jueves, 9 de mayo de 2013

Fuentes: La tentación de la novela infinita

Mayo/2013
Nexos
Sergio Ramírez

 A las novelas de Fuentes entré por la puerta de La región más transparente, que venía a llenar un vacío de décadas, a través de lo que entonces dio en llamarse la novela urbana, en contraste con la antigua novela rural, pero que de verdad no hacía sino juntar las dos realidades, y aun tres, la urbana, la rural y la provinciana, en un solo mosaico de voces y escenarios.

Ya no se trataba de la hacienda, la plantación, unas veces la visión romántica del terrateniente culto, con título universitario, en contraste con lo salvaje del medio que pretendía domesticar, como el Santos Lizardo de Rómulo Gallegos en Doña Bárbara; y otras, el feroz explotador de indios y peones, de fuete siempre pronto en la mano, como en Huasipungo, de Jorge Icaza. Ahora era la ciudad caótica que comenzaba a invadir el paisaje. Caracas, Lima, Sao Paulo, México. Y nada más caótico que la ciudad de México, que tragaba de manera incesante campesinos llegados desde las áreas rurales, que criaba una clase media fiel al mismo tiempo a la virgen de Guadalupe y a la revolución congelada, y en la que reinaban los viejos revolucionarios enriquecidos, políticos y empresarios, establecidos en sus mansiones de las Lomas de Chapultepec, donde vivían también la estrellas del cine mexicano.

Pero donde Fuentes me llegó a ofrecer sus mejores claves es en La muerte de Artemio Cruz, porque la urdimbre de la revolución mexicana se explica en un solo personaje que desde su lecho de muerte recuerda los hechos de su vida en un monólogo, o mejor, en un diálogo consigo mismo, compadeciéndose a sí mismo, y dueño a la vez de un orgullo tenaz, su tributo a sí mismo. Artemio Cruz es un instrumento de la historia, y a su vez vuelve la historia un instrumento suyo. No ve pasar a su lado la revolución, sino que escala sin miramientos las cimas del poder.

Cínico, calculador, despiadado, héroe falso. Desde entonces, los mejores personajes de Fuentes estarán en el centro de los acontecimientos de la historia, combatientes de la revolución, caudillos y generales, líderes sindicales, legisladores del nuevo orden que van desprendiéndose de los ideales para utilizar el poder como fuente de enriquecimiento personal, mientras la retórica revolucionaria se convierte en una mortaja sobre un cadáver que se corrompe.

Fuentes volverá a esa visión de la historia como friso en Los años con Laura Díaz, a través de los recuerdos de una mujer que vive la historia como sujeto activo, y ya no como soldadera, las concubinas que marchaban agarradas a la brida del caballo de sus machos, cuando eran jefes, y al lado de ellos, a pie, cuando eran soldados. Laura Díaz ve con ojo minucioso porque es fotógrafa, retrata la historia como una manera de entrar en ella, y terminará fotografiando la masacre de Tlatelolco donde pierde la vida su propio nieto.

En Cristóbal Nonato (1985) un niño comienza a ser testigo presencial de la historia de México desde que se halla en el vientre de su madre. La frontera de futuro es 1992, el año del quinto centenario del descubrimiento, que es cuando debe nacer el niño Cristóbal, y el PAN gana las elecciones al PRI. Una profecía literaria, que se cumple de verdad sólo que años después, con la llegada de Vicente Fox a la presidencia en el 2000, al empezar el nuevo siglo.

Sus novelas vienen a ser como los murales de Diego Rivera, donde la historia es un solo panorama múltiple y simultáneo al que no basta el pasado, ni siquiera el presente, y Fuentes echa entonces mano del futuro, como en La silla del águila (2003). Un presidente medroso y marginal, y el mismo aparato de poder de siempre que trabaja con base en intrigas y engaños. Los mismos dioses antropófagos que señorean sobre el poder, y lo inspiran, y vuelven a repetir, ya entrado el siglo XXI, las mismas artimañas en que el poder se asienta. La serpiente emplumada sigue devorando a los súbditos y esclavos del poder, la piedra de los sacrificios siempre embebida de sangre.

Federico en su balcón, su última novela, es un retrato múltiple, porque como narrador se multiplica en todos sus personajes, creando entre todos ellos una contradicción espiritual y filosófica, una dialéctica múltiple que abre interrogantes múltiples, sin intentar respuestas aguafiestas. Es lo que siempre hizo a lo largo de su vida y de sus libros, interrogar, cuestionar, abrir la ventana, asomarse, agarrar las verdades establecidas por el rabo y hacerlas chillar.

Los dos narradores de esta novela, o los dos que nos la proponen, se asoman cada a uno a su balcón, balcones vecinos del hotel Metropole; dialogan, y las preguntas que se hacen tienen que ver con la vida y con la muerte, con el destino, y, otra vez, con el poder, y así arman al mismo tiempo un escenario en el que van dando entrada a los personajes de la novela.

Federico interroga a su vecino de balcón, y su vecino lo interroga a su vez, dos desconocidos que se hablan y hablan hacia la galería, y hacia la calle. Federico Nietzsche, que regresa a una edad moderna incierta, con sus dudas, sus viejas interrogantes y sus viejas culpas, interroga a Federico Nietzsche en el otro balcón. Carlos Fuentes, desde el suyo, interroga a Carlos Fuentes que se asoma al otro. Entre ambos hay colocados espejos que los reflejan a ellos y reflejan a las edades. Carlos Nietzsche y Federico Fuentes. Entre los dos crean ese teatro en el que caerán cabezas porque se trata de contar otra vez la vieja historia de la ambición humana, de la intriga por el poder, del delirio que lleva al crimen, porque el poder significa hilos manejados detrás de las bambalinas.

Llega la revolución que estalla bajo los balcones gemelos, los telones se agitan, y el teatro es de nuevo como el de la revolución francesa. Hay tantos ecos de ella en estas páginas que Dante, uno de los personajes malditos, puede ser de pronto Dantón, llevado al cadalso en una carreta. O la revolución rusa, o la mexicana. Caudillos que van cayendo uno tras otro ante el altar sangriento de la Verdad, o el de la Razón, como el que había erigido Robespierre. Todos están condenados de antemano. Y arribistas, oportunistas, manipuladores. Unos que manejan los hilos en la sombra, guardando las armas, que son las últimas en hablar, otros que se agazapan en espera de que las aguas vuelvan a su cauce.

Toda revolución engendra una contrarrevolución, o una restauración. El poder con su guadaña disolverá la fraternidad idealista que ha pensado la revolución, porque sólo hay un instante para el ideal, el que media entre el triunfo de la idea y el primer decreto que congela esa idea. Lo demás comienza a ser tragedia, como Federico lo sabe desde siempre y Carlos lo sabe desde antes, ambos, desde sus balcones vecinos, apuntadores de los personajes que tiene cada uno marcado su destino por la deidad ciega que es el poder.
La rueda de la fortuna gira, y regresará al mismo punto. La gloria ha llegado, la gloria se ha ido. Volverán los de antes a levantarle monumentos a los de después, cambiando apenas la retórica heroica, envolviendo a los sacrificados en un sudario de palabras. Y cuando Federico y su vecino cierren las puertas de sus balcones, es porque todo volverá a empezar.

Fuentes es dueño de esa calidad doble del intelectual que imagina y piensa, que inventa y predica, como los ilustrados del siglo XIX que también eran escritores y filósofos, y que tanto tuvieron que ver con las ideas que engendraron las luchas libertarias. Fuentes vio a América como la vio Bolívar, una sola nación de uno a otro confín, el verdadero nuevo mundo con un rostro político único, el continente del futuro, la nación anfictiónica. Y sabía que eran sueños con una sustancia profética, pero sueños arruinados.

Este sentido ecuménico de América, Fuentes lo entiende como una herencia que no debe ser tergiversada, sino recreada y renovada. La novela viene a ser no sólo el espejo de la imaginación, sino también el espejo de la realidad, transfigurada por la imaginación, un espacio donde nada debe ser callado. América es un todo, pero no sería ese todo si no se descompusiera en su múltiple diversidad. De ahí que propusiera escribir la novela ecuménica, una gran novela americana escrita por diferentes autores en diversos países, cada uno un capítulo, Vargas Llosa el de Perú, José Donoso el de Chile, Cortázar el de Argentina, Carpentier el de Cuba, Roa Bastos el de Paraguay, García Márquez el de Colombia, Fuentes mismo el de México...

¿Pero qué representaba en términos de la escritura esta empresa común? Que de la suma de todos esos capítulos pudiera resultar una visión, que debería ser no sólo imaginativa, sino también descriptiva, geografías y gentes de esas geografías, historias privadas e historia pública, el mito y la epopeya. Una novela infinita para un continente infinito, y una novela, además, que nunca podría terminar de escribirse, en la medida en que corriera al lado de la historia misma, de un siglo a otro siglo, y por tanto, una novela que se seguiría escribiendo de manera perpetua, como podría imaginarlo el propio Borges.

Aquella visión totalizadora suya llega a tomar cuerpo en su propia obra narrativa, donde el tiempo arrastra a la historia para darle un sentido trascendente, igual que Balzac organiza su propio universo en la Comedia Humana, un universo vivo gracias a la calidad de sus arquetipos, que pueden comunicarnos la historia desde las historias. En esto, la literatura es creadora de historia, y de memoria, un trabajo que el tiempo le deja a la imaginación.

Es en este sentido que Fuentes es un novelista ecuménico y un pensador ecuménico. Dentro, y fuera de sus novelas, en sus ensayos, artículos y discursos, y en la vida. Busca otorgar un sentido humanista a la idea de sociedad. Lo que somos y lo que seremos depende de una actitud creadora y crítica, en permanente vigilancia de que las instituciones ganen cada vez más fuerza.

Hizo de la invención un instrumento aleccionador de la historia, o al revés, en ese constante juego de espejos que fue su escritura, las aguas revueltas de la historia entran en el territorio ilimitado de la invención. La historia se lee como una novela, y viceversa. Los acontecimientos de la vida pública alteran y trastocan las vidas, muchas veces las destruyen, y casi nunca las redimen. El sistemático capricho del destino vuelto literatura.

Los ideales no terminan nunca de cumplirse pero siempre valdrá la pena pelear por ellos, y la escritura lo único que hace es navegar en las aguas agitadas del curso de los acontecimientos. Ideas, sueños, acciones, todo va siempre desbocado. Los próceres terminan siempre en el pudridero, o sus cabezas de bronce cubiertas por los excrementos de los pájaros en la plaza pública.

Fuentes sostuvo hasta el final su devoción por la narración total e incesante, sabiendo que debía robarle tiempo al tiempo, viajando de un lado a otro del continente, con la imaginación encendida. Y una devoción, no menos incesante, por la ética, convencido de que las convicciones existen para defenderlas, y que uno tiene la obligación de no callarse nunca.

Managua, septiembre 2012. 

Bellas y dispersas

Mayo/2013
Nexos
Guillermo Fadanelli

He escuchado a cierto escritor, cuyo nombre deseo olvidar, decir que Nietzsche no era un filósofo. Lo afirmaba pleno de seguridad y desfachatez. Es verdad que para hacer esta clase de afirmaciones se requiere temeridad y un costal de ignorancia. Los ladridos me espantan, pero una vez que localizo al perro recupero la hospitalidad y el aliento.
Sucede a menudo que los escritores nos permitimos toda clase de licencias, como si el ser los creadores y administradores del lenguaje nos permitiera entrar a las casas vecinas, acomodar los muebles a nuestro estilo, e incluso ordenar las reglas que deben acatar los inquilinos. De la enfermiza vanidad de los escritores tengo tantas pruebas como pruebas tengo de que el sol aparece todos los días, sin embargo sólo unos pocos se atreven a expresar una opinión así de arrogante. Iris Murdoch ejerció como profesora en Oxford, escribió libros sobre filosofía y también novelas que le dieron una aceptable celebridad. La autora de La soberanía y el bien se resistía a considerar a Kierkegaard y a Nietzsche filósofos, y aún menos se lo parecían Tolstoi o los escritores que creaban “novelas de ideas”, como se acostumbra hoy nombrar a esas obras que poseen una ambición o aura filosófica. Murdoch separaba de manera tajante los libros en que las ideas están mejor ordenadas y son eficientes a la hora de transmitir conocimiento por medio de argumentos, y las novelas en que las ideas aparecen en desorden y carecen de una finalidad precisa: bellas y dispersas. Es hasta cierto punto comprensible que una profesora de Oxford haya sido tan rígida a la hora de ordenar el conocimiento en disciplinas que ostentan límites precisos: el oficio defiende su tradición y sus herramientas para asegurarse un lugar en el mundo. Los pastores ahuyentan a los lobos para proteger a su rebaño. Se trata de una disputa por un territorio cuyos límites, me atrevo a decir, no están nada bien definidos. Varias historias vienen a mi mente al respecto y creo que representan algo más que meras anécdotas: muestran hasta qué punto los filósofos y escritores atraviesan a su antojo las paredes de su oficio y llegan al extremo de negarse o menospreciarse unos a otros.

