domingo, 20 de mayo de 2012

Ruritania, el país de los diputados

18/Octubre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Podría dedicar estas páginas a narrar o considerar la vileza que resuman ciertos diputados, pero en estos momentos de desesperación pública toda crítica hacia estas personas se transformaría directamente en una celebración. Para ellos, como ha sido evidente, la palabra representa un universo desconocido. Para ellos sólo la acción. Y esta parece también lejana. La cuestión es que se han contado tantos chistes sobre el desaliño o la distracción de Einstein que nadie podría inventar uno nuevo. Sí, he cambiado de tema. Einstein tenía dos paraguas, uno en su casa y otro en la universidad donde impartía sus clases. Cierto día, cuando la lluvia cae sin cesar, un estudiante le recuerda que debe llevarse el paraguas porque de lo contrario se mojará. Einstein responde que es muy olvidadizo y que precisamente es por eso que tiene dos paraguas. Sin embargo, le parece absurdo llevarse la sombrilla pues de ese modo tendría dos en casa y ninguna en la universidad. ¿De que valdrían sus precauciones si en la universidad no tiene un paraguas? Y dicho esto marcha desguarecido bajo la lluvia con rumbo hacia su casa.
Lo anterior lo ha narrado Kundera en un ensayo en el que también ha recordado las palabras de Gombrowicz acerca de la novela crítica: “entre más erudita más tonta es”. Qué necedad asociar la erudición con la tontería, aunque no puedo negar que en ciertos casos la relación es bastante justa. Aunque sólo en unos cuantos casos (más relacionados con el arte que con las ciencias). Una madre judía le obsequia dos corbatas de distinto color a su hijo. Cuando el hijo estrena una de ellas la madre inmediatamente pregunta: “¿Acaso no te gustó la otra?” Quiero decir que no se trata de un chiste, sino de observaciones irónicas acerca de realidades simbólicas profundas, es decir ¡chistes!, bromas, lugares comunes que cuando tocan la médula hacen evidente lo ridículo del vivir. Quizás por esa razón Kundera tituló La broma a una de sus novelas y quizás también por eso afirma que Kafka comienza su novela América contando un chiste que, en realidad, se extiende a todas sus obras. Contar chistes es una actividad nihilista pues la risa prevista no parece ser otra cosa que una cortina de humo para cubrir el vacío o la nada. ¿Qué es esto? ¿Acaso se puede cubrir el vacío?
Cierta vez, Rafael Pérez Gay me comentó que detestaba los chistes (no recuerdo si también detestaba a las personas que los contaban), pero de inmediato comprendí que ese desprecio compartido por mí podría deberse quizás al miedo de enfrentar nuevamente y de manera tan grotesca la nada. Por ello, Kafka eligió los procesos judiciales y la burocracia como la representación más aguda de la broma que nos hace la nada para recordarnos que la tierra firme no existe.
Como tantos escritores que acuden a la biografía para dar energía a sus novelas, el sudafricano J.M Coetzee ha relatado en su libro Verano, el desprecio que su padre acumulaba contra los presidentes o monarcas de los países africanos. Y ya que comencé este artículo hablando de diputados, no estará de más citar íntegramente las palabras del padre de Coetzee: “A los dirigentes de los estados africanos los despacha con la palabra ‘bufones’: tiranuelos que a duras penas saben escribir su propio nombre, que van de un banquete a otro en sus Rolls Royces con chofer que visten uniformes al estilo de Ruritania festoneados de medallas que ellos mismos se han concedido. África: un territorio de masas hambrientas y bufones homicidas que las tratan con prepotencia”. Estas palabras vertidas hace 40 años me hacen recordar lo que no deseaba recordar. ¡Los diputados! Me guardaré otra vez mis palabras hacia ellos, como se las guardó el padre de Coetzee que sospechaba que nada se podía hacer entonces y que lo más sabio era saltarse, mientras leía el periódico, las páginas de política para ir directamente a las de deporte o cultura. ¿Saben dónde está Ruritania? Averígüenlo y se llevarán una sorpresa.

Ya me aburrió hablar del narco

26/Noviembre/2011
Laberinto
David Toscana


Siempre me ha dado por tomar la mochila e irme a recorrer montes y valles a pie o en bicicleta. Hace unos años, gozaba de ciertos privilegios por ser mexicano. En el instante de comentar que venía de México o de Mexico o de Mexique o de Meksyk o de Mexiko o de Meksika o de Messico, a mi interlocutor le brillaban los ojos, la sonrisa y, a veces, la nostalgia.
Ah, México, allá estuve una vez. Ah, México, qué país tan bello. Ah, México, señoritas bonitas. Sombrero. Amigo. Acapulco. Mariachi. Tortillas. Piñata. Tequila. Y era normal retirarme sin tener que pagar la pizza o el bratwurst o la multa.
En aquel entonces, hablábamos de la historia precolombina, la cocina, en especial del mole y los chiles en nogada, el Día de Muertos. Las playas eran las mejores del mundo. Los pintores mexicanos, señor mío, los de Oaxaca, esos colores que nos hacen sentir vivos.
Si era algún joven europeo al que le gusta jugar al pobre por quince días, me contaría de su breve estancia en Chiapas.
Si era alguien a quien le gustara leer, los temas eran Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Sor Juana. Y no faltaba quién se declarase admirador de Volpi.
En el Cono Sur se sabían de memoria los parlamentos del Chavo del ocho. En los Balcanes, las mujeres me llamaban Corazón, pues era la palabra que, según ellas, más se repetía en las telenovelas mexicanas. Los japoneses charlaban sobre la lucha libre. Los españoles no decían mucho, pues no acaban de encariñarse con sus parientes pobres.
Luego del vino, vodka o lo que viniera a cuento, se podía echar mano de un repertorio de canciones mexicanas, ya fuera en español o en sus respectivas traducciones.
En cierta ocasión detuve mi bicicleta en un biergarten en Pegnitz, Alemania. Se realizaba una celebración y yo moría por una cerveza. Cuando se corrió la voz que por ahí había un mexicano, el grupo musical me hizo pasar al frente y alrededor de mil personas me cantaron algo llamado “Fiesta mexicana” y que fue popular en los años setenta.
En esos años gozaba del orgullo de ser mexicano. Hoy sigo estando orgulloso, no lo puedo evitar, pero trato de ocultarlo.
Lo oculto porque todos esos que me hablaban de Chichén Itzá, música, mezcal y Topolobampo, ahora me quieren preguntar por el narco, la violencia, la corrupción y las matazones.
Y el tema ya me aburrió.
En todo lugar me hacen las mismas preguntas y yo doy las mismas respuestas.
Hubo un tiempo en que México estaba en los sueños del mundo. Entonces sus embajadores eran Pedro Infante, El Santo, los enormes poetas, la pintura. Eran sus siglos de historia, arte y artesanía. Eran Los Panchos. La marimba. Era el sol de las playas. La Ciudad de los Palacios. Los tacos, el chile. Los embajadores eran Diego y Frida. El huapango de Moncayo. Hugo Sánchez. José Alfredo Jiménez.
Ahora son unos hombres que no conozco, que nunca han escrito un poema y quizá no hayan leído un libro. No saben quién fue el último emperador azteca. Tampoco parecen darse cuenta de que la vida está colmada de belleza.
Pero andan armados.
Y de ellos tengo que hablar a dondequiera que voy.

