra manera y mejor, como si lo hubiera puesto otra vez en su medio ecológico, del cual lo saco con frecuencia. Me voy a Bogotá o a México, que están a dos mil y tantos metros de altura, o me voy a Europa, que culturalmente es otra cosa por completo. Y cuando vuelvo aquí todo empieza a funcionarme bien y empiezo a pensar mejor. No he escrito un solo libro que no tenga sus raíces, al menos, en el Caribe. ¿Por qué? Porque no sé ver otro mundo. Dondequiera que estoy, cualquier cosa que veo, cualquier experiencia que tengo, no la comprendo si no la relaciono con el Caribe y con mis orígenes caribeños. Entonces, procedo por comparación; en cambio, aquí no es por comparación, aquí es el mundo que conozco, el mundo en el cual me muevo, el único que entiendo.
—Tú pasaste muchos años en París, en Roma y en Suiza. ¿Qué aportó Europa a tu vocación de escritor?
—Estoy convencido de que si no hubiera estado en Europa en el momento en que estuve, mi concepción de América Latina y, particularmente del Caribe, sería distinta. Europa me enseñó, primero, que era latinoamericano, porque cuando fui sólo conocía Colombia. Tenía veinticuatro, veinticinco años, y sólo conocía Colombia. No había tenido posibilidades de viajar por el resto de América Latina y por consiguiente no tenía una concepción geográfica, ni emocional, ni cultural de la América Latina. Pero en los cafés de París conocí a los argentinos, conocí a  los mexicanos, a los guatemaltecos,  a los bolivianos, a los brasileños, y me di cuenta de que yo pertenecía a ese mundo, que no era solamente colombiano sino que era latinoamericano.
Y en relación con Colombia, me di cuenta de lo diferente que era yo de los europeos, siendo colombiano. Y no que unos fueran mejores o peores que otros, sino que éramos completamente distintos. No sólo eso: creo que son culturas irreconciliables, en el sentido de que no es posible integrarlas. Es posible integrar la América Latina, pero no es posible integrar la América Latina con Alemania. Eso me quedó muy claro. Yo asimilé esto con un criterio muy sano, porque me sirvió para darme cuenta de que formaba parte de ese mundo y no que era un elemento contra ese mundo. Por eso yo le agradezco mucho a Europa todo lo que me enseñó sobre América Latina, sobre Colombia y concretamente sobre el Caribe.
—¿Qué te ha dado la fama, Gabriel? ¿Te gusta ser famoso?
—La fama es una cosa estupenda, no sólo por las satisfacciones que da, la satisfacción personal de la victoria, la satisfacción personal de la cantidad de amigos y la cantidad de oportunidades que tiene uno siendo famoso. También por las posibilidades de servir mejor a su país, a los amigos, a su continente, a todo. Se sirve mejor con fama que sin fama. Pero tiene una infinita desgracia que casi anula todas las demás ventajas, y es que la fama dura las veinticuatro horas del día. Si la fama tuviera botones que se pudieran apretar y decir: “Ahora sí, ahora no, ahora un poco, ahora un poco más”; si con la fama se pudiera subir y bajar el volumen, o apagarla, como hace uno con el radio, sería una maravilla. Pero todas las ventajas se pagan duramente con el hecho desgraciado de que no es controlable.
—En un momento dado, la fama desplaza todo y se te aparece como fantasma.
—Sí, es un fantasma. Los amigos  me dicen: “Ese es el precio de la fama”. Y yo digo: “Pues no lo pago”. La verdad es que la fama, como consecuencia de ser escritor, es muy difícil.
—Tú no tuviste que trabajar para obtener el Premio Nobel y lo merecías desde hace mucho tiempo, desde El coronel no tiene quien le escriba. ¿Qué significó ese premio para ti?
—El Premio Nobel nació con una  rara estrella: se ha convertido prácticamente en un título nobiliario, valga el juego de las palabras. Incluso cambia el protocolo en relación con uno. Los gobiernos se vuelven cordiales, lo ponen  a uno en un asiento distinto. Pero, una vez que se disfruta de eso, la única ventaja que yo le veo al Premio Nobel es que sirve para no hacer colas. Ya no haces cola en ninguna parte. Te dejan pasar.
—Háblanos también de Juvenal Urbino.
