Agosto/2013
Nexos
Ignacio Ortiz Monasterio
Formalmente,
Los detectives salvajes es un expediente
organizado de testimonios. En sus páginas muchos narradores se alternan
para hablar de Ulises Lima y Arturo Belano, fundadores del realismo
visceral y protagonistas anómalos de la novela. Hablan también de sí
mismos y de otros personajes, o sencillamente exponen sus ideas. El
común denominador de esta abundante recopilación de fragmentos, el
vínculo, a veces potente, a veces débil, son Lima y Belano y su
movimiento poético.
Semánticamente,
Los detectives salvajes es una novela
de persecuciones —y de ahí tal vez su nombre—. En la tercera parte, Juan
García Madero, uno de los narradores, cuenta el viaje que realiza con
los protagonistas hacia el norte de México y a lo ancho del desierto de
Sonora. Lima y Belano están buscando a Cesárea Tinajero, escritora
desaparecida y mítica fundadora de la revista
Caborca.
Esta búsqueda es literal y por lo tanto no requiere de mayor
explicación. Quieren encontrarla porque su poesía cifra el origen y
acaso la razón de ser del movimiento literario que ellos encabezan.
Los narradores, a su vez, persiguen a Ulises Lima y Arturo Belano. Me
valgo de una disección árida para intentar explicar esta actividad. Si
Los detectives salvajes es
una colección ordenada de testimonios, alguien debió recabar y
organizar la información; un biógrafo o un editor invisible (una figura
más cuya discreta identidad, por cierto, no corresponde a la del autor
del libro, Bolaño) reunió los documentos y las declaraciones. Cada pieza
fue identificada metódicamente con el nombre del narrador (por
supuesto) pero también con la fecha y el lugar en que declaró. (Lo
anterior no fue menester en el caso Juan García Madero, cuya
contribución consiste en el diario personal, necesariamente datado, que
ocupa la primera y tercera partes del libro, pero sí lo fue en el resto
de los casos, por tratarse de entrevistas grabadas o narraciones
vertidas en soledad.) De acuerdo con las fechas que los preceden, los
testimonios fueron recogidos entre noviembre de 1975 y diciembre de
1996, y se refieren a cosas que ocurrieron entre 1970 y 1996. Es decir,
el biógrafo hipotético registraba los hechos conforme éstos ocurrían
—eso sí, con desfases que varían de un caso a otro—. Los narradores,
así, hacen las veces de informantes, gente del círculo de Lima y Belano
(o de sus distintos círculos) que habla sin reservas de ellos: qué
hacían, qué llegaban a decir, cómo se conducían, adónde iban, con quién,
con qué fines posibles. Refieren lo que saben, sin que Lima y Belano se
enteren. Los oídos atentos, la grabadora encendida, el papel en blanco
los estimula y ellos dan su versión de los acontecimientos. Satisfechos
de opinar, de confesar, de poner en palabras para así poder entender,
los narradores también persiguen a Lima y Belano con el recuerdo, con la
voz y la memoria. Por cada paso que éstos dan, hay un
testigo-informante que cuenta lo sucedido. Lima y Belano se mueven en el
tiempo y el espacio, y los narradores se mueven detrás de ellos. El
efecto general es el de un tropel de personajes a la zaga de los
protagonistas.
Nosotros, finalmente, los lectores, seguimos muy de cerca a los
narradores. Vamos en pos del tropel y vamos en pos de los informantes
individuales. Aparece el primero y desaparece, resurge seis o siete
fragmentos después, lo identificamos, retomamos su historia, vuelve a
ocultarse, aguardamos, lo cazamos. Algunos no regresan. Y es una
lástima. Otros entran y salen por cientos de páginas. Nos familiarizamos
así con ellos, sabemos quiénes son y reconocemos sus voces, los oímos
ávidamente, los auscultamos, entramos en la intimidad de sus vidas,
observamos sus secretos. Esperamos, también, que irrumpan nuevas voces.
