domingo, 15 de julio de 2012

Tirar millones

Julio/2012
Letras Libres
Gabriel Zaid

Los grandes tirajes son apetitosos para las imprentas y para los políticos. La impresión de millones de libros impresiona. Como si fuera poco, la cultura del pueblo se enriquece, prosperan los talleres, ganan los autores y seadornan los funcionarios.
Los impresores cotizan costos decrecientes (por ejemplar) para tirajes cada vez mayores. Hay economías de escala notables cuando se pasa de imprimir cien ejemplares a mil; y todavía, aunque menores, si el tiraje sube a 3,000, a 5,000, a 10,000. Sin embargo, arriba de 10,000 la ventaja es pequeña y hasta puede resultar contraproducente, cuando, por ejemplo, hace falta un millar, pero se imprimen diez para “bajar el costo” y los nueve sobrantes se embodegan, hasta que un día se venden a las fábricas de papel como desperdicio.
El error se comete una y otra vez. Ejemplos a lo largo de un siglo:
1. El secretario de Educación Pública José Vasconcelos, inspirado en Julio Torri (que creía en la importancia de leer a los clásicos) y en el comisario soviético para la educación Anatoly Lunacharsky (que creía en los tirajes masivos), publicó una colección de clásicos encuadernados en tela, con tapa dura cubierta de percalina verde. Los legendarios “clásicos verdes” se vendían a peso, aunque su producción costaba 94 centavos (Rafael Vargas, “El relámpago verde de los loros”, La Gacetadel Fondo de Cultura Económica, febrero 2012). Se producían de 20,000 a 25,000 ejemplares (carta de Julio Torri, editor de la colección, a Rafael Cabrera, 21 de diciembre de 1921, en los Epistolarios editados por Serge I. Zaïtzeff). El proyecto quedó abandonado por razones políticas (Vasconcelos renunció para buscar la presidencia), después de publicar 13 títulos en 17 tomos: unos 400,000 ejemplares, de 1921 a 1924. Quince años después no se habían agotado, según el testimonio de José Luis Martínez, que los compraba en una librería de Guadalajara (Bibliofilia, Tacámbaro: Taller Martín Pescador, 2004).
2. El secretario de Educación Pública Jaime Torres Bodet tuvo la mala idea de estandarizar los libros de texto de primaria en todo el país. En México, hay una gran diversidad de tradiciones locales, estamentales, étnicas, religiosas, lingüísticas. Tanta riqueza cultural quedó ignorada por la imposición del texto único.
Pero estandarizar y centralizar los libros de texto creó la oportunidad industrial de imprimir millones, y ha sido un buen negocio para los contratistas, desde que se creó la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos en 1959, presidida por Martín Luis Guzmán, compañero de Vasconcelos y de Torri en el Ateneo de la Juventud.
El primer contratista (Editorial Novaro) se dio el lujo de instalar una rotativa para libros, única entonces en América Latina. Para la solemne entrega en la fecha prometida, invitó al presidente Adolfo López Mateos a conocer la planta y le fue mostrando todo el proceso de producción, desde la composición: corrección de pruebas, preparación de ilustraciones, negativos, etc. El presidente se puso nervioso. ¿Apenas están en los preparativos? No, señor presidente: venga usted. Y lo llevaron a la bodega donde ya estaban listos los embarques para todos los puntos del país. Habían montado un teatro muy costoso (con todo el personal y hasta la rotativa haciendo como que hacía) para la gran visita. Así de bueno era el negocio.
3. En 1971, la UNAM anunció con bombo y platillo una serie antológica de Lecturas Universitarias con tirajes de 30,000 ejemplares, en gruesos volúmenes casi regalados a $15 pesos. El público respondió a tan noble iniciativa comprando muchos, pero eran demasiados y la edición se eternizó en las bodegas. Imprimirlos de mil en mil, conforme se fueran vendiendo, habría sido igualmente noble y más económico, pero no tan impresionante en las declaraciones a la prensa.
Se dirá que los grandes tirajes son necesarios para bajar los precios. Pero esas cuentas son las del impresor, que tiene vendido de antemano todo el tiraje; no las del editor, que no lo tiene vendido, que se arriesga a no venderlo nunca, que tiene costos de almacenaje y dispone de recursos limitados. Nada impide a la UNAM bajar los precios, aunque imprima de mil en mil ejemplares, ahorrándose el desperdicio.
[Fernando Benítez, director de La Cultura en México, donde publiqué lo anterior, me contó que un alto funcionario de la UNAM le reprochó el “ataque”. ¿Cómo se puede criticar una medida progresista en momentos tan difíciles para la Universidad? ¿Cuál es la verdadera intención?]
4. En el mismo sexenio de Luis Echeverría (1970-1976), la Secretaría de Educación Pública tiró millones de pesos con su colección popular Sep-Setentas, que publicó unos 300 libros también casi regalados a $10 pesos. La tirazón no estaba, naturalmente, en vender barato, sino en hacer tirajes demagógicos, mayores que las ventas posibles a ningún precio. Si Paul Petrescu, autor de La habitacióncampesina en Rumania, hubiese regalado su libro a todos los mexicanos que se lo pidieran, ¿cuántos habrían sido? ¿Dos, 20, 200? ¿Qué estaba haciendo en una colección popular? ¿Para qué imprimir 10,000?
[Años después de que escribí lo anterior, uno de los funcionarios de Sep-Setentas me reprochó la afirmación, asegurándome queel tiraje había sido de 3,000 ejemplares (que también era excesivo). Un buen día descubrí que José Luis Martínez tenía la colección de Sep-Setentas completa, y comprobé el tiraje de 10,000 en el colofón. ¿Imprimieron 3,000, pero cargaron 10,000?]
5. En el sexenio de José López Portillo (1976-1982), la SEP anunció la publicación de 20 a 25 títulos anuales con “tirajes de 400,000 a 450,000 ejemplares de cada obra” (unos 10 millones de ejemplares), como regalo a los alumnos que terminaran la educación básica. Eran los tiempos de la “administración de la abundancia”, y el secretario de Educación pensó en términos grandiosos más que en términos de lectura. No pensó, por ejemplo, en regalar veinte libros dando a escoger entre 2,000. Los libros escogidos personalmente interesan más (y, por lo mismo, tienen mayores probabilidades de ser leídos) que una colección escogida por otros, absurdamente idéntica para todos los alumnos (y sus hermanos, y sus amigos, y sus vecinos: sin posibilidad de préstamos mutuos). De escoger libremente, es imposible que la demanda hubiera sido exactamente de 400,000 ejemplares para esos veinte títulos y de cero para todos los demás.
La demanda no es un concepto limitado al comercio. Los libros que se prestan en una biblioteca tienen mayor o menor demanda. Los que se regalan también. Imponer la oferta y negarse a escuchar la demanda es absurdo. No es lo mismo regalar a fuerza que regalar sobre pedido. La cifra total de interesados en recibir un libro gratis constituye la demanda máxima de ese libro. Nada justifica imprimir 400,000 o 450,000 ejemplares en todos los casos, en vez de respetar la demanda en cada caso.
El proyecto pretendía “retomar la gran tradición” de José Vasconcelos, multiplicando el error de 1921 con tirajes veinte veces mayores. Además, resultaba anacrónico, porque en 1921 se editaba poco. Todavía en 1937-1939 (que es el período más antiguo del cual la UNESCO ha recogido estadísticas: Book production, 1937-1954), la producción mexicana era en promedio de 600 títulos anuales. Seguramente fue menor en 1921. Pero en los tiempos de López Portillo ya existían buenas colecciones populares. Habría sido mejor repartir vales canjeables en las librerías por libros de Nuestros Clásicos de la UNAM, Colección Popular del Fondo de Cultura Económica, Sepan Cuantos de Porrúa, etcétera.
[El proyecto quedó en proyecto porque el secretario fue despedido y su reemplazo desarrolló otro mejor: El Correo del Libro, una especie de Book of the Month Club para maestros, que ofreció miles de títulos para escoger. Sus ventas reflejaron lo que saben los editores, libreros y bibliotecarios: la inmensa variación de la demanda de unos títulos a otros.]
6. En el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988), la SEP tuvo la buena idea de enviar libros a las bibliotecasmunicipales. El director de Publicaciones y Bibliotecas de la SEP(entrevistado en Siempre!, 1o de agosto de 1984) habló de un presupuesto mayúsculo. Cada “biblioteca debe tener 10 mil volúmenes”. Con dos ejemplares de 5,000 títulos “por 2,500 municipios, más o menos, da 25 millones de libros”.
Lo que parece un detalle y es un error costoso es darle dos juegos idénticos de 5,000 títulos a cada biblioteca. Eso implica un supuesto erróneo: que todos los títulos tienen la misma demanda. La experiencia universal de los bibliotecarios y los análisis estadísticos disponibles (por ejemplo, en Philip M. Morse, Demand for library materials. An exercise in probability analysis) indican de manera contundente que, para la mayor parte de los títulos, basta un ejemplar. Solo una parte del acervo total (digamos, el 10%) requiere dos ejemplares y solo una parte mínima (digamos, el 1%) requiere tres o más.
Surtir dos ejemplares de todos los títulos era un despilfarro de miles de millones de pesos. Era mejor enviarles un solo juego de 5,000 y una lista de 15,000 otros títulos posibles, con dos derechos: decidir, de acuerdo con su experiencia, después de un tiempo, de cuáles pocos títulos vale la pena tener más ejemplares; y completar su acervo de 10,000 escogiendo de la lista, de acuerdo con los gustos y necesidades locales.
7. En el sexenio de Salinas de Gortari (1988-1994) creció el negocio de los libros de texto, no solo porque la población escolar era mayor, sino porque el presidente decidió rehacerlos sin escatimar gastos, para fortuna de los impresores y de los editores encargados del proyecto. Pequeño detalle:el de historia desembocaba en su sexenio como punto culminante de la historia de México, sin pudor y sin prever las consecuencias: molestias del ejército y los expresidentes Echeverría y López Portillo. Solución: mandar a la bodega los libros de texto ofensivos y producir otros, corregidos, para felicidad del impresor.
8. En el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) reapareció la mala idea de regalar libros sin permitir escogerlos, pero en escala cinco veces mayor. El 7 de julio de 2011, en el Boletín 11/AFSEDF de la SEP y en un boletín paralelo de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos se anuncia el “Programa Termina un Ciclo, Inicia un Hábito” con “un gran regalo para los jóvenes de México”: 2 millones 272 mil ejemplares de una novela para los niños que terminan la primaria y 2 millones de otra para los que terminan la secundaria.
¡Qué bonito es imprimir! ~

