domingo, 8 de julio de 2012

8/Julio/2012
Jornada Semanal
Esther Andradi


En 1992 el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) realizaba su gran anhelo de volver a vivir en Lima después de más de tres décadas de residencia en Europa. “Tener una casa frente al mar, donde pueda pasar tardes tranquilas, interminables, mirando al poniente, escribiendo si me provoca, con uno o dos amigos, buenos discos, un buen vino, mi pequeña familia, un gato y la esperanza de sufrir poco.” Así había registrado ese deseo en su Diario personal en 1974. Y aunque no llegó a reunirse con la familia en Lima, porque su mujer y su hijo permanecieron en París, donde él los visitaba periódicamente, fue en ese departamento del malecón Souza donde el escritor disfrutó del máximo reconocimiento a su obra. En 1992 se sucedieron numerosas publicaciones, entre ellas el cuarto tomo de sus cuentos La palabra del mudo, y la quinta edición de sus Prosas apátridas. Pero nada podía alegrarlo más que la publicación de La tentación del fracaso, el primer tomo de su Diario personal. El segundo tomo se iba a publicar en 1993 y el tercero en 1995, poco después de la muerte del escritor. Es de esperar que próximamente continúe la edición de los restantes tomos.
“Al publicar este primer volumen –de los diez o doce que comprenderá bajo el título general de La tentación del fracaso–, creo inaugurar una forma de expresión literaria nunca utilizada en nuestro medio, al menos bajo la forma específica del Diario del Escritor”, escribe Ribeyro en Mayo de 1992, en el prólogo.
Atento lector de diarios íntimos, de correspondencias y de memorias, Julio Ramón Ribeyro constató, siendo muy joven, que la literatura latinoamericana carecía prácticamente de ese género literario, cultivado tan profusamente por los europeos. Eran otras épocas y no existía ni sombra de internet ni blogs ni el yoísmo literario que suele abrumar estos tiempos de exposición permanente. Cierto que ya en 1942 la editorial Espasa Calpe había publicado en Buenos Aires Lo íntimo, el asombroso registro de vida y literatura de la escritora argentina Juana Manuela Gorriti, fallecida en 1892. Aunque una vez publicado desapareció de circulación hasta el día de hoy, en que la editorial Buenavista está a punto de reeditarlo. Ni tampoco podía conocer Ribeyro el diario de su compatriota, la escritora peruana Zoila Aurora Cáceres (1877-1958), cuyo Mi vida con Enrique Gómez Carrillo iba a publicarse en Guatemala en 2008. Una excepción constituye el dramático testimonio de otro peruano, el escritor José María Arguedas, (1911-1969), que intercala su diario desgarrado y violento en su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), y registra la inevitabilidad del suicidio del autor a medida que se van volteando las páginas.
Tentaciones y fracasos
El tiempo se traga lo anecdótico, disuelve lo ditirámbico, plancha el barroco y al final sobrevive lo esencial. La obra de este peruano, contemporáneo de Manuel Scorza, Alfredo Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa, se va agrandando a medida que pasan los años. Julio Ramón Ribeyro estudió Letras y Derecho en Lima, y en 1950 se fue a Madrid con una beca. Fue entonces que comenzó a escribir sistemáticamente su diario. Vivió más de tres décadas en París, donde realizó los más variados trabajos, hasta que se empleó en la agencia de noticias France Presse, y por último fue consejero cultural y embajador frente a la Unesco.
Se definía como un “escritor de clase media”. Nadie como él pintó, en los relatos de La palabra del mudo, los deslizamientos de ese sector social, sus aspiraciones frente a la aristocracia blanca y poderosa, su ambigüedad con el mestizaje, su desprecio por lo indígena. No coincidía este Perú que él escribía con el que esperaban encontrarse los europeos de los años sesenta y setenta. En su literatura no había suficientes indios, ni color local, ni se sucedían maravillas. Si fue tímido, como dicen quienes lo conocieron y frecuentaron, hasta creerse “de tercera división” frente a los que él definía como los “grandes” de la narrativa latinoamericana, Ribeyro es sin embargo el gran innovador de la literatura del continente. Dudoso de su capacidad literaria, autodestructivo, contradictorio, este escritor se aventuró por los caminos de lo inclasificable. En momentos en que la novela se imponía como única señora y reina de las letras, él escribió ficción mínima, fragmentos, cuentos... y se jugó en la escritura del Diario personal.
La tentación del fracaso es el registro metódico, doloroso, festivo y profundamente vinculado al oficio de su autor, del combate diario por la vida y la escritura. De sus dolores y amores, de sus fracasos, de sus dudas. Ni una sola línea de autoconmiseración, ni una pizca de piedad para el sufriente de úlcera y demás disturbios que analiza descarnadamente después de cada operación, de cada hemorragia. Pocas veces se detiene frente a ese cáncer crónico que lo invade, aunque controladamente. No se priva de nada este flaco tenaz y autocrítico.
“¿Por qué la tentación del fracaso, Julio?”, le preguntan una y otra vez los periodistas. Y el paciente Ribeyro responde que la escritura del diario a veces intenta sustituir la obra, y que esa es la tentación. “El diario íntimo es una ocupación peligrosa que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un soliloquio estéril y secreto”, escribe en el prólogo al primer tomo, en mayo de 1992. “Puede también servirnos para, en caso de los escritores, no escribir lo que debiéramos escribir y escribir solamente acerca de los problemas y perplejidades que nos plantea nuestra vocación, de modo que el diario termina por suplantar a la obra potencial que conteníamos.”
Pero también el diario puede convertirse en el lugar donde se origina la obra. Una observación de lo cotidiano puede ser el germen de una prosa apátrida, o de un relato, o de un ensayo, de una reseña. El diario es el registro de lecturas de Ribeyro, sus preocupaciones, sus anhelos con el Perú, el hilo de Ariadna con los vaivenes del oficio de escribir.
El dinero
Tres temas se mantienen en La tentación del fracaso: La escritura, el amor, la enfermedad. Y por encima de los tres, la nube negra del dinero que nunca le alcanza. El escritor vive en la pobreza más absoluta y, cuando lo recibe, sea de su beca, de su familia o de sus eventuales trabajos, se lo gasta de golpe, en dos o tres días, y a veces hasta en una noche.
En agosto de 1954 ya había expirado su beca y su familia de Lima dejó de enviarle remesas de dinero, de modo que la situación no parecía tener salida. Fue entonces que el dueño del hotel donde se hospedaba, y al que ya no podía pagar, le ofreció un trabajo de conserje. Recibía un mínimo sueldo y tenía asegurada la habitación y en parte la comida. A cambio se encargaba del “monopolio de las funciones administrativas” y de limpiar diariamente las ocho habitaciones. Y una vez por semana baldear la escalera. “De modo que soy gerente y al mismo tiempo camarero.”
En una ocasión, la basura no fue recogida ya que el reloj no sonó, y sacó los cubos a la calle demasiado tarde. ¿Qué hacer? “Es curioso que tenga yo ahora que ocuparme de cubos de basura cuando estoy escribiendo precisamente ‘Los gallinazos sin plumasʼ. Espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de exactitud sicológica”, escribe, refiriéndose a su emblemático relato sobre la lucha por la sobrevivencia de dos niños que viven de los desechos, publicado en 1955.
En 1955, durante su estadía en Madrid, necesitaba diez dólares (!) para un pasaje de tren a París. El dueño de la pensión se los prestó. Como garantía, el escritor le dejó una maleta llena de libros que nunca pudo recuperar. Y conste que entonces los libros eran un preciado tesoro.
En 1956 consiguió un subsidio para estudiar alemán en Munich. En agosto de ese año consignó en su diario: “Noche catastrófica. Reeditando una de mis viejas y estúpidas salidas nocturnas he perdido anoche 150 marcos (el monto mensual de mi beca). Probablemente me los robaron en algún bar. Recuerdo haber terminado la noche en una comisaría, ebrio, discutiendo con una mujer de vida alegre. Única conclusión: no puedo seguir soltero.”
En noviembre de 1956, de regreso en París, registra: “Yo solamente pido paz, el tiempo suficiente para escribir, dinero para libros y cigarrillos. Ahora en el Jardín de Luxemburgo pasé un día horrible bajo el más hermoso sol de otoño: mi única preocupación era escaparme antes que llegara la mujer que cobra por el derecho de ocupar una silla. No tenía ni un céntimo en el bolsillo.”
Vida y literatura
El primer tomo de La tentación del fracaso abarca la década de 1950 a 1960. Son los años de formación del escritor, sus dudas acerca de si vale la pena lo que escribe, qué es la vida, la felicidad, la juventud que se va. El deseo de escribir, de “escribir algo importante”, y sin embargo “yo, yo, yo estoy aquí frente a este cuaderno, luchando contra el estilo, contra el pensamiento, contra la belleza, sin poder hacer nada, vencido...” Páginas donde disecciona la obra que va publicando, y sobre todo, el proceso de creación de esa obra. ¡Y cuánto, pero cuánto sufrimiento detrás de esos cuentos perfectos!
“Quién dios mío, quién comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad”, porque según Ribeyro, “la duración de una obra reside en gran parte en sus cualidades literarias. Por ‘literariasʼ entiendo el estilo, las metáforas, la armonía de la frase y de la construcción, elementos en suma sensoriales, sensuales, que muchos escritores negligen. Las ideas pasan, la expresión queda”, resumía.
Aunque escribió tres novelas, su relación con el género es contradictoria. Lo aburría el naturalismo, deseaba inventar lo que no existe, fuera de todo lo conocido. “La novela es un producto social, no individual. Brota del genio colectivo, de la herencia cultural asimilada durante siglos”, escribe. “Françoise Sagan (que con 18 años acaba de escribir una obra maestra) no hace más que recoger el rédito del vasto capital almacenado por el genio narrativo francés en el curso de su historia. Yo, detrás mío, sólo tengo leyendas, tradiciones y sainetes. Para un sudamericano es más fácil hacer una revolución que escribir una novela”, concluye.
Ribeyro no conocía términos medios: “Uno de los caracteres esenciales de mi temperamento es la avidez, la vehemencia, la voracidad. Me fumo en la mañana los cigarrillos de todo el día [...] Previsión, economía, método, son palabras que no tienen sentido para mí. Jamás he podido distribuir mis bienes en proporción a mis necesidades. Mis apetitos no tienen otro límite que la fatiga y no se extinguen sino con el abuso. Cuando bebo es para emborracharme, cuando hago el amor hasta quedarme dormido, cuando leo hasta que mis ojos inflamados no distinguen las letras.”
La enfermedad
En 1973, luego de una hemorragia que lo puso al borde de la muerte, fue operado de una úlcera. La operación le significó casi un mes en el hospital, más tiempo de recuperación... Desahuciado por el personal médico porque no aumentaba de peso, robaba las cucharitas de metal del desayuno para ponérselas en los bolsillos antes de subirse a la báscula, y así demostrar que había subido algunos gramos. Se deprimió tanto, hasta que su madre le dijo: “Si tienes que morirte, pues acéptalo.” Entonces comenzó a comer de a poco, y para su cumpleaños, el 31 de agosto, se dio cuenta de que “ya nada iba a ser como antes pero que estaba salvado.”
Por esos días escribió: “Al nacer se nos dan unas cuantas fichas y es al vivir que debemos encontrar las restantes para recomponer el rompecabezas de la realidad. Ignoro si son pocos o muchos los que logran reconstruirlo, pero yo pertenezco a aquellos que se irán del mundo sin haber visto el dibujo escondido.” Como el personaje de su cuento “Silvio en el Rosedal”, publicado en 1977, el escritor buscaba descifrar los códigos escritos en las huellas de las cosas. Acaso Julio Ramón Ribeyro intuía que la respuesta se ocultaba en la trama tejida entre el diario y su literatura. A los lectores nos toca el privilegio de descubrirla.

