martes, 5 de febrero de 2013

Irradiador: contribución estridentista

5/Febrero/2013
La Jornada
Teresa del Conde

Alertado por determinado material que Carla Zurián incluyó en su libro Fermín Revueltas: constructor de espacios (Instituto Nacional de Bellas Artes, 2002), Evodio Escalante se propuso encontrar ejemplares de una revista que se creía perdida: Irradiador, de la que efectivamente se publicaron tres números, dos aparecidos en 1923 y uno a principios de 1924.
Norma Zubirán Escoto, jefa del Departamento de Filosofía en la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa, acogió el proyecto de reditarla para la colección Espejos de la memoria, una vez que Escalante logró recuperar los originales que suponía quizá inexistentes, en el archivo de los señores Gallardo Topete y Gallardo Cabrera, hijo y nieto, respectivamente, del poeta estridentista Salvador Gallardo (1893-1981), cuyo poema Jardín aparece en la página opuesta a una xilografía de Jean Charlot que representa a un tlameme muy estilizado de corte vanguardista, distinto de posteriores trabajos del artista e historiador francés.
Revista de pocas páginas, tamaño tabloide, con ilustraciones de gran interés que reprodujeron muy bien en la redición, la valía de ésta radica en buena medida en los ensayos de presentación que anteceden a los tres números, a cargo del propio Evodio Escalante y de Serge Fauchereau, a quien debemos fundamentales inserciones de episodios artísticos latinoamericanos y específicamente mexicanos en un contexto europeo.
Escalante continúa y enriquece un tema que ya había abordado en Evolución y caída del estridentismo (Conaculta- Ediciones Sin Nombre 2002).
Deseo especificar que esta nueva contribución suya al tema no contiene información ni interpretaciones provenientes de este libro anterior, referido a la recepción crítica del estridentismo.
Concedemos que ni éste ni otros trabajos de diversos autores sustituyen el indispensable volumen El estridentismo, de Luis Mario Schneider, publicado en 1970.
El autor inicial comenta con detalle los tres números de Irradiador, haciendo ver, v.gr., que la primera colaboración mexicana de Jorge Luis Borges no es la referida a Contemporáneos, pues su poema Ciudad apareció en el número 1 de Irradiador, cuya edición y dirección se deben a Manuel Maples Arce junto con Fermín Revueltas.
No obstante, según su criterio, el protagónico poeta Maples Arce no es el teórico del movimiento, este papel quedará reservado a Arqueles Vela y a Germán List Arzubide.
Mencionando a Theodor Adorno, se hace ver que lo que el estridentismo intenta rescatar es el elemento disonante en su pureza (eso pareció ser una moda de época y habría que relacionarlo con la historia de los inicios de la radiodifusión) y que hay un rasgo compulsivo en el término estridentismo.
Como advierte Serge Fauchereau, incluso el vocablo es deudor de otra fuente, que asigna al poeta Jules Laforgue (1921). Dos años después la estridencia se ha convertido en un tejido de voces recogiendo a varios literatos y a los pintores y grabadores Fermín Revueltas, Jean Charlot, Diego Rivera, Leopoldo Méndez (con una hermosa composición moderna que no preludia sus también admirables creaciones nacionalistas).
Queda también ilustrada la foto Steel, de Edward Weston, tomada en Ohio y la fotografía de una escultura de Guillermo Ruiz, muy deudora de Barlach y de Gaudier Breska. Además de eso, hay tres anuncios publicitarios de gran valía plástica, armados con elementos art deco, ¿Se deberán también a Fermín Revueltas? Ambos anuncian cigarros, el primero los Elegantes y el segundo los Radio, con logotipo de emisora, promovidos por El buen tono.
Estas viñetas están entre los más atractivos y connotativos aportes visuales junto a la fotografía del paisaje al óleo de Revueltas, titulado El restorán.
Las viñetas publicitarias no acusan autor. A Diego Rivera se le atribuye un caligrama la verdad no muy notable. De su inicial R irradian epítetos como rastacueros y rotitos en una dirección a la que se contraponen recomendaciones para la salud política y cultural desprendidas de la D, como despiértense o desasnaremos, este último en relación con la medicina que pemitirá cancelar la momiasnocracia nacional –referida a la época de Álvaro Obregón y José Vasconcelos– que es la estridentina.
Hay parecidas boutades en muchos otros movimientos de años un poco anteriores, por ejemplo en El urinal musical, de Philipe Soupault, o en el Manifiesto del Sr. Antipirina, de Tzara (1918). ¿Es el estridentismo una vanguardia?, o más bien recoge voces del tiempo, las mismas que generaron las disonancias no sólo en Dada, en el Futurismo o el Ultraísmo español, sino también en James Joyce, que culminaron en 1922 con la publicación de Ulysses y el inicio escritural de lo que vendría a ser Finnegans Wake.

sábado, 2 de febrero de 2013

EL RE-CENTRALISMO Y TIERRA ADENTRO

2/Febrero/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

¿De verdad la revista Tierra Adentro de Conaculta se desarrolló para descentralizar la literatura mexicana?

Desde su primera época, ha consistido en una “permanente conjunción de autores y artistas mexicanos consagrados con jóvenes mexicanos, la gran mayoría de provincia”, como escribió Víctor Manuel Cárdenas en 2004–2005, al recordar los 30 años de la revista.

Tierra Adentro ha publicado a los “grandes” y a las “promesas” de eso que algunos se empeñan en llamar “provincia”, como por nostalgia de la Colonia.

Por desgracia, la revista nunca quiso dejar ir el paternalismo y cumplir cabalmente su misión: descentralizar e impulsar la literatura joven democráticamente.

Pero si la revisamos en los años ochenta y noventa, hay apariciones significativas de escrituras ex–céntricas o nuevas: literaturas diferentes.

E incluso en tales mejores momentos, se aferró al centralismo. Véanse sus portadas e índices: primero Los Maestros.

Su tradicionalismo creció en la última década; como para desandar camino y reencerrar todo en el viejo modelo arborescente, como su logo actual ilustra ¿involuntariamente?

Hoy en Tierra Adentro se leen, sobre todo, autorías muy reconocidas. Y a nadie parece importarle esa incongruencia.

No faltan reseñas de libros de editoriales transnacionales. 

El perfil de Tierra Adentro ya es indistinguible de las revistas mainstream.

Los descubrimientos o las novedades han decrecido y cuando aparecen lo hacen en una esquina de la revista o rodeadas de lo canónico.

Por otro lado, como retrato de las artes jóvenes en todo el país, Tierra Adentro nunca ha sido sistemática.

Tierra Adentro ya es otra sede más del Canon Hecho en Cd. de México; una remezcla —incluido diseño cool— de Letras Libres, Nexos y La Tempestad.

Por cierto, con sus mismos reseñistas, y pagada con presupuesto público.

La revista parece haber renunciado casi completamente a su proyecto inicial: la descentralización, que hoy cumple menos que nunca. ¿Por inercia? ¿Olvido? ¿O, de plano, amor al Centro, al Canon y al Gran Árbol?

Debe acabarse la presencia pastoral de los consagrados por la crítica y las editoriales dominantes. Tales autorías no deben publicar ahí.

Tierra Adentro debería ser para menores de 35 años —sin necesidad de padrinos o madrinas—; ser una revista realmente de poesía y narrativa jóvenes.

Respecto a la crítica, ya no debe reseñarse (o conmemorarse) literatura canónica nacional o extranjera, como hoy ocurre.

Tierra Adentro podría difundir libros de editoriales pequeñas y colecciones locales; novedades y rescates de las diversas geografías mexicanas.

Ser una revista con criterios de colaboración transparentes.

Pero lo más probable es que Tierra Adentro siga siendo otra capital más donde el canon se auto-administra, y se manifiesta en grande lo que hoy domina: el Re-Centralismo.

Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño (fragmentos)*

2/Febrero/2013 Laberinto
Josefina Estrada

Erasmo Castellanos Quinto fue mi maestro de Literatura en el primer año de la preparatoria. Él era ya un maestro muy famoso; inclusive, por su ropa. Vestía con elegantes trajes de hombros muy anchos. Decía que la belleza del hombre se veía en la anchura de los hombros como se narra en la Odisea de Homero. Vestía el traje elegantísimo —gris claro, siempre— y usaba zapatos tenis. Y tenía barba larga y cabello blanco. […]
Castellanos Quinto, al final de cada una de sus clases dedicaba los últimos diez minutos a hacer lo que el llamaba ejercicios, todos los alumnos teníamos que pasar al frente a hacer discursos o ensayos o poemas, según la voluntad de cada uno. Y fue entonces cuando empecé a tratar de escribir poemas, de hacer versos.
Y en ese tiempo entré en contacto íntimo con los amigos que iban a ser para toda mi vida: primero con Fausto Vega a quien conocía ya de la secundaria, luego con Ricardo Garibay; después se juntó con nosotros Jorge Hernández Campos. Y con ellos tres hice no sólo en común la adolescencia sino gran parte de la juventud. Era una relación de competencia, de lucha constante y de aprendizaje, de unos con otros, porque cada uno se estaba esforzando en ser mejor que el otro. Todos reconocíamos —así lo decía el maestro Castellanos Quinto—, que el mejor poeta era Jorge Hernández Campos. […]
Castellanos Quinto decía que la gloria del poeta era la máxima aspiración del hombre. Que él mismo había aspirado durante toda su vida a tener esa gloria. Muchas ocasiones nos decía versos suyos que a nosotros nos parecían maravillosos. Luego los leí y, en realidad, no lo son. No son lo que yo esperaba. Publicó un libro que se llama Del fondo del abra, donde él mismo diseñaba las viñetas; una edición hecha manualmente por él. Tengo un ejemplar.
Yo estoy convencido de que no existe la gloria del poeta. Eso es un pensamiento vanidoso, diría que casi femenino. Es como enorgullecerse por unos zapatos. La gloria del poeta no es gloria, es un fruto. Es el placer de trabajar. Para mí, el placer era estar en la máquina, escribiendo. Eso estaba por encima de toda gloria. La poesía para mí es acto de libertad; si yo me pongo una norma para poder escribirla, ya deja de ser libre. Estoy de acuerdo cuando Gutiérrez Nájera escribió: “Yo escucho nada más y dejo abiertas de mi curioso espíritu las puertas, los versos entran sin pedir permiso…”. Claro que para que los versos entren sin pedir permiso, se necesita una técnica perfectamente dominada porque si no, entrarían versos mal hechos.
En último término, el saber versificar, saber escribir, me ha hecho vivir muy cómodamente en la vida. Me lo han pagado bien siempre. Cuando gané el primer premio de Aguascalientes —en 1946, a los 22 años— llegué a la casa con dos mil 500 pesos. Mi padre nunca había visto ese dinero junto. Después de trabajar muchos años. Él siempre tuvo confianza en mí en lo que yo hacía. Y nunca tomó cuenta sino que me dejó completamente libre. Siempre confió en que yo podía hacer las cosas bien. La figura fuerte y constante en la vida fue mi mamá. El amor de mi mamá que era como el de todas las mamás de cuentos.
Como podrás ver, yo tuve un maravilloso complejo de Edipo. Nunca busqué a nadie como ella; sabía que no la encontraría… Mi mamá era una criatura perfecta.
Julio Jiménez Rueda también fue mi maestro de Literatura en la preparatoria. Aprendí lo que se aprende con todo gran maestro. Siempre me quiso como alumno especial. Una lección de él, que recordaré siempre, es la siguiente: yo iba en camión, subió él —iba el camión lleno—, y le cedí el lugar. Me paré delante de él —cogiéndome del tubo de donde se colgaban los pasajeros— y empezamos a platicar. Me preguntó que qué estaba haciendo y le dije que estaba leyendo a José Gómez Hermosillo. El libro de retórica oficial durante casi un siglo—. Y me dijo:
—Hace bien. Porque para aprender a escribir hay que leer a los autores y hay que saber las normas.
Leer a los autores y aprender las normas. Ni Ermilo Abreu Gómez ni Castellanos Quinto me habían enseñado claramente esto. Estaba estudiando retórica porque yo sabía que hay que investigar cómo se hacen las cosas. Si yo me pongo a hacer unos zapatos, no voy a inventar cómo se hacen los zapatos. Sí voy a leer un libro acerca de zapatería y voy a buscar a un buen zapatero para que me diga cómo se cose el cuero... ¿Ves? Todo tiene que ser aprendido.
Con mi hermano Alberto leí, mitad por diversión, mitad por aprendizaje, a Hermosillo para aprender a escribir aunque fuera con un libro del siglo XVIII.
Todavía en la secundaria la pasé sin sentir la pobreza. Pero en la preparatoria ya la sentí y me dolió mucho. Era tan pobre que tenía que pasar un año entero con un solo suéter y un pantalón como única vestidura. Y me duraban enteros quince días y, a partir de entonces, tenía que usarlos remendados. Y de esa manera tenía que andar entre la gente e ir a la escuela con gran vergüenza. Porque me avergonzaba ser pobre. En un poema de Fuego de pobres, cuando yo ya me sostenía con sueldo universitario, digo: “Y reconozco que me importa/ ser pobre, y que me humilla,/ y que lo disimulo por orgullo.” Eso, en mi adolescencia y en mi juventud, era una norma: saber que era pobre pero ocultarlo fingiendo un sentimiento de orgullo.
Imagínate mi tristeza de andar remendado. Porque tenía un gusto —que todavía me dura si lo busco dentro de mí— por las niñas bonitas y bien vestidas. Y me enamoraba de esas muchachas y sin tener ninguna esperanza: no tenía ni siquiera para invitarlas a un café o un refresco. Y con la traza que yo tenía… En ese tiempo, además, era muy flaco. Yo me enamoraba muy fácilmente.
Estuve muy enamorado de Margarita, una muchacha a la cual nunca le dije nada de eso. Y ella, de alguna manera, me buscó cuando ya teníamos más de setenta años. Le dije que acercara la boca y la besé en los labios con un deseo cumplido después de decenas de años. Luego, a pesar de que ella quería que nos viéramos, no la busqué. Porque no me atreví a decirle que me iba a quedar ciego en muy poco tiempo.
Una vez estaba, en un corredor de la preparatoria, leyendo un poema que me seducía, “El canto a Morelos” de Amado Nervo: “Eran voces inmortales, voces cósmicas de vida, en un pliegue de la sombra Dios oía, su equilátera pupila con su propia luz divina, daba miedo a los cometas, pavo reales de las noches infinitas, y su boca, aquella boca, que es gemela del abismo, la que saca con un grito de la nada, los enjambres chispeantes de los orbes y los lanza, como trompos colosales al vacío”, etcétera... Y en eso estaba, cuando llegó a platicar conmigo un compañero de preparatoria que era, posiblemente, el más brillante; el mejor para discutir y el más culto. Él ya hablaba francés e inglés, aprendidos en su casa, a como diera lugar, porque también era un hombre muy pobre, se llamaba Emilio Uranga, filósofo. Llegó y me preguntó:
—¿Qué estás leyendo?
El que yo considero que es el mejor poema que se ha escrito.
Y empecé a leerle en voz alta “El canto a Morelos” y cuando yo estaba en aquella lectura, advertí que él se había ido. Al día siguiente me prestó Entre el clavel y la espada de Rafael Alberti. Y ese fue el primer contacto que yo tuve con la poesía moderna. Así empecé a leer los sonetos de Alberti, que eran completamente distintos de los de Góngora o los de Quevedo y estaban hablando en un idioma diferente.
“El canto a Morelos” de Amado Nervo estaba en un libro de primaria, creo que Rosas de la infancia. Esos libros eran hechos para ilustrar a los niños en la cultura de aquel tiempo. Si no hubiera sido por Emilio Uranga quién sabe cuánto tiempo me hubieran hecho daño esos libros. Porque en lugar de llevarme a algo que se hacía ya en mi tiempo, me llevaban a lo que hacían en el tiempo en que se escribían esos libros; es como decir: “Yo no soy un hombre de mi tiempo. Soy un hombre del tiempo de mi mamá”.
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*Tomado del libro De otro modo el hombre. Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño. El Colegio Nacional. México, 2008. 98 pp.