La avanzada del desencanto

Mayo/2012
Nexos
Margarito Cuéllar

Juan Domingo Argüelles ha dicho que nadie está obligado a leer a los jóvenes por el solo hecho de vivir una etapa de la vida que es al fin y al cabo una enfermedad pasajera. Lo dijo con otras palabras, aunque en el fondo la poesía joven es más un adjetivo que sinónimo de vitalidad, energía pura, juego, ánimo experimental, provocación y desafío formal y temático. Si atendemos a la edad, el amasijo hecho por jóvenes, maduritos y viejos en nombre de la poesía sólo tiene dos resultados: colgarse de las amarras del tiempo o del libro de arena del olvido.

¿Cómo interpretar las edades de la poesía? ¿Por los años vividos o por el tono de un poema? ¿Por la energía para subirse a un escenario y desternillar de risa al auditorio? ¿Por las fronteras de una convocatoria para una beca, un premio o algún otro estímulo a costillas del proteccionismo oficial?

Hay puntos que parecen cruzar las líneas generacionales de la poesía mexicana escrita por jóvenes: a) El pasado es anacrónico; una vez reciclado y exprimido es inevitable oprimir delete, o guardar, no vaya a ser que el futuro reclame su atención. b) El lector es lo de menos —no hacen falta hipócritas-semejantes-hermanos—; para retroalimentarse no hay más ruta que la del propio poeta, habitante plenipotenciario de su propia república. c) La estafeta, entregada de manera voluntaria o por la fuerza, incluye un kit completo de vicios —herencia maldita de los grandes centros urbanos—, enemistades, trampolines para alcanzar la fama, palabras clave para reseñar la obra del compañero de círculo, o si se puede premiarlo. d) ¿A quién le importa que la poesía no se venda? Los subsidios no tienen complejos, la edad no estorba para merecerlos.

Una larga lista de nombres. Atisbos, promesas, reafirmaciones, señales de humo: poetas nacidos en los años setenta y ochenta. Echarse un clavado en el bosque y encontrar los claros requiere vocación masoquista. De la selva en llamas emergen poemas, algunos versos, detectives salvajes que se hacen visibles en la niebla.

Las promesas de ayer avanzan de manera vertiginosa a una madurez en la que tienen que elegir entre ser becarios de por vida, pasando del Kindergarten (becas estatales) a las categorías Boy Scout (cachorros del Fonca o de la Fundación para las Letras Mexicanas) y de ahí el salto a la categoría Pantalones Largos: el Sistema Nacional de Creadores, donde hay la posibilidad de alternar: primero beneficiario, después miembro del jurado.

Y ojo, el currículum se mama en la cuna; la altura no se alcanza de un salto, los grandes no nacen por generación espontánea: premios de poesía, una primicia editorial, competir con los de la fila de atrás arrebatándoles, ¿por qué no?, la estafeta de estímulos mayores.

Brújulas
Algunas brújulas orientan al viajero. En 2002 apareció la controvertida El manantial latente de Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela. Del mismo año es Árbol de variada luz de Rogelio Guedea. Un orbe más ancho (2007) de Carmina Estrada. Al año siguiente Luis Felipe Fabre hizo su apuesta con Divino tesoro, al que siguieron Mar de vértigos de Alberto Trejo (2008) y El oro ensortijado, poesía viva de México de Mario Bojórquez, Alí Calderón, Jorge Mendoza y Álvaro Solís (2009). 20 años de poesía, selección e introducción de Jorge Fernández Granados (2010), agrupa a los jóvenes creadores del Fonca. Daniel Téllez reunió algunas voces en Esas distancias de algo (2010); lo mismo hicieron Iván Cruz Osorio, Benjamín Morales y Manuel de J. Jiménez en Región de ruina. Generación literaria del Bicentenario (2010) y el arriba firmante, acompañado en la aventura por Luis Jorge Boone, Mario Meléndez y Mijail Lamas en Vientos del siglo (UNAM, 2012).

Los que iniciaron con el vértigo de los 20 años hace un par de décadas: Luigi Amara, María Rivera, Kenia Cano, Luis Enrique del Ángel, Rogelio Guedea, Álvaro Solis, Balam Rodrigo, Ricardo Venegas y Luis Felipe Fabre, aportan un legado que se solidifica y a veces se diluye. O se revierte en géneros como la narrativa, en el caso de Julián Herbert y César Silva Márquez.

Galería de voces
El lector abre Cabaret Provenza (colección Centzontle del FCE, 2008), de Luis Felipe Fabre (1974) y advierte que el autor “…es considerado como uno de los mejores poetas hispanoamericanos de tiempos recientes… posee una voz indiscutible y notablemente única en la poesía contemporánea de nuestra lengua”. El poeta —dice la nota— concibe el poema como “lo prefiguró Mallarmé”, posee la geometría versal del desamparo de José Asunción Silva y las breves estrofas de Emily Dickinson; se le compara con Décio Pignatari, Haroldo de Campos y sus versos emparentan con los mejores de Lezama Lima y Gonzalo Rojas.