Cuando se publicó El ser y la nada, de Sartre, el libro recibió una mala acogida por parte de Martin Heidegger. El alemán no la consideraba una obra importante, ni profunda: no encontraba en ella rigor y suponía que el escritor francés se entrometía en terrenos que no le correspondían: es sabido que Heidegger llamó basura a la obra existencialista de Sartre. La arrogancia no conoce jerarquías y es común que los académicos de altos vuelos afirmen que Fernando Savater no es un filósofo y que su trabajo es el propio de un divulgador o de un comentador de filosofía. Savater sufre las críticas que en su tiempo pesaron también sobre Ortega y Gasset y sobre otros pensadores españoles. Durante el año que pasé en Berlín fui testigo del desprecio que algunos escritores y ensayistas alemanes mostraban hacia Peter Sloterdijk, no solamente porque les parecía que su oficio era más bien el de un escritor, sino porque aparecía a menudo en televisión y tocaba todos los temas posibles. Demasiado ansioso y disperso para considerarlo serio.
Foucault, como sabemos, tampoco gozó de un reconocimiento universal como filósofo, además de la desconfianza común que su labor despertaba en los académicos de filosofía ingleses o alemanes, sus libros eran un punto de encuentro entre disciplinas diversas: antropología, sociología, etnología, filosofía, historia y literatura.

Quizás todavía sufrimos los miedos y prejuicios que atormentaron a Kant sobre el hecho de que la ciencia parecía avanzar a pasos firmes mientras que la filosofía se presentaba como el alegre y obsesivo gato que se mordía la cola. La necesidad de hacerse de un método y sobre todo de un sistema que permitiera a los filósofos comparar sus resultados y avances fue la obsesión de muchos pensadores, a un grado tal que si el filósofo carecía de un edificio conceptual cimentado y organizado que pudiera ser verificado de alguna manera, entonces se le arrojaba al bando de los escritores o de los meros publicistas de ideas. Lo que personalmente más me indigesta es que un escritor, un policía o una enfermera afirmen con tanta propiedad y suficiencia que Nietzsche, o cualquier otro, es o no es un filósofo. Ni siquiera me agrada cuando este desplante viene de un académico porque de entrada es sospechoso de querer defender los límites de su terruño: tienen miedo de que otros giren la perilla de la puerta. Desde el punto de vista de un simple escritor de novelas, como es mi caso, las obras escritas son posibles debido a que una persona ha intentado apropiarse del lenguaje para contar una historia. Dicha historia tomará su rumbo y se decantará por el drama, el ensayo, la biografía u otro género, y es posible incluso que funde su propia tradición. Nietzsche fue dueño de un estilo literario envidiable y su influencia filosófica se extendió como una plaga bendita a lo largo del siglo XX, influencia que han reconocido abiertamente Wittgenstein, Foucault y muchos otros pensadores. Se termina mi espacio y sólo quiero añadir que regularmente los juicios tajantes y tiránicos a este respecto provienen de personas que no son buenas lectoras y que deberían reflexionar más en los juicios que lanzan al aire como débiles esputos. Hay que dejar de pensar con la lengua.

Las circunstancias de “La suave Patria”

Abril/2013
Nexos
Víctor Manuel Mendiola

A la memoria de mi amigo
Enrique González Phillips


I
La lectura de “La suave Patria” despertó una emoción compleja y contradictoria. El largo poema salió a la luz en el número 3 de El Maestro, hacia finales de junio de 1921. Enrique Monteverde y Agustín Loera y Chávez dirigían la revista bajo el auspicio directo de José Vasconcelos. Desde el primer número López Velarde participó. El texto que entregó fue, ni más ni menos, “Novedad de la Patria”. Junto a la prosa del poeta jerezano apareció, también en esa primera entrega, una visión religiosa de México con matices políticos de Loera y Chávez, “Veneremos nuestro solar”.1 En los índices de los tres primeros números de El Maestro destacan la presencia de José Vasconcelos, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet y Julio Torri, entre otros. Así pues, el poeta de Jerez, al entregar su última colaboración a la publicación vasconcelista, se encontraba entre los mejores escritores del país.

 El ambiente literario de la ciudad de México había aceptado desde su arribo, aunque con algunos reconcomios, la figura polémica y, en cierta forma, ríspida (por su severo rigor y su defensa de un arte aristocrático) de Ramón López Velarde. Su relación con algunos escritores no sólo de importancia, sino con un sólido prestigio y con poder literario, como por ejemplo Enrique González Martínez —con el que tuvo diferencias y consolidó, a pesar de todo, una amistad de mutuo afecto y respeto—, o José Juan Tablada —con quien se carteaba en un vínculo de admiración recíproca (el ávido escritor vanguardista captó en un poema manuscrito de 1914, antes de la publicación de la Sangre devota, la singularidad del poeta zacatecano)—, o jóvenes intelectuales como Alfonso Cravioto, Enrique Fernández Ledesma, Alejandro Quijano, Pedro de Alba y Rafael López, sus amigos cercanos, lo colocaban de manera obvia en una situación, si no de éxito, sí muy favorable. Además, López Velarde colaboraba en diarios y revistas de renombre (Revista de Revistas, Vida Moderna, Pegaso y México Moderno, entre las más importantes) y publicó su primer libro en uno de los mejores lugares de aquella época, precisamente en las ediciones de Revista de Revistas, y el segundo en una edición de México Moderno, “la revista más distinguida de aquellos años”2 A pesar de las reseñas en contra de Zozobra, escritas por Enrique González Martínez y por José de Jesús Núñez y Domínguez, este segundo volumen alcanzó un reconocimiento indudable. ¿Cuántos escritores recién llegados de provincia o de otro país tuvieron ayer o tienen ahora la oportunidad de establecer vínculos tan significativos con autores reconocidos y casas editoriales de relieve y, además, contar con la suerte de ser considerados con notas inteligentes?

Ciertamente, había un grupo de escritores poderosos que lo cuestionaban de un modo subrepticio y permanente porque él, que no pertenecía al grupo selecto del Ateneo o de la Academia, mostraba una actitud individualista, se perdía “por el sendero de la extravagancia […] sutilizando la metáfora hasta convertirla en nebulosa”3 y se atrevió, cuando llegó el caso, a cuestionar la pertinencia de uno de los integrantes más queridos de esa comunidad erudita. Un poco antes de la publicación de Zozobra, José Juan Tablada observó que “los guardianes de la tradición pretérita lo miran recelosamente, algo destanteados”.4 En esta capilla de expertos literarios, confundidos ante la singularidad del jerezano, estaban Pedro Enríquez Ureña, quien nunca alcanzó a ver el genio del nuevo poeta,5 Julio Torri (autor de una nota sobre La sangre devota,6 donde vio con toda claridad y abierta simpatía al escritor recién llegado, vislumbró su enorme trascendencia y, luego, lo rechazó por resentimientos de grupo) y Alfonso Reyes, el cuestionado por el “buen lugareño autodidacta”.7 Podemos entrever que López Velarde no sólo era un hombre independiente. También había en él una discreta altivez y un afán crítico indeclinable —González Martínez llamó a este temperamento batallador “las alas púgiles”—. Gabriel Zaid8 y, asimismo, Marco Antonio Campos9 nos han mostrado cómo los autores influyentes del grupo del Ateneo miraban con suspicacia y molestia la irrupción del nuevo poeta tan altivo, dueño de un mensaje inédito y con una postura independiente, y cómo esos otros autores se negaron a aceptar la originalidad de su lenguaje. Por otro lado, los jóvenes más talentosos de ese momento, aunque habían expresado críticas, estaban profundamente atraídos —“la juventud lo ama”,10 escribió con entusiasmo Tablada— por los inesperados textos de La sangre devota y de Zozobra y ya habían entrado en contacto personal con López Velarde, como rememora el propio Xavier Villaurrutia en su insoslayable ensayo de 1935.

Desde otro ángulo, López Velarde tenía razones para sentirse, en los últimos años de su vida, atribulado y triste. La Revolución había “eliminado” las figuras políticas en las que él depositó sus esperanzas democráticas y, con ellas, también desaparecieron, o por lo menos se complicaron, las posibilidades profesionales del propio López Velarde, en su calidad de abogado,11 para sobrevivir dignamente. Peor aún, los acontecimientos lo llevaron a colaborar, aunque sólo fuera de manera incidental, con el gobierno que había derrocado a Carranza. Era una situación muy incómoda, como nos cuenta González Martínez en La apacible locura.12 En esos años también fallecieron personas esenciales en la vida personal del poeta: Josefa de los Ríos, su primer amor —Fuensanta—, el magnífico pintor Saturnino Herrán, su amigo —sobre quien escribió dos prosas espléndidas— y Jesús Urueta, “un verdadero educador”, y por el que sintió tan profunda admiración que comparó con Barbey d’Aurevilly. Asimismo, rechazada su propuesta de matrimonio,13 rompió su noviazgo con Margarita Quijano, el personaje de vértigo del poema “Día 13”. No obstante todas estas circunstancias dolorosas y adversas, López Velarde era ya, por lo menos en la pequeña república de las letras, una nueva figura indiscutible. De esta forma, en la más reciente poesía mexicana había comenzado a gestarse la fuerza de atracción de un nuevo icono poético y la publicación de “La suave Patria” en la revista El Maestro fue el primer gran momento de la difusión de su obra.

II
La aparición de “La suave Patria” estuvo presidida por la inesperada muerte de López Velarde, el 19 de junio de 1921. Esta triste coincidencia aumentaba la nostalgia del escritor desaparecido, convertía al texto recién editado al final de ese mismo mes, en una obra póstuma —el autor tuvo en las manos las pruebas, pero no alcanzó a ver la revista impresa— y dejaba en el misterio cómo el poeta había logrado saltar de una poesía muchas veces oscura, hermética, intimista y supersticiosa a otra aparentemente mucho más simple, liviana, social y pletórica de animación. Era evidente que había algo nuevo, un giro distinto en esa escritura. El poema, como las otras composiciones líricas de López Velarde, avanzaba a través de zonas difíciles de entender, pasajes muy barrocos y expresiones inusitadas, pero estas cualidades sin dejar de producir el efecto de un mundo desconcertante, pasaban casi inadvertidas en el aire de una visión fina, generosa y ligera, bajo la forma de quien da un consejo grato, con una ingravidez de fe, felicidad y humor.
¿Qué significaba este cambio? ¿Un abandono de la poesía anterior? ¿La búsqueda de más lectores y de popularidad? ¿Una forma de ponerse en paz con las nuevas figuras de la política triunfante? ¿La alegría desmesurada para paliar una depresión honda?14 ¿Una digresión para volver después al estilo característico y aceptado entre lectores duchos y poetas de abolengo?
 La nueva pieza no sólo entraba en contraste o en cierta oposición con los dos libros publicados anteriormente, La sangre devota y Zozobra, sino que también establecía un raro contrapunto con la realidad, con la Revolución y sus anhelos, ya que el poema parecía ignorar las resonantes hazañas y a los intrépidos “héroes” de diez años de lucha civil y militar y ponía el acento en la hermosura de las escenas de la vida diaria, se abandonaba a un sentimiento de señorío y abrazaba la añoranza de un mundo de costumbres religiosas en peligro de desaparecer o por lo menos amenazado. En medio de la situación terrible que vivía el país, el poema pudo haber sido visto —a la distancia podemos conjeturar— como un gesto frívolo o una falta de valor para mirar de frente la dura realidad o, incluso, como una forma sesgada de defender otros intereses. Pero no, no fue así. Los lectores de esa época no vieron con suspicacia el poema. Por el contrario, a pesar del desconcierto que producía la actitud “ligera” y los nudos herméticos del texto, lo aceptaron como un hecho excepcional. José Juan Tablada expresó el estado psicológico complejo de ese momento y de la recepción del poema cuando dijo:

Su “suave patria” no sólo me conmovió como una obra maestra, sino como una reliquia que llevará el sudor de su agonía. ¡Qué clarividencia doble, de moribundo y de gran poeta! Tiene el ritmo de sus últimos pasos sobre la tierra.15

También González Martínez nos permite palpar de cerca la viva impresión que produjo la muerte de López Velarde y su sorprendente texto:
No puedo imaginármelo con los cabellos grises, dueño de esa maestría serena y reposada que asume a veces formas de cansancio. No lo concibo sin rebeldías, sin avidez de ser nuevo, sin las nobles huellas del insomnio creador, sin la tortura íntima que lucha con la seguridad del propio numen.16

Asimismo, el entusiasmo que despertó la poesía y, probablemente, el último poema de López Velarde en el general Álvaro Obregón —el caudillo—, entre el momento de la muerte y el entierro del poeta, revela la disposición en otros planos de la vida social de México hacia una nueva cultura y, tal vez, hacia el insólito texto.17 Dejando de lado lo extraordinario, en el ambiente mexicano de esos años, de un militar con inclinaciones poéticas y memoria literaria prodigiosa, la atención del presidente Obregón sobre el poeta recién fallecido y su poesía muestra un ánimo especial, tanto en el ambiente literario como en el político.