Adalbert Stifter: un Ulises sin atributos en busca del tiempo

8/Julio/2012
Jornada Semanal
Andreas Kurz

Las grandes novelas del siglo XX desesperan a los lectores profesionales y aficionados. Me refiero a las realmente grandes por su influencia, renombre, valor estético y –quizás el factor decisivo– extensión. Me refiero al trío infernal formado por Ulises, de James Joyce, À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, y Der Mann ohne Eigenschaften, de Robert Musil. Cito los títulos en sus idiomas originales para que de antemano quede claro que, para leerlos adecuadamente, habría que manejar a la perfección lingüística por lo menos tres diferentes lenguas.
En realidad son más de tres idiomas. El alemán de Musil se bifurca una y otra vez. Es el alemán de los últimos años de la monarquía austrohúngara: un idioma digno de la grandiosa decadencia del Imperio de Francisco José. Es el alemán de Ulrich y Agathe, los hermanos sin atributos: matizado, simbólico y poético, artificial y tradicional, irónico y matemático. Las necesidades psicológicas y cotidianas de los hermanos generan un lenguaje siempre ad hoc y siempre inefable. Es también el alemán ensayístico de la Viena finisecular: un idioma autodestructivo que cuestiona y niega lo que acaba de afirmar. El idioma que aman y odian los filósofos del Círculo de Viena, al que Wittgenstein ordenará que se calle.
El francés de Proust es la novela y es el protagonista. El tiempo perdido no sólo se refiere al pasado escondido entre las brumas de la memoria de Marcel, sino también al lenguaje perdido del realismo decimonónico, a la ilusión de la mímesis literaria definitivamente destruida por Proust. Si la novela realmente pretende “reflejar” algo, la ridiculez es inevitable. Lo sabe Roland Barthes: traten de seguir las instrucciones balzacianas para abrir una puerta. Algunos moretones no podrán evitarse. Lo único que una novela copia es un subtexto invisible y tan ficticio como el texto principal. En el caso de Proust este subtexto es el lenguaje mismo.
Joyce destruye el lenguaje y de antemano destierra el sueño mimético de su grandiosa e indigerible construcción. No sólo destruye el inglés de comienzos del siglo XX mediante tergiversaciones y agramaticalidades, sino pretende –indeed– ahorcar la lengua verbal como tal: su arrogante linealidad, su decepcionante base en un convenio entre millones de hablantes anónimos que no han formulado ni conocen sus términos. Me acuerdo de un examen profesional en el que el candidato –hoy promesa literaria poblana– afirmó que Finnegans Wake, la ilegible radicalización de Ulises, está escrito en gaélico (¿o irlandés?). Joyce murió una segunda vez en ese examen. Su obra se resiste a la verbalización y decodificación, es un idioma sin país.
Leer las tres novelas no es placentero; escribir sobre ellas es absurdo y grotescamente ambicioso; la afirmación de haberlas entendido una mentira descabellada; la exigencia de leerlas muchas veces para acercarse a la comprensión, irrealizable, sádica y bastante trillada, como la de leer por lo menos una vez al año el Quijote. Para decir algo que valga la pena sobre el trío infernal hay que dedicar toda una vida a la lectura de Ulises, En busca…, y El hombre sin atributos, hay que ser un especialista aferrado, el que posiblemente sepa, pero complica tanto las cosas que necesitará a otro exégeta para que explique la exégesis. Un círculo vicioso, sin duda, un círculo que aclara la paradoja de que las novelas más elogiadas del siglo XX sean las menos leídas y las siempre odiadas por estudiantes y profesores de letras. Un círculo vicioso que también desenmascara a los creadores de cánones cuyos criterios principales son la complejidad y el hermetismo de los textos que afirman, más que el valor de las obras, la superioridad intelectual de los canonizadores, y garantizan que su elitismo cultural permanezca impermeable.
He leído las obras y su lectura equivalió a sufrimiento y frustración. No he releído ninguna, excepto los pasajes paródicos de El hombre sin atributos, y dudo de que antes de cumplir los ochenta me ponga a la relectura. Sobra decir que no entiendo ni a Proust ni a Joyce ni a mi paisano Musil. Sin embargo, me propuse escribir sobre ellos. Hay tres explicaciones: 1. Soy impresionantemente ambicioso. 2. No encuentro otro tema. 3. Acabo de leer una novela decimonónica extensa que aparentemente no tiene nada que ver con las tres obras maestras del siglo XX y por eso me remitió a ellas. ¡Ya no más paradojas! Procuro explicar.
La novela en cuestión consta de 836 páginas, cada una de treinta y cinco renglones. Si calculo ocho palabras por renglón (se trata de palabras alemanas, pueden ser largas), obtengo como resultado final unas 234 mil palabras. Es decir: las páginas de Der Nachsommer (Verano tardío), de Adalbert Stifter (1805-1868) compiten con las escritas por Joyce, Musil y Proust.
La lectura de una novela extensa genera un mecanismo perceptivo comparable al principio estructural de La montaña mágica (otro ladrillo interminable): al comienzo la cantidad de páginas vírgenes agobia, el final sólo se vislumbra en medio de una bruma mítica. Pero en el transcurso de los días el ojo lector parece acelerar, la cabeza ya no sigue las líneas a la manera de un espectador de un partido de tenis, sino se acerca a la velocidad-testa de un enfrentamiento de ping pong. Hans Castorp vive tres semanas en 250 páginas, siete años en quinientas. Una novela larga anula el tiempo regular y restablece los derechos de una percepción temporal mítica que permite al lector vivir dentro de un vacío cronológico que el tic tac del reloj llena despiadadamente al final de la última página (la 836 en el caso de Stifter).
La anarquía lingüística de Joyce, la manía detallista de Proust, la acumulación de disparates practicada por Musil y el furor mimético de Stifter logran el mismo efecto. Sorprende más, sin embargo, que la novela decimonónica comparta también la reducción de la trama con las tres obras maestras del siglo XX. ¿De qué trata Verano tardío? Pregunta vana, superflua, muletilla de maestros de literatura, tautología innecesaria: el Ulises narra la historia de Ulises, La búsqueda… la de una búsqueda y El hombre sin atributos es una novela sin atributos. Verano tardío trata del verano tardío, de la época del año, en los países con un ciclo estacional marcado, que aún no hace temblar de frío y ya no sudar de calor, la época todavía lejos de vejez y muerte, aunque las señales ya están presentes; en la novela, una época de felicidad y equilibrio vital. La obra describe esta época y nada más. Hay un protagonista que cada año viaja entre la ciudad (Viena) y el campo (los Alpes austríacos). Se educa, aprende, observa, su gusto estético se refina al lado de un maestro que goza de su verano tardío. El protagonista prepara y halla su propia felicidad sin que tenga que pasar por las tragedias que la dicha del maestro esconde en el pasado. No pasa nada, no hay acción, ni sorpresas narrativas. El protagonista encuentra a su mujer ideal (la protegida de su maestro e hija de su amor juvenil), se casa con ella y vivirán una vida armoniosa sin irrupciones pasionales, dedicada a la utilidad social que sólo se logra mediante la satisfacción individual. El verano tardío será la apoteosis de esas existencias en paz consigo y la historia, les permitirá vivir el placer puro. Que nadie piense mal: el placer en Stifter no tiene nada que ver con el erotismo; su placer es la contemplación profunda y desinteresada, una vida estética que se convierte en obra de arte; una vida, sin embargo, útil y consciente de la historia, porque pretende convencer sutilmente a los demás de los resultados valiosos de la contemplación, pretende educar en el sentido más dócil de la palabra.
La copia como arte
Quizás el verdadero tema de la novela sea una mímesis potenciada. Stifter dedica cientos de páginas a la descripción de edificios, jardines, paisajes y obras de arte. Dedica otro tanto a la descripción de las copias de edificios, paisajes y obras de arte. El maestro opera un taller en el que procura resucitar lo viejo: griego, clásico y alemán medieval. Se acumulan réplicas minuciosas y dibujos detallistas de iglesias enteras, altares, estatuas, cuadros y muebles contemplados anteriormente en la comarca. En el taller se repara lo viejo, objetos demasiado dañados se reconstruyen. Poco se crea y siempre en aras de un respeto inquebrantable frente a la tradición, intentando al mismo tiempo armar un entorno adecuado para lo viejo nuevo y para que no aparezca el fantasma de una ruptura con la armonía. Copias de copias, mímesis de la mímesis: a Barthes le hubiera gustado Verano tardío.
Copia es también la vida del protagonista: repetirá las existencias del maestro y de su propio padre, pero mejoradas, sobre todo sin la tragedia amorosa del primero y sin la necesidad del segundo de ganarse la vida con un negocio que muy en el fondo detesta, aunque elogie su gran utilidad social.
La historia parece estar ausente en la novela de Stifter. Se asoma, sin embargo, gracias a la conciencia del narrador de que el idilio sólo es posible si hay dinero y una educación eficaz. Los negocios, por ende, no se desprecian: son una herramienta algo fea para labrar un objeto hermoso. La política no se rechaza: si hombres aptos la practican, da el respaldo imprescindible para esas existencias desapasionadas y dedicadas a la paulatina perfección individual. En otras palabras: narrador y lector siempre saben que se encuentran ante una utopía irrealizable, ante una ficción herméticamente cerrada en la que la realidad sólo tiene permiso de acceso si apoya la prosperidad del taller. Cualquier intromisión nefasta se encierra en el pasado superado o, simplemente, es inconcebible. Más que el diagnóstico de cáncer, este hermetismo ficticio podría ser el móvil para el suicidio de Stifter.
Verano tardío, para asegurar la posición privilegiada de sus personajes, tiene que encarcelar el tiempo. Una técnica tan nimia como eficiente es el uso agramatical de la coma, su no uso. Enumeraciones de hasta diez elementos renuncian a la “y” copulativa y a la separación gráfica. Un ejemplo moderado: “las características de cabras borregos vacas…”. Surge un animal mitológico, la presencia simultánea de tres criaturas observadas en lugares y épocas distantes.
Antes de la boda, el protagonista lleva a cabo un viaje pedagógico por varios países. Stifter narra este viaje en poco más de una página: dos años reducidos a unas trescientas palabras. Insisto: dos años de ausencia, separación de los amantes. El reencuentro es parco: un abrazo tímido, unas palabras sencillas que reafirman el pacto. Narrar, por otro lado, el perfeccionamiento de la mirada artística del protagonista requiere todo un largo capítulo. El tiempo no cuenta: dos años no son nada, la revelación estética de un momento es una eternidad.
El exceso de mímesis en Stifter produce un efecto paradójico; y creo que el autor austríaco había buscado este efecto deliberadamente: construye una escenografía cerrada mediante la reproducción de la mímesis, una tautología perfecta que acerca la novela decimonónica a los grandes proyectos narrativos del siglo XX. Proust encierra el tiempo y el discurrir histórico en un salón de fiestas; Joyce en un día cualquiera de la ciudad de Dublín, Musil en el nunc stans de los últimos meses de la monarquía K y K (Kakania, kaiserlich und königlich: imperial y real). Los tres copian textos preexistentes, nunca la realidad, ni siquiera uno de sus fragmentos históricos; copian lenguaje y así aseguran la impenetrabilidad del espacio literario. Son novelas innovadoras, revolucionarias, piezas obligatorias dentro del canon, enigmáticas a veces, ilegibles otras. Sin embargo, siguen siendo literatura que opera de la misma manera que una novela escrita en el siglo realista por un autor sólo localmente conocido. Es decir: literatura que escoge una partícula de un gran texto dado de antemano y le da la forma tentadora de un contra-mundo. Nihil novi…, pero sí mucha complicación fascinante.