Rubén corazón de león*

2/Febrero/2013
Milenio
Vicente Quirarte

Dice un refrán kukuana: “Una lanza afilada no necesita brillo”.
Sir Henry Rider Haggard, Las minas del Rey Salomón
Todo niño es un héroe y es un brujo. La diferencia es que Rubén Bonifaz Nuño, leal a su infante interior, lector tanto de Homero como de Harry Potter, con el paso de los años ha continuado siendo mago y héroe. La refinada y exigente alquimia de sus versos lo ha conducido a transformar la miseria cotidiana en un as de oros que permite la entrada a ciudades fundadas sobre el canto. La atracción por el ser más prodigioso de la creación, escrito con cinco letras, lo ha llevado a hacer de la emoción inmediata poemas de amor que vencen las edades y ya forman parte no solo de nuestro canon sino, lo que es más difícil e infrecuente, de nuestro patrimonio espiritual.
Su inmersión en los trabajos y los días de los antiguos mexicanos lo ha llevado a encarnar las múltiples máscaras del héroe, desde Temilotzin de Tlatelolco, guerrero y cantor de la amistad, hasta el indígena anónimo que, a la pregunta del conquistador de dónde podía encontrar grandes señores, respondió, espontáneo y seguro: “Aquí todos somos grandes señores”.
El heroísmo de Rubén Bonifaz, al frente de su Seminario de Traducción Latina y la revista Chicomoztoc, ha consistido en buscar nuevos escudos para defender la dignidad de una parte esencial de nuestra herencia. Su estoicismo nace además de soportar calladamente los trabajos del solitario, de ejercer la caridad sin hacerla pública, de afianzar la mano fraterna sin decirlo. “Yo amé, se hace insigne en mi memoria, el honor del peligro”, escribe el poeta. La vida es el más peligroso y noble y canalla de los oficios, contesta el hombre. En nuestro héroe Rubén, ambos deberes se cumplen y se nutren. Cada uno de sus versos y de sus actos vitales es una apuesta total al arte de vivir.
Muchas son las imágenes que guardo en la memoria acerca de mi maestro. Algunas no las viví, pero a través de sus palabras las he imaginado. Fausto Vega, amigo de Bonifaz desde su juventud, podrá dar mejor testimonio de aquellas caminatas juveniles desde el viejo barrio universitario hasta la calle de Frontera, donde vivía Rubén. Caminatas de joven, de rebelde, de inconforme, cofradía de seres luminosos que se afanaban en su oscuridad y en asomarse a las fiestas, “ávidos de tiernas compañías”.
Me gusta imaginarlo asimismo el día de la victoria aliada, en compañía de su maestro de francés, don Luis R. Cuéllar. Sorprendidos por la noticia, comenzaron a cantar “La Marsellesa” en compañía de quienes en ese momento se hallaban en la plaza mayor de México. En una fotografía de los hermanos Mayo, así como en las películas existentes sobre el movimiento del 68, aparece registrada la marcha de silencio, encabezada por el rector Javier Barros Sierra. A su lado camina el poeta Rubén Bonifaz Nuño, que en ese entonces traducía uno de los libros que mejor reflejan el amor y la cólera de esos días: Cayo Valerio Catulo, merced a sus traducciones, volvía a ser nuestro contemporáneo. “Toda juventud es sufrimiento”, inicia ese texto estremecedor y formador de quienes en ese instante, al igual que Catulo, se enfrentaban al mundo con la entrega y la energía de sus años verdes.
Sé que no estoy solo cuando afirmo que Rubén Bonifaz Nuño es uno de los grandes acontecimientos de mi vida. Prácticamente no pasa un día sin que lo cite, mencione o recuerde alguna de sus múltiples enseñanzas, desde sus invaluables, irrepetibles lecciones poéticas y gramaticales hasta la sabiduría amorosa que tiene mejores resultados en quien recibe el consejo que en quien lo da. Como la montaña, Rubén siempre está allí, sincero en sus dolores, estoico en la carcajada de niño que lleva a la práctica su idea de que escribir poesía es como jugar. Lo dice muy seriamente porque cuando jugamos, nadie nos obliga, y estamos realizando una actividad que nos hace libres. Igual la poesía. Escribe Luis Miguel Aguilar, a partir de unas palabras de Cesare Pavese: “Solo hay un modo de hacer algo en la vida. Consiste en ser superior a lo que haces”.
Traductor de los clásicos grecolatinos, heterodoxo y valiente lector de los antiguos mexicanos, es sobre todo nuestro primer forjador de cantos, como se llamaba al poeta en la Gran Tenochtitlan. Sus palabras consuman la alianza con el prójimo, la mujer amada o la ciudad, “sitio y raíz de solidaridad, ámbito del amor sensual y de la fraternal comunicación.” En sus versos se testimonia la entrada de la lluvia, la consagración de la primavera en el cuerpo femenino, la cotidiana derrota del hombre de la calle y su capacidad de resistir, la valerosa alegría con que enfrenta la inminencia de la sombra. Hacer parte nuestra sus poemas nos templa el alma y blinda el heroísmo de existir con dignidad y plenitud.
En caminatas con sus discípulos en La Venta; en páginas de libros como Hombres y serpientes, Escultura azteca en el Templo Mayor, El cercado cósmico; en las páginas lúcidas y provocadoras de su revista Chicomoztoc, Rubén Bonifaz Nuño enseña que las piezas elaboradas por nuestros ancestros, desde la más humilde vasija, utilitaria y cotidiana, hasta los grandes monolitos simbólicos, son acumuladores de energía, formas que nos entregan su mensaje a través de los siglos. Poeta, humanista y hermano mayor, Rubén Bonifaz Nuño, Rubén corazón de león, lujo entre los lujos de la Suave Patria.
*Fragmento del prólogo al libro El honor del peligro, antología de Rubén Bonifaz Nuño publicada en España por Valparaíso Ediciones.

jueves, 31 de enero de 2013

"El realismo mágico es un disparate"

31/Enero/2013
El Universal
Paula Escobar/El Mercurio/Chile/GDA

La música clásica se escucha desde afuera.

Son las dos de la tarde en New Haven. Cerca de la calle Whitney, en uno de los más bonitos y tradicionales barrios de esta ciudad -sede de la Universidad de Yale-, vive una leyenda de la crítica literaria, Harold Bloom.

La belleza de los árboles en el fin del otoño, la rusticidad elegante de su casa, de tres pisos y madera, la puerta sin llave, un auto antiguo en la puerta. La música que lo acompaña siempre.

Son presagios de quien está más allá de la puerta, y grita "entre, está abierto", adivinando quien viene, sin miedo a nada.

Se para con su bastón, le cuesta caminar a sus 82 años, y se sienta de nuevo en su lugar favorito, la cabecera de la mesa de comedor, llena de libros, cartas y hojas amarillas de bloc, donde anota sus clases, los poemas que les dará a leer a sus alumnos, y su agenda, que maneja con celo. Con una mano en el teléfono ?no le gusta el mail, sino el teléfono- y otra en su lápiz, anota cada compromiso y va revisando sus meses venideros. Aunque ya no tiene la vida vertiginosa de antes, sigue dando clases dos veces por semana. Este semestre enseña un curso sobre Shakespeare, y otro de poesía. Y, además, recibe a sus alumnos durante la semana, en grupos de dos o tres, mientras la energía no se le agota.
Habla lento, pausado, a veces como susurrando, en un inglés perfecto y bien pronunciado, eligiendo cada palabra con precisión. Ofrece té y galletas, lo mismo que les prepara a sus alumnos.

Su mujer por más de 50 años, Jeanne, buenamoza, elegante, discreta, aparece y saluda. "Voy a dar un paseo", dice y se despide. Bloom se queda mirándola mientras se va.

Nacido en Nueva York y criado en el Bronx, Harold Bloom ha tenido una influencia inusitada en la escena literaria. Ha publicado más de 20 libros, traducidos a más de 40 idiomas, entre ellos La ansiedad de la influencia, La anatomía de la influencia y Shakespeare: La invención de lo humano. No sólo es uno de los intelectuales que más ha estudiado a Shakespeare, sino que también la influencia de éste y otros autores sobre los demás. También, a través de su libro El canon occidental, ha sido figura clave en decidir quién está en el Olimpo literario mundial y quién no. Ganador de la beca para "genios", Mac Arthur Fellowship, en 1985, es Sterling Memorial Professor de la U. de Yale hace 57 años.

-¿Volvería a escoger a los mismos latinoamericanos de nuevo en el canon occidental?
-No. No. Fue arbitrario. Yo quería escoger a dos autores latinoamericanos escribiendo en español, profundamente influenciados por Walt Whitman. Si tuviera que hacerlo de nuevo ahora, probablemente incluiría a César Vallejo, que pienso que es un mejor poeta que Neruda. Neruda, en sus mejores momentos, es remarcable. Y Borges es un caso muy especial. Sus mejores trabajos no fueron poemas.

-¿Cuáles fueron?
-Esos extraños cuentos, que, a pesar de eso, los encuentro un poco repetitivo. Siguen un cierto modelo. Él fue un escritor derivativo. Y tuvo la brillantez de ocultar eso enfatizándolo.

