sábado, 9 de febrero de 2013

Ambos mundos: Rayuela, 50 años

9/Febrero/2013
Laberinto
Santiago Gamboa

Leí Rayuela más bien tarde, al menos para mis estándares de esos años, pues tenía ya veinte años y vivía en Madrid, donde estudiaba Filología Hispánica. Digo que lo leí tarde porque empecé por García Márquez, luego Vargas Llosa y Carlos Fuentes, José Donoso y Cabrera Infante e incluso Alejo Carpentier, y el motivo de haber retardado a Cortázar tuvo que ver con el mundo de Bogotá del que salí corriendo, la facultad de literatura de la Universidad Javeriana de esos años, donde los más postmodernos se consideraban dueños de Cortázar y por supuesto sus viudas y viudos, lo que fue suficiente para poner distancia con él.
Pero en Madrid, lejos de eso que, de forma injusta, yo relacionaba con Cortázar, agarré Rayuela y me la leí de un tirón siguiendo la tabla recomendada por él, y luego, uno por uno, todos sus libros de cuentos y novelas, más los libros de miscelánea como Último Round o La vuelta al día en 80 mundos, o Los autonautas de la cosmopista, y sus escritos políticos, y en el entusiasmo me volví coleccionista y empecé a buscar sus poemas, Pameos y meopas, y el cómic Fantomas contra los vampiros multinacionales —que encontré en primera edición—, y por supuesto, toda esa pasión quedó reflejada en una serie de cuentos “cortazarianos”, con personajes que hablan de jazz en un apartamento parisino. Al terminar la universidad en Madrid me fui a París persiguiendo el espectro de Cortázar, del que no quedaba nada salvo algunos latinoamericanos presuntuosos —como mis antiguos compañeros de la Javeriana— que se vanagloriaban de haber conocido a “Julio” y de tener por ahí una o dos cartas de él.
El mundo de Cortázar, esa libertad estética que él promulgó y practicó, y ese espacio tan atractivo de gentes cosmopolitas que se pasean por escenarios europeos y bonaerenses hipercultos, tuvo la mala suerte de caer, tras la muerte de su autor, en manos de programadores culturales esnobs y presuntuosos. Algo parecido ocurrió con la obra de Bolaño. Quienes leen y disfrutan los libros, los lectores sinceros, le dan sentido y actualidad a la obra, pero la corte de jerarcas literarios que se proclamó “heredera oficial” en universidades, medios de prensa y en el mundo literario posterior acabó por construir en torno una muralla o “clan de iniciados” que le hizo mucho daño al original, inocente de todo eso. Lo vi en París, por supuesto, pero también en Madrid y en otras ciudades. Ese establishment post–cortazariano que tuvo el poder cultural latinoamericano en Europa en los años ochenta y parte del noventa menguó en momentos en que también Rayuela envejeció un poco. Hoy, 50 años después de su publicación, queda el sabor de una prosa inteligente y original, pero vistos los tiempos arduos que corren para la literatura, me surge la misma pregunta que me hago con Cien años de soledad, Conversación en la catedral o La región más transparente: ¿tendría lectores si fuera publicada por primera vez en 2013 o pasaría desapercibida?