¿Afán por canonizar lo que se hace visible o mercadotecnia editorial? El libro no lo necesita pues los lances de Fabre —equilibrista del poema— son tan arriesgados que lo mismo va por la cuerda floja del discurso popular que por la red de una escritura nerviosa, juguetona y nunca acartonada:

Grandes pechos los de estas meseras
[comestibles:
sus nombres están tatuados en la
[corteza de los árboles
y en los corazones de los traileros.

Los nacidos de la mitad de los años setenta en adelante parecen imprimir a su poesía una fuerza mayor. Desde Legión (2003), Luis Jorge Boone se muestra como un poeta maduro: “Convencido de decirlo todo;/ de nombrarlo todo./ Explico en lengua de reyes/ —meticuloso y principal— la intención de mis versos./ Señalo la salida del laberinto,/ paso revista a este ejército de cosas/ sin dejar ventanas abiertas al ladrón”. Todo para el poeta coahuilense es el desierto, la palabra, la infancia, los muertos que se cargan a la espalda, las mujeres, las sombras, los sitios habitados. Con Galería de armas rotas (2004), Traducción a lengua extraña (2007), Novela (2008) y Los animales invisibles (2010), Boone se reafirma como una voz sólida de variados registros, inmersa en la tradición y la búsqueda de atmósferas nuevas. Para él “todo limbo es ninguna parte” y lo mismo nos exhibe en su galería una retrospectiva de animales invisibles que el concierto de un pianista frente al mar: “El pianista posa sus manos sobre las teclas y las olas del mar se detienen a escuchar el vals que recorre en su palma la línea del destino”.

Otro norteño, Francisco Alcaraz, apuntala su poesía hacia un entorno urbano en el que el día transcurre como “un hermoso escombro del espíritu”. Se mueve del río de la prosa al verso libre para negar la ciudad misma. La memoria del dolor y la evocación al padre y a la madre desde las entrañas del tiempo. Autor de La musa enferma (2003), Alcaraz construye sus poemas con los escombros del tiempo y cuando el amor se hace presente e ilumina la página es menester salir en llamas y sin posibilidad de retorno.

El acercamiento de Hernán Bravo Varela (1979) —como lector y traductor— a la obra de William Shakespeare, Emily Dickinson, Gerard Manley Hopkins, Oscar Wilde, E.E. Cummings y William Carlos Williams, hace que su poesía se aleje del estruendo y ofrece pequeñas acuarelas que sugieren el color más que pintarlo.

Óscar de Pablo (1979) se da a conocer con Los endemoniados (2004), al que siguieron Sonata para manos sucias (2005) y Debiste haber contado otras historias (2006). Abreva en la crónica y en la anécdota, y desde la ciudad traza un imaginario en la que el humor corroe a su blanco: “Observemos a este/ depredador hambriento que se acerca:/ es un poeta joven de género bucólico/ que apenas ha aprendido a cazar por sí solo”.

Poeta de la conversación y el lenguaje directo, del soneto en prosa y la elegía, De Pablo es dueño de un ritmo preciso y lejano a la retórica y al sueño barroco. Algunos de sus versos recuerdan al mejor Efraín Huerta y a César Vallejo, aunque pronto toma aire y traza su propio vuelo con ánimo fresco y luminoso.

Eduardo Saravia (1977), autor de Memoria de la noche (2008) e Historia natural de la sombra (2010), plantea un escenario sombrío, más no por ello carente de intensidad. Sus referentes son la infancia y el entorno familiar, el miedo, el delirio, la enfermedad; todo al servicio del poema y no del lamento. Las cosas —un vestido blanco y triste en el armario, por ejemplo— renacen como reliquias de un pasado en el que todo parece al borde del abismo.

Eduardo Padilla (1976) ha escrito de Wang vector (2003) y Zimbabwe (2007). De trazos complejos, su poesía huye del elemento inmediato y se refugia en las leyes de la termodinámica o de la gravedad. “Desean tirar del arco./ Desean tirar del arco y que la flecha silbe y que la cuerda cante”, escribe en “Un ave cae”. Poemas como “Auto-retrato con escuadra” parecen emerger del hiperrealismo: “Tomaré mi escuadra y tocaré el arpa en silencio,/ como quien finge decir algo urgente detrás de un cristal blindado”.

¿Poesía kamikaze o balas de salva? Los mejores textos de los nacidos en los setenta contienen recetas de cocina, elementos de la ciencia, retratos rotos de familia, sombras de hospitales, cuartos de hotel, escuadras listas para ser disparadas, vértigo, sopor, abismos luminosos, fiebre, prisa, desencanto, pesadillas, sueños a color y en blanco y negro.

Leer a Jair Cortés (Tlaxcala, 1977), como dice Luis Jorge Boone, implica sumergirse en los infiernos interiores: “Yo no conocí el odio como se conoce al árbol./ No lo conocí en la raíz de la traición/ ni supe de él/ por los frutos de la venganza./ Yo conocí al odio en el espejo”.

Generación abundante. Ahí están Maricela Guerrero y Javier Villaseñor (1977); Jocelyn Pantoja, Andrés Cisneros de la Cruz, Omar Pimienta y Hugo García Manríquez (1978); Mijail Lamas, Yohana Jaramillo y Minerva Reynosa (1979).

Maricela Guerrero escribió Se llaman nebulosas (2010). Mapa conceptual con un trazo entre prosa y verso libre muy firme que explora el interior de la mujer, el alumbramiento, los cuerpos (el del poema y el físico). Dice en “Anamnesis”: “Tu padre era un pasillo encendido,/ de la tierra vino, unos ratitos andando y otros a pie: llegó de golpe, como el invierno y su cuchillo de escarcha”.

Fragmentos de canciones y de refranes, hilos de vida tatuados en la corteza de la memoria, exploraciones, hospitales, clavos, nebulosas, florescencias, los textos de Marcela, autora también de Desde las ramas de una guacamaya (Bonobos, 2006), abordan un tren en marcha vertiginosa, cruzan fronteras y se abisman hasta salir de pie y por la puerta principal del poema.