—Necesitaba ser un médico típico  de la época y, precisamente, al que menos se parece desde el punto de vista del carácter es al médico que más me ayudó a hacer el personaje, un médico de Cartagena, muy mayor, graduado en Francia en una época posterior a la de Florentino Ariza. El me enseñó cómo se estudiaba en esa época la medicina en Francia, qué cosas de la medicina se estudiaban, cómo se ejercía. Entre paréntesis: una cosa que me dolió mucho es que él se entusiasmó tanto con el trabajo que hacía conmigo, que quería ser el primer lector del libro, y murió en el momento en que ya lo estaba terminando. Me llamó de los Estados Unidos a México y me dijo: “¿Cuándo tendrás el libro?”. | Le dije: “No sé, me faltan unos tres o cuatro meses”. Y me dijo: “Es que acaban de diagnosticarme una leucemia que  no me va a dar tiempo para seis meses más”. Hice lo posible por tenérselo listo, pero no pude. Nunca lo leyó, y a mí  me dolió mucho.
—Los nombres de tus personajes, parece que los escuchara uno por primera vez en tus novelas. ¿Dónde los buscas? ¿Cómo los encuentras?
—Tengo un problema muy serio: si  no encuentro el nombre exacto, no veo el personaje. Necesito saber cómo se llama para poder empezar a conocerle. Yo lo empiezo con cualquier nombre, y se lo voy cambiando en el camino. En algún momento Fermina Daza se llamaba Josefa Cárcamo. Ese nombre no pegó nunca. ¿Cómo saber cuál es el verdadero nombre? El personaje te lo dice. No te estoy hablando de magia. En realidad, uno siente cuando el  personaje tiene su nombre. Eso lo aprendí yo leyendo a Rulfo, después  de tener ya varios libros. Es decir, encontraba los nombres pero no sabía por qué. Leyendo a Rulfo encontré que si el personaje no tiene su nombre no hay nada que hacer, no camina.
—¿Qué hago? Aquí en Colombia yo tengo los directorios telefónicos de todas las ciudades importantes del Caribe, y en ellos voy buscando hasta que encuentro un nombre. Puede que en algún momento haya demorado un libro porque no tenía el nombre del personaje. Rulfo dice que él los buscaba en los cementerios. Yo, un poco más moderno, los busco en los directorios telefónicos, pero la razón es la misma. En el libro que estoy escribiendo tengo un personaje, una hermosa esclava negra, que cría a la niñita protagonista del libro. Y esa mujer no andaba porque yo no encontraba el nombre. El día que lo encontré ella creció y se volvió un personaje muy importante: se llama Dominga de Adviento.
—Ah, es maravilloso: Dominga de Adviento.
—Es una esclava de la época mayor, del siglo XVII: Dominga de Adviento.
—¿Cómo se te ocurrió el título de El amor en los tiempos del cólera?
—En mis libros, lo último siempre es el título. Hemingway decía que él llegaba a tener hasta ochenta títulos posibles de un libro y al final escogía el que debía ser. Con los títulos ocurre como con los personajes. El personaje principal de un libro es el libro mismo. Entonces, si no encuentras el título correcto se te desgracia el libro, pero si empiezas a buscar ochenta títulos, habrá entre ellos dos que te gustan lo mismo y no sabrás qué hacer con ellos. Cien años de soledad no tenía título hasta la penúltima línea, que dice: “…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra”. Ahí pegué un salto y dije: “Este es el título”.
Con El amor en los tiempos del  cólera yo sabía que necesitaba un  título que pareciera más de tratado médico que de novela, por la conclusión a la que había llegado durante la escritura, de que los síntomas del cólera son iguales a lo síntomas del amor. Entonces había terminado y no tenía título. Solamente sabía eso: que debía ser de tratado de medicina. Y un día, recuerdo perfectamente que me estaba afeitando y se me vino El amor en los tiempos del cólera, enterito, así. Pegué un salto y le dije a Mercedes: “Ya tengo el título”. No es como si inventaras sino como si lo descubrieras y, una vez descubierto, ya no hay nada que hacer porque ese es el título. Aunque tú  lo quieras cambiar ya no puedes entender que se llame de otra manera.
—Los grandes amores siempre se han identificado con la juventud. ¿Eres tú el primero que trae la identificación del amor en una pareja de más de setenta años?
