domingo, 21 de abril de 2013

Evodio Escalante y los estridentistas

21/Abril/2013
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Debo decir, con algún orgullo, que en uno de los primeros libros colectivos de las ediciones de Punto de Partida de la UNAM, donde yo trabajaba entonces como redactor, Evodio Escalante participó con su primer poemario (Crónicas de viaje). Publicaron también en ese tomo Luis de Tavira, José de Jesús Sampedro y José Joaquín Blanco. Era 1975. Escalante nació como poeta y creí entonces que sólo iba a ser poeta. En 1979, sin embargo, nos sorprendió a todos como ensayista con un libro hondamente maduro (José Revueltas: una literatura del lado moridor). Desde entonces su coterráneo José Revueltas ha sido para él una figura tutelar y no lo ha abandonado nunca. Tengo la impresión de que, por un lado, Revueltas lo llevó también a la filosofía, en especial a la lectura de Hegel y Marx, y por el otro, su labor docente lo condujo a los estructuralistas, a quienes, confieso mis limitaciones, cuando los leo me viene un bostezo tras otro.
Como crítico de poesía, Evodio Escalante ha estado entre dos columnas: tradición y vanguardia. Si nos atenemos a México, las columnas las hallaríamos en dos extremos: el grupo de Contemporáneos y el grupo de los estridentistas, es decir, entre el estudio exhaustivo del poema reflexivo (“Muerte sin fin” y “Canto a un dios mineral”) y las andanadas novedosas.
Una cosa no niega a la otra. Si bien en conjunto los Contemporáneos hicieron una obra superior, los estridentistas redactaron asimismo obras notables que han sido desdeñadas por cerca de noventa años, las cuales Luis Mario Schneider, pero sobre todo Evodio Escalante, han recuperado plausiblemente poniéndolas en el lugar justo. Pensemos en las lúdicas y extrañas novelas del guatemalteco Arqueles Vela (La señorita etcétera, El café de Nadie) y de Xavier Icaza (Panchito Chapopote), la poesía desbordante en imágenes audaces de Manuel Maples Arce y el irreverente ensayo collage de Germán List Arzubide (El movimiento estridentista). Las novelas antes citadas, escritas a base de fragmentos que se hilan y se deshilan, y el ensayo collage de List, se leen con una sonrisa cómplice y una continua delicia. Escalante ha estudiado la poesía y la prosa del grupo y nos ha hecho ver sus novedades y bellezas. Téngase en cuenta que quienes los escribieron eran jóvenes precoces de entre los veinte y los treinta años de edad, y que estos libros, además de encanto, contenían algo que no abundaba entre los jóvenes del grupo de Contemporáneos: un delicioso sentido del humor. Podrá oponerse que Salvador Novo lo tuvo, y es cierto, pero el suyo era un humor sangriento, de quien arranca con una frase o un poema un trozo de carne al enemigo… y con alguna frecuencia del amigo. Más: en cuestión de vanguardia novelística, el jovencísimo Arqueles Vela se adelanta a todos en 1922 con La señorita etcétera. No menos graciosos eran los estridentistas a la hora de redactar sus manifiestos y gritar lemas como: “Chopin a la silla eléctrica” o “Muera el cura Hidalgo” o, sobre todo: “Los que no estén de acuerdo con nosotros se los comerán los zopilotes.” Aun Maples Arce, no sé si con vanidad o humor, o con ambas cosas, subtituló “Urbe” de esta manera: “Super poema bolchevique en cinco cantos.” “Urbe” es el poema por excelencia no sólo de él sino del grupo, y cada vez que lo leemos no deja de cautivarnos su imaginativa novedad. Está de más decir que Manuel Maples Arce (1898-1981), además de fundador y cabeza, fue el mejor poeta de este grupo con grupo. Sus principales compañeros poetas en la aventura y el viaje relampagueantes en aquellos años veinte fueron el poblano Germán List Arzubide (1898-1998), el potosino Salvador Gallardo Dávalos (1893-1981) y el veracruzano Miguel Aguillón Guzmán (1898-1995). Curiosamente los cuatro murieron entre los ochenta y los cien años de edad.
En su libro Elevación y caída del estridentismo, que versa sobre esta vanguardia, la más visible de México como grupo en el siglo anterior, Evodio Escalante demuestra que las descalificaciones que hacían algunos miembros de los Contemporáneos desde los años veinte a sus integrantes se han repetido como cantilena o tabarra –palabras más, palabras menos– hasta nuestros días, ya por mala fe, ya por ignorancia, ya por pereza.
Escalante cita de Saúl Yurkiévich las dos suertes de vanguardias primordiales que hubo en el siglo XX, incluyendo a sus seguidores: la modernólatra (futurismo, surrealismo) y apocalíptica o pesimista (Trilce y podríamos añadir libros de Paul Celan y Juan Gelman). De los estridentistas, tomando de ambas, Escalante refiere que se trató de una vanguardia híbrida. Los entonces jovencísimos estridentistas buscaron, sobre todo Maples Arce, y muy especialmente en “Urbe”, aun a veces de manera estentórea y facilona, unir cosmopolitismo y nacionalismo, la Revolución rusa y la Revolución mexicana, una visión esperanzadora de México con otra próxima a la desesperación, la individualidad desaforada con un fervor por la izquierda social. Escalante anota que en “Urbe”, como nunca en la poesía mexicana, la ciudad –revolucionaria, insurrecta– se vuelve tema y personaje. Es no sólo una ciudad variada sino total. Los cinco cantos del poema son momentos del día: mañana, mediodía, tarde, noche, amanecer. En poquísimas líneas, Octavio Paz, en 1966, en el prólogo de Poesía en movimiento, como nadie antes ni después, resumió con resplandor meridiano la lírica de Maples Arce: “El nombre [de estridentismo] fue poco afortunado y el movimiento duró poco. Pero Maples Arce nos ha dejado algunos poemas que me impresionan por la velocidad de lenguaje, la pasión y el valiente descaro de las imágenes. Imposible desdeñarlo, como fue la moda hasta hace poco. En la Antología de Jorge Cuesta se le reprochaba su romanticismo. La crítica revela cierta miopía: Apollinaire y Mayakovsky fueron románticos y el surrealismo se declaró continuador del romanticismo.”
Lo más encomiable de Escalante en su libro Elevación y caída del estridentismo, así como en sus largos y minuciosos ensayos acerca de las novelas de Arqueles Vela y la revista representativa del grupo (Irradiador) es la revaloración del grupo con una lectura objetiva y justa. Después de sus trabajos no pueden leerse del mismo modo a los estridentistas.
A lo largo de los años he admirado de Evodio Escalante una inteligencia alerta y una sensibilidad abierta a lo nuevo –si bien se ha dejado engañar en ocasiones por el falso canto de las sirenas creyendo en novedades como estatuas de aire que caen pronto de pedestales demasiado frágiles. Escalante ha dado vida con cierta frecuencia, con sus artículos impetuosos y sus polémicas de fuego, a un mundo y un mundillo literarios que gustan de enmielarse en los elogios o regodearse en el fango de los insultos y las descalificaciones.
Pero más allá de eso, por casi cuarenta años no he dejado de admirar su lucidez, aun en las ásperas discrepancias. Lo vuelvo a ver, como si fuera ahora, un mediodía de 1973, cuando lo conocí en el décimo piso de Rectoría de la UNAM, en las oficinas de Punto de Partida. Me dio entonces la impresión de un joven reservado, tímido, receloso, pero pronto reveló su espíritu iconoclasta, y pronto asimismo, gracias en buena medida a la inolvidable Eugenia Revueltas, se dio entre los dos una amistad que ha permanecido entrañable, inalterable.