viernes, 13 de julio de 2012

Mi nombre es Ixca Cienfuegos

Julio/2012
Letras Libres
Julian Herbert

En 1993, y tras agotar la última página de La campaña –novela pseudohistórica construida en torno a las guerras de independencia latinoamericanas– decidí no leer a Carlos Fuentes nunca más. Por dos razones contrapuestas:
1.Su prosa de aquella época me parecía cada vez más enfadosa. Casi nunca mala: más bien espléndida hasta lo inane. Una versión estirada y pretenciosa (aunque, habrá que decirlo: resuelta con gloriosa oreja tísica) de los formatos gramaticales que La Konditorei Occidental censó hace mucho: Le Joyce-Faulkner-Proust-Céline-Musil-Rulfo Salon.
2.Resulta que de los diecisiete a los veintidós años consumí con jiribilla de yonqui todos los libros que Fuentes publicó entre 1954 y 1990. Conservo el ejemplar en el que leí por primera vez La región más transparente (el libro que decidió mi hábito de contar historias situando a los personajes en calles y edificios específicos cuyo nombre se consigna en el relato): lo robé de la prepa. Conservo una de las primeras ediciones de Los días enmascarados –volumen cuyos mecanismos confieso haber plagiado muchas veces–: lo encontré en un descarte. Cuando digo consumí no me refiero, obviamente, al hecho simple de leer: releí, subrayé, traduje en clave, taché casi cada pasaje de ese Fuentes. Por lo menos hasta Agua quemada. Luego, y salvo por un par de relatos de Constancia, empecé a aburrirme insoportablemente.
Tres veces intenté corromper mi palabra: traicionar al Carlos Fuentes de (su/mi) juventud aventurándome en la obra madura. Nos fue mal, como a novios adolescentes que intentan volver ya de adultos. Primero traté con El naranjo, y había un cuento sabroso: “Apolo y las putas”. El resto del volumen se me desvaneció antes casi de ser leído –supongo que por fortuna–. Luego intenté con otro, ya no recuerdo cuál, que tardaba dos párrafos en llegar, a lo mucho, a un buen tuit: “Dios tiene más mañas que un  croupier de Las Vegas.” Lo boté. Por último, me asomé a La frontera de cristal y nada: la muchacha aeroportuaria del primer pasaje está tan previsiblemente buena que parece calcada de El Libro Vaquero. Desistí.
Parecerá que soy un cínico diciendo todo esto para humillar al anciano cadáver que fue venerado en México por toda la República. Pero no: el Carlos Fuentes de (su/mi) juventud era un maldito lucero. Quien no lo ve es porque fue enceguecido. Quien lo vio no le pudo perdonar la vejez.
Una vez, para desmarcarse del realismo mágico, Carlos Fuentes declaró a Emmanuel Carballo que consideraba su estilo una suerte de “realismo simbólico”. Me parece una mera expresión coyuntural. El estilo narrativo del mejor Fuentes es omnívoro: le interesa lo mismo la lírica que la novela policiaca, la cultura popular y la historia, la fantasía y el reportaje, el simbolismo (donde acusa la influencia de Octavio Paz) y la recreación literaria de la oralidad (donde acusa la influencia de Rulfo e incluso de escritores mexicanos más jóvenes, como José Agustín). Fuentes fue además  –como cualquier artista poderoso– un plagiario célebre con ocurrencias geniales: a quienes lo acusaban de haber hurtado Los papeles de Aspern para Aura, les respondió consignando en Valiente mundo nuevo (el título es otro plagio) una antigua leyenda indígena sobre una anciana que seduce a un mancebo mediante el truco de dejarse poseer ella misma por la voz de una joven doncella muerta.
Sería hipócrita no reconocer lo fallidos que son algunos de sus libros, pero el gesto despectivo con el que muchos colegas mexicanos de mi generación han recibido su muerte (“idólatras y caníbales”, llamó Luis Vicente de Aguinaga a esos dos polos de la recepción) me parece infantil: Fuentes no solo escribió varias novelas buenas y unas cuantas excepcionales, sino que es además el inventor de esa aura dandy-izquierdista-machista-cosmopolita-cábula que los artistas mexicanos solemos usufructuar (incluso contra él). Para bien y para mal (yo creo que sobre todo para mal), el imaginario narcisista del escritor mexicano promedio no viene de Paz ni de Pacheco ni de sor Juana ni de Rulfo: viene de Carlos Fuentes. Supongo que esto no se debe a razones intelectuales sino eróticas: Fuentes tuvo, casi hasta el final, un imbatible nimbo de galán de cine.
Todo esto que digo, claro, podría ser perfectamente falso: como dije al principio, llevo veinte años sin leer a Carlos Fuentes, el escritor mexicano que más me apasionó (no al que más admiro; no el que más me importa. Esos son otros). Soy, al fin y al cabo, un cuarentón al que le llega la noticia de que su antigua novia de la adolescencia se murió. Hay besos que no se borran. Desde los diecisiete años puedo citar de memoria las primeras palabras de La región más transparente: “Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en México, D.F. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta.” Siguen sonándome como si alguien las hubiera escrito hace cinco minutos.
Según informan los portales web, Carlos Fuentes murió el 15 de mayo (fecha en la que los mexicanos celebramos el Día del Maestro) a consecuencia de una hemorragia interna debida al estallamiento de una úlcera provocado por la ingestión de un analgésico. Habrá quien piense que esto es realismo mágico, realismo trágico, realismo simbólico, realismo de Bolaño, realismo del absurdo. A mí me suena, sobre todo, a un último episodio narrativo contado por Carlos Fuentes (el lejano: el mejor) a costa de su vida: prócer muere en fecha memorable por culpa de una aspirina. Así se empieza o se termina una novela. Ah, viejo, ah, joven: te saliste con la tuya.