Si pensamos que unos años más tarde en la literatura mexicana surgirán varios grandes libros (Nostalgia de la muerte, Muerte sin fin y Muerte de cielo azul) donde predominan la soledad y la destrucción y que estos textos tienen como referencia —según dijo el propio Villaurrutia— la violencia social, “Acaso porque en momentos como los que ahora vivimos la muerte es lo único que no le pueden quitar al hombre”;18 y si pensamos, asimismo, que estos magníficos poemas no tuvieron por mucho tiempo la resonancia en el lector común que tuvo aquella otra composición, el contrapeso que estableció “La suave patria” con los otros poemas de López Velarde, con la poesía mexicana y con las circunstancias de su tiempo es notable y, al mismo tiempo, problemática. ¿El poema revela el deseo profundo, tanto en la pequeña comunidad literaria como en el mundo político, de volver a la paz y mirar la vida social desde otra perspectiva distinta a los conflictos sociales? ¿Qué significa una oda a la tersura y a la docilidad dedicada a una patria que no es suave —de acuerdo con la opinión de Octavio Paz—19 y en un tiempo de asperezas y revuelta? ¿De alguna manera este poema es una forma de darle la espalda a los hechos? O en su aparente ingenuidad ¿es una respuesta y una posición clara, de carácter estético pero también moral, ante la existencia y las vicisitudes históricas? ¿Y esta composición, así como los otros grandes poemas de López Velarde, no dejaron una profunda huella en muchos de los mejores poemas que se escribirían en el siglo XX?

Víctor Manuel Mendiola. Poeta, narrador y ensayista. Su más reciente libro es 4 para Lulú.

Este texto forma parte del libro La suave Patria/The Soft Land. El ángel que acompañó a Tobías, con recopilación de notas de Víctor Manuel Mendiola, que circulará en breve.

1 En el texto de Loera y Chávez hay, evidentemente, una voz que recuerda El genio del cristianismo de Chateaubriand.
2 José Luis Martínez, “Cronología bibliográfica”, en R. López Velarde, Obras, J. L. Martínez comp., FCE, México, 2044, p.83.
3 José de Jesús Núñez y Domínguez, “Ramón López Velarde”, en E. Carballo, comp., Visiones y versiones. López Velarde y sus críticos 1914-1987, Gobierno del Estado de Zacatecas/Universidad Autónoma de Zacatecas/UAM/INBA, 1989, p. 17.
4 José Juan Tablada, Obras completas, t. 5, UNAM, México, 1994, p. 306.
5 En un ensayo escrito tres años después de la muerte de López Velarde, Pedro Henríquez Ureña consideró que el poeta zacatecano no había alcanzado la realización plena. A propósito señaló: “En poesía, Ramón López Velarde, muerto antes de la madurez en 1921, puso matices originales en la interpretación de asuntos provincianos y se levantó a la visión de conjunto en Suave patria”. Véase Pedro Enríquez Ureña, Estudios mexicanos, FCE, México, 2004, p. 312.
6 Julio Torri, “La sangre devota”, en Obra completa, FCE, México, 2011, p. 287.
7 Ibíd., p. 518.
8 Cf. Gabriel Zaid, “López Velarde ateneísta”, en Ensayos sobre poesía, El Colegio Nacional, México, 1993, p. 347.
9 Cf. Marco Antonio Campos, “López Velarde visto por Julio Torri”, en El tigre incendiado, Instituto Zacatecano de Cultura Ramón López Velarde, 2005, p. 149.
10 J. J. Tablada, op. cit., p. 306.
11 López Velarde obtuvo el título de abogado en San Luis Potosí el 31 de octubre de 1911. Véase José Luis Martínez, “Cronología bibliográfica”, en op. cit., p. 77.
12 Enrique González Martínez, Obras completas, El Colegio Nacional, México, 1971, p. 765.
13 Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider, Ramón López Velarde Album, Coordinación de Humanidades, UNAM, México, 1988, p. 219.
14 Gabriel Zaid piensa que Ramón López Velarde estaba deprimido cuando murió y que este estado influyó en su deceso. Cf. Gabriel Zaid, “Aclaraciones sobre López Velarde”, en Ensayo sobre poesía, El Colegio Nacional, México, 1993, p. 442.
15 Nina Cabrera de Tablada, José Juan Tablada en la intimidad, UNAM, 1954, México, p. 176.
16 Enrique González Martínez, “Ramón López Velarde”, México Moderno, núms. 11-12, México, 1 de noviembre de 1921, p. 253.
17 Seguramente el poema que Vasconcelos le escuchó recitar a Obregón fue “La suave Patria”, pero no está completamente claro que haya sido ese texto, porque el lugar de donde salió está anécdota, “Mis encuentros con el buen Ramón” de Djéd Bórquez, no dice que el presidente haya oído de un tercero “La suave Patria” ni dice que ése fue el poema que le dijo de memoria a Vasconcelos. Es lógico pensar que ése es el texto, porque era parte de la próxima edición de la revista El Maestro y porque el tema tenía que ser interesante para un político.
18 Xavier Villaurrutia, Obras, selección de Miguel Capistrán, Alí Chumacero y Luis Mario Schneider, prólogo de Alí Chumacero, México, FCE, 1974, p. 771.
19 Octavio Paz, “El camino de la pasión: Ramón López Velarde”, en Obras completas III (edición del autor), Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2001, p. 232.

Las dos Rayuela

Abril/2013
Nexos
Rafael Pérez Gay

Leí Rayuela al menos tres veces en los años setenta con esa obsesiva devoción en la que los adolescentes dejan arder sus sueños. La primera de ellas en el remoto año de 1975; la última a finales de esa década. Adquirí cinco ejemplares de la decimosexta edición que imprimió la editorial Sudamericana en mayo de 1974 con un tiraje de ocho mil ejemplares que salieron con rumbo desconocido de un almacén de la calle Rafael Calzada, en la ciudad de Buenos Aires.

Tres de esos libros los regalé a amores primerizos y desdichados. El cuarto ejemplar lo desencuaderné para ordenar la novela de acuerdo a la segunda alternativa del Tablero de Dirección. De esa intervención obtuve una baraja embrollada que a mí me pareció entonces el mayor acto de lealtad al juego cortazariano, pero la verdad es que destruí el libro y lo perdí para siempre. El otro lo tengo frente a mí con la vieja portada negra con el juego del avión que en Argentina se llama rayuela. Encuentro en la última página blanca, la que sigue del colofón, un mensaje inquietante del pasado: Ingrid, 5 59 29 30, el lunes a las nueve.

No sé si marqué ese teléfono. Por lo mismo no sé si asistí a esa cita y si era a las nueve de la mañana o de la noche pues he olvidado quién era Ingrid y, debo aceptarlo, muchos de los párrafos subrayados que memoricé en la parte alta de varias noches de asombro en aquel año, cuando el joven que fui descubrió en Rayuela una de las aventuras mayores de la libertad.

No puedo traer aquí al joven que leía Rayuela, de modo que el adulto que escribe estas líneas sólo tiene a la mano ciertas sombras de la memoria. Recuerdo que en esas páginas sentí por primera vez que la literatura podía conectarse directamente a la vida de todos los días y que a través de la lectura podría lograrse el módico prodigio de volvernos más aptos para la vida misma.

Sin saberlo, aunque lo sabía, aprendí en esa novela mis primeros conocimientos de modernismo; me refiero a la ruptura de las formas novelísticas, al privilegio del juego y el azar como propuesta estética, al humor, a los espejismos, los rituales, a la profundidad de la existencia, a la desesperación de que nada dura y, al final, todo se pierde. De eso hablaban la Maga, Horacio Oliveira, Talita, Traveler, esas imágenes en fuga a través de múltiples laberintos parisinos.

Por algún motivo que no sabría explicar en esta nota, hojear Rayuela me produce una rara sensación de pérdida. No me alegra pasar sus páginas, como me pasa con otros libros cuando regreso a ellos; al contrario, una fuerza desconocida me entristece, como si Rayuela estuviera “del lado de allá” y yo “del lado de acá”, condenado por un abismo insalvable. Esta es probablemente una de las razones por las que, después de la última lectura, nunca releí la novela. Con ninguno de los otros libros de Julio Cortázar me pasa esto, sólo con Rayuela. De pronto he recordado unas líneas de un poema de Cortázar: “Los dioses están muertos uno a uno en largas filas/ de papel y cartón”.

Pongámoslo así: tal vez hay alguien (que anda por ahí) llevado por otra mano del destino que sí marcó el número de Ingrid y sí asistió un lunes a las nueve (nunca sabremos si del día o de la noche) y desde ese lugar me reprocha cosas y me impide con suavidad la alegría cuando tengo entre las manos el ejemplar de la portada negra. No encuentro otra explicación más convincente para esa melancolía.

No voy a descubrir el hilo negro y a escribir lo que significó Cortázar en aquellos años para los jóvenes que ponían en los libros todos los misterios de la existencia, pero quiero contar que a principios de los remotos años ochenta, Julio Cortázar había decidido editar sus libros en la editorial Nueva Imagen para cumplir acaso una promesa interior: poner su obra en manos de un editor argentino, Guillermo Schavelzon, en un país que siempre quiso, México.

A los veintitrés años yo hacía mis primeras armas como editor de tiempo completo en esa editorial. Así, de la noche a la mañana, un día tuve en mis manos el original inédito, recién llegado de París o Barcelona, no lo sé, de Queremos tanto a Glenda, el nuevo libro de cuentos de Cortázar.

Era una carpeta roja con ligas para contener unas ciento ochenta cuartillas escritas a máquina y con algunas correcciones de la mano del autor. No supe qué hacer, si escaparme con ese mazo de páginas para siempre, compartirlo con definitivo aire de superioridad entre los amigos o mirarlo como se mira un tesoro detrás de la vitrina.

Si hubiera tenido en el escritorio un sobre impregnado de ántrax me habría sentido más tranquilo. Cortázar ya era, desde luego, un escritor de talla internacional reconocido aquí y allá, un autor de sesenta y seis años que había escrito algunos de los libros de relatos más perfectos. Digo unos cuantos: Bestiario (1951), Final del juego (1956), Todos los fuegos el fuego (1966), Las armas secretas (1964), Octaedro (1974). Rayuela (1963) era, y lo sigue siendo, una aventura de amor desdichado, un estudio sobre el exilio, una parábola de la soledad, un grito rebelde, una larga experimentación, un regreso a la vanguardia, mil formas de decir adiós a la juventud.

Leí Queremos tanto a Glenda en aquel manuscrito de primerísima mano. Entré entonces al misterio y a la atmósfera en penumbras de “Orientación de los gatos”, “Recortes de prensa”, “Historias que me cuento”, “Anillo de Moebius” y al mejor cuento político que haya escrito Cortázar: “Graffiti”. Queremos tanto a Glenda es uno de los libros de relatos más concentrados de Cortázar, maduro y joven como su obra. Leí la tipografía y la corregí con angustia y a una velocidad de vértigo, busqué con el diseñador una portada que aludiera a la ambigüedad del libro, le escribí una breve contraportada no poco almibarada y lo entregué a producción. Se publicó en 1980.

