sábado, 19 de abril de 2014

Un halo rodeó Cien años de soledad”*

19/Abril/2014
Laberinto
Elena Poniatowska

En septiembre de 1973, la autora de Hasta no verte Jesús mío le hizo una larga entrevista al ya famoso escritor colombiano. La siguiente es una versión condensada de esa charla en la que se descubren el sortilegio y la atmósfera de amistad que rodeó la creación de una de las obras mayores de la literatura contemporánea

--Llegué a México con veinte dólares y salí de aquí con Cien años de soledad.
—¿Por eso quieres tanto a México?
—Aquí hice a todos mis amigos. ¿Sabes quién fue el primer mexicano que conocí? Juan García Ponce, quien un día entró a mi oficina en Nueva York. Él tenía entonces una beca de la Guggenheim o de la Rockefeller, y yo estaba encargado de Prensa Latina.
—¿Cómo hiciste Cien años de soledad?
—¡Ah, bueno!... Anoche me vino un golpe de nostalgia, con Luis Alcoriza [y otros amigos], se me revolvió todo (baja la voz), eran las tres de la madrugada y se me vino encima toda esa época de los sesentas aquí en México y le dije a Luis y a los otros: “Bueno, ahora se friegan porque voy a hacer un recorrido que tengo que hacer”. Tomé mi coche y me los llevé a todos a pasear frente a la casa donde escribí Cien años de soledad, en la calle de La Loma número 19, en San Ángel Inn. ¡Está igualita! Se me revolvieron las tripas, y a las tres de la madrugada y todos borrachos, empecé a mostrarles el barrio, la miscelánea, la carnicería, la lechería. ¿Tú sabes que cuando yo terminé de escribir Cien años de soledad, Mercedes le debía al carnicero cinco mil pesos?
—¿Cómo le dio un crédito tan grande?
—Porque él sabía que yo estaba escribiendo un libro y que cuando lo terminara, Mercedes le pagaría. Lo mismo al dueño de la casa: le debíamos ocho meses de renta. Cuando solo le debíamos tres meses Mercedes lo llamó y le dijo: “Mire, no le vamos a pagar estos tres meses ni los próximos seis”. Primero ella me preguntó: “¿Cuándo crees que termines?” Le contesté que en aproximadamente cinco meses. Para mayor seguridad ella puso un mes de más y entonces el propietario le dijo: “Si usted me da su palabra de que es así, muy bien, la espero hasta septiembre”. En septiembre fuimos y le pagamos. Más tarde, cuando salió Cien años de soledad, el propietario me llamó y me dijo que ahora comprendía por qué yo lo había hecho esperar y que le agradaba mucho el haberme ayudado. En ese barrio me fiaron todo, hasta los cigarrillos, el azúcar, absolutamente todo.
—Pero, ¿cómo, Gabo?
—Todo el barrio se había alborotado porque entre ellos un escritor estaba escribiendo un libro; una cosa mágica, un halo rodeó Cien años de soledad. Al fin, cuando terminé el libro fuimos a ponerlo al correo para Buenos Aires y cuando lo pesaron encontramos que no nos alcanzaba la plata para mandarlo y entonces enviamos solo la mitad, y al día siguiente la otra mitad.
—¿Ese libro ejerció un sortilegio antes de estar escrito?
—Sí, es muy curioso, pero es verdad; contó con una gran solidaridad, con un interés mágico antes de haberlo terminado. Mira, cuando pensé: “Ahora es cuando”, lo dejé todo, mis trabajos en Walter Thompson y Stanton donde era redactor publicitario; mis guiones de cine (había escrito El gallo de oro y Tiempo de morir), porque yo hacía un poco de todo. Empeñé el coche [...] y me senté a escribir. Entonces no volví a salir más; hubo una época como de tres meses en la que no salí ni a la puerta del jardín de la casa. Toda la noche venían a vernos Álvaro Mutis y su mujer, María Luisa Elío y Jomí García Ascot, que vivían muy cerca; traían whisky, pollo frito y papas, y a veces bebíamos y hablábamos siempre del libro.
—¿Les leías lo que habías escrito?
Nunca les leí nada porque yo no leo absolutamente nada de lo que estoy escribiendo; los borradores jamás lo he dejado tocar, ni leer, ni los leo yo, pero sí hablaba mucho de lo que estaba haciendo y ellos, enloquecidos con lo que yo les contaba cada noche, decían: “¡Esto va a ser sensacional!” Y hubo un momento en que pensé: “¡Caramba, a lo mejor todos estos gritos de Álvaro y estos entusiasmos de María Luis Elío me han hipnotizado y estoy trabajando en esto apasionadamente, sin darme cuenta que de pronto me he metido en una nube de fantasía acompañado por mis amigos, y esto no sirve para nada ni le va a interesar a nadie!”
Entonces, a mí que nunca me había presentado y todavía ahora nunca me presento en
público ni doy conferencias ni hago lecturas ni nada, me llamaron casualmente en esos días de la OPIC —que es algo como la sección cultural de la Secretaría de Relaciones Exteriores—, me preguntaron si quería dar una conferencia y les dije que no, que una conferencia no, pero que sí quería hacer una lectura de capítulos de una novela en preparación. Para ello, hice una cosa muy curiosa: una lista de gente muy disímil; las personas que conocí cuando hice las revistas Sucesos y La Familia, en las que jamás escribí una línea —sí, sí, las de Gustavo Alatriste, Elena, las dirigí durante dos años. Incluí a los obreros tipógrafos y linotipistas de un taller de imprenta en el cual también trabajé, secretarias, estudiantes y toda la gente que había conocido en alguna parte, en el cine, en la publicidad, además de mis amigos los intelectuales, personas de todos los niveles culturales y sociales. Realmente configuré un público disímbolo. En la OPIC no lo supieron. No llevé un solo capítulo de Cien años de soledad, sino que seleccioné párrafos de distintos capítulos porque tenía un gran interés de saber si era buena la idea y no algo que Álvaro Mutis me había metido en la cabeza. Yo quería saber si valía la pena seguirla escribiendo porque ya no veía nada; tenía la impresión de que no había en el mundo más que lo que escribía y quería poner los pies sobre la tierra. Me senté a leer en el escenario iluminado; la platea con “mi” público seleccionado completamente a oscuras. Empecé a leer, no recuerdo bien qué capítulo, pero yo leía y leía y a partir de un momento se produjo un tal silencio en la sala y era tal la tensión que yo sentía, que me aterroricé. Interrumpí la lectura y traté de mirar algo en la oscuridad, después de unos segundos percibí los rostros de los que estaban en primera fila y vi que tenían los ojos así (los abre muy grandes) y entonces seguí mi lectura muy tranquilo.

La gente estaba como suspendida; no volaba una mosca. Cuando terminé y bajé del escenario, la primera persona que me abrazó fue Mercedes, con una cara —yo tengo la impresión desde que me casé que ese es el único día que me di cuenta que Mercedes me quería, porque me miro ¡con una cara!... Ella tenía por lo menos un año de estar llevando recursos a la casa para que yo pudiera escribir, y el día de la lectura la expresión en su rostro me dio la gran seguridad de que el libro iba por donde tenía que ir.
 