Rubén Bonifaz Nuño: la voz del ángel adversario

9/Febrero/2013
Laberinto
Jorge Fernández Granados

Solía afirmar Rubén Bonifaz Nuño que el trabajo de toda su vida dedicado a la literatura puede dividirse en tres aspectos esenciales: el primero es como erudito y traductor de los clásicos griegos y latinos; el segundo, como estudioso y defensor de las culturas prehispánicas, y el tercero, su obra como poeta.
Del primero, él se sentía particularmente satisfecho de haber realizado “sin duda, la óptima versión que hay en español”1 de la Ilíada de Homero, entre otras reconocidas traducciones directas del griego y el latín. Del segundo aspecto, que fue en gran medida una labor de investigación y difusión principalmente de las culturas náhuatl y olmeca, él opinaba que “es el trabajo que en último término considero más importante porque se dirige concretamente a la gente de México” y a través del cual pretendía incitar a “un conocimiento de su pasado indígena que la llevaría necesariamente a tener un mejor juicio de sí misma”2. Aquí nos ocuparemos específicamente del tercer aspecto de su trabajo: su obra poética o sus versos, como él prefería llamarla.
Los versos de Rubén Bonifaz Nuño están contenidos en veinticinco libros que se han publicado desde 1945 hasta la fecha3. Constituyen, sin la menor duda, una de las obras más sólidas, genuinas y complejas de la poesía hispanoamericana. Obra cuya cerrada fronda, a la manera de ciertos árboles centenarios, no es agotable desde una perspectiva única. Hay en ella lo mismo dimensiones lingüísticas que literarias y referencias tanto herméticas como antropológicas, las cuales convergen de un modo muy particular en el arte de su versificación, una versificación inusitada y por demás inconfundible.
Paralela pero independientemente a algunos de sus contemporáneos Alí Chumacero, Jorge Hernández Campos, Jaime García Terrés, Jaime Sabines, Rosario Castellanos, Enriqueta Ochoa o Eduardo Lizalde —aunque más cerca literariamente a inmediatos predecesores como Carlos Pellicer y Efraín Huerta— Bonifaz Nuño llega a ciertas pautas creativas, a veces, comparables a todos ellos: avezada vigilancia de la forma y rigor constructivo; prevalencia, aun dentro de temas de la mayor coloquialidad, de la dignidad de la voz poética; el poema asumido como reducto, como diario íntimo o testimonio personal en el contexto de una época donde dicha individualidad se afirma como contraparte a la impersonalidad impuesta por las nuevas relaciones de producción y de convivencia.
Dado asimismo el trayecto intelectual de toda su vida, una vida dedicada a la investigación y la docencia universitarias, no es ninguna casualidad que la obra poética de Rubén Bonifaz Nuño ostente precisamente aquellas dos influencias que él mismo se ocupó en distinguir: la literatura clásica grecorromana y las culturas prehispánicas. Hay que advertir de inmediato que ninguna de ellas fue una influencia pasajera o trivial. Por el contrario, ambos mundos resultaron medulares en la actitud final con que asumió el oficio poético y aun con el que llegó a concebir la existencia. “Grecia y Roma me dieron el sentido del orden y de la importancia del idioma”, afirmó en una conversación con Marco Antonio Campos4; pero más adelante señaló también un deslinde capital para comprender adecuadamente su trabajo: “Mi cultura no está en la Venus de Milo, sino en la mal llamada Coatlicue, la que siempre que la veo, me habla en mi idioma y me dice lo que soy”5.
1. Carácter es destino o primera lucha con el ángel
Pocos son los escritores en quienes es imprescindible abordar el tema del carácter para indagar en su obra. Rubén Bonifaz Nuño es uno de estos raros casos. Orgulloso, con la misma confianza con la que determina el valor de su trabajo de traducción y enumera sus influencias cardinales, afronta la materia de sus versos. Lo primero que evidencian estos versos es su perfección, su hondura expresiva y su exquisito labrado sonoro. Podrá decirse que alguno de ellos es oscuro o hermético, pero de ninguna manera gratuito. Su autor se vuelca allí con una destreza y una desnudez que sólo surgen de quien se está jugando el todo por el todo. Hay, quizá por eso, una intensidad épica, una atmósfera de agonía en ellos. Agonía en el sentido original del término: lucha, combate o enfrentamiento con un adversario.
Ciertos gestos pintan de cuerpo entero el carácter de este autor. Carácter que determinó desde muy temprano su modo de ser y de conducirse. En una extensa conversación autobiográfica el poeta, de ya más de ochenta años, revive episodios remotos con particular significado. Uno de ellos está situado en sus primeros años de vida. Cuenta que su hermano mayor, Ángel, solía divertirse cruelmente con las muy desiguales fuerzas entre ambos:
Curiosamente, entre mis recuerdos más lejanos y desagradables hay uno que se remonta a mi edad de tres años. Vestía un pantalón de tirantes. Y mi hermano mayor me levantaba y me colgaba en una percha, con gran coraje mío. Y ahí me dejaba un minuto o unos segundos. Posiblemente, de manera inconsciente, todavía le guardo rencor por eso.6
En otro pasaje, no sólo recuerda con detalle cierta conducta bastante reveladora de su carácter sino que se siente a gusto enarbolando un lema que llega a su memoria y que, según sus propias palabras, bien podría definirlo:
[...] yo era un niño muy peleonero y muy valiente. Me peleé digamos —en la primaria y en la secundaria y hasta en la preparatoria— cuando menos veinte o veinticinco veces. Si alguien me decía algo, yo buscaba pleito inmediatamente. [...] Y siempre, absolutamente siempre, me pegaban.
Con Ángel Bassols, compañero de la secundaria, me habré dado de moquetes una docena de veces, y siempre me ganó. Cuarenta años después le preguntaron:
—¿Y cómo era Bonifaz?
Y él contestó:
—No sabía pelear, pero nunca se rajaba.
Ése es un lema que me gusta muchísimo: No sé pelear pero nunca me rajo. Eso sí me gusta y me gustaría que quedara. No recuerdo haber ganado una sola pelea en mi vida.7
En ambas anécdotas, que podrían pasar por meros desplantes infantiles, es la autoestima el protagonista en conflicto. Un reto competitivo cualquiera que no debe pasarse por alto pues “el que se deja” se disminuye ante los otros, pero sobre todo ante sí mismo. Años más tarde, algunos versos de Bonifaz Nuño seguirían vibrando en el tono orgulloso y retador de aquellos episodios:
...no la nuca
turbia de lauros del vencido,
ni la ilusión: mi rama sólo
de hiel, y mi espolón de no dejarme.8
Pero si bien la autoestima se imponía y obligó, aún con la certeza de la derrota, a dar batalla, ella evolucionó paulatinamente hacia algo más sutil y perdurable: la dignidad. Dignidad que se asume como la medida personal del valor y del trabajo, lo mismo que de los actos y de las decisiones vitales. Dignidad que será el código más alto para juzgar la jerarquía de los deberes y las necesidades. En suma, una ética inquebrantable:
Vergüenza con sudor, amarga sopa
del humilde, abandóname; no vengas,
opulenta esperanza. Míos
mi callado muro y mi ganada
vida sin gratitud, en la perfecta
libertad, y mi paz en ruinas
y el orgullo pagado con pobreza.9
El orgullo, ese gran gesto del solitario, había decidido desde el origen de sus días recorrer el duro camino de la dignidad “pagada con pobreza”. La vida no hizo más adelante otra cosa que corresponderle, con adversidad y honor, allí donde debía.
Este mismo orgullo, sin embargo, este carácter inclinado innatamente hacia el desafío y la confrontación, se convirtió, por diversas vías de evolución, en la energía recurrente de su poética. Una energía sustentada en la autoafirmación y el permanente reto: una poética de la agonía —en el sentido de lucha— con la forma.
Pero tal vez la lucha de un hombre con su propia grandeza es una lucha desigual. Como Jacob contra el Ángel, el combate no era entre pares sino entre un hombre y su adversario celeste. El “nagual angélico”10 entonces, el Ángel adversario de esta lucha es la propia sombra que tortura el corazón orgulloso y la ira de un dios punitivo contra el más imperdonable de los sentimientos humanos: la soberbia.
Tierra de nadie, toda
la que no pisan nuestros pies ahora;
lugar de la celada, noche
para tender los lazos a la herida
y a la angélica presa: el rostro puro
del fraterno enemigo.
Hasta la grieta horizontal del alba,
y la cadera rota y el bautismo.11