De culto: Cormac McCarthy

20/Abril/2013
Laberinto
Gabriela Solis

En el arte abundan historias de cómo el éxito comercial llega a gente con pocos méritos o con una obra que, más que profundizar, se aprovecha de modas efímeras. Sin embargo, también hay historias como la de Cormac McCarthy, un escritor cuyo compromiso con la literatura redituó en una merecida, aunque no buscada, popularidad. McCarthy se inscribe en esa tradición de literatos que escriben por una evidente vocación y con una emoción que no puede ser falseada, pero que cuando la fama llega a sus manos no saben muy bien qué hacer con ella.
Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) tiene en su haber diez novelas y un par de obras de teatro. Aunque ganó algún premio de escritura en la universidad, McCarthy parecía intuir que terminar o no los estudios no tenía que ver con seguir escribiendo: él escribía con independencia de la situación. Escribía siempre. Dejó la universidad y consiguió trabajo como mecánico. Entonces empezó su primera novela, The Orchard Keeper. Una vez terminada, la envió a la editorial Random House porque “era la única casa editorial que conocía”. Ahí ocurrió una afortunada coincidencia: la de cuando una obra artística se encuentra con unos ojos que saben apreciarla. La novela cayó en manos de Albert Erskine, quien fue por mucho tiempo el editor de William Faulkner. McCarthy comenzó a publicar en 1965, sin mucha preocupación por el éxito comercial pero recibiendo críticas favorables. Se mantenía alejado de los reflectores, viviendo de becas: ganó la de la Academia de Artes y Letras de Estados Unidos, la de la Fundación Rockefeller, la de Guggenheim para la escritura creativa y la Beca MacArthur. Todo ello antes de tener su primer gran éxito editorial, All the Pretty Horses, publicada en 1992. El éxito llegó en forma de 190 mil ejemplares vendidos en los primeros seis meses después de la publicación. Aunque después vinieron más premios y éxito –las ficciones McCarthianas han sido merecedoras de premios como el Pulitzer y también han sido trasladadas a la pantalla grande; “No Country for Old Men” ganó el Oscar a Mejor Película en 2007. McCarthy solo ha dado dos entrevistas en su vida y se sabe bien poco de él: que su novela favorita es Moby Dick, que no le gusta Henry James y que detesta hablar sobre literatura y escritura.
Vale la pena pensar acerca de la cultura de la cual proviene un escritor. El arte estadounidense refleja las dos características que definen a esa nación: son prácticos (hacen) y son pragmáticos (solo vale aquello que funciona). Su literatura, entonces, es precisa, concreta; lenguaje y realidad se moldean uno a otra y la lengua de cada pueblo refleja su modo de entender el mundo. En McCarthy no hay sino diálogo y acción: a las personas se les conoce por lo que dicen, pero sobre todo, por lo que hacen. Es un autor que no presenta juicios morales: describe, con asepsia casi quirúrgica, sucesos atroces, andares perversos. En la buena literatura, el lenguaje siempre está al servicio de la historia. McCarthy cuenta historias sórdidas, de personajes que tienen una ética que no pasa por los valores tradicionales, de hombres que dejan a la suerte de un volado de cara o cruz el matar o no a alguien, de hambreados que se comerían a un niño sin remordimientos. Cormac McCarthy, con su escritura telegráfica y su rechazo a las entrevistas, parece decir que para narrar este mundo apocalíptico lo que se necesita son pocas palabras.

Villaurrutia no quiere ver La suave Patria

20/Abril/2013
Laberinto
Víctor Manuel Mendiola

En los próximos días comienza a circular una nueva edición del célebre poema de López Velarde, acompañada de la adaptación al inglés por Jennifer Clement. Con autorización de El Tucán de Virginia, presentamos un fragmento del ensayo introductorio del editori, quien recupera la valoración poética del autor zacatecano.

