lunes, 3 de febrero de 2014

Érase una vez José Emilio

2/Febrero/2014
Confabulario
Ana Clavel

A Cristina, Laura Emilia y Cecilia

Ignoro por qué se me vienen a la mente unos versos de José Gorostiza cada vez que tengo una pérdida cercana. Se trata del poema Elegía: “A veces me dan ganas de llorar, / pero las suple el mar”. Me sucedió recientemente con Carlos Fuentes, con Bonifaz Nuño, con Juan Gelman… Digo pérdidas cercanas no porque fueran amistades mías, sino porque su presencia y su obra me los habían hecho íntimos, familiares. Al enterarme de la partida de José Emilio Pacheco los versos de Gorostiza me fueron insuficientes. Murmuré: “A veces me dan ganas de llorar, / y no las suple el mar”.

Casi de inmediato recordé su poema Mar eterno: “Digamos que no tiene comienzo el mar: / empieza en donde lo hallas por vez primera / y te sale al encuentro por todas partes”. No es que me sepa de memoria la obra de José Emilio Pacheco pero sucede que tuve el privilegio de cuidar la edición de su obra poética reunida, Tarde o temprano, para el Fondo de Cultura Económica, en su tercera edición, la del 2000. Ese privilegio se lo debo directamente a él que me llamó una mañana de noviembre de 1997 para pedirme que me hiciera cargo. Iba a decirle: “Es un honor”, pero me detuve. Poco antes me había pasado con don Octavio —yo le decía don Octavio a Octavio Paz—, cuando colaboré en el cuidado de edición de sus Obras Completas y un día me pidió que también lo ayudara a integrar las entrevistas y los últimos escritos para el tomo correspondiente. Había dicho entonces: “Es un honor” y don Octavio calló un momento antes de reconvenirme: “Preferiría que me dijera: es un placer…” Así aleccionada, pero también por convicción, le contesté a José Emilio cuando me invitó a trabajar en la edición de Tarde o temprano: “Es un honor y un placer…” Estoy segura de que sonrió porque al instante respondió con su amabilidad habitual: “Al contrario: el placer es mío”.

Me acuerdo, no me acuerdo…

A José Emilio, no al maestro José Emilio Pacheco porque él no permitía esas jerarquías de autoridad, lo había yo leído en los ochenta en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Su poemario No me preguntes cómo pasa el tiempo, editado por Mortiz, pasaba de mano en mano entre mis compañeros de generación. Pero fue su nouvelle: Las batallas en el desierto, publicada originalmente por el suplemento Sábado de Unomásuno el 17 de junio de 1980 como un “cuento”, la que me abrió las puertas a una literatura deslumbrante y perfecta, que conjuntaba la precisión de mecanismo de relojería del cuento con la profundidad oceánica de una novela, la cadencia hipnótica de un bolero con los abismos de la memoria y la imposibilidad del amor vueltos escritura exacta y prodigiosa.

Cuando me pidió que trabajara la edición de su obra poética reunida sólo lo había saludado personalmente un par de veces en alguna presentación o conferencia, pero nada más. La primera vez que revisamos el original nos vimos en su casa de Condesa. Su esposa Cristina salió corriendo a una entrevista pero gentilmente se hizo tiempo para dejarnos un pastel de chocolate de la Balance —en aquel momento José Emilio no tenía problemas con el azúcar— y café express para acompañar la labor. En ese primer encuentro me maravillaron muchas cosas, pero sólo consignaré dos. La primera, que aceptara sin objeción alguna mi sugerencia de abreviar la larga nota explicativa que acompañaba a la edición anterior de Tarde o temprano por una mucho más concisa, que terminó finalizando con estas palabras certeras de José Emilio: “Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras acabadas, sólo obras abandonadas. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección”. La segunda maravilla fue que me recordara un hecho que yo misma había olvidado por haber sucedido quince años antes. Me dijo que me había escrito una carta donde me agradecía el envío de Fuera de escena, un primer libro de cuentos que había yo publicado a los 22 años, y donde me comentaba que le habían gustado mis relatos. De verdad yo había olvidado ese envío lanzado como una botella al mar, pero no se lo dije. Sin salir del pasmo, tan sólo comenté: “Qué raro… nunca recibí esa carta”. Con su nerviosismo habitual, él me confesó: “Es que nunca la mandé. No tenía tu dirección. El sobre de tu libro venía sin remitente. Pero ahí está la carta —e hizo un gesto vago a su mar de papeles—. Te la voy a buscar…”

El arte de la sombra

Cualquiera que haya platicado con él sabía cómo la vida lo abrumaba, cuánto lo desconsolaba el incierto porvenir de las ballenas, la barbarie de nuestros políticos, la indecencia de estos tiempos de tinieblas cada vez más acechantes. Sin embargo, en una de nuestras sesiones de trabajo me contó un drama más particular: la mujer que por entonces los ayudaba en casa tenía muy mala opinión de él. La había escuchado platicarle a una vecina: “La pobre señora Cristina trabaja como loca. Todo el día de un lado para otro, mientras el señor ahí echadote, nomás leyendo y escribiendo…”

Cuando terminamos por fin la revisión de Tarde o temprano, recibí a los pocos meses un obsequio por la Navidad próxima: una botella de vino francés enviada precisamente por Cristina. Fue un detalle gentil e inesperado, máxime que a parte de la gracia de trabajar con José Emilio, él me había hecho el regalo de insistir con el Fondo de Cultura Económica para que se mencionara mi nombre en el volumen. Mi sorpresa fue mayúscula porque si bien yo había hecho algunas sugerencias y cuidado el libro, la generosa insistencia de José Emilio no paró hasta darme un crédito inusual en la portadilla: “Edición de Ana Clavel”, debajo de su nombre y del título de la obra. También máxime que él ya me había hecho el mayor de los regalos: una lección de escritura particular. Por esos días yo escribía una novela de un Orlando al revés, una mujer que, por obra y gracia de su deseo de conocer el deseo de los hombres, se despierta en el cuerpo de un varón y en su nueva circunstancia comienza a indagar en los rituales de la masculinidad. Muy temeraria yo, no había medido el atrevimiento de retomar e invertir la propuesta del libro de la Woolf. Cuando me di cuenta en lo que me había metido, me espanté y le platiqué a José Emilio sobre los libros de medicina, anatomía, sociología, antropología, estudios de género que pretendía revisar. Él me tranquilizó con una sonrisa y me dijo: “No importa lo que los demás digan sobre la masculinidad. Lo importante es cómo la miras tú…” Yo andaba también metida en el asunto de fotografiar mingitorios en los baños de hombres como un singular objeto de la virilidad occidental y me sentía peligrosamente transgresora y con riesgo de resbalar… Así que las palabras de José Emilio fueron como un permiso, un “abrid espacio a la sombra”, un “escribe lo que tengas que escribir desde tu propia mirada”. Terminé escribiendo Cuerpo náufrago e incorporando fotos de urinarios en el texto —y descubrí que el deseo es una encarnación de la sombra.

