sábado, 10 de mayo de 2014

De culto: Jaime Torres Bodet. El poeta y el prosista

10/Mayo/2014
Laberinto
Gabriel Bernal Granados

Un reflejo la forma y la destruye.
"Espejo"
 
Un día, seguramente por ocio o equivocación, mi tío Antonio me regaló los dos tomos de los discursos que Torres Bodet había escrito cuando fue director general de la Unesco. Bastó una hojeada para cerciorarme que la densidad aparente de esos dos volúmenes se correspondía con la calidad de un plomo en el que no iba a invertir más de dos minutos de mi vida. Más tarde, por mediación del libro de Guillermo Sheridan sobre los Contemporáneos, me encontré con algunos detalles relevantes de la biografía de Torres Bodet: a los 19 años, fue nombrado secretario general de la Escuela Nacional Preparatoria y poco después, secretario particular de Vasconcelos cuando éste se desempeñaba como rector de la Universidad Nacional. Este fue apenas el principio de una larga de carrera de funcionario público, que habría de coronar su nombramiento como secretario de Educación Pública en 1943 y de Relaciones Exteriores en 1946.

Si la poesía de Gorostiza se distingue por la parquedad y el rigor de sus publicaciones, la de Torres Bodet está marcada por el signo de la precocidad y la fertilidad. A lo largo de su vida, Torres Bodet publicó más de quince libros de poemas —el primero (Fervor, 1918) a los 16 años. Por cuanto a la forma se refiere, sus poemas son los menos audaces de los poetas de la generación de Contemporáneos. En sus primeros libros (Poemas, 1924; Biombo, 1925), recoge la herencia de González Martínez y del primer López Velarde, y abona, en algunos sonetos, trasuntos de la discusión que sobre la forma y la “modernidad” de la poesía por entonces ocupaba la sensibilidad de sus compañeros de generación. El símbolo del vaso, el espejo y las frutas —en cuanto prendas tomadas de la realidad del sueño— aparecen en los poemas de Torres Bodet de la década de 1920, que fueron los años del roce y el diálogo más intenso entre los miembros de Contemporáneos. En cierto sentido, podría decirse que los poemas de Torres Bodet fueron los mejor diseñados para convertirse en los recipiendiarios directos del encomio y el aplauso del gusto oficialista de la época.

Margarita de niebla, la novela que publicó en 1928, contradice y corrobora a un tiempo esta condición de celebridad intelectual en constante ascenso. Sus procedimientos son los de cierto vanguardismo narrativo francés y equilibrios consumados entre la prosa y el poema que convirtieron a este experimento en un estandarte de lo que por entonces se dio en llamar lo más novedoso de la prosa mexicana contemporánea. 

Lo mejor de la prosa organizada y serena de Torres Bodet, sin embargo, no se encuentra en los discursos que éste preparó para la Unesco en sus años dorados como funcionario público, sino en el libro que sobre Tolstoi publicó en 1965 (León Tolstoi. Su vida y su obra, Editorial Porrúa). La cultura enciclopédica,  la pasión domesticada y los paralelos imposibles entre la Europa y el México finiseculares ("Sorprende que una inteligencia precisa y fina, como la de Díaz Dufoo, haya tomado tan en serio las conclusiones apasionadas de Pózdnishev y haya creído- con ingenua firmeza- que 'el sensualista de Occidente', lector de Schopenhauer, predicase nada menos que 'el anarquismo biológico: la disolución de la especie'.") validan las horas que podría requerir, todavía con provecho, la relectura de este libro, publicado nueve años antes de que su autor decidiera quitarse la vida- el 13 de mayo de 1974— dándose un disparo en la sien en el estudio de su casa.

domingo, 4 de mayo de 2014

La canción de Marguerite

4/Mayo/2014
Jornada Semanal
Arturo Gómez-Lamadrid

C’est dans la reprise des temps par l’imaginaire
que le souffle est rendu à la vie

Marguerite Duras
La memoria de un hombre no es una suma,
es un desorden de posibilidades indefinidas