sábado, 7 de julio de 2012

Fragmentario

Luvina 67
Verano
Sergio Téllez-Pon

De lo que es parte, trozo, fragmento
Baudelio Lara
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Los primeros momentos de los Siete Días. El ensayo nació de fragmentos, pedazos retomados de aquí y allá, mal remendados. Los Pensamientos de Pascal, como se sabe, en realidad eran notas, proyecciones de ensayos que pensaba desarrollar. El acto frustrado se volvió acto creativo: nació entonces el género de la fragmentación. ¿Y qué otra cosa es el Zibaldone, de Giacomo Leopardi, sino fragmentos? Antes de ellos, también Montaigne había tomado un poco de aquí, una pizca de allá y un poco más de
acullá, cual hechicera que vierte todo al cazo para obtener la pócima, y entonces presentó sus fragmentos como Modestas Disertaciones. Y todavía más, al principio de una de sus autobiografías, Yeats escribe: «Mis primeras memorias son fragmentarias y aisladas y contemporáneas, como si uno recordase algunos de los primeros momentos de los Siete Días. Es como si el tiempo no hubiese sido aún creado, pues todos los sentimientos en relación con emociones y lugares carecen de secuencia». Fragmentarios, aislados, contemporáneos y deslumbrantes son también los textos mínimos de Azorín y de Julio Torri. En nuestros días, y en la lengua española, Piglia ha publicado algunas notas literarias de su diario (Formas breves), deshilvanadas, así como Vila-Matas ha hecho lo propio en su Dietario voluble. En Todo es otro (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2002), Heriberto Yépez aboga por el ensayo fragmentado, el cual no tiene que ser «rectilíneo», desarrollarse a lo largo de párrafos y párrafos, aunque, eso sí, sin dejar de ser lúcido, ofrece varias posibilidades de lectura y, lo más importante, incluso las ideas pueden sobreponerse o contradecirse. Los fragmentos, pues, como ideas en estado puro. Una vuelta a los días de la creación.
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Despacio: dé espacio a sus ideas.
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Ulises, perdido como andas, ¿cómo sabes si no estás ya en Ítaca?
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Según Kafka, la gripe es «la enfermedad profesional de los viajantes». ¡Lo dice él, que era un viajero como lo pedía Morand (un Morand avant la lettre): el viajero alrededor de su alcoba!
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Por lo regular, leo más cuando viajo en metro. ¿Por qué no harán lo mismo todas las personas que se van viendo a sí mismas o ven sin mirar el paisaje a través del cristal? El viaje, cualquier viaje, ya lo dijeron viajeros notables, puede ser una actividad muy productiva.
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El tiempo se encarga de hacer móviles las ideas fijas.
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Siglo xxi: Siglo de las Luces Apagadas.
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Sólo la enfermedad nos hace reparar en partes del cuerpo que obviábamos.
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Así son las ideas: nos invitan a tomar conciencia. Hay que tomarlas con ciencia.
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Puesto que las cosas de calidad están dirigidas a un público específico (y, por lo tanto, minoritario), las drogas sólo pueden ser para unos cuantos privilegiados.
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Del amor al odio el paso es más corto.
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Una de las grandes paradojas de mi vegetarianismo es que no puedo comer piña porque me produce agruras; en cambio, por prescripción médica, debería comer regularmente un bistec de hígado para contrarrestar los problemas de la vista.
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23 de enero de 1981
No hay historia que contar: yo nací hasta el día siguiente.
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El flâneur que visite Nueva York se encontrará con estructuras y andamios en las fachadas de muchos edificios de sobria arquitectura. Siempre están restaurando uno tras otro, y luego el de al lado. La Ciudad de los Rascacielos es, en realidad,
la Ciudad de los Andamios —o sin andamios no hay rascacielos.
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Esa actitud de aferrarse a la vida es lo que bien puede llamarse decrepitud.
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Qué poco esfuerzo tiene que hacer la gente para decepcionarnos.
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No conforme con la extenuante vida social, la modernidad impone una agitada vida virtual.
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Uno nunca puede resistir la tentación de volver a hacerlo.
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Escuchar a Strauss y Wagner es asistir a los más prolongados orgasmos sin necesidad del cuerpo del otro.
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El escritor es una suerte de gran Narciso que se ahoga en las aguas fastuosamente revueltas de la hoja en blanco.
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Si los narradores leyeran a todos los poetas que Roberto Bolaño cita en Los detectives salvajes(incluyendo a todos los del Manifiesto Estridentista), otro sería el destino de la narrativa y, por qué no, el de la poesía.
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Para salir de los agobios de las lecturas obligatorias (que para la tarea, que para un poema, que para una reseña, que para un ensayo...), reivindico mi placer por la lectura y vuelvo a los libros que leo sólo por leer.
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La literatura es algo demasiado serio como para no reírse de ella.
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Un personaje de Bolaño dice:
—El arte está enloquecido.
Creo que el arte no enloquece, sino sus creadores; por eso, debió decir:
—El arte me ha enloquecido.
En otras palabras:
—El arte me ha convertido en lo que he sido.

