31/Enero/2013
El Universal
Paula Escobar/El Mercurio/Chile/GDA
La música clásica se escucha desde afuera.
Son las dos de la tarde en New Haven. Cerca de la calle Whitney, en uno
de los más bonitos y tradicionales barrios de esta ciudad -sede de la
Universidad de Yale-, vive una leyenda de la crítica literaria, Harold
Bloom.
La belleza de los árboles en el fin del otoño, la rusticidad elegante de
su casa, de tres pisos y madera, la puerta sin llave, un auto antiguo
en la puerta. La música que lo acompaña siempre.
Son presagios de quien está más allá de la puerta, y grita "entre, está abierto", adivinando quien viene, sin miedo a nada.
Se para con su bastón, le cuesta caminar a sus 82 años, y se sienta de
nuevo en su lugar favorito, la cabecera de la mesa de comedor, llena de
libros, cartas y hojas amarillas de bloc, donde anota sus clases, los
poemas que les dará a leer a sus alumnos, y su agenda, que maneja con
celo. Con una mano en el teléfono ?no le gusta el mail, sino el
teléfono- y otra en su lápiz, anota cada compromiso y va revisando sus
meses venideros. Aunque ya no tiene la vida vertiginosa de antes, sigue
dando clases dos veces por semana. Este semestre enseña un curso sobre
Shakespeare, y otro de poesía. Y, además, recibe a sus alumnos durante
la semana, en grupos de dos o tres, mientras la energía no se le agota.
Habla lento, pausado, a veces como susurrando, en un inglés perfecto y
bien pronunciado, eligiendo cada palabra con precisión. Ofrece té y
galletas, lo mismo que les prepara a sus alumnos.
Su mujer por más de 50 años, Jeanne, buenamoza, elegante, discreta,
aparece y saluda. "Voy a dar un paseo", dice y se despide. Bloom se
queda mirándola mientras se va.
Nacido en Nueva York y criado en el Bronx, Harold Bloom ha tenido una
influencia inusitada en la escena literaria. Ha publicado más de 20
libros, traducidos a más de 40 idiomas, entre ellos La ansiedad de la
influencia, La anatomía de la influencia y Shakespeare: La invención de
lo humano. No sólo es uno de los intelectuales que más ha estudiado a
Shakespeare, sino que también la influencia de éste y otros autores
sobre los demás. También, a través de su libro El canon occidental, ha
sido figura clave en decidir quién está en el Olimpo literario mundial y
quién no. Ganador de la beca para "genios", Mac Arthur Fellowship, en
1985, es Sterling Memorial Professor de la U. de Yale hace 57 años.
-¿Volvería a escoger a los mismos latinoamericanos de nuevo en el canon occidental?
-No. No. Fue arbitrario. Yo quería escoger a dos autores
latinoamericanos escribiendo en español, profundamente influenciados por
Walt Whitman. Si tuviera que hacerlo de nuevo ahora, probablemente
incluiría a César Vallejo, que pienso que es un mejor poeta que Neruda.
Neruda, en sus mejores momentos, es remarcable. Y Borges es un caso muy
especial. Sus mejores trabajos no fueron poemas.
-¿Cuáles fueron?
-Esos extraños cuentos, que, a pesar de eso, los encuentro un poco
repetitivo. Siguen un cierto modelo. Él fue un escritor derivativo. Y
tuvo la brillantez de ocultar eso enfatizándolo.
-¿Y qué pasa con Neruda? Lo volvería a poner en el canon?
-En su mejor momento, realmente evoca a Whitman. Pero es infrecuente. Es infrecuente...Vallejo es un poeta más interesante.
-¿Usted nunca conoció a Neruda?
-No, no.
-¿Cómo lo descubrió? ¿Después del Nobel?
-No, ya lo estaba leyendo. Tenía varios amigos que lo leían, incluyendo a uno que lo tradujo. Así lo conocí.
-Y aparte de Vallejo, ¿algún otro escritor latinoamericano que incluiría en el canon?
-Probablemente Gabriela Mistral. Tiene autenticidad, porque es
sombrío... lo que es muy bonito. (Piensa un rato, mira por la ventana).
Octavio Paz es probablemente un mejor poeta que todos ellos. Paz, en sus
mejores momentos, es remarcable.
-¿Se conocieron bien?