—Para hacer Cien años de soledad consulté médicos, abogados, y junté en mi casa una enorme cantidad de libros de medicina, alquimia, filosofía, enciclopedias, botánica y zoología, para que cada dato estuviera muy bien verificado y comprobado; no quería un solo error, a no ser las faltas de ortografía, que quedaban en manos de Pera.(1)

No podía detenerme en lo que estaba escribiendo para ponerme a estudiar alquimia; entonces escribía inventándolo todo y en la noche buscaba libros sobre la materia, que los amigos me habían conseguido, e incorporaba los datos que allí encontraba, pero lo que me resulta curioso es que yo no estaba equivocado o lejos de la verdad en mis invenciones. La obra me llevaba a tal velocidad que yo no me podía parar, y a partir de ese momento se creó una especie de equipo solidario alrededor del libro, y todos mis amigos me ayudaron. Yo le hablaba a José Emilio Pacheco: “Mira, hazme el favor de estudiarme exactamente cómo era la cosa de la piedra filosofal”, y a Juan Vicente Melo también lo ponía a investigar propiedades de las plantas y le daba una semana de plazo. A un colombiano le pedí: “Haz el favor de investigarme cómo fueron los problemas de las guerras civiles en Colombia”, a otro le pedí la mayor cantidad de datos sobre las guerras federales en América Latina y siempre tuve amigos haciéndome tareas de este tipo. Todo el trabajo poético, por ejemplo, que me hizo Álvaro Mutis es invaluable.

Cuando yo llegué en 1961, el grupo que estaba en Difusión Cultural (de la UNAM): Pacheco, Monsiváis, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, y por otro lado Jomi García Ascot y Álvaro Mutis, trabajaron para mí (se ríe). Ahora me doy cuenta de verdad que todos ellos estaban trabajando en Cien años de soledad, y no solo no lo sabían entonces, sino que tengo la impresión de que no lo saben todavía.
—¿Pero ellos sabían que estabas escribiendo un libro?
—Los escritores siempre estamos escribiendo un libro, Ele. Cuando ellos me preguntaban para qué quería ese dato tan extraño, les contestaba: “Para una cosa que estoy escribiendo”. Tuve investigando a todos los jóvenes escritores mexicanos en este libro, y fue una labor estupenda (se ríe).
—¿Y fuiste feliz cuando lo escribiste?
—La época más feliz de mi vida fue cuando escribí Cien años de soledad. Yo vivía... yo vivía —como dice Carlos Fuentes— como iluminado.
—Gabo, ¿siempre tuviste la certeza de que estabas escribiendo un gran libro?
Sonríe.
—Lo malo es que yo siempre he tenido esa certeza con mis libros, y creo que sin esa certeza no se puede escribir.
—¿Por qué?
—Es que sentarse a escribir un libro, sentarse a escribirlo en serio, es una cosa tan dura, tan difícil, que si uno no tiene la certeza de que realmente está escribiendo El Quijote en cada teclazo que da, no se metería a este oficio, porque hay muchas cosas más agradables que hacer. Sobre todo uno que no escribe por plata, porque mira que yo había publicado cinco libros que ni siquiera se conocían y nunca había recibido un centavo por ellos. ¡Y luego de dejar de trabajar meterme en esto de Cien años de soledad que resultó ser un negocio por casualidad, aunque nunca se me ocurrió que pudiera serlo! Al contrario, el oficio de escritor es tan árido que uno necesita tenerle mucha fe.
—Gabo, para escribir un libro tan ambicioso y que abarcara tantas y tantas generaciones tuviste que hacer un plan muy elaborado, una lista de personajes, situarlos a cada uno dentro del tiempo.
—Yo tenía una idea general del libro; no hice plan de ninguna clase, sino que un día, yendo a Acapulco [...] Iba manejando mi Opel, pensando obsesivamente en Cien años de soledad, cuando de pronto tuve la primera frase; no la recuerdo literalmente, pero iba más o menos así: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. La primera vez que me vino la frase le faltarían uno o dos adjetivos, la redondeé; cuando llegué a Acapulco la tenía completita de tanto que la había madurado entre curva y recta, me senté, la anoté y tuve la certidumbre irrevocable de que ya tenía la novela; fue como un gran descanso; se me quitó un enorme peso de encima; el peso de siete años sin escribir una palabra. Íbamos a estar en Acapulco una semana de vacaciones y no aguanté; a los tres días me vine, me senté frente a la máquina, agarré esa frase y sin un plan previo empecé a escribir durante ocho horas diarias, a veces más y sin detenerme, para que no se me fuera la idea. A medida que aumentaban las cuartillas, aumentaban también mis deudas (se carcajea).
—Gabo, lo que yo no puedo entender es que escribieras un libro en que suceden tantas cosas en un lapso tan largo como lo son cien años sin hacer plan alguno. ¿Cómo es posible que no te enredaras con todos los Aurelianos Buendía que se van sucediendo y todas las batallas y las guerras civiles?
—Bueno, sí tuve unos cuadernitos, así (hace una señal con la mano), unos cuadernitos de colegio que yo uso, como éste que tú traes, de hojas que se arrancan. Cuando terminé el libro, tenía por lo menos cuarenta de estos cuadernitos, porque estaba pasando a máquina el capítulo tres, pero en el cuadernito ya iba por el doce, por el quince, porque el libro me llevaba a gran velocidad, no lo podía dejar escapar, entonces en el cuadernito escolar escribía el diario del libro, porque en cualquier momento, cuando necesitaba saber en qué punto del relato iba, consultaba el cuaderno, ¿entiendes?
—Pero, ¿apuntabas frases, ideas, como suelen hacerlo los escritores?
—No, nada de eso; yo iba controlando la estructura del libro en ese cuadernito. Necesitaba saber si Fulano de Tal era nieto o bisnieto o tataranieto de Zutano porque yo mismo me había enredado y entonces me remitía al cuaderno en donde todo estaba muy claro. Incluso hice un árbol genealógico, pero lo rompí.
—¿Así es que tus cuarenta cuadernos fueron invaluables?
—Sí. Cuando el editor me mandó decir que había recibido el original de Cien años de soledad, llamé a Mercedes, nos sentamos y rompimos todos, todos, absolutamente todos los cuadernitos.
—¿Por qué?
—Por una cosa de pudor. Ahora me dicen críticos y amigos que no debí hacerlo porque esto hubiera tenido un gran interés para los estudiosos. Justamente por pudor de que alguien viera estos cuadernos, que eran como la costura del libro, la cocina, los desperdicios, las cáscaras, los cascarones de huevo, las peladuras de las papas, por eso los destruimos. Incluso a mí me daba mucho pudor verlos, encontrarme con ellos; era como ver intimidades que no se deben conocer y por eso los destruí por completo. 
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*Título de la Redacción. Publicamos los fragmentos de esta entrevista con autorización de la autora. 
(1) García Márquez se refiere a la secretaria del productor Manuel Barbachano Ponce, llamada Esperanza. También fue mecanógrafa de Carlos Fuentes y la encargada de pasar a máquina y en limpio Cien años de soledad. En la entrevista con Elena Poniatowska, García Márquez reconoce que a él le fallaba siempre la ortografía y que “Pera, la mecanógrafa, me la corregía”.
 