La avasalladora imperfección

En una de nuestras últimas conversaciones, me regaló la nueva edición de Batallas en el desierto publicada por Era, que había vuelto a corregir, como era su costumbre de Sísifo de la escritura. Apenas hojear el libro advertí en la última línea un cambio sustancial. En vez de decir: “Si hoy Mariana viviera tendría ya sesenta años”, decía que tendría “ochenta”. De una señora mayor, me la había convertido en una anciana. No estaba de acuerdo. Se lo dije: “Querido José Emilio, no tienes derecho… También es mi Mariana”. Le recordé las edades eternas de Ana Karenina y Emma Bovary. Me interrumpió: “Yo tampoco estoy de acuerdo con el paso devastador del tiempo… pero uno a veces no es más que un cronista. Para los muchachos de hoy en día, Mariana tendría ochenta años”. Le contesté que para sus lectores del año 2030 habría que corregir la cifra para decir que tendría más de cien años, y así… Se encogió de hombros antes de sentenciar: “Quién sabe si para entonces Las batallas seguirán dando batalla a nuevos lectores…” No dije nada más, pero no pude evitar acordarme del último poema de Tarde o temprano, que es en realidad una victoria contra el tiempo y la muerte:
Despedida
Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco.
Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia:
Eso me pasa por intentar lo imposible.

Cabo

“Ni miento ni me arrepiento” fue la divisa de Jorge Manrique, lema que también podría aplicarse a José Emilio Pacheco. Varios poemas del poeta mexicano dialogan con la obra del poeta español del siglo XV. Ahora , ante la triste sorpresa de su partida, cómo no recordar los primeros versos de las afamadas Coplas a la muerte de su padre de don Jorge Manrique:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando…
Y recordando el título de No me preguntes cómo pasa el tiempo, ese poemario que mejor resume una de las mayores preocupaciones de la poesía de José Emilio Pacheco, deletrear ahora en la pantalla este homenaje silencioso a su amorosa presencia:
No me preguntes cómo pasa la vida
tan callando.

“La enfermedad me ha dado conciencia de lo efímeros que somos”

2/Febrero/2014
Confabulario
Alejandro Toledo

La noticia de que le había sido otorgado el Premio Internacional Octavio Paz de poesía y ensayo 2003, le llegó a José Emilio Pacheco por una llamada telefónica nocturna. Se encontraba en Maryland, cerca de Washington, donde coordinaba un taller de ensayo e impartía un curso sobre la crónica modernista.

Horas después de esa primera irrupción telefónica, se confesaba todavía sorprendido por la noticia que le comunicó Marie José Paz, y por lo mismo no preparado para dar entrevistas. No le agradaba improvisar verbalmente, y lo hacía sólo cuando no había más remedio. No obstante, le emocionó entonces la decisión de otorgarle el premio “en reconocimiento a su trayectoria intelectual, a su afán de establecer puentes entre diversas tradiciones y a la excelencia de su obra que recorre todos los géneros literarios y es una contribución valiosa a la cultura de nuestro tiempo”, según el acta del jurado, y fijó con su interlocutor (telefónico) tres temas que venían muy a cuento: los encuentros con Paz, el ejercicio de la traducción, y Tarde o temprano, el volumen de su poesía reunida. Pidió veinticinco minutos para responder a cada uno de esos puntos. No fue a la computadora, tecleó y mandó un correo electrónico, como podría imaginar una mente que estuviera muy al día. Al viejo estilo, el poeta tomó cuaderno y pluma; y una vez pasado el tiempo exacto que él fijó, dictó con paciencia, con puntos y comas, lo que llevaría entre treinta y cuarenta minutos.

Respondió, dictó, escribió, con intensidad, José Emilio Pacheco, para El Universal. He aquí la versión completa de esa charla escrita.

Increíblemente generoso

La amistad con Octavio Paz duró 41 años. Fue auténtica y por tanto resultó difícil, y por difícil estimulante. La primera reseña de mi vida, publicada en Estaciones, fue una muy torpe y adversa sobre Las peras del olmo. Paz quiso conocer al joven de 18 años que era yo y me dijo que no estaba de acuerdo con las ideas pero aprobaba la actitud. A fin de ese mismo 1957, vino el gran deslumbramiento de “Piedra de sol”, poema que tantos años después me sigue pareciendo maravilloso.

A partir de entonces, Carlos Monsiváis y yo visitábamos a Paz y a Carlos Fuentes en el viejo edificio de Relaciones Exteriores. Nunca dejaremos de agradecer su generosidad a los dos.

Desde la India, Paz nos mandó a todos los de esa época excelentes cartas que nunca supe responder a ese nivel.

En 1966 hicimos Poesía en movimiento, con Alí Chumacero y Homero Aridjis, antología que por desgracia quedó inmovilizada y tiene 37 años de atraso.

Al año siguiente nos reunimos en Italia. Le dije que su regreso a México no iba a ser fácil porque inevitablemente se vería envuelto en las intrigas y querellas del ambiente.

La amistad por correspondencia era más fácil que el trato directo porque todos los seres humanos sin excepción somos “personas difíciles”.

En los setenta y ochenta hubo épocas de alejamiento y casi de enfrentamiento, pero la amistad (que nunca fue íntima) jamás se interrumpió, cosa rara en tiempos como los nuestros de absoluta intolerancia.

La etapa de mayor proximidad con él y Marie José fue en el último año de su vida, en que conversábamos cerca de una hora diaria, en persona o telefónicamente.