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Una plaga de bichos raros azota mi biblioteca. Me uno a la destrucción que hacen de mis libros sólo para vengarme por lo que las letras han hecho de mí: un iluso que al leer pretende dejar de serlo.
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Leo sin fluidez. Las palabras me detienen. Recurro al diccionario cada vez que dudo del significado real de una palabra. Me doy cuenta de que sólo tenía en mente una vaga idea de lo que en realidad significaban. Sólo tenía significados connotativos.
Así habré leído por tanto tiempo...
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Desde que lo recuerdo, siempre he tenido una letra de puño espantosa: combino la manuscrita y la de molde con muy mala habilidad para dibujar bien las formas de las letras. Pero hace poco me sorprendí al leer un reportaje en el que, según decían unos especialistas, los jóvenes —y los que vengan— irán perdiendo la capacidad motora de sus manos gracias al teclado de la computadora, pero también por los controles remotos y máquinas de videojuegos, por lo cual su letra de puño será cada vez más ilegible. Por paradójico que se antoje, iremos a la época de piedra: jeroglíficos, códices, imágenes rupestres para hacernos entender entre los humanos y así dejar testimonio de nuestro paso por la tierra. En un futuro no muy lejano, una materia indispensable desde la educación básica será la paleografía.
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La crítica literaria muchas veces amonesta la
disparidad de la obra poética de un autor; la considera desigual y por eso enjuicia al poeta severamente. Olvida que hay algo aún más grave: la monotonía, el mismo tono, cuando la poesía no es desigual sino extremadamente parecida y las mismas palabras expresan siempre el mismo sentimiento; el mismo tono se mantiene en casi todos los poemas de tal manera que parece que se ha leído uno solo. Ni buena ni mala poesía, porque no puede haber ni una ni otra donde el poeta no se permita sobresalto alguno.
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No intento decir nada nuevo. La paráfrasis
es mi figura retórica predilecta.
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Me explico: abundo, me pierdo en la longitud del texto, me repito y acabo por contradecirme. No especulo ni supongo: afirmo, y con esa misma contundencia me desdigo.
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Soy intolerante al plural mayestático.
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La condena: escribir, escribir irremediablemente.
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¿Qué lee Hamlet? Es la pregunta que ha querido contestar toda la literatura posterior a Shakespeare. «Palabras, palabras, palabras...».
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La simple categorización. Harold Bloom, al inicio de su libro Ensayistas y profetas. El canon del ensayo (2005; Páginas de Espuma, 2010), en el que impone su canon de ensayistas (desde la Biblia hasta Camus, pasando por Montaigne, Johnson, Boswell y Freud), escribe: «Lo que tienen en común los veinte [ensayistas] es que pertenecen a una categoría literaria que desafía a la simple categorización». Esas palabras suenan extrañas en alguien que lo único que ha hecho en los últimos tiempos es justamente fomentar las categorizaciones simples: lo mismo en el Canon occidental (1994) que en Cuentos y cuentistas. El canon del cuento. En realidad, toda la literatura desafía la simple categorización, es decir, rechaza el establecimiento de un canon, la imposición de una lectura, la diversidad literaria abolida al verla —y hacerla ver— como un sistema cerrado («Esto es lo que debe leerse»). El establecimiento de un canon es alarmante, pero cuando se comete contra el ensayo, esto es, contra las ideas, debería considerarse un crimen de lesa humanidad.
*
Nuestro ensayo. A diferencia de las antologías de poesía y narrativa, las de ensayo en México son escasas, a saber: la clásica El ensayo mexicano moderno (dos tomos, fce, 1971), de José Luis Martínez; Ensayo literario mexicano (unam / uv / Aldus, 2001), de Federico Patán, Evodio Escalante y Hernán Lara Zavala; Los mejores ensayos mexicanos (Planeta, 2005), compilada por Antonio Saborit y Ana Marimón, y El hacha puesta en la raíz (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2006), que prepararon Verónica Murguía y Geney Beltrán Félix. Entre todas abarcan poco más de un siglo del ensayo en la literatura mexicana. Gracias a ellas es posible apreciar claramente la paulatina transformación de nuestro ensayo: del rigor formal a formas ensayísticas más libres, un desarrollo menos estricto que desemboca en un ensayo más libérrimo, más radical, anfibio, sin necesidad de apegarse a infranqueables postulados, principalmente académicos. De esa manera es como el ensayo empieza a ganarse su lugar como género literario, mientras que otros géneros, en particular la narrativa, hoy en día se están retroalimentado de él.


martes, 3 de julio de 2012

Los telares secretos

3/Julio/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Me mantengo escribiendo novelas por un montón de cosas. Entre otras, prominente entre ellas, está el asunto de la porosidad y la plasticidad del género. El hecho, pues, de que en la así llamada novela se puede hacer todo lo imaginable e, incluso, tal vez sobre todo, lo inimaginable. El asunto, tal y como lo describía de manera tan suya la Marguerite Duras, de que escribir siempre resulta ser “lo que escribiríamos en caso de que escribiéramos”. Presente fenomenal. Subjuntivo eterno. En realidad escribo libros, no necesariamente novelas. Incluso cuando escribo novelas, en realidad escribo libros, no necesariamente novelas. Pero esa es otra discusión.
Digo todo esto porque hace apenas unos días estuve contestando preguntas, muchas preguntas, casi todas ellas interesantes a decir verdad, sobre mi más reciente novela El mal de la taiga. Estos días, una semana o dos, suelen aparecer tiempo después de que aconteció el duelo, ¿les pasa esto a los otros novelistas?, cuando se atestigua con algo que no se decide entre la tristeza y la euforia el proceso a través del cual un manuscrito se transforma, revisión a revisión, y repito: revisión a revisión, en mercancía. De la pantalla a las hojas sueltas. De las hojas sueltas a las hojas cosidas. Una tapa. Esto se cierra. Y se sierra. ¡Ay, dolor!
Semanas o meses después, todo depende de los tiempos de publicación de la editorial, vienen los así llamados días de la promoción. No sé si a los otros escritores de novelas les pase igual, pero para mí no es sino hasta entonces, hasta el tiempo de El Ataque de Todas las Preguntas del Mundo, como le llamo, que se me aclaran los vínculos del libro con la realidad. Los días de promoción como pequeñas sesiones extrañas de la revelación más ardua. ¿Así que de esto iba? ¿Así que esto o lo otro fue leído así? Válgame. El papel de los periodistas culturales como interlocutores y clarividentes sobre esa bola de cristal que es todavía el libro.
¿Les sobrevienen a los otros escritores de novelas súbitos ataques de timidez o de ansiedad cuando el libro sale a los estantes y da la cara y abre los brazos como quien espera el saluda alborozado del mundo? Pues a mí sí. No sólo eso. Hace bien poquito, justo al inicio de la famosa semana de promoción, casi le provoco un ataque a mi editora cuando le dije, cerrando la puerta de su oficina en signo de la Gravedad del Instante, que siempre no. Que no me parecía nada bien que El mal de la taiga anduviera por ahí, solo por el mundo, quién sabe en qué manos. Que era mío. Mío. Mío de mí. Que regresáramos el tiempo y deshiciéramos la edición y. Una editora cumple muchas funciones, eso se sabe. Una de ellas es ofrecerle una silla a la autora y, después de ordenar un café bien cargado, ponerse a hablar con toda calma del tipo de cosas que regresarán a la autora de su propio mal de la taiga directo a la realidad. Gracias por no parar las prensas, Verónica.
Durante esos días del Ataque de Todas las Preguntas del Mundo no sólo se me devela lo que se ve, sino también lo que no se ve en el libro, lo que ha quedado protegido bajo la caparazón del lenguaje, en el código de los guiños secretos, compartidos en complicidad. ¿A nadie se le ocurrió googlear, por ejemplo, las dos frases de César Vallejo que anoté en mayúsculas como parte de los mensajes que mandaba una mujer que corría frenética en pos de su propia lejanísima taiga? Los nueve monstruos, sin duda. Con un amigo que prefiere quedar en el anonimato, fragué la frase “La crueldad no es necesaria, la crueldad es”. Luego de darle la vuelta al revés y al derecho, de analizar todas sus cornisas (¿tendrías que matar lo que puedes matar?, se preguntaba alguna vez Sylvia Plath, por ejemplo), quedamos en que ambos la utilizaríamos en libros que, en aquel entonces, estaban en su etapa pre-mercancía. Tengo una gran curiosidad de ver esa frase, o una frase parecida, o su versión de esa frase, en otro libro. Me encanta la idea de verla significar algo más en otro contexto. Algo similar pasó con una frase que mi amiga Rosa Beltrán, la escritora, publicó en el TimeLine de su Twitter (RosaBeltranA) el 16 de diciembre del 2011: “Cuando decimos adiós, ¿a quién buscamos?”. Como bien lo saben las muy queridas y más admiradas Vivian Abenshushan (@zingarona) o Verónica Gerber (@ambliopia) o Mónica Lavín (@mlavinm), mi militancia tuitera incluye el tratar de convertir a cuanto ente escriba conozco a que le entren al laboratorio social y cultural de los 140. Lo hago por simple egoísmo, si he de añadirlo: las quiero leer siempre, cada día, en mi TimeLine. El caso es que, luego de haber iniciado una cuenta de tuiter y cerrarla, Rosa abrió otra que parecía tener posibilidad de continuidad. En una comida entrañable la alentaba a seguir adelante y, por eso, le cité de memoria (es decir, mal) uno de sus tuits: “Cuando decimos adiós, ¿qué es lo que saludamos en realidad?”. Le dije que la incorporaría al libro que escribía entonces. Y lo hice. Me dice Rosa que piensa usar esa frase, la suya, en una novela que viene pronto. Me da una gran curiosidad, por supuesto, ver lo que significa algo así en sus manos. Con otro amigo que prefiere también el anonimato construimos una frase que tiene que ver con una cortina y con una ventana, el aire del mar entre las dos. La sal. El saber lo que somos, o cómo. Luego aprendería que, al menos en su caso, la frase es una versión, también, de otra que leyó en un libro entrañable de un autor que, el azar siempre tan original, yo admiro mucho: DeLillo.
¿Ya ven lo que digo cuando digo que el texto no representa ni exhibe ni argumenta sino que, a final de cuentas, también encubre?
Supongo que me mantengo escribiendo libros que a veces se llaman novelas por eso también: por el sentido del juego, por la complicidad, por los vericuetos secretos que, parafraseando a la dignísima Duras, “existirían en caso de que existiéramos”.
Ya sólo para que quede claro y no se preste a confusiones: me parece requetebién que El mal de la taiga ande por ahí, en el mundo, en quién sabe qué horizontes o manos. Era mío, es cierto. Alguna vez lo fue.