-¿Y qué pasa con Neruda? Lo volvería a poner en el canon?
-En su mejor momento, realmente evoca a Whitman. Pero es infrecuente. Es infrecuente...Vallejo es un poeta más interesante.

-¿Usted nunca conoció a Neruda?
-No, no.

-¿Cómo lo descubrió? ¿Después del Nobel?

-No, ya lo estaba leyendo. Tenía varios amigos que lo leían, incluyendo a uno que lo tradujo. Así lo conocí.

-Y aparte de Vallejo, ¿algún otro escritor latinoamericano que incluiría en el canon?
-Probablemente Gabriela Mistral. Tiene autenticidad, porque es sombrío... lo que es muy bonito. (Piensa un rato, mira por la ventana). Octavio Paz es probablemente un mejor poeta que todos ellos. Paz, en sus mejores momentos, es remarcable.

-¿Se conocieron bien?
-Sí, nos conocimos bastante. Poeta remarcable, hombre muy extraño. Tenía ideas muy raras.

-¿Cómo cuáles?
-Creía en el yoga tántrico.

-¿Cómo lo supo usted?
-¡Él me dijo!

-¿En serio?
-Claro. Se había casado con una señora de la India, y decidió... me ruboriza decir esto, estoy muy viejo -sonríe -. Él pensaba que sus ideas sobre yoga tántrico podrían liberar su sexualidad. Muy extraño. Muy mesiánico. Ciertamente un maravilloso poeta. Su libro, Sor Juana Inés de la Cruz, es maravilloso. Probablemente lo mejor que escribió.

-¿Cuál cree usted que es la contribución de la literatura latinoamericana? ¿Qué piensa, por ejemplo, del realismo mágico?
-(Carraspea y mira fijo, moviendo la cabeza). Al novelista mexicano Juan Rulfo lo encuentro mucho más interesante que el tardío García Márquez o Cortázar (pronuncia bien el español).
Rulfo era muy interesante. Pero el realismo mágico es un disparate. La idea es tonta. Es la descripción del futuro de la fantasía, que pasa a través de todas las edades y religiones. No fue bueno.

-¿Por qué cree que fue tan exitoso como tendencia en Estados Unidos y Europa?
-Las modas suben y bajan... de la misma manera que los vestidos y faldas de las mujeres suben y bajan... No significa nada. En una perspectiva más larga no importa.

-Pero hizo una gran diferencia en los escritores latinoamericanos que fueron catalogados dentro de esta tendencia.
-Claro, ciertamente les ayudó a tener una audiencia.
Toma agua, piensa un poco y dispara: "Chile me sorprende. No es parecido a ningún otro país... hay algo sobre Chile que es muy extraño. Extraño y largo país. Parece una serpiente, ¿verdad?¿A cuántas horas está Chile?".
-Doce.
-¿Non stop? -y hace un gesto de agobio-. ¡Estar en un avión por doce horas me mataría!

-Hablemos de Nicanor Parra, a quien usted ha elogiado. ¿Por qué le gusta?
-Bueno, no son antipoemas, como dicen, son poemas. Son meditaciones, a veces alegres, pero frecuentemente muy plañideras y tristes. Y él tiene mucho autoconocimiento, conoce sus propias limitaciones. Ha tenido muchas experiencias de vida. ¡Quizás cuántas mujeres!
Llega el correo, el cartero se lo deja sin golpear, adentro. Le llega un queso en una caja de cartón muy elegante de Williams Sonoma. Y cartas de alumnos y libros. Una postal: un hombre y una mujer que no se miran; el hombre tiene una pierna quebrada.

-¿Ustedes no se han conocido con Parra, no?
-No, no. Hemos hablado por teléfono y cartas.

-¿Usted cree que Parra merece el premio Nobel?
-No se lo darán, porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno. Pero sí, él se lo merece. Su poesía es vibrante e interesante. Pero dudo que se lo den.

-Tiene una tradición muy distinta a la de Neruda y de Walt Whitman.
-Hay un toque de Walt Whitman. Él me ha dicho que está muy interesado en Whitman... supongo que tradiciones francesas como el surrealismo y el dadá tienen algo que ver con sus inicios -dice y reflexiona.
Se queda pensando. "Tiene mucho humor..., pero no le darán el Nobel. Eso es muy malo".

"Me queda tan poco tiempo"

Por su ventana se ve el invierno por venir en Connecticut. El frío que comienza a calar

hondo, las ardillas que lo evaden en los troncos, hojas doradas en el suelo y muchas flores. En su mesa, un jarrón de rosas blancas. Y muchos libros, algunos ordenados y reverenciados, otros en total desorden, lo rodean. Mientras habla a veces se toca los ojos, tratando de encontrar las palabras, o quizás espantando la fatiga que lo amenaza siempre. Dice que duerme poco y a saltos, que no tiene mucha energía, que vive exhausto.

Sin embargo, nada de eso es coherente con su agenda, que mira en su mano, llena de clases, visitas de alumnos, viajes a Nueva York. Es como si espantara el fantasma del cansancio invocándolo a cada rato.

-¿Cómo se siente ser el más influyente y controvertido crítico de nuestro tiempo, según The New York Times?
-¡No sé de quién estás hablando! -se ríe.

-Debe ser una enorme responsabilidad...

-(Hace la señal de negación con la cabeza, cierra los ojos). ¡Es ridículo!, es como si yo te dijera: ¿cómo te sientes ser tú? ¡Es sólo tu vida!

-Pero el The New York Times...
-¿Y a quién le importa lo que dicen? Pasados los 80, ya no te preocupas de esas cosas. ¿Para qué?

-¿Cómo ha vivido con ser la voz que decide quién tiene valor literario o no?
-Nadie puede hacer eso. El valor literario nunca es establecido por un crítico particular o un grupo de críticos. El valor literario se establece por generaciones de poetas, novelistas y dramaturgos que han tenido que luchar contra la influencia de escritores particulares, una influencia que consideran ineludible. Y haciendo eso, establecen su valor. Realmente no importa lo que dices de ellos.

-Pero usted ha sido un crítico muy influyente.
-La única influencia que he tratado de tener o que realmente he tenido es que este es mi 57 año como profesor. Desde que estuve enfermo, hace cuatro años, ya no hago charlas ni conferencias. Sólo enseño a este grupo de 12 jóvenes seleccionados. Vienen aquí uno a uno, o en grupos. Eso es lo único que importa, la influencia en el futuro, pero es impalpable, no se puede saber realmente.

-Usted ha vivido dedicado a la literatura. Si volviera atrás, ¿haría lo mismo?
-¿Te refieres a la misma profesión? Creo que yo, claramente, iba a ser un profesor.

Cuenta que desde joven leía y reflexionaba sobre los poemas. Fue un niño precoz y literario. Pero dice que con los años se ha degenerado su disciplina de estudio. Ha escrito -y mucho- sobre lo que denomina "la escuela del resentimiento", que para él implica que la literatura no se lee desde la literatura misma, sino desde otras disciplinas, como la antropología o los estudios feministas. "En vez de ver la belleza y el poder del lenguaje y el pensamiento, ha sido remplazado por preguntas relativas al género, la orientación sexual, teorías estructurales y posestructurales... y disparates de todo tipo. Ha degenerado dentro de una parte de la ciencia social, así es que no estoy seguro de que lo hubiera elegido. Profesor hubiera sido. Quizás me habría convertido en un profesor de historia de las religiones, pero no sé qué habría hecho. Especialmente cuando queda tan poco tiempo".

Dice que de todos modos, en 50 años, ya nadie lo leerá. Y que, quizás, tampoco habrá libros impresos de aquí a 20 años. Que el mundo como lo conocemos se está acabando.

"Habrá lectores, pero será diferente. Y las universidades también serán diferentes, irreconocibles. La persona hablando y la persona escuchando nunca se encontrarán.
Cuarenta mil personas a la vez. Esa no es mi idea ni lo que yo hago. Es todo distinto a lo que he hecho, que he enseñado uno a uno a mis alumnos. ¡Así es que soy un dinosaurio!".
 Lecciones sobre sí mismo
Sus clases son los miércoles y jueves en uno de los edificios más lindos e históricos del campus de Yale. Una gran mesa de madera antigua, rodeada de sillas nobles y antiguas, y un pizarrón del estilo clásico, negro y con tiza blanca. Su docena de elegidos se sienta alrededor, él en la cabecera, y hay un alumno que hace las veces de ayudante, siempre a su derecha.
Llega temprano, alrededor de la una, con un bolso azul que tiene sus libros, los textos que se analizarán en clases, una botella de agua y una bolsa Ziploc con nueces. Cada hora hace un pequeño recreo, se levanta con su bastón, camina y vuelve.

