26/Abril/2014
Confabulario
Alejandro de la Garza
El funerario contraste desplegado ante nosotros por el azar fue
chocante por inevitable. Con un par de días de diferencia fallecieron
Gabriel García Márquez y Emmanuel Carballo y sendas despedidas a estos
hombres de letras alentaron una comparación odiosa. Sin relación con el
sincero homenaje rendido al Nobel colombiano, el destino (podría
escribir sino) deparó al crítico y literato jalisciense un funeral “en
el total abandono”, según informó la prensa. Su mujer Beatriz Espejo, su
hijo Emmanuel Carballo Villaseñor, media docena de amigos y la visita
de rigor de funcionarios culturales. Sino es destino, escribió Paz, y
aunque el accidente de las exequias disparejas sea mera anécdota, no
pude evitar reflexionar sobre el sino del crítico literario, nacido en
Guadalajara en 1929, asumido en
Notas de un francotirador:
“Soy en las letras mexicanas una figura molesta pero necesaria. Y es
natural, el crítico es el aguafiestas, el villano… el resentido, el
amargado; en pocas palabras, el que exige a los demás que se arriesguen,
mientras él mira los toros desde la barrera”.
Puede no coincidirse con esta visión sobre el sino de la crítica
literaria en nuestro país, pero la cita describe el papel personal
aceptado por este ensayista, historiador y memorialista singular de la
literatura mexicana fallecido hace una semana, el domingo 20 de abril a
los 84 años. Hay algo de solitariedad voluntaria, de aislamiento
necesario, de distancia exigida en la lección vital dejada por Emmanuel
Carballo a partir de su honestidad radical y su disposición a pagar el
precio de la incomprensión y la soledad —cuando no del repudio— por la
osadía crítica en un país donde hoy cualquier escritor de costumbrismo
narco se ofende como si fuera Flaubert y las narradoras de novela rosa
se dan aires de Sontag con sus relatos de prostitutas y teiboleras.
Al menos desde 1969, confiesa Carballo en su
Diario público
(2005), “cambié de piel y de manera de comportarme. Me cansaron la
‘alegre vida literaria’, la ostentación, los salones, y comencé a entrar
lentamente a otro tipo de vida, más franciscana que jesuítica”.
El comentario es revelador porque desde su llegada como becario al
Centro Mexicano de Escritores en la ciudad de México en 1953, y por al
menos dos décadas, Carballo estuvo en el centro de la vida literaria y
cultural del país, fue un promotor editorial incansable y su opinión
tuvo peso y profundidad para impulsar o descalificar autores. En aquel
legendario club pasó dos años junto a Rulfo, Arreola, Castellanos,
Carballido. Luego dos años más en El Colegio de México bajo el
magisterio de Alfonso Reyes. En
México en la Cultura del periódico
Novedades,
a cargo de Fernando Benítez, continuó el ejercicio del periodismo
literario iniciado en la capital de Jalisco a través de sus revistas
Ariel y
Odiseo, y también por esos años (1955) apareció la
RevistaMexicana de Literatura, dirigida por él y Carlos Fuentes, “siguiendo el modelo de
Contemporáneos”. Fue también secretario de redacción de la
Gaceta del FCE y tiempo después de la
Revista de la Universidad, además de colaborados del
Diorama de la Cultura del
Excélsior.
Antes de cumplir los 30 Carballo estaba ya junto a la plana mayor de
la literatura mexicana de esos años, con los innovadores cosmopolitas,
los continuadores de nuestra tradición literaria; para decirlo con el
título de su libro más célebre, era un “protagonista de la literatura
mexicana” en el ámbito de la investigación y los estudios de las letras
de los siglos XIX y XX, y consolidaba su ensayística literaria.
Fueron años de estudio, de donde extrajo después sus bibliografías,
su diccionario crítico, su antología y análisis del cuento mexicano.
Destaco por igual sus balances del periodismo independentista de 1800 a
1825 y de la prensa porfirista. Para al suplemento de Benítez realizó
las entrevistas publicadas en su libro
Protagonistas de la literatura mexicana
(1964), volumen reeditado y ampliado hasta convertirse en un texto
ineludible durante los últimos 50 años, texto de necesaria lectura en
todas las universidades, clases de literatura y carreras de letras, y
aún continuado con
Protagonistas de la literatura hispanoamericana.