Al mismo tiempo —entre líneas o del otro lado de una celosía— están Lima
y Belano. Examinamos los testimonios de los narradores en busca de
información. Cualquier dato sobre los movimientos y el paradero de los
protagonistas es bien recibido, queremos armar el cuadro completo,
acumular las piezas necesarias, saciar el morbo, no dejar cabos sueltos.
Seguimos a los narradores para conocer sus propias historias —nos las
prometieron y ahora debemos poseerlas a cabalidad— y para dilucidar el
universo de las relaciones y los actos de Ulises Lima y Arturo Belano.
En la cadena de comunicación que produce la obra, nosotros somos un
componente vital. Los hechos ocurren, las voces hablan de ellos, un
editor aséptico dispone las narraciones sobre una superficie y así nos
las encontramos. En nosotros está entenderlas, tejer correspondencias,
procurar llenar huecos, crear sentido si ello cabe. Somos detectives
también y seguimos de cerca a los informantes.
¿Adónde se dirigen los detectives salvajes? En mi opinión, Lima y Belano
descienden hacia su propia muerte, hacia la noche perpetua. Los
fundadores del realismo visceral desaparecen físicamente y lo que queda
de ellos, el recuerdo que albergamos de sus vidas, se extingue.
La desaparición física es parte de la historia. Conforme se suceden los
hechos, conforme nos movemos de 1970 a 1996, Lima y Belano son vistos un
poco menos cada vez. Los testimonios recogidos en 1976 son cerca de 30.
En ágil sucesión, los narradores dicen mucho de lo ocurrido en ese año.
Dos décadas después, en 1995, se vierten solamente tres testimonios. En
1996, dos. Lima y Belano se alejan hasta esfumarse. La novela lo
relata. Lima se pierde en Managua y si regresa es sólo para demostrar
que se ha ido definitivamente —a veces las visitas y los reencuentros
sirven para eso—. Su súbito
rendez-vous con Octavio
Paz en el Parque Hundido del D.F. es como un pulso último, un ejemplo de
la emanación vital que ofrecen ciertas personas justo antes de expirar.
Por su parte, Belano se aparta cada vez más del que sin duda es, en una
obra polifocal, el centro emocional de la historia, la ciudad de México
(después de todo, es desde ahí que se da la diáspora de quienes se
quisieron). Belano parte a Europa, vive algunos años en España y cuando
su situación parece más inestable que nunca se desplaza a África, donde
se le verá por última vez. Quienes conocieron a Lima y Belano terminan
por perderles el rastro.
La otra desaparición, la extinción de las huellas de los protagonistas,
aún no ha ocurrido, pero está anunciada. El manejo del tiempo en
Los detectives salvajes sugiere
que Lima y Belano abandonarán también la región de los recuerdos.
Bolaño concibe su historia como una fuga (del latín: “vuelo” o “huida”).
En la fuga musical, una voz (humana, instrumental) propone un tema para
que a continuación, detrás de ella, otras voces sucesivas la imiten,
como si la persiguieran: cellos que van en pos de los ligeros violines,
contrabajos que van en pos de esos cellos. En el libro de Bolaño, los
protagonistas establecen un tema, el de sus propias vidas, y otras
voces, en rápida secuencia, lo retoman. La polifonía de
Los detectives salvajes consta
de al menos tres líneas sonoras. La principal, dijimos, fue la
existencia misma de Ulises Lima y Arturo Belano: el paso del primero por
la prepa Porvenir, los años de ambos de la UNAM, el encuentro con
Monsiváis, la matriz de relaciones con los Font, la tertulia en casa de
Amadeo Salvatierra, etcétera. La segunda línea sonora arranca poco
después, en clara imitación de la primera. Es la línea que producen las
figuras secundarias conforme van rindiendo testimonio: la voz viva de
Amadeo Salvatierra en calle República de Venezuela un día de enero de
1976, más la voz de Perla Avilés en calle Leonardo da Vinci el mismo
mes, más la de Laura Jáuregui en Tlalpan por los mismos días, más la de
Fabio Ernesto Logiacomo en la redacción de
La chispa,
en marzo del mismo año, y así sucesivamente. La materia sonora de la
tercera línea son los registros, los informes que leemos. Comienza, por
tanto, con nuestra lectura, y su avance resulta del correr de las
páginas. Si en la línea anterior estaban las voces y sus emisores —los
amigos de Lima y Belano: sus entonaciones, sus olores, sus gestos, sus
miradas—, en esta línea está sólo el registro de esas voces. Son
palabras escritas, disecadas si se quiere.
