miércoles, 17 de octubre de 2012

El corazón de García Márquez

17/Octubre/2012
La Jornada
Javier Aranda Luna

El 10 de diciembre de 1982 en una Suecia festiva a pesar del frío Gabriel García Márquez hizo uno de los más emotivos brindis dedicados a la poesía, la única prueba concreta de la existencia del hombre. Prueba que cualquiera reconoce a simple vista desde hace centurias pero que muy pocos han podido definir.
Se refirió a la poesía que le permitió al viejo Homero registrar el viento que hizo navegar las numerosas naves inventariadas en la Ilíada, o la que se encuentra en los tercetos de la Divina Comedia que condensaron esa fábrica alucinante que fue el medievo o la que escuchamos en la voz de Pablo Neruda, el grande, el más grande donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida.
Brindis, en fin, por esa energía secreta de la vida cotidiana que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.
Gabo, según reportes de prensa, simplemente estaba feliz. Parecía vivir un segundo nacimiento en aquel 1982 que para él no inició el primer día de enero sino el jueves 21 de octubre a las seis de la mañana cuando su amigo Pierre Snorri le telefoneaba en su calidad de viceministro de Relaciones Exteriores de Suecia, para informarle que había ganado el Premio Nobel de Literatura.
Esa es la razón por la que se encontrababa ese 10 de diciembre hablando de poesía en aquel país nórdico ante un público ávido de escuchar nuevos sortilegios de aquel mago tropical que como en el Génesis bíblico parecía destinado a nombrar las cosas por primera vez.
No es imposible que entonces, presionado por la curiosidad de miles de personas por conocer los orígenes de este escritor que parecía y parece más mago y poeta que novelista se obligara a recuperar del pasado a su abuelo, platero de oficio, que con sus historias trepidantes hiciera arder como pocos la imaginación del escritor siendo niño, como cuando lo llevó a conocer el hielo por primera vez o como cuando le contó una escalofriante matanza en las bananeras perpetrada por militares.
Si en 1967 Cien años de soledad lo había sacado de la semiclandestinidad de unos cuantos lectores agradecidos para convertirlo en un bestseller, 1982 coronaba el éxito de su carrera. Éxito que le saturaba el teléfono y le impedia comer en cualquier parte por la cegadora luz de flashes y reflectores que desde entonces lo persiguen.
El solitario placer de la escritura desembocó en una perpetua plaza pública llena de bullicio. Si escribía para que lo quisieran como dijo alguna vez, a Gabo, como le llaman sus amigos, se le pasó la mano.
Treinta años han pasado de aquel premio tan celebrado por todo el mundo. Premio que hizo que algunas estaciones de radio en Colombia transmitieran el himno nacional después de dar cuenta de la noticia que lanzó a los jóvenes a las calles y especialmente en ese Aracataca mítico que García Márquez ha llevado a todos los rincones del planeta.
Los griegos de la antigüedad recordaban con el corazón, no con la mente. Traían de nueva cuenta algo de su pasado a su agitado pecho y ya después cer-nían sus razones con la razón de ese órgano definitivo.
No es una locura afirmar que Cien años de soledad es el corazón de García Márquez, esa tierra donde sólo se cultivan emociones y se da continuidad a la vida. Tampoco que su bombeo de sístoles y diástoles habrá de sobrevivirlo. Pablo Neruda encontró en ese libro que es muchos libros lo más original escrito después del Quijote y los lectores comunes, la siempre nueva voz de un poeta que nombra al mundo por primera vez. Hace 30 años le otorgaron el Nobel y hace 45 García Marquez nos sorprendió al regalarnos la inverosímil saga de los Buendía dueños de un Macondo donde el viento de la poesía sopla y brama y nos corta el aliento con sus historias que se desbarrancan en sueños.