El siguiente libro de relatos de Cortázar que leí con los mismos privilegios y mortificaciones, la admiración excesiva siempre es un problema, fue Deshoras (1983). Recogí las cuartillas en otra carpeta roja con ligas en la oficina de Schavelzon. Leí los relatos y los mandé a producción a las volandas. Corregí dos juegos de galeras y unas páginas finas. Tengo frente a mí el libro, una ilustración de Hermenegildo Sabat ocupa buena parte de la portada. He vuelto a perderme en estos cuentos de Deshoras: “Botella al mar”, “Fin de etapa”, “Segundo viaje”, uno de sus grandes cuentos de box. Pero el relato que me hechizó en aquel tiempo tanto como ahora que he vuelto a leerlo, treinta años después de aquel día feliz en que lo leí por primera vez, se llama “Diario para un cuento”. No supe que estaba leyendo el último libro de relatos de Julio Cortázar, la vida es así, no nos avisa cuál es el debut y cuál la despedida.

Con el mismo procedimiento la editorial Nueva Imagen publicó Los autonautas de la cosmopista (1983), cuando murió su mujer, Carol Dunlop, y póstumamente Salvo el crepúsculo (mayo, 1984), dos libros donde el azar y el juego regían el rumbo de la literatura, un poco como en Último round (1969), La vuelta al día en ochenta mundos (1972) y, una vez más, Rayuela.

No recuerdo en dónde leí que cuando Cortázar salió por última vez de su casa rumbo al hospital, en febrero de 1984, uno de los desafíos era descender las escaleras. Bajaba con grandes dificultades y fatalmente enfermo. Le dijo a un amigo que lo acompañaba: escribiré un cuento sobre las escaleras como dragones a los que no es nada fácil derrotar. No tuvo tiempo de escribir ese cuento, no volvió a subir esa escalera.

La aparición de Salvo el crepúsculo en Nueva Imagen trajo a Cortázar a México y a las oficinas de la editorial. Una mañana Schavelzon abrió la puerta de mi despacho y detrás de él venía Julio Cortázar. Después de las presentaciones del caso, Cortázar me dijo:
—Cuando nace uno de nuestros hijos siempre agradecemos al médico que lo haya traído vivo al mundo. De modo que aquí estoy para darte las gracias. Espero que nos veamos en Cocoyoc.

Antes de que se fuera me apresuré a darle noticia de las erratas que la prisa y mi impericia dejaron pasar en la flamante edición, les recuerdo que no había computadoras, se capturaba en una máquina y luego se pegaban las páginas en unos cartones sobre los cuales se corregía. Cortázar respondió:
—Un recién nacido sin lunares sería inhumano —dijo con aquella voz ronca de erres profundas, como un eco del más allá.

No sabíamos que unos meses después la muerte vendría a recogerlo, pero yo escribí en un cuaderno esas palabras que ahora desempolvo en honor de aquellos años en que éramos invulnerables a nuestros veintisiete.

En ese año la editorial Nueva Imagen y la revista Proceso convocaron a un premio literario, uno de los grandes para ese tiempo sin premios, esa época regida sólo por los libros y el público. El jurado: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Julio Scherer, Theotonio Dos Santos, Ariel Dorfman, Jean Casimir, Pablo González Casanova y René Zavaleta Mercado. Durante una semana el jurado deliberaría en Cocoyoc, la hacienda colonial en que fincaron viejos terratenientes de Morelos y más tarde se convirtió en un hotel de lujo con pasillos húmedos y fantasmales.

A mí me tocaba el trabajo del mayordomo editorial que consistía en clasificar los originales del premio, meter cinco copias en cajas y cargar con ellas para repartirlas a los miembros del jurado en su momento y llevar un registro detallado de las lecturas. Veinte novelas pasaron el primer cedazo de la editorial.

En un cajón de la cómoda del cuarto del hotel dos jóvenes guardaban sus ejemplares de Rayuela a la espera del momento crucial en el cual le pedirían su firma a Cortázar. Los jóvenes éramos Delia Juárez y yo. Cada mañana tocaban a la puerta los jurados para surtirse de las páginas del día. Una mañana salí temprano a nadar, cuando regresé encontré agitada a Delia:
—Vino un hombre enorme, pelón, con una túnica blanca, sonreía como un asesino y preguntó por Scherer.
—Méndez Arceo —le dije.

En la cúspide de su prestigio rebelde en el reino de este mundo, el obispo llegaba de Cuernavaca a saludar al jurado del premio. Recuerdo que Julio Scherer se los metía a todos en la bolsa en dos patadas, en las comidas y las cenas de Cocoyoc era el centro mexicano de las mesas. El premio lo ganó Carlos Martínez Moreno y su novela con título de Dante: El color que el infierno me escondiera.

Como en un cuento fantástico, o en un sueño absurdo, de pronto Delia y yo caminábamos por algún pasaje de la hacienda junto a Cortázar y Carol Dunlop. Hablamos un rato largo; mejor, hablaban Cortázar y Dunlop. Buscaban la unión del tiempo y el espacio en los laberintos de la hacienda. Quizá no tanto el tiempo como los tiempos. Cuando Cortázar vio las raíces de un ahuehuete enredarse en un muro de doscientos años dijo esto:
—Qué extraña fusión del mundo mineral y vegetal. Como si un cuarto reino nos esperara en alguna parte de la vida.

Una noche, mientras revisábamos las lecturas de los jurados, decidimos guardar nuestras dos Rayuela en la maleta. Tomé la iniciativa:
—Hablamos con él y con ella. Cenamos juntos. Pedirle un autógrafo a Cortázar sería una vulgaridad.

—Nuestra dedicatoria es el recuerdo —así hablábamos, con unas ganas tremendas de ser un personaje de Rayuela.

Los años han pasado y desde luego me arrepiento. Me gustaría acercarme al librero, sacar el libro de tapas negras y leer una dedicatoria de Cortázar. La firma sería una prueba de ese cuarto reino y las dos Rayuela, una prueba de que aquellos días en realidad ocurrieron y no los soñamos una noche de luna llena en Cocoyoc.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Monsiváis y todo el peso de la luz

8/Mayo/2013
La Jornada
Javier Aranda Luna

Uno de los actos religiosos que Carlos Monsiváis practicó hasta sus últimos años fue recorrer la Lagunilla con cierta frecuencia y con mayor intensidad la Plaza del Ángel de la Zona Rosa. Allí nos veíamos con un grupo de amigos cada sábado, más para participar de las tertulias que para comprar algo.
Libros, grabados, litografías y material fotográfico fueron, más que la razón, el imán que lo arrastraba. Cuando llegaba una pieza a sus manos –y una pieza era Una Pieza–, resultaba notorio pues literalmente se desprendía de la conversación y empezaba a revisarla con minucia de coleccionista hasta que de pronto murmuraba entre dientes: ¿Cuánto?
Después de las compras Carlos necesitaba una capilla para hacer pública la devoción por sus hallazgos en compañía de sus amigos. Podía ser el salón de té Auseba –lo fue por muchos años hasta que terminó convertido en zapatería–, el famosísimo Bellinghausen donde comía con Julio Scherer, alguno de los varios Vips o Sanborns que por allí abundan o El Péndulo, donde nos terminamos estableciendo.
En alguno de esos lugares nos mostraba la pesca del día: un grabado de Posada de su primera época, un ejemplar de La orquesta o El Ahuizote, una fotografía  vintage e incluso el quinto ejemplar de La divina comedia que había adquirido porque ese prólogo no lo tengo.
Carlos era nuestro google y nuestro disco duro; nuestra biblioteca del Congreso. Un nombre, una fecha, un acontecimiento lo procesaba vertiginosamente y nos ofrecía los datos más increíbles del asunto en cuestión. Y por supuesto la abundancia de datos y razonamientos podía modificar con facilidad nuestros puntos de vista como también lo hacía a la manera de la esfinge lanzándonos preguntas.
Uno de esos sábados, mientras platicábamos con Carlos y mirábamos sus fotografías en el Auseba, llegaron dos jóvenes diplomáticos. Uno resultó ser agregado cultural de la hoy extinta Checoeslovaquia.
Después de abordar los lugares comunes de la literatura checa, el funcionario de aquel país empezó a mencionar autores menos conocidos hasta llegar al punto en el que el único que los conocía era Monsiváis.
Quizá para llamar la atención, el diplomático empezó a hablar de cine checo y Carlos –ya lo adivinaron–, fue el único que pudo seguirle la plática y demostrarle, por cierto, que sabía más de cine checo que el funcionario en cuestión.
Herido en su orgullo el diplomático dio un salto mortal: pasó del cine a la fotografía de su país.
Recuerdo entre penumbras que empezó hablando del único fotógrafo checo que yo conocía: Václav Chochola, al que debemos algunos de los mejores retratos de Salvador Dalí y después pronunció un nombre que me pareció todo un conjuro: Frantisek Drtikol que Monsiváis ubicó perfectamente y le sirvió incluso para hablar de otro fotógrafo que el attaché sólo conocía de nombre. El hombre se derrumbó…
Ese día confirmé que a Monsiváis le apasionaba la fotografía, el cine, la literatura. Que era un grafógrafo, un grafómano, un grafófago y que la cultura de la imagen lo cautivaba. Las 11 mil fotografías de la colección de El Estanquillo lo confirman.
La relación de Monsiváis con la fotografía la inició de muy joven. No me extraña: los cronistas y los fotógrafos del tipo que se quiera, nos ofrecen con sus instantáneas un punto de vista. Unos y otros nos cuentan el cuento de la verdad, dan fe de lo vivido. Y al decir esto último no pienso solamente en Casasola o en los hermanos Mayo sino en fotógrafos como Joel Peter Witkin o Graciela Iturbide.
Hago un paréntesis al hablar de los puntos de vista: recuerdo que hace años en una de las últimas presentaciones de Jaime Sabines, mientras Pedro Valtierra fotografiaba de frente al poeta, Rogelio Cuéllar tomaba sus instantáneas desde la espalda del escritor. Un mismo acto y dos puntos de vista opuestos y estupendos como pudimos mirar en los periódicos del día siguiente.
Y si añadimos al hecho de considerar a la crónica y a la fotografía como un punto de vista las lecturas multidisciplinarias que Monsiváis nos ofrecía en sus textos, la relación entre el cronista y la fotografía se comprende mejor. En la mirada del fotógrafo confluyen todos los estímulos: los poemas, las películas, la moda, la ciencia. Los fotógrafos al detener un momento de muchos temas terminan por hacernos mirar las cosas como no lo habíamos hecho. Mejor aún: pienso que fotógrafos y cronistas como Monsiváis, Salvador Novo o José Emilio Pacheco que no se han valido del género para tener presencia y visibilidad sino para explotar sus posibilidades literarias nos han enseñado a mirar las cosas de otra manera.
Y cómo no habría de ser así si Monsiváis para persuadir a sus lectores de sus asombros, para acercarnos a una fotografía de Lola Álvarez Bravo o de los hermanos Mayo, entrevera versos de Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, William Blake, Ramón López Velarde, diálogos de películas (The go between: el pasado es otro país), de citas eruditas de historia o de reflexiones sobre la importancia de lo que vemos como aquella foto en la que aparecen los enemigos políticos Lázaro Cárdenas, Plutarco Elías Calles y Abelardo Rodríguez en nombre de la unidad del país?
Maravillas que son, sombras que fueron reúne 26 textos que Monsiváis dedicó a la fotografía. Me parece que no son todos (ya nos lo dirán los investigadores) pero sí, creo, algunos de los más significativos. El más antiguo lo publicó inicialmente en 1977 sobre Casasola y el último fue el que dedicó al trabajo de Francisco Mata Rosas en el Metro.
Para Monsiváis como para Susan Sontag no es posible recuperar el pasado sin conciencia política y quien lo interpreta de manera pública –como ocurre con fotógrafos y cronistas– de alguna forma la posee.
Este libro que es muchos libros, con imágenes que engendran otras más, es un surtidor de ejemplos para que escojan los lectores lo que más les guste: de los retratos de las estrellas de Armando Herrera que van de María Victoria y Tongolele a Dámaso Pérez Prado, o de los cuerpos desnudos rescatados por Ava Vargas a las empoderadas mujeres de Xoyet en Chenalhó que sin armas enfrentan al Ejército.
También está ese devocionario laico rescatado con imágenes estupendas elaborado por Rogelio Cuéllar desde hace muchos años y que ha fijado las imágenes de poetas y pintores que ya forman parte de nuestro imaginario cultural: Borges, Paz, Toledo y el propio Monsiváis.
Si somos estrictos con las características planteadas por Carlos Monsiváis para identificar a los ídolos y héroes culturales como lo hizo con Amado Nervo y Pedro Infante, tendríamos que incluirlo en ese santoral laico que existe en la memoria colectiva.
Monsiváis fue, si hacemos caso a las multitudes que lo despidieron y a los no pocos lectores que lo siguen leyendo, un cazador de instantáneas en las que no pocos se continúan identificando. Si trajo lo marginal al centro como hizo con la fotografía y el cine y si nos demostró que la periferia del poder es el cogote del país, Maravillas que son, sombras que fueron da cuenta plenamente de ello.
Dice Monsiváis que no sólo una imagen dice más que mil palabras sino que incluso puede representar mil imágenes. La forma es fondo, extremo de la mirada. Sus crónicas recogidas en este volumen son 26 imágenes fijadas con palabras para hablarnos de otras imágenes. De las que nos han hecho ver los grandes días o la vida menuda –las instantáneas de lo que pasa–, de otra manera; imágenes que nos han enseñado a ver con todo el peso de la luz.