 

Arte de navegar las rutas de Macondo

19/Abril/2014
Labrinto
Julio Ortega

En las novelas de Gabriel García Márquez el espectáculo del mundo es disputado por las interpretaciones que pretenden explicarlo, buscan habitarlo y, con mucha lectura, humanizarlo. Ocurre en estas novelas, una y otra vez, que los hechos son debatidos, evaluados, recontados y, al final, re- leídos. A veces, como en Crónica de una muerte anunciada, las interpretaciones exigen una víctima, y Santiago Nasar es sacrificado como el primer mártir de la hermenéutica. Como las buenas víctimas propiciatorias, él es el único que ignora la intensa lectura que lo elige como muerto. En El general en su laberinto, Bolívar es el héroe de la interpretación infinita, porque sigue disputando, con su demanda de emancipación, el sentido de cada pregunta por América Latina. En cambio, en Del amor y otros demonios, la niña ilegible que ha sido mordida por un perro rabioso en el sopor del siglo XVIII caribeño, suscita la interpretación como juicio relativo. Ella es el ángel criollo de la lectura: su supuesta enfermedad es leída abusivamente. Enclaustrada, acusada de bruja y endemoniada, ella termina, bajo la autoridad mayor de la lectura, la de la Iglesia, exorcizada y muerta.

El propio García Márquez había leído sus novelas como si fueran hijas del asombro y la abundancia, de las primeras lecturas de América Latina, cuando la palabra “palmas” ponía de pie a las primeras palmas (aunque no eran palmas). "Por qué no me van a creer, si le creen a la Biblia", recuerdo que solía decir. Después favoreció la lectura de Cien años de soledad como documental, y juró que podía probar que cada página venía directamente de la realidad. Pronto abandonó las licencias del realismo mágico (ahora mismo hay en inglés tres nuevas novelas sobre las propiedades sobrenaturales del chocolate), y sugirió que su Bolívar era hijo legítimo de la documentación. La Academia Colombiana de la Historia trató de refutarlo; pero, una historiadora alerta advirtió a sus colegas: ¡Pero si estamos hablando de una novela! Otro historiador, ya resignado, declaró que esa novela será leída en el futuro como la verdad histórica.

A esta saga de la lectura le faltaba su poética, y el autor la propuso en Vivir para contarla. El memorable primer capítulo plantea una interpretación de la vida como creación de la lectura. Desde su mismo nacimiento, los padres del autor se convierten en sus primeros personajes. Gracias a ellos, Fermina y Florentino viven en la inminencia epifánica de su novelización.

Pero a esta biografía de leer le faltaba su elogio de la lectura. Un Gaborio, digamos, donde los lectores testimonien su parte de ficción encendida por las novelas de García Márquez. Este taller de leer estaría en movimiento perpetuo, y sería permutante e ilimitado. Cada lector lo puede hacer suyo, sumando su propio testimonio, y operando el recomienzo de esta bio–lectura. Los cien años de esta edad solar de la novela son también los de su recomienzo perpetuo en el instante eterno de su formidable lectura.

El ahogado y el náufrago

19/Abril/2014
Laberinto
Héctor Abad Faciolince

Con un cadáver encallado en la playa como una ballena suicida se puede escribir un cuento: por ejemplo, la historia de un ahogado muy hermoso que “tiene cara de llamarse Esteban”. Las mujeres que lo recogen, lo limpian y lo arreglan, irán desvistiéndolo de todos sus secretos, y vistiéndolo también, en la fantasía, con todos los episodios imaginarios de una vida. Con un náufrago, en cambio, hay que hacer periodismo, pues el sobreviviente puede contar el cuento todavía. En el primer caso, el gran escritor de ficciones logrará que lo inventado parezca verdad, y en el segundo caso el gran periodista relatará la verdad de tal manera que parezca mentira.


No debe ser casual que en buena parte de la obra narrativa de Gabriel García Márquez, al comienzo del relato, nos encontremos frente a alguien que acaba de morir o que encara la muerte inminente. Un famoso general emprende su último viaje; un coronel repasa el sueño de su larga vida frente al pelotón de fusilamiento; los gallinazos revolotean ávidos por el palacio otoñal del patriarca; un desenterrador mide la longitud del pelo de una niña; se anuncia que un joven inocente será apuñalado como un marrano; un cuerpo se pudre en una casa cerrada o alguien aspira el olor a almendras amargas de los desesperados. La última ilusión de la literatura consiste en resucitar a los muertos. Por eso algo que dijo Gabo alguna vez (“lo que me interesaba del personaje no era su vida sino su muerte”), podría ser la clave de buena parte de su obra narrativa: de cierta manera, es un alegre oficio de difuntos; un intento amoroso de resurrección.

Ante los vivos, en cambio, ante los que todavía no podemos imaginar porque los tenemos al frente, es necesario echar mano del periodismo. Es posible que García Márquez haya amado tanto el periodismo, porque éste es un oficio de vivos, un trabajo vital, un relato de insomnes y sobrevivientes. Y es posible, también, que separarse de la dictadura de la realidad mediante la ficción sea al mismo tiempo un descanso y un alivio, pues (salvo los casos extremos de Unamuno o Pirandello) los personajes de una novela nunca protestan, ni emprenden demandas por calumnia, ni envían cartas de rectificación ni piden compartir los derechos de autor.

Claro que tampoco faltan en su obra literaria personajes que se quedan fijos en su juventud y viven para siempre, salvados de la vejez y de la muerte por la ficción. Pero he querido utilizar la imagen del náufrago y del ahogado para caracterizar las dos facetas fundamentales de toda la obra de García Márquez: por un lado el cronista vital de lo inmediato, preciso y minucioso, que hace un uso certero de cifras, horas y fechas, con un respeto maniático por los detalles, y por el otro lado el narrador que reinventa el tiempo con sus cronologías circulares, con sus eternos retornos, sus conversaciones de difuntos y sus maravillosas desmesuras. Estas desmesuras, sin embargo, no son caballos desbocados. Al contrario, el gran narrador traslada del periodismo a la literatura muchas armas de la verosimilitud: es más fácil creer en lo maravilloso, en lo inventado, si alguien nos lo cuenta con precisión de cronista. García Márquez fue un realista de la fantasía, es decir, nos convenció de que la fantasía es tan real como un experimento.

“Carezco en absoluto del talento y la vocación de las ideas abstractas”, declaró Gabo alguna vez, no sin añadir, sin embargo, que “las intuiciones y presagios de los novelistas son a veces tan útiles como las ciencias académicas para desembrujar la realidad.” Tal vez aquí esté el meollo del asunto, de los dos asuntos: mientras el periodista goza y padece la tiranía de la realidad, en donde hasta las comas y las comillas deben ser verdad, el novelista acierta no cuando copia pasivamente la realidad, sino cuando la adivina, es decir, cuando se da cuenta (y si no él, sus lectores) de que sus inventos y sus mentiras dicen la verdad. Antes de que algo pase, el novelista sabe lo que va a pasar, antes de que la mujer hable, el escritor ya sabe lo que está pensando. Al periodista, aunque sepa, no le queda más remedio que esperar. El periodista que cae en la tentación de anticiparse a los hechos, es desmentido por la realidad. El periodista puede contar solo los hechos, el novelista los puede anticipar, adivinar. Un gran novelista como García Márquez, tiene que ser ante todo un profundo conocedor de la naturaleza humana, de los motores secretos que llevan el timón en las acciones de los hombres, y es esa virtud la que le otorga el don casi profético de la anticipación. Si “en el Caribe se sabe todo, inclusive antes de que suceda”, como dice en una de sus crónicas, hay que arrebatarle esta frase a la geografía para dársela al novelista: esto es lo que pasa con García Márquez, más que con el Caribe, o a él con el Caribe, que más o menos vienen siendo la misma cosa.