La inteligencia iletrada

Julio/2012
Letras Libres
Enrique Serna

Por un prejuicio aristocrático milenario, la sabiduría libresca siempre ha despreciado a la inteligencia práctica, pero como esa inteligencia gobierna el mundo, cada vez arrincona más a la minoría culta que pretende humanizarla o inculcarle valores éticos. Las letras y las humanidades tienen una aureola de prestigio que algunos codician, pero el verdadero poder está en otra parte: en las ciencias, en la economía, en la tecnología y en la política. Esas inteligencias nos han avasallado y en vez de condenarlas desde una posición santurrona y a la vez envidiosa, quizá deberíamos entender cómo funcionan. La mayéutica no era solo un ideal educativo democratizador: su eficacia se comprueba a diario en las aulas, en las calles y hasta en los bajos fondos. Todos poseemos en el alma la capacidad de aprender, incluso las lacras de la sociedad. En laRepública, Sócrates declara su admiración por la inteligencia de los pillos: “¿No has observado aún hasta dónde llega la sagacidad de esos hombres a quienes se da el nombre de pícaros redomados, y con qué penetración su mísera alma distingue todo aquello que le interesa? Son tanto más perjudiciales cuanto más clarividentes.” Los libros no son la única vía de acceso al aprendizaje: una mente despierta puede encontrar muchas otras, sin necesidad de tener un mentor tan agudo y exigente como Sócrates. La inteligencia en estado bruto nunca se ha subordinado al poder intelectual, pero lo contrario ha ocurrido infinidad de veces: la historia universal está llena de tiranos y caudillos que usaron a los letrados para encumbrarse y después los desecharon con insolencia (en México, Santa Anna dio ese trato más de una vez a Lucas Alamán y a Valentín Gómez Farías). Cuando el poder del intelecto no influye en la sociedad y solo aspira a ser la materia gris detrás del trono, invariablemente queda aplastado por la inteligencia pragmática del pillo al que pretendía controlar.
¿Significa esto que los fascistas tienen razón cuando dicen que la única superioridad verdadera radica en la fuerza? No, porque la inteligencia que se requiere para alcanzar y conservar el poder generalmente sucumbe a su propio vértigo cuando no tiene otros contrapesos. Pero como el saber libresco descalifica de entrada el saber práctico y la habilidad política, tampoco puede combatirlos con eficacia, como acabamos de comprobar en la contienda electoral recién terminada, en la que toda la comunidad cultural hizo objeto de escarnio a un iletrado astuto que a estas alturas, si la revuelta estudiantil no hizo recapacitar a las masas, quizá esté festejando el triunfo de su organización delictiva. En el Renacimiento, Erasmo de Rotterdam recordó a los humanistas los límites de su infatuado magisterio: “El sabio se refugia en los libros de los antiguos, de los que aprende meras sutilezas de palabras. El insensato, en cambio, lo prueba todo y se enfrenta a los peligros cara a cara. Esto ya lo vio Homero al decir que el necio aprende por los hechos.” Reconocer que ese tipo de aprendizaje tiene igual o mayor importancia que el adquirido en las universidades no solo es necesario para rendir honores a la verdad, sino para revitalizar la imaginación y la inteligencia especulativa.
Quien sabe leer con acierto la realidad, quizá no necesite demasiado el auxilio de los libros, ya sea un escritor o un hombre de Estado. La Bruyère esbozó esa idea en uno de los mejores pasajes de sus Caracteres: “Una buena cabeza que ha fortalecido el temple del espíritu con una gran experiencia, un hombre que por la amplitud de sus miras y su penetración se vuelve amo de todas las situaciones, puede decir fácilmente y sin comprometerse que jamás lee.” Vuelta al revés, la sentencia de La Bruyère también tiene validez: un lector voraz que no tiene ideas propias y se siente abrumado ante las dificultades de la existencia, desprestigia la lectura a los ojos de los demás. Según los sabios antiguos y modernos, la cima de la inteligencia consiste en la capacidad de abstracción, en el manejo de ideas complejas, con pocos o nulos asideros en la realidad. Según este criterio, el centenar de maestros de filosofía que se han devanado los sesos para descifrar los acertijos de Heidegger tienen derecho a ver al resto de la humanidad por encima del hombro. Pero la superioridad fundada en la sutileza especulativa también ha sido puesta en duda por algunos filósofos que sostuvieron la superioridad de la intuición sobre la abstracción. Schopenhauer creía que el principal defecto de la filosofía alemana había sido perderse en un dédalo de abstracciones, y consideraba que las mentes inferiores se refugiaban en él para ocultar su incapacidad. Como los exégetas de las universidades sobrestiman la capacidad de abstracción y forman cotos de poder para defenderla, quienes la impugnan suelen ser tachados de estúpidos. Pero la inteligencia iletrada, rica en intuiciones, ni siquiera necesita defenderse de los ataques que le lanzan los eruditos: les arroja dádivas desde el trono con una mueca sarcástica.