martes, 7 de mayo de 2013

La novela policial

5/Mayo/2013
Jornada Semanal
Sergio Pitol

En un encuentro de escritores franceses y mexicanos, organizado en agosto de 1977 por el Instituto Francés de la América Latina, sobre las literaturas del secreto, observé que todas las sesiones, salvo una, mencionaban en sus títulos a la novela policial. Confieso de inmediato mi absoluta debilidad por ese género que no sólo me ha proporcionado momentos memorables, sino que como escritor mi deuda es inmensa. Pienso que si un día tuviese que dirigir un taller de narrativa, sugeriría a los alumnos estudiar con atención los procedimientos específicos inventados por los autores de ese género, con la seguridad de que eso les ayudaría a construir una novela con más eficacia que todos los libros de narratología.
En la primera edición del Diccionario de la lengua castellana publicado por la Real Academia Española, una acepción de secreto es: “ lo que cuidadosamente se tiene reservado y oculto”, o “cosa arcana que no se puede concretar o explicar”. Misterio es, pues, en terrenos literarios una palabra fundamental, una referencia obligatoria. No por nada aparece de modo tan abundante en los títulos de novelas policiales: El misterio de Edwin Drood, de Charles Dickens; El misterio de la carretera de Cintra, de Eça de Queiroz; El misterio de Glenith, de Wilkie Collins; El misterio de Cloomber, de Arthur Conan Doyle; El misterio del tren azul, de Agatha Christie y varios más.
Los estudiosos que han rastreado con minucia las fuentes y trazado el árbol genealógico de la literatura policial, han encontrado remotos antepasados de asombroso prestigio; algunas historias bíblicas, el Edipo rey de Sófocles, entre otros.
Durante el siglo XIX, el período de mayor esplendor de la novela, surge el género policial con sus propios atributos y sus procedimientos esenciales. Y desde su nacimiento, apenas desprendido del seno materno, su potencia fue tal que empezó a establecer una presión sobre la novela madre, la oficial, para usar ese adjetivo que alude exclusivamente a la narración no policial. Al hurgar en los orígenes descubrimos que ya antes de La piedra lunar, de Wilkie Collins, considerada por todos como la primera novela del género, hay tramas que contienen los elementos esenciales del relato policial: un crimen, una investigación, el descubrimiento y la captura del criminal, sin afiliarse ortodoxamente al tipo de novela que nos ocupa. Son claros antecedentes del género, sí, pero su intención, sus metas, su atmósfera, se orientan hacia regiones que rebasan con mucho lo policial. El crimen resulta un accidente para transportarnos a reflexiones éticas surgidas del corazón de la novela. Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov son los ejemplos que de inmediato acuden a la memoria.
Hay una novela anterior a las de Dostoievsky, sin crímenes aparatosos, que me parece ya un preludio de lo que está por venir: Las almas muertas, de otro ruso genial, Nikolai Gogol. En ella, un extraño personaje, de nombre Chíchikov, hace su aparición en una pequeña ciudad de la Rusia profunda. Los primeros días de estancia en aquel lugar los emplea en enterarse del carácter, costumbres, fortuna y circunstancias de los terratenientes más opulentos de la región. Poco después, inicia una ronda de visitas. La descripción de esos encuentros constituye la parte magistral de la novela. Gogol nos sitúa frente a un mundo gris, degradado, y a la vez inmensamente paródico. El humor es siempre desbordante y esperpéntico; el lenguaje portentoso y la trama de una originalidad absoluta. El propósito de Chíchikov al visitar a los hacendados es el de comprar almas muertas. En el lenguaje administrativo de la vieja Rusia un alma significaba un siervo. Una propiedad comprendía el número de decietinas de bosques o de tierras cultivables, de animales de tiro o de pastoreo, y también el preciso y detallado de almas con que contaba el propietario. Desde la llegada del fascinante Chíchikov a la región se genera un misterio que va en aumento a medida que proceden sus visitas. ¿Por qué razón invierte su dinero en la compra de siervos ya fenecidos?, ¿qué provecho podría alguien obtener de aquellos difuntos?, ¿cómo podría transportarse ese ejército de seres inexistentes a las propiedades del comprador? No es menester señalar que los primeros sorprendidos fueran los propietarios. La transacción los tienta y a la vez los atemoriza. ¿No había en el hecho de contar a los siervos muertos a partir del último censo, de hacer listas pormenorizadas con sus nombres, sus fechas de nacimiento, estado de salud, tipo de trabajo realizado en la hacienda, un tufillo diabólico? Sin embargo, las artes del melifluo Chíchikov logran siempre estimular la codicia de los terratenientes, quienes terminan irremisiblemente por vender a sus muertos.
La sucesiva intensificación del misterio y de la demora por aclararlo es el procedimiento que se convertirá más tarde en esencial para estructurar una novela policial. Ante el avance del misterio, el lector tratará de asirse a cualquier detalle para descifrar los designios de los protagonistas, para orientarse un poco, al menos. Por más caricaturescos que sean los retratos de los personajes, el planteamiento de las situaciones, el avance preciso y detallado de la narración y lo disparatado de los diálogos, Gogol nos coloca siempre en la realidad, aunque se trate de una realidad deformada, estilizada, martirizada; una realidad enemiga de lo que conocemos como tal; nada en esa estructura nos hace pensar que nos movemos en los dominios de la literatura fantástica. Al final, nos enteramos de que Chíchikov es un impostor con antecedentes delictuosos que pretende hacer una magna estafa hipotecando como seres vivientes las almas muertas que ha comprado.
Más cercano a la literatura policial se encuentra Dickens. En efecto, el inglés tiene un pie clavado en esa novedosa forma narrativa. Su último libro, por desgracia inconcluso, El misterio de Edwin Drood, desarrolla una trama tenebrosa estructurada de acuerdo con las novedosas reglas creadas por el género policial. Víktor Sklovsky señala en Teoría de la prosa, ese libro capital del formalismo ruso, que buena parte de sus novelas, en especial La pequeña Dorrit, están compuestas a base de varias líneas temáticas que contienen uno o varios misterios, para luego, antes de llegar al final, hacerlas convergir en un cauce general, llegar a una apoteosis y resolver todos los enigmas.
Según Sklovski, los dos procedimientos fundamentales de la novela de misterio consisten en un retardamiento voluntario de las soluciones y en un “extrañamiento” radical que al distanciarnos de los acontecimientos narrados atenúa cualquier emoción. El pathos desmedido que había devastado zonas inmensas del Dickens juvenil aparece en su último período siempre contenido. Lo asesinatos no nos alteran, sino que sólo acrecientan nuestro interés en la lectura; sus crímenes, como los de Las mil y una noches, carecen de sangre verdadera, al grado que una novela policial con un único asesinato no resulta tan apetecible como la que contiene dos o más crímenes subsidiarios. Por otra parte, la voluntaria detención de la acción, su parsimonia, derivará en un refuerzo de la atención, en esa espera nerviosa de soluciones que se conoce con el nombre de suspense.
Decimonónica de origen
Las dos fechas fundacionales de esta literatura son: 1841, año en que Edgar Allan Poe publicó Los crímenes de la calle Morgue, donde aparecen con toda precisión algunos mecanismos del género, y 1868, en que se publicó La piedra lunar, de Wilkie Collins, la primera novela policial reconocida como tal, la más extraordinaria según T. S. Elliot, Chesterton y Borges, donde el enigma es resuelto por un inspector, personaje que iba a constituirse en un elemento distintivo e indispensable a estas narraciones.
Poe, lo sabemos todos, fue un escritor genial. El relato de investigación policial no habría podido surgir de mejores manos. El autor estadunidense aprovecha el vasto acervo de misterios madurado y difuso en la literatura anterior y los somete a un deslumbrante método de investigación especulativa. El género nace, pues, con una aureola de alta intelectualidad. Poe crea los mecanismos adecuados para detectar las motivaciones que han llevado a alguien a cometer un crimen y descubrir al culpable por medio de razonamientos meramente intelectuales. Con él nace un método y también una figura esencial para la literatura del futuro: el investigador privado. El protagonista de los relatos de Poe es el elegante caballero Auguste Dupin, un dandy refinado, que a sus diversos placeres añade el estudio de la mentalidad criminal. Dupin es el primero de una larga fila de gentlemen necesarios para la investigación del crimen. Durante cien años o más permanecerá viva esa estirpe de personajes excepcionalmente bien vestidos, refinados gourmets, conocedores de la buena literatura, coleccionistas de obras de arte. Su educación perfecta los aleja de la vulgaridad del entorno policíaco y les permite, en cambio, acceder al humor, ese don que los dioses administran sólo a sus predilectos. Algunos poseen títulos de nobleza y se mueven como peces en el agua en los salones más inaccesibles, como Lord Whimsey, el detective de Dorothy l. Sayers; otros proceden de la vida académica –Oxford o Cambridge–, como Nigel Strangeweays, el de Nicholas Blake, o son poseedores de fortunas familiares como Sherlock Holmes, el de Conan Doyle; Poirot, el de la Christie, o Nero Wolfe, el de Rex Stout. De un modo u otro todos ellos se solazan en la excentricidad, les deleita derrotar a los inspectores de la policía, ponerlos en ridículo, demostrar la ineficacia de sus métodos, su carencia de imaginación, la falta tanto de cultura como de maneras; parecería que se empeñan en su labor detectivesca sólo para poner en evidencia a aquellos pobres diablos a sueldo del Estado.
En ese punto –pero sólo en ése–, puesto que en lo demás son del todo antitéticos, coinciden con una corriente de detectives privados, surgidos, varias décadas después de las experiencias del refinado Auguste Dupin, de los estratos más desapacibles de la sociedad estadunidense, representados, sobre todo, por el Sam Spade de Dashiell Hammett, o el Philip Marlowe de Raymond Chandler, los héroes duros de los años treinta o cuarenta.
En la escena es frecuente que un cómico famoso emplee a un personaje de aspecto por lo general insignificante, cuya única función consiste en hacer preguntas un tanto extravagantes o comentarios insensatos para darle pie a la estrella de contradecirlo y así realzar su talento. A más boba o absurda la pregunta, más brillante y sarcástica será la respuesta del cómico. En México a esa figura escénica secundaria se le llama “patiño”. Dupin, el personaje de Poe, nace a las letras con un patiño cuya función es narrar con exaltada admiración las hazañas de su maestro. Sherlock Holmes cuenta con el suyo, el Dr. Watson, el más famoso y querible de esos papanatas, nacidos sólo para el mayor lustre de sus superiores. Poirot cuenta con Hastings; Nero Wolfe con Archie Goodwing. Son parejas que repiten la del caballero del teatro clásico español y su leal y socarrón escudero. Son también la encarnación de todos nosotros, los lectores, que ante los enigmas de la trama hacemos las mismas preguntas, y al igual que ellos deseamos con ansiedad conocer los secretos que el detective nos oculta.
El género policial surgió bajo los mejores auspicios. Algunos narradores de inmenso prestigio se sintieron tentados por los atractivos de esa nueva narrativa, sobre todo los ingleses: Charles Dickens, amigo cercano de Wilkie Collins, emprendió El misterio de Edwin Drood, que aun inconclusa resultó una novela magistral; Joseph Conrad, Bajo las miradas de Occidente y El agente secreto; Stevenson, La caja equivocada, la primera parodia de este género. Henry James, por su parte, empleó los recursos de la novela policial para escribir relatos soberbios: La vuelta de tuerca y Los papeles de Aspern, entre otros. Y aun en países donde las corrientes literarias llegaban con evidente parsimonia el género logró abrirse paso. El joven Anton Chéjov escribió en Rusia Un drama de caza y Benito Pérez Galdós, en España, una de las más insólitas novelas de la literatura de nuestra lengua: La incógnita. Se trata de una historia en torno a un crimen donde al final no conocemos nada preciso; somos testigos de un abundante movimiento de influencias, dinero y presiones de toda especie para que el misterio jamás llegue a esclarecerse. Nada se logra saber sobre el asesino, si acaso se trata de un asesinato y no un suicidio, mucho menos sobre las virtuales motivaciones del crimen. El lector cuenta con infinidad de indicios; con ellos puede armar un rompecabezas, cuyo resultado será sólo conjetural.
La multiplicación del misterio
La novela policial se hizo inmensamente popular. Los autores se multiplicaron por centenares. En la mayoría de los casos los resultados fueron mediocres: meras adivinanzas encapsuladas en tediosos volúmenes.
En el mundo anglosajón dos corrientes sobrevivieron al marasmo, la novela culta inglesa y el género negro de Estados Unidos. En la tradicional novela inglesa todo deberá ocurrir como en un juego de ajedrez, los contendientes son el criminal y su perseguidor (detective privado, inspector oficial o mero aficionado), quien a la postre descubrirá al culpable y lo conducirá hasta los tribunales. Su marco suele ser una casa de campo señorial, un prestigioso club londinense, un hotel elegante y respetable, los dormitorios de una acreditada universidad, un sanatorio, un yate, un vagón de ferrocarril, es decir, círculos cerrados donde suelen moverse damas y caballeros de amplios recursos económicos, modales excelentes y acento perfecto. Los autores dan por supuesto que la sociedad es por naturaleza buena. De pronto, en su seno se produce una anomalía: un acto irregular, un robo, un asesinato y el consecuente clima de zozobra. Aparecen varios presuntos culpables, casi todos con un pasado que oculta circunstancias oprobiosas: los sepulcros blanqueados de siempre. El investigador se pierde en una maraña de pistas falsas. Al final, el criminal por un instante se descuida y es atrapado y castigado. Una tormenta contenida en un vaso; se remansan las aguas, la vida puede seguir su ritmo. Sus mayores cultivadores fueron ingleses. Nicholas Blake, Anthony Berkeley, Michell Innes, entre los cultos; Agatha Christie, con un registro popular.
La siguiente transfiguración del género desemboca en la novela negra estadunidense. En ella los términos se han invertido: la sociedad es en esencia culpable; está enraizada en el crimen y en el crimen prospera. El investigador se interna en una obscura selva donde dominan los rapaces, los inescrupulosos, los corruptos. A lo largo de una acción que desconoce por entero el reposo, el héroe recibe y asesta golpes a granel. Tiene poca o ninguna confianza en la ley, a la que oficialmente apoya. Su mayor triunfo consiste en lograr que los malvados entren en conflicto entre sí, se combatan y terminen destruyéndose unos a otros. En las últimas páginas nos quedamos con la convicción de que esa vez el mal ha sido derrotado, pero de ningún modo erradicado; nuevas alimañas aparecerán en el horizonte. En la mente del lector queda flotando la convicción de que la enfermedad que corroe al organismo social es endémica. Si no se transforma volverá a repetirse una y otra vez con sordidez creciente el ciclo de la violencia. Los notables expositores de esa corriente fueron Dashiell Hammett y Raymond Chandler.
En los últimos años han surgido nuevas corrientes: el thriller, la novela de espionaje, cuya figura más notoria es John Le Carré; más otras sobre la violencia étnica, religiosa y sexual.
La más clara prueba de la vitalidad de esta literatura nos la proporciona la intensa presión que ha ejercido sobre la otra novela, la canónicamente culta. De igual modo que la policial se ha nutrido y enriquecido con las técnicas antiguas y modernas que le proporcionó la tradición narrativa, ella también ha logrado penetrar en el corazón de cuerpos y entidades que en rigor parecerían no pertenecerle. Si contemplamos el panorama narrativo de nuestro siglo nos resulta asombrosa la simbiosis producida. Citaré algunos casos en los que el canon de excelencia ha decidido renovarse aprovechando los recursos, atmósferas y personajes que en el pasado parecían pertenecer exclusivamente al campo policial. Veamos:
Chesterton en El hombre que fue jueves y en las historias del Padre Brown, Graham Greene en El factor humano, además de sus novelas estrictamente policiales, entre los ingleses. Carlo Emilio Gadda en Aquel horrible escándalo de la Via Merulana, Umberto Eco en El nombre de la rosa, Leonardo Sciacia en Todo modo y Una historia sencilla y Antonio Tabucchi en La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, entre los italianos. Witold Gombrowicz en Cosmos, Andrzej Kusniewicz en El rey de las dos Sicilias, entre los polacos. Ernest Jünger en Un encuentro peligroso, entre los alemanes. Y una buena parte de la obra de Leo Perutz y Alexander Lernet-Olenia, entre los austríacos. Flann O’Brien en El tercer policía, entre los irlandeses. William Faulkner en Gambito de caballo e Intruso en el polvo y Paul Auster en Leviatán, entre los estadunidenses. Rubem Fonseca en Octubre y El gran arte, entre los brasileños. Rodolfo Usigli en Ensayo de un crimen, Jorge Ibargüengoitia en Dos crímenes y Fernando del Paso en Linda sesenta y siete, entre los mexicanos. Jorge Luis Borges en una docena de relatos perdurables, entre los argentinos.
La lista no pretende ser exhaustiva. Registra sólo unos cuantos títulos de obras admirables. La influencia que el género policial tuvo en ellas comprueba su intensa contribución a la literatura universal.
Xalapa, agosto de 1997.