domingo, 14 de octubre de 2012

Transparencias de Fuentes

14/Octubre/2012
Jornada Semanal
Bárbara Jacobs

A mis diecisiete años, en 1964 leí Aura en un par de viajes en autobús de mi casa de familia en San Ángel al banco en el que trabajaba, en la esquina de Uruguay con Isabel La Católica. Hace poco recuperé mi ejemplar, que es de la segunda edición, está subrayado con tinta azul y en los márgenes tiene anotaciones intelectual y materialmente convulsas y temblorosas, tanto las notas como las líneas de los subrayados. Se estaba deshojando. VR, que fue su primer editor, me lo reparó, ahora que él mismo ha acompañado con nuevas imágenes la edición que en 2012 conmemora sus primeros cincuenta años. (Todo este tiempo, mi ejemplar estuvo entre los libros que mi hermana, hermanos y yo dejamos atrás cuando crecimos y nos dispersamos por la ciudad y por el mundo, y quien me guió hacia el estante en el que se encontraba mi Aura, desvencijándose y empolvado, pero aguardándome, fue mi mamá, desde su invalidez en la silla de ruedas y desde sus noventa años.)
Asocio la impresión que me dejó la lectura de esta novela breve de Carlos Fuentes a las casas viejas de piedra en el centro de Ciudad de México, y al ambiente, a la atmósfera de temores y silencios, que a partir de ese relato yo imaginaba detrás de las altas puertas de madera gruesa que recorría de ida y vuelta a lo largo de aquella época, cuando de día supervisaba bilingüemente a los investigadores del departamento de crédito del First National City Bank y por la tarde era estudiante en la preparatoria Maestro Isaac Ochoterena, en la calle de Lucerna, y en donde se derramó la gota que hizo estallar el Movimiento Estudiantil de 1968, pero también la institución en la que estudió el Tibio Muñoz (Felipe Muñoz Kapamas, de padre de Aguascalientes y madre de origen griego, nacida en Río Frío), que en las Olimpiadas de 1968 ganó la medalla de oro en no sé qué predestinada categoría de nado.
Cerca de ahí, en la calle de Londres, en la Embajada de España en el Exilio, un 14 de abril de aquellos años, durante la celebración que se hacía en esa fecha del Día de la República, y en la que entre los invitados se contaba mi familia, por mi papá, como miembro que había sido de la Brigada Lincoln de las Brigadas Internacionales, que lucharon contra el fascismo en la Guerra civil de España, por primera vez vi a Carlos Fuentes en persona. Igual que a toda la gente, lo admita o no, que lo llegó a ver alguna vez o a tratar, a mí me deslumbró su presencia, y me deslumbró siempre, no nada más aquella primera vez que lo vi, y por buena fortuna llegué a verlo y a tratarlo en innumerables ocasiones. Me pareció un hombre, como diría mi tía abuela, de cortar la respiración y trabar la lengua, si es así como se dice cuando alguien te deja sin aliento y provoca que la luenga te se trabe. Era muy guapo, muy elegante, con perfectas maneras sociales, completamente seguro de sí mismo: o esa fue la personalidad con la que se desenvolvió ante los demás, capaz de observar en una cena de embajada, y hacerlo con gracia, frente a los doce o catorce otros concurrentes alrededor de los anfitriones, que eran los embajadores, que él y fulano de tal –otro hijo de embajador ahí presente y embajador él mismo, igual que Fuentes– eran los únicos mexicanos perfectamente trilingües, en español, inglés y francés, y demostrarlo. No sólo hablaba, cantaba, contaba, leía y probablemente pensaba y soñaba en los tres idiomas, sino que también escribía en las tres lenguas. De hecho, y sin pretender ser más que una lectora tímida de su literatura, el libro suyo que más me gusta, en el que siento que escribió como un escritor inseguro y apasionado, o como un verdadero artista, que son así porque así es la cosa, incierta y pasional, es Myself with Others, que escribió directamente en inglés.
En muchos sentidos, aquel primer encuentro personal marcaría gran parte de los innumerables que le siguieron. Habría querido acercarme a él por mi propia iniciativa y mis propios medios, aunque no hubiera sido más que para observarlo de cerca, estudiarlo de la manera más directa a mi alcance, tratar de retener alguna de sus frases al pie de la letra. Pero, dados mis impedimentos naturales (nacidos todos de la inseguridad y el miedo), permití que me acercaran hacia él los dos o tres amigos con los que me encontraba, para limitarme a ser admiradora y testigo dócil e inactiva de lo capaces que eran ellos, jóvenes prometedores, sin duda, pero entonces unos torpes desconocidos, de molestar a Fuentes con alguna crítica, según ellos, o cualquier temeraria observación. El asunto a mí me puso muy nerviosa, tanto así que no recuerdo sino que Fuentes permaneció impávido con los brazos cruzados contra el pecho delante de mis valientes amigos, apretando un poco los labios, quizás aguantando el impulso de reírse, hasta que se acercó a él alguien más, que podía haber sido Siqueiros, cuya sola presencia hizo a un lado la nuestra, que a los ojos de Fuentes habrá pasado, como un mosquito, apenas si advertida, o este fue siempre mi deseo, que nos espantó antes de que llegáramos a rozarlo, no digamos picarlo.
Me pregunto, ¿pasar inadvertida por Fuentes fue siempre mi deseo? ¡Hasta dónde es uno capaz de engañarse! El tiempo fue revelando, más bien, que lo que siempre quise fue lo contrario: que Fuentes advirtiera mi existencia. Pero también admito que no hice nada por propiciar que se cumpliera este anhelo, insegura y temerosa como he sido, pasiva y carente de iniciativa.
Me instalé detrás de otros, descansé en que los otros, am, mi esposo, por ejemplo, durante más de treinta años, o cuando él murió, VR, mi pareja, fueran quienes determinaran la relación. Ver a Fuentes o no, con el deseo de que, si lo veíamos, o si los veíamos, a él y a su esposa, pues Silvia Lemus, a quien aprecio independientemente de Fuentes, por paradójico que parezca, es consubstancial con mi apreciación de Fuentes, el encuentro no resultara desafortunado, lo que sólo rara vez no nos fue concedido por las circunstancias.