2. Voluntad de forma o la espiral de la serpiente
Se ha afirmado con frecuencia que la de Bonifaz Nuño es una poesía barroca. Lo es y no lo es. Si por barroco entendemos el predominio de la forma sobre el contenido, es innegable que una parte de los versos de este autor concuerdan con esa cualidad 12; pero considerar que el contenido de estos versos ha sido desdeñado en algún momento por compromiso con la filigrana o el lucimiento sería un juicio sumamente superficial. Hay abundancia y hasta sobreabundancia de elementos en algunos momentos; sin embargo la suya es, ante todo, una irrenunciable y rigurosa voluntad de forma.
La voluntad de forma es evidente no sólo en cada verso y cada poema, sino en cada uno de sus libros. El manejo virtuoso de la métrica y el gusto por las simetrías se hace patente a través de series y estructuras progresivas. Prácticamente todos sus libros son sucesiones numeradas de poemas ligados entre sí por una forma que los preside. Esta forma no necesariamente es rígida, pero nunca deja de ser celosamente acotada y muchas veces preestablecida 13. Cada serie o conjunto, a su vez, alude a un tema que allí se desarrolla. Pero no es un desarrollo narrativo ni conceptual, es, más bien, un pretexto temático. Los temas son apenas unos cuantos, pero tan universales como inagotables. Lo advirtió en su momento Octavio Paz: “El tema de los poemas de Bonifaz Nuño es el tiempo y el amor, ambos fugitivos y recurrentes. La brevedad de la vida y la perennidad de la palabra: temas de Horacio y de Ronsard, temas de antes y de mañana, temas de ahora.”14 Cada uno de estos conjuntos puede concebirse también como una interrogación sobre la forma. La forma es, no pocas veces, el protagonista sutil, el verdadero tema que está palpitando en estos versos.
Tal voluntad de forma bien puede ser un proyecto, premeditado y continuo como sugiere la estructura final y el título bajo los que el autor presenta el principal conjunto de su poesía (De otro modo lo mismo), como bien puede ser manifestación integral del carácter y hasta un modo muy personal de cognición. El conjunto o la serie, para el caso, no son digresiones sino aproximaciones: método que prospera por acumulación de unidades, por proliferación de aspectos y desdoblamiento de imágenes. Sólo bajo este concepto, a mi criterio, Bonifaz Nuño podría ser un poeta barroco. Es decir, bajo el entendimiento de que barroco no es el que se extravía en su propósito; sino quien conoce tan bien los caminos que se da el lujo de divagar.
Surgen y se entrelazan así estos versos con sonoridad encadenada y candente. Innumerables las variaciones a lo largo de su obra donde brinda cátedra del ritmo y del encabalgamiento. La cadencia es el perpetuum mobile del mecanismo de sus versos, a la vez rigurosos y espirales, certeros y encriptados:
Nadie, ya, tenga miedo. Juntos
los enemigos lloran. Ya septiembre
de alcohol melancólica su guerra
infantil abandera, y en la plaza
trajes de fiesta, y la maldita
tristeza, y las mujeres. Y arma el canto
—dando vueltas— de la patria pobre.15
El oído es el alquimista en el atanor interminable del hallazgo. Sonoridad que esculpe el metal fundido del idioma; pero nunca para destruirlo sino para llevarlo de nuevo, recuperado, por el pulso interior del habitante de la urbe, por las galerías solitarias del pensamiento del que deambula y advierte, como un antagonista, su propio paso que lo lleva a un lugar desconocido de tan conocido.
Si bien hay un proceso hasta cierto punto progresivo en el ahondamiento y la depuración de un lenguaje y un ritmo propios, deslumbra en Fuego de pobres (1961) la destreza, la concentración alcanzada y la sonoridad ya definitiva de la voz. Sin embargo, no es la sonoridad en sí, la cual puede rastrearse hasta cierto punto en sus libros anteriores, sino el salto cognitivo de esa voz con respecto al acecho de su objetivo. Este objetivo entraña, en el recóndito orden de los símbolos, el mayor de sus empeños.
La obra poética de Rubén Bonifaz Nuño se abre con un breve conjunto de sonetos, La muerte del ángel, y con otros poemas escritos en la misma época (1945–1952), cuyo tema, si bien podría relacionarse con alguna influencia religiosa o bien rilkeana, conlleva definitivamente algo más personal, más sutil y hasta cifrado. Hay en ellos, desde el origen, una figura central a quien se dirige la voz enunciadora, figura que acompañará en adelante casi todos sus libros. Se muestra a grandes rasgos como una presencia femenina a la cual se invoca:
A ti, para tu amor,
límite altísimo
de los oscuros límites del alma.
Para ti, de quien fuera
como un presagio conmovido el sueño;
pregunta sola a la que voy, vestido
con el claro temor de la certeza.16
Esta presencia, que a veces adquiere identidad de mujer terrestre y a veces de devastadora divinidad17, a la que se alude alternativamente como “señora”, “amiga” o sencillamente “tú” (e incluso “rostro” o “sombra”), es una de las identidades mitopoéticas más complejas que ofrece la literatura mexicana. Tal presencia parece encarnar, según el contexto, lo mismo a la Perfección y la Belleza que a la Muerte y al Conocimiento.
Profusos podrían ser los ejemplos con los que esta figura se presenta y atrae, como un centro magnético, el despliegue de los versos de Bonifaz Nuño. Pero lo más significativo, en cualquier caso, es observar cómo aquella presencia es poderosamente metamórfica. En uno de sus últimos libros, Albur de amor, esta presencia es evocada, alternativamente, como mujer y como divinidad prehispánica:
Sacerdotal potencia, erguida
cobra coronada o, de sonora
virtud caudal, víbora santa:
indecente deidad te hiciste
para admitirme en tus santuarios.
[...]
Quejumbrosa fruición, o gracia
gimiente al contemplarse, gozas
el triunfo que otorgas, y te vences,
y para vencerte te trasmutas.
Rasgas tus velos, abandonas
tu vieja piel en las espinas,
ancha y tendida resplandeces.18
Se cumple aquí lo que advierte Mircea Eliade para denotar la presencia de un orden simbólico: un símbolo es todo menos lo evidente a través de su materia, se trata de cierta manifestación de la conciencia cuyo sentido es inagotable.
A manera de recapitulación, la poética de Rubén Bonifaz Nuño puede interpretarse como el enfrentamiento y la zozobra de una tradición ante una nueva realidad donde ese modelo tradicional ya no opera y por lo tanto debe transformarse para continuar vigente. En su caso, esa transformación se manifiesta como el permanente reto a la forma poética. Exigencia que él llevó lo más lejos posible. Poética del orgullo y la soledad, de la agonía y el esplendor bajo un dominio absoluto del idioma para la cual aún el más alto grito no puede ser otra cosa que un verso rotundo y perfecto.
NOTAS
1 Ignacio Trejo Fuentes e Ixchel Cordero Chavarría: Autoentrevistas de escritores mexicanos, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Col. Periodismo Cultural, México, 2007, p. 45.
2 Ibídem
3 La reunión de prácticamente todos sus libros de poesía se halla en dos volúmenes: De otro modo lo mismo [1945-1971], 1978, y Versos (1978-1994), 1996. Ambos publicados en México por el Fondo de Cultura Económica en su colección Letras Mexicanas.
4 Entrevista con Marco Antonio Campos: “El dueño de su lenguaje” en La Jornada Semanal, 10 de septiembre, 2000.
5 Ibídem
6 Entrevista realizada por Josefina Estrada: De otro modo el hombre: Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño, El Colegio Nacional, México, 2008, p. 36.
7 Josefina Estrada, op. cit., p. 41.
8 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Siete de espadas)  “69”, p. 329.
9 Rubén Bonifaz Nuño, op. cit., Siete de espadas, “33”, p. 318.
10 Tal expresión es de él mismo, op. cit., p. 351.
11 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Fuego de pobres), “19”, p. 259-260.
12 En particular en libros como Los demonios y los días, Fuego de pobres o Siete de espadas.
13 Sus libros siempre juegan o experimentan métricamente. Lo mismo con formas establecidas por la tradición, como el soneto (La muerte del ángel, Tres poemas de antes, Pulsera para Lucía Méndez) que con estrofas inventadas por él mismo y en las cuales incluso se permite la participación activa del azar para cumplirlas (Siete de espadas).
14 Octavio Paz, “La verde lumbre: Rubén Bonifaz Nuño” en Obras completas. Tomo IV: Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, Círculo de lectores/ Fondo de Cultura Económica, México, 1991, p. 299.
15 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Siete de espadas), “20”, p. 314-315.
16 Rubén Bonifaz Nuño: op. cit., Algunos poemas no coleccionados [1945-1952], “Preludio, 1 (Ofrecimiento)”, p. 27.
17 A este respecto puede contrastarse el tratamiento que se le da a tal presencia femenina en El manto y la corona, por ejemplo, o Tres poemas de antes (donde se alude a ella como mujer, pareja o amante); y La flama en el espejo o El corazón de la espiral (donde representa una divinidad hermética); y cómo ambas parecen fundirse en una torturada dualidad lo mismo terrestre que mitológica en Albur de amor.
18 Rubén Bonifaz Nuño, Versos (1978-1994), (Albur de amor) “21”, p. 186.