domingo, 8 de julio de 2012

8/Julio/2012
Jornada Semanal
Esther Andradi


En 1992 el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) realizaba su gran anhelo de volver a vivir en Lima después de más de tres décadas de residencia en Europa. “Tener una casa frente al mar, donde pueda pasar tardes tranquilas, interminables, mirando al poniente, escribiendo si me provoca, con uno o dos amigos, buenos discos, un buen vino, mi pequeña familia, un gato y la esperanza de sufrir poco.” Así había registrado ese deseo en su Diario personal en 1974. Y aunque no llegó a reunirse con la familia en Lima, porque su mujer y su hijo permanecieron en París, donde él los visitaba periódicamente, fue en ese departamento del malecón Souza donde el escritor disfrutó del máximo reconocimiento a su obra. En 1992 se sucedieron numerosas publicaciones, entre ellas el cuarto tomo de sus cuentos La palabra del mudo, y la quinta edición de sus Prosas apátridas. Pero nada podía alegrarlo más que la publicación de La tentación del fracaso, el primer tomo de su Diario personal. El segundo tomo se iba a publicar en 1993 y el tercero en 1995, poco después de la muerte del escritor. Es de esperar que próximamente continúe la edición de los restantes tomos.
“Al publicar este primer volumen –de los diez o doce que comprenderá bajo el título general de La tentación del fracaso–, creo inaugurar una forma de expresión literaria nunca utilizada en nuestro medio, al menos bajo la forma específica del Diario del Escritor”, escribe Ribeyro en Mayo de 1992, en el prólogo.
Atento lector de diarios íntimos, de correspondencias y de memorias, Julio Ramón Ribeyro constató, siendo muy joven, que la literatura latinoamericana carecía prácticamente de ese género literario, cultivado tan profusamente por los europeos. Eran otras épocas y no existía ni sombra de internet ni blogs ni el yoísmo literario que suele abrumar estos tiempos de exposición permanente. Cierto que ya en 1942 la editorial Espasa Calpe había publicado en Buenos Aires Lo íntimo, el asombroso registro de vida y literatura de la escritora argentina Juana Manuela Gorriti, fallecida en 1892. Aunque una vez publicado desapareció de circulación hasta el día de hoy, en que la editorial Buenavista está a punto de reeditarlo. Ni tampoco podía conocer Ribeyro el diario de su compatriota, la escritora peruana Zoila Aurora Cáceres (1877-1958), cuyo Mi vida con Enrique Gómez Carrillo iba a publicarse en Guatemala en 2008. Una excepción constituye el dramático testimonio de otro peruano, el escritor José María Arguedas, (1911-1969), que intercala su diario desgarrado y violento en su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), y registra la inevitabilidad del suicidio del autor a medida que se van volteando las páginas.
Tentaciones y fracasos
El tiempo se traga lo anecdótico, disuelve lo ditirámbico, plancha el barroco y al final sobrevive lo esencial. La obra de este peruano, contemporáneo de Manuel Scorza, Alfredo Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa, se va agrandando a medida que pasan los años. Julio Ramón Ribeyro estudió Letras y Derecho en Lima, y en 1950 se fue a Madrid con una beca. Fue entonces que comenzó a escribir sistemáticamente su diario. Vivió más de tres décadas en París, donde realizó los más variados trabajos, hasta que se empleó en la agencia de noticias France Presse, y por último fue consejero cultural y embajador frente a la Unesco.
Se definía como un “escritor de clase media”. Nadie como él pintó, en los relatos de La palabra del mudo, los deslizamientos de ese sector social, sus aspiraciones frente a la aristocracia blanca y poderosa, su ambigüedad con el mestizaje, su desprecio por lo indígena. No coincidía este Perú que él escribía con el que esperaban encontrarse los europeos de los años sesenta y setenta. En su literatura no había suficientes indios, ni color local, ni se sucedían maravillas. Si fue tímido, como dicen quienes lo conocieron y frecuentaron, hasta creerse “de tercera división” frente a los que él definía como los “grandes” de la narrativa latinoamericana, Ribeyro es sin embargo el gran innovador de la literatura del continente. Dudoso de su capacidad literaria, autodestructivo, contradictorio, este escritor se aventuró por los caminos de lo inclasificable. En momentos en que la novela se imponía como única señora y reina de las letras, él escribió ficción mínima, fragmentos, cuentos... y se jugó en la escritura del Diario personal.
La tentación del fracaso es el registro metódico, doloroso, festivo y profundamente vinculado al oficio de su autor, del combate diario por la vida y la escritura. De sus dolores y amores, de sus fracasos, de sus dudas. Ni una sola línea de autoconmiseración, ni una pizca de piedad para el sufriente de úlcera y demás disturbios que analiza descarnadamente después de cada operación, de cada hemorragia. Pocas veces se detiene frente a ese cáncer crónico que lo invade, aunque controladamente. No se priva de nada este flaco tenaz y autocrítico.
“¿Por qué la tentación del fracaso, Julio?”, le preguntan una y otra vez los periodistas. Y el paciente Ribeyro responde que la escritura del diario a veces intenta sustituir la obra, y que esa es la tentación. “El diario íntimo es una ocupación peligrosa que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un soliloquio estéril y secreto”, escribe en el prólogo al primer tomo, en mayo de 1992. “Puede también servirnos para, en caso de los escritores, no escribir lo que debiéramos escribir y escribir solamente acerca de los problemas y perplejidades que nos plantea nuestra vocación, de modo que el diario termina por suplantar a la obra potencial que conteníamos.”
Pero también el diario puede convertirse en el lugar donde se origina la obra. Una observación de lo cotidiano puede ser el germen de una prosa apátrida, o de un relato, o de un ensayo, de una reseña. El diario es el registro de lecturas de Ribeyro, sus preocupaciones, sus anhelos con el Perú, el hilo de Ariadna con los vaivenes del oficio de escribir.
El dinero
Tres temas se mantienen en La tentación del fracaso: La escritura, el amor, la enfermedad. Y por encima de los tres, la nube negra del dinero que nunca le alcanza. El escritor vive en la pobreza más absoluta y, cuando lo recibe, sea de su beca, de su familia o de sus eventuales trabajos, se lo gasta de golpe, en dos o tres días, y a veces hasta en una noche.
En agosto de 1954 ya había expirado su beca y su familia de Lima dejó de enviarle remesas de dinero, de modo que la situación no parecía tener salida. Fue entonces que el dueño del hotel donde se hospedaba, y al que ya no podía pagar, le ofreció un trabajo de conserje. Recibía un mínimo sueldo y tenía asegurada la habitación y en parte la comida. A cambio se encargaba del “monopolio de las funciones administrativas” y de limpiar diariamente las ocho habitaciones. Y una vez por semana baldear la escalera. “De modo que soy gerente y al mismo tiempo camarero.”
En una ocasión, la basura no fue recogida ya que el reloj no sonó, y sacó los cubos a la calle demasiado tarde. ¿Qué hacer? “Es curioso que tenga yo ahora que ocuparme de cubos de basura cuando estoy escribiendo precisamente ‘Los gallinazos sin plumasʼ. Espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de exactitud sicológica”, escribe, refiriéndose a su emblemático relato sobre la lucha por la sobrevivencia de dos niños que viven de los desechos, publicado en 1955.
En 1955, durante su estadía en Madrid, necesitaba diez dólares (!) para un pasaje de tren a París. El dueño de la pensión se los prestó. Como garantía, el escritor le dejó una maleta llena de libros que nunca pudo recuperar. Y conste que entonces los libros eran un preciado tesoro.
En 1956 consiguió un subsidio para estudiar alemán en Munich. En agosto de ese año consignó en su diario: “Noche catastrófica. Reeditando una de mis viejas y estúpidas salidas nocturnas he perdido anoche 150 marcos (el monto mensual de mi beca). Probablemente me los robaron en algún bar. Recuerdo haber terminado la noche en una comisaría, ebrio, discutiendo con una mujer de vida alegre. Única conclusión: no puedo seguir soltero.”
En noviembre de 1956, de regreso en París, registra: “Yo solamente pido paz, el tiempo suficiente para escribir, dinero para libros y cigarrillos. Ahora en el Jardín de Luxemburgo pasé un día horrible bajo el más hermoso sol de otoño: mi única preocupación era escaparme antes que llegara la mujer que cobra por el derecho de ocupar una silla. No tenía ni un céntimo en el bolsillo.”
Vida y literatura
El primer tomo de La tentación del fracaso abarca la década de 1950 a 1960. Son los años de formación del escritor, sus dudas acerca de si vale la pena lo que escribe, qué es la vida, la felicidad, la juventud que se va. El deseo de escribir, de “escribir algo importante”, y sin embargo “yo, yo, yo estoy aquí frente a este cuaderno, luchando contra el estilo, contra el pensamiento, contra la belleza, sin poder hacer nada, vencido...” Páginas donde disecciona la obra que va publicando, y sobre todo, el proceso de creación de esa obra. ¡Y cuánto, pero cuánto sufrimiento detrás de esos cuentos perfectos!
“Quién dios mío, quién comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad”, porque según Ribeyro, “la duración de una obra reside en gran parte en sus cualidades literarias. Por ‘literariasʼ entiendo el estilo, las metáforas, la armonía de la frase y de la construcción, elementos en suma sensoriales, sensuales, que muchos escritores negligen. Las ideas pasan, la expresión queda”, resumía.
Aunque escribió tres novelas, su relación con el género es contradictoria. Lo aburría el naturalismo, deseaba inventar lo que no existe, fuera de todo lo conocido. “La novela es un producto social, no individual. Brota del genio colectivo, de la herencia cultural asimilada durante siglos”, escribe. “Françoise Sagan (que con 18 años acaba de escribir una obra maestra) no hace más que recoger el rédito del vasto capital almacenado por el genio narrativo francés en el curso de su historia. Yo, detrás mío, sólo tengo leyendas, tradiciones y sainetes. Para un sudamericano es más fácil hacer una revolución que escribir una novela”, concluye.
Ribeyro no conocía términos medios: “Uno de los caracteres esenciales de mi temperamento es la avidez, la vehemencia, la voracidad. Me fumo en la mañana los cigarrillos de todo el día [...] Previsión, economía, método, son palabras que no tienen sentido para mí. Jamás he podido distribuir mis bienes en proporción a mis necesidades. Mis apetitos no tienen otro límite que la fatiga y no se extinguen sino con el abuso. Cuando bebo es para emborracharme, cuando hago el amor hasta quedarme dormido, cuando leo hasta que mis ojos inflamados no distinguen las letras.”
La enfermedad
En 1973, luego de una hemorragia que lo puso al borde de la muerte, fue operado de una úlcera. La operación le significó casi un mes en el hospital, más tiempo de recuperación... Desahuciado por el personal médico porque no aumentaba de peso, robaba las cucharitas de metal del desayuno para ponérselas en los bolsillos antes de subirse a la báscula, y así demostrar que había subido algunos gramos. Se deprimió tanto, hasta que su madre le dijo: “Si tienes que morirte, pues acéptalo.” Entonces comenzó a comer de a poco, y para su cumpleaños, el 31 de agosto, se dio cuenta de que “ya nada iba a ser como antes pero que estaba salvado.”
Por esos días escribió: “Al nacer se nos dan unas cuantas fichas y es al vivir que debemos encontrar las restantes para recomponer el rompecabezas de la realidad. Ignoro si son pocos o muchos los que logran reconstruirlo, pero yo pertenezco a aquellos que se irán del mundo sin haber visto el dibujo escondido.” Como el personaje de su cuento “Silvio en el Rosedal”, publicado en 1977, el escritor buscaba descifrar los códigos escritos en las huellas de las cosas. Acaso Julio Ramón Ribeyro intuía que la respuesta se ocultaba en la trama tejida entre el diario y su literatura. A los lectores nos toca el privilegio de descubrirla.