En la fuga musical hay imitación, no necesariamente réplica exacta. Los
intervalos y los valores rítmicos de las voces secundarias, por ejemplo,
pueden ser distintos de los de la línea principal. Se habla así de
imitación fiel o canon pero también de inversión, aumentación y
disminución. En el libro de Bolaño, me parece, la imitación supone una
degradación. Las narraciones de los personajes secundarios no son sino
un reflejo oscuro e incompleto de las vidas de Lima y Belano. Rescatan
sólo algunos episodios, de ninguna manera el conjunto de los hechos, y
la imagen que dan de esos episodios es por necesidad limitada, apenas
una sombra de la experiencia original. De igual modo, los registros que
leemos son versiones deslavadas de las entrevistas y las declaraciones
reales; no tenemos enfrente a Amadeo Salvatierra en su departamento, a
Quim Font en el hospital psiquiátrico. No sentimos su pulso ni nos
alcanza su aliento. Es tinta sobre papel, sin los signos vitales. Así,
el tránsito que propone
Los detectives salvajes desde
los hechos hasta el repaso de esos hechos (o de una versión de ellos)
supone una merma, una pérdida sustancial. El rastro de Lima y Belano
—recia impronta en la piel y los espíritus de los personajes
secundarios, marca de tinta oscura en el papel, recuerdo vago en la
cabeza del lector, ¿qué, después?— se borra gradualmente, tiende a la
desaparición, cumple el destino de toda la materia histórica. Recordar y
consignar los recuerdos es apostar por la Historia, por la preservación
y la evocación de los hechos, pero en el producto parco de esos actos,
en las memorias y registros, por necesidad modestos respecto de los
hechos, y en el deterioro implacable al que los condena el tiempo, está
la negación de la Historia. Empezamos a olvidar mientras vivimos, en
cada acto está el germen insaciable de su pérdida. De ahí el afán de
registrar, el ansia de capturar reflejos visuales, sonoros, olfativos.
De crear a partir de la memoria: representaciones verbales, plásticas,
musicales. De inscribir, si no el hecho, su imagen. Pero la impronta
—mental, material— no es perpetua. Es persistencia, no es permanencia.
El tiempo, como a todo, la erosiona. Deslava, desdibuja, difumina,
desintegra, esparce: polvo. Cambia ligeramente, altera, deforma,
trastoca, trastorna: caos. Tiempo es extinción y no hay dios en quien
grabar nuestros nombres.
En
Los detectives salvajes, por supuesto, no están
desarrolladas a cabalidad las tres líneas sonoras. Sólo una de ellas se
escucha bien, la tercera, como si en un auditorio precario nos
halláramos demasiado cerca de una de las secciones de instrumentos y su
parte ofuscara las otras, o como si una cinta reprodujera apropiadamente
los sonidos de uno de los canales de grabación, más no así los
restantes.* La primera línea es la principal pero, por razones de
perspectiva, domina la tercera. Asistimos a la fuga entera, reconocemos
las tres fases de Lima y Belano (vida en el mundo, pervivencia en el
ánimo ajeno, residencia en el papel), pero seguimos de cerca sólo uno de
los temas. Bolaño así nos coloca en una fase avanzada de la extinción
de sus héroes. Y de ahí la melancolía, la pérdida que gravita en
Los detectives salvajes.