Un hecho desconocido, que habla de un Paz increíblemente generoso, es que el último texto que escribió, dos días antes de morir, fue una carta donde no aceptaba la medalla al mérito ciudadano y opinaba que debía otorgarse a Cristina Pacheco. Y así fue.

La escuela mexicana de traducción

Los ensayos de Octavio Paz para mi gusto representan la mejor prosa mexicana del siglo XX. Sin embargo, en mi caso el más aleccionador de esos puentes fue su labor de traductor poético reunida en Versiones y diversiones (pienso en la edición de este libro que circula en España, mucho más amplia que la publicada por Joaquín Mortiz). Él y Jaime García Terrés establecieron en los años cincuenta lo que pudiéramos llamar la escuela mexicana de traducción, muy diferente de la española. El camino que sin saberlo ellos abrieron para mí, se verá a fin de año cuando Era publique mi libro Aproximaciones, y Alianza Editorial mi nueva versión de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, en la que he trabajado a lo largo de los últimos 14 años.

Efímeros y transitorios

Supongo que el motivo central de un premio que recibo ante todo como un reconocimiento no a mí en particular sino en general a la poesía mexicana, es Tarde o temprano, el volumen del Fondo de Cultura Económica que recoge mis doce libros de poemas. Me emociona que el premio llegue exactamente a los 40 años de mi primer libro, Los elementos de la noche, que salió en marzo del 63.

Recibo el premio en un momento muy triste para mí, por la muerte de tantos amigos, la inminencia de una guerra que ojalá no estalle, la desaparición de tantas publicaciones devoradas por la avidez suicida del neoliberalismo, tempestad que se lleva todo y no lo sustituye por nada. Por otra parte, la enfermedad me ha dado conciencia de lo efímeros y transitorios que somos todos… Ojalá que en Tarde o temprano haya a lo sumo cuatro o cinco poemas capaces de mantenerse en pie ante esta y otras tempestades que por desgracia nos esperan.