domingo, 1 de julio de 2012

La feria de Juan José Arreola

1/Julio/2012
Jornada Semanal
José María Espinasa


Es curioso que Arreola, escritor dotado como nadie para la miniatura, la prosa veloz, la página perfecta y el fragmento, asumiera como última apuesta –La feria fue, en realidad, su último libro “escrito”– la novela. Y si bien es cierto que se trata de una novela armada con fragmentos, también lo es que esas piezas configuran una sinfonía verbal perfectamente unitaria, cuya coreografía está muy trabajada y cuyo sentido polifónico obedece perfectamente a los parámetros del arte novelesco. Ni siquiera el reproche de que, como suele suceder en esas polifonías, no hay personajes memorables ni desarrollos anecdóticos, resultan válidos. La feria no es una novela fallida, es una gran novela que responde a todas las exigencias del género, pero es también la ruina de la escritura de Arreola.
Se ha dicho ya antes que con ella, como había ocurrido unos años antes, y ocurriría unos meses después, en el primer caso con Pedro Páramo (Juan Rulfo) y en el segundo con Los recuerdos del porvenir (Elena Garro), se escribirían tres epitafios de la novela de la Revolución, género que dominó nuestra narrativa desde 1921 hasta 1964. La narrativa surgida del conflicto armado sería fácilmente definible como una rama del relato costumbrista, salvo que esa designación –lo costumbrista– hace pensar en lo anticuado –no en lo antiguo– y deja de lado lo profundamente modernos que fueron los escritores de ese movimiento, empezando por Salvador Azuela y Agustín Yáñez, y terminando por Rulfo, Garro y Arreola. Su rasgo más moderno fue, curiosamente, no tanto estilístico sino histórico: significó la actualización de nuestra literatura a marchas forzadas, de la épica a la crónica periodística en apenas unos breves años y unos cuantos libros.
La velocidad sintáctica de la prosa de Martín Luis Guzmán, la penetración psicológica de Mauricio Magdaleno, pasando por la capacidad descriptiva que tuvieron la mayoría de los novelistas de la Revolución, incluidas sus derivas cristera, rural e indigenista. Arreola tenía además cercano el antecedente inmediato de Pedro Páramo. La generación de escritores jaliscienses de esos años cambiaría la literatura mexicana al establecer las coordenadas –Rulfo y Arreola– de los siguientes cincuenta años. Narradores tan dotados como Ramón Rubín –El callado dolor de los tzotziles, La bruma lo vuelve azul, La canoa–; José Revueltas –El luto humano, Los días terrenales, Los errores–, o Rafael Bernal, aportarían un naturalismo de gran calidad a la vez que derivarían a géneros y subgéneros: la novela política, la policíaca, la histórica. Y desde luego, en la medida de la perfección que alcanzaron ambos jaliscienses en sus dos novelas, ambientadas en ese espacio lejano aún de las grandes urbes pero ya en gestación –registro que aparece en plenitud en La región más transparente, de Carlos Fuentes.
Esa década prodigiosa, los cincuenta –no hay que olvidar que fue también la de Libertad bajo palabra, El laberinto de la soledad y El arco y la lira, de Paz– estuvo significada por un virus extraño: la novela de la Revolución, abundante en temas, posiciones ideológicas y obras mayores, cuentos, relatos y obras extensas, se abriría a la modernidad, con el contexto urbano, a la par que a la esterilidad.
Aunque se había producido un agotamiento de la temática, y el contexto cambiaba a pasos acelerados, eso no basta para explicar el repentino quiebre y la interrupción de proyectos personales –Rulfo con sólo dos libros; Arreola abandonando la escritura por una verbalidad que en realidad estuvo siempre presente y lo terminó enfermando; también el agostamiento, presente en los poetas, y no sólo en Contemporáneos, sino también en Alí Chumacero, Jorge González Durán y Manuel Ponce, fue en lo narrativo una elección colectiva, cuyo origen es ante todo psicológico, y cuya explicación es distinta, fundamentalmente social.
Desde el principio, el escritor Juan José Arreola estuvo marcado por la verbalidad. Su vocación teatral le produjo una desconfianza del texto escrito, detenido en esa condición fija, que le impedía su constante cambio. Su poder verbal –es decir: verbalizador, de escritor oral– fue enorme, incomparablemente superior a la de otros escritores nacionales, pero además su idea de la literatura también era oral. Si la literatura no significaba seducción inmediata, no significaba nada, no tenía sentido; si no estaba dirigida a un sujeto no tenía objeto. Y si admiraba tanto a la literatura francesa es porque concebía, quiméricamente desde luego, que había habido un momento en que la literatura era un acto inmediato, directo, equivalente –para él– de lo vivo. El libro o la revista –hay que recordar que Arreola fue animador de pequeñas empresas editoriales que marcaron la historia literaria de los años cincuenta y sesenta– eran parte de la inmediatez de la vida, orales más allá de su condición impresa, fruto de la conversación.
Por eso el sentido coral de La feria. Pero esa condición última debe ser entrecomillada: las cartas a Sara, que hoy conocemos en Sara más amarás, nos hacen ver que fue una novela escrita a lo largo de muchos años, al revés de sus cuentos y textos breves, que provienen muchas veces de arrebatos circunstanciales. Por eso, por ejemplo, habría sido impensable un Arreola guionista de cine, a pesar de su vocación dramática –actor y dramaturgo– y que terminara como un clown televisivo.
Esa verbalidad fue, sin embargo, algo que también definió por entonces a la cultura mexicana. La obra de teatro El gesticulador, de Rodolfo Usigli, que alimentó en parte las reflexiones de Octavio Paz en El laberinto de la soledad, definió esa característica “parloteante” de lo mexicano que horrorizaba a Arreola y lo acabó poseyendo. De la apuesta personal de un escritor torturado por sus propias exigencias surgió la imagen de una literatura que había conseguido lo que quería –la creación de una patria literaria– a cambio de su agotamiento.

Poniatowska, 80 años de sensibilidad e inteligencia

1/Julio/2012
Jornada Semanal
Adolfo Castañon


I
"Soy como el burro que tocó la flauta”, dijo Elena Poniatowska con coqueta modestia al dar las gracias durante la inauguración del Coloquio Internacional dedicado a ella y organizado en el Colegio de México por Elena Urrutia del Programa Interdisciplinario de Estudios sobre la Mujer. Esta frase pintoresca y completamente inexacta transparenta la elegancia y simpatía de la escritora que aspiraría a soslayar así la riqueza y diversidad de una sólida obra literaria que abarca la novela, el cuento, la crónica, el ensayo y, por supuesto, el periodismo, la entrevista, el reportaje. La ironía de Elena Poniatowska es un rasgo principesco, un gesto de larguèsse ante la susceptibilidad envidiosa de una comunidad literaria snob y displicente que hasta hace muy poco tendía a descartar a la vocación creadora de la escritora para subrayar su profesión periodística y así, por virtud de una manipulación ideológica, contaminar con la sombra de la superficialidad y el sentimentalismo (atributos del periodismo) la gravedad de los enunciados y denuncias que trabajan sus crónicas, ensayos y reportajes, para no hablar de la audacia creadora de su quehacer artístico en la novela, el cuento y el ensayo.
Distingo tres elementos en la prosa, en la obra de Elena: el plano autobiográfico, el plano periodístico y propiamente de investigación social sistemática en sus diversas figuras en Todo México, el plano histórico y cultural: Elena como una gran devoradora de su propio tiempo. Una geografía humana de México animada por un soplo libertario no sólo en los temas sino en la forma. Poniatowska como una gran experimentadora en su propia escritura. Encarna el reto de ir en busca de nuevas textualidades renovando a cada paso la memoria de lo literario.
Infatigable trabajadora, tenaz enamorada de su trabajo creador, Elena Poniatowska no es en modo alguno una escritora ocasional. Todo lo contrario. Elena se ha pasado la vida, como sugería Alfonso Reyes, con la pluma en la mano, los ojos y los oídos abiertos, con la grabadora siempre encendida y haciendo de este instrumento una caja de resonancia polifónica de la página que ella ha sabido transfigurar en una caja de música escrita como, por ejemplo, en la novela-reportaje Hasta no verte Jesús mío. O en una caja de estremecedora música marcial como en La noche de Tlatelolco, ese oratorio coral donde campean la muerte y la resistencia. O en una caja de música de elegiacas notas como en Las siete cabritas. O en una caja polifónica y abigarrada, como en la finísima maraña cosmopolita de Tinísima, o en los cuentos, excepcionales como diamantes, de su reciente colección: Tlapalería. La música de Elena Poniatowska no es por supuesto convencional ni estática. Prosa en movimiento, la de Elena Poniatowska es un instrumento plural: una orquesta –y no una flauta– donde la inteligencia sensitiva reconstruye las muy diversas voces de la ciudad literaria y política y de la humanidad sin ciudad, de las humanidades emergentes en el margen.
Entre las voces que se dan cita en la obra literalmente multánime de Elena Poniatowska, sobresale en la percepción de nuestro oído la voz de la voz, la voz maestra, una voz híbrida, a veces muda, donde el arte del decir se alimenta del arte de callar y desaparecer a tiempo. Una voz a veces también prístina y limpia. Pero ¿cual sería en Elena Poniatowska la voz de la voz? ¿Qué timbre tiene? Tiene, a riesgo de simplificación, un timbre profético: Elena Poniatowska, como algunos profetas de la Biblia, se limita a decir lo que ve, a transcribir lo que oye y escucha, a decir y a decirse a través de los otros, de las otras, como en el libro de semblanzas, en parte ficticias, en parte históricas, reunidas en el volumen Las siete cabritas, obra donde se decanta la variedad estilística y musical de Elena Poniatowska. Esa voz profética se alimenta de una experiencia de la otredad: Elena Poniatowska puede ser considerada una escritora extraterritorial, para evocar la expresión de George Steiner. 
George Steiner en sus ensayos de Extraterritorial habla de la conciencia cultural bilingüe de aquellos que se expresan en una lengua segunda, de Kafka, Nabokov, Borges, Samuel Beckett, y podríamos añadir Gil Vicente, Elías Canetti, Joseph Conrad, Kozinsky. Elena Poniatowska, una autora cuya experiencia del idioma es una experiencia crítica, segunda, ya que su lengua materna fue el francés, y su idioma literario parecería iluminado y sostenido por la libertad de un bilingüismo radical. Elena Poniatowska aprendió como segunda lengua el castellano, brindándose así la oportunidad de ver y oír el mundo ambiente a través de la retícula mágica de la traducción invisible que ella ha sabido llevar a extremos crecientemente originarios. Es en Elena Poniatowska notable la avidez de crearse un orden universal a partir del oído. La avidez con que Elena Poniatowska absorbe y se forma una lengua sólo es comparable al sentido de apropiación del país y de su cultura por medio de la escritura. Todo México es un título en la mejor tradición de guía de forasteros, título de guía de turistas, de geógrafo, de historiador natural. Todo México: historia natural de México, historia de México al natural, enciclopedia de México y de su sociedad a través de sus voces. Elena Poniatowska con una suerte de Buffon o de Linneo de la sociedad mexicana.
Es profética la voz de Elena porque siempre dice la verdad. No sabe mentir. Ha hecho de la búsqueda de la verdad no sólo un arte poética y literaria, sino también un arte de pensar y un arte de amar: un arte política. Una política irritante, inconveniente, incómoda para los oídos convencionales de los profesionales de la política y del acomodo. Búsqueda de la verdad que pasa por la búsqueda de las verdades individuales, la de Elena Poniatowska es una búsqueda ética y estéticamente arriesgada, una búsqueda del lugar civil y literario para las otras voces, las voces de los otros en la cultura mexicana y latinoamericana contemporánea.
Por eso no se puede leer a Elena Poniatowska impunemente: una vez leídas sus páginas, ya sea en la voz de Jesusa Palancares, la de los muertos y heridos de Tlatelolco, o en las voces narradoras de sus diversas obras –de Tinísima a La “Flor de Lis”– no sabríamos escuchar del mismo modo las voces intrincadas y entrañables desamparadas en México.
Queda, por último, apuntar al paso la función secreta de la música en la técnica narrativa de Elena Poniatowska, en sus cuentos y novelas, en sus ensayos y reportajes y aun en sus entrevistas.
La función de la música –la música de la prosa, en la vida de los personajes (por ejemplo, en La “Flor de Lis”) o en las partituras subyacentes a sus ensayos y crónicas– recuerda una voz indeleble del poeta Eliseo Diego: oído fino, corazón inteligente. Así, el oído fino de Elena Poniatowska nos permite hacer el viaje más peligroso de todos: el camino de regreso a casa, el camino que devuelve el sentido individual y colectivo a través del conocimiento escrito de las circunstancias. Y el que escribe bien, la que escribe bien, dice dos veces la verdad.
II
En Elena Poniatowska la figura clásica del sacrificio de la inteligencia ha de pasar para nosotros sus lectores como una piedra preciosa que, al pulsarla entre los dedos, la interrogan. ¿Sacrificio de la inteligencia o sacrificio por la inteligencia? ¿La inteligencia sacrificada ante el noble altar del compromiso; o bien ante la estabilidad y el conformismo, o bien incluso ante el poder sin pudor? ¿O bien se trata de la inteligencia que se (auto) sacrifica? ¿Por qué? El sacrificio está en la razón misma de la inteligencia o, al menos, de la auto-conciencia. No es la inteligencia –o no lo es solo– eficiente instrumento, arma. Es, más allá, una cierta conciencia de la vida, de la historia, del universo, de la poesía, la música, el silencio, el amor, la escritura, la lectura, la relectura, la conversación, el pan compartido, la alegría de cada momento, y la ilusión, la invitación a tomar conciencia de la inteligencia en el mundo, del sacrificio de la inteligencia ante la comprensión de todo eso.
Desde este horizonte, Elena Poniatowska se destaca con vivacidad y vitalidad (epíteto que suele aparecer en los saludos que le dedica su amigo Carlos Monsiváis) con su aura de ciudadana pluma en ristre, bien ganada desde La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio. Con su cristianismo no tan soterrado, con su práctica y religión de la solidaridad civil de la cual ha sido oficiante, cronista, coro, editor, apuntador, narrador, reportera, entrevista, novela, cuento, poesía y verso, como aquellos que ya publicó hace años cuando casi era niña en la revista católica Ábside. Elena, nuestra Elena, es un híbrido de Simone Weil y de Jean Daniel o, para acercarnos más aquí, de Frida Khalo y de Manuel Payno, o si se prefiere, de Carlos Fuentes. Ahí les dejo el relleno de estos paralelos como tarea para el próximo homenaje.