Promover y fomentar la lectura

9/Febrero/2013
Laberinto
Juan Domingo Argüelles

Cuando se habla de promover y fomentar la lectura, hay dos cosas que, asombrosamente, suelen perderse de vista: los conceptos mismos de promover y fomentar.
Según define estos verbos María Moliner, promover es activar una acción o producir cierto suceso que lleva en sí agitación o movimiento, y fomentar es dar a una cosa calor natural o templado que la vivifique o anime: puede ser sinónimo de avivar (en el sentido de hacer más viva una cosa), pero también, y básicamente, de dar vida a algo. El ejemplo que pone Moliner es excelente: la gallina fomenta los huevos, es decir les da su calor, para que se desarrollen los embriones y eclosionen los polluelos.
No pocas veces he preguntado a personas que se dedican a promover y fomentar la lectura el significado de estas dos acciones, y no las saben definir del todo, o simplemente no las saben, porque, en general, se habla tanto de “promover y fomentar la lectura” (desde las burocracias y los programas educativos institucionales) que estos dos verbos han perdido incluso su significación: se han convertido en “objetivos” abstractos que en los programas oficiales corresponden a muy pálidas y desfiguradas “acciones”.
Si antes no definimos, con precisión, qué es lo que queremos hacer, es absurdo plantearnos de qué forma lo vamos a hacer. En los programas burocráticos, a esto —indefinido—, que no se sabe qué es pero que se va a hacer, se le llama estrategia. Y de ocurrentes estrategias están llenos los programas y las campañas de lectura que no saben a dónde van ni, por supuesto, qué quieren hacer pero que, invariablemente, establecen indicadores y metas.
Así han sido las políticas de lectura desde hace, al menos, 33 años, cuando el entonces presidente José López Portillo, en 1979, decretó el 12 de noviembre como Día Nacional del Libro, y estableció que “el 12 de noviembre será dedicado a la divulgación del libro, a nivel nacional, considerando que la educación dentro del proceso de desarrollo del país es prioritaria”.
Desde entonces ya se hablaba de la necesidad de conseguir una población lectora. Y desde entonces, y aun antes, desde el Año Internacional del Libro, establecido por la Unesco en 1972 (en el que nuestro país participó), se hablaba de “formular nuevos objetivos para el incremento de la lectura”, en el entendido de que “una sociedad que lee es una sociedad más educada y con un mayor desarrollo cultural”. Se enfatizaba, desde entonces, la necesidad de elaborar planes y programas para “desarrollar el hábito de la lectura y el fomento del libro”.
En México, lo más parecido al fomento y a la promoción de la lectura es lo que hace, exitosamente, el Programa Nacional de Salas de Lectura del Conaculta, con un amplio voluntariado. Lo seguirá siendo, y haciendo, en tanto no se burocratice y se ponga a los voluntarios a llenar formatos de seguimiento y cumplimiento de “metas”. Los voluntarios promueven y fomentan el libro y la lectura (es decir, hacen que suceda la lectura y prestan calor al nacimiento de nuevos lectores) por pasión, no por cumplir metas.
Pero esto es insuficiente, porque la escuela no hace nada o casi nada por la lectura placentera (que es la que hay que promover y fomentar), ya que todo lo entiende como “tarea”. ¿Qué hacer? Hay que involucrar a los profesores, alumnos y padres de familia, sin obligarlos, en círculos de lectura, hay que hacer un programa con escritores (de todos los géneros) para que éstos compartan con los alumnos el gusto de leer y la pasión de escribir, hay que conseguir que los profesores no dejen leer como tarea, sino que lean y compartan, en las aulas, la lectura con sus alumnos. La escuela, en México, sigue siendo una gran isla refractaria a todo lo placentero. El aire fresco no ha entrado aún en el sistema educativo.
La burocracia cultural y educativa todavía no ha entendido que todo programa de lectura está destinado al fracaso, o a un éxito muy pequeño, mientras no sepa distinguir entre leer y estudiar.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Diez años sin el creador del 'tuit' poético más sugerente