domingo, 2 de febrero de 2014

Pacheco, el soberano

2/Febrero/2014
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

La notable y extensa obra del maestro José Emilio Pacheco podría ser valorada según el número de reconocimientos recibidos y todos dirían que es una de las más importantes de este siglo y del anterior. También podría ser apreciada por su extensión (poeta, traductor, ensayista, editor, novelista, periodista cultural, guionista cinematográfico, etcétera) y calidad, y también hablarían de la necesidad de conservarla para futuras generaciones. Quizá la mejor manera de recordarlo es mediante los muchos poemas que dejó en la interioridad de sus lectores. Quienes se han detenido a leer la obra de Pacheco, incluso en fracciones, tarde o temprano se darán cuenta: lo han hecho parte de su concepción del universo, empezando por compartir la visión de Pacheco: la inmensidad de lo existente puede ser asida en los pequeños objetos, en los animales que pasan desapercibidos o en los gestos aparentemente triviales de los desconocidos: el universo está en nuestra forma de tocar y entrever alrededor.
Su modestia y su reserva para hablar en público (en Conferencia refiere avergonzarse por haber complacido al público y ser aplaudido antes de iniciar el tedio; el de sus escuchas, suponía él) contrastan con el profundo alcance de sus escritos. Las imágenes que plasmaba con aparente sencillez terminan por quedarse en lugares escondidos de la psique lectora de sus usuarios literarios.
Muchos lo recordarán por Las batallas en el desierto o El principio del placer, o por su participación en la filmografía de Arturo Ripstein, pero nadie dejará a un lado sus poemarios. Sobre su labor editorial y los ásperos intercambios epistolares con Octavio Paz, a raíz de la edición de la antología Poesía en movimiento, también se ha escrito y, probablemente, interesará a quienes gustan del cuchicheo entre figuras públicas. Leído sobradamente en vida, el nuevo estadio de Pacheco tendrá el efecto que él hubiera deseado: sus textos recobrarán fuerza en las lecturas nacionales. Incluso, habrá políticos que lo leerán por primera vez para poder hablar de la trascendencia de su obra en los medios de comunicación (lo que le hubiera divertido).
Para muchos será una obviedad decir que uno de los temas centrales de la obra de Pacheco era el tiempo y las formas para asirlo, sobre todo en la memoria. Pero no está de más retomar esta veta: no hablaba del instante genérico ni conceptual: la fugacidad según Pacheco está encerrada en todas partes. Ahora que su obra ha dejado de crecer, de ser temporal en tanto modificable, es ineludible mirarla en la perspectiva del intervalo estático donde su ausencia la coloca: es el momento de observarla con vistas al siempre, en una faceta apenas iniciada.
El instante en el espejo
En Árbol entre dos muros, el día es el tiempo, se consume en la frontera de llamas que hace del Sol no sólo el instrumento de medición, sino también el lugar de partida para la Luna y los millones de astros que conforman su armada. Sobre todo, ese espacio termina por ser silencio, como repetirá en muchos otros textos: el mutismo es escaso y por eso lo extrañamos, parece que hemos perdido la capacidad de degustar ese período impalpable y esa ausencia de murmullo. Aunque el tiempo lucha contra el cielo, es el relámpago donde el trueno revienta nuestra mirada. En Égloga octava, Pacheco retoma ese silencio donde no tiene cabida el gemido: hemos terminado por estar poblados del transcurrir de todo lo acabado, de lo inherente a ese suceder silencioso. Pero él desea esa alimentación de lo pasajero, si lleva el sentido de este instante que nunca volveremos a asir. Es el olvido el doloroso, es el vacío el hiriente. En “El reposo del fuego”, tras hablar de la vida hecha agua, mezcla el poder del continente azul, de la vida fuera del hombre, para recordar la arena que somos, donde se pierde a cada instante lo que pretende durar: la impronta de la vida azul en esa arenisca agónica, necia en pretender retener la huella del mar ausente. Ese vivir impetuoso, ajeno a la moral, los dogmas y las insostenibles certezas humanas, ahoga en un vaso esa visión antropocentrista de situarse como referente, incluso del tiempo.
La muerte arrasadora del poeta se topa con las preguntas de éste: “¿Para qué estoy aquí, cuál culpa expío/ es un crimen vivir, el mundo es sólo/ calabozo, hospital y matadero/ ciega irrisión que afrenta al paraíso?” Y en “Alta traición” nos recuerda la enormidad frente a ese tiempo imparable: la visión del hombre. Pacheco daría la vida por unas partes del país, por cierta gente, por pocos ríos. Ante el transcurrir de la era, antepone la existencia y lo que le da significado, siempre desde el individuo. El escritor encuentra en lo inmediato la semilla de lo eterno: en la cultura más local está la llamada para el hombre de todos los tiempos y lugares. Por eso la humanidad pasa por cada ser para contemplarle en el reflejo de su indisoluble historia: la de él y la de sus antecesores. La poesía de Pacheco, con referentes de todas las épocas y latitudes, termina por envolver, pues no sólo destaca la futilidad de la existencia humana, sino cómo cada uno puede ser ese espejo del pasado afianzado en el instante. 
A lo largo de sus vivisecciones escritas, la esperanza implícita en la mirada gozosa se trasmina; ese transcurrir descrito con tanta cercanía acaba por dejar un ascua enterrada en el lector, consciente o inconscientemente. Pacheco deseaba insertar esa minúscula flama mediante la voz interior del lector: evita los recitales para lograr hacer que sus palabras “sean tu voz/ por un instante al menos”. En el mecánico acto de leer, la voz de Pacheco logra fijarse con habilidades propias del silencio: incomprensible, pero eficazmente. Parte de los alcances de su poesía está en esa ligereza escondida entre torrentes de palabras bien acomodadas para tocar la melancolía aderezada con una leve sonrisa o un imperceptible levantar de cejas divertidas. En “El fornicador” nos enteramos, merced a la intervención de la tía salvadora del pequeño preguntón, sobre quién estudia a las hormigas: el formicador. Quizá el mayor humor de Pacheco sea el transmitirnos la inocultable alegría que la literatura le daba. Lo logró. ¿Quién podría afirmar que ello no es digno de júbilo?
Suponer la pérdida del hombre sería desligarlo de su poca o mucha obra interiorizada por el receptor. Todos sus lectores habrán de retenerlo, en la medida de cada quien. Varios recordarán sus poemas y verán cómo había pronosticado este momento de muchas formas. En Proceso aseguraba que no habría de perderse en el naufragio cuando el océano minado lo llevara a ese final; uno donde, precisamente, la vida, el agua, le estalló en cualquier momento. No ha naufragado: ha partido al hondo Mar de los Sargazos, ése del que no hay retorno. Decía verdad: él no retornará, pero ahí se han quedado sus miradas en el papel y en millones de gozosos influenciados. En “Recuerdo” está cierto de que al terminársele la cuerda habría de conocer a su inseparable, “la indivisible invisible”, lo único en verdad suyo, pues cada muerte es distinta, propia de cada individualidad. Sin embargo, todos somos falibles; en “Hermanos” codicia el anonimato final, pero no lo logra.
Sus muchos lectores asoman las manos para pedir más y bastará que lo relean para obtenerlo. Otros se asomarán, curiosos, a sus poemas en la red o retomarán los libros de las bibliotecas. Ese ansiado anonimato, al menos nominalmente, se le ha escapado en las profundidades del Mar de los Sargazos. A juzgar por sus continuas actividades, podríamos afirmar que la nota mortuoria pronosticada en “Epitafio” era cierta: murió antes de darse cuenta. En “El libro de los muertos” augura ser borrado de la agenda: “un día que ya figura en el calendario/ alguien también cancelará mi nombre”.
La precisión anímica de sus textos encuentra una cima en “Ulan Bator”. Entre los crueles niños, a uno le gritan “mongol”. Ese observador inocente vive libre de culpa y miedo: no se pregunta sobre el mal, ni sobre la pena infinita de una vida impuesta por el azar: es ajeno a la influencia de la malignidad que acecha a los niños en el despertar a la consciencia de la propia mortalidad y la imposibilidad de controlarla. Esa candidez lo salva de sus verdugos. El relator lo observa abismarse en la quietud, pero lo supone en otro lugar: cabalgando en su estepa, soberano. En una mirada cargada de esperanza, Pacheco transforma a ese pequeño en un héroe interior: un rey feliz, jinete imperial de las planicies verdes donde el aire es un súbdito más. Mediante la poesía reivindica a ese pequeño, sobre todo ante los observadores sin piedad, para hacerlo un ser absolutamente libre, pues la Mongolia que habita jamás será invadida. La dulce paz de la inconsciencia lo vuelve un héroe inalcanzable.
Así imagino al poeta Pacheco: cabalgando en otras estepas, sin las ataduras de la timidez en la mirada, con espacio suficiente para crear otros epitafios que no leeremos, absolutamente poderoso en ese Otro País, hecho para este representante de una peculiar y mínima nobleza nacional, la de los creadores capaces de influir a millones: ha dejado un reino para tomar otro.