Adalbert Stifter: un Ulises sin atributos en busca del tiempo

8/Julio/2012
Jornada Semanal
Andreas Kurz

Las grandes novelas del siglo XX desesperan a los lectores profesionales y aficionados. Me refiero a las realmente grandes por su influencia, renombre, valor estético y –quizás el factor decisivo– extensión. Me refiero al trío infernal formado por Ulises, de James Joyce, À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, y Der Mann ohne Eigenschaften, de Robert Musil. Cito los títulos en sus idiomas originales para que de antemano quede claro que, para leerlos adecuadamente, habría que manejar a la perfección lingüística por lo menos tres diferentes lenguas.
En realidad son más de tres idiomas. El alemán de Musil se bifurca una y otra vez. Es el alemán de los últimos años de la monarquía austrohúngara: un idioma digno de la grandiosa decadencia del Imperio de Francisco José. Es el alemán de Ulrich y Agathe, los hermanos sin atributos: matizado, simbólico y poético, artificial y tradicional, irónico y matemático. Las necesidades psicológicas y cotidianas de los hermanos generan un lenguaje siempre ad hoc y siempre inefable. Es también el alemán ensayístico de la Viena finisecular: un idioma autodestructivo que cuestiona y niega lo que acaba de afirmar. El idioma que aman y odian los filósofos del Círculo de Viena, al que Wittgenstein ordenará que se calle.
El francés de Proust es la novela y es el protagonista. El tiempo perdido no sólo se refiere al pasado escondido entre las brumas de la memoria de Marcel, sino también al lenguaje perdido del realismo decimonónico, a la ilusión de la mímesis literaria definitivamente destruida por Proust. Si la novela realmente pretende “reflejar” algo, la ridiculez es inevitable. Lo sabe Roland Barthes: traten de seguir las instrucciones balzacianas para abrir una puerta. Algunos moretones no podrán evitarse. Lo único que una novela copia es un subtexto invisible y tan ficticio como el texto principal. En el caso de Proust este subtexto es el lenguaje mismo.
Joyce destruye el lenguaje y de antemano destierra el sueño mimético de su grandiosa e indigerible construcción. No sólo destruye el inglés de comienzos del siglo XX mediante tergiversaciones y agramaticalidades, sino pretende –indeed– ahorcar la lengua verbal como tal: su arrogante linealidad, su decepcionante base en un convenio entre millones de hablantes anónimos que no han formulado ni conocen sus términos. Me acuerdo de un examen profesional en el que el candidato –hoy promesa literaria poblana– afirmó que Finnegans Wake, la ilegible radicalización de Ulises, está escrito en gaélico (¿o irlandés?). Joyce murió una segunda vez en ese examen. Su obra se resiste a la verbalización y decodificación, es un idioma sin país.
Leer las tres novelas no es placentero; escribir sobre ellas es absurdo y grotescamente ambicioso; la afirmación de haberlas entendido una mentira descabellada; la exigencia de leerlas muchas veces para acercarse a la comprensión, irrealizable, sádica y bastante trillada, como la de leer por lo menos una vez al año el Quijote. Para decir algo que valga la pena sobre el trío infernal hay que dedicar toda una vida a la lectura de Ulises, En busca…, y El hombre sin atributos, hay que ser un especialista aferrado, el que posiblemente sepa, pero complica tanto las cosas que necesitará a otro exégeta para que explique la exégesis. Un círculo vicioso, sin duda, un círculo que aclara la paradoja de que las novelas más elogiadas del siglo XX sean las menos leídas y las siempre odiadas por estudiantes y profesores de letras. Un círculo vicioso que también desenmascara a los creadores de cánones cuyos criterios principales son la complejidad y el hermetismo de los textos que afirman, más que el valor de las obras, la superioridad intelectual de los canonizadores, y garantizan que su elitismo cultural permanezca impermeable.
He leído las obras y su lectura equivalió a sufrimiento y frustración. No he releído ninguna, excepto los pasajes paródicos de El hombre sin atributos, y dudo de que antes de cumplir los ochenta me ponga a la relectura. Sobra decir que no entiendo ni a Proust ni a Joyce ni a mi paisano Musil. Sin embargo, me propuse escribir sobre ellos. Hay tres explicaciones: 1. Soy impresionantemente ambicioso. 2. No encuentro otro tema. 3. Acabo de leer una novela decimonónica extensa que aparentemente no tiene nada que ver con las tres obras maestras del siglo XX y por eso me remitió a ellas. ¡Ya no más paradojas! Procuro explicar.
La novela en cuestión consta de 836 páginas, cada una de treinta y cinco renglones. Si calculo ocho palabras por renglón (se trata de palabras alemanas, pueden ser largas), obtengo como resultado final unas 234 mil palabras. Es decir: las páginas de Der Nachsommer (Verano tardío), de Adalbert Stifter (1805-1868) compiten con las escritas por Joyce, Musil y Proust.
La lectura de una novela extensa genera un mecanismo perceptivo comparable al principio estructural de La montaña mágica (otro ladrillo interminable): al comienzo la cantidad de páginas vírgenes agobia, el final sólo se vislumbra en medio de una bruma mítica. Pero en el transcurso de los días el ojo lector parece acelerar, la cabeza ya no sigue las líneas a la manera de un espectador de un partido de tenis, sino se acerca a la velocidad-testa de un enfrentamiento de ping pong. Hans Castorp vive tres semanas en 250 páginas, siete años en quinientas. Una novela larga anula el tiempo regular y restablece los derechos de una percepción temporal mítica que permite al lector vivir dentro de un vacío cronológico que el tic tac del reloj llena despiadadamente al final de la última página (la 836 en el caso de Stifter).
La anarquía lingüística de Joyce, la manía detallista de Proust, la acumulación de disparates practicada por Musil y el furor mimético de Stifter logran el mismo efecto. Sorprende más, sin embargo, que la novela decimonónica comparta también la reducción de la trama con las tres obras maestras del siglo XX. ¿De qué trata Verano tardío? Pregunta vana, superflua, muletilla de maestros de literatura, tautología innecesaria: el Ulises narra la historia de Ulises, La búsqueda… la de una búsqueda y El hombre sin atributos es una novela sin atributos. Verano tardío trata del verano tardío, de la época del año, en los países con un ciclo estacional marcado, que aún no hace temblar de frío y ya no sudar de calor, la época todavía lejos de vejez y muerte, aunque las señales ya están presentes; en la novela, una época de felicidad y equilibrio vital. La obra describe esta época y nada más. Hay un protagonista que cada año viaja entre la ciudad (Viena) y el campo (los Alpes austríacos). Se educa, aprende, observa, su gusto estético se refina al lado de un maestro que goza de su verano tardío. El protagonista prepara y halla su propia felicidad sin que tenga que pasar por las tragedias que la dicha del maestro esconde en el pasado. No pasa nada, no hay acción, ni sorpresas narrativas. El protagonista encuentra a su mujer ideal (la protegida de su maestro e hija de su amor juvenil), se casa con ella y vivirán una vida armoniosa sin irrupciones pasionales, dedicada a la utilidad social que sólo se logra mediante la satisfacción individual. El verano tardío será la apoteosis de esas existencias en paz consigo y la historia, les permitirá vivir el placer puro. Que nadie piense mal: el placer en Stifter no tiene nada que ver con el erotismo; su placer es la contemplación profunda y desinteresada, una vida estética que se convierte en obra de arte; una vida, sin embargo, útil y consciente de la historia, porque pretende convencer sutilmente a los demás de los resultados valiosos de la contemplación, pretende educar en el sentido más dócil de la palabra.
La copia como arte
Quizás el verdadero tema de la novela sea una mímesis potenciada. Stifter dedica cientos de páginas a la descripción de edificios, jardines, paisajes y obras de arte. Dedica otro tanto a la descripción de las copias de edificios, paisajes y obras de arte. El maestro opera un taller en el que procura resucitar lo viejo: griego, clásico y alemán medieval. Se acumulan réplicas minuciosas y dibujos detallistas de iglesias enteras, altares, estatuas, cuadros y muebles contemplados anteriormente en la comarca. En el taller se repara lo viejo, objetos demasiado dañados se reconstruyen. Poco se crea y siempre en aras de un respeto inquebrantable frente a la tradición, intentando al mismo tiempo armar un entorno adecuado para lo viejo nuevo y para que no aparezca el fantasma de una ruptura con la armonía. Copias de copias, mímesis de la mímesis: a Barthes le hubiera gustado Verano tardío.
Copia es también la vida del protagonista: repetirá las existencias del maestro y de su propio padre, pero mejoradas, sobre todo sin la tragedia amorosa del primero y sin la necesidad del segundo de ganarse la vida con un negocio que muy en el fondo detesta, aunque elogie su gran utilidad social.
La historia parece estar ausente en la novela de Stifter. Se asoma, sin embargo, gracias a la conciencia del narrador de que el idilio sólo es posible si hay dinero y una educación eficaz. Los negocios, por ende, no se desprecian: son una herramienta algo fea para labrar un objeto hermoso. La política no se rechaza: si hombres aptos la practican, da el respaldo imprescindible para esas existencias desapasionadas y dedicadas a la paulatina perfección individual. En otras palabras: narrador y lector siempre saben que se encuentran ante una utopía irrealizable, ante una ficción herméticamente cerrada en la que la realidad sólo tiene permiso de acceso si apoya la prosperidad del taller. Cualquier intromisión nefasta se encierra en el pasado superado o, simplemente, es inconcebible. Más que el diagnóstico de cáncer, este hermetismo ficticio podría ser el móvil para el suicidio de Stifter.
Verano tardío, para asegurar la posición privilegiada de sus personajes, tiene que encarcelar el tiempo. Una técnica tan nimia como eficiente es el uso agramatical de la coma, su no uso. Enumeraciones de hasta diez elementos renuncian a la “y” copulativa y a la separación gráfica. Un ejemplo moderado: “las características de cabras borregos vacas…”. Surge un animal mitológico, la presencia simultánea de tres criaturas observadas en lugares y épocas distantes.
Antes de la boda, el protagonista lleva a cabo un viaje pedagógico por varios países. Stifter narra este viaje en poco más de una página: dos años reducidos a unas trescientas palabras. Insisto: dos años de ausencia, separación de los amantes. El reencuentro es parco: un abrazo tímido, unas palabras sencillas que reafirman el pacto. Narrar, por otro lado, el perfeccionamiento de la mirada artística del protagonista requiere todo un largo capítulo. El tiempo no cuenta: dos años no son nada, la revelación estética de un momento es una eternidad.
El exceso de mímesis en Stifter produce un efecto paradójico; y creo que el autor austríaco había buscado este efecto deliberadamente: construye una escenografía cerrada mediante la reproducción de la mímesis, una tautología perfecta que acerca la novela decimonónica a los grandes proyectos narrativos del siglo XX. Proust encierra el tiempo y el discurrir histórico en un salón de fiestas; Joyce en un día cualquiera de la ciudad de Dublín, Musil en el nunc stans de los últimos meses de la monarquía K y K (Kakania, kaiserlich und königlich: imperial y real). Los tres copian textos preexistentes, nunca la realidad, ni siquiera uno de sus fragmentos históricos; copian lenguaje y así aseguran la impenetrabilidad del espacio literario. Son novelas innovadoras, revolucionarias, piezas obligatorias dentro del canon, enigmáticas a veces, ilegibles otras. Sin embargo, siguen siendo literatura que opera de la misma manera que una novela escrita en el siglo realista por un autor sólo localmente conocido. Es decir: literatura que escoge una partícula de un gran texto dado de antemano y le da la forma tentadora de un contra-mundo. Nihil novi…, pero sí mucha complicación fascinante.