J. L. Borges
Para Rosario, por supuesto, y para Fernanda y Sofía, mis amorcitos
Cuando, en mayo de 1940, Gallimard publicó bajo el sello NRF un libro firmado en coautoría por Philippe Roques y Marguerite Donnadieu: L’Empire Français, nadie hubiese imaginado, ni siquiera ella misma, que la mujer que escribió esas páginas, renegadas posteriormente, encontraría en la escritura, sin saber por qué, su razón de ser, un trabajo de galeote, contradictorio: abrumador y gozoso, iniciado como el placer de contar una historia y convertido poco a poco en el intento de llegar a la claridad en el recuento de la vida propia −a pesar, pero también a partir de la verdad histórica, pues evocar, contar, es siempre inventar−, en una búsqueda implacable de los resortes que mueven el actuar humano, en una tabla de salvación dentro de un hoyo hecho de soledad y alcohol, en una convivencia con lo desconocido, en un absoluto: “La cosa más importante que me había pasado.” “Escribir no es contar historias, es lo contrario de contar historias. Es contar todo a la vez, contar una historia y la ausencia de esta historia.”
En su extensa obra −relatos, novelas, ensayos, obras de teatro, guiones cinematográficos, películas y textos periodísticos−, compleja, polémica, por momentos irritante, pero sin duda bella, arriesgada, valiosa, averiguó primordialmente sobre la mujer, el amor y el deseo, escarbando en sus zonas límite, más allá de la razón, y alcanzó con la palabra y el silencio, con elipsis y vacíos, recovecos de la naturaleza humana de infrecuente acceso: “un salvajismo anterior a la vida”, algo extraño, cifrado, encantatorio, afincado en hechos contundentes: un crimen pasional, un abandono, un incesto, que adquieren, sin embargo y al mismo tiempo, a través de la escritura, una existencia inasible, perturbadora e intensa. Una obra que, dice Xavière Gauthier, “como ninguna otra, deja que los fallos, las faltas, los blancos, inscriban sus efectos inconscientes en la vida y los actos de los ‘personajes’”.
Al igual que sus dos primeras novelas, La impudicia (1943) y Una vida tranquila (1944), la tercera −firmada ya con el nombre de Marguerite Duras− Un dique contra el Pacífico (1950) está influida por el realismo y las técnicas narrativas de autores estadunidenses, particularmente Hemingway y Faulkner. Ahí cuenta la vida de una madre y sus dos hijos adolescentes −hombre y mujer− en la Indochina francesa, que sueñan con una quimérica riqueza, deifican el dinero y se regodean con el delirante proyecto materno, insertos en una naturaleza formidable e inhóspita, verde, caliente, húmeda, en la que panteras, tigres, zancudos, mosquitos y toda clase de bichos pueblan un espacio insalubre que la madre se empecina inútilmente en convertir en un edén de productivos arrozales −monedas de cambio de la anhelada prosperidad−, anegados por las aguas del Pacífico. La madre y su fracaso llenan la vida de este trío de vergüenza, pero también de orgullo y de una ambición desesperada y cínica cuya presa visible es un anamita rico y feo, enamorado de la joven, en quien se fundan los planes de éxito financiero de la familia, minuciosamente concebidos por la madre.
La ficción autobiográfica
Duras hizo de su infancia indochina y su familia un reservorio de materia prima para la creación. En las primeras tres novelas, pero también en Días enteros en los árboles (1954), El cine Edén (1977), Agathe (1981), El amante de la China del Norte (1991), o la más célebre de todas ellas: El amante (1984), la ficción es autobiográfica. Sus padres, profesores de la escuela de Jules Ferry, decidieron, por separado, probar suerte en estas tierras conquistadas por los ejércitos del Segundo Imperio y explotadas por la Tercera República. Allá, en Gia Dinh, convertida ahora en un suburbio de la actual Ciudad Ho Chi Minh, la admirable y espléndida Saigón construida por los conquistadores franceses y transformada en capital por los almirantes-gobernadores debido a su estratégica ubicación al borde del Mekong, sitio de arribo de los barcos y los refuerzos militares−, el 4 de abril de 1914, Henri y Marie Donnadieu, tras haber procreado dos varones, Pierre y Paul, tuvieron por fin una niña y la llamaron Marguerite. El padre, casado y con dos hijos, profesor, alentado por su hermano −militar en Cochinchina− y respaldado por sus títulos, solicita y obtiene un puesto en la colonia. La madre, Marie Legrand, casada también, sin hijos, llega con su esposo, profesor asimismo, en marzo de 1905. Los padres de la futura escritora se conocen y enviudan, la esposa y el esposo de Henri y de Marie sucumben a una de tantas enfermedades producto de las condiciones insalubres que reinan en estas selvas tropicales. En 1921 −Marguerite tenía siete años−, en Francia, tras un largo debilitamiento y una incierta convalecencia, Henri Donnadieu muere. Aunque para Marguerite su padre no fue, como para Sartre, “una foto en el buró de [su] madre”, su ausencia es definitoria. Su nombre de escritora, Duras, lo tomó de un pequeño cantón en Aquitania, en el departamento de Lot-et-Garonne, la región natal d’Henri; pero en su obra hay pocas referencias a él, a su partida a Francia −resentida tal vez como un abandono− y a su muerte:
En esta residencia es donde mi madre sabrá de la muerte de mi padre. La sabrá antes de la llegada del telegrama, desde la víspera, por una señal que sólo ha visto y ha sabido entender ella, por ese pájaro que en plena noche gritó, enloquecido, perdido en el despacho de la fachada norte del palacio, el de mi padre.
 El eje de la vida familiar, entonces, fue la madre. “Tuve la suerte de tener una madre desesperada, de un desespero tan puro que incluso la dicha de vivir, por intensa que fuera, a veces, no llegaba a distraerla por completo.” Tuvo con ella una relación entrañable y difícil, la tildó de severa, obstinada hasta el absurdo, terrible, dura, violenta y, al mismo tiempo, evocó su valentía, su ternura, su actitud protectora y amorosa. Es, por lo demás, una presencia constante en su obra. Su separación física y prácticamente definitiva ocurrió en octubre de 1933, cuando Marguerite se instaló para siempre en París sin regresar jamás a al país que la había visto nacer. Antes de ello, había hecho tres estancias en Francia: la primera no le dejó ningún recuerdo, pues era muy pequeña; la segunda, entre 1922 y 1924, no sólo la grabó en su memoria: Pardaillan devendría, veinte años después, el escenario de su novela La impudicia. Durante la última estancia, entre marzo de 1931 y septiembre de 1932, estuvo de nuevo en Pardaillan y luego en París, para seguir la primera parte de los cursos que le permitirían obtener su certificado de bachillerato; sin embargo, no todo se redujo a las clases, también se embarazó y vivió la amarga, secreta y clandestina experiencia de un aborto. Inscrita en la Facultad de Derecho de la Universidad de París, tenía pocas compañeras, pues esta disciplina era en aquel tiempo coto casi exclusivo de los hombres. Entre ellos, dos se volverían célebres: François Mitterrand y Jean Moulin. Una vez terminados los estudios, obtuvo un empleo en el Ministerio de las Colonias. La guerra, un encuentro y experiencias íntimas y dolorosas provocaron un cambio rotundo en la joven tímida pero seductora, fogosa y reservada, atildada y provinciana.
Robert Antelme y Marguerite Donnadieu se conocieron en el invierno de 1936 y se casaron el 23 de septiembre de 1939. Él ya había sido enviado al frente, a Ruán, en donde recibió un telegrama de ella pidiéndole que la desposara. Muchos años más tarde diría, refiriéndose a Antelme:
De los hombres que conocí, fue el que más influencia tuvo en los hombres que conoció. De toda mi vida, fue el más importante. Para mí y para los otros […] Era la inteligencia misma […] Era muy alegre. Y creo que algo increíble en él era que no se daba cuenta en absoluto de esta especie de poder que ejercía sobre los otros, no lo sabía.
Empezaban los años negros, llenos de trastocamientos políticos y sociales, de violencia, dolor, penuria y muerte. En mayo de 1942 pierde a su bebé, que sólo vive algunos minutos, y en noviembre recibe la noticia del fallecimiento de Paul, su adorado hermano. Los primeros años de la ocupación los vive en el desconcierto, un poco a ciegas, sin saber si hay que apoyar a Pétain o no, ocupada en vivir, en sufrir, en luchar para comer, pues además de la escasez y los racionamientos, se queda sin empleo durante veinte meses, a partir de noviembre de 1940. Y empieza a escribir.
Le Square (1955) marca el inicio del profundo cambio en su escritura. La novela es, bajo la forma de un extenso diálogo, un encuentro entre dos humildes, una joven sirvienta cuya vida se reduce a obedecer, limpiar y esperar, y un hombre maduro, buhonero, que ha renunciado a toda esperanza y vive este abandono, día a día, con felicidad: “Hay gente así, que encuentra tanto placer en vivir, que puede abstenerse de esperar. Me rasuro todas las mañanas cantando. ¿Qué más quiere usted?” Esta forma dialogada explica que la obra haya sido recuperada por el teatro y puesta en escena una y otra vez. Pero Le Square es sólo el inicio de otras novelas que se transformarán en cine, y en las que el intrincado tejido hecho de recuerdos, realidad e invención, dará vida a las obsesiones y los temores de aquella niña. Así, El arrebato de Lol V. Stein (1964) y El vicecónsul (1966), desembocarán en India Song (1975), sin duda la película emblemática de la autora.
“Hace falta tan poco para contar una historia”, decía Duras. Pero hizo falta el terror a la lepra, a la mendiga con el pie podrido que un día regaló su niño a la viuda Donnadieu; hizo falta una impresión profunda, una conmoción, al enterarse del suicidio de aquel joven cuyo cadáver quedó expuesto durante largas horas, como un espectáculo, llevando el adulterio de lo íntimo a lo público; hizo falta una imaginación febril para transformar a esa mujer pelirroja y hermosa, esposa del delegado general en Indochina, en esta dadora de muerte, en este personaje fatal de aura tenebrosa. La autora de Emily l. (1987) afirmó que contaba historias que ya estaban ahí, en alguna parte, inadvertidas, desatendidas, y que, al pasar por ella y ser devueltas, devenían perceptibles. Pero en este pasaje adquieren luces y sombras, persiguen caminos no andados, no impuestos por la linealidad o las convenciones, e interpelan al lector, que, de cualquier manera, termina siempre por añadir sus propios fantasmas.

Así es como hay que irse

4/Mayo/2014
Jornada Semanal
Jorge Pedro Uribe Llamas

En junio de 2013, cuando se hizo esta entrevista, Emmanuel Carballo se dedicaba a corregir los libros que había escrito “para dejar las cosas lo mejor posible”. Le gustaba visitar a Guillermo Tovar de Teresa en la colonia Roma. Decía que tenía que caminar para vivir más años. Sus opiniones sobre los escritores que conoció de cerca eran tan vehementes como de costumbre. Murió el crítico y autor, pero sobrevive un trabajo bien documentado sobre la literatura mexicana del siglo XX.