El primer estudio general y una de las explicaciones más lúcidas del significado de la poesía de López Velarde es —aún hoy y después de los textos esclarecedores de varios de sus críticos— el ensayo de Xavier Villaurrutia.1 Este análisis nos deja entender cómo había sido leída la obra del poeta de Jerez hacia 1935, cuando su difusión era ya muy grande, y nos permite comprender también el carácter íntimo, complejo, asimétrico e innovador de la poesía que encontramos en La sangre devota, Zozobra y El son del corazón.
Villaurrutia nos alerta contra el yerro de transformar una poesía misteriosa en una lírica accesible. En esta dirección, nos hace vislumbrar el peligro de caer en lo que él llama “una admiración gratuita y ciega”, que acepta un texto más por el contagio y por la creación de una idea superficial de fácil entrada —al gusto del público o al gusto de la retórica en boga—, que por la lectura a fondo y el entendimiento riguroso. En realidad, Villaurrutia repudia el mito del poeta nacional y repele el lugar común de los sentimientos simples como una forma de entender al poeta de “Día 13”—trivialización a la que aludiría un poco más tarde Jorge Cuesta.
A lo largo de todo el ensayo, Villaurrutia insiste en “las influencias” fundamentales de la poesía de López Velarde, que el propio autor de “Te honro en el espanto” ya nos había descubierto en el ensayo crítico dedicado a mostrar la significación del gran poeta argentino, “La corona y el cetro de Lugones” —Díez–Canedo también detectó estas relaciones con mucho ojo en 1921. Villaurrutia nos muestra la necesidad “de bucear en los abismos del cuerpo en que el hombre ha ido ocultando al hombre”. Estos parentescos o ascendientes —la hermandad con Baudelaire y la afinidad y reelaboración de Góngora, Herrera y Reissig, Laforgue y Lugones— son imprescindibles, porque trazan no sólo una genealogía sino una atmósfera y un destino espiritual. Quizá también dejan atisbar, si nos atrevemos a ir más lejos y tratamos de precisar varias concordancias significativas, una identidad moral y estética no solo con Charles Baudelaire sino también con Edgar Allan Poe. A través del vínculo con el autor de Las flores del mal, hay algo más que solo un eco de la morbidez del creador de “El pozo y el péndulo” y “El gato negro”, sobre todo si consideramos las traducciones de Enrique González Martínez de “The Raven” —casi seguro López Velarde las conocía— y observamos el carácter enfermizo en común entre “Berenice”, por un lado, y “Tus dientes” o el “Sueño de los guantes negros”, por el otro. Los textos de ambos poetas —y prosistas— crean extraños personajes malsanos y el mismo fetichismo escatológico. También coinciden en cierto vocabulario melancólico y lúgubre, y comparten palabras que podemos llamar singulares o palabras estigma de un universo compartido, como los vocablos “pozo”, “gato” y, muy en especial, “cuervo”. Estos términos ocupan un lugar central en el escritor de Baltimore, pero también tienen una presencia notable en la obra del poeta de Jerez. Desde luego, Poe tiene, sobre todo, un cariz fantástico y un suspenso de terror —lo religioso casi no aparece— y López Velarde nos ofrece un vaivén noctívago, a veces con humor negro —no necesariamente excluye el miedo— y avasallado por un espíritu de devoción y referencias bíblicas. El exotismo del primero es cosmopolita, afiebrado, suntuoso y salpicado de un racionalismo puntilloso; y, el del segundo, “aldeano”, en un equilibrio tirante, con una intensa finura sin excesos fastuosos —más bien un lujo profundo—2 y con extrañas reflexiones siempre en contrapunto. Poe se extravía en un estado de alucinación y López Velarde en una cavilación mitad herética y mitad fervorosa que es puro erotismo. Además, el romanticismo de Poe, su culto a la noche, siempre es caótico y nebuloso, mientras que el de López Velarde tiene una rara precisión de claroscuro. Esta diferencia seguramente proviene de la presencia de la negrura iluminada característica del barroco.3 Sin embargo, uno y otro se encuentran tanto en el fetichismo como en la escatología; ambos participan en la atracción erótica, tenebrosa y casi maligna; ambos tienen, por lo menos en parte, las mismas palabras estigma; ambos persiguen el amor desaparecido y ambos resuelven esta ausencia en la proximidad de la escoria, de la carroña del ser amado —igual que su intermediario Baudelaire.
De este modo, el aún joven crítico Villaurrutia analiza el sentido primario de los poemas más destacados de la obra de López Velarde, los coloca en su difícil sitio original, en su contradictoria asimetría tan precisa y prepara las condiciones de una lectura más ardua, pero mucho más eficaz. No deja de lado nada importante o no deja casi nada, porque de un modo curioso, no aborda el tema de algo que era insoslayable y que necesitaba una explicación o, por lo menos, unas cuantas palabras: “La suave Patria”. En el ensayo, Villaurrutia no alude a ella por medio de ninguna mención directa o de la citación de algún verso. No invoca el nombre legendario del texto que todo mundo conoce y que una política cultural del gobierno había difundido de manera amplia. Ni siquiera lo banaliza como una composición menos significativa, como había hecho Torres Bodet. ¿Lo consideraba un texto malo o marginal? ¿Era para él una pieza inflada de un modo artificioso? ¿Su excesiva difusión señalaba un defecto? ¿La composición resultaba prescindible en un análisis riguroso de la obra poética de López Velarde? Y en otro plano de preguntas: ¿El largo poema se insinúa, de otra forma, en el ensayo de Villaurrutia? ¿En una clave distinta, Villaurrutia comenta este texto? Tal vez sí.
Al hablar de la gloria del poeta muerto a temprana edad y con una obra realizada, llena de plenitud vital y literaria, Villaurrutia se queja, inconforme, de que López Velarde extravía, en la exaltación de una lectura rápida y fácil, su fuerte carácter y el temple poliédrico, irregular y complejo. No lo dice, pero podemos deducir y entender que en este facilismo, López Velarde pierde —según Villaurrutia— la intensidad baudelaireana. Él nos hace ver que la obra había sido contemplada desde una visión “demasiado esférica y precisa, demasiado simple”. Villaurrutia en este momento —podemos suponer— está hablando de “La suave Patria”. Esto es presumible cuando dice: “De su obra se ha imitado la suavidad provinciana de la piel que la reviste”.4 Así, Villaurrutia roza el largo poema —prendido en el nombre cívico y corregido por la sorpresa del adjetivo leve—, roza el título, se aproxima una sola vez a la palabra crucial y la deja caer —y resaltar— por unos segundos. Esa palabra es la voz “suavidad”, pero la revela para mostrarla como parte de un malentendido, de un engaño, de “una admiración gratuita y ciega”. Al paso, en la transformación del adjetivo en sustantivo, en el roce de una palabra por otra, la señala y —podemos presentir— la reprueba.