sábado, 7 de julio de 2012

Fragmentario

Luvina 67
Verano
Sergio Téllez-Pon

De lo que es parte, trozo, fragmento
Baudelio Lara
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Los primeros momentos de los Siete Días. El ensayo nació de fragmentos, pedazos retomados de aquí y allá, mal remendados. Los Pensamientos de Pascal, como se sabe, en realidad eran notas, proyecciones de ensayos que pensaba desarrollar. El acto frustrado se volvió acto creativo: nació entonces el género de la fragmentación. ¿Y qué otra cosa es el Zibaldone, de Giacomo Leopardi, sino fragmentos? Antes de ellos, también Montaigne había tomado un poco de aquí, una pizca de allá y un poco más de
acullá, cual hechicera que vierte todo al cazo para obtener la pócima, y entonces presentó sus fragmentos como Modestas Disertaciones. Y todavía más, al principio de una de sus autobiografías, Yeats escribe: «Mis primeras memorias son fragmentarias y aisladas y contemporáneas, como si uno recordase algunos de los primeros momentos de los Siete Días. Es como si el tiempo no hubiese sido aún creado, pues todos los sentimientos en relación con emociones y lugares carecen de secuencia». Fragmentarios, aislados, contemporáneos y deslumbrantes son también los textos mínimos de Azorín y de Julio Torri. En nuestros días, y en la lengua española, Piglia ha publicado algunas notas literarias de su diario (Formas breves), deshilvanadas, así como Vila-Matas ha hecho lo propio en su Dietario voluble. En Todo es otro (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2002), Heriberto Yépez aboga por el ensayo fragmentado, el cual no tiene que ser «rectilíneo», desarrollarse a lo largo de párrafos y párrafos, aunque, eso sí, sin dejar de ser lúcido, ofrece varias posibilidades de lectura y, lo más importante, incluso las ideas pueden sobreponerse o contradecirse. Los fragmentos, pues, como ideas en estado puro. Una vuelta a los días de la creación.
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Despacio: dé espacio a sus ideas.
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Ulises, perdido como andas, ¿cómo sabes si no estás ya en Ítaca?
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Según Kafka, la gripe es «la enfermedad profesional de los viajantes». ¡Lo dice él, que era un viajero como lo pedía Morand (un Morand avant la lettre): el viajero alrededor de su alcoba!
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Por lo regular, leo más cuando viajo en metro. ¿Por qué no harán lo mismo todas las personas que se van viendo a sí mismas o ven sin mirar el paisaje a través del cristal? El viaje, cualquier viaje, ya lo dijeron viajeros notables, puede ser una actividad muy productiva.
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El tiempo se encarga de hacer móviles las ideas fijas.
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Siglo xxi: Siglo de las Luces Apagadas.
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Sólo la enfermedad nos hace reparar en partes del cuerpo que obviábamos.
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Así son las ideas: nos invitan a tomar conciencia. Hay que tomarlas con ciencia.
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Puesto que las cosas de calidad están dirigidas a un público específico (y, por lo tanto, minoritario), las drogas sólo pueden ser para unos cuantos privilegiados.
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Del amor al odio el paso es más corto.
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Una de las grandes paradojas de mi vegetarianismo es que no puedo comer piña porque me produce agruras; en cambio, por prescripción médica, debería comer regularmente un bistec de hígado para contrarrestar los problemas de la vista.
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23 de enero de 1981
No hay historia que contar: yo nací hasta el día siguiente.
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El flâneur que visite Nueva York se encontrará con estructuras y andamios en las fachadas de muchos edificios de sobria arquitectura. Siempre están restaurando uno tras otro, y luego el de al lado. La Ciudad de los Rascacielos es, en realidad,
la Ciudad de los Andamios —o sin andamios no hay rascacielos.
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Esa actitud de aferrarse a la vida es lo que bien puede llamarse decrepitud.
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Qué poco esfuerzo tiene que hacer la gente para decepcionarnos.
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No conforme con la extenuante vida social, la modernidad impone una agitada vida virtual.
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Uno nunca puede resistir la tentación de volver a hacerlo.
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Escuchar a Strauss y Wagner es asistir a los más prolongados orgasmos sin necesidad del cuerpo del otro.
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El escritor es una suerte de gran Narciso que se ahoga en las aguas fastuosamente revueltas de la hoja en blanco.
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Si los narradores leyeran a todos los poetas que Roberto Bolaño cita en Los detectives salvajes(incluyendo a todos los del Manifiesto Estridentista), otro sería el destino de la narrativa y, por qué no, el de la poesía.
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Para salir de los agobios de las lecturas obligatorias (que para la tarea, que para un poema, que para una reseña, que para un ensayo...), reivindico mi placer por la lectura y vuelvo a los libros que leo sólo por leer.
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La literatura es algo demasiado serio como para no reírse de ella.
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Un personaje de Bolaño dice:
—El arte está enloquecido.
Creo que el arte no enloquece, sino sus creadores; por eso, debió decir:
—El arte me ha enloquecido.
En otras palabras:
—El arte me ha convertido en lo que he sido.