Sergio Pitol, el autor y los personajes

5/Mayo/2013
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Londres en los sesenta era una fiesta. Por ahí andábamos un grupo de latinoamericanos deslumbrados por todos los emblemas neorrománticos y por una serie de pequeñas esperanzas. A nuestro alcance estaba ir a conciertos de Janis Joplin, Jimi Hendrix y los Stones; ir al National Film Theater para quedarnos noches enteras viendo películas de los Marx, de Peter Lorre (La máscara de Dimitrios, Las manos de Orlak, homenaje al cónsul y a Lowry en el cinito de Cuahnáhuac) o de Busby Berkeley; ir al teatro para ver la última comedia de Harold Pinter, gozar de nuevo los diálogos de Nöel Coward o cumplir los ritos del Old Vic y de la Royal Shakespeare Company (empezaba ya el Young Vic con toda su irreverencia subsidiada por el welfare state. Este sueño sería aniquilado unos años más tarde por la Thatcher y su feroz neoliberalismo –vejamen al canto a Reagan, Bush, Salinas, Zedillo, Menem y más y más). La Mama andaba por Picadilly Circus, y en los teatrotes brillaban Hair y la Era de Acuario, y persistía Camelot. El poco dinero nos rendía en los restaurantes indios (pilaos, chapatis, curry de Madrás para pensar en Oaxaca, yogures y chutneys) y, a veces, en el enorme comedero polaco con fotos de Pilsudsky en las paredes y patos con manzanas, grandes borscht, vigos y más y más combinaciones agridulces. Sergio Pitol estaba en Bristol, pero iba constantemente a Londres, esperaba la aparición de El tañido de una flauta, sus cuentos circulaban por Barcelona, Jalapa y México, y sus traducciones crecían en número y en inteligencia. En sus tiempos libres, hacía streaptease para mis hijas al compás de “Falling in love again”, sostenía largas sesiones de parodias delirantes con su amigo y cómplice Carlos Monsiváis, y leía, leía y volvía a leer, pues, sobre todas las cosas, es un lector constante y deslumbrado, un entusiasta de las tramas, las fugas, las palabras, los silencios y de todos los momentos dorados que nos otorga la Galaxia Gutenberg. Seguiría hablando sin parar sobre mi amigo Sergio, sus días europeos, sus entusiasmos, viajes, dudas, júbilos y momentos de reflexión y hasta de duda, pero Miguel del Solar, profesor de Historia latinoamericana en Bristol y ávido por conocer los detalles del crimen del Edificio Minerva; Pepe Brozas, esperpento profesional y ramplón sin fisuras; el Sr. Licenciado Dante C. de la Estrella, atiplado mamarracho; Marietta Karapetiz, fraude viviente en el hervidero turco y mejor conocida como Pelagra Pelandrujovna; así como doña Jacqueline Cascorró y sus vaivenes conyugales, dramas y melodramas rosáceos, me están llamando para que me olvide de su creador trágico y lúcido, y me concentre en sus vidas de entes de ficción. Augusto Pérez, el personaje de la nivola de Unamuno, al visitar a su creador y al ver cómo rechazaba su petición de un poco más de vida, enunciada por don Miguel de la siguiente manera: “Yo te soñé un día y ahora dejo de soñarte”, ya en la puerta y a punto de enfrentarse al final, replicó: “Ah, Don Miguel, algún día Dios dejará de soñarlo.”
Vayamos, pues, al Edificio Minerva y a los extranjeros que en él vivían luchando por obtener los barrocos permisos de residencia de la laberíntica Secretaría de Gobernación; fingiendo, inventándose vidas en salones exclusivos de Europa o posando personajes de película de Curtiz. Todos habían escapado de la inmensa hoguera y vivían en México sus sobrevivencias con esa avidez con que los náufragos beben la primera taza de té caliente en la cubierta del barco salvador.