-Sí, nos conocimos bastante. Poeta remarcable, hombre muy extraño. Tenía ideas muy raras.
-¿Cómo cuáles?
-Creía en el yoga tántrico.
-¿Cómo lo supo usted?
-¡Él me dijo!
-¿En serio?
-Claro. Se había casado con una señora de la India, y decidió... me
ruboriza decir esto, estoy muy viejo -sonríe -. Él pensaba que sus ideas
sobre yoga tántrico podrían liberar su sexualidad. Muy extraño. Muy
mesiánico. Ciertamente un maravilloso poeta. Su libro, Sor Juana Inés de
la Cruz, es maravilloso. Probablemente lo mejor que escribió.
-¿Cuál cree usted que es la contribución de la literatura latinoamericana? ¿Qué piensa, por ejemplo, del realismo mágico?
-(Carraspea y mira fijo, moviendo la cabeza). Al novelista mexicano Juan
Rulfo lo encuentro mucho más interesante que el tardío García Márquez o
Cortázar (pronuncia bien el español).
Rulfo era muy interesante. Pero el realismo mágico es un disparate. La
idea es tonta. Es la descripción del futuro de la fantasía, que pasa a
través de todas las edades y religiones. No fue bueno.
-¿Por qué cree que fue tan exitoso como tendencia en Estados Unidos y Europa?
-Las modas suben y bajan... de la misma manera que los vestidos y faldas
de las mujeres suben y bajan... No significa nada. En una perspectiva
más larga no importa.
-Pero hizo una gran diferencia en los escritores latinoamericanos que fueron catalogados dentro de esta tendencia.
-Claro, ciertamente les ayudó a tener una audiencia.
Toma agua, piensa un poco y dispara: "Chile me sorprende. No es parecido
a ningún otro país... hay algo sobre Chile que es muy extraño. Extraño y
largo país. Parece una serpiente, ¿verdad?¿A cuántas horas está
Chile?".
-Doce.
-¿Non stop? -y hace un gesto de agobio-. ¡Estar en un avión por doce horas me mataría!
-Hablemos de Nicanor Parra, a quien usted ha elogiado. ¿Por qué le gusta?
-Bueno, no son antipoemas, como dicen, son poemas. Son meditaciones, a
veces alegres, pero frecuentemente muy plañideras y tristes. Y él tiene
mucho autoconocimiento, conoce sus propias limitaciones. Ha tenido
muchas experiencias de vida. ¡Quizás cuántas mujeres!
Llega el correo, el cartero se lo deja sin golpear, adentro. Le llega un
queso en una caja de cartón muy elegante de Williams Sonoma. Y cartas
de alumnos y libros. Una postal: un hombre y una mujer que no se miran;
el hombre tiene una pierna quebrada.
-¿Ustedes no se han conocido con Parra, no?
-No, no. Hemos hablado por teléfono y cartas.
-¿Usted cree que Parra merece el premio Nobel?
-No se lo darán, porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que
premien a un tercer poeta chileno. Pero sí, él se lo merece. Su poesía
es vibrante e interesante. Pero dudo que se lo den.
-Tiene una tradición muy distinta a la de Neruda y de Walt Whitman.
-Hay un toque de Walt Whitman. Él me ha dicho que está muy interesado en
Whitman... supongo que tradiciones francesas como el surrealismo y el
dadá tienen algo que ver con sus inicios -dice y reflexiona.
Se queda pensando. "Tiene mucho humor..., pero no le darán el Nobel. Eso es muy malo".
"Me queda tan poco tiempo"
Por su ventana se ve el invierno por venir en Connecticut. El frío que comienza a calar
hondo, las ardillas que lo evaden en los troncos, hojas doradas en el
suelo y muchas flores. En su mesa, un jarrón de rosas blancas. Y muchos
libros, algunos ordenados y reverenciados, otros en total desorden, lo
rodean. Mientras habla a veces se toca los ojos, tratando de encontrar
las palabras, o quizás espantando la fatiga que lo amenaza siempre. Dice
que duerme poco y a saltos, que no tiene mucha energía, que vive
exhausto.
Sin embargo, nada de eso es coherente con su agenda, que mira en su
mano, llena de clases, visitas de alumnos, viajes a Nueva York. Es como
si espantara el fantasma del cansancio invocándolo a cada rato.