Y mientras los textos de Minerva Rey-nosa se centran en la reconstrucción del entorno urbano (Atardecer en los suburbios, 2011) mediante una poética emergente, la tijuanense Yohanna Jaramillo (Pacíficos, 2007; Yohismos y Trotamentes, 2010) en Diarios del este (2011) le da voz al narcocorrido, al mar invadido de basura y a las tres leyes de la robótica. Escribe en “Gente nueva”: “Un Chapo debe obedecer a las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si esas órdenes entrasen en conflicto con la primera Ley./ Un Mayo debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda Ley./ Y uno en medio de la guerra vendiendo dulces/ a los próximos muertos tapándoles baches,/ a los niños sin sonrisa vendiéndoles de a peso,/ vendiendo, enterrando gerundiamente/ la dulce muerte”.

Irrupción multitudinaria
Lo que viene son otros jinetes, nuevos corredores de fondo. Entre los nacidos en la primera mitad de los ochenta destacan: Iván Cruz Osorio (1980): Tiempo de Guernica (2005), y Rubén Márquez (1981): Pleamar en vuelo (2010). Cosecha 1982 son Alí Calderón: Imago prima (2005) y Ser en el mundo (2008), Sergio Loo: Claveles automáticos (2006) y Sus brazos labios en mi boca rodando (2007), Rodrigo Castillo: Espacio de resistencia (2007) y Panthone 8602 (2011), Óscar David López: Gangbang (2007), Perro semihundido (2008) y Roma (2009), Anaïs Abreu: Isla perdida, Isla del dragón y Pelo corto (2008), y Claudina Domingo: Tránsito (2011).

Manuel Becerra: Cantata castrati (2004), e Inti García Santamaría: Recuento al final del verano (2000), Corazoncito (2004) y Nunca Cambies, poemas 2000-2010, nacieron en 1983; de Daniel Saldaña París (1984) son los poemarios Esa pura materia (2008) y La máquina autobiográfica (2012).

La segunda camada de esta generación, nacidos en 1985, la componen Aurelio Meza: Sakura (2008), Alejandro Albarrán: Ruido (2012), Yaxkin Melchy: Nada en contra (2005), El nuevo mundo (2008), Ciudades electrodomésticas (2009) y Los poemas que vi en un telescopio (2009), Karen Villeda: Tesauro (2010), Christian Peña: De todos lados las voces (2008) y El síndrome de Tourett, y Chiristian Barragán: De un oscuro oleaje (2008).

Manuel J. Jiménez: Los autos perdidos (2008), y Karen Plata: Mamá es una nave (2007), son de 1986. De 1988 son Eduardo de Gortari: Singles /05//08 (2008) y La radio en el pecho (2010), y Daniel Malpica: Paréntesis (2008). Nacidos en el 89 son Ghita Corzo, Luis Arce y Krishna Avendaño: Una ciudad transgénica (2009).

Alí Calderón nos entrega poemas luminosos que abrevan en la tradición. Claudina Domingo traza el propio plano de una ciudad en ruinas: “la de los palacios/ …cáncer de menudencias, que al desconocer su miseria (viola las arcas del sol) todos los días”.

Karen Villeda hace del lenguaje matemático un apunte sonoro y visual que perturba gratamente al oído, juega con el léxico y no se conforma con lo establecido.
De Rodrigo Castillo, nos dice Marcello Pellegrini: “Entre la lírica y el desenfado quiere dar en el blanco de una nueva sensibilidad poética. Nuestro poeta sabe que ya no estamos en la vanguardia, y que la tentación de lo nuevo no puede ser sino irónica”.

Yaxkin Melchy es una especie de medium de las galaxias y produce poemas que pasan de la exaltación al desencanto a un ritmo vertiginoso y sensorial: “Un niño solitario de hoy/ es una tumba llena de petróleo”. “Las estrellas de este país son periódicos quemándose en una enorme hoguera mientras bailamos y los adultos nos dan la espalda”.
Eduardo de Gortari afina su oído musical y nos recuerda que la poesía y el canto nacen juntos, que es posible, desde la nostalgia y el abandono, ser coloquial sin perder la forma: “Pero en estos mismos días de pobres diablos e imbéciles bien intencionados pondré aquí el mejor panfleto el mejor voto el mejor poema”.

A los 21 años Víctor Ortega Chávez e Iván Ortega López son el germen de nuevas voces que irrumpen en el escenario de la novísima poesía. Víctor ha publicado cinco poemarios, entre ellos Presagios en la nieve y Tumbas en el cielo; Iván fue incluido en el libro Paraíso en llamas y forma parte de los colectivos Devrayativa y La Red de los Poetas Salvajes.

Las nuevas voces van por los caminos de la poesía con un dejo de cinismo y desencanto, algunos de ellos venden o regalan sus poemas en el metro, elaboran artesanalmente sus cuadernos de poesía, nadan contra la corriente en el río revuelto de un presente incierto, “leen a sus contemporáneos y se apoyan creando colectivos, ofreciendo talleres, colocando links en sus blogs que llevan a las páginas de otros poetas, de revistas, de convocatorias, becas y premios. No temen a las nuevas tecnologías, entre las cuales se encuentra, por supuesto, internet, pero también se valen del video o la música para aproximarse a sus lectores, para alejarse de la solemnidad y crear así breves performances” (Ericka Montaño, La Jornada, mayo 17/09).

Posdata
Las apariencias engañan. En México hay sesentones que ya no se cuecen al primer hervor y escriben una poesía lúdica, desinhibida, hiphopera y transgresora; que hablan de poesía transhistórica, de soportes no convencionales, anulación del yo lírico y desgramaticalidad, muy al estilo del Spoken Word, los Slams Poetry, el performance y toda forma poética realizada mediante soportes no convencionales. Lo mismo que chavitos de 20 imitando a los señores no sólo en el vestir y el andar sino hasta en la forma de hacer poesía y de ejercerla en sociedad.

“Una juventud mansa y estudiosa cuya única ambición consistía en aprender lo más rápidamente posible la madurez de los mayores. ¡Ah, no ser juventud! ¡Ah, tener una literatura madura!”, diría Gombrowicz.

Procrastination

Mayo/2012
Nexos
Carlos Velázquez

Vivo como si el calendario no existiera. En otro tiempo, me habría convertido en la peor pesadilla de Ben Fong Torres. Soy un acróbata de las deadline. Mi deporte favorito consiste en retrasar ediciones.