–En Protagonistas de la literatura mexicana (1965) usted escribió que un entrevistador es un aguafiestas. ¿Por qué?
–Cuando estás con una persona que te acorrala por todos lados para que digas lo que debe ser y no lo que tú quieres, entonces te saca de tu mundo, de tu conformismo, y te pone frente a la pared, donde puede fusilarte o perdonarte.
–¿Fue cómodo entrevistar a gente como Vasconcelos?
–Él fue una figura que ayudó a formar mi personalidad. Dos personas han sido fundamentales en mi vida, y son las antípodas: Alfonso Reyes y José Vasconcelos. Uno aceptaba el mundo y el otro quería transformarlo. A Reyes le gustaba el mundo tal y como era, siempre y cuando él fuera el rey, mientras que Vasconcelos quería hacer el mundo a su imagen y semejanza. Los entrevisté porque eran mis ídolos. Me sirvió para redondear el retrato de personas que ya admiraba.
–¿Qué admira de Alfonso Reyes?
–Su estilo. Sigo sin conocer a un escritor que trabaje tan bien la filigrana y que no se note. Era un gran estilista, un primor de conocimiento del idioma. Llegar a las cosas que escribía Reyes es llegar a la región mas transparente del aire. Te vuelve lo más difícil, lo más pedregoso, un camino recién asfaltado. Era muy educado para escribir, sabía cómo comportarse. Hasta te imaginas qué color de camisa traía, si estaba vestido de traje, de pantalón y saco o de suéter o chamarra. Reyes es tan claro que primero llegas a amarlo, después a burlarte un poco, deshacerte de él y posteriormente a amarlo desmedidamente.
–También entrevistó a Carlos Fuentes cuando iniciaba. ¿Cómo lo recuerda?
–Lo conocí en 1954. Era un hombre muy brillante, guapo, bien vestido. Había ido a buenas universidades y tenido muy buenos amigos. De niño, Alfonso Reyes lo había sentado en sus piernas. Su padre era diplomático. Él se vistió de charro antes que... Bueno, yo nunca me he vestido de charro.
–¿Y a la joven Elena Poniatowska? Usted celebró sus primeros escritos.
–Estábamos un poco enamorados de Elena y confundíamos biografía con bibliografía, amor con literatura. Era mona, tenía bonitas piernas. Sus méritos como escritora son pequeños si la comparamos con Inés Arredondo, Luisa Josefina Hernández, Beatriz Espejo o Elena Garro, que fue la escritora más importante de la segunda mitad del siglo XX.
–¿Por qué la mejor?
–Porque la he leído minuciosamente: sus cuentos, novelas, diarios, cartas, obras de teatro. Yo le pagué mil dólares para que publicara su Felipe Ángeles, que es una hermosa obra de teatro. Perdí mi herencia haciendo libros: publiqué doscientos libros y perdí todos los centavos que me dejó mi mamá. Cumplí con mi deber. De Elena Garro me acuerdo de sus recursos estilísticos, de cómo con cuatro o cinco frases volvía a un personaje imperecedero.
–Usted dijo en una entrevista que ella tenía una cultura sujetada por alfileres y que no había leído más de ochenta libros.
–Pero tenía tantos libros de ella misma en el páncreas, el hígado, los riñones, el corazón, que no necesitaba leer. Un genio se da esos lujos: inventar libros que nunca ha leído. Hay autores que no necesitan leer, sino leerse a sí mismos.
–¿Será el caso de Juan Rulfo?
–No, él era un buen lector. Leía mucha literatura estadunidense traducida al español. Tenía más influencia de los traductores de Faulkner que de Faulkner. Lo importante es el talento que tenía.
–¿De Octavio Paz qué recuerdo tiene?
–Es mi maestro. Le tengo una enorme admiración. Si realmente quieres a una persona te vuelves su crítico más entusiasta. Obviamente me peleé con Paz. Era mi temperamento. Además, nunca me sujeté a lo que pensaba mi corazón, mi cerebro no se lo impedía. Tuve muchas muchas satisfacciones y tristezas. Pero así es como hay que irse.
–¿Los autores jóvenes también le interesan?
–Juan Villoro me parece un buen escritor, pero no trata los problemas que a mí me interesan. Yo creo que tú aprendes con tus mayores, la gente de tu edad o más joven no te enseña. ¿Hoy quién lee por ejemplo a Mariano Azuela? Yo lo leí muchísimo en los años cincuenta.
–¿Cómo era la Ciudad de México en ese tiempo?
–Nos veíamos en los cafés. Me acuerdo de uno en Bucareli y Reforma y de otro en Insurgentes y Baja California, cerca del Cine Las Américas. Los primeros años casi nunca desayunaba en mi casa, sino en Sanborns. Me acuerdo hasta de las gentes que iban: había una o dos mesas de escritores, gentes agradables y desagradables. Alguien que no me simpatizaba era Ricardo Garibay, que trabajó mucho para hacer un estilo, un estilo a fuerza, no un estilo natural. Él siempre tenía reglas que lo ataban, no volaba, estaba preso en la tierra. También recuerdo a Fausto Vega, creo que era secretario de El Colegio Nacional, tenía una risa conmovedora e inteligente: empezaba a reírse y toda la gente de Sanborns volteaba a verlo. Era muy agradable.
–De su vida anterior en Guadalajara, ¿de qué se acuerda?
–Empecé a escribir más o menos a los diecisiete años. Mi gran amigo era Carlos Valdés, habíamos sido compañeros en la primaria y secundaria. Leíamos en el Parque de la Revolución, que lo había hecho Luis Barragán, adelantándose cuarenta años a la arquitectura. La ciudad era pequeña, tendría unos 150 mil habitantes. Admiro, quiero y sufro cuando hablo de Guadalajara. En 1949 empezamos a publicar Ariel, hicimos veinticinco números, publicamos a muchos autores locales, nacionales y extranjeros. Yo leía mucha poesía española.
–¿Sirve leer mucho si uno no se dedica a la literatura?
–Conozco gentes, muchachos y grandes, que no escriben, que nos conocimos como lectores. Yo he escrito y ellos siguen leyendo, y son más felices que yo, quizá.

La vida te va apagando

4/Mayo/2014
Jornada Semanal
Orlando Ortiz

Hace tres o cuatro semanas me comuniqué por teléfono con él, para saludarlo y preguntarle cómo estaba, cómo se sentía. Aproveché para felicitarlo por la aparición de su Párrafos para un libro que no publicaré nunca, recién editado por Conaculta ¿Ya lo leíste?, me preguntó. ¡Claro!, respondí, y creo que resolviste de maravilla las dudas que tenías en cuanto a los episodios sentimentales de tu vida, apunté. Fue una charla breve; en su voz percibí el cansancio de la edad y los males que con ella vienen. No obstante me preguntó en qué estaba trabajando y le respondí que en una novela que me costará un chingo de canas verdes; él sonrió y me dijo que canas tenía desde hace mucho; porque desde hace mucho me cuesta trabajo escribir como antes, respondí, escribir media cuartilla me cuesta un huevo y la mitad del otro. Es que lentamente la vida te va apagando, sentenció y yo no me atreví a decirle: te estás autoplagiando, pues esas palabras se hallan en el párrafo antepenúltimo del libro.