—A mí me sorprende que siempre se haya tratado de atribuir el amor a una cierta edad. El amor es de todas las edades y yo creo que puede ser mucho más apasionado en el viejito de un pueblo. Se ha inventado el calificativo de “viejos verdes” porque a partir de cierta edad les gustan las muchachitas de diecisiete años y de quince años y de doce años. Pero yo digo una cosa: ¿qué tiene de reprochable que a mí a los sesenta, a los sesenta y cinco años me guste una chica de diecisiete si a mis hijos, que tienen veinte y veinticinco, también les gusta? Y a ellos no les dicen jóvenes verdes.
No. Yo creo que el amor es en todo el tiempo. El problema del amor imposible en los viejos es social, es cultural completamente, porque se considera una vergüenza que a cierta edad se tengan amores. Pero no te imaginas la cantidad de cartas de viejos amantes tardíos que he recibido después de El amor en los tiempos del cólera. Las coleccionamos. “Pero ésa es la historia de mi vida”, me dicen, la cuentan y es exactamente la misma historia. Sucede como sucedía con los homosexuales. Ahora parece que hubiera más homosexuales que antes. Siempre los  ha habido, pero ahora la sanción  social, la persecución, es menor. Ganaron un territorio, conquistaron ese territorio  y ahora parece que hubiera muchos,  pero siempre los ha habido. Y siempre  ha habido amores de los viejos, pero era una vergüenza que un viejo los tuviera. No, señor. ¡Viva el amor!
—En un capítulo de la novela Florentino Ariza se dedica a tener una amante tras otra mientras espera a Fermina. Háblame de este capítulo.
—Bueno, ¿qué hubiera hecho Florentino Ariza durante toda su vida, esperando a Fermina Daza, sino amar?
—¿Amar por ella?
—Amar por ella o amar por él, pues también él cuenta en la historia. El tenía una cantidad de amor que debía utilizar constantemente, a medida que esperaba. Él sabía que tarde o temprano ése era su destino y no había nada que hacer.
—¿Qué hubiera pasado si Fermina y Florentino se casan? Ese capítulo de las amantes de Florentino, ¿habría sucedido a pesar de todo?
—Sí, seguramente sí. Eso no hubiera sido ningún obstáculo para que fueran felices y para que siguieran hasta el final. Florentino Ariza hubiera sido infiel pero no desleal, y mientras no sea desleal no hay problema. Yo creo que el libro hubiera sido el mismo, pero habría faltado un elemento que es casi un elemento técnico: la expectativa de qué va a pasar con aquella espera. Si se casa al principio nadie lo hubiera leído hasta el final, hasta el buque.
—Una de tus obsesiones son los barcos fluviales. ¿Te traen recuerdos? ¿Los viste?
—Sí. Lo que pasa es que esos barcos desaparecieron. Eran unos barcos como los del Mississippi, que hacían el recorrido desde Barranquilla hasta el interior. Todo mi bachillerato lo hice allá en el interior, y venía todos los años de vacaciones. Desde mis catorce hasta mis veinte años viajé por lo menos cuatro veces al año en esos barcos. Me dejaron un gran recuerdo, un gran recuerdo ahora sublimado, creo yo, por el hecho de que desaparecieron y quedaron solamente en la memoria. Ya no existen en la realidad. Por eso la culminación, el desenlace, el final de El amor en los tiempos del cólera es un paraíso recobrado. En ese barco estaba el paraíso del amor, subiendo y bajando para toda la vida.

Literatura y realidad

Mayo/2014
Nexos
Juan Luis Cebrián 

De una entrevista realizada en 1989, por Juan Luis Cebrián,  surgió este monólogo que García Márquez corrigió de propia mano.

Lo del boom es la cosa peor explicada que ha habido. Tomó de sorpresa a todo el mundo. Hablar del boom es más bien un recurso periodístico para tratar de explicarse lo que estaba pasando. Pero eso es imposible inventarlo, al menos en esa forma. Empecemos, como punto de partida, por Cien años de soledad. Yo había publicado antes otros libros: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la mamá grande. Y salió Cien años de soledad, en la primavera de 1967. Con los libros anteriores, era de risa. Los funerales de la mamá grande lo publicó la Universidad de Veracruz y había vendido setenta ejemplares. Donde más público tenía yo, por supuesto, era en Colombia: La mala hora ganó el concurso nacional de novela. Debió venderse toda la edición, pero serían… no sé, tres mil ejemplares o cosa así. Pero hay que tener en cuenta que yo era muy conocido como periodista en Colombia. Había trabajado muchísimo en eso, y sólo en las horas libres escribía novela.