Gracias, Elena

1/Julio/2012
Jornada Semanal
Raquel Serur

La Jesusa Palancares de Elena Poniatowska
¿Qué es lo que atraviesa a todas las Elenas Poniatowska? ¿A la periodista, a la narradora de ficción, a la cronista, a la amiga? Me contesto con una sola palabra y ésta es: congruencia. ¿Qué quiero decir con esto?
Elena Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor nace en París el 19 de mayo de 1932. Es hija de una mexicana, Paula Amor, y del descendiente del último rey de Polonia, el príncipe Jean E. Poniatowski. Es decir, llega a México en 1942, cuando sólo tiene diez años de edad.
Cuando hablamos de estos datos tenemos que hacer un esfuerzo desde el presente de la escritora Elena Poniatowska e imaginarnos lo que implicó para la niña de diez años pasar de vivir en París y llegar a Ciudad de México. Con la enorme sensibilidad de Elena Poniatowska, podríamos pensar que una de las cosas que más le impactó a la niña Elena, de México, seguramente fue la desigualdad social. Esto es evidente porque tanto en su obra de ficción, como en su periodismo y en su crónica, la Poniatowska decide poner el acento en el mundo de los marginales. Antes de llegar a México, por el simple hecho de tener una madre mexicana, Elena Poniatowska se sabe parte de dos mundos, el de la cultura europea y el de la cultura mexicana. Se sabe princesa, se sabe parte de la familia Amor y, sin embargo, quizá de lo que se dio cuenta Elenita muy temprano, al llegar a México, es que el mundo mexicano al que pertenecía la madre era un mundo de suyo muy europeizante. Lo que también seguramente descubre al llegar a México es que la riqueza y complejidad de la cultura mexicana se encuentran en formas de ser y de aprehender el mundo que nada, o poco, tienen que ver con el México de las clases dominantes. Su curiosidad y su inteligencia la llevan a explorar esta cultura singular que surge de un largo proceso de mestizaje, de un colonialismo que hizo aparecer formas de comportamiento completamente distintas, distantes ya, tanto del mundo indígena como del español. 
Quizá muy temprano, quizá en la forma de ser del mundo materno, Elena se da cuenta de que el racismo y clasismo mexicano consiste en invisibilizar al otro, a aquél de extracción humilde, al que, a lo largo de los siglos, en el mundo colonial primero y colonizado después, le toca en suerte ser el dominado frente al dominante; a quien tocó encarnar el dolor del colonialismo y quien, para superarlo, echa mano, en su condición de mestizo cultural (un concepto que elaboró ampliamente Bolívar Echeverría), del recurso a la imaginación;  para vivir, dignamente, en un mundo que de otra manera sería invivible, el recurso a la imaginación es indispensable. Para dar un ejemplo claro tendríamos que hablar de Jesusa Palancares, en quien Elena Poniatowska se basa para escribir Hasta no verte Jesús mío.
Elena decide, seguramente muy temprano en su vida, no seguir las pautas de comportamiento propias de su clase y condición; decide no pasar de largo la mirada sobre el doliente. Más bien, escoge detenerse en él o en ellos. Le interesa darle voz con su pluma y, al hacerlo, poder comprender mejor su dolor y entender también, de mejor manera, a toda una parte de la sociedad mexicana que, si bien está marginada del poder económico y político, es importantísima en términos de la cultura nacional en el más amplio sentido del término, es decir, en el sentido de la mexicanidad, que tanto trabajo ha costado a escritores, sociólogos y psicoanalistas definir en qué consiste. Ni Paz en El laberinto de la soledad, ni Santiago Ramírez en El mexicano: psicología de sus motivaciones, logran dar en el clavo sobre el asunto.
Elena Poniatowska se da cuenta también de lo difícil, si no imposible, de la tarea. Por lo mismo, también sabe que es en la ficción, o mediante la ficción, que ciertos rasgos de lo mexicano pueden ponerse al descubierto. La cultura mexicana es, para Elena Poniatowska, la cultura que trasmina de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo. Si el de arriba mira a París y habla francés, el de abajo mira las ruinas de su mundo indígena y habla tzotzil o náhuatl, o no habla lengua indígena alguna pero sí come chile, frijol y tortilla y echa mano de la imaginación recurriendo a mitos y ritos que el colonial, católico y español, nunca logró erradicar por completo. El mundo cultural que le interesa a Poniatowska es el mundo que se produce y reproduce en el cotidiano acontecer del día a día; en donde decantan ciertas formas culturales que, aún hoy día y en crisis, se resisten a desaparecer a pesar de los embates de la modernidad. Es así que el personaje de Hasta no verte Jesús mío vive en este México, sí, pero también está segura de que ésta es la tercera vez que regresa a la tierra: “Esta es la tercera vez que regreso a la tierra, pero nunca había sufrido tanto como en esta reencarnación ya que en la anterior fui reina. Lo sé porque en una videncia que tuve me vi la cola.” Esta certeza le permite, al personaje, poner su vida actual en perspectiva y vivir de lleno en la imaginación mítica y ritual, culturalmente aceptada por sus congéneres en Oaxaca, quienes también hablan de la “Obra espiritual” sin que esto impida que sean fieles al catolicismo:
En la Obra Espiritual les conté mi revelación y me dijeron que toda esa ropa blanca era el hábito con el que tenía que hacerme presente a la hora del Juicio y que el Señor me había concedido contemplarme tal y como fui en alguna de las tres veces que vine a la tierra.
Jesusa Palancares, personaje singular del México revolucionario, en la ficción de Elena Poniatowska cobra vida para mostrar una existencia en donde la arbitrariedad, el agotamiento cotidiano y la miseria marcan la historia de esa mujer que trabajó como sirvienta y como obrera pero que también fuera una combatiente en la época de la Revolución mexicana. El sostén de todas las Jesusas Palancares, nos muestra Poniatowska, fue su cultura y su fe en la “Obra Espiritual”. Es decir, el sincretismo religioso de Jesusa Palancares le permite trascender esta vida en donde sufre tanto, por la vía de la imaginación mítico-poética en donde recuerda el haber sido reina en una vida anterior, y es eso lo que le da amparo y protección.
La ironía del relato se centra, además de en el propio transcurrir, sobre todo en el final donde Jesusa, no sin dolor, admite: “Yo no creo que la gente sea buena, la mera verdad, no. Sólo Jesucristo y no lo conocí.”
De esta manera, Elena Poniatowska crea un personaje poderoso en la literatura mexicana y da voz a una mujer que, en su dolor, se aferra a sus valores espirituales para soportar la vida en turno, en un México poco compasivo con sus dolientes.
Vertientes de la literatura mexicana en el siglo XX
En la primera mitad del siglo XX en México, podemos observar dos líneas, dos maneras de aproximarse al quehacer literario. Una, marcada por la poesía de los Contemporáneos, es una literatura que versa sobre sí misma. Sus logros son evidentes en autores como Villaurrutia o Gorostiza, por ejemplo, y desemboca en la obra de nuestro premio Nobel Octavio Paz. Es una literatura que está al tanto de las corrientes europeas de vanguardia y que ensaya y logra una producción original en español con una clara tendencia a la universalidad.
La otra vertiente es la que se ha dado en llamar “novela de la Revolución mexicana”. Comienza con Los de abajo, de Mariano Azuela, y encuentra su cumbre más alta en Pedro Páramo. En esta novela, Juan Rulfo logra narrar los acontecimientos de la época revolucionaria y de la rebelión cristera mediante una estrategia narrativa en donde el relato, de manera contrapuntística, pasa de lo realista a lo fantástico. De esta manera, Rulfo no sólo nos cuenta, a su manera, la historia de la Revolución mexicana, sino que la inserta en un contexto cultural en donde nos sugiere que el registro a lo fantástico es parte del cotidiano vivir del pueblo mexicano.
A partir de los años sesenta se diversifica el panorama y encontramos, por un lado, lo que el crítico literario estadunidense Juan Bruce Novoa denominó “la generación de medio siglo” refiriéndose sobre todo a Juan García Ponce y Salvador Elizondo. Por otro lado, aparecen dos periodistas, cronistas y escritores de ficción de primer nivel: Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis. Si el primer grupo se vincula con Paz y su revista, Monsiváis y Poniatowska podríamos decir que se inscriben, estirando mucho el concepto, en el grupo de escritores de la Revolución mexicana. Es indispensable, para entender el México de la segunda mitad del siglo XX, leer las crónicas de Monsiváis y de Elena Poniatowska.
La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio son dos botones de muestra. La masacre estudiantil y el terremoto que sacudió a Ciudad de México son dos momentos de crisis por los que atravesó México y que quedaron registrados en la pluma de Elena.
Por otra parte, Hasta no verte Jesús mío continúa la línea abierta por Rulfo y tiene la voluntad, en este caso, de hacer visible a la mujer común y corriente, de extracción humilde y de cultura sólida.
Querida Elena, te abraza Raquel
Si bien te conozco desde hace más de veinte años, es en la última etapa de mi vida en que he disfrutado de una amistad más cercana contigo. A raíz de la muerte de mi compañero de vida, Bolívar Echeverría, y de nuestro común amigo, Carlos Monsiváis, te acercaste a mí con toda la dulzura y solidaridad de la que eres capaz, y que es mucha. Frente al dolor, nunca dudas en tender la mano y ofrecerte en una sonrisa que reconforta y alegra.
En medio de tus múltiples compromisos, te diste tiempo de asistir a los exámenes profesionales de mis dos hijos, un gesto cariñoso y un respaldo al inicio de su  vida profesional. A menudo me invitas a cenar a tu casa, y además de la siempre interesante conversación, no dejan de darse escenas que se podrían calificar de surrealistas, pues regañas a Monsi o a Váis para que se desistan de alguna de sus travesuras. Escucharte decir: “Bájate, Monsi”, me sorprende,  aunque sepa que aludes a uno de tus  gatos.
Tu amistad es uno de los regalos más entrañables e  invaluables que me ha dado la vida en estos tiempos difíciles y agradezco al destino que se haya dado. Esos muchos pequeños actos de solidaridad conmigo, como los recortes de periódicos donde aparece alguna noticia sobre Bolívar o algún comentario a su obra, muestran lo atenta que estás con el doliente.
Y creo que precisamente esa característica, que está todo el tiempo presente en tu trato, también recorre tu  escritura. Por todo esto, por tu vida, por tu obra, por tu congruencia y por tu ejemplo, te doy las gracias, Elena Poniatowska.