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Una plaga de bichos raros azota mi biblioteca. Me uno a la destrucción que hacen de mis libros sólo para vengarme por lo que las letras han hecho de mí: un iluso que al leer pretende dejar de serlo.
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Leo sin fluidez. Las palabras me detienen. Recurro al diccionario cada vez que dudo del significado real de una palabra. Me doy cuenta de que sólo tenía en mente una vaga idea de lo que en realidad significaban. Sólo tenía significados connotativos.
Así habré leído por tanto tiempo...
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Desde que lo recuerdo, siempre he tenido una letra de puño espantosa: combino la manuscrita y la de molde con muy mala habilidad para dibujar bien las formas de las letras. Pero hace poco me sorprendí al leer un reportaje en el que, según decían unos especialistas, los jóvenes —y los que vengan— irán perdiendo la capacidad motora de sus manos gracias al teclado de la computadora, pero también por los controles remotos y máquinas de videojuegos, por lo cual su letra de puño será cada vez más ilegible. Por paradójico que se antoje, iremos a la época de piedra: jeroglíficos, códices, imágenes rupestres para hacernos entender entre los humanos y así dejar testimonio de nuestro paso por la tierra. En un futuro no muy lejano, una materia indispensable desde la educación básica será la paleografía.
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La crítica literaria muchas veces amonesta la
disparidad de la obra poética de un autor; la considera desigual y por eso enjuicia al poeta severamente. Olvida que hay algo aún más grave: la monotonía, el mismo tono, cuando la poesía no es desigual sino extremadamente parecida y las mismas palabras expresan siempre el mismo sentimiento; el mismo tono se mantiene en casi todos los poemas de tal manera que parece que se ha leído uno solo. Ni buena ni mala poesía, porque no puede haber ni una ni otra donde el poeta no se permita sobresalto alguno.
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No intento decir nada nuevo. La paráfrasis
es mi figura retórica predilecta.
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Me explico: abundo, me pierdo en la longitud del texto, me repito y acabo por contradecirme. No especulo ni supongo: afirmo, y con esa misma contundencia me desdigo.
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Soy intolerante al plural mayestático.
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La condena: escribir, escribir irremediablemente.
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¿Qué lee Hamlet? Es la pregunta que ha querido contestar toda la literatura posterior a Shakespeare. «Palabras, palabras, palabras...».
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La simple categorización. Harold Bloom, al inicio de su libro Ensayistas y profetas. El canon del ensayo (2005; Páginas de Espuma, 2010), en el que impone su canon de ensayistas (desde la Biblia hasta Camus, pasando por Montaigne, Johnson, Boswell y Freud), escribe: «Lo que tienen en común los veinte [ensayistas] es que pertenecen a una categoría literaria que desafía a la simple categorización». Esas palabras suenan extrañas en alguien que lo único que ha hecho en los últimos tiempos es justamente fomentar las categorizaciones simples: lo mismo en el Canon occidental (1994) que en Cuentos y cuentistas. El canon del cuento. En realidad, toda la literatura desafía la simple categorización, es decir, rechaza el establecimiento de un canon, la imposición de una lectura, la diversidad literaria abolida al verla —y hacerla ver— como un sistema cerrado («Esto es lo que debe leerse»). El establecimiento de un canon es alarmante, pero cuando se comete contra el ensayo, esto es, contra las ideas, debería considerarse un crimen de lesa humanidad.
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Nuestro ensayo. A diferencia de las antologías de poesía y narrativa, las de ensayo en México son escasas, a saber: la clásica El ensayo mexicano moderno (dos tomos, fce, 1971), de José Luis Martínez; Ensayo literario mexicano (unam / uv / Aldus, 2001), de Federico Patán, Evodio Escalante y Hernán Lara Zavala; Los mejores ensayos mexicanos (Planeta, 2005), compilada por Antonio Saborit y Ana Marimón, y El hacha puesta en la raíz (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2006), que prepararon Verónica Murguía y Geney Beltrán Félix. Entre todas abarcan poco más de un siglo del ensayo en la literatura mexicana. Gracias a ellas es posible apreciar claramente la paulatina transformación de nuestro ensayo: del rigor formal a formas ensayísticas más libres, un desarrollo menos estricto que desemboca en un ensayo más libérrimo, más radical, anfibio, sin necesidad de apegarse a infranqueables postulados, principalmente académicos. De esa manera es como el ensayo empieza a ganarse su lugar como género literario, mientras que otros géneros, en particular la narrativa, hoy en día se están retroalimentado de él.


martes, 3 de julio de 2012

Los telares secretos

3/Julio/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Me mantengo escribiendo novelas por un montón de cosas. Entre otras, prominente entre ellas, está el asunto de la porosidad y la plasticidad del género. El hecho, pues, de que en la así llamada novela se puede hacer todo lo imaginable e, incluso, tal vez sobre todo, lo inimaginable. El asunto, tal y como lo describía de manera tan suya la Marguerite Duras, de que escribir siempre resulta ser “lo que escribiríamos en caso de que escribiéramos”. Presente fenomenal. Subjuntivo eterno. En realidad escribo libros, no necesariamente novelas. Incluso cuando escribo novelas, en realidad escribo libros, no necesariamente novelas. Pero esa es otra discusión.
Digo todo esto porque hace apenas unos días estuve contestando preguntas, muchas preguntas, casi todas ellas interesantes a decir verdad, sobre mi más reciente novela El mal de la taiga. Estos días, una semana o dos, suelen aparecer tiempo después de que aconteció el duelo, ¿les pasa esto a los otros novelistas?, cuando se atestigua con algo que no se decide entre la tristeza y la euforia el proceso a través del cual un manuscrito se transforma, revisión a revisión, y repito: revisión a revisión, en mercancía. De la pantalla a las hojas sueltas. De las hojas sueltas a las hojas cosidas. Una tapa. Esto se cierra. Y se sierra. ¡Ay, dolor!
Semanas o meses después, todo depende de los tiempos de publicación de la editorial, vienen los así llamados días de la promoción. No sé si a los otros escritores de novelas les pase igual, pero para mí no es sino hasta entonces, hasta el tiempo de El Ataque de Todas las Preguntas del Mundo, como le llamo, que se me aclaran los vínculos del libro con la realidad. Los días de promoción como pequeñas sesiones extrañas de la revelación más ardua. ¿Así que de esto iba? ¿Así que esto o lo otro fue leído así? Válgame. El papel de los periodistas culturales como interlocutores y clarividentes sobre esa bola de cristal que es todavía el libro.
¿Les sobrevienen a los otros escritores de novelas súbitos ataques de timidez o de ansiedad cuando el libro sale a los estantes y da la cara y abre los brazos como quien espera el saluda alborozado del mundo? Pues a mí sí. No sólo eso. Hace bien poquito, justo al inicio de la famosa semana de promoción, casi le provoco un ataque a mi editora cuando le dije, cerrando la puerta de su oficina en signo de la Gravedad del Instante, que siempre no. Que no me parecía nada bien que El mal de la taiga anduviera por ahí, solo por el mundo, quién sabe en qué manos. Que era mío. Mío. Mío de mí. Que regresáramos el tiempo y deshiciéramos la edición y. Una editora cumple muchas funciones, eso se sabe. Una de ellas es ofrecerle una silla a la autora y, después de ordenar un café bien cargado, ponerse a hablar con toda calma del tipo de cosas que regresarán a la autora de su propio mal de la taiga directo a la realidad. Gracias por no parar las prensas, Verónica.
Durante esos días del Ataque de Todas las Preguntas del Mundo no sólo se me devela lo que se ve, sino también lo que no se ve en el libro, lo que ha quedado protegido bajo la caparazón del lenguaje, en el código de los guiños secretos, compartidos en complicidad. ¿A nadie se le ocurrió googlear, por ejemplo, las dos frases de César Vallejo que anoté en mayúsculas como parte de los mensajes que mandaba una mujer que corría frenética en pos de su propia lejanísima taiga? Los nueve monstruos, sin duda. Con un amigo que prefiere quedar en el anonimato, fragué la frase “La crueldad no es necesaria, la crueldad es”. Luego de darle la vuelta al revés y al derecho, de analizar todas sus cornisas (¿tendrías que matar lo que puedes matar?, se preguntaba alguna vez Sylvia Plath, por ejemplo), quedamos en que ambos la utilizaríamos en libros que, en aquel entonces, estaban en su etapa pre-mercancía. Tengo una gran curiosidad de ver esa frase, o una frase parecida, o su versión de esa frase, en otro libro. Me encanta la idea de verla significar algo más en otro contexto. Algo similar pasó con una frase que mi amiga Rosa Beltrán, la escritora, publicó en el TimeLine de su Twitter (RosaBeltranA) el 16 de diciembre del 2011: “Cuando decimos adiós, ¿a quién buscamos?”. Como bien lo saben las muy queridas y más admiradas Vivian Abenshushan (@zingarona) o Verónica Gerber (@ambliopia) o Mónica Lavín (@mlavinm), mi militancia tuitera incluye el tratar de convertir a cuanto ente escriba conozco a que le entren al laboratorio social y cultural de los 140. Lo hago por simple egoísmo, si he de añadirlo: las quiero leer siempre, cada día, en mi TimeLine. El caso es que, luego de haber iniciado una cuenta de tuiter y cerrarla, Rosa abrió otra que parecía tener posibilidad de continuidad. En una comida entrañable la alentaba a seguir adelante y, por eso, le cité de memoria (es decir, mal) uno de sus tuits: “Cuando decimos adiós, ¿qué es lo que saludamos en realidad?”. Le dije que la incorporaría al libro que escribía entonces. Y lo hice. Me dice Rosa que piensa usar esa frase, la suya, en una novela que viene pronto. Me da una gran curiosidad, por supuesto, ver lo que significa algo así en sus manos. Con otro amigo que prefiere también el anonimato construimos una frase que tiene que ver con una cortina y con una ventana, el aire del mar entre las dos. La sal. El saber lo que somos, o cómo. Luego aprendería que, al menos en su caso, la frase es una versión, también, de otra que leyó en un libro entrañable de un autor que, el azar siempre tan original, yo admiro mucho: DeLillo.
¿Ya ven lo que digo cuando digo que el texto no representa ni exhibe ni argumenta sino que, a final de cuentas, también encubre?
Supongo que me mantengo escribiendo libros que a veces se llaman novelas por eso también: por el sentido del juego, por la complicidad, por los vericuetos secretos que, parafraseando a la dignísima Duras, “existirían en caso de que existiéramos”.
Ya sólo para que quede claro y no se preste a confusiones: me parece requetebién que El mal de la taiga ande por ahí, en el mundo, en quién sabe qué horizontes o manos. Era mío, es cierto. Alguna vez lo fue.