Podría puntualizar uno tras otro los episodios en mi relación, un tanto a la sombra, pero de unas cuatro décadas, con Fuentes, incidentes en los que pasé inadvertida o casi inadvertida por él, oculta, velada, pasiva ante situaciones que pueden considerarse desprendibles de él, como cuando las palabras que un periódico me pidió de pésame tras su muerte no aparecieron en el reportaje a la mañana siguiente, o que en una revista de circulación internacional dedicada in memoriam íntegramente a Fuentes, se publicara una fotografía conmigo a su lado pero sin mi nombre al pie. Pero mejor que esto, voy a optar por la oportunidad de referirme a la ocasión en que Fuentes advirtió y hasta con énfasis mi existencia, tan abiertamente que no hubo duda, no sólo de que yo no fuera alguien que le pasara inadvertido, sino que nunca le había pasado inadvertida. Mis velos y mis ocultamientos fueron en todo momento completamente transparentes para él.
Fue en ocasión del Premio Formentor de las Letras, cuando él, como su presidente, me invitó a formar parte del jurado, que para esta segunda emisión se reunió en Ciudad de México, en el mes de marzo de 2012, es decir, a dos meses de que Fuentes muriera. Y de todo el acontecimiento no voy a tocar sino los escasos instantes, por fugaces que hubieran sido, en los que me transmitió que a sus ojos yo no era, ni había sido nunca, invisible, ni para sus consideraciones mi existencia espantable a la manera en la que es y debe ser la de un mosquito.
Horas después de la deliberación, en lo que, para cenar, nos volvíamos a reunir otra vez los jurados, sólo que ahora con las autoridades del premio recién llegadas de Formentor y de Madrid, más uno que otro invitado especial, que incluía a Silvia Lemus y los embajadores de España, quedé en contraesquina pero muy cerca de Fuentes, en dos sillones en un ángulo de una mesa larga y, no sé por qué, repito, no sé por qué, vacilantemente y en voz baja, pero audible para Fuentes, cité la frase de Thoreau, como si buscara que Fuentes precisara para mí si dicha oración empezaba con Most men..., o con The mass of men..., porque lo que no dudaba yo era que la reflexión continuaba con estas palabras: “Most men/The mass of men lead lives of quiet desperation and go to the grave with the song still in them...” (La mayoría de los hombres lleva vidas de silenciosa desesperación y llegan a la tumba con la canción todavía en su interior...) Fuentes puntualizó: Most men... (¿o fue The mass of men...), pero lo que retuve, lo que contenía el verdadero significado de ese instante de mi relación con Fuentes, fue que al oírme alzó muy ligeramente la ceja y despegó apenas los labios antes de pronunciar Most men... o The mass of men, porque fue el gesto de un maestro que finalmente, después de años y toda una vida de lecciones, advierte que el alumno algo ha aprendido, y al maestro esto es lo que más gusto le da, piensa que todo su esfuerzo valió la pena y que la respuesta del alumno, si lo sorprendió, fue sólo de pronto, pues la esperaba de un momento a otro, de un momento a otro a lo largo de algo más de cuatro décadas de trato, ¿o me atreveré, sin abusar, sin darme aires, a llamarla amistad?
A la mañana siguiente, antes de anunciar el premio ante los medios de información, entré temprano en la sala indicada y me encontré con Fuentes solo, había sido el primero en llegar y estaba esperando que diera la hora para empezar. Yo llevaba conmigo el ejemplar conmemorativo de los primeros cincuenta años de Aura. Le pedí que me lo firmara. (Antes de salir de casa, VR me recordó que a fin de año, en el cumpleaños de Fuentes, se celebraría una gran presentación del libro cincuentenario, pero yo insistí en que prefería que Fuentes me lo firmara de una vez.)
Unos meses atrás, en una librería VR y yo nos habíamos abierto paso en una cola que llevaba horas esperando la firma de Fuentes. VR le tendió su ejemplar de la primera edición de Aura, y Fuentes se sorprendió de que la tuviera y de que la conservara en tan buen estado.
Detrás de VR me acerqué a darle un abrazo a Fuentes y felicitarlo. Me sonrió y me preguntó, como viejos amigos, qué estaba escribiendo ahora. Me sentí tan existente para él como cuando en su casa en San Jerónimo, en ocasión de la muerte de su hija, al acercarme a darle mis condolencias, abrió los brazos y exclamó “¡Qué gusto me da verte en esta casa!”
Fueron muchos años de encuentros (incluidos algunos dramáticos y uno que otro no menos afortunado), como digo, y muchas clases de ocasiones, como digo también, aunque por otra parte fueron relativamente pocas las instantáneas en que yo llegué a saber vívidamente que para Fuentes no pasaba inadvertida. Él pudo no haberse enterado de un texto que yo escribí con él en mente como lector, pues ni él ni nosotros –AM y yo– llegamos a ir a no sé qué encuentro de escritores en Suecia en el que yo lo iba a leer como ponencia, pues se trató de una ocasión a la que él tampoco llegó. Pero sí se enteró, y plenamente, y esto es lo que más gusto me da a mí, de que yo lo admiraba y lo conocía y lo reconocía, aun si el sol o la luz me daban de frente y me cegaban.
Acumulé, quiero decir, el deseo de agradecerle a Carlos Fuentes haberme dado tiempo, el tiempo que yo necesitaba, para atreverme a darle las gracias.
De niña, el título de uno de los libros de mi papá me llamaba especialmente la atención. The Long Goodbye, una novela de intriga de Raymond Chandler, el libro que la crítica consideró el mejor de Chandler, como lo consideraba el propio autor. No la leí entonces y no la he leído ahora, de modo que no sé exactamente a qué pueda referirse la expresión que, literalmente, en español se traduciría como El largo adiós. Se presta a la imaginación. Pero yo la asocio directamente a una observación que hacía mi papá cuando mi mamá despedía a los invitados a sus fiestas. Mi papá se refería a esas despedidas dilatadas, demoradas, retardadas, aplazadas, postergadas, como Mexican goodbyes, porque duraban más que la reunión que las hubiera antecedido o, en otras palabras, porque ¡no terminaban nunca! Ni los amigos querían irse, ni mi mamá quería que sus amigos se fueran del todo.
Por otra parte, The Beatles tienen una canción que no recuerdo cómo se titula, pero que en un momento dado dice, “Hello Hello, I don’t know why you say goodbye, I say Hello” (Hola, hola, no sé por qué dices adiós, yo digo hola), que expresa lo que yo le habría dicho al oído en su féretro, en la sala de su casa en San Jerónimo. No sé por qué te despides, Carlos Fuentes; yo a ti te saludo.