Fueron también tiempos de enfrentamiento con los ortodoxos
comunistas, recuerda Carballo, quienes despreciaban esa literatura
“nueva” de Rulfo, Paz, Arreola, Castellanos, Fuentes, Revueltas, Garro e
incluso la de Lezama, Carpentier, Borges o Cortázar por considerarla
pequeñoburguesa. Hubo además confrontación con las buenas conciencias,
deseosas de figuras conservadoras, de lustre y “buen gusto” como relevo
generacional de los viejos ateneístas, los agotados novelistas de la
Revolución y los provocadores Contemporáneos.
Como es bien sabido, la Revolución Cubana significó un impacto
crucial para los escritores mexicanos y de toda Latinoamérica. Sacudida
tan fuerte que alteró a muchos su rumbo político y existencial, además
de polarizar de forma tajante, apunta el crítico: se estaba a favor o en
contra, no había más. Él apoyó la causa cubana y empezó su aventura de
estrechar relaciones con el gobierno de Fidel Castro y los escritores de
la Casa de las Américas hasta llegar a ser presidente del Instituto
Mexicano Cubano de Relaciones Culturales. La efervescencia política
agitaba tanto a los sectores intelectuales que en 1961 varios escritores
realizaron una huelga de hambre en apoyo del líder ferrocarrilero
Demetrio Vallejo, preso en Lecumberri desde 1959. Participaron Sergio
Pitol, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, el mismo
Emmanuel Carballo y, a la cabeza, Pepe Revueltas.
El admirativo apasionamiento político por el sistema cubano se diluyó
en menos de una década, y para 1968 la decepción de Carballo fue
evidente. En ese contexto ocurrió el
affaire Reinaldo Arenas.
Carballo conoció el manuscrito de la segunda novela de este notable
autor pobre, homosexual y perseguido en Cuba,
El mundo alucinante,
en supuesto proceso de edición en la isla cuando en realidad las
autoridades evitaban imprimirla. Carballo la publicó en México en su
editorial Diógenes, fundada en 1966, pero el asunto acabó en una disputa
porque Arenas no recibió regalías. De ello estaba bien advertido, alegó
luego Carballo.
Hacia finales de los años sesenta, ya en pleno empuje del
boom latinoamericano, Carballo se retiró de lo que llamó la “alegre vida literaria”. En su último volumen editado en vida,
Párrafos para un libro que no publicaré nunca (2013), confirma el hecho con estas palabras:
“El crítico debería vivir en algún lugar de difícil acceso, por
ejemplo en una montaña. Editores y autores deberían enviarle sus nuevos
títulos con un propio incorruptible. Así quizá sus juicios serían dignos
de ser tomados en cuenta. Las corruptelas le estarían vedadas. Esta
utopía, la crítica honrada, la he tratado de practicar en las sucesivas
etapas de mi trabajo. En cada una de ellas conocí el rechazo, el
silencio. Los autores enjuiciados casi siempre creyeron que minimizaba
su talento por dos razones: la envidia o la ineptitud. En mi larga vida
como crítico me las he visto negras. Un ejemplo, cuando me separé de la
Mafia quedé solo. Perdí contactos con las editoriales, la amistad de
casi toda la gente ‘famosa’”.
¿Quiénes representaban entonces a “la Mafia”? Entre broma y queja así
se le decía, es claro, al grupo de Benítez, Fuentes, Monsiváis,
Pacheco, Cuevas (desde luego don Fernando se doblaba de risa ante el
comentario). Tras el compromiso político fallido, la decepción cubana y
los ataques y distanciamientos por sus afiladas críticas con frecuencia
hirientes, Carballo se retiró de ese grupo, de cierta vida social, de
reuniones y cofradías literarias para concentrarse en el estudio, la
lectura.