Ilustración de José Hernández
El México de esos años (Sergio nos entrega en las primeras páginas de su novela unos datos históricos para situar la ciudad, la colonia, las calles, la arquitectura y el momento histórico) era transitable; tenía una clase media en crecimiento, unos cabarets consagratorios y el arrabal con sus amenazas –pocas en comparación con las de ahora–, sus placeres y un estilo inimitable, producto de todas las mezclas y de la unión entre lo candoroso y lo canalla. Los refugiados europeos se acomodaban en los edificios art nouveau o art déco de las colonias Roma, Condesa, Anzures y Polanco que ya empezaban a crecer y a levantar casitas que copiaban las casotas del colonial californiano de Las Lomas. Entre ellos figuraba un rey, Carol de Rumania, acompañado de su amante, la exfiguranta bucarestina Madame Lupescu, que deslumbró a los ricos rastacueros, fascinados ante la posibilidad de tener un monarca en su “mansión” de Las Lomas. Una frase de la dama tapatía casada con un líder obrero prosperísimo nos da un chispazo de lo que sucedía en aquellos tiempos. Esta es la frase: “No quiere más pozolito, mi rey?” Se ignora la respuesta. En su prodigioso prólogo al Tríptico del Carnaval, Tabucchi riza el rizo pirandelliano, unamuniano y pitolesco del autor y sus personajes. Los de Pitol, al igual que los de Cardoso Pires, no son obedientes y, sin más, se les ocurre ponerse a vivir sus vidas y a echar a andar sus pasos por terrenos no previstos por el autor. Esto no le molesta a Sergio, pues no es un titiritero despótico y, como todo padre inteligente y de verdad amoroso, permite con gusto que sus criaturas escojan sus caminos y definan sus prioridades. Además, esta especie de libertad fue concedida a Pitol desde su primera novela. Recuerdo a Ratazuki y a la falsa tortuga, personajes construidos con fragmentos de varios seres humanos que recibieron el aliento vital de su irónico y generoso creador. No fueron ni mucho menos los trágicos engendros del Doctor Frankenstein. Por el contrario, al ser dotados de vida verdadera, adquirieron, por una parte, una credibilidad radical y, por la otra, la fuerza necesaria para escoger sus destinos. Eran “personajes en busca de un autor”: lo encontraron y, al mismo tiempo, ganaron su libertad, esa precaria, limitadísima libertad de los seres humanos y de los entes de ficción. Sin embargo, tiene razón Tabucchi: esta libertad es administrada cautelosamente por el autor que desconfía de sus personajes. Ellos, a su vez, desconfían del autor y, de esta manera, se crea un prudente alejamiento garantizado por el humor, el sentido de la caricatura y la tensión espiritual que caracteriza a las grandes obras de la narrativa. No olvidemos que Sergio Pitol admira sin restricciones y de una manera candorosa y aguda a Gogol, Chéjov, Turguéniev, Conrad, Hardy, Henry James, Pirandello, Gombrowicz y Tabucchi, el Tabucchi creador de Pereira, periodista anciano y enfermo que preparaba notas necrológicas anticipadas para su pequeño suplemento cultural amenazado por la dictadura. Crear los personajes, dotarlos de libertad y seguir el plan narrativo con sutileza, sin violentar las vidas de estos seres ficticios que representan a esa realidad fragmentaria que es la vida humana, ha sido el propósito principal de Pitol. Nunca nos ha sido dada la totalidad. Tenemos –nosotros y los personajes– que contentarnos con los momentos dorados que, si somos sinceros, nos dejan permanecer en el mundo. Ya Canetti afirmaba, poco antes de morir, que lo único que no se nos puede perdonar es no haber sido felices.
El carnaval de Pitol
No es casual que los personajes de El desfile del amor sean extranjeros que huyeron de sus países en llamas y que intentaban reconstruir sus vidas en una nueva realidad. La estructura de esta novela con crímenes sin solución, historias paralelas y personajes auxiliares (attendant lords en el lenguaje shakespeariano) es, a la vez, sólida y volandera. En ella, la caricatura y el esperpento agregan fuerza expresiva a las biografías de los aristócratas arruinados y aferrados a la hacienda perdida; arribistas del nuevo aparato lleno de prestigiosa retórica revolucionaria; toda clase de seres danzantes, pintantes, escriturantes y musicantes y, para completar el cuadro renacentista, el castrato mexicano y sus gorgoritos. Todo esto exigía una estructura ágil y ajena a las convenciones al uso. Sergio escogió la chocarrería, la descripción de las ineptitudes que inútilmente tratan de ocultar la retórica, el lenguaje hecho de rupturas y el desenfreno actoral de esos personajes que arma con cuidado y que abandona para que se descoyunten y vivan sus fracasos con una especie de ebriedad y una carga de irónica desesperanza.
Domar a la divina garza, dice Sergio, es “un buen remedo del caldero fáustico’”. Es una ópera del absurdo, una flatulencia sonora en la mesa del banquete, un conjunto de impecables diálogos de comedia inglesa, un exceso pantagruélico, la dispepsia inflamada del Ubu Roi, la maestría para sobrevivir hasta el desayuno de mañana de los genios de la picaresca y, sobre todo, las desmesuras gogolianas y los reflejos en el espejo convexo del esperpento del señor Marqués de Bradomín.
Es todo eso, es cierto, pero es algo más. Es el nuevo estilo regocijado de la fiesta que nos propone el autor. Fiesta que pierde los pies y la cabeza, y explota en humoradas carcelarias y en una orgía coprofágica que convierte a los personajes en la materia que los ensucia y los llena. En esta obra genial (uso la palabra con cuidado y no a tontas y a locas, no para alabar sin medida sino para justipreciar a una de las novelas fundamentales de nuestro tiempo), el fracaso del escritor de sesenta y cinco años que aspira a escribir un libro lleno de “estruendo y de furia” se torna disparate, ridículo de mala retórica y lugar común desmesurado. En él, Fabrizio del Dongo, Lord Jim o Aliocha Karamazov son los modelos que iluminan un momento fugaz de los personajes pitolianos que a la brevedad terrible se convierten en marionetas gesticulantes. En esta obra implacable, el autor no perdona y hunde en el ridículo a las estereotipadas personillas producto de nuestras contradicciones sociales, de la corrupción generalizada y del autoritarismo de la clase política. Su retórica campanuda queda al desnudo, su incultura se manifiesta en plenitud y, debajo de los ropajes ceremoniales, se retuerce el gusano sin seso, la salmonela oratoria, el productor incansable de lugares comunes.
La casa de campo en Cuernavaca y el salón de té del “Pera Palace” de Estambul (Constantinópoli, por favor) con sus meseros de frac bien remendadito y los músicos jurásicos del cuarteto que toca sin parar “Plaisir d’amour”, son algunos de los escenarios de esta novela que va desembocando aceleradamente en el absurdo total.
La vida conyugal nos muestra los entretelones de la institución del matrimonio y de la “primera célula” de la sociedad, esa forma máxima –ya lo decían los antipsiquiatras ingleses– de neurotización de sus miembros. Mostrar las inepcias, crueldades y tonterías de la respetabilísima y sacralizada institución es el propósito –nada solemne, más bien burlón y compasivo– de esta tercera parte de nuestro carnaval. Los born loosers y los gesticuladores (¿por qué tenemos tan olvidada la obra de Usigli? Sería útil para analizar las actuales y pésimas farsas del poder que no quiere dejar de serlo) de esta novela muestran sus entresijos gracias al minucioso mecanismo narrativo utilizado por nuestro miglior fabbro.
Este tríptico (Sergio habla de lo carnavalesco, lo delirante, lo grotesco) nos entrega una baraja de personajes contrahechos por su entorno y por sus conciencias naufragantes. Los retratos tienen la justiciera precisión crítica de las caricaturas de Daumier o de Orozco y, en su fondo, late esa forma del amor que es la compasión. Las tres novelas nos proporcionan los deleites de la claridad narrativa, la erudición sin pomposidad y su belleza estructural. Recordemos que su autor vive una fiel pasión por la trama y practica el difícil arte de la fuga.
En este momento todos los de nuestra generación hacemos muecas en el espejo del baño para ocultar las arrugas de nuestros rostros cruzados por los años. Este es un buen ejercicio, sobre todo después de leer el tríptico y los nuevos libros de su autor, y de darse cuenta de que queda mucho por decir y sigue el work in progress de otras muchas novelas y ensayos. “El novelista –decía Virginia Woolf– se encuentra terriblemente expuesto a la vida.” Estas tres novelas son el producto de años y años de lecturas y de una carga de vida bien asimilada. Hay –debe haber siempre– un preciso artificio, pero sobre todo un amor por la literatura que ocupa todos los momentos de la vida de este hombre de letras que mira al mundo con la burla y la compasión que saben mezclar con justicia los novelistas “humanos, demasiado humanos”.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Discurso de Jerusalén

Abril/2013
Letras Libres
Antonio Muñoz Molina

El pasado mes de febrero, Antonio Muñoz Molina recibió el premio Jerusalén. En su discurso de aceptación, que aquí reproducimos, reflexionó sobre la gran paradoja del trabajo del escritor: por un lado su deseo de soledad y, al mismo tiempo, su necesidad de llegar a los demás.