El magnífico ensayo de Villaurrutia es una vuelta a lo que él considera el meollo de la poesía de López Velarde —en términos de influencia, a la huella de Baudelaire; en términos de operación de impronta personal, a las extrañas dualidades; y, en términos estéticos, a la manera peculiarísima de asumir el barroco y el simbolismo— y una crítica de “La suave patria” —una crítica por omisión. O una crítica que, al ignorar la admiración colectiva, la señala y trata de desvanecerla. Villaurrutia, diciendo sin decir, se suma a la opinión de Torres Bodet, Eduardo Colín, Rafael Solana y a la de todos los que se expresaron, antes y después, de ese modo. Es como si Villaurrutia pensara que en este poema lo poliédrico, irregular y complejo no estuvieran presentes o, si lo están, solo lo estuvieran de una manera incompleta, muy exigua y defectuosa. Y que por la misma razón la cercanía con Baudelaire también se hubiera diluido. La desaparición del poeta maldito francés no es la desaparición de una influencia. Es el desvanecimiento de un espacio estético y de su inteligencia. El lector —si se da cuenta— queda insatisfecho y después perplejo de la carencia de un análisis, de una nota, de una referencia al largo poema y, si lo piensa, puede sentir además que hay una declaración oblicua. Tal vez Villaurrutia afirma, de una manera velada, que es necesario salvar a López Velarde de su popularidad, en concordancia con la opinión de Torres Bodet y Solana, o de su “nacionalismo” o de su “claridad”, en consonancia con Gorostiza, no hablando precisamente de ellos, poniendo en cuestión el facilismo de la “admiración gratuita y ciega”, responsable de la creación de un López Velarde que no existe o que no es, por lo menos, profundamente él. En este poema ¿falta el carácter fuerte del lenguaje de López Velarde? ¿No hay  álgebra? ¿Tampoco tiniebla? ¿Falta su inesperado estilo y su voluntad de exactitud? ¿Carece de Baudelaire? ¿El sentimiento patriótico que lo embarga, lo disminuye?
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Comentarios a versos centrales de “La suave Patria”
7  Navegaré por las olas civiles
8  con remos que no pesan, porque van
9  como lo brazos del correo chuan
10  que remaba la Mancha con fusiles.
Francisco Monterde:
“Quien sepa de las lecturas de novelistas galos —fraternalmente compartidas con Enrique Fernández Ledesma—, advertirá [...] que el poeta civil recuerda una página de Barbey d’Aurevilly, cuando habla del correo de los chuanes: toque de exotismo, singular en el posmodernista.”5
Juana Meléndez:
“Después de expresar la intención de ‘arrancar a la epopeya un gajo’, el poeta desarrolla su propósito: ‘navegaré por las olas civiles / con remos que no pesan’ o sea que no obstante la actitud épica que aparece en la obra, ésta no será una pieza discursiva y retórica ya que empleará sus propias armas o sean las del artista, del creador. ‘Como el correo chuán.’ He aquí el único elemento exótico que emplea el poeta: ‘chuán’.”6
Eugenio del Hoyo:
“Fue mi padre, gran lector y muy conocedor del romanticismo francés y que leyó lo que leyó López Velarde, quien me entregó esa clave que él encontró (y no Don Francisco Monterde García Icazbalceta, a quien yo se la comuniqué en una visita que hizo a Zacatecas). [...] Dicha clave se encuentra en una novelita de Barbeyd’Aurevilly, titulada Le ChevalierDestouches; en español La Virgen Viuda. La trascendente y preñada metáfora la tomó López Velarde de dicho escritor [...] a fines del siglo xviii, durante la guerra civil y religiosa que dividió a Francia: en la Bretaña, en la Vendeé y el Contentín, donde peleaban los bravos ‘chuanes’, (palabra de la lengua bretona que significaba mochuelo; se les llamaba así por haber adoptado como señal en sus incursiones nocturnas, el chirrido de la citada ave). Nos dice Barbey en esa novela: ‘Hombres decididos (estos chuanes) atravesaban el mar (en el Canal de la Mancha) dirigiéndose a Inglaterra en demanda de ayuda y de instrucciones (de sus jefes, allí refugiados); y entre estos hombres distinguíase uno por la audacia, la serenidad y la destreza [...]: era el caballero Destouches’. [...] Y he aquí el incidente en que se inspira López Velarde: ‘... (un caballero chuán, apodado Jacques), había venido desde Guernesey (en la costa inglesa) hasta la costa de Francia con una misión delicadísima que los príncipes (en el destierro) le confiaron; y vino en el bote de Destouches que, pudiendo apenas sostener a un hombre solo, estuvo cien veces a punto de zozobrar bajo el peso de los dos. Para suprimir toda la carga inútil, habían remado con sus propios fusiles’.”7
Juan José Arreola:
“Aquí Ramón utiliza, una vez más, una erudición que va y viene sin cesar entre la historia y la novela: hace poco, tal vez el año pasado, leyó Los chuanes, la novela en que Honorato de Balzac refiere y deforma artísticamente, como siempre, algunos episodios de la infinita historia de Francia.” 8
Allen W. Phillips:
“la alusión recuerda a Barbey d’Aurevilly y cierto libro suyo que trajo de París don Jesús López Velarde, hermano del poeta.” 9
Editor:
Aunque Ramón López Velarde pudo conocer la novela de Balzac Los chuanes, es claro que el poema “La suave Patria” alude a la novela Le ChevalierDestouches de Barbey D’Aurevilly, ya que la anécdota del uso de fusiles en vez de remos se encuentra en este último texto. Sin embargo, no es claro si Ramón López Velarde leyó una versión directa, en francés, en el ejemplar que trajo, probablemente, de París el hermano del poeta, o si leyó una traducción, La virgen viuda. La coedición de Cultura sep Siglo xxi, coordinada por Sergio Pitol y Margo Glantz, es una versión incompleta donde faltan muchos párrafos. Es importante este hecho, porque varios de los pasajes omitidos contienen otra palabra significativa para intentar una mejor comprensión del poema: la palabra delfín. En Le ChevalierDestouches este término aparece al menos 13 veces. En varias ocasiones significa el nombre del cetáceo, en otras tiene un valor mitológico y, por lo menos una vez, indica el nombre del hijo del rey de Francia. En la novela mencionada, Balzac ubica el origen de la palabra chuan: viene de los gritos —a imitación de una lechuza— que los hermanos Cotterau, unos contrabandistas, usaban para comunicarse entre ellos. Balzac explica: “De ahí les vino el apodo de Chuin, que significa lechuza o búho en el dialecto de la región. La palabra corrompida sirvió para nombrar a quienes en la primera guerra imitaron los gestos y señales de aquellos tres hermanos.” 10
NOTAS
1 X. Villaurrutia, op. cit., p. 641.
2 Rafael López dice con perspicacia: “Su lujo era más profundo”. Véase Rafael López, “Ramón López Velarde” en México Moderno, núms. 11-12, México, 1 de noviembre de 1921, p. 267.
3 Tal vez el gusto que tenía López Velarde por vestirse de negro sea no solo una moda romántica y de época, sino también un gesto barroco; no solo una manera de estar de luto, sino también un modo de producir en su persona un contraste. Carlos Pellicer, en su poema sobre López Velarde, piensa que la manera peculiar del atuendo que llevaba el poeta de Jerez, “vestía siempre de negro”, era una forma de auto compadecerse, “cual si llevara luto por sí mismo”. López Velarde tal vez sintió, como se puede ver en su ensayo sobre Lugones, que su poesía tenía como un antecedente esencial a Góngora. En el barroco encontró el primer vislumbre de las “ecuaciones psicológicas”. Podemos sospechar que su gusto por la oscuridad y los contrastes proviene, en parte, de esta estética. 
4 X. Villaurrutia, op. cit, p. 645.
5 F. Monterde, op. cit., p. 132.
6 J. Meléndez, op. cit., p. 56.
7 Eugenio del Hoyo, Glosas a La suave Patria, México, Ediciones de la Diócesis de Zacatecas, 1988, pp. 22-23.
8 J. Arreola, op. cit., p. 96.
9 A. Phillips, op. cit., p. 190.
10 Honorato de Balzac, La comedia humana, t. III, Madrid, EDAF, 1970, p. 1509.