Tiene una memoria prodigiosa. Se sabe, desde la segunda clase, todos los nombres de sus alumnos. Los llama "child", "children", los trata como hijos o nietos, más bien. Los incita a dar sus opiniones, sus análisis de escritores complejos, como Shakespeare, Whitman, Melville o Emily Dickinson. Sólo cuando los alumnos han hablado bastante, él da su visión. Su palidez contrasta con la firmeza de su voz y sus ideas. Mira hacia el frente y comparte su mirada sobre lo leído, sus anécdotas también, sus cavilaciones acerca de autores que ha estudiado.

Cada comentario de los alumnos lo agradece, y los hace leer en voz alta a todos. "Inspira profundamente y lee, Max", dirá, mientras uno de sus alumnos predilectos lee a Whitman o a Dickinson. Max estuvo enfermo algunas semanas, y Bloom le hizo clases vía Skype.
Cuesta imaginar lo que cuenta el mismo Bloom, que antes fue un profesor severo, capaz de decirle a un alumno que su trabajo era tan malo que no merecía calificación.

-¿Cuánto ha cambiado usted como profesor?
-Cuando empecé, antes de operaciones de todo tipo, al corazón y otros desastres, hablaba mucho en clases. No podía dejar de hablar. Sentía que tenía tanto que decir... Me tomó muchos años aprender a quedarme callado y escuchar. Ya no tengo esa energía tampoco. Hablo lo menos posible y los estimulo a que hablen ellos. Creo que sólo en los últimos años me he transformado en un buen profesor. Conozco mucho las materias de las que hablo, y sobre todo estoy interesado en mis alumnos, quiero verlos convertirse en sí mismos. No tengo nietos. No tendré nietos. Y algunos de mis alumnos se convertirán en nietos.

Sigue pensando y mira a través de la ventana.

-Quizás debiera haber dejado de enseñar, pero no quiero. Cuando viene el mal tiempo, lo más frecuente es que la clase sea en esta casa. No es fácil.

-¿Qué habla con sus alumnos cuando lo vienen a ver?
-Lo que más hago es escucharlos. Pero no quiero entrometerme en sus vidas personales.

-Pero le pedirán orientaciones o consejos, ¿no?
-Yo no tengo sabiduría. No sé dónde está la sabiduría. Es decir, sé donde la puedes encontrar.
La puedes encontrar en Shakespeare, Cervantes o Dante, ahí puedes encontrar sabiduría, partes de la verdad. Además, yo estoy más y más consciente de mis propias limitaciones. La vida no funciona deseando mucho algo y obteniéndolo. Con los años ves los monumentos rotos de tus grandes deseos.

-¿Cómo funciona la vida, entonces?
-Simplemente no funciona así... Además, crecí emocionalmente muy despacio. Antes de conocer a Jeanne, me enamoraba cada día de alguna mujer joven. Todo muy confuso. Yo no creo que los remordimientos sean algo bueno para la gente. ¿Tú tienes arrepentimientos? Creo que todos queremos sentir que hemos triunfado en algo, pero yo no siento eso.

-¿Por qué?
-Ni siquiera un poco. A nuestros hijos no les ha ido bien. Jeanne y yo seguimos aquí, pero es porque ella ha sido paciente y sabia. Yo no era ni un buen esposo ni marido. Sólo en los últimos años me he convertido en un buen profesor y no tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo. Desaparecerá.

-Pero usted ha escrito decenas de libros.
-No importan. En 50 años nadie sabrá quién fui. No es que me importe. Sólo espero tener unos siete u ocho años más, seguir enseñando, escribir un poco más. Estar en la compañía de Jeanne. Cuando era joven yo tenía sueños de felicidad, como todos. Pero es un juego, eso no pasa. Incluso la gente más talentosa, como Wallace Stevens, no eran felices consigo mismos.

Se escucha un ruido en la puerta. Se queda en silencio, atento. Sus manos largas y pálidas se apoyan en la mesa, mientras mira hacia la entrada.
-¿David? Entra, hijo.

David, alumno brasileño de menos de 20 años, entra y lo saluda. Ayer vino con sus padres a ver al profesor y tocó piano para todos.

Bloom llama a su mujer, le dice que David tocará de nuevo. El joven se sienta en el piano, algo intimidado. Harold Bloom permanece sentado frente a la mesa. Jeanne, sonriente y sentada en una silla reclinable cerca del piano, cierra los ojos y escucha.

"Yo no tengo sabiduría. No sé dónde está la sabiduría. Es decir, sé donde la puedes encontrar. La puedes encontrar en Shakespeare"

"No se lo darán (el Nobel a Parra), porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno"

"No tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo. Desaparecerá. En 50 años nadie sabrá quién fui"

domingo, 27 de enero de 2013

Leduc. La genuina indiferencia por el prestigio

Enero/2013
Nexos
Carlos Monsiváis

I
“No dejaremos obra perdurable. No/ tenemos de la mosca la voluntad tenaz”. Estas líneas célebres de Renato Leduc (1897-1986) sintetizan su credo poético, en donde la devoción por el lenguaje se enlaza con la (genuina) indiferencia por el prestigio, y por el desdén hacia el Poeta, con las mayúsculas de la obligación, en trance ante la levitación de sus frases, condenado a dramatizar la inspiración, atento tan sólo al círculo restringido, a los-lectores-como-galeotes que de él aguardan el mismo trato. Según Leduc, el crimen sin remisión es tomarse en serio, “profesionalizarse”, hacer poesía con horario. Esto equivale a convertir un don natural en cárcel, burocratizando el impulso adquirido, imprimiéndole características fatales a la vocación lúdica. En oposición a este fantasma, Leduc eligió como modelo al hombre directo y sin recovecos, el “macho cabal”, el periodista enemigo de las falsas complejidades. Con tal de no encajar en ninguno de los estereotipos del poeta adoptados por la modernidad-a-la-mexicana, Leduc optó por el personaje antiintelectual y alegremente bárbaro al que terminó ofrendándole su psicología y su fama pública.

Así descrito, la imagen de Leduc encaja sin problemas en la del “bohemio”, el artista marginal que descree de la disciplina y para quien el arrebato todo lo vindica. Esto, a su pesar, fue Leduc en el espacio del reconocimiento social: el “Último Bohemio”, sumergido en anécdotas y en el santo olor de las malas palabras. Y esta leyenda todavía se interpone entre el lector mexicano y la obra de Leduc, ciertamente rigurosa, producto de una tensión cultural e idiomática, del placer literario que luego su autor desconoció.