sábado, 13 de octubre de 2012

El combustible Bryce

13/Octubre/2012
Laberinto
Armando González Torres

El tema del premio FIL a Bryce se ha vuelto inflamable: provoca tensas sobremesas llenas de disputas o silencios incómodos.  Las posturas son claras: muchos se han pronunciado contra la premiación con dinero público a un escritor que practica compulsivamente el acto por definición más anti-creativo, el plagio; otros han manifestado, con razones atendibles, su fascinación por la obra narrativa del escritor y consideran que sus plagios no la empañan. De hecho, basados en la noción de extraterritorialidad de la literatura, señalan que el juicio literario está más allá de cualquier consideración moral o judicial y tachan de moralistas a quienes se escandalizan.  Yo no concuerdo con ningún linchamiento, pero me asombra que un premio, patrocinado por importantes instituciones educativas y culturales, reviva a un cadáver literario y avale un ilícito creativo. Por lo demás, repudiar a un plagiario no es un acto de moralina: ya se ha dicho hasta el cansancio, el delito de Bryce no es extraliterario, sino que atañe directamente al oficio creativo. ¿Quién pondría en duda, por ejemplo, los valores y la integridad literaria de la obra de Celine, Pound, Brasillach, Drieu La Rochelle, Borges, Genet, Hamsun y tantos otros personajes controvertidos, satanizados por la moral convencional o el culto a lo políticamente correcto de su tiempo?  Sin embargo, Bryce no es, a diferencia de esos autores, un gran transgresor o chivo expiatorio de las convenciones; es, simplemente, un escritor tramposo que ha incurrido en delitos de plagio nocivos para el acto y el pacto creativo. 
Bryce representa un caso extremo de esa economía de la impostura con que la industria editorial busca perpetuar el prestigio de un autor que ya no produce, nutriéndolo con lo que se pueda: maquinazos, publicidad, bufonerías, premios y presencia en las páginas de opinión.  Los valores de libertad expresiva, imaginación y humor que esgrimió en algún momento Bryce se contrarrestan con esa actitud de profundo desprecio a la creación que lo llevó a apropiarse de  textos de otros para mantenerse vigente.  Más que una víctima del puritanismo, Bryce es el ejemplo de un escritor famoso que ha aprendido que, en virtud de su celebridad e influencias, puede pasarse de listo, estafar autores modestos y defraudar publicaciones y lectores. Algunos piden comprensión para la travesura senil de un artista exhausto que ya no guarda energía o talento para responder a la desmesurada demanda,  y al que sólo le queda el recurso de robar textos. Nadie es quien para juzgar ese drama, pero lo cierto es que no todos los escritores que enfrentan esa encrucijada roban textos.  De cualquier manera, como no me gusta ser considerado un moralista anacrónico, me sumo al piadoso entusiasmo con que se reconoce la dignidad del plagio: será emocionante ver las gesticulaciones de los presentes en la ceremonia de premiación cuando, entre aplausos grabados, intercambien abrazos y elogios.