6/Febrero/2013
El Universal/EFE

El 7 de febrero de 2003 moría en México el escritor guatemalteco Augusto Monterroso, el autor del cuento breve más universal: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".
Siete palabras que siempre persiguieron a este autor premio Príncipe de Asturias y maestro de la intensidad y la concisión.
Diez años ya sin Augusto Monterroso, conocido como "Tito", un escritor clásico amante de los clásicos, de culto, que nació en 1921 por "azar" en Tegucigalpa, pero guatemalteco desde niño -"Soy, me siento y he sido siempre guatemalteco"- decía el escritor, que se exilió por cuestiones políticas en México en 1944, donde vivió hasta su muerte. Su primer trabajo en ese país fue en la editorial Séneca, con José Bergamín.
Monterroso es uno de los autores latinoamericanos más importantes del siglo XX y al que más seguidores o copiadores le han salido, porque hoy el microrrelato es un "boom".
Se podría decir que Monterroso es el artista creador del "tuit" más poético y sugerente de la historia, pero también es recordado por su inmensa calidad humana, su bondad, su timidez y su pequeña estatura, algo con lo que siempre bromeó. Era corto pero intenso como su obra.
Y es que el humor y la ironía son dos de las características en la obra del escritor guatemalteco, considerado heredero de Borges y Cortázar.
El jurado del premio Príncipe de Asturias, cuando le concedió el galardón en el año 2000, dijo de él que había transformado el relato breve y destacó que Monterroso había dotado al cuento de una intensidad literaria y de una apertura de argumentos inéditos hasta ese momento.
El escritor, hijo de padre periodista y activista político de izquierdas en su juventud, fue premiado con todos los galardones importantes, como el Juan Rulfo, en 1996, el Nacional guatemalteco de Literatura, en 1997, los premios Magda Donato, en 1970, Javier Villaurrutia, en 1975, o la orden del Águila Azteca, en 1988, y la Medalla Quetzal de Jade, en 1996.
Monterroso, autor de cuentos, novelas y ensayos, es el creador, entre otros títulos, de La palabra mágica, El concierto y el eclipse, La oveja negra y otras fábulas, libro éste del que Gabriel García Márquez dijo que había que leerlo "manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad", escribió el premio nobel.
Pero también de La vaca, La letra E, Viaje al centro de la fábula o La antología del cuento triste, realizada con su mujer, la escritora mexicana Bárbara Jacobs.
En él, Monterroso y Jacobs reúnen los cuentos más tristes de la historia de la literatura occidental del último siglo, porque el autor estaba convencido de que un buen cuento siempre terminaba siendo triste.
"Pienso que los cuentos son tristes, porque, si un buen cuento concentra toda la vida y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste", dijo.
Monterroso, amante de los clásicos griegos y latinos, del Siglo de Oro, de Cervantes, sentía que un cuento siempre debe ser denso e intenso, desde la primera línea hasta el final, y que no importaba la historia. "Importa la historia por la forma en qué esté contada", precisaba.
El escritor guatemalteco nunca quiso explicar nada de su famoso cuento sobre el dinosaurio, premiado con el premio Villaurrutia en 1975 y traducido a varios idiomas, entre ellos al francés y al italiano. Prefería que la gente se imaginase lo que quisiera.
Cuando Augusto Monterroso visitó en el año 2000 Oviedo para recoger el premio Príncipe de Asturias, quedó "cautivado", según Bárbara Jacobs, por la hospitalidad de la ciudad, que amaba ya por la obra de Leopoldo Alas Clarín. De ahí que el autor decidiese donar parte de su legado a la Universidad de Oviedo.
Así, desde 2011, la Biblioteca de Humanidades de la Universidad de Oviedo alberga 9 mil 66 volúmenes cedidos por Monterroso, entre los que se encuentran verdaderas joyas bibliográficas, como la primera edición de "ismos", de Gómez de la Serna, la segunda de Trilce, de César Vallejo, o la de 1851 de Escenas de la vida bohemia, el libro de Henri Murger que Puccini transformó en La Bohemia.
Además, este archivo consta de una extensa colección de revistas, escritos, anotaciones personales, cartas originales, grabaciones y material gráfico.

martes, 5 de febrero de 2013

Irradiador: contribución estridentista

5/Febrero/2013
La Jornada
Teresa del Conde

Alertado por determinado material que Carla Zurián incluyó en su libro Fermín Revueltas: constructor de espacios (Instituto Nacional de Bellas Artes, 2002), Evodio Escalante se propuso encontrar ejemplares de una revista que se creía perdida: Irradiador, de la que efectivamente se publicaron tres números, dos aparecidos en 1923 y uno a principios de 1924.
Norma Zubirán Escoto, jefa del Departamento de Filosofía en la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa, acogió el proyecto de reditarla para la colección Espejos de la memoria, una vez que Escalante logró recuperar los originales que suponía quizá inexistentes, en el archivo de los señores Gallardo Topete y Gallardo Cabrera, hijo y nieto, respectivamente, del poeta estridentista Salvador Gallardo (1893-1981), cuyo poema Jardín aparece en la página opuesta a una xilografía de Jean Charlot que representa a un tlameme muy estilizado de corte vanguardista, distinto de posteriores trabajos del artista e historiador francés.
Revista de pocas páginas, tamaño tabloide, con ilustraciones de gran interés que reprodujeron muy bien en la redición, la valía de ésta radica en buena medida en los ensayos de presentación que anteceden a los tres números, a cargo del propio Evodio Escalante y de Serge Fauchereau, a quien debemos fundamentales inserciones de episodios artísticos latinoamericanos y específicamente mexicanos en un contexto europeo.
Escalante continúa y enriquece un tema que ya había abordado en Evolución y caída del estridentismo (Conaculta- Ediciones Sin Nombre 2002).
Deseo especificar que esta nueva contribución suya al tema no contiene información ni interpretaciones provenientes de este libro anterior, referido a la recepción crítica del estridentismo.
Concedemos que ni éste ni otros trabajos de diversos autores sustituyen el indispensable volumen El estridentismo, de Luis Mario Schneider, publicado en 1970.
El autor inicial comenta con detalle los tres números de Irradiador, haciendo ver, v.gr., que la primera colaboración mexicana de Jorge Luis Borges no es la referida a Contemporáneos, pues su poema Ciudad apareció en el número 1 de Irradiador, cuya edición y dirección se deben a Manuel Maples Arce junto con Fermín Revueltas.
No obstante, según su criterio, el protagónico poeta Maples Arce no es el teórico del movimiento, este papel quedará reservado a Arqueles Vela y a Germán List Arzubide.
Mencionando a Theodor Adorno, se hace ver que lo que el estridentismo intenta rescatar es el elemento disonante en su pureza (eso pareció ser una moda de época y habría que relacionarlo con la historia de los inicios de la radiodifusión) y que hay un rasgo compulsivo en el término estridentismo.
Como advierte Serge Fauchereau, incluso el vocablo es deudor de otra fuente, que asigna al poeta Jules Laforgue (1921). Dos años después la estridencia se ha convertido en un tejido de voces recogiendo a varios literatos y a los pintores y grabadores Fermín Revueltas, Jean Charlot, Diego Rivera, Leopoldo Méndez (con una hermosa composición moderna que no preludia sus también admirables creaciones nacionalistas).
Queda también ilustrada la foto Steel, de Edward Weston, tomada en Ohio y la fotografía de una escultura de Guillermo Ruiz, muy deudora de Barlach y de Gaudier Breska. Además de eso, hay tres anuncios publicitarios de gran valía plástica, armados con elementos art deco, ¿Se deberán también a Fermín Revueltas? Ambos anuncian cigarros, el primero los Elegantes y el segundo los Radio, con logotipo de emisora, promovidos por El buen tono.
Estas viñetas están entre los más atractivos y connotativos aportes visuales junto a la fotografía del paisaje al óleo de Revueltas, titulado El restorán.
Las viñetas publicitarias no acusan autor. A Diego Rivera se le atribuye un caligrama la verdad no muy notable. De su inicial R irradian epítetos como rastacueros y rotitos en una dirección a la que se contraponen recomendaciones para la salud política y cultural desprendidas de la D, como despiértense o desasnaremos, este último en relación con la medicina que pemitirá cancelar la momiasnocracia nacional –referida a la época de Álvaro Obregón y José Vasconcelos– que es la estridentina.
Hay parecidas boutades en muchos otros movimientos de años un poco anteriores, por ejemplo en El urinal musical, de Philipe Soupault, o en el Manifiesto del Sr. Antipirina, de Tzara (1918). ¿Es el estridentismo una vanguardia?, o más bien recoge voces del tiempo, las mismas que generaron las disonancias no sólo en Dada, en el Futurismo o el Ultraísmo español, sino también en James Joyce, que culminaron en 1922 con la publicación de Ulysses y el inicio escritural de lo que vendría a ser Finnegans Wake.