¿Por qué fomentó Leduc esta visión calumniosa de su propio y magnífico trabajo? Al recelar de la psicobiografía, me abstengo de imaginar al joven Renato harto a tal punto de la atmósfera de su padre, el escritor modernista Alberto Leduc, que prefiere abandonar las seguridades urbanas y ser telegrafista de las tropas de Pancho Villa. Más bien, me atengo a lo que él escribió. En sus primeros libros de poesía —El aula (1924), Algunos poemas deliberadamente románticos y un prólogo en cierto modo innecesario (1930), y Breve glosa al libro de buen amor (1942)— Leduc es el romántico hostigado por el frenesí de lo contemporáneo, es la elocuencia finisecular neutralizada por el sense of humour del Progreso, es la exquisitez que comparte el espacio con la jubilosa vulgaridad de la calle. De manera obvia, a Leduc le importa exhibir el dominio de la forma que redime puntos de vista e intemperancias, y defrauda al lector moderno con temas y vocabulario del modernismo, y defrauda al lector tradicional introduciendo la voraz, cínica, ansiosa sensibilidad posrevolucionaria:
Pequeños refranes: el que calla otorga.
Oh amada,
que calzas tus frases con chanclos de goma
pero nunca otorgas.
En un mismo poema, Leduc combina el “un dívago viento” y el quick-lunch, o la pequeña estancia que es tibieza y fragancia con el pregón de la lotería Este bárbaro, cara Lutecia, ama el gas neón y Hollywood, pero vive a fondo los ritmos poéticos que ya en los años veinte empiezan a ser tradicionales. En Renato, una ambición siempre presente es la de ser un “clásico inesperado”, o un refinado-sin-que-nadie-así-lo-perciba. Él conoce de manera exhaustiva los recursos lingüísticos, y consagra su impecable oído literario al noble propósito del juego, descripción de sensaciones que es gozo de la forma, o recuento nostálgico interrumpido por la prisa relajienta del claxon. Según Leduc, la poesía es, en lo básico, la más alta cumbre de la inutilidad. ¿Para qué reflexiones filosóficas o incursiones metafísicas, si la poesía puede ser también la pasión por la palabra matizada por la ironía? La “deliberación romántica” de Leduc incluye las ganas de decepcionar de modo simultáneo al Manuel Acuña y al López Velarde que lleva dentro, y de ostentar su erotismo, su burla de las fórmulas consagradas, su rechazo de la vida convencional:
Cansancio de haber nacido
en este
gran siglo empequeñecido,
sin pasión torva o celeste.
Cueste, oh Dios, lo que cueste
mártir mejor, o bandido.
Leduc es, de manera obvia, un lector compulsivo de Salvador Díaz Mirón, Lugones, Luis G. Urbina, López Velarde, Julián de Casal, Jules Laforgue, Baudelaire, y ha estudiado con detalle a los clásicos españoles, del Arcipreste de Hita a Quevedo. Pero su idea de la poesía se funda en Rubén Darío, en la intensidad con que Darío vuelve personajes a los vocablos inesperados, amplía sin cesar el idioma poético, sitúa una esdrújula como provocación cultural, le confiere un aura misteriosa a los paisajes cotidianos a fuerza de adjetivarlos sorpresivamente. Leduc no pretende “actualizar” a Darío, acude a esa herencia para introducir la nueva sensibilidad:
Pequeña coribante de núbiles caderas,
maravillosamente capciosas, como el jazz.
En la “Justificación” a su primera antología, Fábulas y poemas (1966), Leduc es autocrítico:
Por las mismas oscuras razones que ciertos padres se encariñan con el hijo canalla o defectuoso con detrimento de su amor a los mejores, es frecuente entre escritores menospreciar sus obras de mayor aceptación y preferir las menospreciadas por el público. En lo personal me apena tanto la indiferencia de los lectores hacia mi “Epístola a una dama que nunca conoció elefantes” como me sorprende la vieja y sostenida popularidad de ese banal ejercicio de retórica que es mi soneto “Tiempo”.
“Tiempo” es un gran soneto, pero en cierto modo Leduc tiene razón: cada texto suyo es, en su inicio, ejercicio de retórica que, en el camino, suele transformarse en poesía. Él experimentó siempre con el sonido, y con la “vulgaridad” que es, en sus términos, ampliación de territorios poéticos. La suya es, desde el principio, decisión implacable. A Leduc le importa el público no literario, el ajeno a las capillas de los “poetas de ambigua envergadura”, que lee poesía para abastecer con celeridad su repertorio cotidiano. Este público lo reconocerá de modo cuantioso y durante un largo periodo sus lectores serán los continuadores de quienes, a principios de siglo, se aprendían los poemas en pos del deleite musical, y la dicha de la cita que ilumina en cualquier momento la realidad. La excelente “proclama obscena”, Prometeo sifilítico se copió a máquina por décadas, y en las reuniones “bohemias” se recitó sin falta “A tiempo amar y desatarse a tiempo... Acre sabor de las tardes/ que fuimos bizarramente cobardes”. El primer público de Renato fue a tal punto fiel que no requirió incluso de sus libros, le bastaba la memoria. En la “Justificación” ya citada, él explica por qué no seleccionó con más rigor:
Recordé, por ejemplo, que uno de los poemas eliminados lo encontré, recortado de la página literaria de una revista y enmarcado en un cuadrito azul, colgado en la alcoba de una pequeña y romántica prostituta provinciana. Recordé que, cierta noche de tormentosa juerga, en una taberna de Chihuahua, un ferrocarrilero ebrio casi me perdonó la vida cuando se enteró de que yo era el autor de uno que tengo clasificado entre mis peores poemas... Y recordé que alguien me refirió que en el Penal de las Islas Marías, un presidiario recitaba ese verso mío: “Yo que la sufro cerca... tú que la lloras lejos...” cada vez que le atormentaba la imagen de la mujer por cuyo asesinato purgaba larga condena...
Antes de las sucesivas recopilaciones de su obra, Leduc publica dos plaquettes: XV fabulillas de animales, niños y espantos (1957) y Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario, para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles (1964). Él, ya desde su regreso de París en 1942, hace del periodismo su actividad fundamental, y varios de los textos de estas plaquettes son en su origen colaboraciones periodísticas. Así, en las XV fabulillas, la “Tardía dedicatoria al primero pero ya difunto amor del fabulista”, con sus extraordinarias líneas iniciales
Tiempos en que era Dios omnipotente
y el señor don Porfirio presidente.
Tiempos-ay-tan lejanos del presente.
Cándida fe de mi niñez ingrata
muerta al nacer, en plena colegiata
viendo folgar a un cura y una beata
se publica por primera vez como una parte de la sátira política enderezada contra el régimen de Adolfo Ruiz Cortines. Ya para entonces Leduc practica sobre todo lo que considera “poesía de circunstancias”, exhibiciones de la antigua destreza sin otro propósito que la diversión. Lo que fue desplante deviene actitud inalterable. En su visión él ya no es o él nunca quiso ser un poeta solemne sino un versificador popular cuya suprema habilidad consiste en hacer mejor que nadie lo que él ni siquiera se digna recopilar. Tiene tanto éxito en esta versión autodenigratoria, que a su muerte los comentarios necrológicos destacan sin cesar al personaje y sólo mencionan de paso al poeta.

II

Para reparar la lamentable injusticia contra la poesía de Renato Leduc, un primer paso es la recuperación de algunos de sus textos que el no rescató de las publicaciones o, lo más probable, que él simplemente olvidó. “Hay lugar” y “Yo soy el libro” se incluyen en Glosas (Serie “Amigos de Fábula”, edición de 50 ejemplares numerados, México, 1935). Con excepción de “Arcos y charcos”, tomé los demás poemas del semanario de humor Don Timorato (1944-1947), memorable por la calidad de caricaturistas y dibujantes satíricos (Ram, Rafael Freyre, García Cabral, Audiffred, Abel Quezada, Arias Bernal, Alberto Isaac) y por el nivel de los poetas satíricos (los más notorios: Leduc y Salvador Novo). Por lo demás, Don Timorato no fue revista de oposición ni mucho menos. Especializada en el humor social, en la adaptación de técnicas norteamericanas y en el culto a las celebridades. Don Timorato llegó a ser instrumento propagandístico del candidato a la presidencia Miguel Alemán en contra de sus rivales Ezequiel Padilla y Miguel Henríquez Guzmán.

Entre 1944 y 1945 Renato colabora con cierta asiduidad en Don Timorato. Fuera de dos débiles intentos de sátira electoral contra Padilla, sus “ejercicios de retórica” son demostraciones de sabiduría técnica y refinamiento irónico. De ellos rescata tres para XV fabulillas con leves enmiendas. Así por ejemplo, la “Fabulilla comparativa del desdentado anciano y el colmilludo infante”, en la revista se titula “Homenaje de DON TIMORATO a los ancianos de todas las edades en su día”, e incluye una cuarteta suprimida en el libro.
¿Quién es Lombardo...? ¿Quien es Manolo...?
¿Quién es Manolo Gómez Morín...?
Solitos hacen de un mismo solo,
único y solo mismo violín.
“Arcos y charcos” se publica en las Calaveras anuales del Taller de la Gráfica Popular en noviembre de 1951, y es sin duda el ataque literario más brillante contra el régimen alemanista y el desarrollismo. La inspiración evidente es la “Marcha triunfal” de Darío, pero Leduc pronto se aparta del modelo e incursiona en la métrica que le conviene. A estas alturas, el poema se resiente de la falta de contextos, y el lector debe ser informado de la trivia de un sexenio: el nicaragüense Rogerio de la Selva fue el secretario particular del licenciado Alemán, y a él y a su hermano Salomón, poeta y catedrático de Harvard, se les acusó con frecuencia de ser la vanguardia de la adulación al presidente; Fernando Casas Alemán fue el jefe del Departamento Central que soñó con sustituir a su pariente; Jorge Pastel es Jorge Pasquel, el emblema del contratista que impulsa la nuevorricracia en la época anterior a Carlos Hank González y los líderes petroleros; el coronel Carlos Serrano fue el símbolo del funcionario-empresario; la UNS es la Unión Nacional Sinarquista y el FAC, el Frente Anticomunista.