Tengo orgullo de ser del norte

13/Octubre/2012
Laberinto
David Toscana

Hace veinte años, cuando publiqué mi primera novela, comenzaba a hablarse de un supuesto fenómeno llamado “Literatura del norte”. Nunca supe bien de qué se trataba. Por supuesto Monterrey estaba en el septentrión mexicano, pero ¿qué tiene que ver la geografía con la palabra?
Si hay más distancia entre Monterrey y Tijuana, que entre Monterrey y el D.F., ¿por qué nos gusta la división norte-sur y no la oriente-occidente?
¿Que yo soy escritor del norte? ¿Qué significa eso? ¿Acaso significa que me he de poner un sombrero vaquero, una cuera tamaulipeca y gritar “ajúa” cada vez que me sale una buena frase?
Sin embargo acepté el mote de escritor del norte, pues eso me llevaba a encuentros y congresos donde bebíamos mucha cerveza y la pasábamos bien.
Nos hacía gracia cuando alguien mencionaba que la norteñés era una estrategia comercial, ya que no solemos agotar las primeras ediciones ni ganar premios de relumbre. Otros lo tomaban como un intento del centro de decir que éramos regionalistas, de pocos alcances, pues siempre había que cargar con una etiqueta que minimizaba el cosmos. Los escritores del centro eran mexicanos; nosotros éramos meramente tijuanenses o regiomontanos o culichis. A Jesús Gardea, un narrador excepcional, lo sepultó la crítica al llamarlo “narrador del desierto”.
Si bien, luego de mucho repasarlo, acabé por aceptar una característica en los narradores del norte: somos bárbaros y primitivos, como el resto de los norteños. Esta revelación me llegó con la anécdota que ahora cuento:
En cierta ocasión leía el libro de un célebre narrador capitalino. En una de las páginas me topé con este enunciado: “una puerta de cristal biselado”.
Hube de interrumpir mi lectura para llamar a Felipe Montes. Ni siquiera tuve que hacerle una pregunta. Tan sólo dije: “Puerta de cristal biselado”, y él de inmediato me respondió: “Puerta de vidrio”. Claro que sí, le dije, no hace falta más. Y colgamos.
A los dos minutos me llamó para preguntar: “¿Por qué no simplemente puerta?”.
Le expliqué que quienes estaban fuera, miraban hacia dentro; y los de dentro miraban hacia fuera. Colgamos.
Volvió a llamarme a los dos minutos. “Pues deja la puerta abierta”.
En el contraste entre una puerta abierta y otra de cristal biselado, entre echarse un trago y degustar un Château La Fleur-Pétrus 82, entre ponerse los zapatos y calzarse unos botines Salvatore Ferragamo de piel de becerro, entre simplemente “ir”, y “abordar una Cadillac Escalade color negro para dirigirse a”, está la esencia de la diferencia entre la narrativa del norte y la del centro.
¿Que somos bárbaros? Sí. ¿Poco sofisticados? ¿Secos? También. La frase es bien conocida: “Donde comienza la carne asada termina la civilización”.
Tal vez sea verdad; pero ¿a quién no se le hace agua la boca nomás de pensar en una arrachera con aguacate, chiles toreados, tortilla de harina y una cerveza bien helada?