Estas intuiciones, así como la magia combinatoria con que se entrelazan las palabras de García Márquez tienen que ver, claro está, con el misterioso instinto del genio, pero creo que su fluidez hipnótica y la inimitable gracia de su prosa, le deben mucho, también, al largo ejercicio del periodismo, a esa tarea diaria que obliga a describir los hechos con la mayor economía y precisión posibles, con la humildad del escribano o el notario. Es en el taller periodístico donde se cuecen los grandes recursos literarios de Gabo, y donde se van afilando (y se mantienen calibradas y engrasadas) las herramientas de su estilo. García Márquez fue un maestro genial en ambos oficios.

En la parábola de la vida y de la obra de García Márquez, da gusto pensar en el oscuro reportero de la Costa que cargaba ladrillos en periódicos de provincia, o en el novelista entelerido que esperaba en vano un cheque de El Espectador (transfigurado por la ficción en el hechizo de un pago para el Coronel). Da gusto recordar al cronista mal trajeado —Trapoloco, le decían— de Prensa Latina o al columnista amenazado y fugitivo que un día decide comprarse, y consigue comprarse, contra toda esperanza, una revista: la hoy desaparecida revista Cambio. En su periodismo y en su literatura, en el ahogado y el náufrago, están encerradas la sabiduría y la genialidad del gran maestro de la narrativa del último siglo.

Se dice que ha muerto el mago que nos asombraba, nos envolvía y nos seducía con sus palabras, con sus historias y con sus ideas. Y sí, su mente ha dejado de producir combinaciones perfectas de palabras y su corazón quieto ya no vive de corazonadas. Pero sus libros seguirán vivos en nosotros, “encallados para siempre en el corazón de los lectores”.

Prodigio de inagotable realidad

19/Abril/2014
Laberinto
Jorge Bustamante García

No me apena confesar que fui un lector tardío de las novelas de García Márquez. Me resistía al embrujo que causaba entre mis amigos y coterráneos, aunque desde mi adolescencia en Zipaquirá leía sorprendido sus singulares artículos en revistas y periódicos colombianos que mi padre, mis hermanos mayores y mis amigos me compartían. Tras la publicación de Cien años de soledad, a sus cuarenta años, se volvió un escritor tan famoso y reconocido, que los jóvenes y muy jóvenes lectores colombianos se vieron fascinados e intimidados por su poderosa escritura e imaginación. Mi resistencia se doblegó con la lectura de El coronel no tiene quien le escriba, en una vieja edición argentina, cuando ya me encontraba en Moscú. Fue una verdadera conmoción para mí en el pleno invierno moscovita de 1975. Desde esa lectura supe que la ficción, la creación, la invención, la recreación por medio de la literatura es, tal vez, el camino más corto y seguro para tocar el alma humana. Al año siguiente me mandaron de Colombia El otoño del patriarca, publicada por Sudamericana, pero me decepcionó un poco. Sus escasos puntos seguidos o aparte y su singular forma me marearon y, aunque me esforcé, no logré terminarla placenteramente. Sin duda a eso me condujo mi propia incapacidad lectora, hecho que retrasó varios años la lectura de otras de sus novelas.


Cuando ya era un viejo de 32 años, decidí por fin enfrentármele a Cien años de soledad, un año después de que su autor recibiera el Nobel. La leí en un pueblo de Jalisco, en un campamento geo- lógico, y ya no me pude sobreponer a tanto gozo de imaginación. Quedé magníficamente derrotado y enriquecido por ese prodigio de inagotable realidad y portentosa ficción, alelado hasta tal punto que mis compañeros de trabajo notaron mi estado de ausencia y me cubrieron generosamente para que no me corrieran del trabajo. Al año siguiente, en marzo de 1984, me ocurrió un hecho afortunado. Fui al DF a la presentación de un libro de un paisano y después del evento nos fuimos a celebrar al bar La Ópera, en la esquina de las calles Filomeno Mata y 5 de Mayo. Éramos cinco colombianos aprendices de escritores, algunos ya habían publicado algún libro, tal vez el narrador Óscar Castro, el ensayista Fabio Jurado, especialista en Rulfo, el poeta Ricardo Cuéllar... Bebíamos cerveza en una mesa y en esas vimos llegar a García Márquez acompañado de su mujer y una joven. Óscar lo conocía y se acercó a su mesa, regresó casi al instante sonriendo, diciendo que el Nobel vendría a acompañarnos. Y así lo hizo. Se sentó entre nosotros, se sintió cómodo, tomó cerveza y conversó alegremente por casi dos horas. Se interesó y preguntó a cada uno de qué lugar de Colombia venía. Cuando llegó mi turno, le dije que de Zipaquirá y de inmediato le brillaron los ojos. Comenzó a preguntarme, a darme nombres y apellidos por si conocía a alguien, indagaba sobre muchos detalles e hizo énfasis en al menos dos muchachas y familias que había conocido durante su estancia en el Liceo Nacional de Zipaquirá. Pero solo coincidimos en el nombre del maestro Guillermo Quevedo Zornosa, compositor y prohombre de la ciudad, director eterno de la banda municipal, que daba retretas domini- cales en el parque principal después de misa y a las que el escritor acudía puntualmente, como yo lo haría también veinte años después. “Nunca supo el maestro (Quevedo Zornosa), ni me atreví a decírse- lo, que el sueño de mi vida de aquellos años era ser como él”, escribió el Nobel en Vivir para contarla. García Márquez pagó nuestra cuenta esa noche y al despedirse nos dijo, con ligera sorna, que nosotros le recordábamos cuando él era feliz e indocumentado. Acompañado de su mujer lo vimos salir de La Ópera y perderse por las calles del centro.

Desde ese momento leí sus otros libros, uno tras otro, y casi siempre experimentaba una cierta inquietud al terminarlos. Era una sensación de tristeza por que el libro se acabara y los personajes y las historias se quedaran reverberando durante semanas en la imaginación. Todos eran muy divertidos, no quería dejar de leerlos, que no terminaran y cuando llegaba el momento solo quedaba el silencio y la soledad. Me pasó con La increíble y triste historia de la cándida Eréndira..., con El amor en los tiempos del cólera, con Crónica de una muerte anunciada y Memoria de mis putas tristes. Sin embargo, creo que mi lectura de El general en su laberinto subió un tono más mi escala de desasosiego. La leí en un viaje de varios días entre Morelia y Arcelia. La terminé en esta última localidad, encerrado en un hotelucho sórdido y sofocante, lleno de mosquitos y zancudos que no daban tregua. Me imaginé que así, cercado por un mísero ambiente, iba Bolívar de regreso por el río Magdalena hacia la costa, traicionado y decepcionado, directo a la muerte, después de liberar cinco naciones. En la madrugada, bajo la luz amarilla de una bombilla donde revoloteaban sin descanso los pesados zancu- dos repletos con mi sangre, arribé al final del libro y no pude contener mi llanto al imaginarme a Bolívar cruzado de brazos, escuchando “las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse”. Y hoy, cuando supe a través de mi hijo que el escritor había muerto, se me anegaron de nuevo los ojos al pensar que el escritor que nos obsequió con tanto oro y tanto deleite, no vería ya florecer las campánulas amarillas el sábado siguiente, ni contemplaría los últimos resplandores de la vida que nunca jamás volverán para él a repetirse.