Sin embargo, y con estas salvedades informativas, la sátira es magnífica. Destinado a hojas efímeras, en un momento en que la oposición carecía de resonancias y espacios culturales, el texto de Leduc se sostiene por el alto nivel técnico y el placer literario que delata línea por línea. Quizás ya para entonces, Renato desconfiaba de su sensibilidad, la sentía fechada, y sólo útil para divertimentos periodísticos. O, tal vez, se había entregado de lleno a la construcción del personaje antisolemne, desenfadado, el redentor del habla procaz que ignoraba cualquier sentido de las jerarquías en un medio tan piramidado. Como sea, XV fabulillas contiene los últimos poemas que Leduc escribió pensando en el libro como meta específica. El resto serían colaboraciones periodísticas levemente enmendadas.

Renato Leduc fue un poeta excepcional. Ya es hora de leerlo sin los prejuicios que él, más que nadie, introdujo para beneficiar al personaje con detrimento de la obra.
Y como aquel que ejerce el onanismo
del éxtasis desciendo hasta el abismo
y emprendo el viaje huyendo de mí mismo. n
(Núm. 118, octubre de 1987)

Escribir

Enero/2013
Nexos
Susan Sontag

Leer novelas me parece una actividad de lo más normal; escribirlas, en cambio, es algo tan extraño... Eso, al menos, es lo que pienso, hasta que recuerdo la solidez con la que una y otra se relacionan. (No hay aquí generalidades con blindaje. Sólo unas cuantas observaciones.)

En primer lugar, porque escribir es practicar, con singular intensidad y atención, el arte de la lectura. Escribes a fin de leer lo que has escrito, revisar si está bien, y como nunca lo está, desde luego, para reescribirlo —una, dos, tantas veces como sea necesario, hasta obtener algo cuya relectura puedas admitir—. Uno mismo es su primer lector, tal vez el más estricto. “Escribir es someterse al juicio de sí mismo”, anotó Ibsen en la cubierta de uno de sus libros. Difícil imaginar la escritura sin la relectura.

Pero, ¿acaso lo que uno escribe de una tirada nunca está del todo bien? Sí, claro: a veces, incluso más que bien. Lo cual sólo sugiere, al menos para esta novelista, que en un examen más atento, o en voz alta —es decir, en otra lectura— podría ser todavía mejor. No digo que el escritor deba preocuparse y sudar a fin de producir algo bueno. “Lo que se ha escrito sin esfuerzo, en general, es leído sin placer”, dijo el doctor Johnson, y la máxima parece tan alejada del gusto contemporáneo como su autor. Sin duda, mucho de lo que se ha escrito sin esfuerzo entrega placer en abundancia. No, la cuestión no es el juicio de los lectores —que bien pueden preferir la obra de un escritor más espontáneo, menos elaborado— sino un sentimiento de los escritores, esos profesionales de la insatisfacción. Uno piensa: si puedo alcanzar este punto en la primera vuelta, sin demasiado esfuerzo, ¿no podría ser todavía mejor?

Y aunque esto, la reescritura —y la relectura— suenan como un esfuerzo, constituyen de hecho la parte más placentera de la escritura. A veces, la única parte placentera. Al ponerse a escribir, si uno tiene presente la idea de la “literatura”, resulta formidable, intimidante. Una inmersión en un lago helado. Después viene la parte cálida: cuando ya tienes algo que trabajar, mejorar, editar.

Digamos que es una mezcolanza. Pero tienes la oportunidad de arreglarla. Intentas ser más claro. O más profundo. O más elocuente. O más excéntrico. Intentas ser fiel a un mundo. Quieres que el libro sea más amplio, que tenga más valía. Quieres elevarte por encima de ti mismo. Quieres elevar el libro por encima de las barreras de tu mente. Como la estatua se encuentra sepultada dentro del bloque de mármol, la novela se encuentra dentro de tu cabeza. Intentas liberarla. Intentas llevar la materia desdichada de la página más cerca de lo que piensas que tu libro debiera ser —lo que sabes, en tus espasmos de exaltación, que puede ser—. Lees las oraciones una y otra vez. ¿Este es el libro que yo estoy escribiendo? ¿Esto es todo?

O digamos que va bien, porque, en efecto, va bien a veces (de lo contrario, en algún momento perderías la razón). En eso estás, y aun si eres el más lento amanuense y el peor de los mecanógrafos, un rastro de palabras se ha compuesto y tú quieres continuar. Y después lo relees. Quizá no te atreves a sentirte satisfecho, pero al mismo tiempo te gusta lo que has escrito. Descubres que obtienes placer —un placer de lector— con lo que está en la página.

Escribir consiste, a fin de cuentas, en una serie de licencias que uno se da a sí mismo para ser expresivo en ciertas formas. Para inventar. Para saltar. Para volar. Para caer. Para encontrar tu propia característica manera de narrar y de insistir; o sea, para encontrar tu propia íntima libertad. Para exigirte, sin desollarte demasiado. Sin detenerte a releer con demasiada frecuencia. Permitirte, si te atreves a pensar que fluye bien (o no del todo mal), sencillamente continuar remando. Sin esperar el impulso de la inspiración. Desde luego, los escritores ciegos nunca pueden releer lo que dictan. Quizás esto sea menos importante para los poetas, quienes suelen elaborar en su mente la mayor parte de su escritura antes de poner cualquier cosa en el papel. (Los poetas viven del oído mucho más que los prosistas.) Y la ceguera no significa que no se hagan revisiones. ¿No imaginamos a las hijas de Milton, al finalizar cada día del dictado de El paraíso perdido, releer todo a su padre en voz alta y enseguida anotar sus correcciones? En cambio los prosistas —que trabajan en una maderería de palabras— no pueden retenerlo todo en su cabeza. Necesitan ver lo que han escrito. Aun aquellos escritores que parecen los más notables y prolíficos deben sentir esto. (Así, Sartre anunció, al perder la vista, que sus días de escritor habían concluido.) Pensemos en el corpulento, venerable Henry James, caminando de un lado a otro en una habitación de la Casa Lamb, mientras compone en voz alta, para una secretaria, La copa dorada. Si descontamos la dificultad de imaginar cómo la prosa tardía de James pudo ser dictada en absoluto, no menos que el estrépito de una máquina de escribir Remington circa 1900, ¿no damos por hecho que James releía lo que se había mecanografiado, y que se prodigaba en sus correcciones?

Hace dos años, cuando me convertí de nueva cuenta en una paciente de cáncer y tuve que suspender mi trabajo en la casi terminada In America, un amable amigo de Los Ángeles, al conocer mi desesperanza y miedo de ya nunca terminarla, me ofreció tomar un permiso en su trabajo para venir a Nueva York, permanecer conmigo lo que fuera necesario y poner por escrito mi dictado del resto de la novela. Cierto que los primeros ocho capítulos estaban listos (es decir, reescritos y releídos muchas veces) y yo había comenzado el penúltimo capítulo, y sentí que tenía completo el arco de esos dos últimos capítulos en mi cabeza. Y sin embargo, sin embargo, tuve que rechazar su oferta, generosa y conmovedora. No era sólo que yo estuviera ya demasiado confundida por un drástico coctel de quimioterapia y cantidades de calmantes para recordar lo que planeaba escribir. Necesitaba la posibilidad de ver lo que escribía, no sólo escucharlo. Necesitaba la posibilidad de releer.

Habitualmente, la lectura antecede a la escritura. Y el impulso de escribir es casi siempre estimulado por la lectura. La lectura, el amor por la lectura, es lo que te hace soñar en convertirte en escritor. Y mucho después de convertirte en escritor, leer los libros que otros escriben —y releer los queridos libros del pasado— constituye una distracción de la escritura irresistible. Distracción. Consuelo. Tormento. Y, claro, inspiración.

Desde luego, no todos los escritores admitirán esto. Recuerdo que una vez le comenté a V. S. Naipaul algo sobre una novela inglesa del siglo XIX que yo adoraba, una novela muy conocida, y di por hecho que él, como todos mis conocidos interesados en la literatura, la admiraba igual que yo. Pero no, él no la había leído, me dijo, y al ver la sombra de la sorpresa en mi rostro añadió con severidad: “Yo soy un escritor, Susan, no un lector”.