Conocí a Emmanuel en 1967, si la memoria no me falla, en una ceremonia de premiación. Yo había obtenido el segundo lugar en el primer concurso de la revista Punto de Partida, en cuento. Julieta Campos y Emmanuel Carballo habían sido los jurados. Entablamos conversación y él me preguntó si tenía alguna novela, pues Diógenes (la naciente editorial que él dirigía) estaba organizando la publicación de seis novelas en competencia de jóvenes escritores mexicanos, y le faltaban dos o tres títulos. Le respondí que tenía una en proceso. Llévame a casa lo que tienes, para echarle un ojo. Así lo hice y me dijo que le gustaba y que siguiera escribiéndola, a ver si la terminaba satisfactoriamente antes de que se completaran las novelas requeridas para el certamen. Lo conseguí y al parecer los resultados fueron satisfactorios, pues la publicó.
Ese fue el inicio de nuestra amistad. Después, como producto de nuestras charlas, nacieron tres libros más, que él editó. Cuando don Eulalio Ferrer le pidió que se hiciera cargo de la revista Cuadernos de Comunicación, me llamó para que fuera el secretario de redacción. De esa época recuerdo que ambos –y José Ciccone, como diagramador– sacábamos adelante la revista; todos los lunes, por la mañana, antes de iniciar las labores, comentábamos el capítulo de nuestra “telenovela favorita” –lo decíamos burlándonos de nosotros mismos–, Los de arriba y los de abajo, una serie inglesa espléndida en todos sentidos. Posteriormente comenzó a colaborar como articulista en la Organización Editorial Mexicana, a invitación de don Benjamín Wong, quien acabó convenciéndolo de que aceptara ser el jefe de la sección editorial, y le daba carta blanca para invitar colaboradores, quitar a los que sintiera obsoletos, etcétera. Fui invitado a colaborar, y dadas sus relaciones con intelectuales latinoamericanos de “peso completo” en ese momento, que estaban como refugiados políticos, la nómina del diario se enriqueció considerablemente. Hubo algunas fricciones con el jefe de redacción o subdirector, ya no lo recuerdo bien, pero don Benjamín Wong siempre le dio su apoyo a Emmanuel. El problema se presentó cuando el licenciado Mario Moya Palencia dejó la Secretaría de Gobernación y sustituyó en el timón a don Benjamín. Hubo problema con algunos de mis artículos, le dije a Emmanuel que para evitarle problemas renunciaría y me respondió que él también lo haría. Lo hizo saber a los colaboradores, que de inmediato se solidarizaron. Se presentó públicamente la renuncia, y Emmanuel también lo hizo de manera individual en una carta dirigida al Lic. Moya, vía Enrique Mendoza, expresando su total desacuerdo por la conducción autoritaria y nueva línea editorial del periódico, ahora carente de crítica y servil, y por lo mismo se oponía a que los artículos de los colaboradores que él había llevado a la Organización fueran mutilados o sometidos a censura.
Podía haber hecho caso omiso del problema, en cierta medida menor, pues en realidad al único colaborador al que se le habían mutilado colaboraciones fue a mí, que escribía de cuestiones nacionales, pues el resto abordaban los problemas de Latinoamérica. Pero no lo hizo. Iba contra sus principios libertarios, de solidaridad y, por así decirlo, de izquierda sin partido. El siempre se consideró un “francotirador”. Tanto en la literatura como en la política. Nunca solapó debilidades o errores de amigos o enemigos. Esto le acarreó muchas enemistades y pérdida de “amigos” incapaces de aceptar críticas. Tal vez se quedó malacostumbrado a ser el “infante terrible” que en los años cincuenta apareció en la crítica literaria de nuestro país. Y, en alguna medida, se fue quedando solo. (Como casi solo, en su ataúd, estaba este lunes 21 en la funeraria. La fiesta fúnebre estaba en otra parte, donde había cámaras, medios, celebridades. Pero ésta no era excluyente, los excluyentes fueron los asistentes al duelo.)
¿Cuál fue el mayor pecado de Emmanuel Carballo? Decir lo que pensaba y ser congruente con lo que decía. Además, allá en el rancho habríamos dicho: no tenía pelos en la lengua. Era consciente, por otra parte, de que podía estar equivocado en sus juicios, pero de lo que siempre estaba convencido era de la sinceridad de los mismos. En cierta ocasión, cuando tenía poco de conocerlo y tratarlo, me dijo que le espantaba la idea de llegar a una edad en la que se estancara intelectualmente y quedara ligado a prejuicios literarios o políticos conservadores o, lo que era peor, reaccionarios. Que para él, los críticos debían ser como los poetas marchitos, que si tienen suerte se retiran a tiempo, para no escribir pendejadas obsoletas y olorosas a naftalina. Emmanuel Carballo, estoy convencido de ello, no tuvo que retirarse porque nunca llegó a viejo; siempre fue, a lo largo de su vida, el infante terrible, el “mal necesario”, como él mismo calificaba su oficio.
A veces declaraba estar esperando la aparición de un joven crítico al que pudiera dejarle la estafeta. El problema, ahora, aunque se oiga como lugar común, es que deja un vacío tremendo. No veo a ese joven que pueda llenar los zapatos de Emmanuel. En la academia hay muchas y muchos de gran talento y con conocimientos muy amplios, pero tal vez por lo mismo incapaces de la pasión y vehemencia necesarias para ser críticos.