Soy desidioso. Odio las obligaciones. Decidí no asistir a la universidad. Que la vida hiciera de mí lo que le apeteciera. Y pagué caro tal osadía. La existencia me convirtió en escritor. No entiendo cómo un tipo con mis características puede forjar una carrera literaria. Mi papá desempeñó varios oficios: usurero, tahúr, beisbolista, luchador, sandillero, melonero, pescador, fayuquero, y quizá el más espectacular de todos: gatillero. Pese a sus actividades, no resistió el impulso de convertirse en lector. Era asiduo consumidor de las novelas de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía. Cómo observarlo devorar una historia a la semana me orilló hacia la literatura es incomprensible.

El placer es impostergable. Ponderar la escritura por encima de la vida me parece sospechoso. Digno de subnormales o académicos. Admiro a los Beatles por domar el LSD. E involucrarlo dentro de su proceso creativo. Me encantaría domesticar la droga. Pero es indispensable que me encuentre sobrio para escribir. Y como eso rara vez sucede, tengo severos problemas para cumplir mis compromisos escriturales. Desde mis inicios opté por no corregir textos. Una práctica para lerdos sin talento. Las ocasiones especiales en que me abstengo de intoxicarme, las aprovecho para sacar los pendientes. Si un texto no resulta como esperaba lo desecho sin remordimientos. He tirado varios libros a la basura.

Me he convertido en un rockstar de la procrastinación. Prefiero descargar música antes que solventar cualquier obligación preponderante. Y odio el spam literario. Haber corrido con la suerte de pegar un par de hits en la literatura ha sido insoportable. No pasa un día sin que alguien me escriba un correo para insistirme en que desempeñe tareas que aborrezco. Como corrector, editor (por Dios) o negro literario. Por supuesto bajo ningún concepto de honorarios. He sido carne de cañón. Ya pasé por una redacción. He sido corrector para una editorial. Ni siquiera tengo chance para dedicárselo a mi propia obra. El valioso tiempo que me queda libre lo empleo en mirar pornografía. Y aunque me pagaran. No soy un caza talentos. Ni soy nadie para recomendar a la gente en casas editoriales. No me interesa que mi juicio tenga injerencia. Contra lo que piensan algunos amargados a quien nadie pela, no formo parte de ningún grupo ni de ninguna mafia. Para ser parte de una conspiración hace falta estar atento a los otros. Y yo soy un güevón. No saco la basura de mi casa. Qué me importan los intereses de ningún sector.

En mi defensa diré que soy oficinista. Ocho horas diarias me dejan en calidad de trapo. Sumemos que tres días a la semana le hago al César Costa: papá soltero. Tengo que llevar a mi hija al balé. Fuera del placer que me produce ver a la miss, pocas satisfacciones obtengo. Luego debemos hacer la tarea. Darle de cenar. Y dormirla. A las diez treinta de la noche que termino mis presiones paternales, me queda poco ánimo para brillar sobre el teclado. No me interesa mantener mi reputación como literato. En ocasiones pendejeo en las redes sociales. Y la gente me atosiga con mensajes. Y pobre de mí donde no conteste. Síntoma de que me he convertido en un mamón. De que me he subido a un ladrillo y me he mareado. No puedo procrastinar a gusto en la web.

Siendo honesto, no sé cómo escribo. Ni a qué hora. Soy un bebedor consuetudinario. Nada es más sagrado para mí que sentarme a escudriñar los partidos de beisbol de las grandes ligas con una dotación de cervezas. Apenas empieza la temporada, me olvido de todo. Y por si fuera poco, también estorban los compromisos derivados de la propia carrera literaria. Los viajes. Nunca me ha gustado teclear por las noches. Mi hora favorita para trabajar es por la mañana. Pero desde que dejé de ser un vago me he tenido que conformar con pescar la primera oportunidad que se presente. En aeropuertos. Centrales de autobús. En comidas familiares. Con mi hija dormida en las piernas. O mientras la espero fuera de su clase. Seguro me veo ridículo al tomar notas y garabatear en medio de un grupo de señoras gordas que chacharean sobre telenovelas.

No voy a mentir. La escritura me interesa poco. Ni la considero terapéutica. La única manera en que alivio mi estrés es en la cama. Sin embargo, como mi padre, no he podido renunciar a la lectura. No importa a qué consagres tu vida, seas un malandro o un ciudadano de a pie, leer es la manera más efectiva de matar el tiempo. Y la procrastinación más severa que sufren mis editores no es culpa del alcohol ni de las putas ni de las drogas. Es de los libros. Maldito vicio