viernes, 12 de octubre de 2012

Encuentro de nuevos cronistas de Indias

12/Octubre/2012
La Jornada
Elena Poniatowska

La crónica en América Latina responde a una necesidad: manifestar lo oculto, denunciar lo indecible, observar lo que nadie quiere ver, escribir la historia de quienes aparentemente no la tienen, de los que no cuentan con la menor oportunidad de hacerse oír. La crónica refleja más que ningún otro género los problemas sociales, la corrupción de un país, la situación de los olvidados de siempre. Sus hallazgos bien pueden saltar a la novela y, por tanto, resultan muy difíciles de encasillar. ¿No es ficción o es ficción o es las dos cosas? Monsiváis nunca se preocupó por encontrarle solución a este rompecabezas.
Carlos Monsiváis es, sin lugar a dudas, el mayor cronista del país y, en lo particular, de esta ciudad (prueba de ello es el dominio que logra al describirla en Los rituales del caos, que también habría podido llamar Compendio de catástrofes mexicanas. Con él, los lectores encuentran un nuevo lenguaje, Monsiváis le pone casa nueva a un periodismo anquilosado y tramposo. Logra integrar a los maestros, a los trabajadores electricistas, petroleros, a los empleados bancarios, a los jóvenes que lo leen en un país analfabeta que aún no cuenta con una clase media.
Monsiváis nunca quiso ser novelista, aunque en sus principios escribió alguna que otra poesía, alguno que otro cuento que probablemente conserve José Emilio Pacheco. Monsiváis influye de manera significativa en la opinión pública al pitorrearse de las declaraciones de políticos, empresarios, obispos, embajadores, diputados y demás personajes de la llamada vida nacional a quienes su lucidez endemoniada exhibió con sus propias palabras.
Crítico, analista de los acontecimientos políticos y sociales, biógrafo tanto de celebridades (de Salvador Novo a Luis Miguel, pasando por Spencer Tunick y Octavio Paz), Monsiváis es el testigo de todo evento: terremoto, masacre, inundación, protesta, marcha, coloquio, conferencia, mesa redonda, simposio o manifestación pública. Siempre he pensado que si a él le gustó tanto que Tunick desnudara a los mexicanos en el Zócalo y a las mexicanas viejas y jóvenes en la Casa Azul en honor a Frida Kahlo, es porque él habría querido hacerlo (así como se disfrazaba de obispo), pero su protestantismo no se lo permitió. Durante los pasados 30 años resultó indispensable tanto en los actos universitarios como en los multitudinarios porque reseñaba las tragedias nacionales como las glorias de la farándula y si comía con el rector Juan Ramón de la Fuente, en la torre de Rectoría, cenaba con Madonna. Salir en la foto con Monsi era una consagración, salir con Madonna, una muy probable excomunión.
Hoy ya no nos acompaña la risa de Carlos y su despeinada cabellera blanca. No por nada José Luis Cuevas lo dibuja como un Quevedo posmoderno, que puede darse el lujo de burlarse de quien le dé la gana o deshacer a su mejor amigo sin que se enoje. Sus juicios definieron a los grandes acontecimientos y por lo general tenían que ver con la buena conducta política y con la moral. Lo llamaban para ser el comentarista de cuanto suceso importante en México, porque sin él no quedaban consignados. En el concierto de Pavarotti en el Palacio de Bellas Artes, al referirse a quienes lo vieron en una pantalla gigante en la calle a pesar de la lluvia, sentenció: Este es el mejor público porque viene a ver, no a que lo vean.
–Yo ya no leo novelas –me dijo hace años– pero haré un esfuerzo sobrehumano para tu Tinísima.
–¿Sólo lees crónicas?
–Sí, el documento es el arte del futuro.
Monsiváis ponderó a Tom Wolfe, a Norman Mailer, a Truman Capote. Analizó el New Journalism, porque lo que él hacía tenía mucho que ver con el nuevo periodismo y con el modo en el que utilizaba su información que al final de cuentas era una forma de denuncia y sobre todo de lucha. Él tenía a sus informantes (entre otros yo, a ver, dime qué sabes, qué viste, qué te dijeron), pero a todo le daba un nuevo tratamiento y los burdos informes se transformaban en sus crónicas en materia memorable.
Alguna vez hablamos de Studs Terkel, ganador del premio Pulitzer por su The Good War: An Oral History of World War Two y autor de Working, porque Hugo Hiriart me aconsejó: Deberías hacer un libro sobre el trabajo en México, entrevistar a una enfermera y a un minero, a un cantinero y a un taxista, los grandes sujetos de la llamada oral history o literatura oral, como habría de hacerlo más tarde Oscar Lewis con Los hijos de Sánchez. La voz de los llamados sin voz es una fuente formidable de enriquecimiento. Remiten a una historia colectiva y permiten hacer –claro, dentro de las limitaciones de cada escritor– periodismo de investigación, de denuncia, de resistencia que suele llamarse político. Durante toda su vida, Monsiváis fue un periodista-denunciante, o si a alguien le molesta lo de periodista, un escritor-denunciante.
Reunió a quienes consideraba cronistas y rindió homenaje a sus colegas en A ustedes les consta: antología de la crónica en México, lanzada por la Edciones Era en 1980 (aunque la Universidad Nacional Autónoma de México publicó una primera versión en 1979), en la que recoge y juzga a la crónica en México a través de dos siglos, desde 1806 hasta 1979 y va de Manuel Payno, Guillermo Prieto, Francisco Zarco hasta Hermann Bellinghausen, José Joaquín Blanco, Jaime Avilés y, el más joven, Fabrizio Mejía Madrid.
Todos estos escritores fogueados por la escuela del periodismo, a decir de Federico Campbell; además de reseñar acontecimientos de nuestra vida diaria, reflejan a su época y, en algunos casos, han sido factores de cambio como en el dibujante o monero Gabriel Vargas, quien marcó a los mexicanos con su historieta La familia Burrón. Doña Borola y Cristeta Tacuche son mis heroínas. Por cierto que el apoyo de Monsiváis a los caricaturistas resultó tan valioso como la reciprocidad, por ejemplo, de un artista como Rafael Barajas, El Fisgón, quien resultó definitivo en la creación del Museo del Estanquillo, el de las colecciones monsivaisianas. Finalmente, los caricaturistas son grandes historiadores y les aconsejo a todos leer a El Fisgón, quien es más elocuente que cualquier cuentista.
* Texto de la escritora y periodista leído en el Encuentro Nuevos Cronistas de Indias 2, en el Museo Nacional de Antropología, donde dictó la conferencia De Tlatelolco a #YoSoy132: crónicas de la resistencia

domingo, 7 de octubre de 2012

Una amistad ejemplar: Westphalen y Arguedas

7/Octubre/2012
Jornada Semanal
José María Espinasa

Hay autores que uno recuerda perfectamente cuándo empezó a leerlos. Pero con José María Arguedas y Emilio Adolfo Westphalen no, de pronto estaban ahí como si siempre lo hubieran estado. Al primero lo leí entusiasmado en los finales setenta, como uno de esos enormes narradores que antecedieron al Boom, como Guimarães Rosa, Rulfo, Carpentier o Borges, con el vano intento de agotarlo; al segundo lo leí y releí primero en fotocopias, luego en aquella edición del FCE, Otra imagen deleznable, luego en una poesía reunida que publicó Alianza, y que alguien me pidió prestada y no me devolvió.
No sé quien lo introdujo entre nosotros (me refiero a mi generación), sí fue Adolfo Castañón quien nos habló de él, o si Carlos Gaitán nos recitaba sus poemas a voz en cuello y altas horas de la noche, o Rafael Vargas nos prestaba libros que traía o le llegaban milagrosamente desde Lima. En todo caso, Westphalen y Arguedas, como el dinosaurio de Monterroso, todavía estaban ahí, y sentíamos que habían estado siempre. Pero nunca, yo al menos sentí, que estuvieran juntos, sólo hasta ahora que leo El río y el mar, la correspondencia entre ambos.