El caso Pasolini, un asesinato político

1/Julio/2012
Jornada Semanal
Annunziata Rossi

Se ha abierto en Roma una nueva investigación sobre la muerte del poeta Pier Paolo Pasolini, que este año habría cumplido noventa y fue masacrado el 2 de noviembre de l975 en el Hidroscalo de Ostia. La primera investigación concluyó con la condena del menor Pino Pelosi, apodado Pino la Rana, ragazzo di vita lumpen de un barrio de Roma. Según la versión de Pelosi, la noche del 2 de noviembre Pasolini había ido a la Plaza Cinquecento (estación Termini) para ligárselo y él accedió. Pino tenía hambre y el escritor lo llevó a comer al Tevere Biondo. Después, el poeta se dirigió en su Alfa a Ostia donde, consumado el acto sexual, habría surgido entre los dos un pleito que terminó en la muerte del poeta. Huyendo en el coche de Pasolini, Pelosi fue interceptado por una patrulla de carabineros, por exceso de velocidad. La documentación del coche reveló el nombre del propietario y luego su conexión con el asesinato del poeta, del cual Pino la Rana se declaró culpable. Pelosi no mostraba señales de pelea, sólo una mancha de sangre en un puño de su camisa y en el pantalón, y una escoriación en la frente provocada por un frenazo durante la persecución de la patrulla. No se tomó en consideración la imposibilidad de que un adolescente grácil como Pelosi hubiera podido masacrar al atlético deportista Pasolini. Por ineptitud, o intencionalmente, las investigaciones fueron llevadas con la máxima negligencia; el lugar del delito no fue acordonado y por lo tanto se dejó abierta la entrada a los curiosos que borraron las huellas que habrían permitido la reconstrucción científica de los hechos; el coche de Pasolini fue dejado a la intemperie sin tomar en cuenta lo que se encontraba en su interior, un suéter ensangrentado y una plantilla que no pertenecían ni a Pasolini ni a Pelosi; tampoco se prestó atención al documental que Sergio Citti, cineasta amigo de Pasolini, giró en el lugar del crimen al día siguiente de los hechos. La investigación terminó apresuradamente un año después con la condena del menor a nueve años y nueve meses de prisión, entre las dudas y sospechas de la familia, de Laura Betti, Citti, y de Oriana Fallaci (quien sostuvo que los asesinos de Pasolini habían sido dos hombres y, obligada por el secreto profesional impuesto por la ética periodística, se negó a revelar sus fuentes, por lo cual fue acusada de reticencia por el tribunal). Después de un rápido proceso, el tribunal cerró el caso del asesinato del poeta como una vulgar pelea entre froci (“maricas”). 
En 2005, un golpe de escena coloca de nuevo en primer plano el caso Pasolini y, esta vez, de manera definitiva. Después de treinta años del delito, el ya casi cincuentón Pino Pelosi se presenta en un programa de la RAI 3 para declarar que no había sido él quien mató al poeta. Los asesinos habían sido tres hombres meridionales, por su acento sureño, sicilianos o calabreses, que habrían atacado a Pasolini insultándolo de ser un sucio comunista, de fetusu (término dialectal siciliano para sucio o fétido) y golpeándolo con ferocidad hasta dejarlo agonizante. Pelosi, amenazado de represalias contra sus familiares si confesaba, habría huido en el coche de Pasolini, pasando sin querer sobre su cuerpo destrozado terminando así con su vida.
No se trató entonces de un delito entre froci, sino de un crimen político planeado para eliminar una voz demasiado incómoda para el Palacio, metáfora usada por Pasolini para llamar al poder. La retracción de Pelosi en 2005 viene a confirmar las dudas del homicidio político premeditado que muchos habían sostenido durante el proceso de 1975-1976. La importante revista bimestral Micromega dedicó la mitad de su número 6 del 2005 al asesinato de Pasolini, reconstruyendo minuciosamente los hechos que habían acompañado la muerte del poeta, situándolo en el contexto de los años setenta, años de feroz terrorismo, anni di piombo, años del plomo (título de la película que Margarethe von Trotta dedicó en 1981 a los paralelos años de terrorismo en Alemania), que conocieron la violencia y las masacres perpetradas desde finales del l968 hasta el l981 por las Brigadas Rojas, los NAR (Núcleos Armados Revolucionarios) y otros grupos de izquierda que, con sus atentados en serie, mantuvieron la península en el terror. Con la declaración de Pelosi se impuso la exigencia de una nueva investigación que, solicitada por intelectuales y políticos –entre ellos Walter Veltroni, quien presentó una interpelación al Parlamento– fue asumida en 2009 por el ayuntamiento de Roma.
Pier Paolo Pasolini fue el más discutido de los intelectuales que Italia haya tenido en el siglo XX, y también el más completo: poeta, narrador, dramaturgo, crítico literario, ensayista, guionista, periodista polémico de primer plano en la prensa italiana, y gran cineasta. El poeta, llegado a Roma en l950, dejaba tras de sí una experiencia dolorosa: la muerte de su hermano inocente en la masacre de Porzus, las diferencias con el padre y el escándalo de su preferencia sexual. Había tenido una relación con un muchacho, quien le confiesa a un cura que, a su vez, violando el sacramento del secreto de confesión que el código del derecho canónico impone a los sacerdotes, la hace pública. El tabú de la homosexualidad que acomuna a católicos, fascistas y comunistas fue un golpe duro para Pasolini, expulsado por “indignidad moral” del Partido Comunista al que se había adherido en l947. “Mi homosexualidad –escribe– la he sentido siempre como un enemigo a mi lado, nunca la he sentido dentro de mí.” La discriminación, aunque más discreta en el ambiente comunista, continuará siguiéndolo inclusive en el ambiente intelectual (para dar un solo ejemplo, el poeta Eugenio Montale –notoriamente homófobo– lo detesta, y en una carta a Maria Luisa Spaziani lo llama con desprecio “pobre y pederasta”). 
En Roma, Pasolini descubre el “bajoproletariado” romano y dirige su interés a los ragazzi di vita, protagonistas de sus dos primeras novelas, que viven en el mundo primitivo y salvaje de los barrios pobres y desheredados de la periferia de la capital, un mundo salvaje, genuino y auténtico en su vitalidad (al que dedica su Trilogía de la vida: El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches, que le procuraron al cineasta dieciocho querellas), comparado con el mundo de la alta burguesía económica (ignorante e “ideológicamente pequeñoburguesa”, como la llamará en Teorema). La relación amorosa con Ninetto Davoli, comparable sólo al enorme amor que lo ligó siempre a su madre, durará nueve años, hasta que éste lo abandona para casarse. Pasolini gritará su dolor en cartas lacerantes a sus amigos, e inclusive a la novia de Ninetto. Tendrá una vida sexual libre y desenfrenada, hecha de encuentros fortuitos durante sus batidas nocturnas. En l966 explica a su preocupado amigo Alberto Moravia: “Soy un gatazo turbio que una noche será aplastado en una calle desconocida.”
Sin embargo, el final trágico del poeta no llega del mundo lumpen; llega desde arriba, desde el Palacio, como ya he dicho, la metáfora que Pasolini utiliza para llamar al poder. Intelectual engagé, periodista que sigue los acontecimientos de los “años de plomo” hasta su muerte el 2 de noviembre de l975, que ejerce la denuncia con un valor y una pasión sin equivalente en el mundo intelectual de la izquierda, misma que reacciona, a veces, con fastidio ante los excesos del poeta friulano. Maestro de la paradoja y piedra de escándalo, Pasolini fue un personaje incómodo no sólo para la derecha corrupta, sino también para la izquierda del Partido Comunista, un bastian contrario (un “contreras”), corsario herético no por parti pris, sino por una pasión auténtica. Tolerado, pero la tolerancia, escribe el poeta, es más bien una forma de condena más refinada. Sigue con lucidez e inflexibilidad las evoluciones de la realidad italiana que llevarán, después de la segunda postguerra, a la “transformación antropológica” del pueblo italiano, una realidad que empieza a “olfatear”, y que denuncia desde l962 en un artículo de Vie Nuove, semanal del Partido Comunista: “Italia está pudriéndose en un bienestar que es egoísmo, estupidez, incultura, moralismo, coacción, conformismo a prestarse y a contribuir de alguna forma a la podredumbre de la democracia cristiana, una prolongación del fascismo, y peor todavía que éste.” Los italianos, escribirá años más tarde, se han vuelto un “pueblo degenerado, ridículo, monstruoso, criminal”. Triunfa el hombre medio: “un monstruo, un peligroso delincuente, conformista, colonialista, racista, esclavista, qualunquista ” que, de hecho, encarnará años después en el parvenu Silvio Berlusconi. 