John Cheever: un neoyorquino de todas partes

20/Mayo/2012
Jornada Semanal
Leandro Arellano

Niño aún empezó a inventar historias que admiraban a sus maestros y compañeros de escuela, y en su temprana juventud fue expulsado de la Academia Thayer por ser sorprendido mientras fumaba. Esa experiencia la transformó en su primer relato, “Expelled” (“Expulsado”), que publicó en la New Republic en 1931, el mismo año en que hizo una visita a Alemania con su hermano Fred. Continuó publicando en la misma revista, así como en Collierʼs Story, en Harperʼs Bazaar y otras, pero fue con The New Yorker –la emblemática publicación cuasi semanal neoyorkina– con la que mantuvo una prolongada relación por el resto de su vida. Publicó allí por primera vez en 1935 su relato “Buffalo”, iniciando una relación que sólo se extinguiría con la muerte del escritor, casi medio siglo más tarde. “Buffalo” fue el primero de los 121 relatos que publicó en The New Yorker.
John William Cheever nació el 27 de mayo de 1912, en Quincy, Massachusetts. Su padre fue un exitoso comerciante de zapatos y su madre, una mujer de carácter nacida en Inglaterra, era jefa de enfermeras en un hospital, pero al casarse se dedicó a labores sociales y culturales, y cuando varió la fortuna familiar estableció –ante el horror de sus allegados– una tienda de regalos.
Hacia 1932 conoció a Edmund Wilson, John Dos Passos y Sherwood Anderson, y trabó amistad con su coterráneo e.e. cummings, quien lo persuadió de que abandonase Boston. Al poco tiempo se estableció en Nueva York, una ciudad que permanecerá enlazada a su existencia. En 1941 se casó con Mary Winternitz, hija de un antiguo decano de la Escuela de Medicina de Yale y nieta de Watson, coinventor del teléfono.
En 1943 publicó su primer libro de cuentos The Way Some People Live (El modo en que vive alguna gente), bien que a lo largo de su vida escribió indistintamente relato y novela. La novela Crónica de los Wapshot, le valió el National Book Award en 1964, y en 1979 le fue concedido el Premio Pulitzer por la edición de sus cuentos reunidos. Fue este género en el que principalmente destacó.
Cheever es uno de los más reconocidos cuentistas estadunidenses. Varios relatos suyos, como “El nadador”, fueron llevados a la pantalla. Las relaciones malogradas, el alcoholismo, las tensiones de la vida doméstica son temas recurrentes en su obra, en la que priva una visión harto acerba de la vida. “Reunión”, el relato que presentamos enseguida, bien puede representar un ejemplo típico de su literatura. En el prefacio al volumen de sus cuentos reunidos el autor confiesa: “Calvino no tuvo ningún sitio en mi formación religiosa, pero su presencia parece morar en los graneros de mi niñez y haberme heredado una inmoderada amargura.” 
Como todos los cuentistas notables de su país, Cheever reconocía la preeminencia de Chéjov en el género. En un viaje que hizo a Yalta, durante la Guerra fría, visitó la casa en que el cuentista ruso vivió sus últimos años. Esa experiencia y su impresión del genio de Chéjov son narradas en un texto que tituló “La melancolía de la distancia.”   
Neoyorquino entrañable y bebedor consuetudinario, Cheever consideraba que el cuento es la literatura del nómada. Por un tiempo presidió Yaddo, una comunidad de artistas con asiento en Saratoga Springs, la cual representó para Cheever un segundo hogar a lo largo de su vida.
Durante una época enseñó en la Universidad de Boston y en 1978 Harvard le concedió un grado honorífico.
Unos días antes de su muerte, en 1982, recibió la Medalla Nacional de Literatura en el Carnegie Hall, otro emblema neoyorkino. Abrazado por el cáncer, en la ceremonia de reconocimiento el escritor expresó su non omnis moriar, cuando afirmó que una página de buena prosa es indestructible.
The Library of America –La Biblioteca de América– publicó en 2009 sus cuentos reunidos y otros textos, en un esmerado volumen de poco más de mil páginas. De allí procede la presente traducción. Austral anunció que el presente año publicará algunas obras suyas, en conmemoración de su primer centenario.

Nostalgia por el entusiasmo

20/Mayo/2012
Jornada Semanal
José María Espinasa

Como lector pertenezco a una generación que vivió el eco del entusiasmo despertado por Cien años de soledad en los años sesenta. A fines de los setentas ese entusiasmo tenía algo de espera, la expectación por los nuevos libros del escritor –que fueron llegando, varios de ellos extraordinarios– y la intuición de que el lapso que va de la publicación de Pedro Páramo a Cien años de soledad se había acabado nuestra cuota de obras maestras. Ahora, que se celebran los ochenta y cinco años del escritor, los cuarenta y cinco de la publicación de la novela, y el lanzamiento de esta en su edición digital me hizo pensar en ese entusiasmo y sentir, aunque sólo hubiera vivido el eco, cierta nostalgia. Y quise revivir algo de ese entusiasmo a través de algunos textos que contribuyeron a él, por ejemplo, el diálogo con el novelista de Aracataca en Los nuestros, de Luis Hars.
Hay críticos, invadidos por el resentimiento, que creen que el entusiasmo es un lastre para su labor y han perdido la capacidad de celebración. Creen que su labor es hacerla de policías literarios y terminan tiñendo su incomprensión de rigor moralista para disfrazar su insensibilidad ante el texto y, dicho sea de paso, ante el entusiasmo. Después de aquellos años milagrosos del boom el entusiasmo no ha tenido buenos momentos. La desconfianza se transformó en escepticismo y el público dejó de celebrar el talento y depositó su capacidad de elegir lecturas en la publicidad. Ya se ha demostrado que el boom, en tanto fenómeno mercadotécnico, provocó el protagonismo de los agentes de imagen y la transformación del escritor en una marca. El crítico, aletargado por el resentimiento, no supo cómo reaccionar ante ese desplazamiento. Por eso, Los nuestros (Luis Harss) es un libro en cierta forma irrepetible, aunque se haya repetido de mil maneras.
El azar de las lecturas me llevó a releer a Ernesto Volkening, notable crítico colombiano, gracias a un volumen de textos suyos –Gabriel García Márquez: “un triunfo sobre el olvido” – publicado por el FCE Colombia, cuya edición y prólogo estuvo a cargo de Santiago Mutis Durán, uno de los mejores poetas colombianos de la generación nacida en los años cincuenta, y extraordinario editor. Se trata de un libro ejemplar: mesura, información, estilo, precisión, capacidad de entusiasmo y ojo atento a los peligros de un más que probado talento. Los textos fueron escritos como reseñas en algunos medios colombianos, en especial en la revista Eco, reseñas de ésas que hoy ya no hay en español, con tiempo y espacio para reflexionar, incompatibles con la crítica telegráfica actual. Sin las pretensiones de descubrir el mar, Volkening sabe en cambio describir el oleaje. Escritas al calor de la aparición de los libros, son lecturas serenas y admirables, con eso tan poco común que es el sentido común.
Muestra el libro que el entusiasmo también puede ser inteligente y lúcido. Cien años de soledad es un libro extraordinario, pero fue también extraordinario su contexto y la reacción que provocó en los lectores, esa explosión en cadena que llevó el libro a los rincones y lectores más apartados del planeta. Y ese contexto lo volvió algo simbólico. Ahora, con la edición digital el símbolo se renueva. Una de las cosas que el libro de Volkening hace es restaurar el contexto literario colombiano en que se da la novela y en general toda la obra de Gabriel García Márquez. La sombra que proyecta el entusiasmo puede ocultar parte de la riqueza literaria. Por ejemplo, señala la importancia y calidad de dos novelistas seguramente desconocidos para el lector mexicano: José Félix Fuenmayor, muerto el año anterior a la publicación de Cien años de soledad, y J. A. Osorio Lizarazo. Agrega páginas adelante a Manuel Mejía Vallejo, un poco más conocido, aunque no lo que debiera, entre nosotros y habría que mencionar, diría yo, a Héctor Rojas Heraso, autor de Celia se pudre.
Tener antecedentes no disminuye el talento ni la genialidad, simplemente da sentido a su aparición. Volkening mismo es un caso atípico de crítico. Nacido en Amberes de padres alemanes en 1908, emigra con su familia a Bogotá, Colombia, poco antes de la segunda guerra mundial, y se volverá un crítico influyente y un notable traductor. En 1974 publicó –¡en Monterrey, México!– Los paseos de Lodovico. Su condición extraterritorial lo lleva a tener un ojo avizor para la literatura de Colombia, país que hace el suyo en esa lectura. La nostalgia por el entusiasmo que dio su arranque a estas notas encuentra en el acompañamiento crítico que se ha hecho de la obra de García Márquez un motivo de felicidad. En los textos de Volkening la crítica está a la altura y no se pierde en mezquindades.
Y así el entusiasmo ahora es por partida doble: el lector no sólo puede acceder en este volumen a una ensayística en armonía con la obra del narrador colombiano, sino “descubrir” (las comillas apenas disimulan mi ignorancia, los lectores de Eco conocían al crítico y en Colombia algunos de sus libros circulan aún, pero en México pocos hablan de él) a Ernesto Volkening. ¿Desde aquellos dorados sesenta cuántos entusiasmos han surgido parecidos? Podría pensar en la unánime aceptación en lengua española de la poesía de Gonzalo Rojas en las últimas décadas de su vida, y también, aunque de carácter distinto, en la atención que ha merecido Roberto Bolaño, pero creo que son de signo distinto. Tal vez lo más cercano sea el entusiasmo despertado por los textos de Enrique Vila Matas, casi como un elemento de reconocimiento entre cierto tipo de lectores, mismos que son sin embargo minoritarios. En resumen. Ese entusiasmo no se ha vuelto a dar, pero sería un poco absurdo decir que es irrepetible, aunque algunos signos nos llevarían a pensarlo.
Así el libro de Ernesto Volkening, titulado Gabriel García Márquez: un triunfo sobre el olvido es precisamente eso: un triunfo sobre el olvido, no porque estemos siquiera cerca de olvidarnos de García Márquez sino porque nos recuerda que el entusiasmo es posible.