-¿Cómo se siente ser el más influyente y controvertido crítico de nuestro tiempo, según The New York Times?
-¡No sé de quién estás hablando! -se ríe.
-Debe ser una enorme responsabilidad...
-(Hace la señal de negación con la cabeza, cierra los ojos). ¡Es
ridículo!, es como si yo te dijera: ¿cómo te sientes ser tú? ¡Es sólo tu
vida!
-Pero el The New York Times...
-¿Y a quién le importa lo que dicen? Pasados los 80, ya no te preocupas de esas cosas. ¿Para qué?
-¿Cómo ha vivido con ser la voz que decide quién tiene valor literario o no?
-Nadie puede hacer eso. El valor literario nunca es establecido por un
crítico particular o un grupo de críticos. El valor literario se
establece por generaciones de poetas, novelistas y dramaturgos que han
tenido que luchar contra la influencia de escritores particulares, una
influencia que consideran ineludible. Y haciendo eso, establecen su
valor. Realmente no importa lo que dices de ellos.
-Pero usted ha sido un crítico muy influyente.
-La única influencia que he tratado de tener o que realmente he tenido
es que este es mi 57 año como profesor. Desde que estuve enfermo, hace
cuatro años, ya no hago charlas ni conferencias. Sólo enseño a este
grupo de 12 jóvenes seleccionados. Vienen aquí uno a uno, o en grupos.
Eso es lo único que importa, la influencia en el futuro, pero es
impalpable, no se puede saber realmente.
-Usted ha vivido dedicado a la literatura. Si volviera atrás, ¿haría lo mismo?
-¿Te refieres a la misma profesión? Creo que yo, claramente, iba a ser un profesor.
Cuenta que desde joven leía y reflexionaba sobre los poemas. Fue un niño
precoz y literario. Pero dice que con los años se ha degenerado su
disciplina de estudio. Ha escrito -y mucho- sobre lo que denomina "la
escuela del resentimiento", que para él implica que la literatura no se
lee desde la literatura misma, sino desde otras disciplinas, como la
antropología o los estudios feministas. "En vez de ver la belleza y el
poder del lenguaje y el pensamiento, ha sido remplazado por preguntas
relativas al género, la orientación sexual, teorías estructurales y
posestructurales... y disparates de todo tipo. Ha degenerado dentro de
una parte de la ciencia social, así es que no estoy seguro de que lo
hubiera elegido. Profesor hubiera sido. Quizás me habría convertido en
un profesor de historia de las religiones, pero no sé qué habría hecho.
Especialmente cuando queda tan poco tiempo".
Dice que de todos modos, en 50 años, ya nadie lo leerá. Y que, quizás,
tampoco habrá libros impresos de aquí a 20 años. Que el mundo como lo
conocemos se está acabando.
"Habrá lectores, pero será diferente. Y las universidades también serán
diferentes, irreconocibles. La persona hablando y la persona escuchando
nunca se encontrarán.
Cuarenta mil personas a la vez. Esa no es mi idea ni lo que yo hago. Es
todo distinto a lo que he hecho, que he enseñado uno a uno a mis
alumnos. ¡Así es que soy un dinosaurio!".
Lecciones sobre sí mismo
Sus clases son los miércoles y jueves en uno de los edificios más lindos
e históricos del campus de Yale. Una gran mesa de madera antigua,
rodeada de sillas nobles y antiguas, y un pizarrón del estilo clásico,
negro y con tiza blanca. Su docena de elegidos se sienta alrededor, él
en la cabecera, y hay un alumno que hace las veces de ayudante, siempre a
su derecha.
Llega temprano, alrededor de la una, con un bolso azul que tiene sus
libros, los textos que se analizarán en clases, una botella de agua y
una bolsa Ziploc con nueces. Cada hora hace un pequeño recreo, se
levanta con su bastón, camina y vuelve.
Tiene una memoria prodigiosa. Se sabe, desde la segunda clase, todos los
nombres de sus alumnos. Los llama "child", "children", los trata como
hijos o nietos, más bien. Los incita a dar sus opiniones, sus análisis
de escritores complejos, como Shakespeare, Whitman, Melville o Emily
Dickinson. Sólo cuando los alumnos han hablado bastante, él da su
visión. Su palidez contrasta con la firmeza de su voz y sus ideas. Mira
hacia el frente y comparte su mirada sobre lo leído, sus anécdotas
también, sus cavilaciones acerca de autores que ha estudiado.