Cien años de soledad se publicó en 1967 en Buenos Aires: ocho mil ejemplares. Cuando supe que la editorial Sudamericana había editado tantos les escribí diciendo que estaban locos, que se iban a arruinar. La semana siguiente a publicarlo, la editorial decidió lanzarlo con un gran reportaje en la revista Primera Plana, y fue un periodista a México a hacerme una entrevista. Querían darme la portada, pero estalló la guerra de los Seis Días y a última hora pusieron una foto de Dayan. Sin embargo ya no se podía —como hubieran querido— recoger la edición, que estaba en librerías, para lanzarla después. Cuando salió la revista, a la semana siguiente, ya no quedaban libros en la ciudad. Como en la editorial no habían precedentes de esto, no tenían ningún proyecto, ni cupo de imprenta, ni papel, y creo que ni dinero, para reimprimir. Y durante varios meses, como unos seis, no había libros. En ese momento habían salido ya La ciudad y los perros y La casa verde de Vargas Llosa. También Rayuela, de Cortázar, y por supuesto los libros de Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, Onetti, Rulfo (Pedro Páramo es del 55). Eso venía de diez años antes. Quiero decir que todos los autores que luego fueron parte del boom ya estaban establecidos y conocidos. A partir de ese momento empezó a hablarse de la novela latinoamericana. Pero si tú ves, los libros que se publicaron después de que empezó a hablarse del boom, son los menos. Eso hizo equivocarse a los editores. Cuando vieron lo que pasaba dijeron: “¡Ah! Ahora se trata de la novela latinoamericana. Hay genios ocultos en América Latina”. Empezaron a publicar todo lo que les mandaban, y se hundieron. Yo tenía relación con Carlos Fuentes, en México. A Vargas Llosa lo conocí en Caracas cuando ganó el Premio Rómulo Gallegos con La casa verde. Ya había leído, por supuesto, sus libros anteriores. Después conocí a Alejo Carpentier en París. A Cortázar lo había tratado levemente también en París, pero no hubo nada especial. Luego nos relacionamos todos. No hubo una escuela previa ni nada de eso.
Se dice que el boom fue una maniobra editorial; yo creo más bien que fue  un error editorial. Los editores pensaron que todo se iba a vender como Cien años de soledad o La ciudad y los perros y resultó que no. Lo curioso es que antes del boom se consideraba que la consagración para un escritor latinoamericano era ser traducido. No importaba que los libros no se vendieran en América Latina, sino lograr que aparecieran en Francia o en los Estados Unidos. Y sin embargo lo que verdaderamente determinó la explosión y lo que facilitó y aseguró la traducción inmediata fue haber conquistado el mercado latinoamericano. Fue entonces cuando de verdad empezamos a existir. El boom hizo eso, conquistar el mercado interno. Y es lo que estamos tratando de que se logre con el cine ahora.
De los que fueron mencionados como miembros del boom, ninguno ha sido devaluado como novelista. Unos mejor, otros peor, pero ahí están. Y siguen interesando a los editores, y sus libros siguen vendiéndose.
Los novelistas no leemos para conocer los libros sino para saber cómo están escritos. Para desarmarlos y poder hacer lo mismo si son buenos. Yo no soy alguien que haya leído demasiado aunque fui buen lector desde antes de comenzar a escribir. Lector de poesía, primero. Me paseaba por la del siglo de oro español de memoria y todavía recuerdo mucho, porque lo que se aprende a esa edad no se olvida jamás. Cuando vivía en París era la época del nouveau roman, que representa una exploración en el subjetivismo que a mí personalmente no me interesa. Pero es que nosotros en América estamos todavía en la edad épica. Lo que sería absurdo es que los franceses trataran de ser épicos ahora, o que los latinoamericanos tratáramos de hacer el nouveau roman. Éste me llamó la atención, pero nada más. Yo ya tenía suficiente edad para discernir que  lo que estaba sucediendo ahí era  una cosa perfectamente legítima para los franceses, pero nosotros estábamos en otra.