sábado, 20 de abril de 2013

LEER SIN CANON

19/Abril/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Estas semanas he sugerido que hay unidad entre la forma en que los nuevos poetas, narradores y críticos mexicanos definen qué debe entrar y ser rechazado en el nuevo canon.

Ya murieron las autoridades literarias: Paz, Fuentes, Monsiváis.

Nuevos poetas, críticos y narradores sueñan un puesto similar. Para lograrlo requieren re–producir las condiciones en que tal autoritarismo es posible: una “República de las Letras” numéricamente reducida, reconocible, centralizada vía alianzas y, sobre todo, exclusiones. Literatura élite.

En México hoy, tal República de las Letras —otras veces llamada Literatura mexicana o la “tradición”— no puede ya ser.

La diversidad cultural impide alzar un “canon” que represente todas las regiones, lenguas, grupos, clases, géneros y cada etcétera.

El centro y lo nacional son fantasmas. Pero los grupos dominantes usan el poder institucional y sombra del pasado para mantener la ilusión de una “literatura nacional” simulada por mezcla de penúltimas Autoridades Republicanas y una nueva “Generación” de “relevo” en poesía, narrativa y crítica.

Para conseguir la ilusión de la legitimidad de esa transmisión de poderes, hoy se hacen reseñas, listas, panoramas, colecciones, dossiers o antologías para persuadir a los lectores de ese nuevo mapa selecto.

Y se intensifica la labor de descalificación, desdén y ocultamiento de centenares de textos, autorías, tendencias, emergencias y márgenes, desde legados negados y poéticas indígenas vivas hasta tejidos migrantes y fuera del libro, pasando por incontables autorías que no pertenecen a los círculos sociales prestigiados.

Este es un momento crucial. Pero ni la academia ni la crítica literaria en México o Estados Unidos están preparados o interesados en promover una visión democrática de la escritura. 

Son grupos conservadores, privilegiados. No arriesgarán.

La aplastante mayoría de nuevas literatas y literatos tampoco parecen dispuestos a retar la formación de canon. Quieren ser admitidos. Desafiar esos mecanismos, lo saben, asegura quedar fuera al corto, mediano o largo plazo. Los literatos no moverán mucho.

Solo una fuerza puede modificar esta situación: nuevos lectores.

Por nuevos lectores no me refiero a una nueva generación de consumidores de textos que acepte la nómina de nombres y libros del pasado, o sigan al mercado, la academia o la crítica.

Por nuevos lectores me refiero a quienes estén dispuestos a leer todo de nuevo, y leer lo que nunca ha sido leído. Leer lo que las listas no incluyen.

Leer como un acto cotidiano, multitudinario, leer sin canon, leer para saber que es imposible que unos cuantos nombres u obras representen a tantos tiempos, lenguas, pueblos, barrios, comunidades, ciudades, migraciones, tantas mexicanidades diferentes, mutiplicándose, interminables.