Para conocer a Carballo

4/Mayo/2014
Jornada Semanal
Felipe Garrido

En 1950, en el patio de su casa –en Guadalajara no había galerías–, Emmanuel Carballo, que tenía veintiún años, montó lo que él llamó la primera exposición de escultura abstracta en el país. Fue acusado de ser agente de la cia y de socavar la identidad nacional, pero él sabía que apuntaba hacia el futuro y que el arte abstracto era un territorio del que no tenían por qué verse excluidos los mexicanos –el caso lo pinta de cuerpo entero.
El país estaba aún empantanado en la trifulca entre el arte cosmopolita y el arte nacionalista–realista-socialista que lo agitaba desde los años veinte. Aquella vez, como en su primera gran empresa cultural –la revista Ariel, un año antes–, Carballo no se equivocó. (Cuando erraba lo hacía con la misma contundencia con que solía acertar.) Tampoco se equivocó, ya trasplantado a México, cuando, desde la Revista Mexicana de Literatura –que dirigía, con Carlos Fuentes–, en un artículo clave, “Rulfo y Arreola, cuentistas”, clausuró el pugilato anunciado: Rulfo nacionalista versus Arreola cosmopolita, decían oficiosos jaladores. Carballo, que había leído con los ojos abiertos, dejó asentado que el enfrentamiento era estéril: uno y otro coincidían en donde importa, en el terreno de lo bien hecho.
Poeta, cuentista, maestro, periodista, investigador, promotor de la cultura, editor, conferenciante eminente, Carballo acrecentó su erudición –que él minimizaba–, su olfato, su honestidad y su intransigencia hasta convertirse en uno de los más sólidos pilares de nuestra cultura como historiador y crítico de lo que se ha escrito en México, y en otros lugares. Cuanto he dicho –de pronto me doy cuenta– deja de lado lo más importante: Carballo fue un hombre enamorado, vital, curioso, chismoso, irreverente, provocador, combativo más allá de las palabras; fue también un amigo generoso. Carballo sabía que la literatura es vida.
Ahora que comienzo a verlo en la perspectiva de una vida cumplida siento que tres libros impresos hace diez años, a mitad de 2004, se suman para darnos una imagen de este personaje imprescindible en nuestra cultura. Emmanuel Carballo: protagonista de la literatura mexicana, una colección de ensayos y entrevistas de diversos autores, recogidos por Rogelio Reyes Reyes y publicados por la Universidad Autónoma de Nuevo León; Ensayos selectos, un puñado de estudios y entrevistas de Carballo, elegidos y prologados por Juan Domingo Argüelles y editados por la Universidad Nacional Autónoma de México; y Ya nada es igual, memorias de 1929 a 1953, los veinticuatro años tapatíos de Carballo, antes de mudarse a México –las publicó inicialmente Ediciones de la Noche, en Guadalajara, y en la actualidad lo hace el Fondo de Cultura Económica.
Un amplio –35 páginas– y útil “Estudio preliminar”, de enfoque biográfico, por Rogelio Reyes Reyes, abre Emmanuel Carballo: protagonista de la literatura mexicana. Tres homenajes –de Escalante, Campos y Valdés Medellín– resaltan enseñanzas, virtudes y manías: la actitud beligerante, la sinceridad irredenta, la entrevista-ensayo, la capacidad de síntesis, la intervención decisiva para definir autores, grupos, obras. Dos homenajes más, de Beatriz Espejo –“Nos llevaría buen rato enumerar las escaleras que Emmanuel Carballo ha tendido o ayudado a tender para que otros las transiten”, y enumera algunas– y de Leonardo Martínez Carrizales –“estamos condenados a repetir a Carballo sin citarlo adecuadamente”, y lo ejemplifica con amplitud–, lo exploran más a fondo. Siguen un paréntesis de Rangel Guerra y una sección de entrevistas –Poniatowska, Campos, Roura, Argüelles, Ruvalcaba, Güemes, Arankowsky, Ramírez– que deja en claro la maestría del entrevistado.
Ensayos selectos tiene un prólogo espléndido, y una selección que presenta uno de los posibles rostros de Carballo: el del crítico que ordena su experiencia –por virtud del antologador– para dar una imagen de los fundamentos de nuestra literatura en el siglo XX. El libro se divide en tres secciones: Estudios literarios, Protagonistas y Memorias de un francotirador. Hacen falta unos pocos ensayos fundamentales, como el ya mencionado sobre Rulfo y Arreola. Pese a eso, el trabajo de Argüelles es muy meritorio: acerca la obra de Carballo al lector de nuestros días y de los días por venir. Al través de las palabras de Carballo presenta un ambicioso programa de lecturas. Quien quiera estar al tanto de lo que se escribió en México en los dos primeros tercios del siglo XX, tendrá que seguir los itinerarios propuestos por Carballo, según los ordena Argüelles.
Ya nada es igual es una obra viva, que puede leerse como una novela; una obra profunda, espléndidamente escrita, donde se construye por lo menos un gran personaje: el niño y el joven que Emmanuel Carballo fue –y donde se extiende un amplio fresco sobre la vida en la Guadalajara de los años treinta y cuarenta del siglo XX. El libro despliega un interés central en la literatura –abunda en reflexiones, noticias, confidencias en torno a las letras–, pero no se limita a ese campo. Hay otros motivos de indagación –la gente de todos los días– y una cuidadosa escritura que da vida al mundo personal de Carballo.
Los tres libros se acompañan y se completan; vale la pena leerlos a un mismo tiempo: presentan a este enorme personaje que hoy llora nuestra cultura, y muestran una visión amplia y profunda de esa misma cultura.
Estos tres libros son una manera de comenzar a conocer a Carballo, pero no lo agotan. Hay temas que dejan pendientes y que haría falta ver tratados: el lenguaje de Carballo; su labor como editor, sobre todo en Diógenes; el magisterio que ha ejercido a través de sus escritos y su palabra hablada.
Estos tres libros que ahora he comentado dan testimonio de un hombre que cuando iba llegando a la mitad de su vida se retrató de esta manera en su columna Diario Público: “Yo quise ser, desde adolescente, un hombre feliz. Y la felicidad, para mí, consiste en decir a toda hora lo que pienso del mundo que me rodea. Felicidad también, y más profunda, es el amor. Puedo decir a los treinta y nueve años que casi siempre he dicho la verdad (cuando no la dije sufrí grandes calamidades internas) y casi siempre he vivido enamorado. Esta actitud tiene sus desventajas: hace años que nadie me ofrece empleos y mucha gente decente (e importante) me mira como a un apestado. Y realmente no soy yo el que apesta sino la sociedad en que vivo.”

viernes, 2 de mayo de 2014

Emmanuel Carballo: sino y herencia del francotirador

26/Abril/2014
Confabulario
Alejandro de la Garza

El funerario contraste desplegado ante nosotros por el azar fue chocante por inevitable. Con un par de días de diferencia fallecieron Gabriel García Márquez y Emmanuel Carballo y sendas despedidas a estos hombres de letras alentaron una comparación odiosa. Sin relación con el sincero homenaje rendido al Nobel colombiano, el destino (podría escribir sino) deparó al crítico y literato jalisciense un funeral “en el total abandono”, según informó la prensa. Su mujer Beatriz Espejo, su hijo Emmanuel Carballo Villaseñor, media docena de amigos y la visita de rigor de funcionarios culturales. Sino es destino, escribió Paz, y aunque el accidente de las exequias disparejas sea mera anécdota, no pude evitar reflexionar sobre el sino del crítico literario, nacido en Guadalajara en 1929, asumido en Notas de un francotirador:

“Soy en las letras mexicanas una figura molesta pero necesaria. Y es natural, el crítico es el aguafiestas, el villano… el resentido, el amargado; en pocas palabras, el que exige a los demás que se arriesguen, mientras él mira los toros desde la barrera”.

Puede no coincidirse con esta visión sobre el sino de la crítica literaria en nuestro país, pero la cita describe el papel personal aceptado por este ensayista, historiador y memorialista singular de la literatura mexicana fallecido hace una semana, el domingo 20 de abril a los 84 años. Hay algo de solitariedad voluntaria, de aislamiento necesario, de distancia exigida en la lección vital dejada por Emmanuel Carballo a partir de su honestidad radical y su disposición a pagar el precio de la incomprensión y la soledad —cuando no del repudio— por la osadía crítica en un país donde hoy cualquier escritor de costumbrismo narco se ofende como si fuera Flaubert y las narradoras de novela rosa se dan aires de Sontag con sus relatos de prostitutas y teiboleras.

Al menos desde 1969, confiesa Carballo en su Diario público (2005), “cambié de piel y de manera de comportarme. Me cansaron la ‘alegre vida literaria’, la ostentación, los salones, y comencé a entrar lentamente a otro tipo de vida, más franciscana que jesuítica”.

El comentario es revelador porque desde su llegada como becario al Centro Mexicano de Escritores en la ciudad de México en 1953, y por al menos dos décadas, Carballo estuvo en el centro de la vida literaria y cultural del país, fue un promotor editorial incansable y su opinión tuvo peso y profundidad para impulsar o descalificar autores. En aquel legendario club pasó dos años junto a Rulfo, Arreola, Castellanos, Carballido. Luego dos años más en El Colegio de México bajo el magisterio de Alfonso Reyes. En México en la Cultura del periódico Novedades, a cargo de Fernando Benítez, continuó el ejercicio del periodismo literario iniciado en la capital de Jalisco a través de sus revistas Ariel y Odiseo, y también por esos años (1955) apareció la RevistaMexicana de Literatura, dirigida por él y Carlos Fuentes, “siguiendo el modelo de Contemporáneos”. Fue también secretario de redacción de la Gaceta del FCE y tiempo después de la Revista de la Universidad, además de colaborados del Diorama de la Cultura del Excélsior.

Antes de cumplir los 30 Carballo estaba ya junto a la plana mayor de la literatura mexicana de esos años, con los innovadores cosmopolitas, los continuadores de nuestra tradición literaria; para decirlo con el título de su libro más célebre, era un “protagonista de la literatura mexicana” en el ámbito de la investigación y los estudios de las letras de los siglos XIX y XX, y consolidaba su ensayística literaria.