Ya que lo mencionas, El amante de Marguerite Duras es un libro maravilloso que no me canso de leer. Yo había leído cosas anteriores de ella y la había seguido en cine también, pero El amante verdaderamente me deslumbró. Lo peor de todo es que salió en un momento en que yo estaba terminando El amor en los tiempos del cólera. Por un momento me puse a pensar si no iba a parecer que lo que estaba haciendo yo era una secuela de aquello. Efectivamente no, salvo que al final hay una relación entre un hombre mayor y una niña, pero ése es un tema que ya había tratado yo en una película, hace muchos años, en México.
Kafka es el autor que más me impactó, el que despertó en mí la conciencia de que quería ser escritor. Yo ya estaba interesado, y mucho, en la literatura, pero no sabía exactamente cómo podría expresar lo que quería. La lectura de Kafka me dio claramente el camino. Era el poder atreverse a muchas cosas que otros no se habían atrevido, y no se atrevían porque no lo habían visto antes. Y dentro de Kafka, La metamorfosis. Y dentro de La metamorfosis, la primera línea. Su lectura me tumbó de la cama. Kafka es el único autor absolutamente indiscutido que hay en este siglo. Hay a quien no le gusta, pero nadie te dice que es un mal escritor. Para mí, el más grande de todos, por supuesto, es Tolstoi; la novela más grande que se ha escrito en toda la historia de la literatura es La guerra y la paz. Y los que no están de acuerdo conmigo dicen que es Ana Karenina: no se salen de Tolstoi. Pero Kafka es indiscutido, y además es el profeta de nuestro tiempo. Sin embargo su influencia en mí termina por ser más bien técnica: de cómo se cuenta el cuento.
He explicado muchas veces, en torno a Cien años de soledad, qué papel juega esta última palabra. No sé si con razón o sin razón, es la soledad de América Latina. El discurso de Estocolmo explica todo eso. Y no es una salida fácil. Diría que es difícil. El título del libro lo puse al final, no lo tenía hasta la penúltima línea. De pronto creo que… las estirpes condenadas a cien años de soledad… ¡paf! ¡Pero si éste es el título! Pegué un grito. El libro salió como un torrente, como yo creía que era la vida real nuestra. Y luego, al final, me di cuenta de que todo lo que estaba sucediendo en él es que se trataba de una estirpe condenada a la soledad… Soy uno de los seres más solitarios que conozco, y de los más tristes, aunque resulte increíble. Fundamentalmente solitario y triste. Pero no yo sólo, la gente del Caribe es muy así aunque tienen fama de todo lo contrario, de gregarios, de pachangueros, de parranderos, de fiesteros, pero tú los ves en plena fiesta y están con unos ojos de melancolía… No sé si esa soledad es también la desesperanza, como me preguntas. Ustedes los europeos necesitan explicarse todo. No tengo la menor idea.
Yo le tengo mucho terror a leer la crítica que se hace de mis libros y los estudios que se hacen ahora sobre  mí, por temor a que me descubran, me pongan sobre la mesa todo el trabajo subconsciente que hay en mi obra, me lo vuelvan consciente y me jodan. Todo el mundo tiene un sentimiento de soledad. Todo el mundo en el mundo entero. La comunicación es una facultad muy limitada y a partir de un momento te jodiste, estás completamente solo.
Mercedes y yo nos conocíamos desde niños. Vivíamos en un mismo pueblo y nos veíamos en vacaciones. Yo le llevo casi diez años, y ella tenía trece cuando le propuse que se casara conmigo. Se pegó un susto al ver que un señor tan grande, con bigote, de veintipico, la pretendía. Seguimos viéndonos durante las vacaciones, después llevamos un noviazgo muy tranquilo, pero no oficial, a escondidas. Lo sabían muy pocos amigos. Entonces sucedió una anécdota. (Yo para explicar todo tengo que contar anécdotas, porque la anécdota explica mucho más que los planteamientos teóricos que les gusta hacer a los intelectuales, y sobre todo a los europeos. Aunque en el fondo pienso en España, que siempre ha sido un país hispanoamericano. Ahora, cuando empieza a no serlo, inquieta mucho.) Entonces, la anécdota. Yo trabajaba en el diario y estaba una noche escribiendo y se me acerca el gerente y dice: “¿Tú qué vas a hacer la semana entrante?”. “Estaré aquí, ¿por qué?”. “¿Tienes pasaporte?”. Le dije que sí. “No, para que te fueras a Ginebra a una conferencia”.