Palabras para recordar a Guillermo Fernández

20/Mayo/2012
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos


Sinceramente modesto y orgulloso, aislado y tímidamente sociable, compasivo frente al desvalimiento, generoso cuando se le pedía un servicio, “lejos de vanidad de vanidades”, así vi por más de treinta años en sus fructuosas contradicciones a Guillermo Fernández.
Desde que lo conocí, luego de una mesa redonda en la Casa del Lago en 1977, hubo una amistad basada en un gran respeto y un aprecio sincero. Curiosamente nuestras largas conversaciones fueron la gran mayoría de las veces telefónicas, y me doy cuenta ahora, no sin perplejidad, que giraron la inmensa mayoría del tiempo sobre Italia. Si mal no recuerdo, hablamos, entre muchas cosas, de su fervor por ciudades como Florencia y la religiosa Asís, de paisajes toscanos y umbríos, del código lingüístico del dolce stil nuovo y de las infinitas dificultades para traducir la Divina comedia, de las deliciosas historias del Decameron, de Bocaccio y las sátiras de Pietro Aretino, de los aforismos agudísimos de Francesco Guicciardini y de su admiración por la poesía de Leopardi y de su horror por su vida de sufrimiento, de los severos escollos que presenta la traducción de Eugenio Montale (recientemente Fabio Morabito vertió al español toda la poesía) y del scontroso carácter de Pavese y de Saba, de la caballerosidad medieval del gran poeta Mario Luzi y de la infernal burocracia italiana tanto nacional como la de sus embajadas... Curiosamente me doy cuenta de que hablamos muy poco del cine, que para mí es el más bello e inolvidable del siglo XX.
No sé cuántas páginas tradujo del italiano; debieron ser más de 20 mil; como traductor fue un gigante; no puede llamarse de otra manera su labor sino monumental. Sin sus traducciones de libros de poesía, narrativa, historia y política, las letras italianas serían menos que un subproducto editorial en México. Esa tarea, salvo contadísimos casos, la gran mayoría de los burócratas italianos en México y algunos más no burócratas, fueron los primeros en no apreciarlo, y algunas veces, en lugar de reconocimiento, encontró resentimiento envidioso, desdén oblicuo, indiferencia despreciativa. Fue traductor, entre decenas de libros, del Decameron, de Giovanni Boccacio, de los aforismos y fragmentos –que son un Arte de la Política– de Francesco Guicciardini, de Los prometidos, de Alessandro Manzini –la novela imagen del ottocento italiano–, de los cuentos cruel y tiernamente realistas del siciliano Vitaliano Brancati, de las imaginativas nouvelles de Pirandello, de la obra poética completa de Cesare Pavese y de Mario Luzi, de varias y variadas antologías del cuento y de la poesía italianos... “De la música ante todo”, escribió Paul Verlaine. Para mí una de las mayores proezas de Fernández son sus traducciones de poemas de Dino Campana que, como la poesía de Verlaine, Nelligan, Herrera y Reissig o Dylan Thomas, son ante todo música, es decir, piezas líricas que, en distintas direcciones, leemos en un arrebato o en un vértigo. Me quedo tranquilo con él. Publiqué sus traducciones, pagándole correctamente cuantos libros pude, cuando en la UNAM dirigí Literatura en Difusión Cultural, primero, y sobre todo, cuando coordiné el Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades. La traducción fue el principal oficio del cual vivía, y en ocasiones, dignamente sobrevivía.
No hubo libro que yo tradujera del italiano que él no revisara. Así fue con mis traducciones de Saba, de Ungaretti, de Cardarelli y de Quasimodo. Cada libro contiene entre quince y veinticinco observaciones definitivas. Algo debo en esto también al poeta italiano Stefano Strazzabosco. Hombre de gran decencia intelectual, Fernández me conmovió hondamente una vez que le pregunté si no pensaba trabajar sobre alguno de ellos: “Ya lo hiciste tú”, repuso. Otras veces me telefoneó para ver si estaba traduciendo o si no pensaba traducir a tal o cual poeta, porque él tenía la intención o estaba en vías de hacerlo.
Déjenme recordar tres anécdotas que se relacionan con lo italiano y muestran al Guillermo Fernández que tuvo a la vez como consigna y norma nunca tomarse en serio. Es fama, o se tiene al menos la percepción, que en la media de los italianos el monólogo suele ser hábito de su vida diaria. Guillermo vivió un tiempo en Italia y le gustaba asistir a conferencias o mesas redondas. Cuando iba a estas últimas se quedaba atónito porque de los cuatro o cinco participantes dos regularmente se quedaban sin hablar pues se acababa el tiempo.
La segunda es cuando le pregunté por qué había dejado Ciudad de México para mudarse a Toluca. “Porque es la ciudad mexicana que más se parece a Florencia”, repuso.
Hace unos años –cuento la tercera–, por fin las autoridades culturales italianas reconocieron a Guillermo Fernández con la más alta distinción al mérito y le otorgaron la Venera en la residencia del embajador de Italia en México en la avenida Rubén Darío. Quienes lo conocíamos sabíamos que los actos solemnes le causaban gran incomodidad y le pedíamos una y otra vez que no fuera a decir en público sus sinceras barbaridades como, por ejemplo, que se sentía orgulloso de tener una distinción de tal índole, la cual se la habían dado también a delincuentes metidos a políticos, como al exregente del DF Óscar Espinoza Villarreal, o que a él le valían un cacahuate y una pura y dos con sal las distinciones, pero a fin de cuentas si querían dársela, que se la dieran y ya y muchas gracias y hasta luego. Costó trabajo convencerlo. Y en efecto, Fernández nos hizo caso... pero sólo cuando habló en público. Al terminar el acto se acercó con el embajador italiano y le dijo: “¿Y qué hago, señor embajador, con esta venérea?” Al embajador se le descompuso la cara.
Para finalizar, sólo quisiera añadir una cosa como despedida. Una sola para decirle: “Muchas gracias, Guillermo, por tu mano generosa por la que tantos te debieron y te debimos tanto, por tu modestia sin fisuras, por la belleza de tu poesía, y porque sin tu trabajo Italia estaría mucho más lejos de México.”
Y que la tierra le sea para siempre leve.