Pasolini vive ese infierno, pero no a la manera de Italo Calvino, con quien a veces polemiza. Calvino escribía: “El infierno está aquí. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es más arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio de ese infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.” En el país que se sostiene sobre lo ilícito, Calvino se siente con la conciencia tranquila; él es honesto y, en un artículo de l980, hace una apología de la honradez en un país de corruptos (una postura parecida a la que sostuvo recientemente, en enero de 2012 y con demasiado énfasis, Umberto Eco, quien defiende su honor y el de Italia frente a un público que aplaude frenéticamente). Al contrario, Pasolini entra en pugna, sin preocuparse de su reputación, y reprocha: “Yo soy uno que vive las cosas de las que ustedes hablan, y que ustedes no viven.” A menudo, en Italia se compara a Calvino con Pasolini, los dos escritores más representativos de la literatura italiana de la segunda mitad del siglo XX. A las historias de “papeles y de tinta” de Calvino, vienen opuestas frecuentemente las “historias de carne y de sangre” de Pasolini. Ambos aman la verdad y, de manera diversa, denuncian la difícil situación política y social. Pasolini no sabe ni puede refugiarse en un espacio “puro” e incontaminado de la corrupción como Calvino, apartarse del infierno y conformarse con ser íntegro, honesto en un mundo corrupto. Son dos temperamentos opuestos. Por temperamento, Calvino estaba alejado de cualquier extremismo y había asimilado la lección de estoicismo derivada de Eugenio Montale, que había sido también el legado de Benedetto Croce, el Croce moralista, el de los escritos menores de moral y de vida práctica: una moral toda terrenal, estoica y sin ilusiones.
Pasolini es campeón de la paradoja y piedra de escándalo. Siempre a contracorriente, ataca en su poema “Villa Giulia” la protesta juvenil de l968. Él simpatiza con los policías, hijos de pobres, en contra de los “hijos de papás”, y ve la confrontación del ’68 entre los estudiantes burgueses y los policías como una lucha de clase, lo que suscita la indignación general de los intelectuales de izquierda, entre ellos su amigo Alberto Moravia y Franco Fortini. En l973, acepta la invitación a colaborar con Il Corriere della Sera, después del viraje a la izquierda de su director Piero Ottone, a quien el año anterior Pasolini había enviado una carta insultante: “Querido inefable Ottone, ¡sería hora de que te avergüences por lo que ‘haces’ escribir a tus deshonestos redactores sobre Vietnam! Es un acto vergonzoso que sólo los siervos y los que como tú no poseen ninguna dignidad moral tienen la impudencia de hacer.” Y termina la carta llamándolo “trivial y obscena puta”. No obstante, Pasolini acepta y empieza una intensa actividad periodística publicando artículos implacables, en los que toca sin pelos en la lengua todos los aspectos de la cruda realidad de los años del terrorismo (ahora recogidos en Escritos corsarios y Cartas luteranas). Amado y odiado, criticado por la derecha y también por la izquierda, constantemente perseguido por procedimientos judiciarios, por inmoralidad, por vilipendio a la religión de Estado, por pornografía. Pasolini es, sin embargo, la conciencia crítica de la parte sana de Italia. No hay aspecto negativo de la realidad italiana que le pase inadvertido. Critica a la Iglesia que “se ríe” del Evangelio, al Partido Democristiano, una asociación de delincuentes, continuación del fascismo histórico, cuyos poderosos políticos –“máscaras fúnebres bajo sonrisas radiantes”– son responsables de la “transformación antropológica” del pueblo italiano, cuya conciencia ni siquiera el fascismo totalitario había logrado modificar, responsables, con la connivencia de la mafia, de la degradación paisajística y urbanística de Italia (denunciada también por Calvino), responsables a través de la televisión –explosión salvaje de la cultura de masas– de la homologación de la lengua italiana y la vitalidad lingüística de los dialectos, lo que no había logrado el fascismo. Pasolini termina sus acusaciones proponiendo un proceso en contra de los crímenes de los democristianos (sobre todo Andreotti, siete veces presidente del consejo y catorce veces ministro –protagonista de Il Divo, la película de Paolo Sorrentino– quien, como se sabe, salió siempre indemne de los procesos en su contra).
En enero de l975, el siempre a contracorriente Pasolini se declara en contra del aborto, al que considera un asesinato porque existe una vida prenatal, y que él mismo vive feliz su “inmersión en la vida prenatal”; sin embargo, no se opone a su legalización, que deja libre a la voluntad de la mujer, como subraya su amiga Maria Antonietta Macciocchi. Recurriendo a paradojas, cuestiona el aborto que deja vía libre al coito, y afirma que ya que la reproducción se considera un delito ecológico en un mundo superpoblado, el coito heterosexual se ha vuelto inmoral, feo y contra natura, ergo la homosexualidad se vuelve moral. En un artículo del mismo año, “El vacío del poder”, denuncia la desaparición de las luciérnagas, que se han vuelto ya un recuerdo lacerante del pasado. Pasolini lanza su crítica más feroz contra el nuevo fascismo: el consumismo. Escribe: “Existe una ideología real e inconsciente que unifica a todos: es la ideología del consumismo. Uno adopta una posición ideológica fascista, otro una posición ideológica antifascista, pero ambos tienen un terreno en común, que es la ideología del consumismo.” Y concluye que el gran mal del hombre no consiste en la pobreza ni en la explotación, sino en la pérdida de su singularidad bajo el imperio del consumismo. La nostalgia de Pasolini por el mundo agrícola y paleoindustrial, su defensa de la tradición, de las raíces que expresa en el poema “Un solo rudere” (Io sono una forza del passato/ Solo nella tradizione è il mio amore) un sentimiento que inclusive Calvino considera retrógrado.
Las últimas pesquisas han confirmado que el asesinato del poeta fue político. Desde 1972 Pasolini, mientras colaboraba con la prensa y rodaba sus películas, empezó a escribir su novela Petrolio, una novela de las masacres, y éste fue el libro que decidió su eliminación. En un capítulo del libro titulado: Lampi sull’eni, Pasolini indaga el caso Enrico Mattei, presidente del eni (Ente Nazionale degli Hidrocarburi), quien había desaparecido en un avión que explotó en el aire y que, oficialmente, fue considerado un accidente. Mattei, hombre político excepcional, buscaba para el país fuentes energéticas más baratas y se había enfrentado al monopolio de las “Siete Hermanas”, como él llamaba a las grandes sociedades petroleras extranjeras. Para filmar El caso Mattei, Francesco Rosi había pedido que investigara el caso al periodista Mauro de Mauro, quien desapareció en 1970 eliminado por la mafia. ¿Quién lo ordenó? Seguramente la cia en acuerdo con la mafia. Pasolini indaga el caso y, sobre todo, la figura ambigua de Cefis (bajo el nombre de Troya), el más interesado en la desaparición de Mattei, de quien ocupó inmediatamente la plaza, y regresó al acuerdo con las siete sociedades petroleras. Ahora bien, el capítulo dedicado por Pasolini al eni desapareció misteriosamente la víspera de su muerte.
La investigación sobre Pasolini llevó, además, a una nueva pista: detrás del delito estaría el hurto de los carretes de Salò, lo que obligó al poeta a filmar de nuevo las escenas durante quince días. Los ladrones buscaron antes extorsionar al productor del filme, Grimaldi, quien se negó. Luego ofrecieron su restitución gratuita a Pasolini, quien el 1 de noviembre fue a la estación Termini no para ligarse a un muchacho de la vida, sino para cerrar las negociaciones, cayendo en la emboscada que le costó la vida.
Ahora esperamos que las conclusiones de los tribunales recompongan la memoria del poeta asesinado.