Arguedas fue el novelista capaz de recrear la voz de la tierra y las raíces ancestrales indígenas; Westphalen el poeta que nos abría a los registros más profundos del surrealismo y la vanguardia. No puedo dejar de señalar que ahora me emociona saber que fueron tan amigos y se admiraron tanto el uno al otro. Unos años después de mis primeras lecturas, el azar con sus buenos oficios, y la amistad de Marcos Límenes e Inés Westphalen, me dio la oportunidad de publicar Ha vuelto la diosa ambarina, así como una traducción del propio Westphalen de una escritora italiana, María Venezia. Y de organizar una pequeña exposición sobre César Moro en la Galería de la Casa del Tiempo. Con ese motivo vi y traté al autor de Las ínsulas extrañas durante algunos días, unas cuantas horas. He de decir que nunca he conocido a ningún escritor que se correspondiera tan precisamente con su escritura como él. Diría que se había escrito a sí mismo. A Arguedas no lo conocí y apenas recuerdo fotos suyas.
El río y el mar es uno de esos libros que no se escriben en sentido estricto, sino que se hacen y se viven. Las cartas son un género muy personal, muchas veces, como las que nos convocan hoy, de carácter íntimo, que no buscan más que un lector. Cuando esas cartas son también escritura y admiten sin menoscabo la lectura de un entrometido lector se vuelven admirables. Hay algunas que son un simple documento. Pero las reunidas por Inés Westphalen conforman un verdadero libro literario, una novela de la amistad.
Es a eso a lo que aspiran los epistolarios de este tipo, sean los de carácter intelectual, como las cartas entre Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, o los más declaradamente amistosos. Ambos cobran importancia por ser los corresponsales quienes son. ¿Habría que preguntarse si sin esa referencia tienen algún valor? Una pregunta sobre la pregunta misma es, dirían los profesores de retórica, una trampa. Y en efecto lo es, pues no habrían escrito estas cartas si no fueran quienes son. Por eso me gusta esa especie de novela polifónica que a veces se arma en las correspondencias, las pequeñas anécdotas, incluso hasta los chismes, esa densidad cotidiana de los viajes, las lecturas, los amores, las bromas, los sobreentendidos. Los epistolarios –y éste en especial– suelen dar un espacio enorme a esa condición: “te encargo una tela, dile a fulanito que me mande tal cosa, vamos a celebrar tu cumpleaños, nos veremos en verano”, etcétera.
En Westphalen uno percibía una absoluta seguridad en lo que era su escritura, a la vez que un desprecio absoluto por los fastos que un escritor podía y merecía haber recibido. No le quedaba duda de que la poesía, como los ríos de su amigo Arguedas, era subterránea. Diría que fue el poeta, aunque lo traté apenas unas horas, que mejor encarna la absoluta indiferencia que le producía la fama. Quería tener lectores, pero no a ese precio. Uno sentía en su presencia que la poesía sí es de veras un universo ajeno, aunque paralelo, a éste que vivimos.
Por eso no me sorprende que cada vez que leo y releo sus poemas me queda la sensación de no entender nada, de no estar a la altura, de percibir, sí, que allí está la médula de la experiencia poética, pero que apenas quiero darle alcance se me escapa, como el gato de Lezama Lima. Y esto me permite tocar, aunque sea brevemente, el asunto del surrealismo latinoamericano y peruano en especial. No vayamos a caer en el lugar común de que la poesía no se explica: claro que se explica. Si después de explicarla seguimos encontrando que es inexplicable, es otro asunto. Los poemas de este autor duelen en el pecho, provocan desazón, angustia y vértigo de estar ante la revelación y no poder asirla. Saber que los escribió un ser humano como el que se refleja en El río y el mar es verdaderamente emocionante.
Si cambiamos Westphalen por Arguedas, poesía por novela, las palabras siguen siendo igualmente válidas. La relación entre ambos en la correspondencia no es, ya lo dije, una relación intelectual sino afectiva, es decir amistosa, y si bien es inevitable que haya también elementos intelectuales –ambos son hombres de palabras– lo que importa es ver cómo dos autores enormes, dos monstruos literarios, se reconocen entre sí más allá de sus diferencias, el narrador con preocupaciones sociales e indigenistas junto al poeta de los abismos expresivos. El río y el mar: un testimonio de una amistad.