Para volver a empezar

19/Abril/2014
Laberinto
Santiago Gamboa

No es una hipérbole sugerida por la tristeza afirmar que García Márquez fue uno de los últimos gigantes del siglo XX, un tipo de escritor que no parece que vuelva a existir, pues sus obras sumaron al menos dos elementos muy difíciles de conciliar en el mundo de hoy, a saber, una popularidad desmedida entre los lectores y a la vez una admiración rotunda por parte del establecimiento culto, la Academia y la crítica literaria. Hoy es casi imposible que vuelva a surgir un fenómeno como Cien años de soledad, con 60 millones de ejemplares vendidos en menos de 50 años (más de un millón por año), y que a la vez sea respetado y leído en los más altos círculos, objeto de miles de tesis doctorales y que logre la universalidad de un modo exhaustivo, pues tan solo en India ha sido traducido a 24 idiomas. Hoy la celebridad está siempre dividida: o los libros son populares, pero desdeñados por la crítica y la Academia, o son considerados cultos por el establishment, pero viven a través de pequeñas ediciones. El fenómeno de García Márquez es como si un autor tuviera las ventas de la trilogía Cincuenta sombras de Grey, con la admiración y el culto de un Foster Wallace o un Bolaño.


A lo largo de sus novelas y cuentos, Gabriel García Márquez le dio forma literaria a un mundo, el del Caribe, y lo hizo con tal universalidad, fuerza y talento que durante décadas la imagen de sus libros fue el estereotipo de toda América Latina para el resto del mundo. En español, no hay duda de que Cien años de soledad es la obra literaria más importante después de Don Quijote. En ella el mundo y el lenguaje vuelven a nacer y a revelarse con tal fuerza que la cultura de lengua española volvió a ser predominante. Desde Cervantes, el español no tenía tal protagonismo en el mundo y su literatura no estaba en la primera fila, en el escenario central de la cultura de Occidente.

Otro de los aspectos de la obra de García Márquez fue su propia vida. Nacido en un pueblo insignificante y miserable de la región Caribe de Colombia, Aracataca, llegó a ser una de las personas más célebres del mundo. Presidentes, empresarios, artistas, deportistas, hasta el Papa esperaba para tener una cita con él, conocerlo y escucharlo. Su itinerario vital fue uno de los más intensos e increíbles. “Tuve la suerte mal repartida”, dijo, refiriéndose a que hasta los 40 años no tuvo éxito ni dinero, y debió hacer infinidad de trabajos para sostener a su familia, hasta que llegó la fama mundial y todo lo demás al mismo tiempo. “Ser famoso”, dijo una vez, “es como cumplir años todos los días”. Al igual que la mayoría de intelectuales de los años sesenta, García Márquez fue comunista y vio en Cuba una esperanza de libertad e independencia para todo el continente. Fue el amigo más cercano de Fidel Castro y el más incondicional, lo que le supuso numerosas críticas. También fue amigo de Felipe González, en cuyas campañas políticas solía aparecer, y de François Mitterrand, quien le dijo una vez, entregándole la Legión de Honor: “Vous appartenez au monde que j’aime”, y a García Már- quez se le escurrieron las lágrimas. Fue amigo del sueco Olof Palme y durante su presidencia recibió el Premio Nobel de Literatura, con apenas 54 años. En una ocasión se quedó encerrado con el Papa Pablo VI en la biblioteca del Vaticano y debieron llamar a la seguridad. También fue amigo de Bill Clinton, quien dijo durante la celebración de los 80 años de García Márquez: “One hundred years of solitude is the most important novel ever written, in any lenguage, on the New World”.

Lo vi por primera vez en 1995, en un festival literario en Biarritz. Después de una sesión de fotos en su hotel, el fotógrafo argentino Daniel Mordzinski lo invitó a acercarse a una mesa para presentarle a un grupo de escritores que ansiaban conocerlo, entre los que me encontraba, junto a Jean Claude Izzo, José Manuel Fajardo y Luis Sepúlveda. García Márquez saludó a cada uno con cordialidad, y al llegar a mí, dijo: “Te estoy leyendo”. A la semana siguiente me llamó y hablé con él cerca de dos horas. Hace poco encontré un episodio idéntico en las memorias de Rushdie, cuando habló por teléfono con García Márquez: “¡Gabo!”, como llamar a un dios por un apelativo cariñoso”, dice Rushdie. Yo sentí lo mismo y por eso nunca lo llamé “Gabo”. Más adelante lo vi en Bogotá, pues trabajé con él en un libro de memorias del jefe de la Policía Nacional, y a partir de ahí lo frecuenté en varios países, sobre todo en Colombia, España y México. Mi paso por la diplomacia se debió a una recomendación suya a la ministra de Exteriores de Colombia, pero el mejor recuerdo fue una historia que me contó en el 2011, durante un almuerzo en el restaurante San Ángel Inn, con Carlos Fuentes y otros invitados. “¿En qué parte del mundo andas ahora?”, me preguntó. Le contesté que en India y quise saber si había estado allí alguna vez. Me dijo que sí. “Una vez Fidel me pidió que lo acompañara a una reunión en Nueva Delhi de los No Alineados”, dijo, “y al llegar al aeropuerto decidí quedarme en el avión, para no distraer el protocolo. De pronto vi por la ventanilla que Indira Gandhi bajaba del palco presidencial y subía por la escalera del avión. Al entrar a la aeronave gritó, ‘¿Where is García Márquez?’. A partir de ahí no nos separamos. Ella hablaba francés y al tercer día a mí me parecía que Indira había nacido en Aracataca. Me invitó a hacer un viaje por toda la India, organizado por ella, y acepté. Quedó de avisarme”. El rostro de García Márquez se oscureció, sus ojos se llena- ron de lágrimas, y dijo: “Luego llegó la noticia de que la habían asesinado, y por eso prometí no ir nunca más a India”.

En los últimos años de su vida, fue Mercedes Barcha de García, su esposa durante 60 años, quien tomó las riendas de todo, con su extraordinario carácter y fortaleza de primera dama. “Es la única persona que conozco que puede regañar a Fidel Castro”, decía García Márquez de ella.

Al cumplir 70 años, en una entrevista, aseguró que cambiaría todo, sus libros y sus millones de lectores, por tener otra vez 40 años. ¿Y eso por qué?, insistió el periodista, y él respondió: “Para volver a empezar”.

Renán 21*

19/Abril/2014
Laberinto
Raúl Renán

Su retrato entonces era el de un joven rebelde argelino: cejas y bigote negros tupidos, pelo encrespado; fumador sin calma. Con un cigarro entre los dedos o en los labios: Elegantes o Gauloises. Matizaba su amistad conversando sobre su vida literaria inicial y sobre su reciente estancia en Roma. También adelantando con fervor las historias de sus famosos cuentos que llenan el tomo de Los funerales de la mamá grande, que pronto sería editado por la Universidad Veracruzana.