Eso fue en junio o julio del 55. No tenía pasaporte, no tenía cómo salir del país y además no había hecho el servicio militar. Entonces yo le dije que sí, que tenía todo listo, y me llevaron donde un tipo que era de aquellos que hacían todo… no falso, pero al que iban dando propinas y hacían toda clase de fechorías y sacaban las cosas. Le firmé no sé cuántas hojas de papel sellado y salí con pasaporte, visa, tarjeta militar, cédula… Partí para Europa y bueno, luego, ya se sabe. Estuve tres años. Después regresé para buscar a Mercedes, que me estaba esperando.
No sé por qué tú crees que yo no sea un feminista. Sí lo soy y además me parece una injusticia, y me duele muchísimo que las feministas consideren que mis libros son machistas. El machismo es lo que más detesto en este mundo. Toda mi obra es una condena larga y constante de esa actitud, porque el machismo es la peor desgracia que tenemos en América Latina y particularmente en el Caribe. Lo que pasa es que las feministas han terminado por ser machistas ellas. El machismo  es como la usurpación del derecho ajeno; y ellas están usurpando derechos de los hombres.
El otro día estaba yo pensando si no consideré que mi madre me había abandonado de niño, porque cuando tenía un año me dejó con mi abuela y se fue para otra ciudad. El caso es que yo quedé en una casa llena de mujeres, mi abuela, mis tías, mis primas y un solo hombre que era mi abuelo. Éste me entendía muy bien. Si yo quería dibujar, me dejaba dibujar; si quería irme, me iba. Me dejaba hacer todo, pero no por falta de autoridad, sino como alguien que entendía perfectamente que a mi edad era necesario ese estímulo.
Todo eso significó que conocí a mi madre ya muy grande, a mis cinco años tal vez. Recuerdo perfectamente el día que entré en la sala de la casa y la vi. Vestida con aquellas hombreras de campana que usaban en los años treinta, como está descrito en algún momento de El amor en los tiempos del cólera. Me pareció una mujer muy bella pero totalmente extraña a mí. Con  mi padre he tenido una relación mejor, de buenos amigos. Tenía un sentido de la autoridad distinto al del abuelo. No me orientaba en el sentido de lo que yo pensaba que debía ser, sino que trataba que fuera otra cosa; para empezar quería que me metiera a cura. Pero más tarde, conversando con él, tuve muy buena relación y hablamos mucho. Me contó todos sus amores con mi madre, que es lo que origina El amor en los tiempos del cólera. Son sus amores juveniles, que me narraba minuciosamente. Muchas veces le reclamé cómo era posible que hubiera tratado de cometer esa injusticia de meterme  de cura, sin preguntarme nada, en una edad en la que yo no podía tomar decisiones. “Mira, me explicó, la verdad es que éramos muy pobres”. Él confiaba en que si tenía vocación, era una buena salida. Y quizás hasta hubiera llegado  a ser Papa. ¡Imagínate! El primer Papa latinoamericano, aunque no me hubiera gustado serlo por una sola razón, y es que detesto el poder. Cosa que nadie me va a creer.
Bueno, no fui cura pero fui sacristán, monaguillo varios años. Ahora mi relación con la religión es muy mala. En el pueblo el cura me contó el cuento mal, y ya después no me lo creí. Cuando hice la primera comunión, a los siete años o así, el cura me confesó. Tenía una especie de diccionario de pecados. Abrió el libro y me iba preguntando pecado por pecado. Me preguntó si yo había tenido relaciones con mujer; yo no entendí muy bien la cosa. Luego me preguntó si las había tenido con animales. Le dije que no, pero me quedó en la cabeza. Me enseñó cantidad de cosas.
Por esa época a mí me contaron que había un curita en Ríohacha que decían que era un santo, y que por la mañana, cuando hacía la oración, se elevaba. Esta historia me dejó fascinado. Cuando me pongo a escribir yo saco esas cosas y las cuento como me da la gana; le pongo los adornos y le doy la trascendencia que quiero. En Cien años de soledad me costó mucho trabajo que el cura se elevara. Le puse toda clase de bebidas. Primero empecé con vino. Entonces podía parecer que se emborrachaba. Después seguí con café con leche, con té, y nada. Cuando llegué al chocolate, parecía que debía ser lo contrario, el chocolate es tan pesado que lo bajaría. Pero yo no dejo una cosa si yo mismo no me lo creo, pues entonces no lo creerá nadie. O sea que cuando lo puse con chocolate se elevó inmediatamente y sentí que era creíble, y lo dejé así. Con ninguna otra bebida hubiera subido.