México es la imposibilidad de todo canon.

miércoles, 17 de abril de 2013

El párrafo más importante de Cien años de soledad

17/Abril/2013
La Jornada
Javier Aranda Luna

El capítulo más difícil de Cien años de soledad fue para Gabriel García Márquez la subida al cielo en cuerpo y alma de Remedios Buendía. Por ese texto despiadadamente fantástico tuvo la desmoralizante impresión de estar metido en una aventura que lo mismo podría ser afortunada que catastrófica. No le preocupaban los hilos de sangre trepando las paredes, las mariposas ni el niño con cola de cerdo de la novela.
Era el año de 1967 cuando mandó copias a sus amigos y a los críticos más exigentes y francos que conocía para saber qué opinaban sobre la ascensión de Remedios Buendía. Confiaba en esta práctica, pues ya la había probado satisfactoriamente cuando uno de esos lectores le dijo a bocajarro, cuando apenas había cruzado unas palabras con él, que La hojarasca tenía un capítulo de más.
Después de pasar esa prueba definitiva, le puso punto final a los originales llenos de notas, anexos, textos escritos en el revés de las páginas que había escrito en la ciudad de México, la urbe que había decidido convertir en su residencia permanente después de una vida más o menos itinerante por su trabajo periodístico.
Cien años de soledad fue la primera novela que trató de escribir a los 17 años, según le confesó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en una carta memorable. La pensaba llamar La casa. Y aunque abandonó el proyecto por parecerle demasiado grande, desde entonces no dejó de pensar en él.
En esa misma carta, fechada el 22 de julio de 1967, García Márquez escribe que tenía atragantada esa historia “donde las esteras vuelan, los muertos resucitan, los curas levitan tomando tazas de chocolate, las bobas suben al cielo en cuerpo y alma y los maricas se bañan en albercas de champaña, las muchachas aseguran a sus novios amarrándolos con un dogal de seda…”
En Gabo Cartas y recuerdos de Plinio Apuleyo Mendoza recientemente publicado por Ediciones B, García Márquez confirma una verdad intuida por algunos de sus lectores: que en el primer párrafo de Cien años de soledad se encontraba toda la novela: su tono, su estilo y la hebra que habría de tensar la novela hasta la última línea del último capítulo.
Ese primer párrafo da cuenta de que más que una lección de humanidad García Márquez quería escribir un larguísimo poema de vida cotidiana, la novela donde ocurriera todo. Fue escrito 20 años antes que el resto de la novela y no cambió desde entonces una coma.
Según el escritor colombiano, lo más difícil a la hora de escribir Cien años de soledad fue precisamente ese primer párrafo inicial donde presente y pasado se engarzan, donde la fantasía y lo vivido son una y la misma cosa.
La publicación de estas cartas también dan cuenta de sus temores por el fardo de la fama; nos muestran cómo escribió algunas de sus más significativos cuentos y novelas y dan cuenta de algunos de sus viajes a Cuba, Rusia, Italia, Alemania y Venezuela.
Pero quizá lo más importante de estas cartas y recuerdos sea que nos permiten ver el revés de ese gran lienzo de la narrativa de García Márquez. Cuando la memoria se convierte en otra de las formas de la imaginación las cartas son constancia de lo vivido.
Para quienes han querido reducir la importancia de García Márquez a sus convicciones políticas, el autor de El coronel no tiene quien le escriba tiene una frase escrita hace casi medio siglo que pone las cosas en su sitio: El deber revolucionario de un escritor es escribir bien. No más, tampoco menos.
El Gabo íntimo de las cartas y recuerdos publicadas por Plinio Apuleyo Mendoza sólo confirman con detalles poco conocidos el genio de uno de los grandes escritores hispanoamericanos de todos los tiempos. Allí se documenta su gusto por Brahms y por el trabajo periodístico, por el París que en los años cincuenta del siglo XX fue magneto de escritores y artistas, por el olor de la guayaba, las rosas amarillas y por la escritura como forma de vida.

domingo, 14 de abril de 2013

Irradiador y su luz expansiva

14/Abril/2013
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

Por mucho tiempo privó la idea de que los Estridentistas no fomentaron la línea editorial que los Contemporáneos siguieron a través de la publicación de su revista del mismo nombre. Se dijo que los Contemporáneos no tuvieron un manifiesto como el de aquellos, pero se encontraba implícito en su obra. El reciente descubrimiento de la revista de los estridentistas echa por tierra afirmaciones eruditas y aporta nuevas maneras de interpretar al movimiento. Para acercarnos un poco a la dificultad que implicó  localizar los únicos tres ejemplares de Irradiador (codirigida por Manuel Maples Arce y Fermín Revueltas a finales de 1923) que se editaron, podemos advertirlo en las palabras del argentino Luis Mario Schneider:  “Todos mis esfuerzos por encontrar la revista Irradiador fueron estériles. Al parecer salieron tres números…” 
La edición facsimilar de Irradiador, revista de vanguardia, proyector internacional de nueva estética, de la colección Espejos de la Memoria de la Universidad Autónoma Metropolitana (2012), cuya presentación está a cargo de Evodio Escalante y Serge Fauchereau, es un acierto editorial a todas luces aclaratorio y encomiable, pues aporta y sustenta sus dichos. Escalante observa: “Según datos de Christopher Domínguez, que corrobora en un libro sin mayor sustento Miguel Capistrán, un poema de Borges, `La Recoleta´, tiene la primicia y habría aparecido en el número 40-41 de Contemporáneos correspondiente a septiembre-octubre de 1931. La primera colaboración mexicana de Borges, como queda demostrado ahora es… ¡ocho años antes!”, claro está, en Irradiador. “Para las fechas en las que se publica la revista, el estridentismo es ya un aglomerado de artistas que conjunta no sólo a escritores, sino a pintores, grabadores, teatreros, músicos y escultores”, consigna la doctora Norma Zubirán al inaugurar la colección con el apoyo de Salvador Gallardo Cabrera y Salvador Gallardo Topete, nieto e hijo de Salvador Gallardo, quien les heredara los ejemplares de la revista. 
Mientras que para los Estridentistas el arte es “ser artistas”,  “se ha convertido en un lugar común de la crítica académica señalar que el estridentismo es, a grandes rasgos, una aclimatación o versión nacional del futurismo, con algunos rasgos del dadaísmo” (Escalante dixit).  Para los Contemporáneos la idea de la poesía se refería a un “sistema crítico”, en todos hay una actitud crítica frente a la literatura. Este “sistema crítico” fue evidente en la tendencia de la revista (Contemporáneos), que fue rechazada por el “sector populista” de la cultura mexicana.
A razonable distancia temporal es justo revisar el lugar de los antípodas, se ha privilegiado por décadas a los Contemporáneos en lo que pareciera la “historia oficial de la literatura mexicana”, cuya secuencia sirvió a muchos para edificar prestigios y cánones. Irradiador es el contrapeso justo para el escenario que muchos veían inmejorable.