Un escritor debe siempre subir con algo de reparo a una tribuna pública para dar un discurso, aunque sea en una ocasión como esta, en la que uno puede sentirse embargado por la gratitud. Quiero antes que nada expresar mi agradecimiento al jurado que me concedió el Premio Jerusalén, a mis editores israelíes y a mi traductora al hebreo. Una consecuencia paradójica de la calidad de una traducción es la invisibilidad, ya que si es muy buena el texto fluirá con la misma naturalidad que si hubiera sido escrito originalmente en esa lengua. Pero que una traducción aspire a ser invisible no significa que deba pasar inadvertida, y menos aún que no sea celebrada. Solo gracias al trabajo de mis traductores he tenido el privilegio de llegar a tantos buenos lectores en este país, cada uno de los cuales merece también su parte de agradecimiento.
Pero a lo que se dedica un escritor es a escribir, y esa tarea se hace en soledad y casi siempre en silencio, intentando encontrar una voz que llegue a resonar en otros, casi siempre perfectos extraños que muy probablemente nunca llegarán a verlo en persona ni escucharán sus palabras. La literatura tiene que ver con el negocio editorial, con los congresos de escritores, con las ferias del libro, incluso, de vez en cuando, con ocasiones como la de esta noche. Pero no debemos olvidar que, en último extremo, y despojada de toda añadidura, la literatura consiste en alguien que escribe y alguien que lee, los dos alojados en soledades paralelas, y al mismo tiempo conectados con muchos otros en una red invisible que se extiende más allá de los límites del espacio y del tiempo. Un gran poeta español del siglo xvii, Francisco de Quevedo, escribió en un soneto que gracias a la invención de la imprenta:
Vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Nunca deja de asombrarme lo fácilmente que damos por supuesta esa capacidad de conectarnos con los desconocidos y con los muertos más lejanos que está en el centro mismo de la experiencia de la literatura. Escuchar una voz y hacerla nuestra; suspender temporalmente no solo nuestra incredulidad sino también, hasta cierto punto, nuestra identidad personal, ver el mundo a través de los ojos de otro, entrar en la cámara sellada de otra conciencia.
En esta conversación privada no hay sitio para los rituales de los discursos, las proclamas, la cháchara de las relaciones públicas, la palabrería amplificada por altavoces y dirigida en masa a una multitud de espectadores, eso que llaman una “audiencia”, que puede ser contada y medida. La buena escritura sucede en la soledad y el silencio y, aunque en ella se distinga claramente una voz, nunca será una voz que hable a gritos o dé órdenes. Habla exactamente en el tono de la voz de un amigo muy cercano, de un extraño al que se ve que vale la pena prestar atención. En sus orígenes, mucho antes de la imprenta y de la alfabetización masiva, cuando los poemas y los cantos se transmitían oralmente, un grupo reducido de oyentes o incluso uno solo escuchaba la voz del narrador, que era el que podía cantar o recitar de memoria, o el que sabía leer. La atención se lograba no por la fuerza de los pulmones sino por el interés que el que contaba sabía despertar y sostener.
La literatura, como el flamenco y el jazz, se pierde en esos grandes espacios más adecuados para las estrellas de la música pop y los políticos populistas. Por eso siempre he pensado que hay dos tipos de escritores: los que parecen dirigirse siempre a un gran auditorio y los que hablan en voz baja; los que claman en un micrófono para asegurarse de que sus voces llegan a las últimas filas de un gran teatro y los que le hablan a cada lector como si fuera la única presencia en una habitación no mucho más grande que el estudio en el que el acto de escribir o el de leer suelen tener lugar.
La buena literatura habla bajo y no fuerza su voz. Más bien invita al lector a acercarse un poco más y prestar una atención más cuidadosa. Un padre o una madre le lee a un niño en la penumbra del dormitorio y la voz tiene un efecto hipnótico sobre la imaginación infantil, y poco a poco se disuelve junto a ella en el sueño. En una aula un profesor o un estudiante lee en voz alta un libro mientras los otros siguen la lectura en silencio. El libro es el mismo, pero cambia ligeramente cada vez que cambia la voz lectora y resuena de manera distinta en cada conciencia. Un par de amigos o de amantes leen en una habitación, cada uno absorto en su propio mundo privado. Uno de ellos levanta la cabeza del libro y le dice al otro, escucha esto; y en ese momento el solitario acto de leer se convierte en un regalo porque está siendo compartido. La buena literatura encuentra a sus lectores no gracias a grandes campañas de marketing sino de boca en boca, uno a uno, y sigue atrayéndolos muchas veces a través de fronteras, generaciones e idiomas, o venciendo obstáculos en apariencia imposibles.
Pienso en Vasili Grossman cuando escribía Vida y destino en la negrura de los peores años de Stalin, solo en una habitación que en cualquier momento podía ser asaltada por los esbirros de la policía secreta. Escribía sin saber si su manuscrito, cuando estuviera terminado, tendría alguna esperanza de publicación. Pienso en mi querida Emily Dickinson, escondida de las visitas en el piso de arriba en la casa familiar de Amherst, Massachusetts, copiando sus poemas y cosiéndolos en los pequeños folletos que enviaba luego a algunos conocidos, casi siempre parientes y amigos cercanos. Pienso en Miguel de Cervantes, a todos los efectos, viejo y fracasado, un dramaturgo que nunca estrenó una comedia, un antiguo soldado que nunca vio reconocidos sus servicios, sus años de cautividad ni sus heridas, un hombre de dudoso origen converso en un país obsesionado con la ortodoxia católica y la pureza de sangre: pero fue ese viejo fracasado el que escribió Don Quijote de la Mancha, una novela tan llena de inventiva, de risa, ironía y compasión, que al cabo de cuatro siglos permanece aún más viva y juvenil que cuando se publicó por primera vez. Pienso en el profesor Victor Klemperer, escribiendo cada día una nueva entrada en su diario a lo largo de cada uno de los años del nazismo, aterrado y serenamente valeroso al mismo tiempo, consciente de que, al ser un judío casado con una mujer “aria”, en cualquier momento podrían detenerlo y enviarlo a un campo, y entonces su diario sería otra prueba contra él.
El pasado septiembre, en Ámsterdam, mi esposa y yo fuimos a visitar la casa de Ana Frank. Llevábamos algún tiempo en la ciudad, pero yo tenía cierta resistencia a visitar la casa, no solo por la incomodidad de guardar la larga cola que había siempre a la entrada, sino también porque me perturbaba el ver que el lugar se hubiera convertido en una atracción turística, igual que los coffee shops, el barrio rojo o el mercado de los tulipanes. Era perturbador, y muy triste, ver a un turista sonriente tomándose fotos delante del cartel con el nombre de Ana Frank en la puerta. Pero a pesar de todo eso, cuando subí a las pequeñas habitaciones donde ella y su familia se habían escondido, y sobre todo al ver de cerca las páginas manuscritas de su diario, escritas con esa letra cuidadosa y ya nada infantil, comprendí cuánto me habría perdido si no hubiera visitado esa casa. Porque en ella había un ejemplo del acto de escribir como una forma de pura supervivencia, como el cumplimiento hasta el límite del instinto visceral de los seres humanos por dejar constancia de la experiencia vivida, sea como sea, y de la esperanza de encontrar un lector, de escapar gracias a las palabras de la prisión de una realidad brutal. Como ha dicho Joan Didion, nos contamos historias para seguir viviendo.
Y siempre pienso en Michel de Montaigne, que en un cierto momento de su vida tomó la decisión de abandonar todos sus compromisos públicos para dedicarse a la tarea gustosa de leer y de escribir acerca de sí mismo, sin esconder sus caprichos ni sus debilidades, de escribir sobre cualquier cosa que le pasara por la cabeza, sin someterse a la autoridad de la Iglesia o de los eruditos, sino dejándose llevar por sus propios impulsos, por el libre fluir de sus pensamientos y de sus apetitos. Me gusta imaginarme a Montaigne solo en su torre, rodeado por las estanterías de su biblioteca circular, y tan satisfecho como Emily Dickinson en su austera habitación de Nueva Inglaterra. Pero sería fácil olvidar que más allá de la torre de Montaigne había un país devastado por guerras civiles, por la brutalidad de bandas armadas de mercenarios y de fanáticos religiosos. La mayor parte de nuestras ideas actuales sobre la tolerancia, la ironía hacia el dogma y la disposición abierta hacia la novedad y el cambio nos vienen en línea recta de Montaigne, pero no debemos olvidar que él las estaba formulando en una época de derramamiento de sangre, cuando a la gente la quemaban en la hoguera bajo acusaciones de brujería o la asesinaban en nombre de fantasías teológicas católicas o protestantes.
El escritor, o al menos el que a mí más me emociona, es el que no cuadra, la mujer loca en el ático, el solitario, el patito feo; también la oveja negra, el hijo pródigo, incluso el chivo expiatorio; el que dice, con una cabezonería contenida pero inamovible, como el Bartleby de Melville, o como la muy real Rosa Parks, “preferiría no hacerlo”. Al mismo tiempo aislado y peligrosamente visible, raras veces propenso al espíritu de grupo y a la celebración colectiva, un escritor acaba representando a veces a aquellos que no se integran, los que quedan al margen, los que desfilan con el paso cambiado, los que no van al templo o van al templo menos conveniente, los que se quedan en la cama en las fiestas nacionales, los que se niegan a actuar de acuerdo con las reglas de su fe, de su sexo, de su origen, de su patria o de su raza. El pasado septiembre en Ámsterdam tuve la oportunidad de ver de cerca otro documento manuscrito, el decreto que expulsaba a Baruch Spinoza de la sinagoga y por lo tanto de la comunidad judía. Estaba escrito en portugués y daba algo de escalofrío leerlo. Aquellos que habían sido expulsados castigaban a su vez con la expulsión a uno de los suyos por el pecado de la herejía, por su defensa del libre pensamiento. Más tarde, en La Haya, completamente solo, tan extranjero entre los cristianos como entre los judíos, Baruch Spinoza se unió a la fraternidad fantasmal de los solitarios que escriben y leen en una habitación, la misma habitación propia que siglos más tarde Virginia Woolf iba a reivindicar justicieramente como el requisito necesario para que una mujer se pueda convertir en escritora.
Leemos algunas de las punzantes ironías de Emily Dickinson sobre la religión y puede que no tengamos en cuenta la atmósfera de frenética religiosidad que dominaba no solo la pequeña ciudad en la que vivía sino también su propia familia. Pero ella eligió tranquilamente quedarse a un lado, tan frágil en su presencia física y sin embargo tan valiente a la hora de defender su actitud. Me gustan estos dos versos al principio de uno de sus poemas: “Algunos guardan el sábado yendo a la iglesia / yo lo guardo quedándome en casa.” Nunca publicó un libro y nunca en su vida tuvo más de una docena de lectores, y sin embargo su voz suena tan soberana como si no tuviera ninguna duda acerca del valor de lo que hacía, del futuro en el que sus poemas encontrarían poco a poco el público lector que merecían.
Pero no debemos dejarnos engañar por los consuelos de la celebridad póstuma para convencernos a nosotros mismos de que a la larga acaba siempre habiendo alguna forma inevitable de justicia literaria. Visitantes siniestros pueden llamar a la puerta de la habitación en la que alguien escribe o alguien lee. El sistema soviético se hundió casi de la noche a la mañana y a Vasili Grossman se le ha reconocido el lugar que merece entre los mejores escritores del siglo pasado, pero cuando murió era un hombre enfermo y amargado, convencido de que su gran novela, cuyo manuscrito le había sido arrebatado por el kgb, que se llevó incluso la cinta de la máquina de escribir, se había perdido para siempre. Ana Frank murió en Auschwitz y la vida futura de su diario no suavizó ni abrevió un segundo de su tormento.
Millones de personas –entre ellas un pequeño número de escritores– son asesinadas a diario o sufren la injusticia, la pobreza, la opresión política, la ocupación militar, el fanatismo religioso. Escribir es a la vez un oficio y un don, pero hace falta más que inspiración y trabajo para terminar un libro; y esa habitación propia en la que las dos soledades paralelas del escritor y el lector coinciden, en la que se encuentran los extraños y en la que se escuchan con claridad las voces de los muertos, la existencia misma de esa habitación implica un privilegio que tristemente no está al alcance de la mayor parte de los que podrían disfrutar su refugio, sus muchos placeres de conocimiento, introspección, pura alegría. Tanto Montaigne como Dickinson pertenecían a una clase privilegiada y el número de sus lectores estaba gravemente limitado por el simple hecho de que la inmensa mayoría de sus contemporáneos nunca tendrían la oportunidad de pisar una escuela. La literatura es gente que escribe y gente que lee, pero también padres y maestros que transmiten a los niños el dominio de la lectura y la escritura y el amor por la palabra hablada o escrita, escuelas públicas para los que no pueden costearse una educación privada, bibliotecas públicas abiertas a todos. La literatura no puede desplegar la plenitud de sus posibilidades sin una atmósfera de libertad de expresión y de respeto por las diferencias de fe y de pensamiento, sin un cierto grado de paz y de justicia social.
Me encuentro hoy en una tribuna pública, no sentado en la habitación en la que está mi lugar, en la que suceden la escritura y la lectura, y por lo tanto tengo que tener cuidado de no abandonarme a las prestigiosas vaguedades sobre la literatura que este tipo de ocasiones parecen requerir. Un escritor no es un profeta, ni un vehículo para las voces ocultas de la comunidad, ni un sacerdote, ni siquiera un portavoz. A veces, casi siempre contra su voluntad, un escritor puede convertirse en un símbolo, incluso un síntoma: el canario en la mina que sin proponérselo advierte a otros de la cercanía o de la presencia de alguna venenosa epidemia política o social.
En una democracia liberal, un escritor es un ciudadano como cualquier otro, pero tampoco hay tantas democracias liberales, y nunca estamos libres de los peligros de la intolerancia o la barbarie, y mucho menos de volvernos nosotros mismos intolerantes o bárbaros en el caso de que nos convenzamos de que la razón absoluta está de nuestra parte o de que algunas personas no tienen los mismos derechos que nosotros, incluyendo entre ellos a veces el simple derecho a vivir. He sido ciudadano de una democracia durante la mayor parte de mi vida adulta, pero en mi infancia y en mi adolescencia fui súbdito de una dictadura, lo cual me aseguró una experiencia de primera mano del feo rostro de la sumisión colectiva a un líder, de la brutalidad policial y de la ortodoxia religiosa. Porque me quisieron educar en la escuela en una forma intolerante de catolicismo, desarrollé un rechazo precoz contra el poder de los extremistas religiosos sobre las vidas de los otros. Sus enseñanzas no cayeron en saco roto en mi caso, me hicieron tempranamente partidario del laicismo. Porque quinientos años después de la expulsión de los judíos y de los musulmanes el espíritu de la Inquisición y la satisfacción idiota por la pureza de la sangre española continuaban celebrándose, me hice refractario a cualquier alegato a favor de las identidades colectivas no contaminadas: nacionales, religiosas, ideológicas, culturales, de cualquier tipo. Cada vez que siento acercarse el peligro de la furia colectiva o del entusiasmo de masas, mi reacción es echarme a un lado y correr en busca de refugio, y me digo a mí mismo que con frecuencia la opción más decente puede ser encontrarse, como decía Cyril Connolly, en una minoría de uno solo. No me gustaría tanto la literatura si no viera encarnados en ella algunos de los valores específicos que he aprendido a valorar como ciudadano.
La literatura me enseña que ninguna vida es completamente igual a ninguna otra, que cada una merece respeto, y valdría la pena contarla; en la literatura, dijo Flannery O’Connor, lo universal se muestra a través de lo particular, lo cual puede ser un saludable antídoto para el brillo demasiado tentador de las abstracciones. Toneladas de dinero se gastan en el fácil empeño de persuadir a las personas de que son distintas de sus vecinos y mejores que ellos. La literatura me ha enseñado lo que también confirma la biología: que todos nosotros, aunque cada uno único, somos al mismo tiempo muy similares –y nos podemos ver como en un espejo en las páginas de una historia contada por un extraño que puede haber muerto o que escribió en una lengua tan lejana de la nuestra como el español del hebreo–. Nada tiene de raro que nos parezcamos tanto los unos a los otros: parece ser, según los expertos en genética, que todos descendemos de unos pocos miles de Homo Sapiens que sobrevivieron al peligro de la extinción hará unos 60,000 años. Las ideologías y las religiones establecen identidades fijas y separan a las personas detrás de impenetrables líneas rectas: cristiano, musulmán, judío, español, negro, blanco, salvado, condenado, ortodoxo, hereje, uno de los nuestros, uno de ellos, amigo, enemigo. Tanto los creyentes fanáticos como los oportunistas políticos gustan de alimentar y sacar provecho de lo que David Grossman ha llamado “los prejuicios, ansiedades mitológicas y crudas generalizaciones en las cuales nos dejamos atrapar nosotros mismos y encerramos a nuestros enemigos”. A lo que anima la buena literatura es exactamente a lo contrario. Leyendo literatura he aprendido a recelar de las certezas y a apreciar ambigüedades y matices, diferencias menores pero significativas, afinidades ocultas, lo muy similar que está debajo de lo extraño, lo misterioso que hay en lo familiar. Los mejores escritores son contrabandistas vocacionales que cruzan clandestinamente las fronteras siempre bien vigiladas de lo establecido y lo respetable, socavando la solemnidad con ironía y la conformidad colectiva con sarcasmo.
Pero sobre todo lo que hace un escritor es, desde luego, escribir. Palabra por palabra y una frase tras otra. En soledad y silencio, a la manera de un artesano, sentándose durante horas en un escritorio con la esperanza de que el trabajo llegará a terminarse, de que se publicará y encontrará algunos lectores que lo lleven consigo durante algún tiempo y que le permitan mezclarse temporalmente con sus recuerdos y con su imaginación. Algo completamente normal. Uno lo ve suceder cada día en un autobús, en un vagón del metro, en la playa. Alguien absorto por completo en un libro, en un artículo de una revista, algunas veces sonriendo abstraídamente, en una breve escapada del mundo exterior. En eso consiste la literatura. Me gusta que ese sea el trabajo con el que me gano la vida. Y ha sido el mejor de los motivos el que me ha llevado a dejar durante unos días mi cuarto de trabajo e incluso a atreverme a subirme aquí a una tribuna pública: para dar las gracias por este premio con el que ustedes me honran, gracias a los lectores que pueden haber encontrado algo acerca de sí mismos en mis libros, a pesar de que hayan sido escritos por un completo extraño, en un país lejano y en una lengua que no es la que ellos hablan. ~