Para cuando nosotros aparecemos, Lima y Belano lucen ya enrarecidos,
fantasmales. Están en todas partes pero de manera hueca, vaga y
sombríamente, como en un segundo plano. Jamás, en el espacio de 700
páginas, los miramos con nuestros propios ojos, ni metemos nuestros
dedos en sus llagas. Media siempre el espacio que interponen los
mensajeros. Más que por comparecencia, son protagonistas por alusión e
insinuación. Son antiprotagonistas. No les es ajena la naturaleza de
King Hamlet, de Godot, de Páramo. “Yo les notaba algo raro —dice Fabio
Ernesto Logiacomo—, como si estuvieran allí y al mismo tiempo no
estuvieran”. Como si se mantuvieran en el lado menos iluminado de una
calle, de un parque, de una habitación. No donde hay luz suficiente y
los cuerpos cobran volumen y naturalidad, sino en sitios de luz baja,
donde no hay identidades plenas ni desnudez posible sino formas,
contornos, sugerencias, preguntas. Distinguimos sus figuras, las
siluetas de sus personalidades son precisas, pero no podemos ver bien
dentro de ellos. Sus voces, sus intenciones, su pasado, el universo de
sus circunstancias están ausentes. Lima y Belano parecen hechos del
grano grueso de la media luz y de las sombras.
Tenemos así las dos premisas de un silogismo. La primera dice que Los detectives salvajes es
una novela de persecuciones. Lima y Belano van en pos de Cesárea
Tinajero, desde el D.F. hasta Sonora y a lo ancho de un desierto; los
narradores, por su parte, siguen de cerca a los protagonistas, con el
recuerdo y el verbo; nosotros, los lectores, vamos tras los pasos de los
narradores. (¿Quién nos persigue a nosotros? Alguien, muchos, sin
duda.) Se trata, por lo demás, de persecuciones proliferantes. De un
eslabón a otro, los perseguidores se multiplican de forma exponencial.
Sirva el dibujo de arriba como representación gráfica de esta
proposición.
La segunda premisa dice que Lima y Belano —la Tinajero se les ha
adelantado en la misma dirección— corren sin demora hacia la muerte. Han
desaparecido físicamente y ahora bajan hacia la noche perpetua, van
camino del olvido y la extinción.
¿Hace falta enunciar la conclusión? Si estas premisas son ciertas,
entonces los narradores y nosotros y quienes, a su vez, siguen nuestros
pasos somos parte de una gran persecución que conduce sin demora a la
muerte. Decir que un día moriremos y que nuestros rastros desaparecerán
es un cliché. Sugerir que nos movemos decididamente en esa dirección, y
que los perseguidores tienden a multiplicarse, es distinto. No intentaré
contestar por qué lo hacemos, por qué avanzan audazmente Ulises Lima y
Arturo Belano, por qué van detrás sus amigos queridos y, no muy lejos,
nosotros (los lectores) y ¿quién después?, en la lógica musical de la
fuga. Sólo diré que un vislumbre, el discernimiento de la muerte (de la
ausencia absoluta) como la suerte que en verdad nos espera, puede
liberarnos de otras búsquedas, por necesidad ociosas, y empujarnos
intrépidamente hacia esa suerte, o que la muerte es el último misterio y
la última aventura. Diré eso y —en espera tal vez de otras respuestas—
citaré un fragmento de la novela:
Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la
Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje
puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra
sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan
acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los
Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su
viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal
inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le
acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los
devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la
Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se
extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más
recóndita memoria de los hombres.
* A las líneas sonoras anteriores —a las experiencias originales de Lima
y Belano y a las entrevistas o declaraciones en tanto sucesos— podemos
asomarnos porque, tal como lo impone la lógica imitativa de la fuga,
tienen presencia inmanente en la tercera; de la segunda, además, hay
claras indicaciones: las identidades de los testigos, las fechas y
lugares en que dieron testimonio.