sábado, 13 de abril de 2013

LA GENERACIÓN DE LA CRÍTICA INEXISTENTE

13/Abril/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

A la nueva narrativa en México, Jaime Mesa la bautizó —aquí en Laberinto"Generación Inexistente".
Una lista reciente de Tryno Maldonado (Emequis, 7-4-13) incluye a Alberto Chimal, Juan José Rodríguez, Yuri Herrera, Guadalupe Nettel, A. Ortuño, Carlos Velazquez, Luis Felipe Lomelí, Julián Herbert, Valeria Luiselli, Emiliano Monge, Rafael Lemus, David Miklos, Bernardo Fernández BEF, Antonio Ramos, Luis Jorge Boone, Brenda Lozano, Daniela Tarazona, Pablo Raphael, A. P. Mallard.
Dicen no buscar Gran Novela (Di No al Boom). ¿Renuncia deliberada o carencia de conocimiento técnico y existencial para hacerla?
Dicen ya no estar bajo la sombra de Paz. Pero siguen su estética (vía modernismo moderado y liberalismo light) y el pacentrismo los cobija.
Con frecuencia las listas de la Gen-Inex son firmadas o principalmente ocupadas por autorías promovidas o salidas de Letras Libres.
¿Generación Inexistente o Generación Letras Libres, SIMI-Lares y CoNexos?
Esa forma crítica los coloca como parte de la “tradición” y por ende como “relevo”.
La Generación Inexistente es una disimulada crisis de poder; su estilo, un monumento de efectos y afectos oficiales.
Nótese su escasez de crítica a autoridades actuales. Su mansedumbre política hoy conviene al sistema. Pero lo aniquilará en veinte años, cuando no tenga plumas entrenadas para sostenerlo. Paz tenía a Krauze; Krauze no tiene a nadie.
Sus críticos literarios frontales (Lemus, Miklos y Beltrán Félix, el mejor de ellos) hacen reseña basada en el gusto, para proteger esa “tradición” y su posición en ella.
Y en la retaguardia reseñista no faltan xenofobia, misoginia y desinformación. En un país de bajísima lectura, la crítica mexicana joven refleja tal incapacidad de analizar. Internacionalmente está reprobada.
Entre la Crítica Inexistente y la academia mexicanista crece la separación. La falta de actualización de estos críticos y el descuido de sus editores facilita que la academia tome control del estudio de la literatura mexicana, provocando que los lectores se queden sin interlocutores especializados, y la discusión de lo literario migre a los espacios académicos, hechos para no dejarlos entrar.
Separación social es la lógica común de la Generación Inexistente, la crítica y la academia.
La idea misma de “Generación” literaria aparece para agrupar autores entre sí —fingiendo la literatura como Libro Hereditario— y aumentar su desconexión con regiones, culturas, ideologías o clases sociales.
La Generación Inexistente es síntoma de que aún se ve al libro como emanación de La Historia de la Literatura. Su nombre es adecuado: son narrativas y críticas que gustan desaparecer de lo social, para reaparecer sólo como fantasmas de la “tradición”.
Para conseguir ruptura con la sociedad, fabricaron esa “tradición”, que es el espíritu del PRI vuelto presidencialismo cultural, Academia VIP y Televisa de las Letras.