Fueron años de estudio, de donde extrajo después sus bibliografías, su diccionario crítico, su antología y análisis del cuento mexicano. Destaco por igual sus balances del periodismo independentista de 1800 a 1825 y de la prensa porfirista. Para al suplemento de Benítez realizó las entrevistas publicadas en su libro Protagonistas de la literatura mexicana (1964), volumen reeditado y ampliado hasta convertirse en un texto ineludible durante los últimos 50 años, texto de necesaria lectura en todas las universidades, clases de literatura y carreras de letras, y aún continuado con Protagonistas de la literatura hispanoamericana.

Fueron también tiempos de enfrentamiento con los ortodoxos comunistas, recuerda Carballo, quienes despreciaban esa literatura “nueva” de Rulfo, Paz, Arreola, Castellanos, Fuentes, Revueltas, Garro e incluso la de Lezama, Carpentier, Borges o Cortázar por considerarla pequeñoburguesa. Hubo además confrontación con las buenas conciencias, deseosas de figuras conservadoras, de lustre y “buen gusto” como relevo generacional de los viejos ateneístas, los agotados novelistas de la Revolución y los provocadores Contemporáneos.

Como es bien sabido, la Revolución Cubana significó un impacto crucial para los escritores mexicanos y de toda Latinoamérica. Sacudida tan fuerte que alteró a muchos su rumbo político y existencial, además de polarizar de forma tajante, apunta el crítico: se estaba a favor o en contra, no había más. Él apoyó la causa cubana y empezó su aventura de estrechar relaciones con el gobierno de Fidel Castro y los escritores de la Casa de las Américas hasta llegar a ser presidente del Instituto Mexicano Cubano de Relaciones Culturales. La efervescencia política agitaba tanto a los sectores intelectuales que en 1961 varios escritores realizaron una huelga de hambre en apoyo del líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo, preso en Lecumberri desde 1959. Participaron Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, el mismo Emmanuel Carballo y, a la cabeza, Pepe Revueltas.

El admirativo apasionamiento político por el sistema cubano se diluyó en menos de una década, y para 1968 la decepción de Carballo fue evidente. En ese contexto ocurrió el affaire Reinaldo Arenas. Carballo conoció el manuscrito de la segunda novela de este notable autor pobre, homosexual y perseguido en Cuba, El mundo alucinante, en supuesto proceso de edición en la isla cuando en realidad las autoridades evitaban imprimirla. Carballo la publicó en México en su editorial Diógenes, fundada en 1966, pero el asunto acabó en una disputa porque Arenas no recibió regalías. De ello estaba bien advertido, alegó luego Carballo.

Hacia finales de los años sesenta, ya en pleno empuje del boom latinoamericano, Carballo se retiró de lo que llamó la “alegre vida literaria”. En su último volumen editado en vida, Párrafos para un libro que no publicaré nunca (2013), confirma el hecho con estas palabras:

“El crítico debería vivir en algún lugar de difícil acceso, por ejemplo en una montaña. Editores y autores deberían enviarle sus nuevos títulos con un propio incorruptible. Así quizá sus juicios serían dignos de ser tomados en cuenta. Las corruptelas le estarían vedadas. Esta utopía, la crítica honrada, la he tratado de practicar en las sucesivas etapas de mi trabajo. En cada una de ellas conocí el rechazo, el silencio. Los autores enjuiciados casi siempre creyeron que minimizaba su talento por dos razones: la envidia o la ineptitud. En mi larga vida como crítico me las he visto negras. Un ejemplo, cuando me separé de la Mafia quedé solo. Perdí contactos con las editoriales, la amistad de casi toda la gente ‘famosa’”.

¿Quiénes representaban entonces a “la Mafia”? Entre broma y queja así se le decía, es claro, al grupo de Benítez, Fuentes, Monsiváis, Pacheco, Cuevas (desde luego don Fernando se doblaba de risa ante el comentario). Tras el compromiso político fallido, la decepción cubana y los ataques y distanciamientos por sus afiladas críticas con frecuencia hirientes, Carballo se retiró de ese grupo, de cierta vida social, de reuniones y cofradías literarias para concentrarse en el estudio, la lectura.

A pesar del alejamiento de la farándula literaria, de su ausencia de reuniones, homenajes, cocteles y presentaciones, en los setenta su influencia se mantuvo gracias al éxito de aquella serie de rápidas autobiografías de nuevos escritores, la ampliación del catálogo de Diógenes y la difusión de más autores jóvenes. Una influencia sustentada además en sus notas y ensayos para suplementos y revistas sobre un centenar de narradores, así como por sus labores editoriales en instancias académicas y asesorías a publicaciones universitarias y de instituciones oficiales.

Acaso, como escribió el crítico Christopher Domínguez hace unos días, Carballo se dedicó a administrar su reputación. Su ingreso al Consejo de la Crónica o su designación como Cronista de Cuajimalpa entre otros tantos puestos literario-burocráticos lo distrajeron durante buena parte de los años ochenta y noventa. No obstante, continuó publicando notas misceláneas, opiniones agudas y observaciones ácidas o resentidas, lo cual profundizó la idea de su amargura y enojo ante una vida literaria banal y unas obras para su gusto insatisfactorias o de plano malas.

Al iniciarse los noventa hubo reconocimientos a su labor como crítico e historiador literario. Lo premió el gobierno de su estado e ingresó con justicia al Sistema Nacional de Creadores. En 1994 publicó Ya nada es igual, memorias (1929-1953), volumen con la narración acuciosa y bien tramada de su estirpe familiar (fue hijo de un inmigrante español), su infancia y adolescencia en Michoacán y Jalisco; pero también historia literaria y cultural de su estado y de su capital, de sus escritores, políticos, revistas culturales y novelas más importantes. Esta escritura evocativa le daría empuje para llegar al nuevo siglo y publicar en 2005 la segunda parte de esas memorias, Diario público, 1966-1968, conformada por las notas escritas en el Diorama y donde concentra, a lo largo de 600 páginas, la vida literaria mexicana de esos años transformadores. Esta narrativa recupera atmósferas culturales y ambientes periodísticos, tendencias literarias y momentos cruciales para las letras y el país con la naturalidad de una conversación suave y puntual; tupida urdimbre de acontecimientos narrados con cierta melancolía pero con fuerza y claridad, aproximación vívida a aquellos días vertiginosos, aunque el mismo Carballo confiese:

“Al releer, corregidas y vueltas a corregir, las notas que componen este Diario, a casi 40 años de distancia, me encuentro con un México nebuloso y unos personajes (yo en primer término) casi fantasmales que me cuesta esfuerzo comprender y situar en su lugar exacto”.

En 2004 la UNAM publicó sus Ensayos selectos, con un prólogo y un dedicado trabajo de edición a cargo de Juan Domingo Argüelles, sobre quien Carballo ejerció el magisterio de sus enseñanzas y la influencia notable de su ejemplo de honestidad, según narra el propio Argüelles.

En estos últimos años se multiplicaron los reconocimientos para el maestro, acaso el más satisfactorio haya sido recibir, a sus 80 años, la Medalla de Bellas Artes por su trayectoria en las letras y, aunque seguía enojón, aislado, refunfuñante y crítico al punto de la corrosión, sus pares reunidos en la sala Manuel M. Ponce lo aplaudieron con sinceridad. Apenas el año pasado, el solitario crítico publicó como último libro la tercera parte de sus memorias Párrafos para un libro que no publicaré nunca.