La huella radiante de José Emilio Pacheco

2/Febrero/2014
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Menos de dos semanas después de la muerte de Juan Gelman (1930-2014), la poesía mexicana e hispanoamericana perdió a otro de sus grandes exponentes: José Emilio Pacheco, fallecido el domingo 26 de enero. Gelman murió el martes 14 de enero, y José Emilio Pacheco lo despidió, con emoción, con conmoción, en sus dos últimos “Inventarios” publicados en la revista Proceso (números 1942 y 1943, correspondientes al 19 y al 26 de enero, respectivamente).
En “Adiós a Juan Gelman” y en “La travesía de Juan Gelman”, José Emilio lleva a cabo un recuento (y un recuerdo) de las aportaciones poéticas del autor de Cólera buey. El 19 de enero, Pacheco escribió: “No hay datos en la memoria reciente que nos permitan comparar la resonancia de la muerte de Juan Gelman con la de ningún otro de nuestros poetas contemporáneos.” Lo escribió sin saber que la comparación de esa resonancia de la muerte de Gelman sería precisamente la suya. En menos de dos semanas murieron dos de los más grandes poetas de la lengua española.
El 26 de enero, en su último “Inventario”, publicado un día antes de su muerte, en “La travesía de Juan Gelman” (que le dedica a Gabriel Zaid en sus ochenta años, “con 50 años de afecto”), José Emilio Pacheco se refirió así al gran poeta argentino: “Deja también en la poesía mexicana una huella radiante que no se borrará.” Son las palabras para Gelman, pero son también las palabras que deben reintegrársele, porque, en efecto, la poesía de José Emilio Pacheco deja en la cultura mexicana una huella imborrable.
Si, como pocas veces, se da el caso de perder a dos grandes figuras literarias, una tras otra, en un brevísimo tiempo, asimismo, pocas veces somos testigos de esa devoción mutua y ese reconocimiento recíproco de la grandeza y la generosidad. Más de una vez, Gelman y Pacheco compartieron la mesa de lectura, leyeron juntos y unieron sus voces en la poesía de la más profunda raigambre del amor al prójimo, al próximo, al fraterno.
José Emilio Pacheco es, sin duda, uno de los grandes escritores mexicanos que ya ocupa el sitio que le corresponde en nuestra historia literaria. Nació el 30 de junio de 1939, en Ciudad de México. Poeta, novelista, cuentista, ensayista, traductor, antólogo y cronista cultural, le debemos una vasta y diversa obra, apreciada y admirada por los lectores no sólo de México, sino de todo el ámbito en lengua española. Entre otros importantes reconocimientos, recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Premio Cervantes de Literatura.
Para Octavio Paz, José Emilio Pacheco es uno de los poetas mexicanos de más “delicada y poderosa construcción verbal”. Su obra poética, recogida en el volumen Tarde o temprano (más de ochocientas páginas), da cuenta de ello. Y fue también un extraordinario narrador (El principio del placer, Las batallas en el desierto, etcétera) y un acucioso investigador y antólogo como en Poesía mexicana del siglo XIX y Antología del modernismo.
Pacheco llegó a los setenta y cuatro años con el pleno reconocimiento de un vasto número de lectores que año con año logró que sus libros se reeditaran. Pero siempre fue consciente de la siguiente certeza, que fue su divisa: “Si dejas que alguien te endiose/ recuerda/ que esta clase de laica/ religiosidad acaba siempre/ en la propagación del ateísmo.” Existen los vanidosos que siempre nos hablan de sus poemas, y hay unos pocos (como José Emilio Pacheco) que siempre nos hablan a través de sus poemas.
Si tarde o temprano a todos nos espera el naufragio, desde 1980, cuando reunió por primera vez su poesía, José Emilio Pacheco encontró el título definitivo para ella: Tarde o temprano, título de un libro único que escribió y reescribió desde 1958 y que, al final, abarcó catorce poemarios: Los elementos de la noche (1963), El reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976), Desde entonces (1980), Los trabajos del mar (1983), Miro la tierra (1986), Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1994), La arena errante (1999), Siglo pasado [Desenlace] (2000), Como la lluvia (2009) y La edad de las tinieblas (2009).
“La plegaria del alba” es el poema con el que cierra esta obra magna que ya ha dejado su huella imborrable, y es el poema que, en gran medida, resume su búsqueda y sus certezas: “Hace milagros este amanecer. Inscribe su página de luz en el cuaderno oscuro de la noche. Anula nuestra desesperanza, nos absuelve de nuestra locura, comprueba que el mundo no se disolvió en las tinieblas como hemos temido a partir de aquella tarde en que, desde la caverna de la prehistoria, observamos por vez primera el crepúsculo. Ayer no resucita. Lo que hay atrás no cuenta. Lo que vivimos ya no está. El amanecer nos entrega la primera hora y el primer ahora de otra vida. Lo único de verdad nuestro es el día que comienza.”
Si partimos del hecho de que el único género confesional que existe para un escritor es la poesía (aparte de la autobiografía, el diario, la carta, las memorias y las entrevistas no desmentidas), José Emilio Pacheco nos responde por medio de su poesía o de las opiniones que emite en prólogos, notas y advertencias preliminares de sus libros.
Sabemos, por ejemplo, que siempre estuvo corrigiéndose; siempre reescribiendo la obra que inmediatamente comenzaba a envejecer. Cada nueva edición de sus libros fue siempre una reelaboración de los anteriores. ¿Por qué lo hizo? Nos lo explicó, en 1978, en la nota prologal de su antología Ayer es nunca jamás: “Si uno tiene la mínima responsabilidad ante su trabajo y el posible lector de su trabajo, considerará sus textos publicados o no como borradores en marcha hacia un paradigma inalcanzable. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección.” Fue más allá, incluso, y sentenció: “No acepto la idea de ‘texto definitivo’. Mientras viva seguiré corrigiéndome.” Y sin embargo, al rescatar en 1990 La sangre de Medusa y otros textos (1958), precisó que “podemos cambiar todo menos nuestra visión del mundo y nuestra sintaxis”.
Precocidad y rigor