Cada comentario de los alumnos lo agradece, y los hace leer en voz alta a
todos. "Inspira profundamente y lee, Max", dirá, mientras uno de sus
alumnos predilectos lee a Whitman o a Dickinson. Max estuvo enfermo
algunas semanas, y Bloom le hizo clases vía Skype.
Cuesta imaginar lo que cuenta el mismo Bloom, que antes fue un profesor
severo, capaz de decirle a un alumno que su trabajo era tan malo que no
merecía calificación.
-¿Cuánto ha cambiado usted como profesor?
-Cuando empecé, antes de operaciones de todo tipo, al corazón y otros
desastres, hablaba mucho en clases. No podía dejar de hablar. Sentía que
tenía tanto que decir... Me tomó muchos años aprender a quedarme
callado y escuchar. Ya no tengo esa energía tampoco. Hablo lo menos
posible y los estimulo a que hablen ellos. Creo que sólo en los últimos
años me he transformado en un buen profesor. Conozco mucho las materias
de las que hablo, y sobre todo estoy interesado en mis alumnos, quiero
verlos convertirse en sí mismos. No tengo nietos. No tendré nietos. Y
algunos de mis alumnos se convertirán en nietos.
Sigue pensando y mira a través de la ventana.
-Quizás debiera haber dejado de enseñar, pero no quiero. Cuando viene el
mal tiempo, lo más frecuente es que la clase sea en esta casa. No es
fácil.
-¿Qué habla con sus alumnos cuando lo vienen a ver?
-Lo que más hago es escucharlos. Pero no quiero entrometerme en sus vidas personales.
-Pero le pedirán orientaciones o consejos, ¿no?
-Yo no tengo sabiduría. No sé dónde está la sabiduría. Es decir, sé donde la puedes encontrar.
La puedes encontrar en Shakespeare, Cervantes o Dante, ahí puedes
encontrar sabiduría, partes de la verdad. Además, yo estoy más y más
consciente de mis propias limitaciones. La vida no funciona deseando
mucho algo y obteniéndolo. Con los años ves los monumentos rotos de tus
grandes deseos.
-¿Cómo funciona la vida, entonces?
-Simplemente no funciona así... Además, crecí emocionalmente muy
despacio. Antes de conocer a Jeanne, me enamoraba cada día de alguna
mujer joven. Todo muy confuso. Yo no creo que los remordimientos sean
algo bueno para la gente. ¿Tú tienes arrepentimientos? Creo que todos
queremos sentir que hemos triunfado en algo, pero yo no siento eso.
-¿Por qué?
-Ni siquiera un poco. A nuestros hijos no les ha ido bien. Jeanne y yo
seguimos aquí, pero es porque ella ha sido paciente y sabia. Yo no era
ni un buen esposo ni marido. Sólo en los últimos años me he convertido
en un buen profesor y no tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo.
Desaparecerá.
-Pero usted ha escrito decenas de libros.
-No importan. En 50 años nadie sabrá quién fui. No es que me importe.
Sólo espero tener unos siete u ocho años más, seguir enseñando, escribir
un poco más. Estar en la compañía de Jeanne. Cuando era joven yo tenía
sueños de felicidad, como todos. Pero es un juego, eso no pasa. Incluso
la gente más talentosa, como Wallace Stevens, no eran felices consigo
mismos.
Se escucha un ruido en la puerta. Se queda en silencio, atento. Sus
manos largas y pálidas se apoyan en la mesa, mientras mira hacia la
entrada.
-¿David? Entra, hijo.
David, alumno brasileño de menos de 20 años, entra y lo saluda. Ayer
vino con sus padres a ver al profesor y tocó piano para todos.
Bloom llama a su mujer, le dice que David tocará de nuevo. El joven se
sienta en el piano, algo intimidado. Harold Bloom permanece sentado
frente a la mesa. Jeanne, sonriente y sentada en una silla reclinable
cerca del piano, cierra los ojos y escucha.
"Yo no tengo sabiduría. No sé dónde está la sabiduría. Es decir, sé
donde la puedes encontrar. La puedes encontrar en Shakespeare"
"No se lo darán (el Nobel a Parra), porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno"
"No tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo. Desaparecerá. En 50 años nadie sabrá quién fui"