sábado, 2 de febrero de 2013

EL RE-CENTRALISMO Y TIERRA ADENTRO

2/Febrero/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

¿De verdad la revista Tierra Adentro de Conaculta se desarrolló para descentralizar la literatura mexicana?

Desde su primera época, ha consistido en una “permanente conjunción de autores y artistas mexicanos consagrados con jóvenes mexicanos, la gran mayoría de provincia”, como escribió Víctor Manuel Cárdenas en 2004–2005, al recordar los 30 años de la revista.

Tierra Adentro ha publicado a los “grandes” y a las “promesas” de eso que algunos se empeñan en llamar “provincia”, como por nostalgia de la Colonia.

Por desgracia, la revista nunca quiso dejar ir el paternalismo y cumplir cabalmente su misión: descentralizar e impulsar la literatura joven democráticamente.

Pero si la revisamos en los años ochenta y noventa, hay apariciones significativas de escrituras ex–céntricas o nuevas: literaturas diferentes.

E incluso en tales mejores momentos, se aferró al centralismo. Véanse sus portadas e índices: primero Los Maestros.

Su tradicionalismo creció en la última década; como para desandar camino y reencerrar todo en el viejo modelo arborescente, como su logo actual ilustra ¿involuntariamente?

Hoy en Tierra Adentro se leen, sobre todo, autorías muy reconocidas. Y a nadie parece importarle esa incongruencia.

No faltan reseñas de libros de editoriales transnacionales. 

El perfil de Tierra Adentro ya es indistinguible de las revistas mainstream.

Los descubrimientos o las novedades han decrecido y cuando aparecen lo hacen en una esquina de la revista o rodeadas de lo canónico.

Por otro lado, como retrato de las artes jóvenes en todo el país, Tierra Adentro nunca ha sido sistemática.

Tierra Adentro ya es otra sede más del Canon Hecho en Cd. de México; una remezcla —incluido diseño cool— de Letras Libres, Nexos y La Tempestad.

Por cierto, con sus mismos reseñistas, y pagada con presupuesto público.

La revista parece haber renunciado casi completamente a su proyecto inicial: la descentralización, que hoy cumple menos que nunca. ¿Por inercia? ¿Olvido? ¿O, de plano, amor al Centro, al Canon y al Gran Árbol?

Debe acabarse la presencia pastoral de los consagrados por la crítica y las editoriales dominantes. Tales autorías no deben publicar ahí.

Tierra Adentro debería ser para menores de 35 años —sin necesidad de padrinos o madrinas—; ser una revista realmente de poesía y narrativa jóvenes.

Respecto a la crítica, ya no debe reseñarse (o conmemorarse) literatura canónica nacional o extranjera, como hoy ocurre.

Tierra Adentro podría difundir libros de editoriales pequeñas y colecciones locales; novedades y rescates de las diversas geografías mexicanas.

Ser una revista con criterios de colaboración transparentes.

Pero lo más probable es que Tierra Adentro siga siendo otra capital más donde el canon se auto-administra, y se manifiesta en grande lo que hoy domina: el Re-Centralismo.

Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño (fragmentos)*

2/Febrero/2013 Laberinto
Josefina Estrada

Erasmo Castellanos Quinto fue mi maestro de Literatura en el primer año de la preparatoria. Él era ya un maestro muy famoso; inclusive, por su ropa. Vestía con elegantes trajes de hombros muy anchos. Decía que la belleza del hombre se veía en la anchura de los hombros como se narra en la Odisea de Homero. Vestía el traje elegantísimo —gris claro, siempre— y usaba zapatos tenis. Y tenía barba larga y cabello blanco. […]
Castellanos Quinto, al final de cada una de sus clases dedicaba los últimos diez minutos a hacer lo que el llamaba ejercicios, todos los alumnos teníamos que pasar al frente a hacer discursos o ensayos o poemas, según la voluntad de cada uno. Y fue entonces cuando empecé a tratar de escribir poemas, de hacer versos.
Y en ese tiempo entré en contacto íntimo con los amigos que iban a ser para toda mi vida: primero con Fausto Vega a quien conocía ya de la secundaria, luego con Ricardo Garibay; después se juntó con nosotros Jorge Hernández Campos. Y con ellos tres hice no sólo en común la adolescencia sino gran parte de la juventud. Era una relación de competencia, de lucha constante y de aprendizaje, de unos con otros, porque cada uno se estaba esforzando en ser mejor que el otro. Todos reconocíamos —así lo decía el maestro Castellanos Quinto—, que el mejor poeta era Jorge Hernández Campos. […]
Castellanos Quinto decía que la gloria del poeta era la máxima aspiración del hombre. Que él mismo había aspirado durante toda su vida a tener esa gloria. Muchas ocasiones nos decía versos suyos que a nosotros nos parecían maravillosos. Luego los leí y, en realidad, no lo son. No son lo que yo esperaba. Publicó un libro que se llama Del fondo del abra, donde él mismo diseñaba las viñetas; una edición hecha manualmente por él. Tengo un ejemplar.
Yo estoy convencido de que no existe la gloria del poeta. Eso es un pensamiento vanidoso, diría que casi femenino. Es como enorgullecerse por unos zapatos. La gloria del poeta no es gloria, es un fruto. Es el placer de trabajar. Para mí, el placer era estar en la máquina, escribiendo. Eso estaba por encima de toda gloria. La poesía para mí es acto de libertad; si yo me pongo una norma para poder escribirla, ya deja de ser libre. Estoy de acuerdo cuando Gutiérrez Nájera escribió: “Yo escucho nada más y dejo abiertas de mi curioso espíritu las puertas, los versos entran sin pedir permiso…”. Claro que para que los versos entren sin pedir permiso, se necesita una técnica perfectamente dominada porque si no, entrarían versos mal hechos.
En último término, el saber versificar, saber escribir, me ha hecho vivir muy cómodamente en la vida. Me lo han pagado bien siempre. Cuando gané el primer premio de Aguascalientes —en 1946, a los 22 años— llegué a la casa con dos mil 500 pesos. Mi padre nunca había visto ese dinero junto. Después de trabajar muchos años. Él siempre tuvo confianza en mí en lo que yo hacía. Y nunca tomó cuenta sino que me dejó completamente libre. Siempre confió en que yo podía hacer las cosas bien. La figura fuerte y constante en la vida fue mi mamá. El amor de mi mamá que era como el de todas las mamás de cuentos.
Como podrás ver, yo tuve un maravilloso complejo de Edipo. Nunca busqué a nadie como ella; sabía que no la encontraría… Mi mamá era una criatura perfecta.
Julio Jiménez Rueda también fue mi maestro de Literatura en la preparatoria. Aprendí lo que se aprende con todo gran maestro. Siempre me quiso como alumno especial. Una lección de él, que recordaré siempre, es la siguiente: yo iba en camión, subió él —iba el camión lleno—, y le cedí el lugar. Me paré delante de él —cogiéndome del tubo de donde se colgaban los pasajeros— y empezamos a platicar. Me preguntó que qué estaba haciendo y le dije que estaba leyendo a José Gómez Hermosillo. El libro de retórica oficial durante casi un siglo—. Y me dijo:
—Hace bien. Porque para aprender a escribir hay que leer a los autores y hay que saber las normas.
Leer a los autores y aprender las normas. Ni Ermilo Abreu Gómez ni Castellanos Quinto me habían enseñado claramente esto. Estaba estudiando retórica porque yo sabía que hay que investigar cómo se hacen las cosas. Si yo me pongo a hacer unos zapatos, no voy a inventar cómo se hacen los zapatos. Sí voy a leer un libro acerca de zapatería y voy a buscar a un buen zapatero para que me diga cómo se cose el cuero... ¿Ves? Todo tiene que ser aprendido.
Con mi hermano Alberto leí, mitad por diversión, mitad por aprendizaje, a Hermosillo para aprender a escribir aunque fuera con un libro del siglo XVIII.
Todavía en la secundaria la pasé sin sentir la pobreza. Pero en la preparatoria ya la sentí y me dolió mucho. Era tan pobre que tenía que pasar un año entero con un solo suéter y un pantalón como única vestidura. Y me duraban enteros quince días y, a partir de entonces, tenía que usarlos remendados. Y de esa manera tenía que andar entre la gente e ir a la escuela con gran vergüenza. Porque me avergonzaba ser pobre. En un poema de Fuego de pobres, cuando yo ya me sostenía con sueldo universitario, digo: “Y reconozco que me importa/ ser pobre, y que me humilla,/ y que lo disimulo por orgullo.” Eso, en mi adolescencia y en mi juventud, era una norma: saber que era pobre pero ocultarlo fingiendo un sentimiento de orgullo.
Imagínate mi tristeza de andar remendado. Porque tenía un gusto —que todavía me dura si lo busco dentro de mí— por las niñas bonitas y bien vestidas. Y me enamoraba de esas muchachas y sin tener ninguna esperanza: no tenía ni siquiera para invitarlas a un café o un refresco. Y con la traza que yo tenía… En ese tiempo, además, era muy flaco. Yo me enamoraba muy fácilmente.
Estuve muy enamorado de Margarita, una muchacha a la cual nunca le dije nada de eso. Y ella, de alguna manera, me buscó cuando ya teníamos más de setenta años. Le dije que acercara la boca y la besé en los labios con un deseo cumplido después de decenas de años. Luego, a pesar de que ella quería que nos viéramos, no la busqué. Porque no me atreví a decirle que me iba a quedar ciego en muy poco tiempo.
Una vez estaba, en un corredor de la preparatoria, leyendo un poema que me seducía, “El canto a Morelos” de Amado Nervo: “Eran voces inmortales, voces cósmicas de vida, en un pliegue de la sombra Dios oía, su equilátera pupila con su propia luz divina, daba miedo a los cometas, pavo reales de las noches infinitas, y su boca, aquella boca, que es gemela del abismo, la que saca con un grito de la nada, los enjambres chispeantes de los orbes y los lanza, como trompos colosales al vacío”, etcétera... Y en eso estaba, cuando llegó a platicar conmigo un compañero de preparatoria que era, posiblemente, el más brillante; el mejor para discutir y el más culto. Él ya hablaba francés e inglés, aprendidos en su casa, a como diera lugar, porque también era un hombre muy pobre, se llamaba Emilio Uranga, filósofo. Llegó y me preguntó:
—¿Qué estás leyendo?
El que yo considero que es el mejor poema que se ha escrito.
Y empecé a leerle en voz alta “El canto a Morelos” y cuando yo estaba en aquella lectura, advertí que él se había ido. Al día siguiente me prestó Entre el clavel y la espada de Rafael Alberti. Y ese fue el primer contacto que yo tuve con la poesía moderna. Así empecé a leer los sonetos de Alberti, que eran completamente distintos de los de Góngora o los de Quevedo y estaban hablando en un idioma diferente.
“El canto a Morelos” de Amado Nervo estaba en un libro de primaria, creo que Rosas de la infancia. Esos libros eran hechos para ilustrar a los niños en la cultura de aquel tiempo. Si no hubiera sido por Emilio Uranga quién sabe cuánto tiempo me hubieran hecho daño esos libros. Porque en lugar de llevarme a algo que se hacía ya en mi tiempo, me llevaban a lo que hacían en el tiempo en que se escribían esos libros; es como decir: “Yo no soy un hombre de mi tiempo. Soy un hombre del tiempo de mi mamá”.
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*Tomado del libro De otro modo el hombre. Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño. El Colegio Nacional. México, 2008. 98 pp.