¿Cómo escribió y bajo qué circunstancias lo hizo el joven José Emilio Pacheco? Esto es lo que respondió acerca de sus años mozos (tenía entonces veintidós años de edad): “Antes de que el llamado boom liquidara el sentimiento de inferioridad entre los escritores hispanoamericanos y de que Edmundo Valadés reanudara la publicación de El Cuento no se abrían muchas posibilidades. El aprendiz que era también el secretario de redacción de la Revista de la Universidad de México y el jefe de redacción de La Cultura en México se rehusaba a autopublicarse y autopromoverse en esas páginas y prefería colaborar informalmente en las revistas de su generación. Sin becas ni talleres literarios ni escuelas de escritores sólo quedaba para ejercitarse en su oficio y ganarse doscientos muy necesarios pesos el camino del juego en serio y de la narrativa como incesante colaboración entre vivos y muertos. Así el relato valía o se hundía por sí mismo y no por el prejuicio a favor o en contra de quien lo firmara.”
Tenía treinta años de edad y cinco libros publicados cuando, en 1969, solicitó la beca del Centro Mexicano de Escritores y ésta le fue concedida para el período 1969-1970. En su proyecto se comprometió a escribir “una colección de doce o catorce cuentos”, pero acotó: “No puedo ofrecer un minucioso plan de este libro, pues de él lo único que tengo es el deseo de hacerlo.”
Desde su primer libro (Los elementos de la noche, 1963), José Emilio Pacheco reveló la precoz maestría y el rigor que se impuso para entregar veinte poemas y cinco aproximaciones (sus versiones líricas de diversos poetas que acompañan a cada uno de sus libros). En 2013 se cumplió medio siglo de ésta, su obra inaugural que salió de la Imprenta Universitaria bajo el sello de la Universidad Nacional Autónoma de México. Medio siglo después es el mismo libro pero también es otro: el mismo, porque no cambió ni su visión del mundo ni su sintaxis, pero también otro porque fue corrigiéndolo día a día, modificándose (y no momificándose), bajo la autocrítica vigilante más estricta.
Sintomáticamente, su obra poética completa está amparada bajo un epígrafe de Eliot (tomado de los Cuatro cuartetos): “–pero no hay competencia./ Sólo existe la lucha por recobrar lo perdido/ Y encontrado y perdido una vez y otra vez/ Y ahora en condiciones que parecen adversas./ Pero quizá no hay ganancia ni pérdida: Para nosotros sólo existe el intento./ Lo demás no es asunto nuestro”.
Precisamente, dentro de su obra, vasta y extraordinaria, debemos también a la sabiduría y a la sensibilidad de José Emilio Pacheco algunas de las mejores traducciones y versiones poéticas y prosísticas al español de obras y autores fundamentales, entre ellos los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot, prácticamente inmejorables, y la Epistola: In carcere et vinculis (“De profundis”), de Oscar Wilde, que fue la primera traducción al español del texto definitivo, tal y como su autor lo escribió. Otra de sus espléndidas versiones es “El barco ebrio” de Arthur Rimbaud y el Cantar de los cantares. Por excesiva modestia, él prefirió llamarlas “aproximaciones” y no traducciones pero, independientemente del modo que las haya denominado, son obras maestras de la recreación y la creación. Traducir como lo hizo José Emilio Pacheco no fue únicamente verter a otro idioma, sino producir una nueva obra.
Erudito gentil, sabio en su humildad, José Emilio Pacheco fue, además, un profundo conocedor de la historia. Muchos de sus “Inventarios” son lecciones de sensibilidad y de conocimiento sobre nuestro pasado. La historia fue una de sus pasiones y supo transmitirla con amenidad y con cordialidad. Cuando se recojan estos “Inventarios” (que son muchísimos), podremos aquilatar la dimensión no sólo de su conocimiento sino, sobre todo, del beneficio que entregó a las nuevas generaciones para que no olvidemos de dónde venimos.
La poesía entre/vista
Desde hace más de medio siglo los lectores hablamos con sus libros, y mientras ocurre esa lectura lo interrogamos incesantemente. Quien nos responde siempre es el poeta a través de sus poemas; así seguirá siendo: seguiremos preguntando y él respondiendo, desde sus libros, desde sus páginas imborrables, porque su obra es ya esa huella radiante que no se borrará. Nosotros le preguntamos a sus libros, y su voz nos responde:
–¿Qué opinión tienes de los próceres?
–Hicieron mal la guerra,/ mal el amor,/ mal el país que nos forjó malhechos.
–¿Nunca intentaste estar a la moda?
–La moda pasa de moda./ La desnudez sigue intacta/ como al principio del mundo.
–¿Cómo defines hoy la poesía?
–Contra la noche oscura/ una pantalla que arde/ y una página en blanco.
–¿Es cierto que llegamos tarde al banquete de la cultura?
–Llegamos tarde al banquete/ de las artes y letras occidentales,/ como escribió nuestro clásico./ Recogimos las sobras, nadie lo niega./ Pero, con el ingenio de los que no tienen ni en dónde caerse muertos,/ no ha estado nada mal lo que hemos hecho con ellas.
–¿Alguna vez has padecido la ansiedad de las influencias?
–Al doctor Harold Bloom lamento decirle/ que repudio lo que él llamó “la ansiedad de las influencias”./ Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a Sabines./ Por el contrario,/ no podría escribir ni sabría qué hacer/ en el caso imposible de que no existieran/ Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de sol, Recuento de poemas.
–¿Qué conservamos de las épocas?
–Uno siente que el mundo ya se acaba porque cuanto termina es su vida,/ su pobre vida tan independiente de él:/ empezó cuando ella misma quiso/ y concluirá nadie sabe dónde ni cuándo ni de qué manera./ Morimos con las épocas que se extinguen,/ inventamos edenes que no existieron,/ tratamos de explicarnos el gran enigma/ de estar aquí un solo largo instante entre el porvenir y el pasado.
–Alguna vez confiaste en el mañana...
–A los veinte años nos dijeron: “Hay/ que sacrificarse por el mañana”./ Y ofrendamos la vida en el altar/ del Dios que nunca llega./ Me gustaría encontrarme ya al final/ con los viejos maestros de aquel tiempo./ Tendrían que decirme si de verdad/ todo este horror de ahora era el Mañana.