Muchos escritores que han dejado de ser jóvenes proclaman, por razones diversas, que leen muy poco y, a decir verdad, que encuentran en cierto sentido incompatibles a la lectura y la escritura. Para algunos escritores tal vez lo sean. No me corresponde juzgarlo. Si el motivo es la ansiedad de ser influido, entonces me parece una preocupación vana, superficial. Si el motivo es la falta de tiempo —sólo hay tantas horas al día, y las que consume la lectura son sustraídas, como es evidente, de aquellas en las que uno podría escribir— se trata entonces de un ascetismo al que yo no aspiro.
Perderse a sí mismo en un libro, esa vieja frase, no es una fantasía ociosa sino una realidad adictiva, ejemplar. Virginia Woolf dijo memorablemente en una carta: “A veces creo que el cielo debe ser una lectura continua, inacabada”. Sin duda la parte celestial es —de nueva cuenta, en palabras de Woolf— que “la condición de la lectura consiste en la eliminación total del ego”. Por desgracia, nunca nos despojamos del ego, así como tampoco podemos pasar por encima de nuestros propios pies. Pero ese arrebato incorpóreo, la lectura, semeja un estado de trance que basta para hacernos sentir sin ego.

Como la lectura, la lectura arrebatada, la escritura de ficción —el habitar en otros seres— también se experimenta como perderse a sí mismo.

Hoy todo mundo prefiere pensar que la escritura sólo es una forma de introspección. También llamada expresión personal. Si se supone que ya no somos capaces de sentimientos altruistas genuinos, se supone que no somos capaces de escribir acerca de nadie, salvo de nosotros mismos.

Pero no es cierto. William Trevor se refiere a la audacia de la imaginación no autobiográfica. ¿Por qué no escribir para escapar de ti mismo, tanto como podrías escribir para expresarte a ti mismo? Es mucho más interesante escribir acerca de otros.

No hace falta decir que doy partes de mí a todos mis personajes. Cuando, en In America, mis inmigrantes de Polonia llegan al sur de California —están justo a las afueras del poblado de Anaheim— en 1876, y se adentran al desierto y sucumben a una aterradora visión de vacío que los transforma, sin duda yo aproveché el recuerdo de mi propia infancia, caminatas por el desierto del sur de Arizona —en las afueras de lo que entonces era una ciudad pequeña, Tucson— en la década de los cuarenta. En el primer borrador de ese capítulo había saguaros en el desierto del sur de California. Para el tercer borrador yo había eliminado, con renuencia, los saguaros. (Por desgracia, no hay saguaros al oeste del río Colorado.)

Yo escribo acerca de alguien que no soy yo. Así, lo que escribo es más ingenioso de lo que yo soy. Porque lo puedo reescribir. Mis libros conocen lo que yo conocí alguna vez —de manera caprichosa, intermitente—. Y apuntar las mejores palabras en la página no parece en modo alguno más fácil, incluso después de tantos años de escribir. Por el contrario.

He aquí la gran diferencia entre la lectura y la escritura. Leer es una vocación, un oficio en el cual, con la práctica, uno está destinado a ser cada vez más experto. Como escritor, lo que uno acumula son ante todo incertidumbres y ansiedades.

Todos esos sentimientos de insuficiencia del escritor —este escritor, en cualquier caso— son afirmados por la convicción de que la literatura es importante. “Importante” es con seguridad una palabra demasiado pálida. Que hay libros “necesarios”, es decir, libros que, al leerlos, uno sabe que habrá de releer. Quizá más de una vez. ¿Existe mayor privilegio que gozar de una conciencia expandida, colmada, encauzada por la literatura?

Libro de sabiduría, ejemplo del sentido lúdico de la mente, dilatador de compasiones, registro fiel de un mundo real (no sólo de la conmoción dentro de una cabeza), auxiliar de la historia, defensor de emociones desafiantes y opuestas... una novela que se intuye necesaria puede ser, debería ser, tiene que ser la mayoría de estas cosas.

Si continuara la existencia de lectores que compartan esta elevada idea de la ficción, bueno: “No hay futuro para esa cuestión”, como respondió Duke Ellington cuando le preguntaron por qué iba a tocar en programas matutinos del Apollo. Más vale sencillamente continuar remando.
Traducción de Roberto Diego Ortega

(Núm. 278, febrero de 2001)

Antologar

27/Enero/2013
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Una vez más, y recientemente, publiqué el resultado de antologar. Antologar para mí es apasionante, sobre todo por lo que significa el ejercicio de la relectura. Es también extenuante, pero esto pasa a segundo término cuando se ha conseguido un corpus que se puede leer y releer, es decir, un libro que se puede abrir en cualquier página y encontrar algo que sea digno de detener la mirada ahí.
He conjugado el verbo antologar en una decena de ocasiones (ensayo, crónica, crítica literaria y, por supuesto, poesía), y ello me ha llevado a reflexionar hoy sobre ciertos temas que planteo en mi más reciente antologar y que replanteo ahora en estas líneas, pues este muy nuevo antologar es de poesía. Hay asuntos ineludibles y hasta problemáticos.
Por ejemplo, aunque parezca un sitio cómodo, el lugar donde está parado el antólogo está lleno de inconvenientes. Por principio de cuentas, primero tiene que sumar para luego restar, podar, “elegir”, “optar”, “cerner”, “separar” y “discriminar”, asunto a todas luces incomodísimo porque, puesto que discrimina, por esta curiosa homofonía de la palabra, el antólogo puede parecer, a los ojos de quienes no están en la antología, un criminal, precisamente por discriminador. Pero, por muy grande que sea o por muy abarcadora que pretenda ser, toda antología es una muestra y no puede equivaler, de ningún modo, a una enciclopedia o a un diccionario, menos aún a un directorio.
Hay otros problemas que enfrentar. Por ejemplo, el de los herederos que creen que el antólogo se hará millonario con los poemas seleccionados y, por ello, exigen las perlas de la Virgen, aun tratándose incluso de poetas poco leídos aunque no por ello menos prestigiados. Uno más: el de los autores o herederos que quieren imponer al antólogo su propia selección poética en la que muchas veces incluyen, seguramente por motivos de deformación afectiva, no los mejores textos sino a veces algunos de los peores, es decir los menos antológicos. Y hay que luchar primero cortésmente y luego frontalmente contra esta desviación del concepto antológico. La verdad es que se antologa para darle gusto a los lectores, no para satisfacer los egos de los autores o sus familiares. Y se antologa desde la perspectiva del antólogo, que es quien, finalmente, asume las responsabilidades de su trabajo.
Un problema no menor es el que tiene que ver con los herederos que no aceptan que se incluyan determinados poemas realmente antológicos, pero para los que, por diversos motivos, no dan su autorización, aunque impidan la divulgación del texto. En este punto si no es posible convencerlos de lo contrario, la casa pierde, y pierden, por supuesto, los lectores.
Hay otro caso curiosísimo: el de los autores que preguntan junto a quiénes estarán en la antología, y cuando se les informa de ciertos nombres, declinan, ofendidos, la invitación: ¡cómo van a estar junto a Fulano si lo odian! Finalmente, el caso de quien no está de acuerdo con la selección poética del antólogo y, después de la segunda llamada telefónica, dice que “mejor no”, que “muchas gracias”, y cuelga.
Dicho sea sin rodeos, en general, el antólogo queda como el cohetero: si el cohete truena le chiflan, y si no truena también le chiflan. El problema con las antologías, al menos en México, es que los autores, más que los lectores, las consideran como el juicio final consagratorio. Pero la verdad es que las antologías deberían estar destinadas a los lectores más que a los autores, y además no son el juicio final de nada, sino informadas propuestas de lectura o bien entusiastas lecturas parciales y, hasta cierto punto, personales, que se comparten con otros lectores.
Por lo demás, antologar es releer y no nada más recordar. Uno puede recordar a algún autor por algunos muy buenos o excelentes poemas que, en la relectura, ya no parecen tan buenos. La gente se ha acostumbrado a leer en los prestigios, o en los desprestigios, y no en las páginas. Una antología no puede tener como referencia fundamental a la memoria.
Y no hay que olvidar que México es país de antólogos como lo es de entrenadores de futbol y mánagers de boxeo. Cada quien está seguro de que hubiera podido hacer una antología mejor, del mismo modo que hubiera plantado un mejor equipo nacional frente a Brasil, Argentina o Alemania (para llegar al quinto partido), y que hubiera aconsejado mucho mejor en la esquina a Julio César Chávez Junior que su mánager que no supo plantear el combate frente al Maravilla Martínez. Hasta los boleros se consideran mejores entrenadores que Aguirre, el Piojo Herrera, Mourinho o Ferguson.  Ai nomás.