Mi primer trato con Gabriel García Márquez fue entre gente de nombres que después serían famosos. Él seguía los pasos de su amigo Álvaro Mutis, a la sazón empleado de Tele Revista, el famoso noticiero de Manuel Barbachano Ponce, sede de los cineintelectuales de los 60. Yo acudía a esa sede llamado por mi amistad con Fernando Espejo, joven iniciado en los trabajos del celuloide, en los que Carlos Velo y Walter Reuter eran notables. García Márquez era también de cine, egresado de la escuela italiana. Aún no empezaban a llenársele los dientes del hollín del tabaco que consumía en cantidades chimeneicas y aún su nombre no tenía la universalidad de ahora. Todos éramos pobres. Todos íbamos tras una investigación en la mismísima cueva de la Policía Judicial, cuyo jefe —lo supe después, sería eliminado como indeseable de esa corporación— me envió a los archivos que un canchanchán de ceño y pistola abrió para que esculcara a “mis anchas”. “Aquí están los expedientes de ladrones de automóviles”, dijo, mostrándome los archiveros que contenían infinitos legajos sobre ese tipo de maleantes y desapareciendo a su vez en ese laberinto fantástico. Debo confesar que no hojeé ni uno solo de esos cuadernillos, de modo que no supe si eran testimonios policiacos de esos personajes de la vida ilícita o si solo eran documentos de archivo loco, algunos en blanco, otros probablemente escritos al revés. Gabo estaría escribiendo pequeños, pequeñísimos guiones de Cine-verdad, recursos de sobrevivencia. Yo encontré digno refugio con don Felipe Teixidor en la ayudantía editorial del Boletín Bibliográfico Mexicano de la antigua Porrúa, en Argentina y Justo Sierra. Tuvimos amigos coincidentes entre poetas, escritores diversos, críticos de cine y publicistas. Ya mencionamos a Mutis y Espejo, otros fueron Jomi García Ascot, Francisco Cervantes, Emilio García Riera, Enrique Gibert, con quienes nos reuníamos un día de cada semana a com- partir suculencias. Se hablaba de todo como es usual, de muchos libros como era obligado y de Fernando Pessoa, tema que provocaba inevitablemente Francisco Cervantes. Éste, no obstante sus jóvenes años, ya era autoridad del gran poeta lusitano, pues ya había hecho la traducción en español de la Oda marítima.

Ocurrió lo probable por las circunstancias que Gabo y yo incurriéramos y coincidiéramos en publicidad. En esa ocupación nos vimos vecinos de cubículo en una agencia de anuncios, disparando slogans y vertiendo textos que nada tenían que ver con el arte literario. Gabriel no cejaba en su sino de novelista. Por las noches tecleaba y tecleaba hasta el agotamiento.
En el otro orden, cuando García Márquez descubría una marca publicitaria para las

llantas Goodrich Euskadi, recorría los pasillos de la empresa ondeando esas palabras que serían útiles para la fuerza de difusión comercial de dichos productos. Así como en unos cuantos minutos doscientas personas (los empleados de la agencia) se enteraban de la nueva frase de venta de las mencionadas llantas, en unas cuantas semanas, todo el país o la mayor parte de él, tendría que saberlo de acuerdo con la estrategia publicitaria de difusión nacional. Otro detalle, mínimo pero significativo porque demuestra la mente literaria de Gabo, es lo ocurrido en el informe de finanzas de fin de año de la empresa. Las cifras fueron benéficas, aunque se dijo que los empleados consumían excesivo café, ese año se habían dispendiado 25 mil pesos. No obstante se hicieron regalos y rifas, una de las cuales fue un pasaje doble en avión al puerto de Acapulco. Cuando se anunció al ganador se dijo el nombre de un compañero nuestro, también redactor, que durante la ceremo- nia estuvo reunido con Gabo y conmigo. Dicho compañero, al oír su nombre, se desprendió inmediatamente del conjunto, dejando el vacío con cierto halo esencial. Gabo comentó: “es como la muerte”. El azar nos había arrebatado, impiadoso, a un compañero. Gabriel nunca estaba solo, tampoco le gustaba estar enclaustrado en un cubículo. Estoy seguro que aquellos textos comerciales los elaboraba mentalmente y en el momento menos esperado los vertía al papel. El director, un publicista que había renunciado al alcohol, celebraba sonriente las manifestaciones textuales del Gabo. Las repetía levantando el brazo derecho como un triunfo que a él le parecía glorioso. Para Gabo, esos aciertos eran apenas juegos de ocio. Su mente estaba, más que nada, humedecida por la marea poderosa de sus Cien años de soledad.

Una temporada vivió en la colonia San José Insurgentes, en una calle cercana al Teatro Insur- gentes. La pobreza no le daba sillas a los visitantes; apenas unos magros alimentos. Un poco de café caliente a nadie se le niega, cuando hay. Sentados en la alfombra con la espalda apoyada en la pared, hablábamos de cuanta cosa se nos cruzaba y que casualmente pertenecía a Cien años... Llegamos un día Cervantes y yo a visitarlo. Con risas y dichos departimos con Gabo y la encantadora Merce- des, y cuando hubo concluido la visita, entrada la noche, nos despedimos al punto en que con notable preocupación mía exclamé ¡mi Pessoa! La costumbre idiomática en boga que añadía a los sustantivos la terminación oa: el camionoa, la comidoa, la peliculoa, llevó a Gabriel a pensar en honor a nuestra pobreza que nos referíamos a una moneda de a peso para nuestro transporte, e hizo ademán de buscarla inútilmente en sus bolsillos, que interrumpió cuando reímos los tres aclarando la referencia al poeta de Portugal: Pessoa, cuyo libro, Tabaquería, llevé conmigo a casa de Gabriel.

Por mucho que contendiéramos entre publi- cistas de tiempo completo, en ningún momento dejaba de verlo como un escritor. Ya había leído La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, y como todo escritor que he conocido y de quien he estado cerca, sus temas eran leídos, escritos o en proceso de escritura.

En García Márquez el cine era también asunto de importancia. Escribía en esa época a doble pluma con Carlos Fuentes el guión de Tiempo de morir, cuya trama me narraba con la vivacidad que le daría Jorge Martínez de Hoyos en el filme realizado. Digamos que veía a Gabriel García Márquez desde el margen de mi timidez. No sabía hasta dónde llegaría la carga imaginativa del escritor. Un día me dejó pasmado al sentarse en la única silla para visitantes que tuve en mi despacho y espetarme sin preámbulos la historia de un ángel viejo que es descubierto, caído en el traspatio de una casa, por sus habitantes; una pareja que rebasaba la madurez y que se enfrentaba inopinadamente a una situación inaudita. Mi mente se llenó de imágenes vueltas una realidad febril. Yo vivía una identidad de fantasía con el mundo de Gabo. Numerosos términos del habla colombiana son iguales a los nuestros de Yucatán (medias son los calcetines, nevera el refrigerador, almuerzo la comida, cordones las agujetas), y el ambiente del país se me hacía familiar, aunque el trópico colombiano estuviera dotado de tambores negros y el nuestro hubiera adoptado, como corresponde a todo maya de alcurnia, la candidez romántica del bambuco. Tal vez por eso.

Desde el cuarto piso de Melchor Ocampo 135 (dirección de la agencia de publicidad denomina- da Walter Thompson de México) Gabriel García Márquez asomado a una ventana veía Roma. En- tonces no existía el Circuito Interior, se apreciaba una plaza bordeada por el Paseo de la Reforma con sus balaustradas en ambas márgenes y los árboles de la entrada del Bosque de Chapultepec. Visión romana compuesta en la visión de Gabo.

Cuatro cuadras arriba del sitio de trabajo, en el restaurante de unos catalanes, disfrutábamos sabrosos platillos que alimentaban su nostalgia europea. “No sé por qué esta tarde me recuerda París”.