El bestiario humano de José Emilio

2/Febrero/2014
Jornada Semanal
José Angel Leyva

En la portada de la ya extinta revista de poesía Alforja, aparece José Emilio Pacheco con un gato en cuyo pelaje profuso se hunden sus manos y la mirada de ambos, del escritor y su mascota, se mimetizan ante la lente de su hija Laura Emilia, autora del retrato. Esa imagen del escritor se nos revela, y nos evidencia, la clave de muchos de sus poemas zoológicos. Sus versos devuelven al hombre a su condición animal y a la fauna le otorga un carácter humano, destacando rasgos etológicos, inherentes al hombre. La civilización es para el José Emilio poeta un hecho que no trasciende al animal, ignorante de su finitud, de su insignificancia, al tiempo que representa un milagro de la Naturaleza. De muchas maneras, en la mirada del poeta aparece el animal político, el animal de palabras, el animal urbano, el animal de carroña y aquel predador de sí mismo, traidor de sus orígenes.
En su mirada hay severidad y escrutinio, inteligencia; en su rostro asoma un gesto adusto, cierta ironía propia de quien sabe evitar el exabrupto y resolver la situación con gracia. El gato y su amo nos miran desde un plano interior. Son ellos, iluminados, enmarcados de sombras, quienes parecen contemplar e inquirir al mismo tiempo a sus espectadores.
La memoria de José Emilio es de esos portentos que se combinan con el talento y la disciplina, la curiosidad y la malicia literaria. Él es un hueco enorme en los cuatro volúmenes de entrevistas de Versoconverso y Versos comunicantes (poetas entrevistan a poetas). En repetidas ocasiones, Alforja intentó en vano entrevistarlo. Siempre exponía sus razones. Incluso cuando le concedió una entrevista a una periodista chilena, cuando el gobierno de Chile le otorgó el Premio Pablo Neruda. En realidad, decía, “fue una situación ineludible, ella me hacía preguntas y yo me vi obligado a contestar por cortesía y educación. Pero no me gusta verme retratado en esos ejercicios orales en los que no estoy convencido de ser el yo que pretendo cultivar en mi escritura”. En verdad se sentía mal de no aceptar la solicitud de la revista, incluso cuando se le señalaba la paradoja de ser el compañero de una de las más grandes entrevistadoras de México, Cristina Pacheco. Él reía y buscaba otra excusa.
Me llamó un par de veces para hablarme de lo que él pensaba sobre las entrevistas. En una ocasión estuvimos, sin exagerar, cerca de una hora al teléfono, entre disculpas reiteradas y su tentación de ceder. Comencé a interrogarlo sobre su poesía, su trabajo narrativo, su labor ensayística, su columna en Proceso, que por entonces afirmaba ya había abandonado, y luego retomaría. De pronto le dije: “José Emilio, ¿te das cuentas de que ya te entrevisté y has respondido con elocuencia?” “Sí –aceptó–, pero he contestado consciente de que he cumplido tu deseo, pero no saldrá de nosotros. A nadie le importa lo que yo piense de mi trabajo y mi proceso creativo, en realidad a mí lo que me preocupa no es tanto lo que escribo sino lo que leo, y más aún, lo que me falta por leer.” Era la respuesta de la última pregunta que deseaba hacer.
La fotografía de la portada de Alforja me la había entregado el propio José Emilio. Cuando se publicó el número especial, descubrí con terror que la diseñadora me había adjudicado la autoría de dicha foto. Pusimos fe de errata, pero el daño estaba hecho. Tiempo después, con esa imagen viva en la memoria, propuse una antología temática a Antonio Cisneros. Lo comenté con Juan Manuel Roca y emprendimos la tarea. Roca escribió el prólogo y yo organicé el animalario lírico de Cisneros. Luego de un intercambio de propuestas quedó el título: A cada quien su animal, paráfrasis de un verso del poeta peruano pero, en el fondo, partía yo de la idea que me había provocado la fauna poética de José Emilio. Si en Cisneros el mundo animal ocupa buena parte de su imaginario, en José Emilio hay una clara conciencia de ese vínculo, metonimia de la bestialidad civilizatoria.
La lucha de lo transitorio contra la permanencia, la banalidad que intenta someter al pensamiento, las megaurbes como amenazas de implosión de los ecosistemas, son ejes temáticos en su extensa obra lírica, retratados en sus poemas epigramáticos o en los poemas a manera de fábulas audaces, donde es común ver el juego de la transmutación hombre-animal, animal-hombre. En el prólogo de La fábula del tiempo, el antólogo, Jorge Fernández Granados, destaca: “Tal vez José Emilio Pacheco es en esencia un gran fabulista. En su poesía los objetos, las personas, las plantas y, sobre todo, los animales operan con frecuencia como ejemplos de la reflexión ante la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja […] Particularmente en los poemas de la serie Circo de noche  […] algo recuerda a las Pinturas Negras de Francisco de Goya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una extrema parodia de la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula negra.”
La lucidez de Pacheco estriba en la sencillez, en el trazo diestro del calígrafo que sin soltar el pincel, de una sola línea, resuelve su propósito, lo dota de un gesto mordaz, casi escéptico, como en su “Poética I”: “Tenemos una sola cosa que describir: este mundo.” Menuda tarea la del poeta que, como el resto de los mortales, ignora su origen y su después. “Escribe lo que quieras. /Di lo que se te antoje: /de todas formas vas a ser condenado.” (“Arte poética II”). En esa entrevista que nunca grabé, ni publiqué, y en gran medida olvidé, recuerdo que hablamos de muchos de sus poemas o zoemas, de cerdos, del erizo, el caracol, los murciélagos, “Prehistoria”, pájaros, cocuyos, lobos, arañas, tigres, halcones, langostas, gatos, mosquitos, pero hubo uno del que no pregunté y, como afirma Marco Antonio Campos, resume el humor y la ironía de ese bestiario implícito, “Envidiosos”: “Levantas una piedra/ y los encuentras:/ ahítos de humedad,/ pululando.”

sábado, 1 de febrero de 2014

Traicionar a Pacheco

1/Febrero/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Muchas veces he escuchado que todos los mexicanos sabemos “Alta traición” de José Emilio Pacheco:
“No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / —y tres o cuatro ríos”.
Leído detenidamente, en este anti-himno post-nacional Pacheco dice que el país no puede amarse entero, está ya todo fragmentado. Querer a México es ya imposible —o siempre lo ha sido— y sólo podemos querer regiones, mapas arrugados o rutas de escape.
En su caso, sólo quiere la Ciudad de México, y quizá Veracruz o algún otro puerto hipotético, pero no a muchos lugares —en su poema, Pacheco sólo alude a uno en concreto, la capital— y luego dice que un puñado de ríos, y digo puñado porque seguro esos ríos ya son pura tierra. O picaderos.
No amo a la literatura mexicana. Su fulgor abstracto es inasible. Pero (aunque suenen mal) daría mi quincena por 10 libros variables, ciertos muertos, Internet, bosques de California, fortalezas todas son del narco, una ciudad ensambladora, polvosa, calenturienta, varias figuras de yeso, cerros, y tres o cuatro filas humanas.
El poema de Pacheco renuncia a nación general y unida. Leerlo de otro modo es traicionarlo: ¡tradicionalizarlo!
Pacheco murió y no faltará crítico exaltado o político trepando que diga que “Alta traición” —aunque más bien omitirá el título— habla por todos los mexicanos.
Y eso no es cierto: habla desde una ciudad (no menos, no más) de un territorio fragmentado y un Nosotros excluyente de casi todos los infra-incluidos. Así lo escucho, así me atrae, porque ahí se oye una voz de una ciudad lejana con millones de pobres y élites arrogantes. “Alta traición” es un gran poema breve del Distrito Federal, una coda paracaidista a Grandeza Mexicana de Balbuena.
Pacheco y Monsiváis fueron escritores muy marcados por esa urbe.
Pacheco no es una estatua ecuestre de la literatura patria, no es parte de la Rotunda Ronda de los Poetas Ilustres, petrificarlo así no sólo sería no escuchar su poema sino pisotearlo. Leer poesía como pericos.
Pacheco dice que no hay patria, sólo hay pedazos, y entre las memorias, cada quien junta las ruinas donde jugó de niño —infancia es geopolítica— y donde vive, migra o caerá muerto, y eso es todo, y todo es poco o casi nada.
Lo demás son los cuentos nacionales y los cuentos globales, y son incompatibles con los mejores cuentos de Pacheco.
“Alta traición” y Las batallas en el desierto son dos variantes (súcubos) de una experiencia que Pacheco decidió decir usando lenguaje literario porque es dilema y espejismo, casi inaudible, fuerte, parte y nos desmiente.

