sábado, 13 de octubre de 2012

El combustible Bryce

13/Octubre/2012
Laberinto
Armando González Torres

El tema del premio FIL a Bryce se ha vuelto inflamable: provoca tensas sobremesas llenas de disputas o silencios incómodos.  Las posturas son claras: muchos se han pronunciado contra la premiación con dinero público a un escritor que practica compulsivamente el acto por definición más anti-creativo, el plagio; otros han manifestado, con razones atendibles, su fascinación por la obra narrativa del escritor y consideran que sus plagios no la empañan. De hecho, basados en la noción de extraterritorialidad de la literatura, señalan que el juicio literario está más allá de cualquier consideración moral o judicial y tachan de moralistas a quienes se escandalizan.  Yo no concuerdo con ningún linchamiento, pero me asombra que un premio, patrocinado por importantes instituciones educativas y culturales, reviva a un cadáver literario y avale un ilícito creativo. Por lo demás, repudiar a un plagiario no es un acto de moralina: ya se ha dicho hasta el cansancio, el delito de Bryce no es extraliterario, sino que atañe directamente al oficio creativo. ¿Quién pondría en duda, por ejemplo, los valores y la integridad literaria de la obra de Celine, Pound, Brasillach, Drieu La Rochelle, Borges, Genet, Hamsun y tantos otros personajes controvertidos, satanizados por la moral convencional o el culto a lo políticamente correcto de su tiempo?  Sin embargo, Bryce no es, a diferencia de esos autores, un gran transgresor o chivo expiatorio de las convenciones; es, simplemente, un escritor tramposo que ha incurrido en delitos de plagio nocivos para el acto y el pacto creativo. 
Bryce representa un caso extremo de esa economía de la impostura con que la industria editorial busca perpetuar el prestigio de un autor que ya no produce, nutriéndolo con lo que se pueda: maquinazos, publicidad, bufonerías, premios y presencia en las páginas de opinión.  Los valores de libertad expresiva, imaginación y humor que esgrimió en algún momento Bryce se contrarrestan con esa actitud de profundo desprecio a la creación que lo llevó a apropiarse de  textos de otros para mantenerse vigente.  Más que una víctima del puritanismo, Bryce es el ejemplo de un escritor famoso que ha aprendido que, en virtud de su celebridad e influencias, puede pasarse de listo, estafar autores modestos y defraudar publicaciones y lectores. Algunos piden comprensión para la travesura senil de un artista exhausto que ya no guarda energía o talento para responder a la desmesurada demanda,  y al que sólo le queda el recurso de robar textos. Nadie es quien para juzgar ese drama, pero lo cierto es que no todos los escritores que enfrentan esa encrucijada roban textos.  De cualquier manera, como no me gusta ser considerado un moralista anacrónico, me sumo al piadoso entusiasmo con que se reconoce la dignidad del plagio: será emocionante ver las gesticulaciones de los presentes en la ceremonia de premiación cuando, entre aplausos grabados, intercambien abrazos y elogios.

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