Su alma colombiana la alimentaba en casa con los niños Gonzalo y Rodrigo, y fuera de casa con su entrañable Álvaro Mutis.

Ese era el rumbo en que se extendía la colonia Anzures, muy cercana a la aún joven Zona Rosa. Su trabajo, sus puntos de reunión con algunos amigos y su tan celebrada por él y por mí, casa habitación en la calle Renán, en el número 21. Mi domicilio estaba cercano al de los García Márquez. Vivíamos en departamentos mediocres de mediana renta. Renán 21 tenía, si acaso, el prestigio del rumbo frecuentado por personajes procedentes de países latinoamericanos, y el de tener la cercanía del fachoso Hotel del Bosque. En su opuesto, cruzando la avenida, que por cierto estaba en alto, se levantaba el pobre Hotel Rey, sin más estrella que la de tener un restaurante de segunda especializado en cocina cubana de primera.

Gabo me decía que la poesía no era su género literario favorito, sin embargo sus libros campeaban en ese lenguaje. Quería darme a entender que su género natural era la narrativa. Gozaba profundamente al referir historias: las reales y las inventadas por él. Gabo se hizo de numerosos amigos y muy pronto dejó ese trabajo del que conservó buenos recuerdos por su fugaz estancia.

Toda referencia a mí, Gabo y Mercedes la ha- cían llamándome Renán 21, y todos sus libros tienen la dedicatoria con esas señas. Tal vez el más curioso y lleno de amistad sea el que dice: “Al Gran Renán XXI, con la admiración y amis- tad de un yucateco nacido a 3,000 kilómetros de Mérida: Gabo. México, D.F., abril 30/62
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*Tomado del libro Gabriel García Márquez: Celebración. 25o. aniversario de Cien años de soledad. Compilación de José Francisco Conde Ortega, Óscar Mata y Arturo Trejo Villafuerte. UAM Azcapotzalco, México, 1992.
 

Asturias y García Márquez epílogo de una tragicomedia*

19/Abril/2014
Laberinto
José Emilio Pacheco

En la década de los setenta, el Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias catalogó a Cien años de soledad como un plagio de La búsqueda de lo absoluto de Balzac. Sus declaraciones desataron la ira de los amigos y lectores del colombiano, y el ataque de la prensa al escritor septuagenario. No obstante, más allá de los dicterios, nadie había llevado a cabo una justa reflexión sobre ese tema a partir de lo estrictamente literario. Presentamos el texto con que el escritor mexicano puso las cosas en su lugar

La nueva comedia de las equivocaciones empezó el sábado 19 de junio [de 1971] y se ha prolongado una semana. En la historia del periodismo nacional nunca antes una noticia literaria había ocupado las ocho columnas de una primera plana. La “Extra”, como se llama en el habla de la ciudad a la segunda edición de Últimas Noticias, informó: “Asturias acusa de plagio a García Márquez. Cien años de soledad es una grosera copia de una novela de Balzac”. 

El Premio Nobel de Literatura 1967 fue entrevistado en Madrid por el periódico Triunfo. Dijo a Luis Chao que la novela de García Márquez plagiaba La búsqueda de lo absoluto. Le Monde citó a Triunfo. France Press divulgó por todas partes lo que decía Le Monde. El mismo 19 de junio en la propia “Extra” Carlos Fuentes señaló lo absurdo de la acusación y sin proponérselo inició el deporte practicado en los siete días siguientes: “Péguele a Asturias”.

Guillermo Ochoa interrogó por teléfono a García Márquez el martes 22. Se limitó a reír y a callar con la certeza de que ante sus críticos la única respuesta posible de un escritor es su obra. Pero en todo el ámbito de la lengua española se ha alzado un clamor unánime contra Asturias. Poco antes de su muerte, Witold Gombrowicz protestó contra el lenguaje brutal y sin el menor asomo de respeto humano que se emplea en las controversias literarias. Lo que se ha dicho contra Asturias es un buen ejemplo: “viejo chocho, gagá, ablandado, idiota, ignorante, rencoroso y plagiario a su vez del Tirano Banderas de Valle Inclán en El Señor Presidente.”

Me había resistido a opinar sobre el tema porque considero indefendible la apresurada tesis de Asturias y me repugna sumarme a la cargada contra un escritor de 72 años que, de un tiempo a esta parte, ha visto levantarse en contra suya el favor y el prestigio de que gozó en otros tiempos. Sin embargo el escándalo prosigue. Ayer, viernes 25, arremetieron el diario Informaciones de Madrid y el escritor dominicano Juan Bosch, que equiparó a García Márquez con Cervantes y a su novela con el Quijote. Ya es tiempo de hacer una modesta propo- sición para que se devuelva este asunto al limbo del que nunca debió haber salido.

La corriente de la época milita en desfavor de Asturias. Él representa lo pasado, lo establecido, lo oficial, todo aquello que es obligado detestar: recibió el Nobel en tanto que Jean–Paul Sartre lo rechazó, aceptó ser embajador de un gobierno genocida, en tanto que García Márquez rehusó un puesto consular en Barcelona...

Atareados en decir que Asturias es un viejo cho- cho (y todos seremos viejos chochos a menos que la muerte nos dé oportuna licencia), nadie se ha tomado la molestia de comparar ambos libros. La algarabía es jubilosamente contemplada por aquellos sacristanes del antiintelectualismo que se desviven presentando a los escritores como bufones envidio- sos, peleoneros, serviles, enredados en pleitos de comadres y por completo ajenos a la trágica realidad de nuestros días.

Honore de Balzac nació en 1799, un siglo antes que Asturias. En 1834, entre La duquesa de Langeais y Papá Goriot, escribió La búsqueda de lo absoluto. En la organización final de La comedia humana esta novela figura entre Los estudios filosóficos. La edición mexicana traducida por Aurelio Garzón del Camino la incluye en el tomo XIV, páginas 525–689.

En Dovai, en el Flandes francés, Balzac sitúa la historia de Baltasar Claes, un discípulo de Lavoisier. A los 49 años, tras quince de matrimonio con Josefina Temnick, Claes habla con un polaco errante y se obsesiona por cumplir el sueño de los alquimistas: hallar lo absoluto, el principio que da unidad a todos los elementos, “la sustancia común a todo lo criado y modificada por una fuerza única”. Al encontrarla Claes podrá transmutar el plomo en oro, competir con la naturaleza y repetirla. (Como se sabe, hoy las transmutaciones se realizan por medio del bombardeo de los elementos en el ciclo- trón y en el reactor nuclear. La búsqueda alquímica que permitiría a los seres humanos igualar a los dioses concluyó fáusticamente en los infiernos de Hiroshima y Nagasaki.)

Los experimentos de Claes lo conducen al nau- fragio de su vida familiar y a la ruina total. Termina apedreado en la calle como un brujo. Moribundo, se incorpora en el lecho para repetir el “eureka” de Arquímedes. Expira con un terrible gemido mientras su yerno lee en un periódico que el polaco errante vendió a otra persona el secreto de lo absoluto.

El deber de un crítico para con un autor es leer su libro de principio a fin y palabra por palabra. Quienes, según Asturias, “han denunciado en América y Berlín las semejanzas entre las dos novelas” son incapaces de penetrar la sintaxis española o aplicaron la llamada “lectura dinámica” al dominio de la crítica. Allí debiera estar prohibido un método que antes del triunfo de la terminología sobre el lenguaje se llamaba simplemente “ojeadita” (con o sin hache). O bien abandonaron Cien años de soledad en la página 125 y dejaron para otra ocasión las 226 restantes.