La herencia literaria de Carballo está pues en una buena decena de libros, aportaciones a la investigación, los estudios y la historia literaria mexicana. En sus entrevistas indispensables es el mejor periodista; en los retratos, reseñas y ensayos alcanza la originalidad y profundidad de José Luis Martínez; en sus memorias es inevitable evocar la vida en México descrita por Salvador Novo, y en la crítica literaria, su valentía acaso no tenga parangón, pues al precio del aislamiento, la soledad y el distanciamiento, Emmanuel Carballo encontró independencia y honestidad para ejercerla. En su último libro, el francotirador se despide:

“Hoy puedo dar menos de lo que di ayer y, supongo, un decaimiento progresivo se apoderará de mis facultades mentales. Lentamente la vida se va apagando, te va anulando hasta que en cierto momento ya no recuerdas siquiera tu nombre”.

Elena Poniatowska y los lectores

26/Abril/2014
Confabulario
Eduardo Antonio Parra

Para quien hemos seguido de cerca su trayectoria tanto personal como periodística y literaria, hablar de Elena Poniatowska puede representar, no un problema, pero sí por lo menos un dilema: ¿en cuál de sus tantas facetas deberíamos enfocarnos?, ¿cuál de ellas es la más importante, y no la más llamativa? Porque, al menos en nuestro país, mencionar su nombre es referirse a una de las escritoras mexicanas que gozan de mayor atención de lectores y crítica, que ha sido “bendecida” no pocas veces con la polémica, cuyas opiniones se escuchan y se razonan en todos los espacios y niveles intelectuales. Pero también —y tal vez de ahí se desprende gran parte de su carácter polémico— es referirse a una mujer en constante pie de lucha contra las desigualdades e injusticias, que ha sabido abrirse paso en las diversas arenas políticas mexicanas con el fin de que su voz se escuche: una voz que al mismo tiempo es personal y colectiva, única y multitudinaria, que arrastra en sus registros diversos tonos y respiraciones, testimonios y quejas, esperanzas y decepciones, llantos y expresiones de júbilo.

Porque al hablar de Elena Poniatowska nos referimos a un testigo irrenunciable del devenir mexicano en las últimas seis décadas, a quien ha sabido calibrar los diferentes momentos de cambio en nuestro país para enseguida registrarlos en papel y palabras, a quien posee la mirada que sabe encontrar el hilo conductor oculto entre pasado y presente; a quien identifica con facilidad a aquellos personajes que, al contar su historia personal, cuentan la de los demás convirtiéndose en síntesis y símbolo de toda una nación. Y hablamos de una narradora versátil que fabula la realidad y dota de realismo a sus ficciones literarias, cruzando con soltura de un ámbito a otro —el de la realidad y el de la ficción— para intercambiar hallazgos por medio de la palabra escrita.

Y hablamos de una periodista tan comprometida con la verdad que no se detiene incluso si para encontrarla debe rastrear debajo de las piedras o debajo de las consciencias. Y de una feminista sabia, capaz de transitar de las posiciones radicales necesarias en sus primeros años, a un ejercicio más moderado, pero sostenido y sin concesiones, en estos tiempos en que la mujer ha alcanzado tantos logros y conquistas. Hablamos, también, de una escritora en constante búsqueda de temas y formas que sirvan para retratar este México que hizo suyo desde el primer momento —desde sus primeras líneas—, y para acercarse a los lectores sin ninguna traba, sin ninguna pirueta lingüística, técnica ni estructural que anteponga barreras entre ellos y el texto.

Pero asimismo hablamos de la entrevistadora sabia y astuta cuyo carácter y actitud se ganan de inmediato la confianza de sus entrevistados, vencen las resistencias y capturan sus impresiones más ocultas como si utilizara algo semejante a un anzuelo de esos que se sumergen en los estanques habitados por peces escurridizos. Y de la insobornable activista social, de la militante política de izquierda, de la integrante de marchas y mítines, de la editorialista que siempre expresa su opinión sin ambages, de la defensora de los humillados y oprimidos, de la trabajadora incansable que no para ni un momento y de una de las mujeres con el sentido del humor más afinado que conocemos.

Sí, todo esto —y más— es lo que se nos viene a la mente cuando escuchamos el nombre de Elena Poniatowska. Y esta variedad de facetas y personalidades encarnadas en una sola puede representar una dificultad cuando se trata de escribir unas palabras de reconocimiento a la escritora mexicana más homenajeada de los últimos años. Porque tal vez habría que decidirse por abordar uno solo de los aspectos de su personalidad o de su trabajo, cuando sabemos que en realidad todos ellos se relacionan hasta configurar un todo indivisible.

Como narrador, la inclinación natural de quien esto escribe sería centrarse en su obra narrativa de ficción, en esas novelas y relatos breves siempre protagonizados por mujeres en los que, con trazos leves, rápidos, sencillos y un lenguaje siempre en sintonía, tanto con sus personajes como con sus lectores, esta autora consigue develar universos que sólo nos resultan lejanos o desconocidos hasta el instante en que leemos las primeras líneas y, a partir de ahí, gracias a esa magia del lenguaje y de la perspectiva que Elena imprime siempre a sus textos, comienzan a parecernos familiares, dentro del círculo de nuestra intimidad.

Es curioso, sobre la obra de Poniatowska se han escrito muchos ensayos y tesis y artículos, pero tal vez ninguno de ellos ha conseguido definir y aislar ese elemento huidizo, indescriptible, que logra que desde las primeras páginas de una historia contada por ella el lector se sienta parte de la trama, testigo inmediato de lo que ahí ocurre, pariente o amigo cercano de los personajes. ¿Cómo se llega a tal empatía con el lector, con todo tipo de lectores? No se trata de las técnicas literarias. La autora las conoce a fondo, sí, aunque en sus relatos ese conocimiento pase desapercibido pues oculta con éxito las “costuras” de sus procesos narrativos. Tampoco se trata de estructuras sofisticadas, pues Poniatowska siempre privilegia la sencillez al tener bien ubicados los tipos de lectores a los que quiere llegar.

El secreto, pues, debe radicar en la elección de temas y personajes, siempre entrañables, conmovedores, y en ese estilo narrativo que se deriva de su manera de ser: una expresión inimitable que rezuma calidez, simpatía, sinceridad. Anoté líneas atrás que, como narrador, me gustaría centrarme en su obra narrativa de ficción. Sin embargo, apenas comienzo a reflexionar sobre ella me doy cuenta de que es imposible separar sus novelas y relatos de su vertiente narrativa como cronista, que es con la que tuve mi primer encuentro de lector con Elena Poniatowska.

Cuando esto ocurrió yo cursaba la secundaria y no tenía conocimiento alguno sobre las distinciones entre géneros literarios. Al enterarse de que me gustaba leer, cierto día un amigo me entregó un libro de tapas negras cuyo título, La noche de Tlatelolco, en un principio no me dijo nada. ¿Por qué no me decía nada el título? Porque entonces yo vivía en provincia, en la frontera tamaulipeca —sin ningún contacto con el Distrito Federal—, y era hijo de una familia de clase media cuyo padre votaba convencido por el PRI en cada elección; por lo tanto, jamás había escuchado de marchas ni movimientos estudiantiles ni de la represión que el gobierno había ejercido sobre ellos. Así las cosas, al tomar aquel volumen de manos de mi amigo creí que se trataba de una novela. Y como novela comencé a leerlo.