Una generación inexistente

7/Abril/2013
Emeequis
Tryno Maldonado

La generación a la que pertenezco forma parte de lo que suele llamarse un bono demográfico. Nunca antes existió en México una fuerza creativa y laboral tan grande como la que se está desperdiciando sin remedio por múltiples factores, entre ellos, la falta de crecimiento económico sostenido y la violencia desatada que ha tomado como carne de cañón principalmente a los jóvenes. La mía es, además, una generación a la que su país y el partido hegemónico en el poder (el PRI) han criado a base de grandes dosis de mentira, represión, censura, corrupción y retórica hueca. Ese mismo partido de Estado le prometió a esta generación las virtudes supuestamente lenitivas y purificadoras del neoliberalismo durante los años noventa, las maravillas del primer mundo y de la apertura de los mercados que nos harían vernos más fashion y menos sucios. Pero de eso tampoco hubo nada. Se nos prometió, finalmente, una democracia y una transición del poder ganada por la ciudadanía luego de décadas; pero de eso otro, salvo una sangría que ha dejado más de seis decenas de miles de muertos, tampoco se ve muy claro. ¿Puede entonces hablarse ya de que ésta, la generación más sana y mejor educada en la historia del país, es una generación perdida?
Es sabido que las generaciones de transición dentro de una tradición literaria suelen ser las que, paradójicamente, terminan por aportar los elementos más interesantes a esa misma tradición, hacerla cambiar de rumbo significativamente. Y sucede que, al no haber tenido un evento crucial o una narrativa histórica que les dé sentido y coherencia como generación —no tuvimos un 68, tampoco un movimiento para evitar la reinstauración del PRI como sí lo tuvo la generación del #yosoy132—, la de los nuevos narradores y narradoras mexicanos es, en efecto, una generación de transición.
Al referirme a una “generación”, tomo como corte cronológico los 15 años sugeridos por Ortega y Gasset. Es decir, aquellos autores mexicanos nacidos a partir de 1970 y hasta mediados de los años ochenta. Y tomo como obra inaugural —o de clausura de la generación precedente— la novela La muerte de un instalador de Álvaro Enrigue, publicada en 1996 por el sello Joaquín Mortiz. Hablemos, pues, de aquellos narradores y narradoras dentro de ese margen cronológico que han profesionalizado su escritura y que han conjurado comunidades lectoras gracias a sus carreras, lo significativo de alguna de sus obras, por el número de traducciones, o por haber aparecido en sellos consumados. Me arriesgaré a nombrar unos cuantos.
Alberto Chimal, Juan José Rodríguez, Heriberto Yépez, Yuri Herrera, Guadalupe Nettel, Antonio Ortuño, Carlos Velásquez, Luis Felipe Lomelí, Julián Herbert, Bernardo Esquinca, Valeria Luiselli, Juan José Rodríguez, Emiliano Monge, Rafael Lemus, David Miklos, Bernardo Fernández BEF, Antonio Ramos, Luis Jorge Boone, Brenda Lozano, Daniela Tarazona, Pablo Raphael, Alain Paul Mallard, por nombrar solamente a algunos de los más visibles y corriendo riesgo de ser lapidado por no incluir los nombres de todos.
Salvo los casos de los autores con más tiempo en activo —como Álvaro Enrigue, Alberto Chimal o Fabrizio Mejía Madrid, que pueden ser considerados los autores decanos o parteaguas de esta generación—, se puede hablar de que ésta es la primera generación que comenzó a escribir y a publicar sin la sombra de una figura patriarcal y hegemónica que ejerciera no sólo influencia estética, sino, de hecho, un poder fáctico decisivo. Tomemos en cuenta que cuando Octavio Paz recibía el Nobel los más viejos de esta generación estaban cumpliendo los 20 años y los más jóvenes cursaban apenas la primaria o el preescolar.
Para esta generación, a diferencia de la generación de autores nacidos en los sesenta —llamada la Generación de los Enterradores por dos autores que apelaban al acto del parricidio como acto de independencia— ya resulta ridículo patear el pesebre y enterrar a los padres literarios simplemente porque, muertos Octavio Paz y Carlos Fuentes, no hay contra quién hacerlo. El poder patriarcal y vertical que los antiguos caciques ejercían en nuestra literatura —el modelo se replicaba casi sin falla en muchos estados del país— está cada vez más disperso. Aunque el centralismo persiste, cada una y cada uno de estos autores escribe desde sus ciudades de nacimiento o residencia de elección; es decir, ya no es imprescindible vivir en la capital del país para ser publicado por las grandes editoriales, como sí sucedía hasta hace muy poco. Esta dispersión de poder geográfico incide forzosamente en la dispersión de influencias, estímulos, formas y temas en los libros de dichos autores. Y no hay que olvidar que ésta ha sido, además, la generación que vivió el apagón analógico y la entrada de la era digital.
¿La “gran novela mexicana”? ¿En qué canal pasan eso? ¿Qué es lo que leen los narradores mexicanos nacidos a partir de 1970? La respuesta es fácil: muchos de ellos leen todo aquello que Carlos Fuentes, el último patriarca de la literatura mexicana por fortuna ya muerto, dejó fuera de su canon personal. Ya no aspiran, por tanto, a esa tarea antes obligatoria para afirmarse como narrador en nuestro continente que desde el siglo XIX hasta el siglo XX se les exigía: escribir la Gran Novela Mexicana o Latinoamericana.
Para quienes les interese, hay antologías y artículos indispensables para comprender cómo se ha agrupado esta generación. El precedente inmediato es la compilación Dispersión multitudinaria, coordinada en 1997 para la editorial Joaquín Mortiz por Leonardo da Jandra, y donde por primera vez aparecen autores emergentes como Álvaro Enrigue, Guadalupe Nettel o David Miklos. Luego, en Nuevas voces de la narrativa mexicana, editada también por el sello Joaquín Mortiz en 2004 a cargo de Andrés Ramírez, así como Novísimos cuentos de la República Mexicana, coordinada por Mayra Inzunza para la editorial estatal Tierra Adentro en 2005, ya se perfila el núcleo de narradores que conformarán la generación, como Heriberto Yépez, Alberto Chimal, Bernardo Esquinca, Bernardo Fernández, Juan José Rodríguez, Pablo Raphael o Julián Herbert. Pero es hasta la polémica —y para algunos “fallida”— antología Grandes Hits, volumen 1, editada por mí para Almadía en 2008, donde se muestran a autores con voces sólidas y reconocibles.
No obstante, el volumen 2 de dicha compilación jamás vio la luz: en él pretendía incluir a la que considero la otra mitad de autores fundamentales de esta generación, como Yuri Herrera, Valeria Luiselli, Juan Pablo Villalobos, Daniela Tarazona, Brenda Lozano, Emiliano Monge o Carlos Velásquez, entre varios otros.
Sólo hasta 2012 fue que la revista Nexos le prestó atención a esta generación como conjunto y se dedicó a publicar una serie de artículos al respecto —algunos muy certeros e informados, como el de Valeria Luiselli o el de Noé Cárdenas, otros francamente maquinazos—. Los artículos de la crítica que, en cambio, considero fundamentales para entender a esta generación como tal son cuatro. Los dos primeros aparecieron en 2007 en el mismo número de la revista Quimera de Barcelona, cuando se celebró el festival Fét a Méxic de literatura mexicana por iniciativa de la escritora catalana Lolita Bosch. Sus respectivos autores son Rafael Lemus y Pablo Raphael (quien hace un par de años quedaría finalista del Premio Anagrama de Ensayo por una versión hecha libro de aquel mismo texto: La fábrica del lenguaje S.A.). Geney Beltrán también estableció las primeras coordenadas de esta generación en un ensayo de la revista Blancomóvil en 2004. Y por último, fue Jaime Mesa quien se animó en el diario Milenio en 2008 a poner el primer apelativo para el concepto que todas las antologías y ensayos anteriores ya barajaban pero que no se habían atrevido a nombrar: la Generación Inexistente.
Inexistente. ¿Será éste el adjetivo que mejor describa a toda una generación de transición dentro de la tradición literaria nacional? Eso está por verse.