Yo estoy obsesionado contigo

1/Febrero/2014
Laberinto
Claudia Guillén

Así como la memoria no tiene una ruta lineal para ordenar nuestros recuerdos, podemos advertir que la estructura temporal de la novela Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco parece retomar esta lógica no lineal y así dotar al narrador de una voz persuasiva que nos integra en los años de cuando Carlitos, el protagonista, cursaba la primaria en un colegio de la colonia Roma, adonde acudían niños de diferente perfil económico y, también, de diferentes nacionalidades. Convirtiéndose en una suerte de pequeño cosmos internacional, dado que el contexto de la época que es el de la Segunda Guerra Mundial, dio pie a que se diera una constante migración de los países afectados por ésta.


Sabemos que Las batallas en el desierto fue publicada en 1981 por la editorial Era, sin embargo, antes de tener una salida editorial apareció como un relato en el suplemento “Sábado”, dirigido por Huberto Batis, del periódico unomásuno. Cuando Neus Espresate lo leyó, le pidió a José Emilio que lo publicaran como libro, pues se trataba de un “relato ejemplar” dentro de la narrativa breve. Pacheco tenía 42 años de edad y, desde hacía mucho tiempo, alimentaba sus preocupaciones literarias llevando a cabo un registro de la memoria a través de elementos que alimentaran su obsesión por la Ciudad de México, así que tanto la historia de Carlitos, como la de la fisonomía de la ciudad, parecen mimetizarse. Es decir, conforme transcurre la trama podemos reconocer a una ciudad enmarcada por costumbres sociales, políticas y culturales ya desaparecidas. Se trata, pues, del período en que la modernidad aplasta a la tradición mexicana y se presentan nuevas formas de vida: se integran diversos giros lingüísticos; desaparecen edificios emblemáticos; la cultura gastronómica estadunidense se eleva para dar estatus a los pobladores. Con ello, el lector se vuelve testigo del derrumbe de esa época.

A treinta años de su publicación, la editorial Era llevó a cabo la edición conmemorativa de Las batallas en el desierto, cuando el autor ya contaba 72 años de edad. En esta edición solo modificó la edad del padre de Carlitos, a saber, en la primera edición y las subsecuentes él era: “un hombre viejísimo de 42 años” (p.47.) Y en la edición del 2011, el padre era “un hombre viejísimo de 48 años” (p. 47.) Dato curioso, si nos detenemos a pensar que cuando se publica por primera vez esta novela corta, Pacheco tenía esa edad, es decir, 42 años. Esta coincidencia, junto con la relectura de su relato desde otra época de su vida, quizá le permitió al autor afianzar, aún más, su relación con el tiempo. Reafirmando esta obsesión, como la que tenía Carlitos por Mariana, o como la obsesión que trazó gran parte de su literatura: relatar la fisonomía de esta ciudad cuantas veces fuera necesario, para que su rostro quedara intacto y permaneciera en el tiempo a través de la literatura.

In memoriam

1/Febrero/2014
Laberinto
Jorge Fernández Granados

A Cristina y Laura Emilia Pacheco

Una inesperada lluvia, breve e inusual en una fecha como hoy, 27 de enero, cae bajo el crepúsculo del valle de México. Ha oscurecido temprano. La luz, como es habitual, dura muy poco en los inviernos y este en particular ha sido sumamente frío. Apenas veinticuatro horas de la confirmación de un dato preciso y puntual, de los que a él le gustaba guardar con cuidado: falleció José Emilio Pacheco el domingo 26 de enero de 2014, a las 18:20 horas, aquí, en su natal, tormentosa pero inseparable Ciudad de México. Tenía 74 años.

Afirman los médicos que su muerte se produjo a raíz de un desafortunado accidente: una caída. Estaba solo, entre sus libros como solía estar cuando escribía. Acababa de terminar su última nota. En ella rendía un pequeño tributo a la obra y la memoria de Juan Gelman, su amigo y vecino, el otro gran ausente en la vorágine de unos cuantos días en que la muerte se ha llevado a estos dos entrañables autores. El ángel de las coincidencias quiso que las exequias del autor de Morirás lejos fueran en la misma fecha en que entraron las Fuerzas Aliadas al campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial y por la cual se conmemoran, desde entonces, en este día a las innumerables víctimas del Holocausto.

¿Qué decir acerca de la fatalidad que une y separa las vidas y los destinos que José Emilio Pacheco no haya dicho a lo largo de su obra de manera más que contundente?

Lo que perdemos no es solo a un gran escritor —el cual en cierta forma perdurará a través de sus libros—, es algo distinto. Se ha ausentado una de las presen- cias acaso más insustituíbles de la cultura mexicana del presente, se ha ido una de las inteligencias más genuinas y generosas de nuestro tiempo.

La ciudad por la que sintió, él como nadie, un cariño desamparado y una preocupación progresiva, la ciudad que padeció y amó y de la cual dijo, alguna vez, que sería “mi casa y mi sepulcro”, parece de pronto rendirle esta tarde también, con el lenguaje cifrado de la lluvia, una despedida. Una despedida que el autor de este poema, “Como la lluvia” seguramente habría sabido leer e interpretar como nadie:

Dos mil años después de que el Vesubio Sepultó entre cenizas a Pompeya Encontraron un muro en que estaba escrito:

Nada es eterno. 
Brillan los soles y en el mar se hunden.
 Arde la Luna y se desvanece más tarde. 
La pasión de amor 
Se termina también 
Como la lluvia.

Al tercer día de copiado el grafito 
El yeso en que lo inscribieron se vino abajo.

Se acabaron los versos
Como la lluvia.

José Emilio siempre va a estar entre nosotros. Es una de esas contadas personas que nunca se van, uno de esos hombres que no caben en la muerte.