domingo, 1 de julio de 2012

La feria de Juan José Arreola

1/Julio/2012
Jornada Semanal
José María Espinasa


Es curioso que Arreola, escritor dotado como nadie para la miniatura, la prosa veloz, la página perfecta y el fragmento, asumiera como última apuesta –La feria fue, en realidad, su último libro “escrito”– la novela. Y si bien es cierto que se trata de una novela armada con fragmentos, también lo es que esas piezas configuran una sinfonía verbal perfectamente unitaria, cuya coreografía está muy trabajada y cuyo sentido polifónico obedece perfectamente a los parámetros del arte novelesco. Ni siquiera el reproche de que, como suele suceder en esas polifonías, no hay personajes memorables ni desarrollos anecdóticos, resultan válidos. La feria no es una novela fallida, es una gran novela que responde a todas las exigencias del género, pero es también la ruina de la escritura de Arreola.
Se ha dicho ya antes que con ella, como había ocurrido unos años antes, y ocurriría unos meses después, en el primer caso con Pedro Páramo (Juan Rulfo) y en el segundo con Los recuerdos del porvenir (Elena Garro), se escribirían tres epitafios de la novela de la Revolución, género que dominó nuestra narrativa desde 1921 hasta 1964. La narrativa surgida del conflicto armado sería fácilmente definible como una rama del relato costumbrista, salvo que esa designación –lo costumbrista– hace pensar en lo anticuado –no en lo antiguo– y deja de lado lo profundamente modernos que fueron los escritores de ese movimiento, empezando por Salvador Azuela y Agustín Yáñez, y terminando por Rulfo, Garro y Arreola. Su rasgo más moderno fue, curiosamente, no tanto estilístico sino histórico: significó la actualización de nuestra literatura a marchas forzadas, de la épica a la crónica periodística en apenas unos breves años y unos cuantos libros.
La velocidad sintáctica de la prosa de Martín Luis Guzmán, la penetración psicológica de Mauricio Magdaleno, pasando por la capacidad descriptiva que tuvieron la mayoría de los novelistas de la Revolución, incluidas sus derivas cristera, rural e indigenista. Arreola tenía además cercano el antecedente inmediato de Pedro Páramo. La generación de escritores jaliscienses de esos años cambiaría la literatura mexicana al establecer las coordenadas –Rulfo y Arreola– de los siguientes cincuenta años. Narradores tan dotados como Ramón Rubín –El callado dolor de los tzotziles, La bruma lo vuelve azul, La canoa–; José Revueltas –El luto humano, Los días terrenales, Los errores–, o Rafael Bernal, aportarían un naturalismo de gran calidad a la vez que derivarían a géneros y subgéneros: la novela política, la policíaca, la histórica. Y desde luego, en la medida de la perfección que alcanzaron ambos jaliscienses en sus dos novelas, ambientadas en ese espacio lejano aún de las grandes urbes pero ya en gestación –registro que aparece en plenitud en La región más transparente, de Carlos Fuentes.
Esa década prodigiosa, los cincuenta –no hay que olvidar que fue también la de Libertad bajo palabra, El laberinto de la soledad y El arco y la lira, de Paz– estuvo significada por un virus extraño: la novela de la Revolución, abundante en temas, posiciones ideológicas y obras mayores, cuentos, relatos y obras extensas, se abriría a la modernidad, con el contexto urbano, a la par que a la esterilidad.
Aunque se había producido un agotamiento de la temática, y el contexto cambiaba a pasos acelerados, eso no basta para explicar el repentino quiebre y la interrupción de proyectos personales –Rulfo con sólo dos libros; Arreola abandonando la escritura por una verbalidad que en realidad estuvo siempre presente y lo terminó enfermando; también el agostamiento, presente en los poetas, y no sólo en Contemporáneos, sino también en Alí Chumacero, Jorge González Durán y Manuel Ponce, fue en lo narrativo una elección colectiva, cuyo origen es ante todo psicológico, y cuya explicación es distinta, fundamentalmente social.
Desde el principio, el escritor Juan José Arreola estuvo marcado por la verbalidad. Su vocación teatral le produjo una desconfianza del texto escrito, detenido en esa condición fija, que le impedía su constante cambio. Su poder verbal –es decir: verbalizador, de escritor oral– fue enorme, incomparablemente superior a la de otros escritores nacionales, pero además su idea de la literatura también era oral. Si la literatura no significaba seducción inmediata, no significaba nada, no tenía sentido; si no estaba dirigida a un sujeto no tenía objeto. Y si admiraba tanto a la literatura francesa es porque concebía, quiméricamente desde luego, que había habido un momento en que la literatura era un acto inmediato, directo, equivalente –para él– de lo vivo. El libro o la revista –hay que recordar que Arreola fue animador de pequeñas empresas editoriales que marcaron la historia literaria de los años cincuenta y sesenta– eran parte de la inmediatez de la vida, orales más allá de su condición impresa, fruto de la conversación.
Por eso el sentido coral de La feria. Pero esa condición última debe ser entrecomillada: las cartas a Sara, que hoy conocemos en Sara más amarás, nos hacen ver que fue una novela escrita a lo largo de muchos años, al revés de sus cuentos y textos breves, que provienen muchas veces de arrebatos circunstanciales. Por eso, por ejemplo, habría sido impensable un Arreola guionista de cine, a pesar de su vocación dramática –actor y dramaturgo– y que terminara como un clown televisivo.
Esa verbalidad fue, sin embargo, algo que también definió por entonces a la cultura mexicana. La obra de teatro El gesticulador, de Rodolfo Usigli, que alimentó en parte las reflexiones de Octavio Paz en El laberinto de la soledad, definió esa característica “parloteante” de lo mexicano que horrorizaba a Arreola y lo acabó poseyendo. De la apuesta personal de un escritor torturado por sus propias exigencias surgió la imagen de una literatura que había conseguido lo que quería –la creación de una patria literaria– a cambio de su agotamiento.