Mi trato con el cine es el de un matrimonio mal avenido. No puedo vivir ni  con el cine ni sin el cine. Siempre me sale mal. Al principio quise ser director, y lo único que he estudiado seriamente es cine. Marché al Centro de Cinematografía de Roma, antes de ir a París. Estuve allí un año, y no. Lo que intenté luego es que otros hicieran el cine bien. Creo que es el oficio más condenadamente difícil. Porque además de la vocación, de las aptitudes, de la inspiración, de todo lo que necesitas como creador, precisas de una artillería técnica inmensa. La gran época fue el neorrealismo italiano. Fue cuando yo descubrí verdaderamente el cine, y ahora encuentro que es un símbolo. Hecho con una gran austeridad de recursos, con mucho sentimiento, es el tipo de cine que podríamos hacer en América Latina. Es decir, no el mismo, pero se puede hacer un cine sin esas pretensiones de Hollywood. Hacer un cine modesto pero bueno. Creo que he visto más cine de lo que he leído. Ahora me cuesta mucho trabajo, porque llego a la sala y termino firmando autógrafos a la puerta. Entonces veo muchas películas pero siempre en sesiones privadas. En la televisión, no. En video miro cine sólo hasta que me doy cuenta si la película me interesa. Y si es así, la veo en 35 mm. Hay una gran diferencia entre el cine y la televisión.
El periodismo es otra cosa. Se trata de una especie de maldición para mí. No logro escapar de él. Entre el reportaje y la novela, hay un momento en que no distingues mucho la frontera. Las fuentes son las mismas, los métodos de elaboración, el material, es el mismo. Y al final podrían ser lo mismo las dos cosas. Cuando los reporteros no hacen las cosas tan bellas como las novelas es porque no pueden; pero si pudieran lo harían. El reportaje es un género literario, un gran género literario.
Y después de toda esta confesión, ¿qué quieres que añada sobre mí? Soy un piscis, pero tengo un ascendente tauro que he logrado imponer. ¿Qué sabes de los piscis? ¿Que son gente muy torturada y muy jodida? Son tímidos, introvertidos, ultrasensibles, desconfiados. Suelen tener una doble personalidad, aunque en realidad todo el mundo la tiene. Y una característica suya es que se creen todo lo que dicen. Yo cada vez menos. Aunque hubo una época en que me creía todo lo que decía. Y de tanto creérmelo, terminó siendo cierto.

Tomado de Juan Luis Cebrián, Retrato de Gabriel García Márquez, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 1997.

García Márquez: Una vida digna de su imaginación

Mayo/2014
Nexos
Héctor Aguilar Camín

Ha muerto el mayor autor y el más querido de las letras españolas. Lo quisieron por igual los lectores y las musas. Y lo quiso también la historia que le dio una vida digna de su imaginación.
La vida de García Márquez se parece a una novela suya. Su abuelo fue un coronel que perdió una guerra luego de pelearla, entre otros, contra dos de sus hijos “ilegítimos”, nacidos fuera del matrimonio.
El abuelo derrotado casó luego con su prima hermana y, andando el tiempo, mató al hijo de una de sus amantes. Tuvo como oficio familiar la orfebrería, crió a un nieto de padre ausente que sería escritor de fama mundial, y murió a resultas de una caída cuando trataba de bajar un loro prófugo de un árbol del patio de su casa.
El padre de García Márquez fue un Don Juan itinerante, dedicado a embaucar pueblos y mujeres con pócimas homeopáticas de su invención. Manes de la homeopatía: deploraba inconsolablemente la proclividad de su hijo mayor a inventar y magnificar. Creía saber con exactitud en qué parte del cerebro se alojaban las facultades del alma y durante un tiempo consideró seriamente la posibilidad de trepanarle el cráneo a su hijo para ajustarle el sitio “donde se ubican conciencia y memoria”.