Rubén corazón de león*

2/Febrero/2013
Milenio
Vicente Quirarte

Dice un refrán kukuana: “Una lanza afilada no necesita brillo”.
Sir Henry Rider Haggard, Las minas del Rey Salomón
Todo niño es un héroe y es un brujo. La diferencia es que Rubén Bonifaz Nuño, leal a su infante interior, lector tanto de Homero como de Harry Potter, con el paso de los años ha continuado siendo mago y héroe. La refinada y exigente alquimia de sus versos lo ha conducido a transformar la miseria cotidiana en un as de oros que permite la entrada a ciudades fundadas sobre el canto. La atracción por el ser más prodigioso de la creación, escrito con cinco letras, lo ha llevado a hacer de la emoción inmediata poemas de amor que vencen las edades y ya forman parte no solo de nuestro canon sino, lo que es más difícil e infrecuente, de nuestro patrimonio espiritual.
Su inmersión en los trabajos y los días de los antiguos mexicanos lo ha llevado a encarnar las múltiples máscaras del héroe, desde Temilotzin de Tlatelolco, guerrero y cantor de la amistad, hasta el indígena anónimo que, a la pregunta del conquistador de dónde podía encontrar grandes señores, respondió, espontáneo y seguro: “Aquí todos somos grandes señores”.
El heroísmo de Rubén Bonifaz, al frente de su Seminario de Traducción Latina y la revista Chicomoztoc, ha consistido en buscar nuevos escudos para defender la dignidad de una parte esencial de nuestra herencia. Su estoicismo nace además de soportar calladamente los trabajos del solitario, de ejercer la caridad sin hacerla pública, de afianzar la mano fraterna sin decirlo. “Yo amé, se hace insigne en mi memoria, el honor del peligro”, escribe el poeta. La vida es el más peligroso y noble y canalla de los oficios, contesta el hombre. En nuestro héroe Rubén, ambos deberes se cumplen y se nutren. Cada uno de sus versos y de sus actos vitales es una apuesta total al arte de vivir.
Muchas son las imágenes que guardo en la memoria acerca de mi maestro. Algunas no las viví, pero a través de sus palabras las he imaginado. Fausto Vega, amigo de Bonifaz desde su juventud, podrá dar mejor testimonio de aquellas caminatas juveniles desde el viejo barrio universitario hasta la calle de Frontera, donde vivía Rubén. Caminatas de joven, de rebelde, de inconforme, cofradía de seres luminosos que se afanaban en su oscuridad y en asomarse a las fiestas, “ávidos de tiernas compañías”.
Me gusta imaginarlo asimismo el día de la victoria aliada, en compañía de su maestro de francés, don Luis R. Cuéllar. Sorprendidos por la noticia, comenzaron a cantar “La Marsellesa” en compañía de quienes en ese momento se hallaban en la plaza mayor de México. En una fotografía de los hermanos Mayo, así como en las películas existentes sobre el movimiento del 68, aparece registrada la marcha de silencio, encabezada por el rector Javier Barros Sierra. A su lado camina el poeta Rubén Bonifaz Nuño, que en ese entonces traducía uno de los libros que mejor reflejan el amor y la cólera de esos días: Cayo Valerio Catulo, merced a sus traducciones, volvía a ser nuestro contemporáneo. “Toda juventud es sufrimiento”, inicia ese texto estremecedor y formador de quienes en ese instante, al igual que Catulo, se enfrentaban al mundo con la entrega y la energía de sus años verdes.
Sé que no estoy solo cuando afirmo que Rubén Bonifaz Nuño es uno de los grandes acontecimientos de mi vida. Prácticamente no pasa un día sin que lo cite, mencione o recuerde alguna de sus múltiples enseñanzas, desde sus invaluables, irrepetibles lecciones poéticas y gramaticales hasta la sabiduría amorosa que tiene mejores resultados en quien recibe el consejo que en quien lo da. Como la montaña, Rubén siempre está allí, sincero en sus dolores, estoico en la carcajada de niño que lleva a la práctica su idea de que escribir poesía es como jugar. Lo dice muy seriamente porque cuando jugamos, nadie nos obliga, y estamos realizando una actividad que nos hace libres. Igual la poesía. Escribe Luis Miguel Aguilar, a partir de unas palabras de Cesare Pavese: “Solo hay un modo de hacer algo en la vida. Consiste en ser superior a lo que haces”.
Traductor de los clásicos grecolatinos, heterodoxo y valiente lector de los antiguos mexicanos, es sobre todo nuestro primer forjador de cantos, como se llamaba al poeta en la Gran Tenochtitlan. Sus palabras consuman la alianza con el prójimo, la mujer amada o la ciudad, “sitio y raíz de solidaridad, ámbito del amor sensual y de la fraternal comunicación.” En sus versos se testimonia la entrada de la lluvia, la consagración de la primavera en el cuerpo femenino, la cotidiana derrota del hombre de la calle y su capacidad de resistir, la valerosa alegría con que enfrenta la inminencia de la sombra. Hacer parte nuestra sus poemas nos templa el alma y blinda el heroísmo de existir con dignidad y plenitud.
En caminatas con sus discípulos en La Venta; en páginas de libros como Hombres y serpientes, Escultura azteca en el Templo Mayor, El cercado cósmico; en las páginas lúcidas y provocadoras de su revista Chicomoztoc, Rubén Bonifaz Nuño enseña que las piezas elaboradas por nuestros ancestros, desde la más humilde vasija, utilitaria y cotidiana, hasta los grandes monolitos simbólicos, son acumuladores de energía, formas que nos entregan su mensaje a través de los siglos. Poeta, humanista y hermano mayor, Rubén Bonifaz Nuño, Rubén corazón de león, lujo entre los lujos de la Suave Patria.
*Fragmento del prólogo al libro El honor del peligro, antología de Rubén Bonifaz Nuño publicada en España por Valparaíso Ediciones.