Fue al recorrer las primeras páginas que el libro comenzó a provocarme cierta inquietud: comprendí pronto que no se trataba de una novela, aunque había en él una historia unitaria en proceso formativo; por momentos me daba la impresión de que constituía un conjunto de poemas en prosa que expresaban miedo y un intenso dolor humano, pero tampoco era poesía; sólo cuando ya me hallaba inmerso de lleno en los acontecimientos contados pude advertir que aquello que leía era la verdad pura, la verdad desnuda, las voces de las víctimas sobrevivientes de un gran crimen político del que venía a enterarme más de una década después de ocurrido.

Al concluir la lectura de la última página, no sólo había cambiado mi forma de ver la literatura y los libros —las diferencias entre géneros literarios, y sus semejanzas—, sino también mi concepción del país, de su régimen gubernamental, y el modo en que a partir de ese momento consideré las convicciones políticas de mi familia. Luego supe que lo que había leído era una crónica, un ejercicio periodístico, y que esa forma de exponer los testimonios representaba una innovación en el ámbito del periodismo mexicano, y que su autora era muy reconocida y que había escrito otros libros que también debía leer. Pero acaso una de las impresiones más perdurables que me dejó La noche de Tlatelolco fue cierta familiaridad con una escritora que, más allá de la invisible sofisticación de sus recursos y estructuras narrativas, escribía para todos los lectores sin que importara su nivel cultural ni su conocimiento de ciertos contextos particulares ni sus capacidades verbales: una escritora capaz de seducir desde al más culto lector hasta al ágrafo que se acerca por vez primera a un libro. Eso fue un verdadero hallazgo entonces, y lo sigue siendo ahora.

Así, mi lectura de la obra de Elena Poniatowska, como la de muchos mexicanos, se inició en el género de la crónica. Enseguida leí Fuerte es el silencio —en el mismo género— y sólo más tarde comencé a recorrer sus novelas y relatos. Con sus entrevistas me encontré hasta algunos años después. Acaso se deba a este “orden” de lectura de su obra que de modo natural pude advertir que, como en la mayoría de los grandes autores, cada uno de los géneros que Poniatowska practica influye en los demás, al grado de que las divisiones y fronteras entre ellos se difuminan hasta desaparecer en la síntesis de su estilo personal.

¿Cuántas veces, al leer ciertas páginas de Tinísima, de Paseo de la Reforma, de La piel del cielo o de Leonora, no hemos tenido la sensación de recorrer una de sus entrevistas? ¿Por qué sus novelas resultan tan informativas a la vez que algunas de sus crónicas nos parecen —sin serlo— producto de la ficción? ¿Cómo, en los cuestionamientos aparentemente espontáneos que hace a sus entrevistados, poco a poco se nos revelan las verdades ocultas, los rasgos que iluminan una personalidad y una época, aun a despecho de quien habla, como en las historias subterráneas de los buenos relatos?

Es preciso repetirlo: la clave se encuentra en el estilo narrativo de Elena Poniatowska. Un estilo fincado en la oralidad y el coloquialismo de los entrevistados, de quienes dan su testimonio, de los personajes y de la misma Elena, que arma sus discursos con palabras sencillas y conceptos de fácil entendimiento, plenos de giros populares y del sentido del humor fácil y a la vez profundo de la gente común. Ya se ha dicho hartas veces que una de las grandes virtudes de esta escritora es que ha conseguido darle voz a quienes no la tienen, a los desposeídos del lenguaje; sin negarlo en absoluto, me parece evidente que en su obra hay otra virtud, si no mayor, sí menos señalada y más difícil de encontrar: la de estar concebida como lectura para quienes leen y para quienes casi no lo hacen, o expresado de otro modo: la de ofrecerle lectura a los que no la tienen, la de acercarle en forma amable un retrato escrito de su propio país a quienes no acostumbran el trato con los libros, la de generar infinidad de lectores nuevos a través de la precisión y la transparencia de sus páginas.

De todas las Elenas de las que podía hablar ahora, en lo personal me quedo con esta última. La Elena Poniatowska creadora de lectores, que vendría a ser lo mismo que la creadora de consciencias. Tal vez, si hubiera estudios en este sentido, algún día sabríamos cuántos fueron iniciados por un libro de ella.

jueves, 1 de mayo de 2014

Un árbol de agua

Abril/2014
Letras Libres
Guillermo Sheridan

Paz narró que los primeros versos de Piedra de sol(1957) le fueron literalmente dictados. En un estado casi sonámbulo (en el más extraño hierofante que ha tenido la Musa: un taxi neoyorquino) escuchó los versos que fluían sin esfuerzo y en endecasílabos.
El poder de la imagen titular, piedra de sol, radica en que hace comulgar al cielo y a la tierra; símbolo de que todo está en todo, principio gnóstico que Paz abraza. Esta analogía entre el sol y la piedra toma como intermediario algo que vibra entre ellos como un mensajero, una de las imágenes talismán de Paz: el árbol de agua.
La forma concreta del árbol de agua es el surtidor que enlaza al arriba al abajo como otros símbolos del axis mundi: la escala, la columna y el árbol mismo. Ese surtidor, omnipresente en el sistema simbólico de Paz, tiene su propia tradición. El más famoso quizás sea aquel que Novalis describe en la primera visión de Heinrich von Ofterdingen: “Miró una caverna de la que emanaba un relámpago de viva claridad, y al entrar vio un poderoso surtidor de agua [Springquell] que se elevaba hacia la bóveda, se pulverizaba en gotas luminosas y volvía al estanque, dorando las paredes.”
La voz que dictó los versos conocía bien a su destinatario. El surtidor como “árbol de cristal” estaba activo en su imaginación de tiempo atrás, esperando el momento de ascender a poema (igual que “piedra de sol”, primer título de “Fuente”, poema de 1949 que apareció como tal en Botteghe Oscure, la legendaria revista romana, en 1955, y luego volvió a su estado latente).
En febrero de 1953, Paz había escrito una primera versión de otro poema, “El río”, que envió por carta a Jean-Clarence Lambert (¡la relevancia de los archivos!). Atribulado, está escrito –le dice en otra carta– en tiempos de “asco, cansancio, miedo”. Y como en otros poemas del periodo, ese horror se resuelve en una plegaria ascendente: el poeta desea que la noche vuelta sobre sí misma muestre sus entrañas de oro ardiendo (como la caverna de Novalis), y que el agua muestre su corazón [...], un árbol de cristal que el viento desarraiga. De concedérsele ese don, podría oponer una piedra de sol contra la noche de piedra.
El surtidor no requiere mayor exégesis: es un objeto con el poema incluido. Imagen del espíritu, paliativo del alma seca (Jung), anhelo de purificación, imagen del deseo y la fertilidad. Curioso que el dictado anotase árboles contradictorios, el sauce y el chopo. Los dos son chorros de clorofila, pero más el chopo, que es como Paz llama al álamo negro (Populus nigra).
Y sin embargo, como esa versión de “El río” está firmada ahí, se infiere que la ciudad del poema es Ginebra, que el río es el Ródano y que el árbol de agua es el Jet d’Eau, inverosímil surtidor, catarata invertida, río vertical de ciento cincuenta metros visible desde toda la ciudad. Y Paz lo veía de cerca, pues su oficina en el quai President Wilson estaba frente al lago. Y aquella tarde de invierno de 1953 habrá salido rumbo a su departamento, a distancia caminable, y, al cruzar el puente donde se unen el río que se curva y el lago, habrá mirado, con cotidiano y renovado estupor, el árbol de agua en danza con el viento.
Es un pequeño detalle, ancilar y casi irrelevante: en Piedra de sol el río es todos los ríos, la ciudad todas las ciudades y el árbol de agua el que todos percibimos, a veces, eternamente ascendiendo y desplomándose. ~