Todo esto puede leerse en la biografía de Gerald Martin, Gabriel García Márquez. Una vida (Debate, 2009). El personaje central de esa biografía nace en un pueblo perdido de la costa colombiana, conoce a su madre hasta los siete años, aterroriza a sus compañeros de internado con sus sueños y alaridos nocturnos. Tiene el don de la lengua pero no el de la ortografía. Decide casarse con la mujer de su vida el día que la ve, todavía niña, por primera vez. Fuera de su país, pasa hambre y llega a pedir limosna. Tiene la convicción de ser un escritor fracasado justamente en los meses previos a la aparición en su cabeza de una novela que diecisiete años después de publicada lo hace Premio Nobel de Literatura, y cincuenta años después le otorga la confirmación de sus pares como el escritor de lengua española más celebrado y reconocido del siglo XX, comparable sólo a Cervantes, aunque no sabe escribir diálogos.
Las historias de García Márquez han tomado carta de naturaleza en la literatura mundial con la etiqueta de realismo mágico. Pero no hay nada mágico en García Márquez, en el  sentido de un mundo paralelo de fantasía de juegos pirotécnicos; tampoco hay realismo simple, en el sentido de  la consignación verosímil de historias  y personajes de la vida real. Lo que hay es una mirada que ve lo que otras no ven, una imaginación que une lo que otras no unen, un idioma decantado hasta la transparencia, cuya precisión linda con la taxonomía, cuyas reverberaciones tienen la fuerza de la intuición poética y cuyo humor transmite una visión a la vez trágica, límpida, sonora y desordenada de la vida.
“El Gabo no inventa nada”, dice Mercedes Barcha, su mujer: “Todo está ahí”.
Antes de cumplir ochenta años García Márquez se puso a releer sus libros. Regresó de ellos con la misma sorpresa adánica, alucinada, de sus primeros lectores. Preguntaba a su mujer y a sus hijos: “¿Cuando yo escribí esto, no estaba loco?”. La respuesta era no. Él insistía: “¿Parecía loco?”. En absoluto. “¿Tomaba mucho, fumaba mota?”. Nada, salvo café y cigarrillos, y algún trago, pero nunca mucho y jamás para escribir, cosa que hacía como director de escuela por la mañana, de nueve a tres, con regularidad solar, mientras  se lee y se consulta todo lo que hay que leer y consultar sobre lo que se escribe.
Nada me impresionó tanto en el trato del Gabo como la tranquilidad que fluía de su persona, su falta de prisa, la redonda calma con que pasaba por la vida diciendo cosas inesperadas, inconfundiblemente suyas. Por ejemplo: “Lo malo de la vida no es que dure poco sino que siempre termina igual y, además, se va muy rápido”.
Pensé mucho tiempo que aquella tranquilidad soberana era la conclusión de una vida cumplida: la serenidad de un hombre que nada más tenía que pedir a la vida. No es así, desde luego. Siempre hay algo más que pedirle a  la vida.
La parsimonia vital de García Márquez creo que era el fruto de un don aparte, el don de la concentración y la paciencia propias del artesano que alcanza la redondez de su vida en la redondez sin prisa de su oficio. Dice un proverbio náhuatl: “El artista todo lo saca de su corazón, obra con tiento, con cuidado”. Ese proverbio está unido en mi cabeza al oficio de  escribir de Gabriel García Márquez. Y, desde que pude tratarlo, a su oficio de vivir.
El milagro de la escritura de  García Márquez ha creado un milagro mayor, más difícil, si cabe, de hallar en el mundo: el milagro de un escritor tan  admirado como querido, cuyos logros celebran como propios millones de lectores y, más raro aún, miles de colegas.
Un día García Márquez me preguntó mi edad. Cuarenta y cinco, le dije y él me contestó: “Si yo tuviera cuarenta y cinco años, me comía el mundo”. Tenía sesenta y cinco entonces. El día que cumplió ochenta me preguntó  de nuevo cuántos años tenía: “Sesenta”, le dije. “Si yo tuviera sesenta años en este momento”, me dijo, “me comería el mundo”.
La verdad es que se había comido  el mundo a los cuarenta y cinco años, se lo seguía comiendo a los sesenta  y se lo sigue comiendo ahora que se  ha ido, mientras lo celebra universalmente la lengua española con las primeras planas de su inmortalidad.