Porque la única semejanza entre Balzac y García Márquez, tan remota que cancela hasta la simple sospecha de plagio, es la historia del primer José Arcadio Buendía, una entre muchas que forman esta novela. Las demás no tienen nada que ver con La búsqueda de lo absoluto ni con ninguna otra narración balzaciana.

Como se recordará, el fundador de Macondo queda deslumbrado por lo que el gitano Melquiades llama “la octava maravilla de los sabios alquimistas de Babilonia”: el imán. José Arcadio supone que el imán le servirá para sacar oro de la tierra. Sin embargo lo único que logra extraer es una armadura oxidada. En otra vuelta de los gitanos José Arcadio descubre las posibilidades incendiarias de la lupa gigante. Trata de emplearla como arma de guerra y sufre graves quemaduras. Más tarde obtiene de Melquiades algunos viejos mapas, un astrolabio, una brújula y un sextante. Se encierra al fondo de su casa y emprende arduos experimentos al final de los cuales descubre que la tierra es redonda.

En otras aventuras José Arcadio logra que vuele la canastilla de su hija Amaranta y quiere aprovecharlo para obtener una prueba científica de la existencia de Dios. Antes de que lo avasalle el frenesí del pensamiento, trata de aplicar los principios del péndulo a todo aquello capaz de moverse. Por último, entre 44 hombres lo amarran a un castaño del patio y, delirando en latín y discutiendo de teleología, permanece macerado por el sol y la lluvia. Su muerte provoca una silenciosa tormenta de flores amarillas.

Con esta simple guía puede probarse en el cotejo de ambos libros qué absurda e infundada es la acusación de plagio, como indicó desde un principio Carlos Fuentes. Por lo demás, si al juzgar a Asturias tenemos presentes sus errores y flaquezas, no olvidemos tampoco lo que Luis Harss escribió en Los nuestros, antes del premio y antes de la embajada: “Asturias ha hecho de su obra una especie de tribunal de apelaciones, refugio de los humildes con sus penas anónimas, templo de piedad y justicia donde claman las voces de los desposeídos. Y él, solidario y fraterno, los ha escuchado siempre”.
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*Junio 26 de 1971. Publicado con autorización de Cristina Pacheco.

Las batallas políticas de Gabo

19/Abril/2014
Milenio
Ariel González Jiménez

Hace casi veinte años, en una entrevista para la televisión española, Gabriel García Márquez respondió una pregunta incómoda con una respuesta bastante cómoda. La conductora le cuestionó si le había molestado que el “pope” (así lo definió la periodista)  de la crítica literaria,  Harold Bloom, no lo hubiera incluido en su lista de los 100 mejores escritores del siglo. El escritor le dijo: “Al punto de que ni cuenta me había dado”.
Tiempo después, Bloom tampoco lo incluyó en su célebre Genios, obra en la que sí figuran Octavio Paz y Jorge Luis Borges, pero eso de seguro tampoco le preocupó porque, como confesó en la misma entrevista que cito, él ya no leía a los críticos y había aprendido que algunos juicios duelen al comienzo, tal vez unos días, pero “siempre se olvidan”. Ya era Premio Nobel, ya era traducido a decenas de lenguas y universalmente conocido como Gabo, el hipocorístico más simple, familiar y cercano que un autor haya tenido jamás (por lo menos en nuestras latitudes) entre sus lectores.
Lo cierto es que al autor de Cien años de soledad no le faltaron críticos a los cuales ignorar, ni  confrontaciones o desprecios dentro del mundo intelectual. Jorge Luis Borges se permitió preguntar “¿Quién es García Márquez?” cuando le anunciaron que había ganado el Premio Nobel de Literatura. ¿Envidia? ¿Ceguera? Quizás ambas, pero es claro que tratándose de Jorge Luis Borges —el aspirante más frustrado al Premio Nobel y el que más inmerecidamente nunca lo recibió—, era un cuestionamiento de los criterios y reglas con que se conduce la Academia Sueca. A este respecto, Artur Lundkvist, miembro de la Academia, abiertamente le dijo al periodista colombiano Eligio García, lo siguiente:
“Sobre la academia existe una gran presión para que le den el premio a Borges. Esto se habría justificado hace 30 años. Ahora ya es demasiado tarde. Muchos dicen que yo no quiero el premio para Borges por su posición política reaccionaria. Esto es falso. Esto nada tiene que ver con la política. Lo que pasa realmente es que Borges no ha escrito nada de importancia en los últimos 25 años. Yo he traducido algunas de sus obras, y lo considero básicamente un poeta. Su obra importante es la poesía. Pero ya no es suficiente para el Nobel”.
Lo que consiguió Lundkvist con sus declaraciones fue ser identificado como el principal culpable de que Borges nunca haya recibido el máximo galardón de la Academia Sueca, además de atizar el fuego de la discordia entre los dos escritores y sus seguidores. A la muerte de García Márquez alguien ha dicho que admiraba a Borges, y puede ser cierto, pero sobre todo lo es que estética y políticamente representaban cosas y opiniones sumamente encontradas.
En otro momento de gran tensión con sus pares del mundo literario, Mario Vargas Llosa le cruzó el rostro con un puñetazo; el origen de ese acto, se supone, fue una disputa estrictamente personal, pero con el tiempo quedó muy claro que existía ya una profunda distancia ideológica motivada en primer lugar por la posición que cada uno había adoptado frente a Cuba y la conducción de Fidel Castro.
Más tarde, 1990, el choque con Octavio Paz volvió a ser frontal (los antecedentes de su conflicto pueden encontrarse igualmente en la interpretación que tuvieron de la Revolución cubana), con motivo del encuentro El siglo XX: la experiencia de la libertad, al que no fueron invitados escritores como Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes. En aquella oportunidad, Paz calificó a los dos escritores de apologistas de tiranos, y específicamente puso de relieve el vínculo entre el autor de La hojarasca y Fidel Castro: “Hay que aprender a decir y a escuchar la verdad: hay que criticar tanto el estalinismo de Neruda como el castrismo de García Márquez” (fue ahí también que el escritor chileno Jorge Edwards dijo de García Márquez: “Es un gran novelista, pero un mediocre político”).
El tono de Edwards ha sido el más usado por los detractores de García Márquez: un autor extraordinario, un creador maravilloso, pero un hombre equivocado en sus preferencias políticas. Su caso nos recuerda el de muchos otros autores, artistas y pensadores que terminaron abrazando causas populares o sociales que devinieron intolerantes o francamente totalitarias. Y como buen hijo de una región y una época, Gabriel García Márquez se comprometió con personajes como Fidel Castro u Omar Torrijos, revoluciones como la sandinista, movimientos armados como el FMLN en el Salvador y aun los de su propio país.
De su amistad con Fidel Castro nunca renegó. Y quizás no sea eso lo más criticable; pero no es lo mismo pasar por alto la ausencia de libertades, la persecución y represión política, lo mismo que las purgas de un régimen conducido dictatorialmente, así sea en nombre del pueblo y la revolución. Es ahí donde Gabriel García Márquez, el grandioso escritor, nos ha quedado a deber al menos un mea culpa.