sábado, 6 de octubre de 2012

Otra vez el Nobel

6/Octubre/2012
Laberinto
David Toscana

 
Por estas fechas se vuelven a renovar las apuestas sobre el Nobel de literatura. Mi preferido, Ismail Kadaré, no aparece por ningún lado. En cambio ahí está otra vez el eterno Bob Dylan con su numeroso apoyo de profesores universitarios sesentaiocheros, seguro en su mayoría de Berkeley. Según las casas de apuestas, el músico seudoliterato tiene momios de 10/1.
A Kadaré no sólo lo admiro. Lo envidio profundamente. Más allá de una obra inteligente, sensible, extraña, provocadora y bella, tiene una novela que me hubiese gustado escribir: El general del ejército muerto. Para mí, leer esa novela fue como enamorarme de una mujer ajena e inalcanzable. Un amor triste, una obsesión.
Para quien no la haya leído, resumo el tema: en los años sesenta, un general es comisionado para que vaya a Albania a recuperar los cadáveres de los soldados caídos en la Segunda Guerra Mundial. La aventura se convertirá en un grotesco símbolo de la inutilidad, tanto de su misión, como de la guerra. Quizá también de la vida.
Mejor aún, quien no la haya leído debería dejar en este punto mi texto, el suplemento Laberinto y dirigirse a una librería. Pero hay que apurarse, pues en todo México no habrá más de veinte ejemplares de esta novela. Ya conocen a los lectores que mandan en las librerías: en vez de buena literatura, quieren leer novelas de chupasangres y detectives de pacotilla.
El mismo Kadaré mostró este tipo de envidia por otra novela: Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric, solo que en vez de verla como mujer ajena, se puso a cortejarla. Acabó escribiendo El puente de tres arcos, un texto valioso sobre la construcción de un puente y las historias y leyendas en torno a él, aunque sin la ambición de la obra maestra del escritor bosnio.
Amigo lector, si no consigue El general, puede llevarse alguno de los excelentes premios de consolación de Kadaré. Por ejemplo, Abril quebrado. Un mundo donde la tradición es más poderosa que la conciencia; la historia de familias que tienen siglos matándose unos a otros, pues así lo ordena el Kanun.
Quizás en alguna librería encuentre El nicho de la vergüenza. Ahí se enterará de los cuidados que se le dan a la cabeza de un decapitado para poder exhibirla en una plaza.
O la Crónica de la ciudad de piedra, un terrible y bello relato sobre un pueblo albanés durante la Segunda Guerra Mundial.
O alguna de las novelas donde nos narra los absurdos y las angustias de la vida en Albania durante los años del comunismo.
Es difícil hallar un autor que nos haga reflexionar sobre las extravagancias de la historia, el poder y el individuo de modo tan atinado y profundo como lo hace Kadaré. Que nos haga comprender nuestra también extravagante situación a través de relatos que parecen lejanos en la geografía, el tiempo y la cultura. En Kadaré hay verdad. Esa verdad que sólo puede decirse con novelas.
Si yo fuera académico sueco no dudaría en darle el Nobel. No para inflarle el ego y colgarle una medalla y entregarle su chequezote. Sino porque es importante darle aire a sus libros. Porque es necesario que un habitante de este mundo no se vaya al otro sin antes haberlo leído.

POESIA MEXICANA 2012

6/Octubre/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Esta semana quiero escribir sobre la poesía mexicana hoy. Escribir desde el desprendimiento, desde la revisión de una epidermis perdida.

Paradoja: en la poesía mexicana hoy no hay gran ensayo.

Paz —cuyo legado es problemático—, empero, fue un poeta moderno: un poeta con prosa de ideas. A las generaciones siguientes el ensayo se les cayó de las manos. La idea perdió gravedad, vértigo, necesidad. Devino souvenir y tour.

El ser del poeta se relajó. Coloquio, falta de visión y neoclásica estafeta amiga de nichos en la República de las Letras dañaron la tensión que Paz supo construir entre su lengua y los Contemporáneos, en cuyo arco se fabricó la estrecha “tradición”.

Para colmo esa República no supo respetar los márgenes —los años setenta— que le hubieran dado oxígeno.

No hay poema largo. El poema largo exige visión. El poeta mexicano actual está anímicamente incapacitado para el aliento largo, para el viaje consumado, en que cada estación depara un propósito y una acreción.

Los mejores poetas mexicanos han compuesto con la mente. Han sido pensadores. Desde Sor Juana hasta Gorostiza. A la poesía mexicana hoy le falta mente. Oído-idea.

Otra falta: su despolitización. Los poetas post-paceanos ya no tuvieron la sensibilidad —la enervación requerida— para la pasión política. No hay sed de justicia que desee nueva música para hacer temblar los muros de la mierda política.

Como Bolaño ironizó, el poeta mexicano es microbio inofensivo, deseoso de ser amado por sus congéneres.

Contravenir no es lo suyo. El PRI domesticó su espíritu.

En los últimos días, además, escarba en donde sólo hallará otro amo.

Hay un giro hacia el posmodernismo, un intento de acercarse a la poesía norteamericana post-todo. Al conceptualismo, por ejemplo. Pero ese turismo de lo norteamericano posmoderno es acrítico. Hay collage, apropiación, documentación, etcétera, y hay también cierta literatura del trauma (sudamericanista). Ahí no hallarán sino versiones tercermundeanas de poesía entreguista. Segundas vueltas.

Deseo colonizado, resurgido en la reciente literatura mexicana en general, debido a Internet y el mercado español, al que desean llegar exhibiendo signos de una dócil transnacionalidad.

Hay una crisis en la poesía aún más grave que en la narrativa. Una falta de reflexión.

La poesía no es literatura. Pero ya no lo saben muchos. Poesía es disidencia drástica, descontento cofrade de poder de palabra densa.

Exactitud parlante, y desequilibrio pulpo, alarma que es otra gramática.

El error nucleico del poeta mexicano actual es que quiere ser un buen escritor con tal de no trastornar su ciudadanía acomodaticia. Recibe beneficios, ¿para qué poesía?

La poesía es esporádica. Radica en la espora. Hoy la espora no ha prendido vara alguna. Pero la poesía volverá. La pedirán las ciudades.

Las literaturas mueren. La poesía tiene otras tierras.