A pesar del alejamiento de la farándula literaria, de su ausencia de
reuniones, homenajes, cocteles y presentaciones, en los setenta su
influencia se mantuvo gracias al éxito de aquella serie de rápidas
autobiografías de nuevos escritores, la ampliación del catálogo de
Diógenes y la difusión de más autores jóvenes. Una influencia sustentada
además en sus notas y ensayos para suplementos y revistas sobre un
centenar de narradores, así como por sus labores editoriales en
instancias académicas y asesorías a publicaciones universitarias y de
instituciones oficiales.
Acaso, como escribió el crítico Christopher Domínguez hace unos días,
Carballo se dedicó a administrar su reputación. Su ingreso al Consejo
de la Crónica o su designación como Cronista de Cuajimalpa entre otros
tantos puestos literario-burocráticos lo distrajeron durante buena parte
de los años ochenta y noventa. No obstante, continuó publicando notas
misceláneas, opiniones agudas y observaciones ácidas o resentidas, lo
cual profundizó la idea de su amargura y enojo ante una vida literaria
banal y unas obras para su gusto insatisfactorias o de plano malas.
Al iniciarse los noventa hubo reconocimientos a su labor como crítico
e historiador literario. Lo premió el gobierno de su estado e ingresó
con justicia al Sistema Nacional de Creadores. En 1994 publicó
Ya nada es igual, memorias (1929-1953),
volumen con la narración acuciosa y bien tramada de su estirpe familiar
(fue hijo de un inmigrante español), su infancia y adolescencia en
Michoacán y Jalisco; pero también historia literaria y cultural de su
estado y de su capital, de sus escritores, políticos, revistas
culturales y novelas más importantes. Esta escritura evocativa le daría
empuje para llegar al nuevo siglo y publicar en 2005 la segunda parte de
esas memorias,
Diario público, 1966-1968, conformada por las notas escritas en el
Diorama
y donde concentra, a lo largo de 600 páginas, la vida literaria
mexicana de esos años transformadores. Esta narrativa recupera
atmósferas culturales y ambientes periodísticos, tendencias literarias y
momentos cruciales para las letras y el país con la naturalidad de una
conversación suave y puntual; tupida urdimbre de acontecimientos
narrados con cierta melancolía pero con fuerza y claridad, aproximación
vívida a aquellos días vertiginosos, aunque el mismo Carballo confiese:
“Al releer, corregidas y vueltas a corregir, las notas que componen este
Diario,
a casi 40 años de distancia, me encuentro con un México nebuloso y unos
personajes (yo en primer término) casi fantasmales que me cuesta
esfuerzo comprender y situar en su lugar exacto”.
En 2004 la UNAM publicó sus
Ensayos selectos, con un prólogo y
un dedicado trabajo de edición a cargo de Juan Domingo Argüelles, sobre
quien Carballo ejerció el magisterio de sus enseñanzas y la influencia
notable de su ejemplo de honestidad, según narra el propio Argüelles.
En estos últimos años se multiplicaron los reconocimientos para el
maestro, acaso el más satisfactorio haya sido recibir, a sus 80 años, la
Medalla de Bellas Artes por su trayectoria en las letras y, aunque
seguía enojón, aislado, refunfuñante y crítico al punto de la corrosión,
sus pares reunidos en la sala Manuel M. Ponce lo aplaudieron con
sinceridad. Apenas el año pasado, el solitario crítico publicó como
último libro la tercera parte de sus memorias
Párrafos para un libro que no publicaré nunca.
La herencia literaria de Carballo está pues en una buena decena de
libros, aportaciones a la investigación, los estudios y la historia
literaria mexicana. En sus entrevistas indispensables es el mejor
periodista; en los retratos, reseñas y ensayos alcanza la originalidad y
profundidad de José Luis Martínez; en sus memorias es inevitable evocar
la vida en México descrita por Salvador Novo, y en la crítica
literaria, su valentía acaso no tenga parangón, pues al precio del
aislamiento, la soledad y el distanciamiento, Emmanuel Carballo encontró
independencia y honestidad para ejercerla. En su último libro, el
francotirador se despide:
“Hoy puedo dar menos de lo que di ayer y, supongo, un decaimiento
progresivo se apoderará de mis facultades mentales. Lentamente la vida
se va apagando, te va anulando hasta que en cierto momento ya no
recuerdas siquiera tu nombre”.