Carlos Fuentes en la memoria

20/Mayo/2012
La Jornada
Sergio Pitol

El día martes me enteré con enorme pena del fallecimiento de Carlos Fuentes, y aunque desde hace algunos tiempos el padecimiento de una enfermedad me ha mantenido completamente alejado de la escritura, la triste noticia me hizo recordar, de repente, las circunstancias en que lo conocí hace más de medio siglo.
Debió ser a principios de la década de los 50, durante las clases que en la Facultad de Derecho impartía don Manuel Pedroso; ese maestro al estilo medieval que formó a todo un grupo de jóvenes ávidos y curiosos, entre los que se encontraban Víctor Flores Olea, Enrique González, Porfirio Muñoz Ledo, Luis Prieto, Fuentes y quien esto suscribe. Él por entonces era un joven de 22 años recién llegado de Ginebra y París, vestido siempre con elegancia y poseedor de una enorme habilidad verbal desinfectada de las manías que regularmente afean a quien se sabe con el inmenso bagaje que, por otra parte, sin duda poseía. El aplomo con que sabía moverse, sumado a la diferencia de edad, lo hacían parecer un joven profesor recién desembarcado de Europa, casi un personaje de Henry James que vuelve a su país después de haber realizado el grand tour por las principales capitales del mundo.
Sobre don Manuel Pedroso, Fuentes ya ha escrito páginas magníficas: Un profesor que no cerraba la lista de asistencia al terminar la clase, sino que proseguía su magisterio acompañado siempre de al menos media docena de alumnos, de la Facultad de Derecho en la calle de San Ildefonso hasta la casa de don Manuel en la colonia Cuauhtémoc.
Fue durante esos improvisados recorridos que hablamos por primera vez. Bastaba intercambiar con él apenas algunas frases para entender la profunda pasión y entrega con que concebía el ejercicio literario, para percibir su encanto y calidez, la efervescencia con la que se entregaba a la escritura, trabajando sin descanso prácticamente todos los días de su vida. A ello habría que añadir sus intereses, siempre expansivos y contagiosos: el teatro, la ópera y el cine.
Durante los años que siguieron nos vimos con regularidad. A veces sólo para intercambiar una o dos palabras, pero también para enseñarnos, a un grupo de amigos y a mí, los cuentos que tiempo después formarían Los días enmascarados, su primer libro, al que seguiría, portentosa, unos años después, La región más transparente.
Recuerdo aquellos tiempos fabulosos y el júbilo que produjo a los jóvenes presenciar esta puesta en evidencia de la ignorancia, mojigatería, aldeanismo y mala fe de una sociedad a la que orgánicamente le resultaba imposible conocerse a sí misma, y mucho menos juzgar una obra que daba un salto de un siglo en México. Por el mero hecho de existir, La región más transparente derrumbó de golpe y para siempre más de una docena de glorias nacionales aún vivientes e hizo necesaria la revisión y recomposición de nuestra tradición literaria.
Por esto y muchas razones más, la ausencia de Fuentes deja un vacío inconmensurable en las letras mexicanas, en sus amigos, en la inmensa cantidad de lectores que demostraron, en México y en diversas ciudades alrededor del mundo, su afecto a él y a Silvia Lemus, tan unidos por tantos años. Silvia, quisiera terminar con eso, fue siempre para él su camino y su cayado, la brújula de la cartografía que es toda su obra y fue su vida. Saludé a los dos hace pocas semanas, aquí en Jalapa, con motivo de la Cátedra que lleva su nombre, los vi tan radiantes como aquellos dos jóvenes elegantes y guapos que siempre fueron, y como los enamorados que inundaban de transparencia estos días aciagos.